Ron_Artest
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Capítulo 82 - No hay calma después de la tormenta, no para los piratas
La celebración era un vendaval de risas, gritos y lágrimas saladas. Las vísceras del monstruo aún goteaban de las velas, de los cañones, de la ropa y de los cuerpos. Goteaba por todos lados, como una lluvia tardía; mientras, los mortales celebraron. Cubiertos en sangre, rugiendo furiosos, como si acabaran del llegar al mundo, como si hubieran nacido de nuevo. Grace no podía dejar de temblar, pero no era el miedo el que empujaba sus lágrimas; era el temblor de la vida después de haber rozado la muerte tan de cerca.
Yara y ella se abrazaban con fuerza, el rostro de ambas hundidos en sus hombros, sollozando como dos niñas pequeñas, pero ancianas a la vez. Grace sintió sus lágrimas recorrerle el rostro. Eran tibias, sinceras, casi dulces a pesar del sabor metálico que impregnaba el aire por completo.
Lo que vio la mató por dentro.
Yara estaba blanca.
No pálida: blanca, como la piel fría y marmórea de Yrsa bajo la luz de la luna.
Los ojos abiertos de par en par, sin pestañear, tan dilatados que parecían dos pozos sin fondo.
La boca desencajada, tensa, inmóvil, congelada en un grito que nunca llegó a salir de sus entrañas.
Y lo peor de todo: no la miraba a ella.
Yara miraba más allá, miraba hacia arriba.
Hacia el firmamento.
Sus ojos fijos, clavados, aterrados por algo que no tenía nombre.
Su pulso apagado, como si aquella visión la hubiera fulminado al instante.
Su respiración detenida por la ausencia de aire.
Y al instante, Grace notó que su propio aliento se quebraba.
Sintió que no quería mirar.
Sintió que no debía mirar.
Pero se giró igualmente. Muy despacio. Como si cada grado del cuello la acercara a una verdad que el alma humana no estaba hecha para soportar. Y entonces cayó. Su cuerpo se desplomó sin aviso, sin control, como si una mano invisible le hubiera arrebatado la fuerza, el aire, la voluntad.
Golpeó la cubierta con sus rodillas.
Un sonido seco antes de que el mundo cambiara.
Se quedó blanca como Yara. Los ojos abiertos, dilatados.
La boca desencajada, tensa, inmóvil.
El cielo se había desgarrado, ante ella.
No se abrió: Se rasgó.
Como un pergamino viejo atravesado por un abrecartas divino.
La herida celeste se expandió con un chirrido que no debería existir, un sonido agudo y grave a la vez, un llanto del propio firmamento. Tras esa grieta, emergió un ojo. Un ojo inmenso. Un ojo que no observaba: juzgaba. Lleno de cólera primigenia, de hambre, de una inteligencia tan vasta que hacía que el concepto de muerte pareciera un consuelo.
El mar se detuvo, bajo sus pies.
No se calmó: se detuvo.
Congelado, inmóvil, como un charco estancado.
El cuerpo sin vida del monstruo, aquel amasijo roto de carne y entrañas, descendió hacía las profundidades. Como si una mano colosal lo arrastrara hacía el corazón del abismo. Y al mismo tiempo, como si fuera una transacción en un mercado de puerto. Fue sustituido por una oscuridad absoluta. Aguas negras. Oscuras como la noche. Muertas en vida.
El viento dejó de soplar, a su alrededor.
No decreció: murió.
Y al hacerlo, sintió morir con él.
Las velas se deshincharon, como pulmones gigantes que ya no pueden seguir respirando. La ausencia de la brisa provocó una sensación inmediata de ahogamiento. Como si faltara el aire, como si la vida misma se apagara de golpe. El silencio lo invadió todo, trayendo con él una desesperanza que se podía tocar, saborear, que palpitaba dentro de cada corazón.
El sol se apagó, sobre ella.
No se ocultó: desapareció.
Tragado por una noche súbita y glacial.
El poderoso astro, ese fuego eterno que había ardido desde los albores de la humanidad, se despidió como un viajero que proclama su último adiós. No fue un eclipse momentáneo. Fue la funesta sensación, de que jamás volvería a verlo de nuevo. El frio y la oscuridad fueron tan repentinos, que nadie pudo seguir sonriendo y celebrando. El sol desapareció y con él se llevó la voluntad de los mortales.
Y en ese instante.
En esa quietud absoluta donde nada respiraba salvo el terror…
Grace oyó una voz.
No entró por sus oídos. No vibró en el aire.
La sintió dentro, como si sus huesos la escucharan, como si su sangre la tradujera, como si su corazón no pudiera latir hasta que la voz terminara de hablar.
Una voz eterna.
Una voz sin edad.
Una voz que existía antes del mundo y que… cuando dejara de existir, arrastraría al mundo con ella.
Una voz enfurecida, colérica, tirana y absoluta.
La voz de un Dios que… Reclamaba venganza.
