Cjbandolero
Miembro muy activo
- Desde
- 24 Jul 2023
- Mensajes
- 133
- Reputación
- 908
Capítulo 1
La casa de Eduardo y Paula, situada en las afueras de la ciudad, era la imagen perfecta de la tranquilidad familiar. Todos los días, el vecindario amanecía envuelto en un silencio pacífico, interrumpido solo por el canto de los pájaros y el murmullo de las hojas de los árboles mecidas por el viento. A sus ojos, aquel escenario encajaba perfectamente con lo que siempre habían proyectado: una pareja estable, con hijos adolescentes bien educados, empleos que les brindaban seguridad económica y una vida sin aparentes sobresaltos. Sin embargo, por debajo de esa apariencia pulida, algo se estaba gestando. Algo que ni siquiera ellos terminaban de comprender.
Paula se detuvo frente al espejo del baño aquella mañana, observando su reflejo con una mezcla de orgullo y melancolía. Sabía que había envejecido bien. A sus 48 años, su cuerpo seguía siendo motivo de envidia para muchas mujeres más jóvenes. Su piel, aún tersa, mantenía el tono bronceado que siempre había atraído miradas; su pelo rubio, que caía en cascada hasta los hombros, lucía suave y brillante, cuidándolo con productos que consideraba casi sagrados. Sin embargo, era su pecho lo que más atención capturaba, algo que no pasaba desapercibido para ella ni para los hombres que la rodeaban. Grande, generoso, como diría cualquiera que la mirara, había sido siempre el punto focal de las miradas indiscretas. Los ojos de los hombres parecían gravitar hacia allí, ya fuera en reuniones de trabajo o en las simples visitas al supermercado. Paula sonrió de lado, con esa mezcla de autocomplacencia y resignación. Sabía que esas tetas habían sido una bendición y una maldición a lo largo de su vida. Los hombres las deseaban, las mujeres las envidiaban. Pero últimamente, esa atención externa no lograba llenar el vacío que sentía dentro de sí misma. Antes, esa validación la había hecho sentir poderosa; ahora, era solo un eco distante de algo que ya no era suficiente.
Salió del baño y se dirigió a la cocina, donde sus hijos se preparaban para el colegio. Ellos eran su otra fuente de orgullo. Ambos adolescentes, rebosantes de energía y con futuros prometedores, representaban lo mejor de su vida. Sin embargo, Paula no podía evitar sentir que, mientras sus hijos crecían y comenzaban a vivir sus propias vidas, su relación con Eduardo se estancaba. De hecho, parecía que se desmoronaba lentamente.
Eduardo ya había salido para el trabajo, como hacía casi todos los días antes de que los niños se levantaran. Había algo mecánico en su rutina, algo que, en otros tiempos, Paula había valorado como un signo de estabilidad, pero que ahora comenzaba a resultarle frío, distante. Sabía que el trabajo de Eduardo era exigente, pero últimamente sus ausencias eran cada vez más prolongadas y sus excusas, más vagas.
Paula recogió las tazas de café de la mesa, dejando que su mente divagara. No recordaba cuando había sido la última vez que Eduardo y ella habían tenido una conversación sincera, una de esas que solían mantener en los primeros años de matrimonio, cuando hablaban de todo, desde sus sueños hasta sus miedos más profundos. Ahora, la mayor parte de sus conversaciones giraban en torno a los niños, las cuentas de la casa y el trabajo. Y eso cuando Eduardo estaba en casa, porque las noches en que se ausentaba se estaban volviendo más frecuentes. Esa noche, como tantas otras, Paula se sentó en el sofá frente al televisor, esperando el sonido de la llave girando en la cerradura. Pero esta vez, el reloj marcó las diez y luego las once, y Eduardo aún no aparecía. Paula cerró los ojos, tratando de controlar la creciente sensación de molestia que sentía en el estómago. Sabía exactamente donde estaba su marido. No era la primera vez, y ciertamente no sería la última.
