Propuesta indecente

Cjbandolero

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Capítulo 1


La casa de Eduardo y Paula, situada en las afueras de la ciudad, era la imagen perfecta de la tranquilidad familiar. Todos los días, el vecindario amanecía envuelto en un silencio pacífico, interrumpido solo por el canto de los pájaros y el murmullo de las hojas de los árboles mecidas por el viento. A sus ojos, aquel escenario encajaba perfectamente con lo que siempre habían proyectado: una pareja estable, con hijos adolescentes bien educados, empleos que les brindaban seguridad económica y una vida sin aparentes sobresaltos. Sin embargo, por debajo de esa apariencia pulida, algo se estaba gestando. Algo que ni siquiera ellos terminaban de comprender.


Paula se detuvo frente al espejo del baño aquella mañana, observando su reflejo con una mezcla de orgullo y melancolía. Sabía que había envejecido bien. A sus 48 años, su cuerpo seguía siendo motivo de envidia para muchas mujeres más jóvenes. Su piel, aún tersa, mantenía el tono bronceado que siempre había atraído miradas; su pelo rubio, que caía en cascada hasta los hombros, lucía suave y brillante, cuidándolo con productos que consideraba casi sagrados. Sin embargo, era su pecho lo que más atención capturaba, algo que no pasaba desapercibido para ella ni para los hombres que la rodeaban. Grande, generoso, como diría cualquiera que la mirara, había sido siempre el punto focal de las miradas indiscretas. Los ojos de los hombres parecían gravitar hacia allí, ya fuera en reuniones de trabajo o en las simples visitas al supermercado. Paula sonrió de lado, con esa mezcla de autocomplacencia y resignación. Sabía que esas tetas habían sido una bendición y una maldición a lo largo de su vida. Los hombres las deseaban, las mujeres las envidiaban. Pero últimamente, esa atención externa no lograba llenar el vacío que sentía dentro de sí misma. Antes, esa validación la había hecho sentir poderosa; ahora, era solo un eco distante de algo que ya no era suficiente.


Salió del baño y se dirigió a la cocina, donde sus hijos se preparaban para el colegio. Ellos eran su otra fuente de orgullo. Ambos adolescentes, rebosantes de energía y con futuros prometedores, representaban lo mejor de su vida. Sin embargo, Paula no podía evitar sentir que, mientras sus hijos crecían y comenzaban a vivir sus propias vidas, su relación con Eduardo se estancaba. De hecho, parecía que se desmoronaba lentamente.


Eduardo ya había salido para el trabajo, como hacía casi todos los días antes de que los niños se levantaran. Había algo mecánico en su rutina, algo que, en otros tiempos, Paula había valorado como un signo de estabilidad, pero que ahora comenzaba a resultarle frío, distante. Sabía que el trabajo de Eduardo era exigente, pero últimamente sus ausencias eran cada vez más prolongadas y sus excusas, más vagas.


Paula recogió las tazas de café de la mesa, dejando que su mente divagara. No recordaba cuando había sido la última vez que Eduardo y ella habían tenido una conversación sincera, una de esas que solían mantener en los primeros años de matrimonio, cuando hablaban de todo, desde sus sueños hasta sus miedos más profundos. Ahora, la mayor parte de sus conversaciones giraban en torno a los niños, las cuentas de la casa y el trabajo. Y eso cuando Eduardo estaba en casa, porque las noches en que se ausentaba se estaban volviendo más frecuentes. Esa noche, como tantas otras, Paula se sentó en el sofá frente al televisor, esperando el sonido de la llave girando en la cerradura. Pero esta vez, el reloj marcó las diez y luego las once, y Eduardo aún no aparecía. Paula cerró los ojos, tratando de controlar la creciente sensación de molestia que sentía en el estómago. Sabía exactamente donde estaba su marido. No era la primera vez, y ciertamente no sería la última.


Eduardo llegó pasada la medianoche, el sonido de la puerta al abrirse fue lo suficientemente suave como para evitar despertar a los niños, pero Paula estaba despierta, esperándolo. Lo observó mientras se quitaba la chaqueta, con movimientos cansados y esa expresión de satisfacción culpable que tanto conocía. El olor a whisky flotaba en el aire, una señal clara de donde había pasado las últimas horas. Paula no dijo nada al principio. Se limitó a observarlo, a medir sus reacciones, a notar los pequeños gestos que delataban su falta de arrepentimiento. Cuando Eduardo finalmente la miró, ella no pudo contenerse.


—¿Dónde has estado? —preguntó, su voz era más firme de lo que él esperaba.


Eduardo levantó la vista, desconcertado por la frialdad de Paula. —En la oficina, terminando algunos asuntos. Te lo dije esta mañana.


Paula entrecerró los ojos. Sabía que era mentira. Era lo mismo que le decía siempre, pero los indicios estaban ahí. Ese brillo en los ojos, esa leve sonrisa que intentaba ocultar, como si disfrutara de un juego que Paula no podía entender.


—No me mientas, Eduardo —replicó ella, con tono cortante—. Hueles a whisky. Y no me digas que estuviste en la oficina tomando copas con los compañeros. Has estado jugando, ¿verdad?


Eduardo titubeó por un segundo, pero luego volvió a su papel de esposo despreocupado. —Es solo una partida de póker, Paula. No es nada serio. Solo… relajarme un poco después del trabajo. No entiendo por qué te molesta tanto.


La furia de Paula se intensificó al oír esas palabras. “Relajarme”. Como si la falta de dinero, la tensión constante y el riesgo no fueran más que un capricho inofensivo.


—¿Relajarte? —repitió ella, dando un paso hacia él—. ¿De verdad piensas que apostar dinero que no tenemos es relajante? Eduardo, estás jugando con fuego. No me estás poniendo solo a mí en riesgo, sino a nuestra familia entera. ¿Y todo por qué? ¿Por la emoción de unas putas cartas?


Eduardo se encogió de hombros, como si sus palabras no tuvieran el peso suficiente para penetrar su escudo de despreocupación. —Lo tengo bajo control, Paula. No es para tanto.


Paula rió amargamente. —¿Bajo control? No lo parece cuando llegas tarde casi todas las noches oliendo a whisky, con esa mirada de culpabilidad en los ojos. No sé en qué estás pensando, pero si sigues así, no sé cuánto más voy a soportar.


El silencio que siguió fue como una sentencia. Eduardo no sabía qué decir. Sabía que Paula tenía razón, pero el póker le proporcionaba una liberación que no encontraba en ninguna otra parte. Era una adrenalina que lo embriagaba, un escape de la monotonía que a veces sentía ahogarlo. Y aunque intentaba convencerse de que todo estaba bajo control, la verdad era que no podía parar. Durante los días siguientes, la tensión entre ambos se hizo palpable. Eduardo seguía saliendo a sus partidas de póker, aunque trataba de ser más discreto. Paula, por su parte, se sentía cada vez más frustrada. El trabajo, los niños y las responsabilidades de la casa la mantenían ocupada, pero esa sensación de vacío y decepción no la abandonaba. A veces, cuando salía a hacer recados o se encontraba en reuniones, las miradas furtivas de otros hombres volvían a recordarle que aún era deseada. Pero eso ya no era suficiente. No cuando su propio marido parecía estar más interesado en el póker que en ella.


Paula se preguntaba, mientras miraba su reflejo en el espejo, si todo ese deseo externo podría llenar el vacío que Eduardo había dejado. Pero la realidad la golpeaba cada vez que Eduardo llegaba a casa tarde. La atención de otros hombres no la llenaba, y la insatisfacción en su matrimonio comenzaba a hacerse insostenible.


Eduardo, mientras tanto, se refugiaba cada vez más en el póker, sin darse cuenta de que estaba apostando mucho más que dinero. Estaba apostando su matrimonio, su familia, y tal vez, sin quererlo, su propia felicidad.

Continuará…
 
Sigue la historia donde cada vez se complican más las cosas para Eduardo.



Capítulo 2


La sala en la que se celebraba la partida de póker estaba envuelta en un aire denso, casi cargado de adrenalina. Las paredes, de un color rojo oscuro, contrastaban con la luz suave que caía sobre la mesa de juego, iluminada estratégicamente para crear una atmósfera íntima, casi conspiratoria. Eduardo miraba las cartas que tenía en la mano con el corazón acelerado y el pulso latiéndole en las sienes. Ya había perdido una suma considerable, pero esa tensión, esa mezcla de nerviosismo y esperanza, lo mantenía pegado a la silla, incapaz de moverse.

A su lado, su jefe, Roberto, un hombre autoritario de casi 60 años, dirigía la partida con una confianza abrumadora. Con el cabello corto y bien peinado, una barba recortada que le daba un aire de experiencia, y una mirada penetrante que parecía atravesar a los jugadores, Roberto dominaba la mesa con su presencia. Vestía un traje impecable que contrastaba con la informalidad del resto de los hombres, como si necesitara dejar claro que estaba por encima de ellos. Su voz, cuando hablaba, era grave y profunda, y su sonrisa era siempre medida, casi calculada, como si supiera algo que los demás ignoraban.