Grace tembló al escucharlo. Se resquebrajó por dentro al entenderlo.
Al fin comprendió, demasiado tarde esta vez y sin esperanza alguna albergada en su corazón, que no habían vencido a Tangaroa…
Que no habían vencido a ningún Dios…
Tan solo habían matado a su mensajero en la tierra.
En medio de aquel mundo muerto, suspendido entre un instante y el fin de todos los instantes, el verdadero creador de la bestia caída reclamó lo que consideraba suyo. No llegó: se impuso. Su presencia no descendió del cielo; lo sustituyó. Donde antes había nubes, aire, luz o esperanza, ahora solo había la conciencia inmensa y furiosa de un ser que tenía el derecho divino de someterlo todo bajo su voluntad.
Grace quiso levantarse. Quiso gritar. Quiso alzar de nuevo el sable al aire, reunir a los suyos, llamar a sus valientes para otra carga suicida, otra última pelea. Pero sus músculos no respondieron. Su voz no nació. Su cuerpo dejó de pertenecerle.
Y lo más aterrador de todo: era consciente de ello.
Sabía que estaba atrapada dentro de sí misma, que su cuerpo no obedecía porque algo infinitamente superior la estaba obligando a obedecerlo, a él. La descomunal pupila se movía nerviosa a través del cielo desgarrado, recorriendo el mundo como un rey verdugo que busca al condenado que ha osado insultarlo. Iba de un extremo al otro del planeta, con una velocidad imposible, como si el propio cielo se contrajera a su voluntad.
Buscaba al responsable. Al culpable. Al mortal que había tenido la osadía de desafiarlo.
Y de golpe… su mirada se detuvo. Fija. Imposible. Irascible. La mirada divina apuntó directamente a la cubierta del Red Viper.
Aquella pupila colosal, aquel iris celestial atravesado de luz y tempestad, hizo que todos sintieran cómo un terror primario, atávico, anterior incluso a la palabra “miedo”, brotara desde lo más hondo de sus corazones. Era algo peor que la muerte, más cruel que la condena, más insoportable que la prisión. Era una idea pura, absoluta… El sufrimiento eterno. El castigo sin fin, el dolor que no se acaba jamás. La ira de los dioses caía sobre ellos. Y aquellos mortales, que un instante antes habían celebrado, que habían reído bajo la lluvia de vísceras creyéndose vencedores, comprendieron en un latido que estaban equivocados. Que su victoria no había sido más que un prólogo. Que su desafío apenas había comenzado.
Y supieron, con esa claridad perfecta que otorga el terror absoluto, que ningún mortal, por muy testarudo, por muy valiente, por muy indomable que fuera, podría jamás vencer a lo eterno.
Grace no podía apartar la mirada de la grieta divina. Quería hacerlo. Quería cerrar los ojos, hundir la cara en el suelo, arrancarse la visión, estaba dispuesta a cualquier cosa. Pero algo ajeno a su voluntad, algo que no residía en su carne ni en su espíritu, la mantenía encadenada, clavada, expuesta. Y, sin necesidad de mirar alrededor, supo que todos los demás estaban pasando por lo mismo. Los hombres, las mujeres, los hermanos, los valientes, los pecadores…
Todos estaban atrapados en el mismo yugo invisible.
Todos miraban. Todos temblaban. Todos esperaban.
Y Tangaroa, desde la herida en el cielo, los juzgaba sin compasión.
La cubierta del Red Viper era un museo de cera viviente.
La capitana, todavía de rodillas, tenía una mano clavada en la madera empapada de sangre y la otra en el aire, como si fuera a abrazar a Yara de nuevo. Su rostro seguía torcido por el llanto reciente, pero ahora sus lágrimas no caían: quedaban suspendidas en sus pestañas como cristales inmóviles.
Yara, que un segundo antes se aferraba al abrazo, estaba erguida de forma antinatural, con el torso tenso y los brazos ligeramente abiertos, como si algo invisible la hubiera arrancado de la emoción y la hubiera dejado convertida en una estatua de cera. La boca desencajada, los ojos demasiado abiertos, el alma empujada al borde del abismo.
Yrsa, que celebraba alzando a Bum-Bum a modo de trofeo, quedó congelada en mitad del gesto. El niño descansaba sobre su hombro, su sonrisa feroz aún mostraba los dientes, pero su diminuto pecho no respiraba. La nórdica, por su lado, parecía más una montaña que un ser vivo, pero incluso una montaña no tendría aquella expresión de horror atrapado.
MacFarlane, enfrente del timón aún empapado de vísceras, había intentado mirar al horizonte para gritar junto a los suyos. Ahora su rostro miraba al vacío, con la mandíbula apretada y el brazo alzado, la hoja de una de sus mujeres detenida en un ángulo imposible, como si apuntara a un enemigo que ya no existía.