Eduardo llegó pasada la medianoche, el sonido de la puerta al abrirse fue lo suficientemente suave como para evitar despertar a los niños, pero Paula estaba despierta, esperándolo. Lo observó mientras se quitaba la chaqueta, con movimientos cansados y esa expresión de satisfacción culpable que tanto conocía. El olor a whisky flotaba en el aire, una señal clara de donde había pasado las últimas horas. Paula no dijo nada al principio. Se limitó a observarlo, a medir sus reacciones, a notar los pequeños gestos que delataban su falta de arrepentimiento. Cuando Eduardo finalmente la miró, ella no pudo contenerse.
—¿Dónde has estado? —preguntó, su voz era más firme de lo que él esperaba.
Eduardo levantó la vista, desconcertado por la frialdad de Paula. —En la oficina, terminando algunos asuntos. Te lo dije esta mañana.
Paula entrecerró los ojos. Sabía que era mentira. Era lo mismo que le decía siempre, pero los indicios estaban ahí. Ese brillo en los ojos, esa leve sonrisa que intentaba ocultar, como si disfrutara de un juego que Paula no podía entender.
—No me mientas, Eduardo —replicó ella, con tono cortante—. Hueles a whisky. Y no me digas que estuviste en la oficina tomando copas con los compañeros. Has estado jugando, ¿verdad?
Eduardo titubeó por un segundo, pero luego volvió a su papel de esposo despreocupado. —Es solo una partida de póker, Paula. No es nada serio. Solo… relajarme un poco después del trabajo. No entiendo por qué te molesta tanto.
La furia de Paula se intensificó al oír esas palabras. “Relajarme”. Como si la falta de dinero, la tensión constante y el riesgo no fueran más que un capricho inofensivo.
—¿Relajarte? —repitió ella, dando un paso hacia él—. ¿De verdad piensas que apostar dinero que no tenemos es relajante? Eduardo, estás jugando con fuego. No me estás poniendo solo a mí en riesgo, sino a nuestra familia entera. ¿Y todo por qué? ¿Por la emoción de unas putas cartas?
Eduardo se encogió de hombros, como si sus palabras no tuvieran el peso suficiente para penetrar su escudo de despreocupación. —Lo tengo bajo control, Paula. No es para tanto.
Paula rió amargamente. —¿Bajo control? No lo parece cuando llegas tarde casi todas las noches oliendo a whisky, con esa mirada de culpabilidad en los ojos. No sé en qué estás pensando, pero si sigues así, no sé cuánto más voy a soportar.
El silencio que siguió fue como una sentencia. Eduardo no sabía qué decir. Sabía que Paula tenía razón, pero el póker le proporcionaba una liberación que no encontraba en ninguna otra parte. Era una adrenalina que lo embriagaba, un escape de la monotonía que a veces sentía ahogarlo. Y aunque intentaba convencerse de que todo estaba bajo control, la verdad era que no podía parar. Durante los días siguientes, la tensión entre ambos se hizo palpable. Eduardo seguía saliendo a sus partidas de póker, aunque trataba de ser más discreto. Paula, por su parte, se sentía cada vez más frustrada. El trabajo, los niños y las responsabilidades de la casa la mantenían ocupada, pero esa sensación de vacío y decepción no la abandonaba. A veces, cuando salía a hacer recados o se encontraba en reuniones, las miradas furtivas de otros hombres volvían a recordarle que aún era deseada. Pero eso ya no era suficiente. No cuando su propio marido parecía estar más interesado en el póker que en ella.
Paula se preguntaba, mientras miraba su reflejo en el espejo, si todo ese deseo externo podría llenar el vacío que Eduardo había dejado. Pero la realidad la golpeaba cada vez que Eduardo llegaba a casa tarde. La atención de otros hombres no la llenaba, y la insatisfacción en su matrimonio comenzaba a hacerse insostenible.
Eduardo, mientras tanto, se refugiaba cada vez más en el póker, sin darse cuenta de que estaba apostando mucho más que dinero. Estaba apostando su matrimonio, su familia, y tal vez, sin quererlo, su propia felicidad.