La partida llevaba ya horas, y el ambiente se había vuelto cada vez más tenso. Eduardo notaba el sudor acumulándose en sus palmas mientras su mano temblaba levemente al sostener las cartas. Sabía que estaba en una mala racha, pero no podía detenerse. Cada nueva ronda lo hundía un poco más en el agujero financiero, y sin embargo, cada vez que miraba sus cartas, había una pequeña parte de él que se aferraba a la posibilidad de remontar. Los demás jugadores en la mesa parecían relajados, pero Eduardo se daba cuenta de que esa relajación no era más que una fachada. Todos estaban pendientes de cada movimiento, cada apuesta. Todos, excepto Roberto, quien parecía casi aburrido de lo fácil que resultaba para él ganar. Con cada mano, Eduardo sentía que el control se le escapaba más y más, pero su orgullo le impedía detenerse. No podía mostrarse débil, no frente a su jefe, y mucho menos frente a los otros hombres que observaban cada movimiento.


—¿Sigues dentro, Eduardo? —la voz profunda de Roberto cortó el aire mientras observaba el rostro de Eduardo con una sonrisa ladeada, la misma que usaba cuando estaba seguro de que la partida ya estaba decidida a su favor.


Eduardo asintió, tragando saliva con dificultad. Aumentó la apuesta, consciente de que lo que acababa de poner sobre la mesa ya era más de lo que podía permitirse perder. Pero la adrenalina lo dominaba, lo empujaba a continuar. Roberto hizo un gesto de asentimiento, sin apartar la mirada, y poco a poco los demás jugadores se fueron retirando de la mano, hasta que solo quedaron ellos dos.


—Parece que estamos solos —dijo Roberto, dejando caer sus cartas sobre la mesa con un gesto casi despectivo—. Veamos que tienes.


Eduardo giró lentamente las cartas, su corazón latía con fuerza en su pecho, pero no tardó en darse cuenta de que estaba acabado. Las cartas de Roberto eran superiores. Una mano perfecta. Eduardo sintió un nudo en el estómago al ver cómo las fichas se deslizaban hacia el otro lado de la mesa, como si se escurrieran entre sus dedos, llevándose con ellas todo lo que había apostado. La derrota era aplastante. Durante unos segundos, Eduardo no pudo moverse. El ruido del resto de los jugadores recogiendo sus cosas, riendo entre ellos y bromeando, parecía lejano, como si estuviera bajo el agua. Su mente procesaba lentamente la magnitud de lo que acababa de suceder. Había perdido una cantidad de dinero que no podía cubrir, ni siquiera con sus ahorros. Lo había arriesgado todo, y lo había perdido.


—Parece que has tenido una mala noche, Eduardo —la voz de Roberto sonó cerca de él, sacándolo de su trance.


Eduardo levantó la vista y vio a su jefe de pie junto a él, con esa misma sonrisa enigmática en el rostro. Sabía que Roberto no lo estaba compadeciendo. Había algo más en su tono, algo calculado, como si ya hubiera previsto lo que vendría después.


—Sí… supongo que sí —murmuró Eduardo, tratando de sonreír para disimular su frustración.


—No te preocupes demasiado por el dinero —dijo Roberto con calma—. Siempre hay formas de saldar las deudas.


El tono de su voz hizo que Eduardo lo mirara con más atención. La manera en que había pronunciado esas palabras no dejaba lugar a dudas de que estaba a punto de hacer una propuesta. Roberto se inclinó un poco hacia Eduardo, como si fuera a compartirle un secreto.


—Sé que has perdido una buena cantidad esta noche —continuó Roberto—, y sé que probablemente te cueste pagarla. No te preocupes, no me gusta presionar a mis empleados. De hecho, hay otra forma en la que podrías compensar lo que me debes.


Eduardo sintió un escalofrío recorrer su espalda. Algo en el tono de Roberto le hizo entender que lo que estaba por decir no sería algo común.


—¿Otra forma? —preguntó, su voz sonaba débil incluso para sus propios oídos.


—Sí —Roberto sonrió de una manera que hizo que Eduardo se sintiera aún más incómodo—. Siempre he admirado a tu esposa, Paula, ¿verdad? Es una mujer muy atractiva… —dejó que sus palabras se deslizaran con lentitud, disfrutando del impacto que causaban en Eduardo—. Si accedes a dejarme pasar una noche con ella, tu deuda quedará completamente saldada.


Eduardo sintió que el mundo se detenía por un momento. No podía creer lo que acababa de escuchar. Su corazón latía con fuerza, no solo por la indignación, sino por algo más que lo sorprendió: una oscura y perversa excitación. ¿Acaso su jefe acababa de proponerle que le prestara a su esposa a cambio de dinero? Una oleada de emociones contradictorias lo recorrió. Debería haber sentido rabia, asco, pero, en cambio, una parte de él se sintió intensamente atraída por la idea. La imagen de Paula, desnuda bajo el cuerpo de su jefe, apareció fugazmente en su mente, y ese pensamiento le hizo estremecerse.


—Yo… no sé si… —Eduardo tartamudeó, sin saber como reaccionar.


Roberto se enderezó, volviendo a esa postura de superioridad que lo caracterizaba. —No tienes que responder ahora. Piénsalo, Eduardo. No hay prisa. Pero ten en cuenta que si no puedes pagarme, las consecuencias serán mucho más graves. Esta oferta nos beneficiaría a ambos.


Con esas palabras, Roberto se dio la vuelta y se dirigió hacia la salida, dejando a Eduardo solo en la sala, sumido en una confusión total. Las palabras de su jefe resonaban en su mente como un eco interminable. “Tu esposa… una noche…” No podía sacarse de la cabeza la imagen de Paula en brazos de Roberto, y aunque sabía que era algo perverso y retorcido, no podía negar que le excitaba.


Cuando finalmente salió del edificio y se dirigió a casa, Eduardo no podía concentrarse en otra cosa. El peso de la deuda y la humillación por haber perdido tanto dinero se mezclaban con la culpa y la excitación que sentía al imaginar a Paula acostándose con su jefe. Nunca había pensado en algo así antes, pero ahora, la imagen no lo abandonaba. Se preguntaba como reaccionaría Paula si le contaba lo que había pasado, si aceptaría. Y lo peor de todo, se preguntaba si realmente quería que ella dijera que no. Cuando Eduardo llegó a casa, la oscuridad de la noche había cubierto todo. La casa estaba en silencio, y sabía que Paula ya estaría dormida. Se deslizó silenciosamente hacia el dormitorio, sintiendo una mezcla de ansiedad y deseo creciente. Al entrar en la habitación, vio la silueta de Paula bajo las sábanas, su cuerpo suave y curvilíneo era apenas visible en la penumbra. Eduardo se quedó de pie unos segundos, observándola mientras respiraba suavemente. La imagen de su jefe apareció de nuevo en su mente, esta vez más vívida. Lo imaginó sobre su esposa, con sus manos recorriendo su piel y sus labios besando su cuello. Eduardo entró en el baño y cerró los ojos, dejando que la fantasía lo envolviera por completo. Sin poder resistirse, se desabrochó los pantalones y, con la respiración agitada, comenzó a masturbarse mientras visualizaba cada detalle. Se imaginó a Paula gimiendo de placer bajo Roberto, con sus tetas moviéndose al ritmo de sus embestidas. La idea de compartir a su esposa lo excitaba de una manera que jamás habría admitido en voz alta.


Con los ojos cerrados, su mano se movía cada vez más rápido, su respiración se volvía más entrecortada. En su mente, Paula y Roberto seguían haciendo el amor, una escena que no podía sacar de su cabeza. Finalmente, Eduardo alcanzó el clímax, jadeando en el silencio del cuarto de baño. Unos segundos después, el remordimiento lo golpeó con la misma fuerza que el placer había tenido unos momentos antes. ¿Cómo podía haberse excitado con algo tan perturbador?


Se limpió rápidamente, sintiéndose sucio y avergonzado, y se metió en la cama junto a Paula. A su lado, ella seguía dormida, ajena a lo que acababa de pasar. Eduardo se quedó despierto un largo rato, con la mente invadida por pensamientos oscuros. Sabía que el momento de enfrentar la realidad llegaría pronto, pero por ahora, solo podía esperar a que el sueño lo atrapara.

Continuará…
 
La verdad es que está primorosamente escrito.
Y dan ganas de leer más.
pero viene a ser tan común como se plantea la situación en todos los relatos últimamente que ya llego a preguntarme si el raro soy yo.

Me pongo en situación y no sé si me sentiría curioso, halagado o directamente indignado con alguien que me dijese que quiere pasar la noche con mi mujer,
lo que si que tengo claro es que en ningún caso creo que podría tener ningún tipo de interés sexual.

En fin, el raro debo ser yo.


Gracias por el relato @Cjbandolero
 
Capítulo 3


El sonido de los cubiertos al chocar con los platos llenaba la casa de Eduardo y Paula esa noche. La cena transcurría en un silencio incómodo, como tantas veces había ocurrido en las últimas semanas. La relación entre ambos había entrado en un bucle de monotonía que resultaba insostenible. Paula lo notaba, pero lo atribuía a la distancia que Eduardo mantenía por su adicción al póker, mientras que Eduardo estaba atrapado en una nube de culpabilidad por la propuesta que aún no se había atrevido a compartir con ella. Esta noche, sin embargo, sería diferente. Cuando los hijos de ambos se retiraron a sus habitaciones y el silencio inundó la casa, Eduardo supo que no podía postergar más lo inevitable. La propuesta de Roberto, su jefe, había estado rondando en su mente, mordiéndole el alma desde el momento en que la escuchó. Durante días había ensayado en su cabeza la forma de contárselo a Paula, pero ninguna versión le parecía lo suficientemente suave como para mitigar el impacto. Sabía que por mucho que lo adornara, no había forma de hacer que aquella propuesta fuera aceptable.


