Relatos en la Hoguera

Entre Penumbras
La tarde promete, quieres que todo salga bien y lo demuestras con el tiempo que ya llevas en el baño.​
Yo vuelvo a mirar el reloj una vez más pensando que aún tenemos tiempo y no hay de que preocuparse.

El vapor de agua sale a través de la puerta del baño, situado en la entrada de una acogedora habitación de hotel. Uno de tus caprichos en nuestro viaje a Puerto de la Cruz.​
En su interior puedo imaginarte desnuda, apoyada en el poyete frente al espejo y con un sinfín de productos de maquillaje esparcidos por doquier. Hoy quieres estar sexy, quieres ser la fuente de atención de todas las miradas, y a mí eso me encanta.

“Una miradita no me hará daño” pienso mientras me levanto, y con extremo cuidado me asomo al quicio de la puerta. Y ahí estás tal y como me imaginaba, completamente desnuda, reclinada frente a un enorme espejo y exponiendo tus maravillosos senos al reflejo silencioso que los admira. Con el pintalabios aún en las manos veo un surco en la comisura de tus labios dibujando un atisbo de sonrisa, señal de que ya eres consciente de que estoy allí, y de que mi experiencia en el arte del espionaje ha sido totalmente infructuoso.

- Aún no estoy lista, espera en la cama. - Tus palabras son someras, pero denotan que lo que me espera va a gustarme.

Una vez más me tumbo en la cama algo decepcionado por no poder tener mi aperitivo en el baño, pero son sus normas, y hay que cumplirlas. Con impaciencia compruebo una vez más que todo esté en orden, cortinas y persianas bajadas, velas, y bebida en la nevera. Mis dedos se desplazan por la pantalla del móvil creando una lista rápida de canciones que concuerden con un ambiente romántico, y sin darme cuenta, al alzar la mirada, te encuentro a los pies de la cama cubierta únicamente por una toalla blanca que deja apreciar tu silueta.

El surco se ha vuelto ahora una picara sonrisa y tus ojos felinos se centran en mi.

Sin mediar palabra la toalla cae al suelo y te lanzas cual pantera. Tus manos me sujetan, ahora prisionero de la mujer que amo, sin ejercer resistencia. Tus labios me tientan, se acercan al lóbulo de mi oreja, siento el calor del aire exhalado, y me susurras.

- Pase lo que pase, no te muevas, y déjate llevar – Tus palabras me pillan de improviso, no me he dado cuenta de que en tus manos sostienes un antifaz, y pronto todo se vuelve oscuridad.

Tus dedos descienden por mi pecho, muy lentamente, juguetean ansiosos al llegar a mi abdomen, y agarran con fuerza el enorme falo que ya has provocado en mi con tus juegos. Escucho un suave golpe en la puerta, alguien llama. Escucho una ligera risa antes de sentir la humedad de tus labios en mi glande, depositando un pequeño beso de cortesía antes de alejarte para responder a la puerta.

Escucho pasos junto a la cama, el abrir de la nevera, y como se descorcha una botella. Escucho el liquido verterse en una copa, dos copas. Y siento que alguien regresa a la cama. Noto unos dedos recorrer una vez más mi cuerpo, y a lo lejos al otro lado del muro a media altura, alguien más iniciando sus propios juegos. Los dedos se posan en mis labios forzándome a abrir la boca, a saborear en mi paladar un ligero aroma afrutado. Los dedos se intercambian por unos carnosos labios, y estos comienzan a jugar una vez más allí donde mi mujer los había dejado. Vuelven a agarrar mi pene, comienzan a moverse arriba y abajo, incitándome, mientras mi oído intenta con desesperación identificar que ocurre en la habitación, identificar si esas manos son tuyas o de otra persona, y si los labios que ahora muerdo y me muerden con tanta pasión son tuyos o beso a una completa desconocida.

Los labios se separan, mi aliento ahora desesperado quiere más, pide más. Noto como la figura desconocida se posiciona sobre mi, noto como agarra mi polla, y el calor húmedo al situarla con un grácil movimiento, arriba y abajo, acariciando con mi miembro unos labios aún más tentadores entre sus piernas. Se me escapa un gemido al notar como mi glande comienza una ambiciosa exploración en terreno desconocido.
La habitación se queda en silencio por un segundo. Siento como la cama se mueve a mi lado, sinónimo de que aquellos que hasta ahora aguardaban en el espacio compartido se han unido al juego. Siento el impulso de extender mi mano, de palpar, buscándote a oscuras, entre figuras desconocidas, y una mano femenina se aferra a la mía a mi lado.
Los juegos continúan, siento como los músculos vaginales de esa desconocida se contraen al verme entrelazar con fuerza esa mano femenina y sus movimientos se hacen aún más violentos, obligándome a centrarme en los placeres que solo ella me produce.
La mano me aprieta con fuerza, sus músculos se tensan, y un gemido que no logro identificar vuela en el ambiente enmascarados por una canción de Fonsi. Puedo notar el vaivén de las embestidas ya iniciadas por ese otro hombre reflejadas en el movimiento incesante de esa mano desconocida y por un momento me viene a la cabeza que puedas ser tú y quien me monta cual podenco es otra mujer. Que otro hombre te está follando, y sin darme cuenta mi polla se endurece aún más.

Con una sensación amarga, pero extremadamente erótica, mis pensamientos se desvanecen al volver a ver la luz. Ante mi, vislumbro el contoneo sensual de tus preciosos pechos al son de los movimientos de cintura. Tus manos bloquean mis movimientos, obligándome a mirarte, presa de tus deseos, y de la intención de conocer a nuestros acompañantes únicamente y según tus designios, cómo y cuando tu decidas. Mi corazón que por un segundo había perdido el ritmo, vuelve a latir, y palpitar con más fuerza que nunca. Tus mejillas sonrojadas me indican que has alcanzado ya un estado de furor digno de afrodita. Tu boca entreabierta deja escapar el resquicio de una lengua que acaricia suavemente tu dentadura, y unos labios color fuego que desata todas mis pasiones. Tus ojos brillan con malevolencia, y tras un último gemido liberas tu atadura, y diriges mi mirada hacia la pareja y la chica cuya mano aún sin darme cuenta sigo apretando con firmeza.

Ella también yace boca arriba, completamente desnuda, con un antifaz rosa muy parecido al mío. El hombre sigue embistiendo con firmeza, sin inmutarse ante nuestras miradas indiscretas. De echo parece que el morbo de la situación parece incluso darle fuerzas para golpear con más fuerza, y el sonido sordo se acentúa con cada incursión al llegar a lo más profundo. La chica intenta aplacar sus gemidos mordiendo con firmeza sus labios pero cualquier intento es fútil, su embriagador sonido se mezcla con el sonido masculino con cada envite.

Sin apartar mi mirada de ella noto los movimientos de mi mujer separándose de mi. Sus brazos envuelven por un momento el cuello del hombre, dejando reposar sus enormes tetas sobre su espalda, susurrándole cosas al oído. Él sonríe, penetrando una última vez a la chica, y sin mediar más palabra se aparta.
Al liberar su unión la cara de la mujer se desconcierta, entra en pánico, pero al igual que yo tiene prohibido moverse. Permanece inmóvil, con las piernas abiertas y exponiendo su sexo aún palpitante por la erótica de la situación. Pequeñas gotas perladas se escurren por una vagina ahora abierta, goteante por la excitación, y escurriéndose entre sus cachas para acabar en las sabanas.
Mi mujer en silencio, acaricia sus muslos, se sitúa cual estratega entre ellos, y su boca se precipita rápidamente a saborear ese flujo con ansia. Su lengua la roza, la acaricia, busca con deseo ese punto que desata tantas pasiones llamado clítoris. Y lo encuentra, vaya si lo encuentra. Las uñas de ella se clavan en mis carnes presa de esta nueva sensación, identificando que el objetivo ha sido hallado con atino, y yo trato de acompasarla, decirle que no está sola y que no debe temer.
El chico, ahora liberado, ha decidido tantear el terreno con sus manos. Veo como se deslizan entre las nalgas de mi mujer, veo como se hunden, y escucho el suspiro entrecortado entre las piernas de la mujer que me sujeta con fuerza. El juego está lejos de terminar. Mi mujer continúa saboreando ese exótico manjar. Noto como una nueva erección emerge dentro de mi, y veo como la de mi contraparte también está en su máximo esplendor. La mujer arquea la espalda, aprieta las sabanas, abre la boca en busca de un oxígeno que no termina de inundar sus pulmones, su corazón bombea sangre a cada uno de los puntos erógenos que puede recordar, sus pezones se endurecen, el capilar de sus mejillas pasa a dibujarse en un rojo intenso, y mi mujer para.

No quiere que sea ella, sino yo quien termine el trabajo. Aún en un silencio sepulcral, roto solo por la respiración agitada de la chica apunto del orgasmo, separa su mano de la mía, tira de mi para situarme, y es ella la que agarrando mi miembro lo sitúa en la entrada hacia ese jardín secreto.

No lo dudo, quiero disfrutar del momento, mi pene lentamente va deslizándose hacia su interior, sintiendo como lo envuelve un calor nuevo con una humedad muy distinta a la que ya conozco.
Mi cuerpo se acerca al de la chica enmascarada, nuestros torsos se unen, y noto la punzada de unos pezones erectos arañándome. Noto sus contracciones al sentir esta nueva penetración. Mi mujer me abraza, tal y como hizo con el desconocido momentos antes, pero noto también su movimiento a mi espalda, el impacto seco al encontrar el confortable colchón que conforman tus nalgas. Sin duda no soy el único jugando, pero me da igual, ahora nada importa, empezamos esto juntos, y lo vamos a terminar también juntos. Noto que estoy apunto de explotar, noto el aliento cálido de mi mujer, con su cara posada tras mis hombros, y un último susurro.

- Déjate llevar.

Mi pene está apunto de explotar al oír esas palabras, me llama a ser más duro, a bombear con más fuerza. Sujeto las piernas de la mujer, elevándola, dejándome unos centímetros más para alcanzar lo más profundo de su ser, y entre gemidos, con ella ahora sujetando mis brazos, me dejo llevar.



Es curioso pensar que, ahora con los cuatro liberados de ataduras, sentados desnudos en la penumbra de una habitación iluminada únicamente por velas y una copa en las manos, hemos forjado una amistad grabada a fuego por una pasión entre desconocidos.​
 
Última edición:
A un Lado de la Carretera
El camino se hace largo, demasiado largo. Mi corazón palpita quizás por la emoción, quizás por el sin número de veces que he imaginado esta escena en mi cabeza. Una escena que ahora va a abandonar ese mundo de ilusiones para hacerse realidad. Una vez más miro el reloj en el salpicadero de mi coche comprobando que aún tenemos tiempo. La luna ya comienza a dar sus primeras pinceladas en el horizonte costero, reflejada en las turbulentas aguas del estrecho. Algún que otro carguero flota entre olas oscuras esperando el momento oportuno para atracar en el puerto y poder así descargar su preciada mercancía, sus parpadeantes luces son su único testigo.
Frente a mí, una larga autovía, iluminada aquí y allí por alguna que otra farola entre las muchas con su luz ya fundida. Te miro, has pasado prácticamente todo el camino en silencio mirando a través de la ventanilla. También estás nerviosa, veo como una vez más tratas de esconder tu cuerpo envuelto en una larga gabardina beige, quizás por el frío, quizás por una ligera vergüenza, encogida, pero incluso así te es imposible esconder el rubor de tus mejillas. Tú también has pensado en esto, tú también deseas convertir mi sueño en realidad.