Isabella, que había caído sentada entre redes, estaba petrificada con las manos aún cubriéndose la cara. Sus dedos temblaban un segundo antes de quedar inmóviles; la mitad de su rostro se ocultaba detrás de ellos, pero el ojo visible reflejaba la luz del dios como un animal acorralado.
Akuma, que estaba ayudando a un marinero herido a levantarse, quedó atrapada en aquel acto. Su brazo seguía bajo la axila del hombre, sus músculos tensos, la boca abierta como si fuera a decirle “ya estás a salvo”. El herido, con la cabeza apoyada contra su hombro, también estaba petrificado, con una mueca de dolor transformada ahora en un rictus eterno.
Cortés, que reía con una jarra en la mano, quedó detenido en mitad de la carcajada. La espuma derramada de su bebida quedó suspendida en el aire, como un collar de gotas inmóviles. Sus ojos, que un instante antes brillaban con vida, ahora eran espejos que solo mostraban el terror impuesto.
Halcón, el vigía, seguía trepado a media altura del mástil. Tenía una mano estirada hacia arriba, la otra firmemente aferrada a la cuerda. Había girado la cabeza, quizás para llamar a alguien o para señalar algo. Su cuerpo, suspendido, había quedado congelado como un látigo detenido a mitad del movimiento.
Los marineros, todos sin excepción, esparcidos por la cubierta, quedaron en mil posturas distintas: algunos aún levantando armas al cielo en señal de victoria, otros sentados, borrachos o exhaustos; otros abrazándose, otros limpiándose la sangre de la cara. Todos inmóviles. Todos convertidos en figuras de un cuadro trágico e imposible. El mar, que hacía un instante rugía con la furia de una tormenta viva, ahora era un espejo muerto. Las olas, detenidas a medio romper contra el casco. La espuma, suspendida en el aire como nieve que se negó a caer. El viento, detenido en pleno soplo, con velas medio hinchadas que ya no volvían a su sitio. Y sobre todos ellos, sobre cada cuerpo paralizado y cada respiración arrancada, el ojo del dios seguía mirando.
Nadie podía hacer nada más que existir en ese instante eterno, atrapado entre la vida y la condena. Nadie… excepto uno. El hombre que llevaba colgado del cuello el Lazo del Clan.
El guerrero elegido por la tierra.
Vihaan Suryanarayanan.
Mientras todos quedaban convertidos en estatuas vivientes, Vihaan sintió algo distinto. No una liberación, no una fuerza divina… sino una resistencia hecha de roca y tierra. Una grieta diminuta en el poder absoluto del dios. Y por esa grieta, su voluntad se aferró como una raíz que rompe la piedra.
Primero movió un dedo. Después, la mano entera tembló. Y entonces, con un gruñido que nadie pudo oír, su cuerpo se desplomó hacia adelante, venciendo la rigidez impuesta por el cielo desgarrado. Avanzó arrastrándose, pegado a la cubierta como un soldado que gatea bajo el fuego enemigo, pero esto era peor que cualquier batalla que hubiera librado. Sus codos golpeaban la madera empapada, cada impacto retumbando hasta el tuétano. Sus rodillas se deslizaban por la sangre aún tibia de la bestia, dejando dos surcos lentos y agónicos. Su cuerpo pesaba como si llevara atados mil barcos hundidos. Cada articulación era un tronco fosilizado, incapaz de doblarse sin que el dolor le desgarrara los nervios. Avanzar un centímetro era como recibir un disparo. Respirar era intentar llenar unos pulmones aplastados por una montaña.
Pero no se detuvo.
No podía.
El dios rugía sin voz desde el cielo desgarrado; el océano inmóvil era un cadáver.
Y aun así, Vihaan siguió avanzando, metro a metro, golpe a golpe, arrastrando toda su vida con él. Le faltaba el aire. La cabeza le latía como si mil cuchillas le punzaran el cráneo. El corazón le ardía con cada latido que conseguía arrancarle a la parálisis divina.
Pero sus ojos…
Sus ojos no miraban al dios. Ni a la grieta celestial.
Ni al horror que congelaba el mundo.
Miraban algo más importante.
A la única razón por la que todavía podía moverse.
La miraban a ella.
A Grace.
A la mujer que amaba.
Y así, como un moribundo que se arrastra con su último aliento hacia la luz, Vihaan avanzó hacia ella. Un paso. Otro. Otro más. No para desafiar al dios. No para ser un héroe. Sino para llegar a su lado, aunque fuera el último acto de su vida.
Tangaroa lo vio. Lo vio con su ojo que todo lo ve, desde la grieta abierta en el firmamento como una herida infectada por la luz de otro mundo. Lo observó arrastrarse, avanzar, desafiar lo imposible. Y por un leve, casi imperceptible instante, la sombra de su ceja colosal pareció alzarse. Por un mísero segundo, el omnipotente dios… se sorprendió.
Sintió algo para lo que ninguna eternidad lo había preparado.
Una sensación extraña, anticósmica, impura.
