Married&Spicy
Miembro muy activo
50 años. Los dos el mismo día. 23 de abril. Casualidades de la vida, de esa vida que llevaban compartiendo desde que eran adolescentes, pero que estaba llena de pasión y de morbo, como desde el primer día.
Y era porque llegaban a ese medio siglo, que a veces da vértigo, por lo que se habían decido a dejar a los niños con los abuelos, y darse el capricho de pasar un fin de semana de pasión en un hotel del Pirineo Catalán, en un pueblo llamado Taüll.
Lo prepararon con la ilusión del morbo de lo poco habitual, de pensar en un fin de semana de pasión y de sexo, ese morbo que, por algún extraño motivo, crece cuando uno va a un hotel o algún sitio que no es su residencia habitual. Miraron de finalizar la jornada laboral del viernes pronto, ya que por sus trabajos lo podían combinar, y de salir desde Barcelona a su destino, mirando de no encontrar mucho tráfico en el trayecto de salida.
Él había pedido en el hotel que miraran de asignarles una habitación “de luxe”, y que incluyesen algunos extras como cava, bombones y una decoración con pétalos naturales de rosa sobre las sábanas blancas, y algunas velas para crear un ambiente mezcla de romanticismo y pasión.
Ya desde que se sentaron en el monovolumen para iniciar el trayecto, se palpaba la lascivia. Miradas, comentarios, nervios, excitación… iban a hacerse largos los casi 300km hasta el hotel! Algo de música animada, y planificando el fin de semana mientras los kilómetros iban cayendo. Llegando a Alfarràs decidieron que era hora de parar a tomar una café, a descansar un poco (son 50 años!) e ir al baño.
Ella bajó del coche antes, y él pudo contemplar ese cuerpo maduro, ese cuerpo del que conocía cada cm2 desde hacia más de 35 años, ese cuerpo que le volvía loco y que deseaba cada uno de todos los días que llevaban juntos. Era primavera y eso ayudaba… eso, y la falda, corta, corta, que ella llevaba puesta, junto con una camisa blanca, escotada, y unos zapatos de tacón negros, que resaltaban su figura. Para nada parecía tener 50 años. O por lo menos, a él no se lo parecía.
Tomaron un café con hielo y un cortado, disfrutando la vista de los campos floreciendo y las casas bajas que se divisaban desde la ventana, y aprovechando ese tiempo fuera del vehículo. A esa hora, las cuatro y media de la tarde, el bar de carretera estaba casi vacío, los clientes de menú ya habían marchado y solo quedaban dos o tres mesas con clientes tomando un café o cerveza.
Ella se levantó y, sabiéndose observada por su marido, fue hacía el baño. Al volver, traía una sonrisa pícara (él conocía perfectamente esa mirada!), pasó cerca de la mesa, dejó algo sobre ella y le susurró al oído: ahí están mis braguitas, te las dejo que estaban húmedas y me molestaban. Y siguió hacia el coche, contoneándose aún más si cabe. Él las tomó de encima de la mesa, perfectamente dobladitas, como ella las había dejado, y las fue abriendo como el niño que abre un regalo en Navidad, con esa mezcla de ilusión y nerviosismo. Eran unas braguitas de encaje, negras, muy sexys. Cuando estuvieron desplegadas, pudo ver una marca de humedad, esa humedad que tan bien conocía. Se las acercó a la cara, sin importar si los clientes de las mesas vecinas miraban. La olió, aspiro ese aroma que le volvía loco… y se las acercó a la boca, donde pudo saborear ese néctar que tan loco le volvía. El bulto de su pantalón delataba su tremenda erección, notaba su sexo húmedo. Aspiró fuertemente, y se dirigió de nuevo al auto, donde su esposa le esperaba, sentada en el asiento del acompañante, retocando el pintalabios rojo como si nada hubiese pasado.
Se sentó, la miró y se sonrieron. Pudo ver que la camisa blanca tenía otro botón desabrochado, agrandando el ya generoso escote. También pudo ver algo más: el sujetador ya no estaba, y la camisa marcaba eróticamente sus pezones.