La carretera se hace larga, se pueden contar los vehículos que nos hemos cruzado con las manos, casi todos camiones en transito desde un muelle de carga abarrotado de contenedores con destino a los muchos almacenes de la provincia, e incluso del país, que aprovechan la calma de la noche para transitar y abastecer las necesidades de un mundo caprichoso.

La señal del área de descanso brilla reflejada ante los faros, ya estamos cerca. Por un momento pienso en parar todo esto y regresar, que todo esto es una locura, pero noto el calor de tu mano en mi pierna. Puedo ver el brillo crepitante de un anillo que aún abraza tu dedo anular, una señal silenciosa inequívoca que me indica que a pesar de todo tu corazón aún me pertenece.
Una dantesca gasolinera surge tras la siguiente curva iluminando parcialmente una igualmente enorme área de descanso. Un emplazamiento frecuentado por camioneros que necesitan de un descanso en su larga travesía. Un lugar en el que dejar descansar su poderosa maquinaria y la valiosa mercancía que transportan.

Hoy no parece estar muy concurrido, solo un par de camiones aquí y allá aparcados en batería, formando como militares en una larga línea delimitada por surcos blancos en una explanada alquitranada que aún conserva el calor del sol sureño.

Reduzco la velocidad, paseando entre gigantes durmientes, tratando de localizar a nuestro contacto. Casi todos los camiones yacen en silencio, con amplias cortinas cubriendo el parabrisas para aprovechar así todo lo posible el tiempo de oscuridad, casi todos, excepto uno.
Entre ellos, uno permanece con sus cortinas abiertas. Con luces apagadas sí, pero el ascua de un cigarrillo encendido delata que alguien aún espera, sentado impaciente, observando, y deseándote.


El coche se para frente ala cabina del camión a unos 30 metros, distancia suficiente para mostrar cierta cortesía y dejarnos pensar con detenimiento una última vez. El vaho de tu respiración empaña el cristal presa dela excitación.

- Es todo lo que necesitaba saber. - le susurro.
- ¿Qué? - Por un momento pareces desconcertada - ¿A qué te refieres?
- Solo quería saber que estabas dispuesta a cumplir mi sueño. - digo con calma - Si no quieres continuar podemos dar la vuelta.

Por un largo minuto todo queda en silencio, nuestros ojos se cruzan nerviosos, bajas la cabeza, y respondes...

-No, ya estamos aquí... - tu mirada vuelve a cruzarse con la mía, esta vez envuelta en el fuego que inunda tu interior. Admiro tu belleza en silencio, cubierta por esa gabardina beige de la cual ni siquiera a mi me me has dejado ver lo que esconde, y tras otro largo mutis, asiento.

La puerta del coche se abre. Desciendes lentamente, casi de forma felina, tratando demostrar todos tus encantos en el arte de la seducción. Te detienes frente al coche lanzándome una última mirada, con un gesto me indicas que encienda las luces y cual película porno de serie B abres tu gabardina exponiendo tu cuerpo ante mí. Tu piel solo la cubre un conjunto de lencería blanca, un conjunto de sujetador de encaje con motivos florales, un corsé bajo pecho también blanco, regalo que te compré hace poco y que tampoco habías estrenado hasta hoy. Un tanga también de encaje semitransparente, y seguido de unas kilométricas medias también del color de los ángeles. Al observarte ahí de pie, en mitad de la nada, declarándote oficialmente una exhibicionista nata, me excita y dispara en mi todos los instintos básicos.
Apago las luces, señal de que yo ya estoy listo, vuelves a taparte y lentamente te giras hacia nuestro invitado indiscreto. Posando con cuidado tus tacones de aguja te vas acercando lentamente, con cada paso, al camión. La luz rojiza se enciende tras una nueva calada y me doy cuenta de que sigue presente y a presenciado también la escena previa desde su propio punto de vista. Mi corazón se detiene con cada paso que das, y me susurro... bum, te quiero, bum, te adoro, bum, eres la fuente de todos mis deseos por perturbados que sean.
Esos 30 metros se hacen eternos para mi pero ya los has recorrido en un suspiro y la puerta no tarda en abrirse. Una silueta oscura desciende sonriente. Tu también le sonríes, y te contoneas para que pueda apreciarte. El hombre desliza una mano tras tu cintura, y tu me lanzas una mirada cargada de dudas. Vuelvo a asentir a oscuras, suplicándote que me entiendas. Tus manos se mueven temblorosas hasta el nudo de la gabardina y tras un rápido tirón consigues deshacerlo. Las solapas de la gabardina se despliegan mostrando su apetecible interior. El desconocido aprovecha la abertura para deslizar sus manos sobre tus hombros desnudos, y con otro igualmente rápido movimiento termina de abrirla para que pueda caer al suelo cual regalo de cumpleaños. No te mueves, dejas que él te admire girando a tu alrededor, posa sus grandes manos en tu trasero, y con un gesto casi imperceptible te indica que subas al interior de la cabina.

La puerta se cierra tras vosotros, y se a ciencia cierta que ya no hay vuelta atrás. A oscuras consigo deslizarme fuera de mi vehículo, quedo de pie a mitad de camino tratando de ver algo a través de un cristal negro como la noche. Me decido a recorrer esos últimos 20 pasos, a recoger la gabardina que ha quedado perdida en el suelo, y sin darme cuenta me encuentro buscando algo en sus bolsillos. Casi como por instinto mi mano se cierra aprisionando un pequeño objeto. Bum, te quiero, bum, te deseo, la mano se abre y de su interior surge un diminuto brillante, el mismo que hace menos de una hora observaba en la mano de mi esposa, y por un momento pierdo el aliento.


La puerta está cerrada, pero la ventanilla está entreabierta quizás para tratar de amortiguar un poco el calor de la noche. Escucho unas risas, risas que en segundos se vuelven suspiros, y escucho el gemido grave de un hombre. Soy consciente de las habilidades de mi esposa y probablemente ahora estará de rodillas, sujetando con sus manos la polla de este desconocido, acercando sus delicados labios para jugar un lascivo juego del que yo he sido privado. Cierro los ojos para imaginarla y noto como me endurezco, soy incapaz de controlar mi erección. Por segundos no se si mi mente me juega malas pasadas pero ahora sí está claro, es tan claro como el agua, y puedo identificar ese sonido recordando la multitud de veces en las que yo he sido el privilegiado dueño de tus caricias. Tu boca está disfrutando de su gran polla.

Nuevamente susurros, y el sonido ruidoso de alguien apartando objetos. La ropa golpea hecha un ovillo contra el cristal del parabrisas, unos segundos de silencio, y un gemido. Esta vez tuyo. Bum, te deseo, mis manos se precipitan bajo el pantalón tratando de envolver la erección que contengo. Bum, te adoro. Un nuevo gemido, está vez seguido de un golpe seco, un golpe que también reconozco. Ya estás sintiéndolo, sintiendo el sexo de otro hombre, sintiendo como atraviesa tus entrañas. Bum, ya no puedo más. Otro gemido, puedo ver una mano dibujada en un cristal auxiliar en un lateral de la cabina, una mano que ahora marca la ausencia del anillo que aprieto con fuerza.

Los gemidos se aceleran, la mano se separa del cristal e imagino que ahora lo estás abrazando, que sujetas sus caderas para evitar que se separe de ti. Bum, quiero que seas mía otra vez. A tus gemidos se unen los suyos, y puedo oír tu respiración entrecortada sincronizada con la mía. Bum, gracias amor mío. Escucho un grito de placer, acompañado por el gorgoteo de un hombre que acaba de alcanzar el paraíso...

La luz interior se enciende y me hace despertar de mi perverso sueño. Tardo tan solo unos segundos en darme cuenta de donde me encuentro, de que no debería de estar allí. Mis instintos me gritan correr hacia el coche. En mi huida puedo escuchar risas y palabras alegres dentro dela cabina. Ahora no puedo pararme a escuchar ni a entender qué se dice. Ahora el tiempo se precipita, corre más de lo que logro entender, y en un suspiro consigo salvar la distancia hasta la seguridad de mi corsa.

El camión vuelve a abrir sus puertas, y el hombre que me ha hecho cornudo te tiende una mano para ayudarte a descender con cuidado. Depositas un beso en su mejilla, el te tienta los pechos una última vez, y sin mediar palabra te despides girándote hacia mi. Tu camino de vuelta es aún más lento que el de ida. Puedo ver que has dejado olvidados como botín sujetador y tanga, solo conservas las medias y el corsé, y tu miedo a exhibirte ha desaparecido por completo. Una sonrisa ilumina tu cara a la luz de una luna que ya luce alta en el horizonte.


El camino de vuelta está siendo igualmente silencioso, ninguno de los dos nos atrevemos a decir nada. Aunque es patente la erección que aún perdura en el tiempo, retenida por las idas y venidas de mis recuerdos, no quiero ser yo el primero en hablar. La carretera se vuelve cada vez más oscura ahora siguiendo una red secundaria de la cual alguien ha debido olvidar iluminar.

- Para. - Tu voz rompe el silencio con una orden clara y directa.

Extiendes tu mano, con la palma abierta, pidiéndome algo que no logro entender y por un momento recuerdo el anillo que apretaba con fuerza mientras otro hombre te penetraba y rompía las barreras que te hacían mi mujer.
En silencio saco la joya de mi bolsillo y con la delicadeza de un amante vuelvo a colocarlo en tu dedo anular.

- Ahora solo falta una cosa. - Me miras con ansias, tu ojos vuelven a reflejar el fuego que mostrabas horas antes de que todo esto hubiese pasado. Sales del coche en silencio, y te alejas campo a través nuevamente haciendo gala de tus movimientos felinos.


A oscuras, consigo encontrarte apoyada en una roca, reclinada, mirando a la luna. Me miras con una sonrisa picara.

- ¿No quieres volver a reclamar lo que es solo tuyo? - Un destello ilumina tu cara. Momento de desconcierto que aprovechas para girarte exponiendo tu trasero, y tu sexo. Diciéndome sin palabras que una vez que el anillo ha vuelto a tu mano vuelves a ser únicamente mía... pero que aún falta un último ritual escrito a fuego desde tiempos inmemorables.
Tengo que recuperar lo que es mío.

Mi lado más primario se desata, tiro de la correa de mi pantalón y sujeto tus manos con él. Te fuerzo a recostarte en la fría piedra para exponer aún más tus encantos. Agarró tus nalgas, y en un solo movimiento, tirando de tu coleta mi polla te atraviesa. Un grito de placer rompe el silencio de la noche, el destello de ojos salvajes brilla en la lejanía, probablemente animales de granja ahora despiertos por nuestra incursión. Ahora me guía un impulso grabado en nuestro córtex desde la prehistoria, el afán de concebir, de ser el elegido por la hembra. Mi polla, dura como jamás ha estado, entra cual pistón una y otra vez. Arqueas tu cuerpo, tus tetas se rebotan danzando en el aire con cada golpe. Tu culo se eleva, tus músculos se contraen tratando de aprisionarla dentro de ti y noto como se desliza empapada en tus jugos. Tiemblas, tiemblas de placer, gritas, noto un liquido cálido envolviendo tus piernas, goteando sobre mi, y yo grito contigo, ahora soy yo el que explota en tu interior. Ahora soy yo el que ha depositado mi semilla cual cavernícola en ti. Eres mía.
Siempre serás mía.
 