Se levantó de la mesa con el estómago tenso y el corazón acelerado, sintiendo como la adrenalina comenzaba a circular por su cuerpo. Paula estaba de pie en la cocina ordenando algunos platos. La forma en que se movía, elegante y segura, contrastaba con la tormenta de emociones que Eduardo llevaba dentro. A pesar de todo Paula seguía siendo hermosa. Su figura, su melena rubia cayendo por sus hombros, su pecho generoso que parecía desafiar el paso del tiempo… Era una visión que aún lo cautivaba. Pero esta noche, su belleza solo le recordaba la encrucijada en la que se encontraba.


—Paula, tenemos que hablar —dijo finalmente Eduardo, con una voz que salió más baja de lo que pretendía.


Paula, que estaba en el fregadero, se detuvo un momento antes de girarse hacia él. Su expresión se mantenía tranquila, pero en sus ojos se podía adivinar un leve destello de cansancio. Sabía que Eduardo tenía algo importante que decirle, y con el paso de los días había notado su inquietud, como si arrastrara un peso que no podía compartir.


—¿Qué pasa, Eduardo? —respondió, dejando los platos a un lado y secándose las manos.


Eduardo se acercó lentamente, sintiendo la opresión en el pecho crecer con cada paso que daba hacia ella. Se quedó quieto, a unos pocos metros de distancia, y durante unos segundos buscó las palabras adecuadas. Pero no las encontraba.


—Es sobre… la última partida de póker —comenzó, con un tono cargado de nerviosismo.


Paula cruzó los brazos y frunció el ceño, como si ya estuviera anticipando lo peor. Habían hablado sobre el póker muchas veces, y las discusiones siempre terminaban en reproches. Pero esta vez parecía distinto. Había algo en el rostro de Eduardo, en la tensión de su mandíbula, que le hacía sentir que lo que estaba por decir no era una simple confesión sobre dinero perdido.


—¿Otra vez el póker, Eduardo? —respondió con un tono que denotaba la frustración contenida—. Ya te dije que estamos en un punto crítico con tus juegos. No podemos seguir así. Si has vuelto a perder dinero, no sé qué más vamos a hacer.


Eduardo asintió, sabiendo que no había manera fácil de confesar lo que tenía en mente. Su boca se secó, y sintió como el sudor se acumulaba en la palma de sus manos. Cerró los ojos un instante, buscando el valor para continuar.


—Perdí mucho dinero, Paula. Más del que te imaginas… —admitió con voz tensa, el peso de su culpa lo aplastaba.


El aire en la cocina se congeló. Paula, al escuchar aquellas palabras, sintió una oleada de preocupación mezclada con furia. Su pecho subió y bajó mientras procesaba la gravedad de lo que Eduardo acababa de confesar. Sus ojos se entrecerraron, buscando entender hasta qué punto había llegado su marido.


—¿Cuánto dinero? —preguntó, su tono ahora era afilado como una cuchilla.


Eduardo bajó la mirada al suelo, incapaz de sostener la intensidad de la de su esposa. Sabía que la cifra sería un detonante, pero esa no era la peor parte.


—Más de lo que podemos cubrir… —respondió, la voz sonó rota por la culpa y la vergüenza.


Paula soltó un suspiro cargado de frustración. —Eduardo, ¿cómo pudiste ser tan irresponsable? No solo estamos hablando de dinero, estamos hablando de nuestra estabilidad. —Su voz se elevaba gradualmente hasta casi gritar—. ¡Llevamos meses hablando de esto! ¡Te dije que debías parar!


Eduardo cerró los ojos un segundo. El momento había llegado, y sabía que lo peor estaba por salir.


—Paula, hay algo más… —dijo, respirando hondo antes de continuar—. Mi jefe… Roberto… me ofreció una alternativa para pagar la deuda.


Paula lo miró, desconcertada. —¿Una alternativa? ¿De qué estás hablando?


Eduardo apretó los puños, sintiendo la presión de sus uñas contra las palmas. Las palabras le quemaban en la garganta, pero ya no podía detenerse.


—Me dijo que… —hizo una pausa, tragando saliva—. Que si tú… que si tú pasabas una noche con él, la deuda quedaría saldada.


El silencio que siguió a su confesión fue abrumador. Paula permaneció inmóvil, su expresión se congeló mientras procesaba lo que acababa de escuchar. Era como si su mente no pudiera comprenderlo del todo, como si no hubiera forma de que esas palabras fueran ciertas. Pero lo eran. Eduardo las había dicho, y eso bastaba para que la realidad cayera sobre ella como una losa. Sus labios temblaron, y por un momento parecía que no podía encontrar la voz para responder. Pero cuando lo hizo, su tono fue como un latigazo.


—¿Qué? —dijo al principio, en un susurro—. ¿Qué has dicho? ¿Tu jefe te ofreció qué?


Eduardo intentó acercarse a ella, pero Paula retrocedió de inmediato, levantando una mano para detenerlo. Su rostro, que había pasado de la incredulidad a la ira en cuestión de segundos, ahora estaba enrojecido, y sus ojos parecían llenos de fuego.


—¡¿Me estás diciendo que tu jefe te pidió que me vendieras como una puta a cambio de tu maldita deuda?! —gritó, su voz temblaba de furia y dolor.


Eduardo negó rápidamente con la cabeza, tratando de calmarla, pero sabía que la furia de Paula estaba fuera de su control. —No, Paula, no es lo que piensas. Yo no… no acepté nada. Solo me lo propuso, y no supe cómo reaccionar.


Paula soltó una risa amarga, casi histérica. —¿No supiste cómo reaccionar? ¡Lo único que tenías que hacer era decirle que no! ¡Es lo mínimo que deberías haber hecho, Eduardo! ¿Cómo pudiste siquiera escuchar algo así sin levantarte y largarte de esa maldita partida?


Las lágrimas comenzaron a acumularse en los ojos de Paula, pero no las dejó caer. Estaba demasiado furiosa para llorar. Se acercó a Eduardo con los puños apretados, dispuesta a descargar toda su frustración.


—¿Sabes lo que más me duele? —dijo, su voz ahora era más baja pero cargada de veneno—. Que, en el fondo, sé que lo pensaste. Que parte de ti… parte de ti está de acuerdo con lo que te dijo. ¡Admítelo! Te excita la idea de verme con él, ¿verdad?


Eduardo abrió la boca para protestar, pero no pudo encontrar las palabras. Paula tenía razón, y eso solo lo hundía más en su propia miseria. La imagen de su jefe con Paula, que lo había torturado y excitado en igual medida, volvía a aparecer en su mente. Pero ahora, en lugar de placer, solo sentía culpa.


Paula se rió de nuevo, con amargura. —¡Mírate! ¡No puedes ni siquiera negarlo! ¡Eres patético, Eduardo! ¿Qué clase de hombre permitiría algo así?. Imbécil.


Eduardo alzó las manos, en un intento desesperado de calmar la situación. —Paula, lo siento. No sé qué me pasó. No debería haber escuchado a Roberto, pero estaba desesperado. Estaba pensando en nosotros, en la deuda. No quiero perderte, no quiero perder lo que tenemos.


—¡No me pongas esa excusa barata! —lo interrumpió Paula gritando, cada vez más cortante—. ¡Esto no es solo por la deuda, Eduardo! Es por tu falta de respeto, por tu traición. ¡Ni siquiera te diste cuenta del nivel de humillación que eso significa para mí!


Eduardo trató de acercarse de nuevo, pero esta vez Paula levantó las manos y lo empujó hacia atrás con fuerza, en sus ojos solo había rabia y lágrimas reprimidas.


—¡No me toques! —gritó al borde del llanto—. No sé si podré perdonarte por esto. ¡Estoy cansada de tus juegos, de tus mentiras, de tus estúpidas apuestas! Si vuelves a ponerme en una situación así, ¡me voy! Me divorcio, Eduardo. No pienso seguir viviendo esta vida contigo. No me lo merezco.


Eduardo se quedó en silencio, devastado por sus palabras. Sabía que Paula estaba hablando en serio, y el miedo de perderla lo aplastaba. Pero, al mismo tiempo, no podía deshacer lo que ya había hecho. Las palabras de Paula resonaron en su cabeza como una sentencia y supo que su matrimonio, tal como lo conocía, estaba colgando de un hilo muy delgado.


Continuará…
 
La verdad es que está primorosamente escrito.
Y dan ganas de leer más.
pero viene a ser tan común como se plantea la situación en todos los relatos últimamente que ya llego a preguntarme si el raro soy yo.

Me pongo en situación y no sé si me sentiría curioso, halagado o directamente indignado con alguien que me dijese que quiere pasar la noche con mi mujer,
lo que si que tengo claro es que en ningún caso creo que podría tener ningún tipo de interés sexual.

En fin, el raro debo ser yo.


Gracias por el relato @Cjbandolero
Lo peor no es eso. Lo peor es que el tío es tan patético que se excita pensando en su mujer follando con ese impresentable.
Esto está tomando un cariz que la verdad no me gusta nada.
Ya me imagino que la mujer al final aceptará y le gustará tanto que repetirán con el marido convirtiendose en un consentidor.
Una pena pero tiene esa pinta.
 