*** Continuará ***
Y era porque llegaban a ese medio siglo, que a veces da vértigo, por lo que se habían decido a dejar a los niños con los abuelos, y darse el capricho de pasar un fin de semana de pasión en un hotel del Pirineo Catalán, en un pueblo llamado Taüll.
Lo prepararon con la ilusión del morbo de lo poco habitual, de pensar en un fin de semana de pasión y de sexo, ese morbo que, por algún extraño motivo, crece cuando uno va a un hotel o algún sitio que no es su residencia habitual. Miraron de finalizar la jornada laboral del viernes pronto, ya que por sus trabajos lo podían combinar, y de salir desde Barcelona a su destino, mirando de no encontrar mucho tráfico en el trayecto de salida.
Él había pedido en el hotel que miraran de asignarles una habitación “de luxe”, y que incluyesen algunos extras como cava, bombones y una decoración con pétalos naturales de rosa sobre las sábanas blancas, y algunas velas para crear un ambiente mezcla de romanticismo y pasión.
Ya desde que se sentaron en el monovolumen para iniciar el trayecto, se palpaba la lascivia. Miradas, comentarios, nervios, excitación… iban a hacerse largos los casi 300km hasta el hotel! Algo de música animada, y planificando el fin de semana mientras los kilómetros iban cayendo. Llegando a Alfarràs decidieron que era hora de parar a tomar una café, a descansar un poco (son 50 años!) e ir al baño.
Ella bajó del coche antes, y él pudo contemplar ese cuerpo maduro, ese cuerpo del que conocía cada cm2 desde hacia más de 35 años, ese cuerpo que le volvía loco y que deseaba cada uno de todos los días que llevaban juntos. Era primavera y eso ayudaba… eso, y la falda, corta, corta, que ella llevaba puesta, junto con una camisa blanca, escotada, y unos zapatos de tacón negros, que resaltaban su figura. Para nada parecía tener 50 años. O por lo menos, a él no se lo parecía.
Tomaron un café con hielo y un cortado, disfrutando la vista de los campos floreciendo y las casas bajas que se divisaban desde la ventana, y aprovechando ese tiempo fuera del vehículo. A esa hora, las cuatro y media de la tarde, el bar de carretera estaba casi vacío, los clientes de menú ya habían marchado y solo quedaban dos o tres mesas con clientes tomando un café o cerveza.
Ella se levantó y, sabiéndose observada por su marido, fue hacía el baño. Al volver, traía una sonrisa pícara (él conocía perfectamente esa mirada!), pasó cerca de la mesa, dejó algo sobre ella y le susurró al oído: ahí están mis braguitas, te las dejo que estaban húmedas y me molestaban. Y siguió hacia el coche, contoneándose aún más si cabe. Él las tomó de encima de la mesa, perfectamente dobladitas, como ella las había dejado, y las fue abriendo como el niño que abre un regalo en Navidad, con esa mezcla de ilusión y nerviosismo. Eran unas braguitas de encaje, negras, muy sexys. Cuando estuvieron desplegadas, pudo ver una marca de humedad, esa humedad que tan bien conocía. Se las acercó a la cara, sin importar si los clientes de las mesas vecinas miraban. La olió, aspiro ese aroma que le volvía loco… y se las acercó a la boca, donde pudo saborear ese néctar que tan loco le volvía. El bulto de su pantalón delataba su tremenda erección, notaba su sexo húmedo. Aspiró fuertemente, y se dirigió de nuevo al auto, donde su esposa le esperaba, sentada en el asiento del acompañante, retocando el pintalabios rojo como si nada hubiese pasado.
Se sentó, la miró y se sonrieron. Pudo ver que la camisa blanca tenía otro botón desabrochado, agrandando el ya generoso escote. También pudo ver algo más: el sujetador ya no estaba, y la camisa marcaba eróticamente sus pezones.
*** Continuará ***