Última edición:
Ya está aquí, y yo soy su Cena
Me descubro una vez más mirando hacia el reloj colgado en la pared. El día se me está haciendo eterno, inmensamente largo, y parece que toda la sala ha entrado en una paradoja temporal en la que Chronos se niega a seguir adelante. Por un segundo creo ver las manecillas retroceder en vez de avanzar en un intento de engaño similar al que ya usaron tiempo atrás con Bart Simpson en ese último día de escuela prevacacional.
- “¿Es que incluso en eso va a acertar Groening?” - Pienso tratando de concentrarme una vez más en mi trabajo.

Centro mi vista en la pantalla viendo si por alguna casualidad del destino hay algo más que hacer. El mapa de camas parece inusualmente tranquilo, incluso tenemos algún espacio vacío en observación. Suspiro de impotencia mirando hacia mi compañero que igual que yo aguarda sentado sobre una papelera de plástico y sigue trasteando con su móvil.
- ¿Hoy hay partido?- no recuerdo que hubiese ningún evento importante - ¿O solo es domingo?
La única respuesta de mi compañero es un ademan encogiendo sus hombros y una cara de desconcierto mientras continúa mirando la pantalla de su dispositivo.

- Sí... hoy el día va a ser muy largo... - digo mientras me reclino sobre el sillón. Curiosamente mi respuesta despierta al dios del tiempo, que parece haber esperado hasta el último segundo para reactivar el mundo que nos rodea justo antes de que alguno de los dos entrase en algún grado de locura asesina y comenzase una matanza, hoja de bisturí en mano, y sonda vesical a modo de látigo en la otra.
La pantalla de mi ordenador parpadea, señal de que hay nuevos pacientes pendientes de triaje.

No dudo ni un segundo en dar el aviso por pantalla indicando que deben acudir a mi sala para la evaluación inicial. Mi gozo cae rápidamente en un pozo cuando los nuevos pacientes resultan ser una pareja de abuelitos con recetas caducadas que no pueden esperar al siguiente día laboral.
- “Otro nivel 5 pendiente de médico.” - pienso mientras tecleo el motivo de consulta. - “Nada para nosotros.”

Mientras los dos abuelos inician su periplo andante hacia la sala de espera una nueva notificación surge en la pantalla de mi teléfono móvil dejado caer inocentemente junto al monitor del ordenador, mi mujer aparece en una diminuta burbuja de Whatsapp seguido del icono de foto, un echo inesperado que despierta mi curiosidad sobremanera.

La burbuja me tienta a pulsarla, a descubrir que esconde ese curioso icono con la forma de una cámara Reflex de las de toda la vida, y la imagen aparece, y por un segundo mi corazón se encoje. Miro desconcertado a mi alrededor comprobando que nadie más la ha visto. Por suerte para mi, mi compañero sigue obnubilado jugueteando a Candy Crush, o Meow Hop, o a saber que juego es.
Sin pensarlo dos veces le pido que me sustituya alegando que necesito ir al baño, cosa que hace a regañadientes dejando su partida a medias y me apresuro a un lugar más apartado lejos de miradas indiscretas.

Una vez más repaso la figura expuesta en mi móvil, repaso la lencería roja que no deja nada a la imaginación, las transparencias que no esconden para nada los pezones erectos, y la abertura estratégicamente situada entre las piernas... y es que ya me dijo en su momento que con ese se la podrían follar sin siquiera quitárselo y sonrisa en cara.
- ¿Y esto? - mis dedos tiemblan aún de la emoción mientras me apresuro a teclear las palabras.
En la pantalla surge rápidamente como respuesta “Hoy tenemos visita, ¿te gusta como me queda?”.

- Sí. - La respuesta es también directa, no hay dudas. Jamás las habría da igual lo que se pusiese. Miro mi reloj con desaliento, sé que mi turno no termina hasta bien entrada la noche y eso me desconcierta. - ¿Llegará para cenar?
En esta ocasión la respuesta se hace esperar, mi corazón se acelera con cada segundo que Chronos decide demorar su respuesta, y otra foto aparece en pantalla.

La foto es incluso más explicita que la anterior. Veo su cuerpo con la misma lencería de antes pegado al de otro hombre de piel morena, este completamente desnudo con su enorme polla ya erecta envuelta por las manos de mi mujer y presentándomela abiertamente. Aunque la imagen solo muestra la parte inferior de ambos cuerpos ya puedo ver como la humedad brota insaciable entre las piernas de mi mujer, indicio claro de su excitación y de que es consciente de lo que va a suceder. Puedo imaginar su sonrisa picara y el rubor en sus mejillas.

Una respuesta...
- Ya está aquí, y yo soy su cena.​
 
Última edición:
Punto de No Retorno
Capítulo 1: El Silencio de las Persianas
Marta se despertó con el zumbido grave de una cortadora de césped en el jardín de la casa vecina. El sol de media mañana se colaba a trazos entre las lamas de la persiana veneciana, cortando su habitación en franjas de sombra y oro. Estaba desnuda, aún envuelta en el aroma espeso de sus propias sábanas: un rastro tibio de sudor, del perfume floral que usaba por costumbre —uno caro, con fondo de almizcle— y de la soledad.
Tenía treinta y nueve años. El cuerpo que conservaba con mimo en un gimnasio privado del casco antiguo de Marbella hablaba de disciplina, vanidad y deseo de no ceder ante el tiempo. Sus muslos eran firmes, torneados; sus caderas mantenían esa curva ancestral que parecía prometer abrigo y peligro. Los senos, naturales, comenzaban a ceder levemente por la gravedad, pero seguían generosos y provocativos. Su piel, aceitunada, brillaba con el rastro de la loción corporal que se aplicaba como un ritual. Era bella, pero no en el sentido adolescente: lo suyo era otra cosa, más afilada, más consciente.
Luis, su marido, se había ido temprano, como cada sábado, al club de golf de Río Real. Tenía cuarenta y cinco años, una buena posición en el mundo inmobiliario, una panza discreta, y un apetito sexual cada vez más reducido, casi ceremonial. Hacía meses que no la tocaba con hambre.
Marta no era mujer de resignaciones.
Ese sábado, después de ducharse y vestirse con una blusa blanca suelta —tan fina que insinuaba los pezones oscuros debajo— y un short vaquero ajustado, bajó hasta la cocina. Se preparó un café con leche de avena y dos tostadas con aguacate. Luego se sentó en la terraza, con vista parcial al mar, y abrió **********
Ahí estaba él: Andrés, el camarero nuevo del chiringuito donde ella solía ir a tomar un vino blanco por las tardes, sola. Veintiocho años, cuerpo atlético y tatuado, moreno, sonrisa de lobo. Había algo en su manera de mirarla cuando le servía la copa que ella no podía ignorar: una mezcla de respeto y lujuria. Como si supiera que Marta se masturbaba por las noches pensando en cosas que no debía.
Le mandó un mensaje directo.
—¿Trabajas esta tarde?
Tardó apenas dos minutos en responder.
—Sí. A partir de las seis. ¿Vienes?
—Claro. Pero no quiero solo vino esta vez.
Hubo una pausa de diez minutos. Ella lo imaginó leyéndolo, ajustándose la entrepierna. Luego, la respuesta.
—Dime dónde y a qué hora.
Ella sonrió. Sabía exactamente qué iba a hacer. Y más aún, sabía que Luis, por primera vez en años, llegaría temprano del golf esa tarde, con la excusa de una reunión cancelada.
La seducción no era el fin. Era el detonante.
Marta se recostó en la hamaca con las piernas abiertas, la blusa caída hacia un lado, el café aún humeando en la mesita. Cerró los ojos, dejó una mano deslizándose lentamente por su abdomen, bajando bajo el short. Pensó en Andrés. En el olor de su piel. En su lengua.
Y luego pensó en Luis.
En su cara cuando los viera.​
 
Punto de No Retorno
Capítulo 2: El Juego en Casa
A las 18:07, Marta llegó al chiringuito donde Andrés trabajaba. El sol aún golpeaba la costa con fuerza, pero la brisa marina mitigaba el calor, trayendo consigo el aroma salado de las olas. Marta caminaba con paso firme y decidido. Hoy no habría timidez ni dudas. El vestido largo de lino blanco, sin sujetador, dejaba entrever la silueta de sus pechos, y los laterales abiertos hasta medio muslo hacían que cada paso revelara más de su cuerpo, mientras sus piernas bronceadas y firmes, marcadas por el gimnasio, se deslizaban con gracia.
Andrés, en la barra, la observó desde el primer momento. Un destello de reconocimiento cruzó sus ojos, como si el deseo ya lo hubiera atrapado. Marta se acercó sin vacilar.
—Hola, ¿tienes una mesa para mí? —preguntó con una sonrisa coqueta, como si no estuviera claro lo que buscaba.
Él la miró, sus ojos azules brillando, y sonrió.
—Claro, pero prefiero llevarte a un sitio más cómodo. No me gusta que la gente nos mire.
Marta levantó una ceja, entendiendo perfectamente a qué se refería. Sabía lo que quería. Y más importante aún, sabía lo que ella quería de él.
—Mi casa está cerca —respondió con voz suave, dejando caer la sugerencia con total desinhibición—. Mi marido está en el club de golf hasta tarde. Perfecto para los dos, ¿no?
Andrés, sorprendido pero excitado, no dijo nada. Simplemente asintió, y en el momento en que ella se levantó para irse, él la siguió sin mediar palabra. Al salir, Marta le dio un toque juguetón en el brazo, casi como si ya estuviera marcando el terreno.
Veinticinco minutos después, ambos entraban por la puerta principal de la casa de Marta, una villa espaciosa en las afueras de Marbella, rodeada de jardines privados. Ella lo guió hasta el salón, donde la luz tenue de las lámparas de pie y el ambiente relajado creaban la atmósfera perfecta.
Andrés dejó su chaqueta sobre la silla y, sin decir nada, empezó a despojarse de su camiseta. Marta lo observó sin esconder su deseo. Cada movimiento suyo, cada músculo que se asomaba, cada pequeño gesto, le enviaba una ola de excitación que la hacía arder.
—¿Quieres algo de beber? —preguntó ella, con una sonrisa lenta, como si estuviera saboreando lo que estaba por ocurrir.
—Lo que tú quieras —respondió Andrés con voz grave, mientras se acercaba a ella, aún sin acabar de despojarse de los pantalones.
No hubo más palabras. Marta lo empujó suavemente contra la pared, sus labios se encontraron en un beso húmedo, profundo, como si llevasen años deseándose. Andrés la besó con hambre, como si fuera lo único que le importara en el mundo. Sus manos, grandes y firmes, recorrieron su cuerpo con urgencia.
Marta llevó las manos al cuello del vestido, desatando el nudo con un solo gesto. El lino blanco se deslizó por su cuerpo con un susurro de tela, cayendo al suelo como una piel que ya no necesitaba. Quedó completamente desnuda frente a él, sin sujetador, sin bragas, sabiendo que eso lo volvería loco. Lo había planeado así desde la mañana.
—No quiero juegos —susurró, con la voz baja y urgente.
Ella desabrochó el pantalón de Andrés y dejó que su miembro, erecto, saltara libre, firme, grueso, palpitante. Entonces lo empujó hacia el sofá y se montó sobre él con decisión, sin prisa pero sin pausa, guiándolo dentro de su cuerpo húmedo, caliente, voraz.
Andrés soltó un gruñido, casi animal. Marta gimió, un sonido profundo, gutural, que salía del pecho y no de la garganta. Comenzó a moverse con una cadencia firme, pausada, como si cabalgara una tormenta. Su pelvis chocaba contra la de él con una mezcla perfecta de carne, humedad y fuerza.
El sexo de Marta se abría y cerraba a su alrededor con una firmeza casi cruel. Fluía con una intensidad cálida, pegajosa, deliciosa. Los gemidos llenaban la estancia. El ritmo se aceleraba. Las manos de Andrés la sujetaban por las caderas, empujándola hacia abajo con cada embestida.
—¿Te gustaría que mi marido entrara ahora mismo y nos viera? —preguntó Marta de pronto, con la voz entrecortada, la boca a centímetros de su oído.
Andrés abrió los ojos, sorprendido. Marta continuó sin dejar de moverse sobre él.
—Eso es lo que quiero. Que me vea así. Toda sucia. Toda tuya.
Andrés no respondió con palabras. Solo gruñó, llevándola contra él con más fuerza, más hambre. Le mordió el cuello con un deseo que rayaba la violencia, mientras ella se deshacía en jadeos y orgasmos lentos, intensos, uno sobre otro.
El sonido húmedo de sus cuerpos era indecente, perfecto. La piel de Marta brillaba bajo la luz. El sudor bajaba por la columna de Andrés como un hilo salado.
Y entonces, justo cuando la última embestida lo hizo temblar por dentro, un sonido real, frío, concreto, atravesó la escena como un cuchillo:
El clic metálico de una llave girando en la cerradura.
Marta abrió los ojos, aún encima de él, con una sonrisa perversa en los labios.
—Ya está aquí.​
 
