Mi vecina.

Hache.

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Aquí os dejo un relato de una vivencia de hace un tiempo. Me he hecho el perfil para poder publicar relatos.​

Capítulo 1: Miradas peligrosas

Llevaba semanas notándola no se, rara, cercana.

Siempre coincidíamos en el ascensor, en la piscina del edificio, en la sala de correo… y siempre estaba impecable. El tipo de mujer que llama la atención sin necesidad de exagerar. Su voz suave, su perfume caro, ese anillo en su dedo izquierdo que más que espantar, despertaba mi curiosidad. Casada, sí. Pero no parecía feliz.

—Hola —me dijo una mañana, mientras salíamos al mismo tiempo al pasillo.

Llevaba una camiseta ceñida y una falda corta que parecía haberse puesto sin muchas ganas… o con demasiada intención.

—Hola —respondí, intentando no mirarle demasiado las piernas—. ¿Otro día de calor, no?

Ella sonrió. Una sonrisa que duró más de lo necesario.

—Sí, aunque no me molesta. Me gusta el verano… especialmente cuando hay buena compañía.

Me detuve un segundo. ¿Eso fue una insinuación?

La acompañé al ascensor. Olía a vainilla y algo más, algo que me nublaba el juicio. Estábamos solos. El ascensor descendía lento, como si supiera que necesitábamos tiempo. De pronto, se me acercó un poco más de lo necesario.

—¿Te molesta que fume en la terraza por las noches? A veces te veo desde la mía.

—No, para nada. Me gusta mirar también… —dije sin pensar demasiado.

Su ceja se arqueó.

—¿Te gusta mirar?

Silencio. No me dio tiempo a responder. Las puertas se abrieron y salió primero, con ese caminar que hipnotiza. Antes de perderse por el pasillo, se giró apenas y me dijo:

—Nos vemos esta noche, vecino.
 
Capítulo 2: Juegos de terraza

Toda la tarde estuve dándole vueltas a esa última frase: "Nos vemos esta noche, vecino." ¿Había sido una invitación? ¿Un simple comentario? ¿Una trampa? Me sentía como un adolescente atrapado en una película de suspenso erótico que no terminaba de entender si era real o pura imaginación.

A las diez en punto salí a la terraza. No quería parecer ansioso, pero tampoco quería perderme lo que fuera que estuviera ocurriendo entre nosotros. La noche estaba caliente.

Ella ya estaba allí.

Vestía una bata de seda, abierta apenas lo suficiente como para mostrar un camisón corto que jugaba entre la transparencia y la sugerencia. Tenia un cigarrillo entre los dedos. Me miró, como si supiera que aparecería justo en ese momento.

—Hola, otra vez —dijo, echando el humo hacia el cielo.

—Hola —contesté, con la voz más firme de lo que sentía por dentro—. ¿No hace demasiado calor para fumar?

Ella rió despacio, esa risa que uno no olvida.

—Tal vez... pero algunas costumbres son difíciles de soltar.

Se acercó al borde que separaba su terraza de la mía.

—¿Te apetece uno? —preguntó, extendiéndome el paquete.

—No fumo —respondí, pero lo tomé de todos modos. No era por el cigarro. Era por el gesto. Por el roce de sus dedos con los míos.

Se sentó en una de sus sillas y cruzó las piernas. El silencio se instaló por un momento, hasta que volvió a hablar:

—¿Nunca te has sentido atraído por algo que sabes que está mal?

La pregunta cayó como una piedra.

La mire. Ella no apartó la vista.

—Creo que todos lo hemos sentido… alguna vez.

—¿Y tú? —insistió—. ¿Te has contenido?

Me incliné un poco hacia ella. Ya no había espacio para dudas.

—Depende. A veces lo prohibido es más fuerte que uno.

Ella sonrió. Otra vez esa sonrisa…

—Entonces… —dijo, poniéndose de pie y acercándose aún más al borde— ¿vas a saltar la reja esta vez, o prefieres seguir mirando?

Mi corazón golpeaba como si quisiera escapar del pecho.

—¿Estás segura de esto?

Ella se acercó lo suficiente como para susurrarme:

—Yo ya crucé hace rato, vecino.

Y entonces, el juego dejó de ser un juego…
 
Capitulo 3: el salto.
No recuerdo en qué momento exacto mis pies se separaron del suelo de mi terraza. Solo sé que un instante estaba mirando sus ojos, y al siguiente, mis manos se aferraban a la barandilla de hierro que nos separaba.

El metal ardía, como si también supiera lo que estaba a punto de pasar.

Ella dio un paso atrás, dándome espacio para caer al otro lado. No dijo nada. No necesitaba hacerlo. Su mirada hablaba en un idioma que mi cuerpo entendía mejor que mi mente.

Aterrizé con un leve ruido, el suficiente para hacerme consciente de que no había marcha atrás. Estábamos en el mismo lado.

Ella me miró con esa media sonrisa que era pura dinamita.

—Bienvenido —dijo.

Me acerqué. Pude ver mejor ahora: su bata de seda caía suavemente por sus hombros, apenas sostenida por una intención débil de seguir cubriéndola. El camisón brillaba bajo la luz tenue de la luna, como si también estuviera sudando por dentro.

—¿No tienes miedo? —le pregunté, aunque no sabía si hablaba de mí, de nosotros o del mundo allá abajo.

—Claro que sí —respondió sin vacilar—. Pero hay noches en que el miedo se disfraza de deseo, y entonces... es imposible decirle que no.

Me cogio de la camisa. Tiró de mí hasta que nuestras respiraciones chocaron. Olía a tabaco.

—¿Y tú, vecino? —murmuró, tan cerca que sus palabras parecían tocarme—. ¿Estás listo para dejar de imaginar?

Sus labios rozaron los míos como si pidieran permiso, pero no esperaron respuesta.

Nos besamos con la urgencia de quienes han estado al borde mucho tiempo. Fue suave al principio, como tanteando un terreno desconocido. Luego, como si el mundo hubiera dejado de existir.

La terraza ya no era una terraza.

Era una isla. Un incendio. Un secreto.

Nos dejamos llevar. La seda cayó al suelo. El cigarro murió solo en el cenicero. Y el reloj, si seguía marcando el tiempo, decidió hacerse el distraído.

Porque esa noche, lo prohibido no pedía permiso.

Y yo ya no quería contenerme.
 
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