NICO
Desde que ascendieron a Vega hace un mes, nuestro día a día se ha vuelto insoportablemente monótono. Entre semana se queda hasta tarde en la oficina; cuando llega, apenas hablamos, cena cualquier cosa frente al portátil y cae rendida en el sofá con la cabeza llena de números y correos. Ya casi ni discutimos: no hay energía ni para eso.
El fin de semana tampoco mejora. Siempre hay algo pendiente —una formación, un informe, una reunión extra— y todo se ha ido volviendo gris, plano, como si nuestra vida hubiera perdido color. Sabía que en algún momento llegaría una etapa así, pero no imaginaba que duraría tanto… ni que me pesaría de esta forma.
Hoy nos habían invitado a una fiesta de Halloween. Ella no quiere venir: dice que está cansada, que tiene trabajo atrasado y que prefiere quedarse en casa. Y yo, que al principio pensaba no ir sin ella, he decidido hacerlo. Estoy harto de la rutina, de verla siempre con el mismo gesto de agotamiento, de sentir que ya no estoy en su cabeza. Ayer me compré un disfraz sin pensarlo demasiado. Me da rabia que no venga, y me extraña: a Vega siempre le ha encantado disfrazarse, perderse un rato en otro personaje. Pero supongo que ahora su personaje es ese… el de la mujer que no tiene tiempo para nada más.
Me miro al espejo del baño con el disfraz medio puesto. Un pantalón negro, una camisa rasgada y un poco de pintura roja en el cuello. No está mal. Me río solo, aunque sin ganas. Me siento un idiota disfrazándome mientras ella sigue encerrada en ese mundo que parece no tener espacio para nadie más.
Desde el salón llega el tecleo constante del ordenador. Tac, tac, tac… Un sonido frío, mecánico, que se ha vuelto parte del paisaje de la casa. Paso por detrás de ella y la veo encorvada sobre la mesa, el pelo recogido a toda prisa, las gafas medio torcidas. Ni siquiera se ha dado cuenta de que llevo media hora preparándome.
—Ya me voy —digo, apoyado en el marco de la puerta.
—Mmm… —responde sin levantar la vista—. No llegues muy tarde.
Ni una sonrisa, ni una mirada. Solo ese tono distraído, como si hablara con un compañero de oficina.
Me acerco un poco más.
—¿Seguro que no quieres venir? Podrías desconectar un rato…
—No puedo, Nico. Mañana tengo que entregar el informe, y si no lo acabo hoy no llego.
Su voz suena cansada, casi vacía. No hay reproche, ni ternura, ni nada. Solo agotamiento. Me quedo un momento en silencio, mirándola. Querría decirle algo, tocarle el hombro, recordarle que también existo, pero sé que no serviría de nada.
Respiro hondo y me alejo. Cojo las llaves, el móvil, el abrigo.
—Vale… pues me voy.
Ella solo asiente con un leve ajá y sigue tecleando.
Cierro la puerta despacio. En el pasillo, el silencio pesa distinto. Me doy cuenta de que hace semanas que no salgo solo, que no me río de verdad, que apenas la reconozco. Y lo peor es que empiezo a no reconocerme a mí tampoco.
La música se escucha desde la esquina, grave, envolvente, como el latido de un corazón cansado. Al entrar, me golpea una mezcla de calor, perfume y risas. El local está decorado con telas negras, calabazas iluminadas y una niebla artificial que se arrastra por el suelo. Las luces cambian de color cada pocos segundos, bañando los disfraces con destellos rojos, verdes, violetas.
Camino despacio entre zombies con copas de plástico, enfermeras de sangre brillante y vampiros que se ríen mostrando colmillos de goma. Todos parecen disfrutar de algo que yo no consigo sentir.
Me sirvo una copa y busco un rincón donde observar sin molestar. La bebida me quema un poco la garganta, y el primer trago me deja un regusto amargo, más por dentro que por fuera. Echo de menos a Vega. No por obligación, sino por costumbre. Por ese simple gesto de tenerla cerca.
—¡Eh, Nico! —una voz familiar me saca del pensamiento. Es David, uno de los del taller—. ¿Vega no ha venido al final?
—No, tenía trabajo. —Lo digo con naturalidad, aunque por dentro me pesa.
Él me da una palmada en el hombro y se ríe—. Pues entonces, tío, te toca pasarlo bien por los dos.
Sonrío, pero la sonrisa me sale floja.
A su lado hay una chica joven, disfrazada de demonio, con unos pequeños cuernos brillantes y un vestido rojo demasiado corto para ser casual. Me suena de la oficina: es la becaria, la he visto varias veces pasar con carpetas y auriculares. Apenas hemos hablado.