Punto de No Retorno
Capítulo 3: El Umbral
El clic de la cerradura cortó el aire como una cuchilla.
Marta no se movió. Seguía sentada sobre Andrés, el cuerpo aún vibrando, los muslos abiertos, la respiración caliente. El eco de su orgasmo flotaba en la estancia, como un perfume espeso. Andrés, bajo ella, permanecía inmóvil, su pecho subiendo y bajando con fuerza. La tensión lo recorrió como un calambre, pero ella lo sujetó con firmeza por los hombros.
—Quieto —le susurró sin mirarlo.
Los pasos de Luis resonaron en el recibidor. Colocó las llaves sobre la consola con ese ruido doméstico, casi familiar, que tantas veces había anunciado su llegada.
—¿Marta? ¿No habías dicho que estarías en la playa?
Y entonces, cruzó el umbral del salón.
Se detuvo en seco. Los ojos tardaron un segundo en entender lo que estaban viendo. Su mujer, completamente desnuda, montada sobre un hombre joven, fuerte, sudado. Un desconocido. Sus cuerpos aún entrelazados. El silencio era tan denso que podía oírse el zumbido lejano del filtro de la piscina.
—¿Qué…? —Luis apenas encontró aire para articular la palabra.
Marta levantó la vista y lo miró, como si lo hubiera estado esperando todo el tiempo. No dijo nada enseguida. Su expresión no era de culpa, ni de miedo. Era una mezcla difícil de leer: calma, determinación… y algo más oscuro. Algo que dolía y excitaba al mismo tiempo.
—Hola, Luis —dijo por fin, como quien rompe el hielo en una conversación pendiente.
Andrés, aún dentro de ella, tensó los músculos sin saber qué hacer. No podía moverse. Marta lo mantenía sujeto, con las piernas firmes a cada lado de su cuerpo y las manos apoyadas en su pecho desnudo.
—No te muevas —le murmuró—. No aún.
Luis seguía en el umbral, clavado en el suelo. Tenía la mandíbula tensa, las pupilas dilatadas. Su mirada iba del cuerpo desnudo de Marta —brillante de sudor, aún temblando— al rostro del hombre, al sofá, al suelo. La escena se le ofrecía sin filtros, y sin embargo no podía apartar los ojos. Era una mezcla brutal de traición y algo más difícil de admitir: curiosidad.
Marta se incorporó, despacio. Andrés salió de ella con un suspiro apagado. Un hilo blanco descendió entre sus muslos. No hizo nada por cubrirse. Caminó hacia su marido con paso lento, casi solemne. Cada huella que dejaba sobre el mármol parecía marcar un punto sin retorno.
Cuando estuvo frente a él, lo miró a los ojos. Sus cuerpos apenas a un palmo de distancia. Luis tenía la respiración entrecortada, las manos cerradas en los costados.
—No planeé esconderlo —le dijo, sin levantar la voz—. Quería que lo vieras.
Luis tragó saliva. No dijo nada. Su mirada bajó un instante a su pubis aún húmedo, luego volvió al rostro de su mujer.
—¿Por qué? —logró decir al fin.
Marta sonrió, una curva apenas dibujada en los labios.
—Porque necesitaba romperte —respondió—. Y porque me moría de ganas.
Desabrochó su cinturón sin prisa. Luis no la detuvo. El sonido metálico pareció retumbar en la habitación. Ella deslizó la hebilla, bajó la cremallera. No con rabia. No con ternura. Con algo más primitivo: una honestidad brutal.
—Aún puedes irte —le dijo, bajando la mirada hacia sus pantalones.
—¿Y si me quedo? —preguntó él, en voz baja.
Marta alzó la vista. Sus ojos brillaban.
—Entonces todo va a cambiar.​
 
Punto de No Retorno
Capítulo 4: La Rendija
Luis no contestó enseguida. Estaba respirando por la boca, el pecho agitado, como si acabara de correr. Miró a su mujer —a su cuerpo aún encendido, al sexo marcado por otro— y luego bajó la vista a sus propias manos. Las tenía cerradas. Las abrió, despacio. No temblaban.
Dio un paso hacia atrás.
Marta lo siguió con la mirada, pero no lo detuvo. Lo dejó pensar. Sentir. Arder.
Luis dejó caer el cinturón al suelo. El sonido fue seco, limpio. Luego, con una lentitud deliberada, desabrochó la camisa. Botón por botón. Su respiración se normalizaba, pero sus ojos no dejaban de buscar los de ella. Cuando se quitó la prenda, quedó frente a ella, sin decir nada, sólo esperando.
Andrés, en el sofá, se había apartado unos centímetros, sentado ahora con el torso inclinado hacia adelante, observando la escena como si no fuera del todo real. Su erección seguía ahí, tensa, expectante, a pesar de la incomodidad del momento. No se atrevía a moverse más.
Luis no lo miró directamente. Caminó hacia Marta, colocó una mano en su cintura, y otra en su nuca. La besó.
No fue un beso casto, ni de reproche, ni de despedida. Fue lento, profundo, cargado de una furia callada que no nacía del odio, sino de algo más salvaje: del deseo que no sabía que tenía. Marta respondió con un gemido, aferrándose a su cuello, entregándole su cuerpo con la misma desnudez con la que antes se lo había ofrecido a otro.
Entonces Luis habló. Su voz era baja, rasposa.
—Quiero verlo todo. Desde el principio.
Marta lo entendió al instante. Se giró despacio, sin ocultarse, sin rubor. Volvió al sofá, donde Andrés seguía sentado, inmóvil. Lo miró de reojo, se subió a horcajadas sobre él una vez más, y esta vez, mientras guiaba su cuerpo hacia dentro del suyo, mantuvo los ojos clavados en los de su marido.
Y él, de pie, en silencio, comenzó a desnudarse por completo.​
 
Punto de No Retorno
Capítulo 5: La Frontera
Marta se movía con una cadencia lenta, felina, empapada aún en deseo y sudor. La segunda vez no tenía la urgencia de la primera; era otra cosa. Un acto de entrega cargado de intención. Cada movimiento de sus caderas parecía pensado para ser observado.
Luis no parpadeaba. Sentado en el sillón frente a ellos, desnudo ya, con las piernas abiertas y los codos apoyados sobre sus muslos, miraba como si lo hiciera desde fuera de su propio cuerpo. Como si aún no estuviera seguro de ser quien estaba ahí, aceptando lo que veía. Pero no se apartaba. No juzgaba. Solo respiraba más hondo de lo habitual.
Marta no apartaba la mirada de la suya. Había algo retador en esa fijación, pero también una rendija de ternura. Como si, a través de aquel acto, pudiera decirle cosas que las palabras no habrían soportado.
—¿Te excita esto? —le preguntó, sin dejar de moverse sobre Andrés.
Luis no respondió de inmediato. Se acarició lentamente el muslo, luego el vientre, hasta que su mano descendió y lo envolvió. Estaba duro. No lo disimuló.
—Sí —dijo por fin—. Pero no por lo que pensabas.
Marta ladeó la cabeza, curiosa, sin frenar el vaivén de sus caderas.
—¿Y por qué, entonces?
Luis se inclinó hacia delante, con el ceño ligeramente fruncido.
—Porque estás viva.
Silencio. Marta se quedó quieta, un instante apenas. Luego bajó la vista, cerró los ojos y reanudó el movimiento, más suave, más lento, como si sus músculos hubieran absorbido esas palabras con una mezcla de culpa y alivio.
Andrés, debajo de ella, ya no parecía un invitado. Estaba entregado al ritmo de Marta, y por primera vez, su mano subió por su espalda, trazando con los dedos una línea vertical que se perdió en su nuca. Ella no lo detuvo. Al contrario. Se arqueó hacia él como si quisiera más.
Luis los observaba. Su excitación crecía, pero no era sólo física. Era mental. Emocional. Estaba cruzando una frontera invisible. Había entrado en un territorio donde nada sería igual después. Lo sabía. Y no estaba huyendo.
Se levantó del sillón.
Marta lo miró, sin detenerse. Luis se acercó al sofá. Se colocó tras ella, de pie, y dejó que su mano recorriera el contorno de su espalda. Ella se estremeció. Andrés los miró a ambos, sin dejar de respirar agitado, el gesto tenso por la presencia tan cercana del marido.
Luis acarició la cintura de su mujer, su cadera, el hueco que se formaba entre su cuerpo y el de Andrés. No había rabia en sus gestos. Tampoco morbo descontrolado. Era otra cosa. Un hambre tranquila. Una necesidad de pertenencia.
—Deja que te toque —le dijo, sin pedir permiso, pero sin imponerlo.
Y Marta asintió.​
 
Punto de No Retorno
Capítulo 6: El Punto de No Retorno
Luis bajó la mano por el costado de su mujer con una suavidad que contrastaba con la crudeza de la escena. Marta se estremeció, pero no se apartó. Su respiración tembló por un instante, aunque su cuerpo seguía encajado en el de Andrés, que la sujetaba ahora por las caderas como si tuviera miedo de que se desvaneciera.
Luis se inclinó, pegando su pecho al lomo arqueado de ella. Su aliento caliente rozó su cuello.
—Eres hermosa cuando estás así —murmuró—. Tan tuya.
Marta abrió los ojos, aún clavados en el rostro de Andrés. Pero ya no lo miraba solo a él. Ahora lo hacía sabiendo que su marido estaba detrás, tocándola, viéndola, compartiéndola. No como quien pierde algo, sino como quien se atreve a cruzar un abismo.
Luis dejó que su mano bajara, rodeando sus nalgas, palmeándolas primero con ternura, después con deseo más firme. Sus dedos se deslizaron entre los pliegues húmedos, pero no intentaron ocupar lo que ya estaba lleno. No era necesario.
En cambio, su dedo índice rozó más abajo, allí donde la piel era más estrecha, más cerrada. Marta se tensó al sentirlo, pero no lo detuvo. Su respiración se volvió entrecortada. Luis lo notó, y presionó con cuidado, jugando apenas en la superficie.
—¿Así? —preguntó, en un susurro grave.
Ella asintió, sin voz. Su cuerpo vibró sobre Andrés, que la observaba desde abajo con los ojos abiertos y la mandíbula tensa. Notaba cómo el cuerpo de Marta lo aprisionaba más con cada movimiento, cómo ese otro roce —el de su marido— la hacía temblar de forma distinta.
Luis siguió. Humedeció sus dedos con su propia saliva, paciente, y empezó a explorar con más decisión. Marta jadeó, se arqueó, y cuando por fin lo sintió entrar, aunque fuera solo un poco, soltó un gemido bajo y ronco que pareció atravesar a los tres.
Andrés se mordió el labio. No dijo nada. Sentía cómo ella apretaba más, cómo sus caderas se agitaban ahora con una intensidad nueva, empujada desde dos frentes. Pero no miró a Luis. Ni una vez. Había roce, sí, calor compartido, pero sin cruce de deseo. Eran dos hombres orbitando el mismo cuerpo, como astros que nunca se tocan, pero gravitan.
Marta volvió a moverse. Esta vez, con todo su cuerpo rendido al deseo. Su marido detrás, sus dedos dentro, su amante debajo, penetrándola. Y en el centro de todo, ella. Desatada. Soberana.
Cuando el orgasmo la atravesó, no gritó. Lloró.
Lágrimas silenciosas que le rodaron por las mejillas mientras sus músculos se contraían en una espiral de placer y vértigo. Luis las besó, sin juicio. Andrés las sintió caer sobre su pecho, sin atreverse a hablar.
Nadie rompió el silencio. Nadie se cubrió. Nadie fingió no haberlo vivido.
El punto de no retorno ya había sido cruzado.
 