Lo peor no es eso. Lo peor es que el tío es tan patético que se excita pensando en su mujer follando con ese impresentable.
Esto está tomando un cariz que la verdad no me gusta nada.
Ya me imagino que la mujer al final aceptará y le gustará tanto que repetirán con el marido convirtiendose en un consentidor.
Una pena pero tiene esa pinta.
Creo que esto irá un poco más allá que eso, Paula no sólo disfrutará más con Roberto, prefiriéndolo como pareja sexual, probablemente dejará a Eduardo para irse con él.
Muchas decepciones se han acumulado en esa relación, el dique que se romperá en Paula luego de probar sexo con otro, provocará en ella desear más de la vida, mucho más de lo que Eduardo le ha dado hasta ahora, con el consiguiente riesgo que implica caer en las garras de Roberto. :cool:
 
Creo que esto irá un poco más allá que eso, Paula no sólo disfrutará más con Roberto, prefiriéndolo como pareja sexual, probablemente dejará a Eduardo para irse con él.
Muchas decepciones se han acumulado en esa relación, el dique que se romperá en Paula luego de probar sexo con otro, provocará en ella desear más de la vida, mucho más de lo que Eduardo le ha dado hasta ahora, con el consiguiente riesgo que implica caer en las garras de Roberto. :cool:
Ese final es todavía más duro y triste.
 
Capítulo 4


La casa permanecía en un silencio inquietante, como si los muros fueran testigos del caos emocional que reinaba entre Eduardo y Paula. Desde la fatídica conversación, los días pasaban envueltos en una rutina tensa, cargada de palabras no dichas. Paula apenas podía soportar estar en la misma habitación que Eduardo, pero también sabía que tarde o temprano tendría que enfrentar lo inevitable. Cada vez que él intentaba acercarse, ella encontraba una excusa para marcharse, dejándolo solo, con la culpabilidad y el remordimiento como su única compañía. En esos días de silencio, Paula vivía atrapada en sus propios pensamientos. Era como si su mente no pudiera detenerse, dándole vueltas una y otra vez a lo sucedido. Dormía poco, y cuando lo hacía, sus sueños se llenaban de imágenes inquietantes: a veces veía a Roberto sobre ella, con sus manos grandes y firmes recorriendo su cuerpo, mientras Eduardo observaba desde una esquina oscura, incapaz de intervenir. Otras veces, soñaba con su vida desmoronándose, su hogar cayendo en ruinas mientras intentaba proteger a sus hijos de un peligro invisible.

Durante el día, mientras intentaba seguir con su rutina habitual, esos pensamientos la asaltaban en los momentos más inesperados. Se encontraba mirando por la ventana, observando las hojas moverse con el viento, y de repente, la imagen de Roberto volvía a su mente, como una sombra que no podía sacudirse. Se preguntaba qué sentiría al estar en sus brazos, si sería tan repulsivo como lo imaginaba, o si, en el fondo, parte de ella disfrutaría de esa experiencia. La mera idea la llenaba de vergüenza, pero era una vergüenza que no podía apartar. Cada vez que pensaba en su esposo, la ira se reavivaba. Eduardo había sido irresponsable, sí, pero lo que más la hería no era solo la propuesta de su jefe. Era el hecho de que, en su interior, ella sabía que Eduardo había considerado la oferta, y una parte de él había sido incapaz de rechazarla de inmediato. Eso era lo que realmente la quemaba por dentro. ¿Cómo podía vivir con la idea de que su propio marido había sentido algún tipo de placer al imaginarla en los brazos de otro hombre?

Paula había intentado poner esos pensamientos a un lado, concentrarse en la realidad práctica de su situación. Sabía que las emociones, por intensas que fueran, no iban a resolver el problema. La deuda seguía allí, pesada como una losa sobre su espalda, y por mucho que deseara odiar a Eduardo por lo que había hecho, no podía ignorar el hecho de que ambos estaban atrapados en esta situación. Y si no encontraban una solución rápida, toda su vida se desmoronaría. Las facturas se acumulaban, los recordatorios del banco llegaban con más frecuencia, y las noches en las que se acostaba en la cama, Paula sentía como el pánico comenzaba a aferrarse a su pecho. Su familia estaba en peligro, y esa era una verdad que no podía ignorar. Los recuerdos de su infancia, cuando sus propios padres habían luchado por salir adelante, volvían a su mente con más frecuencia. Sabía lo que era vivir con la incertidumbre de si podrían pagar el próximo mes de alquiler, y no estaba dispuesta a que sus hijos vivieran lo mismo.

Una tarde, mientras paseaba por el parque cercano a su casa, Paula se sentó en un banco y observó a las parejas caminando de la mano, los niños corriendo, y los perros saltando felices por el césped. Era una escena de normalidad que antes habría disfrutado, pero que ahora le resultaba insoportable. Todo aquello le parecía una burla cruel, un recordatorio de la estabilidad que estaba perdiendo. Sus pensamientos la llevaron de nuevo a la oferta de Roberto. En su mente, la situación no dejaba de tomar forma. Sabía que, con una sola noche, podrían quitarse la deuda de encima. Una sola noche para mantener a su familia a salvo, para evitar el colapso financiero que Eduardo había provocado. Pero porqué tenía ella que rebajarse a ese nivel, debería de hacerlo Eduardo, buscar una solución. Aunque sabía que si esa deuda no era saldada perdería el trabajo y con ello todo lo que conlleva. Sentía que a cada paso que daba en esa dirección, la humillación volvía con más fuerza. El simple hecho de considerar la oferta la hacía sentir como si estuviera traicionándose a sí misma, como si estuviera renunciando a algo fundamental en su ser. Se preguntaba si alguna vez podría volver a sentirse la misma después de algo así. ¿Qué dirían de ella si lo supieran? ¿Cómo la vería Eduardo? ¿Y cómo se vería ella cuando se mirara al espejo al día siguiente?

El conflicto la consumía. Paula sentía que estaba al borde de un precipicio, y cualquier decisión que tomara cambiaría su vida para siempre. Una parte de ella quería irse, abandonar a Eduardo y empezar de nuevo. La traición y la humillación eran difíciles de soportar, pero sabía que irse significaba romper todo lo que había construido con él a lo largo de los años. Y aunque Eduardo había fallado, aunque la había herido, ella aún no estaba lista para rendirse.

Paula volvió a casa esa noche con la determinación de tomar una decisión. Mientras subía las escaleras hasta su habitación, se detuvo un momento frente al espejo del pasillo. Se observó detenidamente, como si estuviera viendo a una extraña. Su piel, que antes le había parecido firme y resplandeciente, ahora mostraba signos de cansancio. Su pecho, el mismo que tantos hombres habían admirado a lo largo de los años, se sentía como una carga en lugar de un orgullo. Aún conservaba su belleza, sí, pero ahora era una belleza teñida de melancolía. Cerró los ojos y respiró hondo. No había más tiempo para dudar. La realidad se imponía, y debían hacer algo para proteger a su familia.

Esa misma noche, cuando los hijos se retiraron a dormir, Paula decidió hablar con Eduardo. Sabía que, a pesar de todo, lo que iba a decirle lo cambiaría todo. Se sentó en el borde de la cama, esperando a que Eduardo entrara en la habitación. Cuando lo hizo, su expresión era sombría. Sabía que había algo en el aire, algo que iba a sacudir los cimientos de su relación.

—Tenemos que hablar, Eduardo —dijo Paula, con voz baja pero firme.

Eduardo, que había estado evitando el contacto visual durante días, finalmente levantó la vista. El miedo y la culpa estaban grabados en su rostro. Sabía que Paula tenía razón, pero no estaba preparado para lo que iba a escuchar.

—Lo sé —murmuró, sentándose frente a ella—. Lo siento tanto, Paula. No sé como llegamos a esto…

Paula respiró hondo, interrumpiéndolo antes de que pudiera continuar con las disculpas. Sabía que Eduardo estaba arrepentido, pero las palabras ya no importaban. Ahora lo que importaba era la acción.

—He pasado días pensando en esto… en lo que dijiste sobre Roberto —comenzó, su voz temblaba ligeramente al mencionar el nombre de su jefe—. Y odio todo lo que implica. Me siento humillada, traicionada, y sinceramente, no sé si podré perdonarte por lo que has hecho.

Eduardo bajó la cabeza, sin atreverse a responder. El dolor en su pecho era palpable, pero sabía que no había forma de disculparse por completo.

—Pero también sé que no podemos permitirnos ignorar lo que está pasando —continuó Paula, mirando hacia la ventana mientras hablaba—. La deuda es demasiado grande, Eduardo. No podemos cubrirla. Y si no hacemos algo, vamos a perderlo todo.

Eduardo la miró, con el miedo apoderándose de él. —Paula, no tienes que hacer esto. No quiero que lo hagas por mí… buscaré un trabajo extra, haré lo que sea, pediré dinero a mi familia si es necesario.

—No lo hago por ti —lo interrumpió ella, girando la cabeza hacia él con los ojos brillantes por la rabia contenida—. Lo hago por nuestra familia. Lo hago por nuestros hijos, porque no merecen pagar por tus errores. Esta es la única opción que nos queda.

El silencio se instaló entre ellos, pero era un silencio pesado, cargado de una verdad que ambos sabían que no podían evitar. Paula continuó, sin permitir que Eduardo interviniera.

—Voy a aceptar la oferta de Roberto —dijo, pronunciando las palabras que tanto le había costado reunir—. Pero lo haré bajo mis condiciones. No seré humillada más de lo necesario. Vamos a organizar una cena, y hablaremos de todo con él. Todo será claro, todo estará acordado, y después de eso… será el fin.

