agratefuldude
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Todo empezó el día que Silvia y yo decidimos tener un hijo. Esa misma noche tiramos los condones a la basura y preparamos una cena romántica. Después hicimos el amor tiernamente, como dos enamorados en su primera cita. El contacto directo de mi pene con el interior húmedo de Silvia, sin plásticos de por medio, fue una experiencia nueva. Notar su cuerpo arcarse aceptando mis acometidas, sus dedos recorrer mi espalda, sus ojos pidiéndome la semilla que su sexo ordeñaba, hizo que me corriera con demasiada prontitud. Es una sensación indescriptible, una necesidad animal: brazos y piernas en tensión, la espalda curvada, la pelvis empujando hacia delante, más y más con cada embestida, el meato abriéndose y los testículos contrayéndose, exprimiendo y bombeando el esperma a través del tallo del pene para depositarlo lo más profundo posible. Empujar y empujar es lo único que eres capaz de hacer en ese momento.
Hicimos el amor esa noche, y la siguiente, y la siguiente, y así durante 7 días en los que Silvia había calculado que había más posibilidades. Pero ese mes no tuvimos suerte. Lo volvimos a intentar al siguiente y después al otro. Y así continuamos durante seis meses. Al final hacer el amor era una rutina que se repetía cada 4 semanas durante unos días. Lo hacíamos por deber, por obtener el premio, pero sin pasión, sin amor, sin sexo. Algunos días me era tan difícil estimularme que lo dejábamos después de 30 infructuosos minutos intentando penetrarla con un miembro flácido que se negaba a trabajar en esas condiciones.
Fue más o menos por esa época cuando decidimos ir al médico a que nos dijera si había algún problema conmigo o con ella. Su respuesta fue que era demasiado pronto para plantearse siquiera esa posibilidad y que deberíamos seguir intentándolo al menos durante seis meses más. Fue la peor respuesta que nos pudo dar, casi hubiera preferido que hubieran descubierto que yo era estéril. Pero no. Su respuesta fue que lo siguiéramos intentando. Nos condenó a 6 meses más de amor sin sexo y sexo sin amor. Seis meses más de frustración.
Nuestra relación se deterioró. Perdimos parte de esa alegría de novios que nos había unido. Una pesada carga de adultos caía sobre nuestras espaldas. Dejé de mirarla con pasión y eso, os lo aseguro, es algo muy difícil. Silvia es un pedazo de hembra por la que muchos hombres habían perdido la razón antes de que yo la conquistase. Metro sesenta de cuerpo turgente, piel clara, cabello rizado y pechos generosos que le gustaba lucir en escotes de vértigo. Y sobre todo un culo firme y rotundo cuyo único defecto es que atraía demasiadas manos mal intencionadas. Pero de pronto se convirtió en esa persona que vivía en el mismo piso que yo y que periódicamente se abría de piernas para que introdujese mi pene en su vagina y me corriese.
Cuando finalmente reconocimos que esa situación no nos llevaba a ninguna parte decidimos olvidarnos del asunto durante una temporada. Se acercaban las vacaciones de verano y pensamos que sería el momento perfecto para relajarnos y despejar nuestras mentes. También decidimos que ese año nos dejaríamos cuidar más y qué mejor que la familia para sentirse como los reyes de la casa. Pero cuando le dijimos a mi madre que iríamos a pasar unos días al pueblo con ellos se puso tan contenta que decidió convocar a toda la familia para hacer una gran comida, como cuando éramos pequeños. Esas cosas siempre la ponían nostálgica, recordando a mi padre, que había muerto diez años atrás.
Llegamos al pueblo la primera semana de agosto y desde el principio estuvimos a cuerpo de rey. Mi madre y mi tía nos prohibieron totalmente hacer nada de la casa y nos pasábamos los días dando paseos por el campo y yendo a remojarnos al río. Por las noches nos abrazábamos bajo el calor de la manta y nos dormíamos sin atrevernos a hacer demasiado ruido, ya que las camas eran antiguas y mi madre dormía en la habitación de al lado.
Unos días más tarde la casa se llenó de gente. Mi madre y mi tía se habían despertado de madrugada para hacer la comida y cuando nosotros bajamos a la cocina ésta estaba llena de ollas y pucheros hirviendo. Hacia media mañana empezó a llegar la gente: primas, primos, tíos y tías algunos de los cuales hacía 20 años que no veía. Silvia estaba saturada con tanta gente a su alrededor haciéndole preguntas de todo tipo, al fin y al cabo era la novedad del día para la mayoría de ellos.