Punto de No Retorno
Capítulo 7: El Eco
Había pasado una semana.
Marbella seguía igual: las palmeras recortadas sobre el cielo limpio, los coches lentos y ruidosos del centro, el brillo imperturbable del mar al fondo. Pero para ellos, todo había cambiado.
Marta desayunaba sola en la terraza, con un café casi frío entre las manos. Llevaba una camiseta fina de tirantes y una braguita oscura, nada más. El sol le acariciaba la piel sin pudor, y el aire tenía esa textura cálida que parece pegarse al cuerpo.
Luis salió del dormitorio con una toalla al hombro y el pelo aún húmedo. La miró un instante desde el umbral, como si no supiera si acercarse o no. Después lo hizo. Sin decir nada, se sentó frente a ella.
Pasaron unos segundos en silencio.
—¿Dormiste bien? —preguntó él al fin.
Marta lo miró de reojo. Esbozó una sonrisa sin abrir del todo los labios.
—Soñé con cosas que no sé si pasaron… o si volverán a pasar.
Luis bajó la vista al café, luego al borde de la mesa. Le costaba sostenerle la mirada más de unos segundos.
—Andrés me escribió —dijo, como quien lanza una piedra al agua.
Marta no se sorprendió.
—¿Y qué decía?
Luis se encogió de hombros.
—Que está en Sevilla. Que ha pensado mucho en esa noche. Que no sabe si fue un error… o un inicio.
Ella no respondió enseguida. Dio un sorbo al café, dejó que el amargor le limpiara la boca.
—¿Y tú? ¿Qué crees que fue?
Luis levantó la mirada. Esta vez sí la sostuvo.
—Creo que fue real. Y que lo real no siempre encaja con lo que se espera.
El silencio volvió. Cómodo, por un momento. Luego incómodo. Luego cómodo otra vez. Como una ola.
Marta se incorporó, apoyando los codos sobre la mesa. Sus pechos, sin sujetador, se movieron con el gesto. Luis lo notó. Lo deseó. Pero no hizo nada.
—¿Te excita recordarlo? —preguntó ella, sin suavidad.
Luis tardó. Pero dijo la verdad.
—Sí.
Ella se levantó despacio, sin decir más. Entró en la casa sin cerrar la puerta. Luis la siguió con la mirada hasta que desapareció por el pasillo.
Aún olía a sal y a sexo, aunque no hubieran tocado ese tema en toda la semana.
No hacía falta.
Las cosas que no se dicen, a veces, son las que más perduran.
 
Punto de No Retorno
Capítulo 8: El Regreso
La ducha aún humeaba cuando Luis entró al dormitorio. Marta estaba sentada al borde de la cama, envuelta en una toalla que apenas cubría los muslos. Tenía las piernas cruzadas, el cabello húmedo cayéndole sobre los hombros, y la mirada perdida en algún punto entre la ventana y sus pensamientos.
Luis la miró en silencio. No como se mira un cuerpo. Como se mira a alguien que se ama y que, por un instante, creíste haber perdido sin darte cuenta.
—¿Puedo sentarme? —preguntó.
Marta asintió, sin volverse.
Él se sentó a su lado, cerca, pero sin tocarla.
—Pensé que necesitabas algo —continuó—. Y ahora creo que no eras tú. Era yo el que lo necesitaba. Ver que aún podía desearte. Que aún podía perderte… y no soportarlo.
Ella lo miró, esta vez sin ninguna máscara. Sus ojos no tenían brillo dramático ni lágrimas. Tenían verdad.
—Nunca te fuiste —dijo—. Solo cerraste los ojos un rato.
Luis la tocó por fin. Le acarició el muslo con la yema de los dedos, con una lentitud que ya no era lujuria. Era hambre tranquila. Amor reencontrado. Deseo que no necesita pruebas, solo presencia.
—Quiero volver a ti —susurró—. Pero no como antes. Como ahora. Con todo lo que somos. Con lo que hicimos. Con lo que aprendimos.
Marta lo besó.
No fue un beso de reconciliación. Fue uno de reinicio. Lento. Largo. Limpio. Como si se permitieran volver a descubrirse desde cero.
Ella dejó caer la toalla sin ceremonias. Se tumbó despacio en la cama, y él la siguió sin palabras. El sexo que siguió no tuvo urgencia, ni guion, ni público. Solo piel contra piel. Boca contra cuello. Mano sobre pecho. Lengua que memoriza. Miradas que no se esquivan.
Luis la amó como si fuera la primera vez. Marta lo recibió como si nunca hubiera sido de nadie más.
Y cuando terminaron, no se separaron. No hablaron. No pensaron en Andrés. Ni en la noche de fuego, ni en la terraza, ni en los riesgos.
Solo en ellos.
Marta se quedó dormida antes que él. Luis la abrazó por detrás, el cuerpo aún pegado al suyo, como si temiera que al soltarla, todo volviera a disolverse.
Miró por la ventana. Afuera, el día seguía. Inmune. Vivo. Real.
Como ellos.
Y por primera vez en mucho tiempo, no necesitó nada más.​
- FIN -​
 
La Llamada
(Llamada entrante. Al principio solo se oyen ruidos confusos: un roce suave, un susurro apagado, algo parecido a una respiración entrecortada. Luego, un quejido breve. Silencio. El oyente (tú) está a punto de colgar cuando, de repente, una voz conocida habla, baja, susurrante, como si hablara directamente al oído.)


—¿Sigues ahí?


(Pausa. Respiración al otro lado. Es ella. Su voz suena algo temblorosa, no por miedo, sino por algo más físico.)


—No cuelgues… No es un error. Te he llamado yo. Quiero que escuches. Que estés aquí… aunque sea así.


(Breve jadeo, entrecortado. Se oye de fondo un leve golpeteo rítmico, algo que se mueve. Como una cama. Ella traga saliva, y sigue.)


—Quiero contártelo. No... no para hacerte daño. Quiero que lo sepas. Que lo imagines. Que lo sientas tú también. ¡Sí! Hasta el fondo.


(Suspira. Ahora se la oye moverse ligeramente, como si estuviera intentando hablar sin que su voz se rompa.)


—Él está aquí. Dentro. La tiene más grande que tú. Sí... más fuerte. No te lo digo por crueldad. Es... es distinto. Desde que ha empezado no he podido pensar en nada más. Me tiene sujeta por las caderas como si fuera suya desde siempre. Como si no necesitara pedirme permiso.


(Se oye otro gemido, esta vez más claro. No es de ella. Es masculino. Profundo. Ella lo interrumpe con una exhalación seca, y habla más rápido, como si quisiera adelantarse al siguiente empuje.)


—Te juro que al principio pensé que no lo permitiría. Que pararía. Pero cuando ha entrado... ha sido como si todo mi cuerpo dijera que sí sin preguntar. Como si me faltara el aire y a la vez no quisiera respirar de otra forma.


(Silencio breve. Se oye un sonido húmedo. Rítmico. Ella contiene un jadeo. Habla en susurros, pero con firmeza.)


—¿Lo oyes? Eso es él. Dentro de mí. Empujando. Hondo. Más de lo que tú nunca llegaste. Y no porque no quisieras... sino porque yo no te dejé. Porque eso era mío, y contigo... no podía. Pero ahora...


(Se interrumpe. Un gemido ahogado, esta vez claramente de ella. Sigue hablando entre respiraciones.)


—Ahora... le he dado eso. Lo que a ti siempre te negué. Se lo he ofrecido yo. Le he dicho que quería que me lo hiciera por detrás. Que me cogiera así. Y no ha dudado. Me ha girado. Me ha abierto. Y ha entrado, sin dudar... tan rápido que he creído que me partía en dos. Pero no me he quejado. No le he dicho que pare. Le he dicho que siga. Que no pare hasta que se corra dentro.


(El ritmo aumenta. Se oyen golpes más marcados. Un crujido de colchón. Su voz ya no intenta disimular.)


—¿Te lo imaginas? ¿Puedes verlo, sólo con oírme? ¿Puedes sentir cómo empuja? ¿Cómo me llena entera? Él puede. Yo se lo permito. Lo está haciendo. Ahora. Y tú... tú estás solo al otro lado, escuchando.


(Respira hondo, y suelta el aire con un gemido sordo. Luego, más suave.)


—Dime... ¿Qué sientes?
 
Última edición:
Tres Miradas
"A veces el amor no es abrazar lo que es tuyo, sino abrirlo al mundo sin dejar de sostenerlo."

"El Punto"
No fue una decisión tomada a la ligera. Habíamos hablado del tema durante meses, siempre entre susurros, como si el deseo fuera algo que se pudiera espantar con un volumen demasiado alto. Lo mencionó ella primero, una noche de verano, con la cabeza apoyada en mi pecho, después del sexo, después del silencio. Lo soltó con una naturalidad que me descolocó, como quien habla de un sueño extraño.


—¿Te excitaría si nos vieran?


No supe qué contestar en el momento. Me limité a acariciarle el pelo, a sonreír con un murmullo que no era sí ni no. Pero desde entonces, la idea quedó suspendida en el aire entre nosotros, como el olor de su perfume en mi camiseta después de besarla. Flotaba. Se colaba en otros momentos, en otros gestos.


Esta noche, sin grandes planes, se hizo real.


El coche era pequeño, un utilitario con más kilómetros de los que reconocía y menos espacio del que hubiésemos deseado. A la hora de la cena, nos miramos sin demasiadas palabras, como si hubiéramos llegado al borde de algo y ya no pudiéramos dar un paso atrás. Metí las llaves en el bolsillo y salimos sin explicaciones.


El trayecto fue corto. La ciudad quedaba atrás en apenas quince minutos. Ella llevaba su abrigo de siempre, ese que le quedaba grande y la hacía parecer más frágil de lo que era. No hablábamos. Solo la música baja, el leve chirrido de la suspensión en cada curva. Sentía su mirada de vez en cuando, pero no la devolvía. Me concentraba en la carretera, en respirar con normalidad, en parecer tranquilo.


El lugar era discreto, en un descampado junto a un polígono industrial. No lo conocía de antes, solo lo había leído en algún hilo de un foro donde el anonimato era religión y la ortografía, una víctima habitual. El GPS me llevó hasta allí con una precisión desconcertante.