Sintió lo imprevisible. Aquello que solo pertenece a los mortales.
Tangaroa era uno entre muchos. Miembro de una estirpe celestial que había reinado desde que la primera garganta humana inventó el concepto de plegaria. Seres hechos de fe acumulada, de mitos repetidos, de sacrificios, de himnos, de cánticos y terrores. Nacidos y multiplicados por templos, misas y ceremonias. Eternos, insaciables, perfectos.
Ellos no vivían en el tiempo, lo leían. No caminaban la historia, la revisaban como un libro cuyos capítulos podían empezar por el final y acabar en el principio. Todo lo que es, fue o será estaba desnudo ante ellos. Pero ahora…
Ahora, sobre aquel océano muerto que los humanos, en su insignificancia, llamaban Pacífico, Tangaroa contempló lo imposible.
Algo que no estaba en los cantos. Algo que no figuraba en las tablillas antiguas.
Algo que no había sido previsto en los hilos del destino. Algo que no debía ocurrir, pero ocurría.
La voluntad de un corazón humano.
Miró a Grace. La observó un instante: Paralizada, petrificada, con la piel fría, los labios inmóviles, la mirada abierta en un rictus de horror absoluto. Un rostro que habría gritado si el tiempo no hubiese sido degollado. Y Vihaan, a pesar del dios que lo aplastaba, a pesar del cielo roto, a pesar del abismo que los engullía, sonrió con los ojos.
Porque incluso al borde de la aniquilación, incluso en la presencia de un ser eterno…
su corazón aún sabía adónde ir.
Tangaroa rugió. El grito de un Dios que no era benevolente. ¿Cómo podía moverse aquel ser diminuto? ¿Cómo era posible que, bajo el peso absoluto de su voluntad, de la voluntad de un dios, aquel mortal siguiera avanzando?
Lo observó con su pupila colosal, incrédula, irritada. Aquel hombre no era nada. Un mísero grano de arena en el desierto eterno. Un soplo de vida que desaparecería sin dejar huella en la eternidad del tiempo. Su alma era finita, su carne débil, su aliento frágil. Y aun así, avanzaba.
Avanzaba contra Él. Contra su peso, contra su ira, contra su ley.
No. No era posible. ¿Cómo iba a serlo?
Había visto imperios nacer y caer como hojas muertas. Había devorado civilizaciones enteras. Había sido testigo del destino de miles de generaciones, de las plagas, de las hambrunas, de las guerras, de los amaneceres y los finales. Conocía todos los nombres que serían escritos y todos los que jamás serían pronunciados. Conocía los senderos del futuro como el artesano conoce las vetas de su madera. No existía acto humano que Él no pudiera anticipar, prever o moldear.
Pero aquello…
aquel avance doloroso, imposible, aquel temblor que desafiaba lo eterno…
No estaba escrito. No podía existir.
Tangaroa buscó en los hilos del tiempo, como quien rasga frenéticamente un pergamino en busca de una frase que recuerda haber visto. Miró hacia atrás, hacia delante. Desde el principio, hasta el final. Pero no encontró nada. Nada que explicara esa resistencia. Nada que justificara el poder de aquel mortal. Hasta que… Lo recordó.
Y al recordarlo, lo comprendió. Lo hizo con el pavor silencioso de quien descubre una grieta en su propia inmortalidad. Había algo que los dioses no podían controlar. Algo que no nacía de los rituales, ni de los templos, ni de las plegarias. Algo que no se alimentaba de incienso ni de sacrificios. Algo que no se podía medir, ni prever, ni gobernar.
El amor.
Esa fuerza indomable que ni los cielos podían domesticar. Esa llama antigua que ardía sin lógica, sin límites, sin obedecer a ningún destino, a ninguna verdad. Tangaroa lo recordó, aunque los dioses no deberían hacerlo.
Recordó a Orfeo, quien descendió al mundo de los muertos buscando a Eurídice, su esposa arrebatada por una serpiente y por los caprichos del destino. El músico caminó entre sombras hambrientas de almas y aullidos de condenados. Recorrió aquel sendero que ni los propios dioses se atrevían a recorrer. Pero él siguió tocando su lira, y su música, alimentada por el amor más feroz, hizo llorar al propio Hades. La muerte misma cedió. Nadie había logrado algo así. Nadie volvió jamás con un alma amada del reino de los muertos.
Recordó a Angela Cavallo, la madre que desafió las leyes de la física. Que demostró que la fuerza humana no entiende de límites. Su hijo había quedado atrapado bajo un Chevrolet Impala, dos toneladas de hierro muerto que ni tres hombres podrían mover. Ella lo vio, gritó su nombre… y algo dentro de su alma explotó. Las manos se le clavaron en el chasis como garras, los músculos temblaron, las lágrimas le quemaron los ojos; y sin embargo, levantó el coche. No lo sostuvo por un suspiro, sino por eternos segundos hasta que dos vecinos llegaron y sacaron al muchacho.