Eduardo abrió los ojos, atónito por lo que acababa de escuchar. Nunca había imaginado que Paula tomaría esa decisión, y el miedo de perderla, de destruir lo que quedaba de su relación, lo consumía.

—Paula, por favor… —intentó protestar, pero Paula no se lo permitió.

—No, Eduardo. Esto lo decidí yo. Y te lo advierto: si después de esto vuelves a jugar, me voy. Me divorcio, y te dejaré solo con tus miserias. Esto es lo último que haré por ti.

Eduardo, con los ojos llenos de lágrimas de frustración y arrepentimiento, asintió en silencio. Sabía que no podía hacer nada para cambiar la decisión de Paula, y que cualquier intento de convencerla sería en vano.

Paula se levantó lentamente y se dirigió hacia la ventana. Las luces de la ciudad parpadeaban a lo lejos, ajenas a la tragedia que se desarrollaba en su hogar. Mientras se quedaba allí, observando las sombras en la noche, sabía que después de esa cena, nada volvería a ser igual.

Continuará…
 
Al estar en la categoría de hetero general y no de infidelidades y cornudos, tengo la esperanza de que sea parecido a la película , pero por sus malos vicios veremos a ver si a la mujer no le gusta demasiado y el cerdo ese se la folla cada vez que le dé la gana y el sea uno de esos consentidores que disfruta viéndolo.
No me hace gracia pero vale que con esa noche se salde la deuda y se acabe, pero que no pase de ahí, aunque esto lo veo difícil.
Otra cosa que puede pasar y me gustaría es que esto que van a tener reactive a Eduardo y recuperen la llama.
 
Al estar en la categoría de hetero general y no de infidelidades y cornudos, tengo la esperanza de que sea parecido a la película , pero por sus malos vicios veremos a ver si a la mujer no le gusta demasiado y el cerdo ese se la folla cada vez que le dé la gana y el sea uno de esos consentidores que disfruta viéndolo.
No me hace gracia pero vale que con esa noche se salde la deuda y se acabe, pero que no pase de ahí, aunque esto lo veo difícil.
Otra cosa que puede pasar y me gustaría es que esto que van a tener reactive a Eduardo y recuperen la llama.
A Eduardo , se le pone dura solo de Pensar que su jefe se folle a su querida esposa Paula , por tanto , va a ser "Musica Maestro " y ella lo va a disfrutar.
 
Capítulo 5


La noche había caído sobre la ciudad, envolviendo el aire con una calma tensa que no hacía más que intensificar la sensación de lo inevitable. Paula se miraba en el espejo del baño, tratando de controlar su respiración mientras ajustaba el vestido que había elegido para la ocasión. Era un vestido negro, ajustado y elegante, pero no demasiado revelador. Sabía que esa noche no debía llamar demasiado la atención, aunque el destino de la velada se moviera en una dirección que le resultaba impensable. Sus manos temblaban ligeramente mientras se recogía el cabello en un moño bajo, dejando al descubierto su cuello y resaltando el contorno de sus facciones. Sabía que, por mucho que intentara aparentar calma, la tormenta que sentía dentro no se desvanecería tan fácilmente. Cada movimiento que hacía para prepararse era un recordatorio de la humillación que estaba por enfrentar, y aunque ya había decidido lo que debía hacer, el dolor de aquella realidad seguía afilado, como una cuchilla que cortaba cada vez más profundo.

Eduardo estaba en la sala, sentado en el sofá, mirando hacia la ventana con una expresión ausente. La ansiedad le recorría el cuerpo, y la espera era insoportable. Cada segundo que pasaba aumentaba la mezcla de sentimientos que lo atormentaban: el miedo de perder a Paula, la culpa por haberla empujado a esto… y lo que más le perturbaba, una excitación perversa que no lograba desterrar. La sola idea de imaginar a Paula con Roberto, su jefe, lo llenaba de una vergüenza intensa, pero también de una emoción extraña que lo desconcertaba.

Cuando Paula apareció en el umbral de la puerta, Eduardo la miró con una mezcla de admiración y temor. Estaba hermosa, como siempre, pero había algo en su expresión, en la firmeza de sus movimientos, que le recordó lo lejos que estaban de la pareja que alguna vez habían sido. A pesar de todo, la idea de verla esa noche hablar con otro hombre, de saber lo que estaba por suceder, lo estremeció.

—Estás… estás hermosa —murmuró Eduardo, intentando romper el silencio que se había instalado entre ellos.

Paula asintió sin decir nada. No había nada más que agregar. La tensión entre ambos era palpable, y aunque Eduardo quería decirle que podían cancelarlo, que aún había tiempo, sabía que era demasiado tarde. La decisión ya estaba tomada, y ninguno de los dos podía retroceder.

Cuando sonó el timbre de la puerta, ambos se quedaron inmóviles por un segundo. El corazón de Eduardo se aceleró, y Paula cerró los ojos brevemente antes de dirigirse hacia la entrada. Al abrir la puerta, se encontró cara a cara con Roberto, que la miraba con una sonrisa tranquila y confiada. Como siempre, llevaba un traje impecable, gris oscuro, y su presencia dominante parecía llenar la habitación con solo estar allí.

—Paula —dijo Roberto, con una inclinación de cabeza cortés—. Estás aún más hermosa de lo que recordaba.

Paula apenas pudo forzar una sonrisa, sintiendo que su estómago se revolvía. Invitó a Roberto a entrar, y él avanzó con paso firme, observando la casa con la misma calma con la que analizaba a sus competidores en la mesa de póker. Cuando llegó al salón, sus ojos se posaron en Eduardo, quien, a pesar de la incomodidad que lo invadía, se puso de pie.

—Eduardo —lo saludó Roberto, extendiendo la mano con un aire de superioridad que hacía evidente quién estaba en control de la situación—. Gracias por invitarme esta noche. Estoy seguro de que será una velada… interesante.

Eduardo estrechó su mano, pero la presión que sentía en el pecho no lo dejaba respirar. Sabía que Roberto estaba disfrutando de aquello, y no podía evitar sentirse como un espectador impotente en el juego que él mismo había iniciado. Intentó mantener una expresión neutral, pero la tensión en sus músculos traicionaba la calma que pretendía proyectar.

Se sentaron a la mesa, y la cena comenzó en un silencio incómodo. Paula apenas tocaba la comida frente a ella, y Eduardo no podía apartar la vista de su plato, como si mantener los ojos en algo tan mundano le permitiera ignorar lo que estaba sucediendo a su alrededor. Roberto, en cambio, estaba relajado, disfrutando del vino que Eduardo había servido, y observando a Paula con una mirada apreciativa que no se molestaba en disimular.

—Debo decir, Paula —dijo Roberto, rompiendo el silencio con su voz grave—, siempre me has parecido una mujer fascinante. Desde la primera vez que te vi, supe que había algo en ti… algo diferente. Eres una mujer que capta la atención de los hombres sin siquiera intentarlo.

Paula apretó los labios, sintiendo la incomodidad crecer en su interior. No sabía como responder, ni siquiera si debía hacerlo. Eduardo miró a su jefe con una mezcla de incomodidad y celos que no podía ocultar.

—Sé que lo que estamos discutiendo es… poco convencional —continuó Roberto, ignorando la tensión en la sala—, pero quiero que entendáis algo. No se trata solo de una transacción. Sí, es cierto que esto saldará la deuda, pero no quiero que lo veáis como una traición. Lo que estamos haciendo aquí es encontrar una solución a un problema, una oportunidad, si lo preferís.

Paula levantó la vista, clavando sus ojos en los de Roberto. A pesar de su disgusto, había algo en su tono que la mantenía atrapada, como si estuviera hipnotizada por la calma con la que hablaba de algo tan humillante.

—Paula, eres una mujer hermosa —dijo Roberto, inclinándose un poco hacia ella—. Y lo que te ofrezco no es solo una salida para la deuda. Te prometo que voy a hacer que disfrutes. No quiero que esto sea algo doloroso o forzado para ti. Te deseo, y quiero que esta sea una experiencia… placentera.

Eduardo sintió una punzada de celos recorriéndole el cuerpo al escuchar esas palabras. Ver a su jefe hablarle a su esposa de esa manera, con esa confianza, lo hacía sentir completamente impotente. Pero al mismo tiempo, no podía evitar que una parte de él, la parte más oscura y retorcida, se sintiera extrañamente atraída por la idea.

—No usaré preservativo —continuó Roberto con tranquilidad—. Quiero que esto sea lo más íntimo posible. Y sé que tú, Paula, también querrás que sea así.

Paula apretó los puños bajo la mesa. Cada palabra que Roberto pronunciaba parecía despojarla de una parte más de sí misma, pero al mismo tiempo, ya había decidido aceptar el destino que había escogido. Su mirada no vaciló.

—Si eso es lo que se necesita para resolver esto —dijo finalmente, con una voz más firme de lo que esperaba—, entonces lo haremos. Pero te advierto, Roberto, esto será solo una vez. Después de esta noche, todo quedará saldado.

Roberto sonrió, claramente complacido. —Por supuesto. Lo que suceda esta noche será entre nosotros. Nadie más tiene que saberlo. Y te prometo que estarás en buenas manos.

La cena continuó en un silencio aún más denso. Eduardo apenas podía contener la oleada de emociones que lo invadía. Sentía el peso del deseo, los celos y la culpa acumulándose en su pecho, y cada vez que miraba a Paula, no podía evitar imaginar lo que sucedería. La idea de su esposa, quitándose el vestido delante de su jefe, dejándose llevar, lo hacía estremecerse. Y aunque sabía que debería sentirse repugnado, esa mezcla de emociones lo estaba destruyendo por dentro.