Había tres coches ya. Uno apagado, dos con las luces de posición encendidas. Separados por unos metros, como si respetaran un espacio invisible, un acuerdo tácito. No había movimiento. El silencio era casi violento.


Aparqué lejos, bajo un árbol que apenas disimulaba la presencia del coche. Apagué el motor y durante unos segundos nos quedamos quietos, con las manos sobre las piernas. El aire estaba frío. Se formaban pequeñas nubes de vaho con cada respiración. Apreté el volante con los dedos. Sentía un nudo en el estómago, uno denso y pesado, que no era miedo ni deseo, sino algo a medio camino.


Ella no dijo nada. Solo se desabrochó el cinturón y se giró hacia mí. Su rostro estaba iluminado por la luz tenue del cuadro del coche. Sus ojos, enormes. Dudó un segundo, luego apoyó su mano sobre la mía.


—Estoy nerviosa —susurró.


Asentí. Yo también.


Pasó al asiento trasero con torpeza. El coche no estaba hecho para esto. Tuvo que apoyarse en el respaldo, doblar las piernas, subir la rodilla con cuidado para no dar con la cabeza en el techo. Un movimiento tan poco erótico que me hizo sonreír. Pero en esa torpeza había verdad. Estábamos ahí, sin fingir.


La seguí. El espacio era ridículo. Mis rodillas se clavaban en el asiento delantero, el cinturón me rozaba la espalda. Ella se encogía, con los brazos alrededor del pecho, como si buscara calor o valor. Nos miramos sin urgencia. Me incliné y la besé.


No fue un beso apresurado. Fue uno de esos lentos, con aliento contenido, con labios que tantean más que reclaman. Su cuerpo se relajó poco a poco. Le desabotoné el abrigo, sentí el calor de su piel a través del jersey fino. Acaricié su costado, la curva de su cadera, el nacimiento de su muslo bajo el vaquero. Ella se arqueó apenas, cerrando los ojos.


La intimidad no tenía nada que ver con el sexo. Era el gesto. Su temblor. La forma en que buscó mi cuello con los labios, cómo respiró hondo cuando mis dedos encontraron su cintura desnuda.


Entonces, los faros.


Una luz breve, intermitente, a lo lejos. Un coche que pasó lento, como quien no quiere molestar. Luego otro, que se detuvo a unos metros. No sabíamos si miraban. No sabíamos si querían hacerlo. Pero el cristal comenzaba a empañarse. Ella me miró. No habló. Solo bajó ligeramente la ventanilla trasera. Un gesto sutil. Un gesto entendido.


No sé quién lo vio primero. Una silueta, quieta, a unos pasos. No se acercó más. Permanecía al borde de la oscuridad, como una presencia sin rostro. No hacía ruido. No pedía nada.


La besé de nuevo. Ella cerró los ojos y me atrajo hacia sí. Nos acomodamos como pudimos. Bajó los pantalones hasta las rodillas, sin pudor pero sin prisa. Yo hice lo mismo, tropezando con los asientos, sintiendo el plástico del reposabrazos clavarse en la espalda.

Como pudimos, se posicionó sobre mi, dejándose caer, despacio, buscando encajar mi polla entre sus piernas, un gesto torpe por el espacio, por la falta de luz, pero sublime al sentir la humedad que lo acompañaba cuando finalmente encontraba su destino.

Estábamos desnudos solo en lo justo. Ella sobre mí. El coche crujía con cada movimiento. No había espacio para el arte ni para la estética. Solo piel con piel, respiración entrecortada, manos que se buscan en medio del ruido. Afuera, alguien respiraba también. Pero no interrumpía. No invadía.
Los movimientos que sucedieron para mi fueron divinos, ese contoneo suave, presionando en ese final de recorrido, como si para ella no fuese una maquina de remos humana, ese calor humano, la suavidad de su cuerpo frotándose contra el mío, sus manos elevándose para empujar el techo y no chocarse con cada acometida.

Sentí cómo se tensaba, cómo se agarraba a mi cuello. Un gemido ahogado, y entonces sentí ese calor húmedo tan característico. No era una exhibición. Era algo íntimo, contenido, que sucedía pese a los ojos ajenos, no por ellos. Apreté los dientes. No quería pensar. Solo estar, y entonces yo también roce el cielo.


Y en medio de todo, ella se rió.
Una risa pequeña, nerviosa. Casi una carcajada. Se cubrió la boca, avergonzada, pero no podía evitarlo. Yo también reí, con la frente pegada a su hombro. Era absurdo. Éramos dos adultos sudando en el asiento trasero de un coche ridículamente pequeño, expuestos a la noche, a lo desconocido. Y sin embargo, era perfecto.


Cuando todo terminó, no dijimos mucho. Nos vestimos despacio. Subí las ventanillas. El coche estaba cubierto de vaho. Encendí el motor sin mirar atrás.


Ella apoyó la cabeza en mi hombro durante el camino de vuelta. Su mano buscó la mía sobre la palanca de cambios. La ciudad se acercaba. El corazón latía aún con fuerza, pero de otro modo. Como después de una carrera. Como después de haber saltado y no haberse roto nada.


No sabíamos si repetiríamos. No importaba.
Lo habíamos hecho.
Juntos.
 
Última edición:
Tres Miradas
"Hay quien toca para poseer, y quien mira para rendirse. Yo solo necesitaba estar allí."

"Desde Afuera"
Sabía que era una buena noche desde que salí de casa. El aire frío mantiene alejados a los chavales que van a hacer botellón, y los perros ya han cagado lo que tenían que cagar. La oscuridad manda. A esta hora, quienes vienen al punto no están probando: están buscando.

La zona está igual que siempre. El cartel de la nave abandonada, la curva que parece hecha adrede para aparcar sin que te vean desde la carretera, el crujido de la grava bajo las ruedas. Siempre vengo sin luces. Paro lejos. Observo.
Cuatro coches. Uno apagado. Dos con las largas que parpadean de cuando en cuando. Y el cuarto… ese me interesa.

Un coche pequeño. Viejo. Oscuro. Ventanas empañadas. Pero hay algo en la forma en la que se mueve que me hace fijarme. No el coche: lo que hay dentro.
Me acerco andando. Paso por detrás de un par de árboles. Mis botas hacen un poco de ruido, pero no importa. Aquí todos entendemos las reglas: mirar sí, molestar no. Es una liturgia, no un bar.

La ventana trasera está bajada apenas unos centímetros. Lo suficiente. La humedad sale como un aliento. Me acerco un poco más. No digo nada. No golpeo. Solo observo.

Y lo que veo… lo que veo me revienta la cabeza.

Ella está encima. No la veo bien, pero se le dibujan las curvas cuando se arquea. Lleva aún algo de ropa puesta —eso lo hace más real—, pero lo suficiente está fuera como para que se entienda. Sus muslos, abiertos, marcados por la tensión. Su ropa interior, enredada en una pierna. El abrigo caído bajo su espalda, como una manta mal colocada.


Él está debajo. Casi no se le ve la cara. Tiene la cabeza inclinada hacia adelante, como si se escondiera entre sus pechos o le susurrara algo al oído. Sus manos la sostienen por la cintura, como si le costara no empujar con fuerza. Como si se contuviera por ella, no por mí. Eso lo respeto.

Pero lo que me excita no es solo el movimiento, ni los cuerpos. Es la entrega. Esa forma que tiene ella de abandonarse. La boca entreabierta. El gesto casi infantil de llevarse la mano a la frente. Como si no pudiera con todo lo que siente. Como si el placer la desbordara.
Y joder... ese contoneo, esa forma de mover las caderas, esas nalgas apretándose cada vez que termina el ciclo, como de un riel se tratase tensando los músculos de sus glúteos en un hipnótico tira y afloja.

Él le susurra algo. No lo oigo. Solo veo cómo ella asiente, con los ojos cerrados, y empieza a moverse más lento. Más profundo. El coche cruje. Los amortiguadores lloran. Y yo, ahí fuera, quieto, sintiendo cómo mi propia sangre me golpea en las sienes y se acumula en mi entrepierna.

Me apoyo con cuidado en el capó del coche de al lado. El frío del metal me calma un poco. Me meto la mano en el bolsillo. No necesito más. No toco nada aún. No tengo prisa. Esto no es una carrera. Es un rito.

Los cristales se empañan aún más. Ahora apenas distingo formas. Pero la escena ya está dentro de mí. No necesito verla completa. Basta con oír su respiración, los pequeños jadeos que se escapan entre la rendija de la ventana. El sonido de su piel contra la suya. El gemido contenido que se le escapa cuando se echa hacia atrás y su espalda da en el techo. Sus senos extendiéndose cual vivas montañas, y por un segundo siento el deseo, quisiera ser yo el que estuviese dentro, a quien cabalgase cual jinete desbocada.

Y de pronto… ella se ríe.
No es una risa sexual. Es una risa nerviosa. De esas que escapan cuando todo te abruma. Él también se ríe. Apoyan las frentes, se abrazan. Algo ha cambiado.

Siento una punzada en el pecho. No envidia, no exactamente. Pero hay algo en eso que no esperaba ver. Ternura. Complicidad. Amor, tal vez. En medio de un polígono industrial, entre coches llenos de polvo y gente como yo.


Se están vistiendo. Puedo ver cómo ella recoge el abrigo. Él se inclina hacia adelante para volver al asiento del conductor. Miro por última vez. No me muevo hasta que arrancan y el coche se aleja sin mirar atrás.


Me quedo solo sin decir nada, con una sonrisa sutil y un suspiro conforme.
Vuelvo a mi coche. Abro la puerta con cuidado, como quien no quiere despertar a alguien. Me siento y cierro los ojos.

No he tocado nada, aún, pero mis manos se deslizan a la cremallera de mi pantalón, imagino, siento, y gracias a ese momento fugaz, dejo que mi cuerpo se pierda una vez más. A veces, ver, desde la distancia, es más que suficiente.
 
Última edición:
Tres Miradas
"No soy la llama, ni la sombra: soy el fuego que los contiene a ambos. Y esta noche ardo porque elijo hacerlo."

"En el Centro de Todo"
Nunca supe si quería hacerlo de verdad o si simplemente necesitaba probarme algo. Hay decisiones que no se entienden hasta que estás en medio de ellas, cuando ya no puedes mirar atrás sin que algo dentro de ti se rompa.
La idea llevaba tiempo rondándonos. Salía a veces después del sexo, cuando aún olíamos a piel caliente y los pensamientos eran más carne que cabeza. Otras, surgía entre bromas, cuando le preguntaba si le excitaría verme con otra persona. Él siempre sonreía con ese gesto en el que mezcla pudor y fuego. Pero nunca respondía del todo.

Esa noche no hubo gran conversación. Solo una mirada suya que me bastó para saber que lo íbamos a hacer. Que iríamos hasta ese sitio del que había oído hablar en foros anónimos y oscuros, donde las reglas se entienden sin explicarse. No pregunté si tenía miedo. No le dije que me temblaban las manos. Solo me subí al coche.

Durante el trayecto, notaba el calor subir desde mi estómago, como un vapor lento. No hablábamos. Yo miraba por la ventana, pero no veía nada. Solo me escuchaba a mí misma: el corazón, la respiración, las dudas.
Cuando llegamos, todo fue más real de lo que había imaginado. Tres coches. Ningún sonido. Un lugar que parecía suspendido fuera del mundo. Él aparcó sin decir palabra. Apagó el motor. Me miró. Y supe que estaba tan nervioso como yo.