Los médicos lo dijeron después: “no hay explicación fisiológica”. Pero todos sabían la verdad. Fue amor, desnudo y brutal, convertido en fuerza divina.
Recordó a Ernest Shackelton. Que no estaba impulsado por gloria ni ambición cuando partió en una barca de seis metros hacia uno de los mares más letales del planeta. Sus hombres habían quedado varados en una isla antártica, rodeados de hielo y condenados a una muerte lenta.
Shackleton no podía permitirlo. Durante dos semanas luchó contra olas como montañas, viento que arrancaba el aliento y frío que quemaba los huesos. Todo por mantener una promesa: “Los traeré a todos de vuelta.” Y lo hizo. Los rescató, a cada uno de ellos. Porque el amor por su gente fue más fuerte que el océano.
Recordó a la enfermera que cruzó Hiroshima, tras la explosión. Mientras la ciudad ardía y el aire era radiactivo, la joven enfermera Yoshida Hatsue avanzó por un paisaje infernal buscando a su marido, convencida de que podía estar vivo entre los escombros. Se abrió paso entre llamas, cadáveres carbonizados y silencio absoluto. Su piel se quemaba, su respiración fallaba, cada paso era una sentencia. La encontraron días después aún buscando, con media voz y una sola idea: “Debo encontrarlo.” No lo hizo, pero la odisea se convirtió en símbolo de que ni la destrucción total de una ciudad pudo aplastar su amor.
Recordó aquella madre cuyo nombre el tiempo había olvidado, la madre anónima que cruzó el Mediterráneo con su bebé en brazos. En una noche sin luna, en un bote sobrecargado, una mujer siria mantuvo a su bebé sobre la cabeza mientras el agua invadía la embarcación. Cuando las olas golpeaban, ella se hundía más para que el niño se mantuviera seco. Llegó exhausta, casi inconsciente, pero el bebé, milagrosamente, estaba sano. Los rescatistas lo recordaron después: “Se estaba ahogando ella para que el niño flotara.” Ninguna ley, dios o mar pudo detener ese impulso elemental.
Recordó al Samurai que rompió su voto. Un hombre recto y leal que juró nunca desenvainar su espada fuera del deber. Pero cuando su esposa fue secuestrada por un clan rival, ese juramento se volvió polvo. Atravesó campos, aldeas y ventiscas para rescatarla, enfrentó solo a quince hombres y sobrevivió. Cuando la encontró, herida pero viva, dejó su espada y nunca volvió a luchar. Tan solo dijo: “Mi vida era el deber… hasta que descubrí algo más importante”
Recordó a Wesley Autrey y el salto al metro. No era su hijo, ni su hermano, ni su amigo. Era un completo desconocido convulsionando sobre las vías del metro de Nueva York. El tren llegaba.
Cualquiera habría gritado por ayuda. Él saltó. Cubrió el cuerpo del joven con el suyo, hundiéndolos en la estrecha zanja entre los raíles. El tren pasó sobre ellos, rozando su gorra. Cuando le preguntaron por qué lo hizo, respondió: “Porque tenía a mis hijas conmigo y quería que supieran lo que es ser humano.”
Eran historias humanas. Historias que los mortales habían contado junto al fuego, que habían leído en periódicos, que oirían en la radio o verían en la televisión. Historias que los dioses escuchaban… con cierta inquietud. Porque en todas había un hilo que se repetía, incómodo, imprevisible, peligroso: Cuando un humano ama, es capaz de romper las leyes del mundo.
Y ahora, allí, sobre un mar detenido y un cielo desgarrado, Tangaroa lo veía con una certeza insoportable: Ese hombre arrastrándose hacia la mujer que amaba… no era un mortal más. Era la prueba viviente de la única fuerza ante la cual incluso los dioses debían temblar.
Grace, paralizada por el poder de Tarangoa, sintió algo extraño. Algo que no provenía de aquella fuerza omnipotente que la mantenía suspendida en un vacío sin tiempo. Sintió calor humano. Una mano temblorosa, frágil, casi moribunda… pero con un amor tan intenso que la atravesó como una llamarada. Aquel simple contacto la devolvió al mundo. La trajo a casa.
Con un esfuerzo que no parecía propio de un cuerpo vivo, bajó la mirada. Y lo vio. Vihaan se arrastraba por el suelo, al borde de la muerte, al filo mismo del abismo. Su pecho se sacudía en espasmos, sus músculos parecían romperse con cada avance, pero aun así seguía. Centímetro a centímetro. Vida contra muerte. De pronto, el silencio se quebró. El mundo regresó como un golpe de agua fría al salir a la superficie. Grace lo escuchó al fin. Los gritos.