Finalmente, Roberto se levantó, indicando que la velada había llegado a su fin. —Creo que ya hemos discutido lo suficiente —dijo, mirando a ambos con esa misma sonrisa de satisfacción—. Nos veremos mañana, Paula. Te recogeré a las ocho. Será una noche memorable, te lo prometo.

Paula asintió, incapaz de decir algo más. Eduardo no pudo articular palabra, y cuando la puerta se cerró tras Roberto, el silencio en la casa fue aplastante. Paula se quedó un momento inmóvil, con la mirada perdida en el suelo, mientras Eduardo trataba de encontrar las palabras adecuadas, pero no las tenía. Esa noche, cuando finalmente se metieron en la cama, Eduardo no pudo dejar de imaginar lo que sucedería al día siguiente. En su mente, veía a Paula quitándose el sujetador frente a Roberto, ofreciéndole sus tetas, mientras él observaba impotente desde lejos. La imagen lo excitaba y lo atormentaba al mismo tiempo.

No podía resistirlo. Cuando Paula se quedó dormida, Eduardo se giró en la cama, con la respiración agitada y la mente consumida por aquella fantasía. Se desabrochó el pijama lentamente, sintiendo como su cuerpo reaccionaba ante las imágenes que no podía desterrar. Se imaginaba a su esposa, quitándose el sujetador y las bragas con una calma que solo existía en su mente, y veía los ojos de Roberto recorriéndola, disfrutando de cada centímetro de su piel. Esa idea, por perversa que fuera, lo llevó al límite. Mientras se masturbaba en la oscuridad de la habitación, Eduardo alcanzó el clímax, su mente aún estaba atrapada en esa fantasía prohibida. Cuando terminó, una ola de vergüenza lo envolvió, y se quedó tumbado en la cama, mirando el techo, sintiendo que había caído aún más bajo.

A la mañana siguiente, la realidad volvería a golpear con más fuerza que nunca.


Continuará…
 
Madre mía, es que no quiero cebararme con el protagonista, pero es que da vergüenza ajena
Y esto va camino de lo que me temo, un puñetero consentidor que va a permitir que su mujer folle con un pedazo de mierda, porque eso de que no se va a repetir no se lo cree ni ella.
No hay que ser un lince para saber qué ca a pasar. Este asqueroso y nauseabundo se la va a follar, ella va a quedar encantada y repetirán incluso con el delante y este patético ser aceptará con tal de no perderla.
En fin, que le vamos a hacer. Enseguida iba yo a aceptar esto.
 
Ya está siendo demasiado evidente que los únicos que sufrirán acá seremos algunos poco habituados lectores, mientras Eduardo, Paula, Roberto, y probablemente unos cuantos más disfrutarán a su manera el morbo de la dinámica que se viene.
 
Ya está siendo demasiado evidente que los únicos que sufrirán acá seremos algunos poco habituados lectores, mientras Eduardo, Paula, Roberto, y probablemente unos cuantos más disfrutarán a su manera el morbo de la dinámica que se viene
Totalmente de acuerdo. Mi intuición es ….que Paula se va a desatar…¿ me equivocaré?
 
Capítulo 6



El agua caliente caía sobre los hombros desnudos de Paula, creando una cortina de vapor que envolvía el baño. Cerró los ojos y dejó que el chorro golpeara su piel, como si de alguna manera el calor pudiera lavar los pensamientos que la abrumaban. Sabía que esa noche cambiaría todo, que después de lo que estaba por suceder, su vida y su relación con Eduardo jamás volverían a ser las mismas. Y aunque había intentado mantenerse firme en su decisión, no podía evitar que el miedo y la incertidumbre se apoderaran de ella en ese momento tan íntimo. El sonido del agua cayendo era el único ruido en la casa. Paula había estado en silencio la mayor parte del día, evitando a Eduardo lo mejor que podía, como si las palabras que compartieran pudieran desmoronar lo poco que quedaba de su matrimonio. Se concentraba en su rutina, intentando ignorar la mirada de su marido, quien no había dejado de observarla con una mezcla de culpa y deseo velado desde el momento en que supo lo que iba a pasar.

Con las manos temblorosas, Paula comenzó a enjabonarse, recorriendo su cuerpo con lentitud, consciente de cada centímetro de piel que pronto sería tocada por otro hombre. Sentía una extraña mezcla de emociones: repulsión, curiosidad, y una pizca de ansiedad por lo que estaba por venir. A medida que se limpiaba, su mente vagaba hacia lo que Roberto le había dicho en la cena la noche anterior. “Te prometo que vas a disfrutar”, le había asegurado. Las palabras resonaban en su cabeza, y aunque la idea de disfrutar lo que estaba por suceder le resultaba difícil de aceptar, no podía ignorar del todo la posibilidad.

Al salir de la ducha, se envolvió en una toalla y se miró en el espejo. Su reflejo le devolvió una imagen que no reconocía del todo. A pesar de su piel aún húmeda y el rubor en sus mejillas por el calor del baño, había una dureza en sus ojos, una resolución que no estaba allí días atrás. Esta era la Paula que había tomado la decisión de aceptar la oferta de Roberto, la Paula que había decidido que salvar a su familia era más importante que su propio orgullo. Pero aún así, el dolor de lo que estaba por hacer la consumía por dentro. Mientras se secaba el cabello, oyó el suave crujido de la puerta abriéndose. Al girarse, vio a Eduardo de pie en el umbral del baño, observándola. Sus ojos estaban cargados de culpa y algo más oscuro que ella reconocía: deseo. Sabía que Eduardo no podía evitar imaginar lo que estaba a punto de suceder, y en el fondo, esa idea la inquietaba tanto como la propia noche que se avecinaba.

—¿Estás bien? —preguntó Eduardo, con una voz casi apagada, como si no quisiera interrumpir el silencio que se cernía entre ellos.

Paula lo miró durante unos segundos antes de asentir lentamente. No había mucho más que decir en ese momento. Eduardo se acercó un poco más, apoyándose en el marco de la puerta, observando como ella terminaba de secarse y empezaba a aplicar crema en su piel, un ritual cotidiano que esta vez parecía cargado de simbolismo.

—Estás… hermosa —murmuró Eduardo, sin apartar la vista de su cuerpo.

Paula no respondió. Sabía que Eduardo estaba tratando de encontrar algún consuelo en todo aquello, pero no había palabras que pudieran aliviar la situación. Finalmente, Eduardo se giró para salir del baño, dándole a Paula el espacio que necesitaba para prepararse. Con el cuerpo aún caliente por el agua de la ducha, Paula abrió el armario y sacó el conjunto de lencería que había elegido para esa noche. Era negro, con encaje delicado, sensual pero no vulgar. Se lo puso lentamente, cada prenda iba deslizándose por su piel como una caricia. Mientras ajustaba las tiras del sujetador, se preguntó si Roberto se daría cuenta de lo incómoda que se sentía, de lo que le costaba vestirse para él, para alguien que no era su esposo. Cuando terminó de vestirse, se puso frente al espejo y observó su reflejo una vez más. El vestido que había elegido, uno que Eduardo le había regalado hacía unos meses, le quedaba como un guante, realzando su figura sin ser demasiado revelador. Era perfecto para la ocasión: elegante, pero con un toque de sensualidad que no pasaría desapercibido. Al salir del baño, Eduardo estaba sentado en la cama, mirándola con admiración y angustia. Sabía lo que él estaba pensando, y en ese momento, el peso de la noche cayó sobre ellos como una losa.

—No tienes que hacer esto, Paula —dijo Eduardo en voz baja, con una desesperación que no había mostrado hasta entonces—. Si quieres… podemos encontrar otra solución.

Paula lo miró fijamente, sintiendo que la distancia entre ellos se hacía cada vez más grande. Sabía que Eduardo estaba siendo sincero en su arrepentimiento, pero también sabía que esa solución no existía. Lo que estaba por hacer era la única forma de salvar a su familia.

—Ya está decidido, Eduardo —respondió con voz firme—. Esto es lo que tenemos que hacer. Por tu culpa estamos en esta situación y tú tendrás que asumir las consecuencias.

Eduardo asintió, sin decir nada más. No había argumentos que pudieran cambiar lo que estaba por suceder.

Cuando sonó el timbre, Paula sintió como su corazón daba un vuelco. Era el momento. Respiró hondo antes de dirigirse hacia la puerta, con Eduardo siguiéndola en silencio. Al abrir, se encontró con Roberto, impecablemente vestido, sonriendo con esa confianza que siempre había sido su sello personal. Su presencia llenaba la habitación, y aunque Paula se esforzaba por no mostrarlo, la sensación de vulnerabilidad la envolvió de inmediato.

—Buenas noches, Paula —dijo Roberto, extendiendo su mano con un gesto que era a la vez cortés y dominante—. Estás deslumbrante.

—Gracias —respondió Paula con una sonrisa que no se reflejaba en sus ojos, aceptando su mano.

Roberto asintió hacia Eduardo, quien se mantenía en silencio, tenso como una cuerda a punto de romperse.

—Eduardo —dijo Roberto con un tono casi casual—. No te preocupes, esta noche estará en buenas manos.