Me pasé atrás sin gracia. Me golpeé con el asiento delantero, con la rodilla contra la palanca. Era imposible que eso saliera bien. El coche era ridículamente pequeño. Sentí la risa subir, pero me la tragué. Me acomodé como pude, y él me siguió.

Nos besamos. No fue un beso caliente, al menos al principio. Fue de esos que se dan para calmarse, para recordarse que estamos juntos en esto, que aún somos los mismos. Noté cómo me temblaban los dedos cuando me desabroché el abrigo, y él me rozó con suavidad, como si me preguntara sin hablar: ¿seguimos?

Asentí.

Me moví despacio. No sabía si debía mirar hacia afuera, si ya nos observaban. El cristal estaba empezando a empañarse. Bajé un poco la ventanilla. Sentí el aire frío en la piel, como una caricia distinta. No era el tacto de él. Era otro. El de la noche. El del afuera. El de lo desconocido. La temperatura descendió varios grados en a penas unos segundos y mis pezones lo notaron, aunque ahora no se decir si fue eso... o la excitación.

Me subí sobre él. No sin dificultad. El espacio me obligaba a encogerme, a adoptar una posición que no era cómoda ni bonita. Pero había algo en eso que me excitaba. La torpeza lo hacía más real. Sentí cómo él me tomaba de la cintura. Se había olvidado de disimular. Me apretaba como si no quisiera dejarme escapar.

Y entonces lo sentí.
Una presencia. El sonido de unas botas en la grava.
No escuche su voz. No vi su cara. Pero tenía la certeza de que unos ojos que miraban desde fuera. Fijos. En silencio. No supe si era uno o había alguien más. Pero ahí estaban. Y no me dio miedo. Me dio vértigo. Una corriente eléctrica que me subió por la espalda y me erizó la piel.

No pensé en cómo me veía. No traté de parecer sexy. Solo me dejé ir. Me movía por necesidad. Por impulso. Por un deseo que no tenía palabras. Cada vez que bajaba la cadera, sentía que me ofrecía. A él. Al otro. A los dos. Y lo notaba a él, a mi chico, a la fuente de mis deseos, la dureza entre mis piernas, buscándome, deseándome, y yo respondía con mi cuerpo.
Él me susurraba cosas. No las entendía. No las necesitaba. Su aliento en mi cuello era suficiente. Sus manos en mis costillas. Su frente pegada a mi pecho. Me sentía adorada. No como una diosa, sino como una llama a la que dos hombres se acercaban sin tocar.

Uno lo hacía con amor. El otro con deseo. Y yo estaba en el centro.
No era sumisión. Era decisión. Mi cuerpo era mío. Pero lo estaba compartiendo. Con quien lo sostenía. Con quien lo observaba. La diferencia era clara, pero ambos me atravesaban de algún modo.

Me sentía extrañamente libre. Como si por primera vez me viera desde fuera. Como si esa mirada ajena me dibujara de una forma que ni yo conocía. Su respiración, desde el otro lado del cristal, me llegaba como un eco. No había juicio. No había invasión. Solo atención, y me encantaba. Dios si me encantaba... no podía resistirlo, sus ojos clavados en mi, el calor subir rozándome la nuca, esos ojos que de seguro se clavaban en cada ápice de piel descubierta.
Algo en mi bajo vientre empezó a temblar, no era miedo, no era nerviosismo, era algo más.

Y cuando estuve a punto de romperme, me reí. No pude evitarlo. El coche crujía. El techo me golpeaba en la espalda. Mis piernas temblaban. Y él me miraba con cara de susto y amor. Fue una risa limpia. Una que rompió la tensión. Él también se rió. Me abrazó, y supe que ese fue el momento, el que tenía que recordar, el que me había hecho llegar.


Nos vestimos en silencio. No miré afuera. No quise saber si el otro seguía allí.
Volvimos a casa en calma. Como si hubiéramos cruzado un umbral. Él me tomó de la mano. Y aunque no dijimos nada, lo supe:
A veces, una mujer puede ser templo y ofrenda. Ser mirada, tocada, adorada. Pero sólo si es ella quien decide, y solo a quien ha decidido amar.
 
Lúmina
Alicia y Javier
Nunca pensaron que cruzarían esa puerta.


Alicia se miró en el espejo del baño por última vez antes de salir. No se veía perfecta, ni siquiera “lista”, pero había una determinación en su reflejo que no recordaba haber visto antes. El escote del vestido negro dejaba ver la curva suave de sus pechos, con esa piel más clara que nunca toma sol y unas líneas finas que se habían vuelto parte de ella. Había elegido ese vestido porque no era llamativo, pero insinuaba. No era su cuerpo el de una mujer joven, pero era el suyo. Con sus curvas, sus marcas, y esa mezcla de inseguridad y orgullo que había aprendido a aceptar con los años.


Junto a ella, Javier se abrochaba la camisa blanca. Una sencilla, sin pretensiones, que marcaba apenas el contorno de su abdomen ya no tan firme. Se había afeitado esa misma tarde, y el cuello de la camisa mostraba una leve rojez: torpeza de último minuto. Fruncía el ceño con esa expresión de concentración que Alicia conocía bien, la misma que le salía cuando algo le importaba de verdad.


—¿Estás seguro de que quieres hacerlo? —preguntó ella, sin rodeos.


—No lo sé del todo —respondió él, tras una pausa—. Pero quiero hacerlo contigo.


Era sábado, y estaban a punto de entrar en Lúmina, un club swinger discreto en un polígono industrial de las afueras de Málaga. Lo habían hablado durante meses. Primero como juego. Después, con la intensidad de una confesión. Hasta que ya no fue solo una fantasía, sino un paso que ambos querían dar. Juntos.


El portero los recibió con cordialidad, les explicó las normas básicas —respeto, consentimiento, sin móviles— y les ofreció una copa de bienvenida. La entrada al club era un pasillo iluminado con luces tenues, que desembocaba en un gran salón con sofás, barra y música baja, envolvente. El ambiente era relajado, íntimo, sin pretensiones. Había parejas de todo tipo. Personas normales, no cuerpos esculpidos. Curvas, cicatrices, calvas, tatuajes viejos, miradas tranquilas. La seducción era suave, silenciosa. Nadie empujaba a nadie.


Alicia y Javier se sentaron cerca de la barra. Ella bebía vino blanco a sorbos cortos. Él jugaba con el borde de su vaso. A su alrededor, risas, miradas, alguna caricia casual.


Una pareja se les acercó con naturalidad. Ella, de unos cincuenta, vestido rojo, sonrisa segura. Él, algo mayor, con barba blanca recortada y gafas. Se presentaron como Marta y Luis. La conversación fluyó con una facilidad inesperada. Hablaron de cómo habían empezado ellos, de primeras veces, de los nervios, de lo importante que era ir despacio.


—¿Os gustaría pasar a la zona tranquila? —preguntó Marta, al cabo de un rato, sin presión.


Javier buscó la mirada de Alicia. Ella no dijo nada, pero asintió con firmeza. No tenían respuestas para todo, pero sí sabían que querían avanzar.


La zona íntima era un espacio más cálido, casi silencioso. Colchones amplios, luces tenues, cuerpos entre sombras. Nada vulgar. Nada sucio. Todo cuidado y sensual. Se descalzaron. Se sentaron juntos en un rincón. El aire parecía más denso allí, más cargado de deseo.


Alicia fue la primera en dejarse besar. Luis se acercó a ella con lentitud, como si estuviera esperando el momento perfecto. El primer beso fue suave, con los labios rozándose como si cada toque pudiera decir algo más. Luego, más profundo, más intenso, explorando, buscando algo que no sabían exactamente qué era, pero que sentían como una necesidad. Su lengua se encontró con la de él, y Alicia cerró los ojos un momento, dejándose llevar. Ya no había retorno.


Mientras tanto, Javier sentía la mano de Marta recorriéndole el torso con una suavidad que lo sorprendió. El roce de sus dedos por el pecho le provocaba una sensación cálida, como si los dos cuerpos se conectaran en cada pequeño gesto. Marta acercó sus labios a su oído, rozándolo con su aliento, mientras su mano descendía lentamente, tomando el control de lo que sucedía sin prisas. Javier la miró. No había vergüenza, solo deseo compartido, un deseo que se construía entre ambos sin urgencia.


Alicia, aún atrapada en el beso de Luis, sintió que sus pezones se endurecían al contacto de sus manos. La suavidad de sus dedos la hacía estremecerse, y una oleada de excitación recorría su cuerpo. No estaba segura de todo lo que sentía, pero sabía que aquello era real. Era nuevo. Era suyo.


Luis comenzó a deslizar su mano por su muslo, sin apresurarse, sin hacerla sentir presionada. Alicia tembló un poco, pero no se apartó. Al contrario, dejó que sus piernas se abrieran ligeramente, invitando al contacto, buscando esa conexión que sentía vibrando en el aire. Pronto sus manos se encontraron con la ropa interior de Alicia, y la retiró con calma. El deseo aumentaba, pero lo hacía de forma progresiva, como una corriente que sube lentamente.


Marta, por su parte, había dejado que Javier se desnudara con calma. Al principio, ella solo acarició su torso, explorando sus cicatrices, notando cada curva, cada pliegue en la piel. Se detuvo un momento, mirándolo a los ojos. Algo en ella lo hacía sentir respetado, aceptado. No era un cuerpo perfecto, pero sí uno real, uno que a ella le interesaba. El contacto de sus labios sobre su pecho, el susurro de su voz al invitarlo a que la siguiera, hizo que Javier se dejara llevar, aunque con algo de inseguridad.


Finalmente, Marta se colocó sobre él, de manera decidida pero no apresurada. Se inclinó, y Javier, con una mano que no temblaba, tomó el preservativo y lo colocó cuidadosamente. La sensación de la goma fría en sus dedos lo hizo vacilar un segundo, pero cuando ella comenzó a moverse, todo eso se desvaneció. Su cuerpo respondió con rapidez. Las sensaciones de la penetración, de la suavidad de Marta, hicieron que el tiempo se dilatara, y el deseo se apoderara por completo de él. No había palabras. Solo sus cuerpos, ajustándose, moviéndose con una sincronía que, aunque ajena al principio, se volvió natural con cada empuje, con cada suspiro.


Alicia sentía la misma conexión con Luis. Cuando él la penetró, no fue un acto apresurado, sino uno en el que los dos se sumergieron lentamente, buscando el equilibrio. Ella lo miraba, viendo el deseo en sus ojos, pero también una suave ternura, como si fuera una danza que ambos querían compartir. Se movían con lentitud, permitiendo que las sensaciones tomaran forma, que las manos se aferraran a las pieles desnudas sin prisa.


El ritmo fue aumentando poco a poco. El sonido de la respiración entrecortada, los gemidos suaves, las manos explorando de manera más insistente, se mezclaban con la música distante, creando una atmósfera de pura intimidad. El placer no fue explosivo de inmediato, pero fue creciendo como una ola tranquila que, poco a poco, envolvía a ambos.


No hubo palabras grandilocuentes. Solo sus cuerpos, moviéndose al unísono, encontrando en ese intercambio una nueva forma de conexión. El deseo, la vulnerabilidad y el placer se fusionaron en ese espacio privado, sin presiones, sin expectativas. Solo el momento presente.


Cuando finalmente terminaron, los cuatro se quedaron en silencio. Sin prisas. Ajenos a cualquier cosa que no fuera la calma que llegaba con el final. Se miraron, se sonrieron sin necesidad de decir nada. El vínculo se había sellado sin que fuera necesario comprenderlo todo.