Gritos de un dolor imposible, un dolor que ningún ser humano debería soportar. Vihaan gritaba, desgarrado, desesperado… y aun así, no se detenía. Su mano derecha seguía clavada en su muslo para impulsarse, arrancándose la piel para avanzar. Pero la izquierda… la izquierda se alzaba en dirección a Yara, temblando como la rama de un árbol en mitad de una tormenta, intentando alcanzarla, intentando salvarla.
Grace no entendió qué pretendía hacer. Y cuando Vihaan por fin consiguió rozar el tobillo de Yara, tampoco entendió por qué ese gesto, pequeño, insignificante en apariencia, arrancó de su pecho un escalofrío ancestral. Pero en cuanto sus dedos, sangrientos y quebrados, la alcanzaron, algo ocurrió. Algo despertó. No fue un trueno. No fue magia. No fue un milagro. Fue una fuerza primigenia, un estallido que por una fracción de segundo: una chispa, un relámpago hendiendo el firmamento; la hizo sentir más poderosa que cualquier fuerza divina.
Vihaan, clavado al suelo como una raíz eterna, tendió un puente entre ellos tres.
Un lazo. Un abrazo de mundos. La tierra llamó al mar. El mar llamó al fuego. Y cada elemento acudió, recordando a los otros quiénes eran, como hermanos separados demasiado tiempo.
Y entonces, Yara tembló.
Primero levemente, como si algo dentro de ella intentara despertar. Luego con violencia, con un temblor que parecía romperle los huesos desde dentro. El Èkó de Yemayá explotó desde su pecho en un azul profundo, hermoso, cegador. La luz se derramó por su piel como tinta viva, y su cuerpo empezó a agitarse como las olas del océano en mitad de un ciclón, no las dóciles que lamen la orilla, sino las que engullen fragatas, destrozan mástiles y devoran barcos enteros.
Su aliento se volvió marea. Su piel dejó de ser piel.
Yara se deshacía en agua embravecida, su forma humana rompiéndose para convertirse en mar.
Grace sintió entonces que algo dentro de ella también cedía.
Su piel se resquebrajó como una armadura antigua, como una carcasa destinada a romperse.
Y cuando finalmente lo hizo, ardió. No era metáfora. Ardió de verdad.
Su cuerpo se encendió como brasas vivas. Sus cabellos rojizos se elevaron en el aire como serpientes de fuego indómitas. El Vorial Shardeth, que reposaba en su bolsillo, se encendió con un estallido, quemando la tela antes de caer al suelo del Red Viper. La madera chisporroteó al contacto con aquella llama sagrada.
Vihaan permanecía inmóvil, pero su cuerpo dejó de ser humano. De su piel brotaron raíces, gruesas, potentes, vivas, que se hundieron en las tablas del barco y abrazaron el Vorial Shardeth antes de que siguiera quemándolo todo. Se extendieron con hambre hacia el agua del Èkó, absorbiéndola, alimentándose de ella. Su piel se convirtió en tierra rojiza, en arcilla, en roca viva que latía al ritmo del mundo. Era tierra, agua y fuego, unidos en un único y desgarrado cuerpo.
Y entonces, el mar, ese mar detenido, petrificado por la voluntad de Tangaroa; volvió a moverse.
El sol, que había sido apagado por la furia del dios, volvió a encenderse, obstinado, como un animal herido que se niega a morir. Y uno a uno, los cuerpos rígidos sobre la cubierta empezaron a despertar. Cortés abrió los ojos con un espasmo. Akuma tensó los dedos como si acabara de volver de un naufragio. Yrsa soltó un jadeo que sonó a renacer. Bum-Bum, MacFarlane, todos…
Como si la vida regresara arrancando de los dientes de la muerte lo que le pertenecía.
Como si los elementos devolvieran la esperanza a un mundo en ruinas.
Pero algo faltaba.
Algo que no quería volver.
El aire seguía inmóvil.
El viento no regresaba.
El mundo aún no respiraba.
Vihaan y Yara lo intentaban. Gritaban su nombre, reclamaban su presencia como dos almas que llaman al hermano perdido. Pero Bishnu no volvía. Kāmara, el viento eterno, se negaba a regresar. Seguía ofendido, dolido, aún rugiendo en silencio por la traición de sus propios hermanos. No perdonaba que Vraj y Amara lo hubieran encerrado en aquel cofre maldito, lejos del cielo que era su hogar y su reino.
Grace fue la que lo llamó con más furia. La que lo exigió. La que lo ordenó.
El fuego dentro de ella ardía como un sol recién nacido, y su voz, quebrada, desesperada, inmensa, se alzó como lo haría Mahadya, el Gran Horizonte, cuando llama a su hijo rebelde para que regrese al hogar del que nunca debería haber huido. Era un grito antiguo, primario, materno.
El llamado de la creadora a su criatura.
Pero ni siquiera así Bishnu respondía.
El viento seguía viajando sin rumbo, atravesando el mundo como un muchacho despreocupado y sin memoria. Amaba a su madre, sí, con un amor feroz e insondable, como todo hijo que sabe que fue hecho de luz y esperanza. Pero su naturaleza era esa: inestable, indómito, libre hasta el delito.