Continuará…
La casa de Eduardo y Paula, situada en las afueras de la ciudad, era la imagen perfecta de la tranquilidad familiar. Todos los días, el vecindario amanecía envuelto en un silencio pacífico, interrumpido solo por el canto de los pájaros y el murmullo de las hojas de los árboles mecidas por el viento. A sus ojos, aquel escenario encajaba perfectamente con lo que siempre habían proyectado: una pareja estable, con hijos adolescentes bien educados, empleos que les brindaban seguridad económica y una vida sin aparentes sobresaltos. Sin embargo, por debajo de esa apariencia pulida, algo se estaba gestando. Algo que ni siquiera ellos terminaban de comprender.
Paula se detuvo frente al espejo del baño aquella mañana, observando su reflejo con una mezcla de orgullo y melancolía. Sabía que había envejecido bien. A sus 48 años, su cuerpo seguía siendo motivo de envidia para muchas mujeres más jóvenes. Su piel, aún tersa, mantenía el tono bronceado que siempre había atraído miradas; su pelo rubio, que caía en cascada hasta los hombros, lucía suave y brillante, cuidándolo con productos que consideraba casi sagrados. Sin embargo, era su pecho lo que más atención capturaba, algo que no pasaba desapercibido para ella ni para los hombres que la rodeaban. Grande, generoso, como diría cualquiera que la mirara, había sido siempre el punto focal de las miradas indiscretas. Los ojos de los hombres parecían gravitar hacia allí, ya fuera en reuniones de trabajo o en las simples visitas al supermercado. Paula sonrió de lado, con esa mezcla de autocomplacencia y resignación. Sabía que esas tetas habían sido una bendición y una maldición a lo largo de su vida. Los hombres las deseaban, las mujeres las envidiaban. Pero últimamente, esa atención externa no lograba llenar el vacío que sentía dentro de sí misma. Antes, esa validación la había hecho sentir poderosa; ahora, era solo un eco distante de algo que ya no era suficiente.
Salió del baño y se dirigió a la cocina, donde sus hijos se preparaban para el colegio. Ellos eran su otra fuente de orgullo. Ambos adolescentes, rebosantes de energía y con futuros prometedores, representaban lo mejor de su vida. Sin embargo, Paula no podía evitar sentir que, mientras sus hijos crecían y comenzaban a vivir sus propias vidas, su relación con Eduardo se estancaba. De hecho, parecía que se desmoronaba lentamente.
Eduardo ya había salido para el trabajo, como hacía casi todos los días antes de que los niños se levantaran. Había algo mecánico en su rutina, algo que, en otros tiempos, Paula había valorado como un signo de estabilidad, pero que ahora comenzaba a resultarle frío, distante. Sabía que el trabajo de Eduardo era exigente, pero últimamente sus ausencias eran cada vez más prolongadas y sus excusas, más vagas.
Paula recogió las tazas de café de la mesa, dejando que su mente divagara. No recordaba cuando había sido la última vez que Eduardo y ella habían tenido una conversación sincera, una de esas que solían mantener en los primeros años de matrimonio, cuando hablaban de todo, desde sus sueños hasta sus miedos más profundos. Ahora, la mayor parte de sus conversaciones giraban en torno a los niños, las cuentas de la casa y el trabajo. Y eso cuando Eduardo estaba en casa, porque las noches en que se ausentaba se estaban volviendo más frecuentes. Esa noche, como tantas otras, Paula se sentó en el sofá frente al televisor, esperando el sonido de la llave girando en la cerradura. Pero esta vez, el reloj marcó las diez y luego las once, y Eduardo aún no aparecía. Paula cerró los ojos, tratando de controlar la creciente sensación de molestia que sentía en el estómago. Sabía exactamente donde estaba su marido. No era la primera vez, y ciertamente no sería la última.