Ya fuera, en el coche, con la ciudad dormida alrededor, Javier encendió el motor pero no arrancó.


—¿Estás bien? —preguntó, girándose hacia ella.


Alicia miró por la ventanilla un segundo. Luego le sonrió, sin prisa.


—Estoy... extrañamente en paz.


Él asintió. La cogió de la mano. Y condujeron en silencio, sin necesidad de explicarse nada.
Porque no se trataba de romper nada. Sino de abrir. De descubrir. Y, sobre todo, de seguir siendo ellos, incluso cuando exploraban lo desconocido.
 
Lúmina
Marta y Luis
Marta cerró el cajón con tranquilidad. Dentro quedaban los vestidos que no eligió esa noche. Se puso el rojo, el de tela ligera que la abrazaba con naturalidad. No era provocador. Solo sugerente. Lo suficiente para sentirse deseada, sin aparentar que necesitaba atención. Se miró de perfil en el espejo y se recogió el pelo en una pinza. Sabía lo que su cuerpo mostraba y lo que ya no ocultaba. Se aceptaba. No siempre había sido así, pero la experiencia —en la cama y fuera de ella— le había enseñado que la seguridad es lo que verdaderamente seduce.

Luis entró en el dormitorio con el mismo paso tranquilo de siempre. Llevaba una camisa de lino clara, y olía a su loción discreta. Ella lo observó mientras él se acomodaba las gafas frente al espejo. No era un hombre de gimnasio, pero tenía ese porte que sólo da la madurez bien vivida: espalda recta, voz suave, y una manera de mirar que ponía a la gente cómoda sin perder firmeza.

—¿Vamos? —preguntó él, sin urgencia.

—Sí. Tengo buen presentimiento esta noche —dijo Marta, con una media sonrisa que no era caprichosa, sino cómplice.

Conocían bien el camino hacia Lúmina, en las afueras de Málaga. Habían ido muchas veces, solos y con amigos. No era un sitio donde buscar aventuras rápidas, sino encuentros sensatos, calientes, sí, pero humanos. Un lugar para tocar y dejarse tocar con sentido. Esa noche iban con la disposición abierta, pero también con el ojo fino: sabían que, a veces, los recién llegados solo querían mirar o probar sin saber bien el porqué. Había que leerlos con cuidado.

Al llegar, saludaron al portero, con quien compartían cierta familiaridad. Tomaron una copa en la barra. El club estaba vivo pero no lleno. Música ambiental, luces bajas. La clase de noche que prometía más que lo que mostraba. Luis observaba el salón sin prisa, como quien explora un mercado: sin ansiedad, pero con atención. Marta también miraba, entrenada para detectar señales no verbales: miradas sostenidas, lenguaje corporal abierto, la manera de moverse, de rozarse sin darse cuenta.

Y allí estaban.

Una pareja sentada cerca de la barra. No de las que se disfrazan de lo que no son. Él, algo tenso, toqueteando el vaso. Ella, inquieta pero contenida, con una mirada que se movía rápido, pero que no se perdía. Vestida con gusto, escote sutil, cuerpo real. Marta los observó unos segundos más. Le atrajo algo que no tenía que ver con lo físico. Era la honestidad. Estaban ahí sin disfraz.
Había aprendido a detectar el nerviosismo ajeno a través de los hombros. No en los ojos, que mienten, ni en las manos, que se controlan. En los hombros. Cuando están ligeramente encogidos hacia delante, como queriendo protegerse sin hacerlo evidente.

Alicia los tenía así, aunque se la notaba intentando parecer tranquila. Marta lo vio apenas entrar en la zona de barra. Llevaban poco tiempo en el club, seguramente su primera vez. Ella se movía tensa, aunque con determinación. El vestido negro le sentaba bien, sin estridencias, con clase. Luis también lo notó.

—Esa pareja —dijo él, en voz baja, inclinándose hacia Marta—. ¿Los ves?

Marta ya los estaba mirando. Asintió con una sonrisa apenas perceptible.

—No han venido a mirar. Han venido a probar. Pero aún necesitan un empujoncito.

Luis bebió un sorbo de su vino. No se trataba de leer mentes, sino cuerpos. La forma en que Alicia giraba la cabeza para escuchar a su pareja. Cómo él respondía tocando el borde del vaso, evitando el contacto visual prolongado con el entorno. Estaban ahí por deseo, sí, pero también por vértigo. Marta conocía bien ese equilibrio.

Se acercaron con naturalidad. El arte no estaba en seducir, sino en no intimidar.
—¿Primera vez? —preguntó Marta, luego de las presentaciones de rigor.

Alicia asintió, sonriendo con una mezcla de timidez y firmeza. Javier parecía más callado, pero no distante. Marta captó algo importante en él: escuchaba mucho. No solo lo que se decía, sino lo que flotaba entre frases.

La conversación fue relajada. No hablaron de sexo, sino de expectativas. Marta y Luis contaron cómo fueron sus primeras visitas, cómo el respeto y el consentimiento eran la base de todo. Rieron suavemente. La tensión fue cediendo poco a poco.

Y cuando propusieron moverse a la zona tranquila, Marta lo hizo midiendo bien la frase:
—Si queréis seguir charlando más cómodos, hay un espacio más íntimo… no es compromiso —dijo, mirando a Alicia pero dejando que Javier captara también la invitación.

No hubo respuesta inmediata. Luego Alicia asintió, mirando a su pareja de reojo. Javier tardó un segundo más, pero también lo hizo. Eso bastó.


La zona íntima estaba iluminada por luces tenues, más cálidas que sensuales. Había cuerpos, sí, pero en silencios compartidos. Algunas parejas se acariciaban, otras simplemente charlaban. No era una orgía ni una exhibición. Era un espacio donde el deseo se construía con cuidado.
Luis y Marta se sentaron primero, dejando espacio. Alicia y Javier se acomodaron cerca, sin tocarse todavía. Luis les sonrió. No con picardía, sino con calma. Como quien dice: estamos bien, aquí no hay prisa.

Marta fue la que abrió el primer gesto. No hacia Alicia, sino hacia Javier. Estaba en lo pactado. Sabía leer las reglas tácitas. Le rozó el brazo con la yema de los dedos. No preguntó con palabras. Esperó con el cuerpo.

Javier la miró. Marta mantuvo la mirada. Él bajó ligeramente la barbilla, gesto sutil, casi involuntario. Entonces ella se acercó más. Lo besó despacio. Primero un roce leve. Luego, cuando él respondió, un beso más profundo. Lo sintió tenso al principio, pero su lengua le respondió con torpeza honesta. No era inseguridad lo que lo retenía: era cuidado.

Luis, mientras tanto, tocaba la mano de Alicia. Solo eso. La palma abierta, el pulgar sobre el dorso. Cuando ella entrelazó los dedos, supo que podía avanzar. La atrajo hacia él. No un tirón, sino una invitación. Le besó el cuello. Alicia soltó un suspiro suave, casi sin querer. Luis sonrió contra su piel. Eso era más claro que cualquier palabra.

Marta ya había ayudado a Javier a desabrochar su camisa. Besó su pecho, descendiendo con la boca sin prisa. Notó que él contenía la respiración. Le dio tiempo. Cuando bajó más, sintió cómo su erección crecía, y entonces lo miró, y él asintió casi imperceptiblemente.

—¿Quieres? —le susurró ella, sin formalidad pero sin dureza.

Él asintió otra vez. Esta vez, con voz.
—Sí...

Marta abrió el preservativo, se lo puso con manos firmes y atentas. Él tembló. No de miedo. Por la intensidad. Se montó sobre él con lentitud. Lo guio, sintiéndolo entrar, y se quedó unos segundos sin moverse. Lo miró. Su expresión era mezcla de asombro y deseo contenido. Entonces empezó a moverse, suave, en oleadas.

A su lado, Luis ya había deslizado la braguita de Alicia a un lado. La besaba mientras acariciaba sus muslos con reverencia. Ella había abierto las piernas con naturalidad, dejándose llevar. Luis no la tomó de inmediato. La acarició primero, notando cómo respondía. Y solo cuando ella lo miró con esa expresión de necesidad desbordada, la penetró con lentitud.


El ritmo fue pausado. Ninguno de los cuatro buscaba el clímax rápido. El placer estaba en los gestos, en los sonidos, en las miradas furtivas. Alicia tomó la mano de Luis mientras se movían. Marta inclinó la cabeza hacia atrás mientras sentía las manos de Javier en su cintura. El ambiente se llenó de respiraciones, de roce de piel contra piel, de un calor progresivo.

No hubo frases sucias ni gemidos sobreactuados. Solo realidades compartidas. Marta sentía que Javier la miraba como si quisiera entender qué estaba haciendo bien, y ella le respondía con sus movimientos, mostrándole el camino sin hablar. Luis se inclinó sobre Alicia, besándole el hombro mientras ella le envolvía con las piernas.

Cuando el clímax llegó, no fue explosivo. Fue como una marea que rompe suavemente en la costa. Un suspiro, un estremecimiento profundo. Marta se aferró a los brazos de Javier. Luis cerró los ojos contra el cuello de Alicia. Nadie fingió. Nadie apuró nada.

Después, los cuerpos quedaron tendidos, sudorosos pero en paz. Marta acarició el pecho de Javier, reconociéndolo.
Luis le pasó la braguita con cuidado a su chica. Alicia la tomó, la miró un segundo entre los dedos, y luego a él.

—Quédatela —dijo, sin rodeos, con una media sonrisa—. Para que no se te olvide mi primera vez.
Luis levantó una ceja, sorprendido. Luego asintió, aceptándola con una sonrisa ladeada, sin teatrales agradecimientos.

—¿Estás segura?

—Tú me la quitaste. Tiene sentido que la tengas tú.
Luis rio, bajito, y se la guardó en el bolsillo interior de la americana. No con morbo, sino como quien recibe algo inesperado que merece guardarse.


Cuando salieron del club, el aire fresco les envolvió en un silencio cómodo. Ya en el coche, con la ciudad quedando atrás, Marta lo miró de reojo.

—¿Te dejó eso como souvenir?

Luis sacó la braguita del bolsillo con un gesto discreto.

—Sí. No me lo esperaba.

—Qué guarra es. Me cae bien —soltó Marta, sin malicia, con media sonrisa.

Luis rio.

—No fue por provocación, creo. Fue su forma de marcar un hito. De cerrar la noche.

—Se notaba que estaba cagada al principio —dijo ella, encendiendo un cigarrillo—. Pero te escuchó y bajó la guardia. Eso ya es la mitad del camino.

—¿Te molestó?

—¿Molestarme? Qué va. Si te soy sincera, me gustó ver cómo te desenvolvías con una primeriza. No te tiraste a por ella como un desesperado, y eso se agradece.

—Tampoco era el plan.

—No, pero en este ambiente hay mucho que confunde respeto con indiferencia. Y tú no eres de esos.

Luis volvió a guardar la prenda con cuidado.
—¿Crees que volverán?

Marta soltó el humo despacio por la ventanilla.

—Si vuelven, será por lo bien que se sintieron. Y si no, con ese gesto, ella ya cerró bien su primera noche.

—¿Tú la hubieras guardado?

—La braguita no. Pero el recuerdo, sí.


Se miraron, y no hizo falta decir nada más. En el bolsillo de la chaqueta, la prenda seguía allí. No como un trofeo, sino como un guiño. Como un “gracias” silencioso. Como una historia que quizá no tenga continuación, o quizá sí. Pero que, por lo pronto, ya había quedado bien contada.​
 

📢 Webcam con más espectadores ahora 🔥

Atrás
Top Abajo