Paula sintió una punzada de incomodidad al escuchar esas palabras, pero mantuvo la compostura mientras salía por la puerta, con Roberto a su lado. Mientras bajaban las escaleras del edificio, la tensión entre ambos era palpable. Paula sabía que Roberto no iba a forzar nada, pero también sabía que él estaba disfrutando del control que tenía sobre la situación.

Al llegar al restaurante, un lugar discreto pero elegante en el centro de la ciudad, Paula intentó relajarse. Se dijo a sí misma que solo debía soportar unas pocas horas más, y todo terminaría. El ambiente del restaurante, con sus luces tenues y música suave, no hacía más que aumentar la sensación de intimidad, algo que Paula hubiera preferido evitar. Roberto, por su parte, parecía estar en su elemento, manejando la situación con la misma calma calculada que había mostrado desde el principio.

—Espero que estés cómoda, Paula —dijo Roberto mientras se sentaban a la mesa—. Quiero que esta noche sea lo más agradable posible para ambos.

Paula asintió, sintiendo que sus manos sudaban bajo la mesa. Intentó concentrarse en el menú que le habían entregado, pero apenas podía leer las palabras impresas en él. Su mente estaba en otra parte, anticipando lo que vendría después, luchando por mantener la calma. Durante los primeros minutos, la conversación fue superficial: temas triviales sobre el trabajo, sobre la comida. Roberto hacía preguntas casuales, pero cada una de sus palabras estaba cargada de una tensión subyacente que Paula no podía ignorar. Mientras comían, ella notaba como él la observaba, su mirada recorría su cuerpo con un deseo que no se molestaba en ocultar. Y aunque Paula trataba de evitar mirarlo directamente, sabía que Roberto estaba disfrutando de cada segundo.

Finalmente, después de unos minutos que le parecieron eternos, Roberto dejó de lado la charla trivial y se inclinó hacia ella, su tono cambió a algo más íntimo.

—Paula, sé que esto no es fácil para ti —dijo, con una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora—. Pero quiero que entiendas algo. No tienes que tener miedo de esta noche. Lo que vamos a hacer no es solo para saldar una deuda. Quiero que lo disfrutes, y haré todo lo posible para asegurarme de que así sea.

Paula sintió un escalofrío recorrer su espalda. La firmeza en las palabras de Roberto no dejaba lugar a dudas: él esperaba que ella participara activamente, que se entregara a lo que estaba por suceder. Y aunque eso la horrorizaba, también sabía que había accedido a esta situación sabiendo lo que implicaba.

—No quiero que te sientas forzada, Paula —continuó Roberto—. Te lo dije antes, quiero que esta sea una experiencia placentera para ambos. Y créeme cuando te digo que haré todo lo posible para que disfrutes tanto como yo.

Paula tragó saliva, sintiendo que las palabras de Roberto la envolvían, atrapándola en esa tensión que se hacía cada vez más palpable. Sabía que ya no había vuelta atrás. Cuando terminaran la cena, ambos se dirigirían al hotel, y todo lo que había estado temiendo desde el principio finalmente se haría realidad.

Mientras el camarero les traía el postre, Paula se obligó a mantenerse firme. Había tomado una decisión, y estaba decidida a seguir adelante, sin importar cuán humillante o doloroso fuera. Miró a Roberto que la miraba con ojos llenos de deseo y satisfacción, y supo que estaba lista para lo que vendría después, aunque su corazón siguiera latiendo con una mezcla de miedo y resignación.





Capitulo 7




El trayecto al hotel fue breve, pero para Paula, cada segundo dentro del coche junto a Roberto se sintió como una eternidad. El silencio entre ambos era espeso, cargado de una expectativa que la asfixiaba, pero que no podía ignorar. Roberto conducía con la misma calma que había mostrado durante toda la noche, como si supiera exactamente lo que estaba por venir y disfrutara al máximo de esa sensación. Paula, en cambio, se encontraba atrapada en sus propios pensamientos. El rostro de Eduardo aparecía constantemente en su mente, recordándole por qué estaba allí. Pero en el fondo, la imagen que más la perturbaba no era la de su esposo sufriendo por lo que ella estaba a punto de hacer, sino la de él, observándola, excitado por lo que sabía que ocurriría. Recordaba la forma en que Eduardo la había mirado antes de salir de casa, con esos ojos cargados de culpa, pero también con una chispa oscura de deseo que le hacía preguntarse qué parte de él realmente quería detenerla.

El hotel era discreto, elegante sin ser ostentoso, un lugar diseñado para encuentros privados como este. Paula había visto lugares similares en películas o leído sobre ellos en novelas, pero jamás pensó que algún día ella sería la protagonista de una escena como aquella. Al entrar en el vestíbulo, Roberto le rozó la espalda con su mano, guiándola con suavidad pero firmeza, como si ya fuera suya. El ascensor los llevó a la planta superior, y el silencio entre ellos se volvió aún más pesado. Paula podía escuchar su propio corazón latiendo con fuerza en sus oídos, y aunque sabía que Roberto no intentaría nada hasta que estuvieran solos en la habitación, no podía evitar sentir que cada paso la acercaba al precipicio.

Cuando finalmente llegaron a la suite, Roberto abrió la puerta con una calma casi indiferente, como si este fuera un ritual al que estaba acostumbrado. La habitación era amplia, con luces cálidas que bañaban el espacio en un resplandor suave y acogedor. Paula se quedó de pie un momento, observando la cama que ocupaba el centro de la habitación, donde ella sería la protagonista de esa noche.

—Ponte cómoda, Paula —dijo Roberto, su voz era baja y suave, pero cargada de una autoridad implícita.

Ella tragó saliva y dio unos pasos hacia el interior de la habitación, dejando que el sonido de sus tacones sobre la moqueta le recordara que aún estaba en control de sus movimientos, aunque no lo sintiera así. Mientras Roberto cerraba la puerta tras ellos, ella se dirigió hacia la ventana, mirando las luces de la ciudad extendiéndose hacia el horizonte, intentando encontrar en el paisaje algo que le diera una mínima sensación de consuelo. Pero no había escapatoria.

—Te ves tensa —comentó Roberto acercándose lentamente a ella—. No quiero que te sientas así. Esta noche no se trata solo de cumplir con un acuerdo, Paula. Se trata de que ambos disfrutemos.

Paula lo escuchó sin girarse. Sabía que él estaba cerca, podía sentir su presencia a sus espaldas, pero no estaba lista para enfrentarlo directamente. Sabía que, en cuanto se diera la vuelta, todo comenzaría.

—Sé que esto es difícil para ti —continuó Roberto—, pero quiero que entiendas que no tienes por qué temer. Quiero hacerte sentir bien, Paula. Y esta noche, eso es exactamente lo que haré.

Finalmente, Paula giró lentamente sobre sus talones y lo miró. Roberto estaba a solo unos pasos de ella, observándola con esa mirada intensa que la había inquietado desde la primera vez que lo conoció. No había presión en sus palabras, pero la expectativa era innegable.

—Vamos a empezar despacio —dijo Roberto, acercándose aún más.

Paula no dijo nada, pero su respiración se aceleró cuando Roberto levantó una mano y la deslizó suavemente por su brazo, sintiendo la textura de su vestido. Con un movimiento lento y calculado, llevó su mano a la espalda de Paula, buscando el cierre de su vestido. Paula cerró los ojos un momento, tratando de calmar el temblor en sus manos mientras sentía como el cierre bajaba lentamente. Cuando el vestido cayó al suelo, Paula permaneció inmóvil, sintiendo el aire frío de la habitación acariciar su piel desnuda. Estaba de pie frente a Roberto, con solo la lencería negra que había elegido para la ocasión. Sabía que, a pesar de lo que estaba por suceder, había algo en su aspecto que aún controlaba: la forma en que se veía, como se mostraba ante él. Pero esa ilusión de control se desvanecía rápidamente.

—Eres preciosa, Paula —dijo Roberto en un susurro mientras deslizaba sus manos por los hombros de ella, recorriendo la piel suave y bronceada.

Paula abrió los ojos y lo miró directamente, sintiendo una extraña mezcla de humillación y curiosidad. Sabía que en cualquier otro contexto, esa atención habría sido halagadora, pero ahora era un recordatorio de lo que estaba a punto de entregarle.

Roberto se tomó su tiempo, observándola detenidamente mientras sus manos descendían por su espalda, recorriendo la curva de su cintura. Paula apenas se movía, su cuerpo estaba rígido, pero consciente de cada caricia, de cada mirada que él le dedicaba. Finalmente, Roberto se inclinó hacia ella y, con una suavidad sorprendente, comenzó a besar sus labios. Paula sintió el contacto de sus labios, cálidos y seguros, mientras él exploraba lentamente su piel y su lengua jugaba con la de ella. No era como lo había imaginado. Había esperado que fuera más agresivo, que intentara tomar lo que quería sin preámbulos, pero en cambio, Roberto parecía estar disfrutando del hecho de que ella aún no sabía como reaccionar, como si eso le diera aún más poder.