Y entre todos los que se interesaron por Silvia dos se mostraron “muy” interesados. Mi madre siempre había echado pestes de mi tío Paco, el hermano mayor de mi padre. Era el típico perdonavidas machista que se había pasado toda la vida pensando que las mujeres estaban solo para su disfrute, aunque fuera visual. Llegó a la fiesta abriéndose paso entre gritos y carcajadas hasta que su olfato de macho detectó la carne fresca de Silvia. Enseguida se dió cuenta de que venía conmigo pero eso no le impidió despacharme con un simple “¡Sobrino!” y un copón y plantarse ante mi novia. Le tendió la mano sonriendo y presentándose y Silvia, un tanto aturdida por su forma de llegar, cayó en la trampa de apretarle la mano, movimiento que él aprovechó para estirarla hacia él mientras la rodeaba con la mano libre y le plantaba un par de sonoros besos en cada mejilla. El abrazo duró más de lo necesario mientras tío Paco se apretujaba contra mi novia y le palmeaba la espalda con la mano demasiado abajo para mi gusto.
Al separarse Silvia estaba sonrojada y un poco violentada, sin saber qué decir ni donde esconderse de la miradas indecentes de mi tío, que la repasó de arriba abajo deteniéndose a contemplar las formas redondas de sus pechos que se adivinaban bajo el recatado vestido de verano que llevaba. Cuando por fin la dejó ir, Silvia casi corrió a mi lado buscando refugio, pero entonces apareció el hijo mayor de mi tío Paco, Alberto.
Alberto siempre había sido el broncas de la familia. Grande y fuerte, avezado trabajar el campo desde pequeño, se había metido en infinidad de peleas durante su vida y había salido vencedor de la mayoría. Incluyendo todas en las que se había enfrentado a mi, no porque yo quisiera sino porque a él le gustaba aporrearme cuando éramos pequeños, era su forma de jugar. Alberto compartía con su padre la forma de tratar a las mujeres, pero con una diferencia: a Alberto las mujeres le hacían caso sí o sí, de eso se encargaba él. Yo había huido de él desde la pubertad y no entendía cómo mi madre le había invitado a venir ese día, pero el sentido de familia a veces simplemente se impone sobre cualquier otra cosa. Cuando se acercó a nosotros y vi las miradas que le echaba a Silvia supe que tendríamos problemas. Sin decirme ni hola nos estrechamos las manos y apunto estuvo de romperme todos los huesos. Se presentó a Silvia con un par de monosílabos pero es que hablar nunca fue su fuerte. Como mínimo, al contrario que su padre, mantuvo las distancias, aunque solo fuera para poder repasar el físico de mi novia con mejor perspectiva. Silvia cruzó los brazos por delante de los pechos para taparse de la mirada desnudadora de Alberto.
(seguirá)
Hicimos el amor esa noche, y la siguiente, y la siguiente, y así durante 7 días en los que Silvia había calculado que había más posibilidades. Pero ese mes no tuvimos suerte. Lo volvimos a intentar al siguiente y después al otro. Y así continuamos durante seis meses. Al final hacer el amor era una rutina que se repetía cada 4 semanas durante unos días. Lo hacíamos por deber, por obtener el premio, pero sin pasión, sin amor, sin sexo. Algunos días me era tan difícil estimularme que lo dejábamos después de 30 infructuosos minutos intentando penetrarla con un miembro flácido que se negaba a trabajar en esas condiciones.
Fue más o menos por esa época cuando decidimos ir al médico a que nos dijera si había algún problema conmigo o con ella. Su respuesta fue que era demasiado pronto para plantearse siquiera esa posibilidad y que deberíamos seguir intentándolo al menos durante seis meses más. Fue la peor respuesta que nos pudo dar, casi hubiera preferido que hubieran descubierto que yo era estéril. Pero no. Su respuesta fue que lo siguiéramos intentando. Nos condenó a 6 meses más de amor sin sexo y sexo sin amor. Seis meses más de frustración.
Nuestra relación se deterioró. Perdimos parte de esa alegría de novios que nos había unido. Una pesada carga de adultos caía sobre nuestras espaldas. Dejé de mirarla con pasión y eso, os lo aseguro, es algo muy difícil. Silvia es un pedazo de hembra por la que muchos hombres habían perdido la razón antes de que yo la conquistase. Metro sesenta de cuerpo turgente, piel clara, cabello rizado y pechos generosos que le gustaba lucir en escotes de vértigo. Y sobre todo un culo firme y rotundo cuyo único defecto es que atraía demasiadas manos mal intencionadas. Pero de pronto se convirtió en esa persona que vivía en el mismo piso que yo y que periódicamente se abría de piernas para que introdujese mi pene en su vagina y me corriese.