—Yo creo que ella se lo pierde —dice, con una sonrisa ladeada.
—¿Perderse esto? —respondo, señalando la pista—. No sé si lo llamaría perderse algo.
Ella se ríe. Tiene esa energía de quien todavía no ha aprendido a cansarse de las noches largas. Hablamos un rato. Es simpática, más suelta de lo que esperaba, y durante unos minutos siento que el peso en el pecho se aligera un poco.
David vuelve a intervenir, medio bromeando, medio en serio:
—Tío, si Vega no ha querido venir, por lo menos que tú te lo pases bien.
La becaria asiente, con un gesto pícaro.
—Exacto. Si no ha querido venir… ella se lo pierde.
Esa frase me da de lleno. Ella se lo pierde.
Por un momento, algo hace clic dentro. No sé si es rabia, orgullo o simple necesidad de sentirme vivo, pero de repente pienso: ¿por qué no?
Bebo otro trago, más largo esta vez. Empiezo a notar el calor subir, la música colarse entre la piel y los pensamientos. Me dejo llevar un poco. La becaria baila, se acerca, me sonríe. No hago nada, pero tampoco me aparto.
Y entonces, entre la gente, la veo.
Una mujer entra despacio, casi flotando entre el humo. El traje negro brilla bajo las luces, ceñido, húmedo de reflejos. La máscara le cubre parte del rostro y las orejas de gata sobresalen sobre el pelo oscuro. La cola se balancea suave, casi hipnótica, mientras camina con la seguridad de quien sabe que todos la están mirando.
El látex parece respirar con ella. Cada movimiento es un desafío, una invitación, un secreto.
Por un instante, todo el ruido desaparece. Solo la miro.
Y no sé por qué, pero siento que ya he visto antes esa forma de caminar.
El ambiente se ha caldeado. Las luces parpadean, los cuerpos se mueven, y el alcohol empieza a disolver la timidez. La música suena cada vez más fuerte, el tipo de ritmo que se siente más en el pecho que en los oídos.
La mujer del traje negro se ha convertido en el centro de todas las miradas. Algunos disimulan, otros no. Su forma de caminar, lenta, precisa, tiene algo magnético. Uno de mis compañeros se inclina hacia mí, señalándola con la copa:
—Madre mía… catwoman…
La becaria ríe y añade, sin pudor:
—Con ese traje hoy la dan y no solo el premio a cachonda del año.
Todos soltamos una carcajada, y justo entonces otro, más pasado de copas, suelta:
—Esa hoy folla, seguro.
Las risas suben de tono. Yo también río, aunque más por reflejo que por ganas. Hay algo incómodo en esa mezcla de deseo y burla, pero me lo guardo.
Sigo observándola. Entre las luces estroboscópicas, la gata se detiene a hablar con un hombre disfrazado de pirata. Él gesticula demasiado, se nota que intenta ligar, pero ella apenas le presta atención. Su postura es otra, más segura, más distante. Al final él se rinde y se aleja.
Ella se gira y busca algo —o a alguien— con la mirada. No parece incómoda, más bien… expectante. A los pocos segundos, otra mujer se le une. Lleva el pelo rubio recogido en dos coletas teñidas de azul y rosa, medias rotas, una sonrisa exagerada. Tardo un segundo en reconocerla: Eli.
Me tenso. ¿Eli? ¿Qué hace aquí? Es amiga de Vega, de las de verdad. No la veo desde hace meses.
¿Y si Vega…?
Niego con la cabeza. No puede ser. Ella se quedó en casa, tenía trabajo.
Dudo si acercarme. Eli me ha visto, estoy casi seguro. Pero antes de que pueda decidir, las dos empiezan a avanzar entre la gente, directo hacia donde estoy.
La luz parpadea. En un destello, catwoman levanta la vista y me mira. Y en esa mirada, breve pero certera, algo dentro de mí se detiene. Esos ojos. Esa forma de sostenerme la mirada, fija, contenida, con un punto de desafío. Esos ojos verdes
Lo sé antes de que mi mente lo acepte: es ella.
El corazón me late fuerte. Me viene de golpe la frase de antes —“esa hoy folla, seguro”— y me recorre una corriente extraña, mitad rabia, mitad excitación.
La cabrona quiere jugar.
Me humedezco los labios sin darme cuenta. El ruido, la gente, la música… todo se vuelve difuso. Solo veo su cuerpo moverse entre el humo, acercándose, con esa media sonrisa que ya no puedo confundir.
Y por primera vez en semanas, me siento completamente despierto.