Eduardo llegó pasada la medianoche, el sonido de la puerta al abrirse fue lo suficientemente suave como para evitar despertar a los niños, pero Paula estaba despierta, esperándolo. Lo observó mientras se quitaba la chaqueta, con movimientos cansados y esa expresión de satisfacción culpable que tanto conocía. El olor a whisky flotaba en el aire, una señal clara de donde había pasado las últimas horas. Paula no dijo nada al principio. Se limitó a observarlo, a medir sus reacciones, a notar los pequeños gestos que delataban su falta de arrepentimiento. Cuando Eduardo finalmente la miró, ella no pudo contenerse.
—¿Dónde has estado? —preguntó, su voz era más firme de lo que él esperaba.
Eduardo levantó la vista, desconcertado por la frialdad de Paula. —En la oficina, terminando algunos asuntos. Te lo dije esta mañana.
Paula entrecerró los ojos. Sabía que era mentira. Era lo mismo que le decía siempre, pero los indicios estaban ahí. Ese brillo en los ojos, esa leve sonrisa que intentaba ocultar, como si disfrutara de un juego que Paula no podía entender.
—No me mientas, Eduardo —replicó ella, con tono cortante—. Hueles a whisky. Y no me digas que estuviste en la oficina tomando copas con los compañeros. Has estado jugando, ¿verdad?
Eduardo titubeó por un segundo, pero luego volvió a su papel de esposo despreocupado. —Es solo una partida de póker, Paula. No es nada serio. Solo… relajarme un poco después del trabajo. No entiendo por qué te molesta tanto.
La furia de Paula se intensificó al oír esas palabras. “Relajarme”. Como si la falta de dinero, la tensión constante y el riesgo no fueran más que un capricho inofensivo.
—¿Relajarte? —repitió ella, dando un paso hacia él—. ¿De verdad piensas que apostar dinero que no tenemos es relajante? Eduardo, estás jugando con fuego. No me estás poniendo solo a mí en riesgo, sino a nuestra familia entera. ¿Y todo por qué? ¿Por la emoción de unas putas cartas?
Eduardo se encogió de hombros, como si sus palabras no tuvieran el peso suficiente para penetrar su escudo de despreocupación. —Lo tengo bajo control, Paula. No es para tanto.
Paula rió amargamente. —¿Bajo control? No lo parece cuando llegas tarde casi todas las noches oliendo a whisky, con esa mirada de culpabilidad en los ojos. No sé en qué estás pensando, pero si sigues así, no sé cuánto más voy a soportar.
El silencio que siguió fue como una sentencia. Eduardo no sabía qué decir. Sabía que Paula tenía razón, pero el póker le proporcionaba una liberación que no encontraba en ninguna otra parte. Era una adrenalina que lo embriagaba, un escape de la monotonía que a veces sentía ahogarlo. Y aunque intentaba convencerse de que todo estaba bajo control, la verdad era que no podía parar. Durante los días siguientes, la tensión entre ambos se hizo palpable. Eduardo seguía saliendo a sus partidas de póker, aunque trataba de ser más discreto. Paula, por su parte, se sentía cada vez más frustrada. El trabajo, los niños y las responsabilidades de la casa la mantenían ocupada, pero esa sensación de vacío y decepción no la abandonaba. A veces, cuando salía a hacer recados o se encontraba en reuniones, las miradas furtivas de otros hombres volvían a recordarle que aún era deseada. Pero eso ya no era suficiente. No cuando su propio marido parecía estar más interesado en el póker que en ella.
Paula se preguntaba, mientras miraba su reflejo en el espejo, si todo ese deseo externo podría llenar el vacío que Eduardo había dejado. Pero la realidad la golpeaba cada vez que Eduardo llegaba a casa tarde. La atención de otros hombres no la llenaba, y la insatisfacción en su matrimonio comenzaba a hacerse insostenible.
Eduardo, mientras tanto, se refugiaba cada vez más en el póker, sin darse cuenta de que estaba apostando mucho más que dinero. Estaba apostando su matrimonio, su familia, y tal vez, sin quererlo, su propia felicidad.
Continuará…