Cuando finalmente reconocimos que esa situación no nos llevaba a ninguna parte decidimos olvidarnos del asunto durante una temporada. Se acercaban las vacaciones de verano y pensamos que sería el momento perfecto para relajarnos y despejar nuestras mentes. También decidimos que ese año nos dejaríamos cuidar más y qué mejor que la familia para sentirse como los reyes de la casa. Pero cuando le dijimos a mi madre que iríamos a pasar unos días al pueblo con ellos se puso tan contenta que decidió convocar a toda la familia para hacer una gran comida, como cuando éramos pequeños. Esas cosas siempre la ponían nostálgica, recordando a mi padre, que había muerto diez años atrás.
Llegamos al pueblo la primera semana de agosto y desde el principio estuvimos a cuerpo de rey. Mi madre y mi tía nos prohibieron totalmente hacer nada de la casa y nos pasábamos los días dando paseos por el campo y yendo a remojarnos al río. Por las noches nos abrazábamos bajo el calor de la manta y nos dormíamos sin atrevernos a hacer demasiado ruido, ya que las camas eran antiguas y mi madre dormía en la habitación de al lado.
Unos días más tarde la casa se llenó de gente. Mi madre y mi tía se habían despertado de madrugada para hacer la comida y cuando nosotros bajamos a la cocina ésta estaba llena de ollas y pucheros hirviendo. Hacia media mañana empezó a llegar la gente: primas, primos, tíos y tías algunos de los cuales hacía 20 años que no veía. Silvia estaba saturada con tanta gente a su alrededor haciéndole preguntas de todo tipo, al fin y al cabo era la novedad del día para la mayoría de ellos.
Y entre todos los que se interesaron por Silvia dos se mostraron “muy” interesados. Mi madre siempre había echado pestes de mi tío Paco, el hermano mayor de mi padre. Era el típico perdonavidas machista que se había pasado toda la vida pensando que las mujeres estaban solo para su disfrute, aunque fuera visual. Llegó a la fiesta abriéndose paso entre gritos y carcajadas hasta que su olfato de macho detectó la carne fresca de Silvia. Enseguida se dió cuenta de que venía conmigo pero eso no le impidió despacharme con un simple “¡Sobrino!” y un copón y plantarse ante mi novia. Le tendió la mano sonriendo y presentándose y Silvia, un tanto aturdida por su forma de llegar, cayó en la trampa de apretarle la mano, movimiento que él aprovechó para estirarla hacia él mientras la rodeaba con la mano libre y le plantaba un par de sonoros besos en cada mejilla. El abrazo duró más de lo necesario mientras tío Paco se apretujaba contra mi novia y le palmeaba la espalda con la mano demasiado abajo para mi gusto.
Al separarse Silvia estaba sonrojada y un poco violentada, sin saber qué decir ni donde esconderse de la miradas indecentes de mi tío, que la repasó de arriba abajo deteniéndose a contemplar las formas redondas de sus pechos que se adivinaban bajo el recatado vestido de verano que llevaba. Cuando por fin la dejó ir, Silvia casi corrió a mi lado buscando refugio, pero entonces apareció el hijo mayor de mi tío Paco, Alberto.
Alberto siempre había sido el broncas de la familia. Grande y fuerte, avezado trabajar el campo desde pequeño, se había metido en infinidad de peleas durante su vida y había salido vencedor de la mayoría. Incluyendo todas en las que se había enfrentado a mi, no porque yo quisiera sino porque a él le gustaba aporrearme cuando éramos pequeños, era su forma de jugar. Alberto compartía con su padre la forma de tratar a las mujeres, pero con una diferencia: a Alberto las mujeres le hacían caso sí o sí, de eso se encargaba él. Yo había huido de él desde la pubertad y no entendía cómo mi madre le había invitado a venir ese día, pero el sentido de familia a veces simplemente se impone sobre cualquier otra cosa. Cuando se acercó a nosotros y vi las miradas que le echaba a Silvia supe que tendríamos problemas. Sin decirme ni hola nos estrechamos las manos y apunto estuvo de romperme todos los huesos. Se presentó a Silvia con un par de monosílabos pero es que hablar nunca fue su fuerte. Como mínimo, al contrario que su padre, mantuvo las distancias, aunque solo fuera para poder repasar el físico de mi novia con mejor perspectiva. Silvia cruzó los brazos por delante de los pechos para taparse de la mirada desnudadora de Alberto.
(seguirá)