Vihaan, Yara y Grace ardían, fluían y enraizaban.
Uniendo al mundo. Trayendo a los vivos desde el borde del abismo.
Pero el viento…
El viento seguía ausente.
Y entonces, ocurrió. Como si una única idea, una chispa compartida, se hubiera encendido al mismo tiempo en cada mente, toda la tripulación empezó a moverse. Lentos al principio, como si emergieran de un sueño profundo. Pero firmes. Decididos. Luchando todavía contra el peso infinito de la voluntad divina de Tangaroa que intentaba anclarlos de nuevo a la madera, convertirlos otra vez en estatuas de carne.
Desde el horizonte, no muy lejos, Diego y los suyos también despertaban. Amarrados a la borda, cubiertos de sal y espanto, se incorporaban uno por uno, sacudiéndose la quietud de siglos que Tangaroa había pretendido imponerles. Y en el Madra Ifrinn, la escena era la misma. Hombres y mujeres de acero, curtidos por mares imposibles, se aferraban a las sogas, a los mástiles, a los cañones. Todos despertaban, confundidos, sobrecogidos, sin comprender la magnitud de aquello que renacía en la cubierta del Red Viper.
En medio de la cubierta ensangrentada, donde hacía apenas instantes reinaban la muerte y el silencio eterno, Vihaan, Yara y Grace se alzaban como un Éden resucitado. Un triángulo imposible. Tan hermoso que algunos lloraron al verlo. Un altar vivo formado por agua, tierra y fuego. Yara temblaba, su cuerpo convirtiéndose en agua pura, en marea sagrada. Vihaan permanecía firme, vuelto raíz y montaña, un promontorio antiguo hecho de arena, roca y tierra fértil. Grace ardía como una hoguera eterna, una llama que no destruía, sino que iluminaba, resucitaba, despertaba.
A su alrededor, el aire vibraba con colores que el mundo jamás había visto. La imagen era tan sobrecogedora, tan llena de promesas de paz, amor y regreso, que los tripulantes del Red Viper, aún aturdidos por la batalla y por el terror divino, comenzaron a acercarse, uno a uno, como polillas atraídas hacia una luz primordial.
Nadie habló. Nadie necesitó hacerlo.
Con manos temblorosas, tocaron sus hombros.
Sus brazos. Sus espaldas.
Los abrazaron, primero con miedo, luego con una entrega absoluta.
Y los que estaban más lejos se unieron a los primeros. Cuerpos contra cuerpos, hombro con hombro, almas apretadas como un círculo sagrado. Cerrando un refugio, un hogar, un corazón colectivo alrededor de sus tres hermanos. Y cuando el círculo se cerró… La luz estalló.
Un estallido azul como los abismos, rojo como las estrellas moribundas, terroso como el amanecer sobre un valle sin nombre. Una irradiación tan intensa y pura que incluso el omnisciente ojo de Tangaroa se contrajo como el de un animal herido. Cegado por el fulgor de aquella luz infinita, incapaz de soportar aquel destello nacido de la unión humana; el colosal ser divino retrocedió. Pero la grieta siguió abierta. Y a través de ella, todos vieron lo que ningún mortal había contemplado jamás: estrellas rotas, galaxias en espiral, ríos de luz, universos dentro de universos, infinitos latiendo en un horizonte eterno.
Pero del firmamento rasgado volvió el rugido. Un rugido tan poderoso que hizo vibrar los huesos, los mástiles, el propio mar. Más fuerte que antes. Más furioso. Más opresivo. Y entonces lo vieron. Unos dedos gigantescos, ciclópeos, surgieron entre los bordes de la grieta. Dedos hechos de tormenta, espuma y eternidad, apretando los márgenes del cielo como quien abre un viejo pergamino, rasgándolo, quebrándolo, deshaciendo la bóveda celeste como un simple papel.
Tangaroa había dicho basta. Venía a pisotear a aquellos mortales insolentes. A hundirlos en el abismo. A borrar su nombre. A extinguirlos. Venía a terminar lo que había empezado. Pero lo que no sabía, aquel ser que lo sabía todo, es que llegaba demasiado tarde.
Demasiado tarde para detener la súplica de la tierra, el aliento del fuego y el pulso del agua.
Sobre la cubierta del Red Viper, aquellos tres elementos: Vihaan, Grace y Yara, cobraron vida, mezclándose en un remolino invisible que subió por el aire como un suspiro colosal de un mundo recién nacido. La tierra de Vihaan vibró, tembló, envió un murmullo profundo al cielo. El fuego de Grace crepitó, ascendiendo en destellos rojos que perforaron la oscuridad. El agua de Yara se elevó como una columna viva, un brazo líquido que buscaba las alturas.
Y entonces… el firmamento respondió.
Algo se movió allá arriba. No una nube. Ni dos. Sino infinidad de ellas.