Con cada beso, cada caricia, Paula sentía como la tensión en su cuerpo comenzaba a aflojarse, aunque la incomodidad seguía presente. Cuando Roberto siguió besando su cuello y su hombros llegó a los tirantes de su sujetador, lo deslizó suavemente por sus brazos, y lo desabrochó dejándolo caer al suelo junto con el vestido. En ese momento, Paula recordó las palabras de Roberto durante la cena. “Te prometo que vas a disfrutar”. Y aunque la vergüenza la consumía, una parte de ella se preguntaba si eso era posible. Roberto la miró un momento, disfrutando de la vista de sus tetas desnudas, y luego inclinó la cabeza hacia abajo, besando la curva de una de ellas. Paula cerró los ojos de nuevo, intentando concentrarse en lo que sentía. Sabía que esto no era solo un trámite para saldar la deuda. Roberto estaba determinado a hacer que ella participara activamente, que disfrutara de alguna manera. Y mientras él continuaba besando su cuerpo, Paula comenzó a darse cuenta de que su cuerpo, aunque traicionando sus pensamientos, empezaba a responder.

Roberto la llevó lentamente hacia la cama, sus manos nunca se apartaban de su piel, como si temiera que se escapara si dejaba de tocarla. Paula dejó que él la guiara, sabiendo que la última resistencia que había albergado en su interior se desmoronaba con cada caricia. Cuando sus piernas tocaron el borde de la cama, Roberto la hizo sentarse, y él se arrodilló frente a ella.

—Quiero que te relajes, Paula —dijo Roberto con un susurro.

El silencio en la habitación era casi tangible cuando Paula se dejó caer suavemente sobre la cama, su cuerpo temblaba levemente bajo el contacto de las manos de Roberto. El aire estaba cargado de una tensión eléctrica, una mezcla de deseo, nerviosismo y resignación que llenaba el espacio entre ellos. Roberto se movía con una calma estudiada, como si cada gesto estuviera cuidadosamente calculado para alargar la espera y aumentar la intensidad del momento.

De pie frente a ella, Roberto terminó de desvestirse, mostrando su polla dura y el pubis cubierto de una fina capa de pelo y quedándose completamente expuesto ante los ojos de Paula. A pesar del miedo y la incomodidad que aún sentía, no podía negar la curiosidad que la envolvía. Sabía que no era solo una transacción; Roberto no lo veía de esa manera. Para él, esta era una oportunidad de tener lo que había deseado desde hacía tiempo, y Paula lo sabía.

Cuando Roberto se acercó a la cama, sus manos grandes y firmes recorrieron las curvas de su cuerpo desnudo, deteniéndose en sus tetas. Paula cerró los ojos cuando sintió el primer roce de sus labios en uno de sus pezones, un beso lento, cargado de intención. Roberto tomó su tiempo, su boca exploraba cada rincón de su piel mientras sus manos seguían acariciando su cintura y sus caderas. El calor de su boca se concentró en sus pezones rosados que se endurecían bajo cada lamida, sintiendo la rugosidad de sus areolas y cada suave mordisco que Roberto aplicaba con precisión. Paula, que había mantenido el cuerpo tenso hasta ese momento, comenzó a relajarse poco a poco, permitiendo que su cuerpo respondiera involuntariamente a las atenciones de Roberto. Cada beso, cada caricia, parecía despojarla de una capa más de resistencia, acercándola al punto de no retorno.

—Tienes unas tetas preciosas, Paula —susurró Roberto, su voz era ronca mientras seguía besando y acariciando su piel—. He soñado con esto desde hace tiempo.

El halago la incomodó, pero no podía negar que la forma en que él la tocaba y besaba estaba logrando un efecto en su cuerpo. Paula cerró los ojos con fuerza, intentando evitar que esos pensamientos la consumieran, pero la sensación de los labios de Roberto en sus tetas, la suavidad de sus manos recorriendo su piel, la estaban arrastrando lentamente hacia una corriente de placer que no esperaba. Roberto, viendo como Paula comenzaba a entregarse a las sensaciones, decidió llevar el encuentro a un nivel más íntimo. Se inclinó hacia ella, colocándose entre sus piernas, y comenzó a besarla en el vientre, bajando lentamente hacia el interior de sus muslos. Paula intentó contener un gemido, pero cuando la lengua de Roberto lamió por primera vez la raja de su coño, un suspiro suave escapó de sus labios. El contacto de su boca en su coño la estremeció, y aunque su mente seguía luchando contra lo que estaba sucediendo, su cuerpo ya no le obedecía.

Cada movimiento de la lengua de Roberto parecía diseñado para llevarla al límite. Paula podía sentir como su propio cuerpo comenzaba a traicionarla, respondiendo con más intensidad de lo que hubiera querido admitir. Los gemidos suaves que intentaba reprimir empezaban a hacerse más frecuentes, y cuando Roberto aceleró el ritmo, acariciando sus muslos mientras le chupaba el coño con más fuerza, Paula se arqueó ligeramente sobre la cama, atrapada en una oleada de placer que no pudo evitar. Cuando Roberto finalmente se detuvo, levantó la cabeza para mirarla a los ojos. Paula jadeaba suavemente, su cuerpo aún temblaba por las sensaciones que acababa de experimentar. Pero sabía que lo peor —o quizás lo mejor, en algún nivel que no quería admitir— aún estaba por llegar.

—Ahora quiero que me des lo mismo, Paula —dijo Roberto con una sonrisa suave, pero cargada de deseo—. Quiero que me muestres cuánto disfrutas.

Paula sabía lo que él quería, y aunque una parte de ella seguía resistiéndose, no podía negar que ya había cruzado demasiadas líneas como para volver atrás. Se incorporó lentamente, y sin mirarlo directamente a los ojos, se arrodilló en la cama frente a él. Roberto, aún de pie junto a la cama, observaba cada movimiento con una mirada cargada de satisfacción. Sabía que Paula estaba entregándose a la situación, y la idea de tenerla completamente bajo su control lo excitaba aún más. Cuando ella finalmente llevó su boca hacia su polla venuda y dura, Roberto soltó un suave gemido de placer, dejándose llevar por la sensación de sus labios envolviéndolo.

Paula comenzó despacio, sin prisa, sintiendo como Roberto respondía a cada movimiento de su lengua. Sabía que él estaba disfrutando, y aunque aún sentía la humillación latente en su pecho, una parte de ella estaba resignada a hacerlo lo mejor posible. A medida que aumentaba el ritmo, Roberto apoyó una mano en su cabeza, guiándola con suavidad, pero sin forzarla.

—Eso es, Paula —murmuró entre jadeos—. Así es como me gusta. Cométela bien preciosa.

Los gemidos de Roberto se hicieron más profundos a medida que Paula continuaba, y cuando sintió que él comenzaba a temblar ligeramente, supo que estaba al borde de perder el control. Sin embargo, Roberto se retiró un poco, deteniéndola antes de llegar a correrse.

—Todavía no —dijo con una sonrisa maliciosa—. Quiero hacerlo dentro de ti. —Roberto sabía que si se corría ya no podría disfrutar de la penetración porque él ya no era un chaval y su recuperación tras un orgasmo no era la de antaño—.

Paula lo miró brevemente, sin decir nada, y se tumbó nuevamente en la cama, esperando lo que sabía que vendría. Roberto no tardó en colocarse sobre ella, sus manos recorrían su cuerpo una vez más antes de posicionarse entre sus piernas. Apoyó su capullo en la entrada húmeda y se dispuso a penetrarla. El primer empujón fue lento, casi cuidadoso, como si él quisiera saborear cada segundo del momento. Paula soltó un gemido suave cuando Roberto comenzó a moverse dentro de ella, su cuerpo iba adaptándose a su ritmo. Al principio, las embestidas eran lentas, profundas, cada una enviando ondas de placer que se extendían desde su centro hasta cada rincón de su ser. Pero a medida que Roberto aceleraba el ritmo, Paula comenzó a perderse en las sensaciones, incapaz de controlar los gemidos que escapaban de su boca.

—Mírame —dijo Roberto en un susurro, inclinándose para besar su cuello mientras seguía moviéndose dentro de ella—. Quiero verte disfrutar.

Paula abrió los ojos, encontrándose con la mirada intensa de Roberto mientras él la penetraba con más fuerza. Cada embestida la hacía arquearse sobre la cama, y aunque su mente seguía luchando contra lo que sucedía, su cuerpo se entregaba completamente al placer. Las manos de Roberto volvieron a sus tetas, acariciándolas y apretándolas suavemente mientras aceleraba el ritmo de sus movimientos. Cuando cambió de posición, colocando a Paula de rodillas y acercándose por detrás, el ángulo de penetración cambió, intensificando las sensaciones para ambos. Paula, que apenas podía mantener el control, sintió como el placer se intensificaba con cada nueva embestida, y cuando Roberto agarró su cadera con fuerza, supo que ambos estaban cerca del orgasmo.

El ritmo se volvió frenético. Los gemidos de Paula se mezclaban con los jadeos profundos de Roberto, y cuando sintió que el calor en su interior alcanzaba su punto máximo, no pudo evitar dejarse llevar completamente. El orgasmo la golpeó con una fuerza que no esperaba, su cuerpo convulsionaba de placer mientras Roberto continuaba moviéndose dentro de ella, buscando su propio final. Finalmente, con un último gemido profundo, Roberto alcanzó el clímax, empujándose con fuerza dentro de ella y corriéndose dentro de su coño. Paula sintió el calor de su semen llenándola, y aunque sabía lo que eso significaba, no pudo evitar sentirse aliviada de que todo hubiera terminado.

El silencio que siguió fue pesado, cargado de una mezcla de satisfacción y culpa. Roberto sudoroso se tumbó a su lado, respirando pesadamente, mientras Paula permanecía inmóvil, aún sintiendo los efectos del orgasmo recorrer su cuerpo.

Sabía que la deuda estaba saldada, pero también sabía que nada volvería a ser igual.


Continuará…
 

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