Pero no eran las nubes blancas de los días apacibles. No eran algodones en un cielo azul.
Eran nubes de tormenta. Negras, densas, furiosas. Nubes que parecían tener dientes, garras, y voluntad propia. Nubes que se retorcían sobre sí mismas con destellos eléctricos, como criaturas vivas nacidas del caos.
Los primeros truenos estallaron en un rugido que hizo vibrar el firmamento. La lluvia cayó sin aviso, sin aviso alguno, como si el cielo hubiera volcado un océano entero. Y los relámpagos descendieron de inmediato, veloces y afilados como lanzas celestiales. Descargaron toda su furia sobre las manos de Tangaroa. El primer impacto hizo brillar su piel divina con un destello blanco cegador. El segundo arrancó un chasquido brutal, un estallido eléctrico que incendió brevemente el horizonte. El tercero arrancó un rugido del propio Dios.
No era un rugido de rabia. Ni de autoridad. Ni de poder. Era un rugido de dolor.
Tangaroa, el eterno, el invencible, el incognoscible… retrocedió. Su gigantesca mano, electrocutada, tembló. Se crispó. Y finalmente se retiró al interior de la grieta, como si el propio cielo lo empujara de vuelta. Y entonces reapareció el enorme y descomunal ojo. Pero ya no era el ojo iracundo de un dios dominante. Era algo peor. Era un ojo lleno de una ira tan profunda, tan helada, que bastó un solo vistazo para que todos sintieran la columna vertebral congelarse por dentro. La sangre en sus venas se volvió hielo. El aire quemó sus pulmones. El corazón latió con un miedo antiguo. Pero allí, entre aquellos latidos de terror, nació algo más. Un sonido. Primero pequeño. Luego claro. Luego inconfundible… Una risa.
Una risa joven, divertida, descarada.
Una risa que no tenía derecho a existir en medio del reino de Tarangoa y aun así lo hacía, no por desafío sino porqué no entendía de derechos, o normas, o ordenes. Tan solo se sometía a una ley, simple y pura: la libertad.
Y con esa risa, tan burlona, tan jovial, tan desinteresada, tan olvidadiza… vino el viento.
No una brisa. No un soplo. Trajo con él un huracán.
El viento bajó del cielo con un bramido, girando con furia y júbilo, arremolinando las nubes negras como si fueran hojas secas. Las empujó con su soplo moviéndolas en círculos sobre la grieta, apretándose, cerrándose, estrujándose como si obedecieran a un único amo.
La furia de Tangaroa quedó sellada. Desde el otro lado del velo, lanzó un golpe colosal con su puño cerrado, pero la electricidad le devoró la piel divina, arrancándole un rugido interminable que lo obligó a retroceder. Furioso. Humillado. Porque por primera vez en su inmortal existencia había encontrado un rival que lo superaba.
El Perro, desde la cubierta del Madra Ifrinn, alzó el rostro. La lluvia le corría a chorros por las mejillas, por la barba, por la frente. Su pipa se apagó de golpe, escupiendo una espiral de humo que se disolvió en la tormenta. Aquel maldito irlandés que se jactaba de que jamás, nada ni nadie, podría pillarlo por sorpresa… ahora parecía un niño perdido, incapaz de comprender qué estaba viendo.
Pero cuando escuchó aquella carcajada inconfundible, cuando sintió ese viento que ninguno había sentido jamás… empezó a reír también. Una risa libre, desafiante, empapada de alivio.
La furia del Ifrinn contrastaba con la calma del Español Errante. Diego de la Vega, eterno capitán de aquella fragata acompañada de leyendas, miró al cielo no con los ojos de la guerra, sino con la serena sonrisa de quien ha vivido siglos. Pero detrás de esa sonrisa había otra verdad: una pena silenciosa, casi imperceptible. La pena del condenado a vivir eternamente, del que intuye lo que está por llegar y aún no está preparado para recibirlo.
Y mientras el viento reía, porque sí, reía; moviéndose en todas partes y en ninguna a la vez, la cubierta del Red Viper empezó a desdibujarse lentamente. Yara, Grace y Vihaan fueron recuperando sus formas mortales. Y la tripulación, como despertando de un largo sueño bajo la lluvia, volvió a cobrar conciencia. Se observaron unos a otros, desconcertados, sin comprender del todo lo ocurrido… pero sintiéndolo, de alguna manera, en lo más profundo del pecho.
Drake y Ren ayudaron a Vihaan a ponerse en pie, y entonces vieron lo imposible: todo a su alrededor se había convertido en un jardín exuberante, lleno de plantas, flores, raíces y un césped esmeralda que jamás había existido en ninguna cubierta. El astrónomo agitó la cabeza, intentando aclarar la vista turbada, hasta que las formas dejaron de bailar y pudo ver con claridad. Allí, sobre la cubierta, a pocos pasos, alguien había aterrizado. Vio el bastón, el Mulakaboko… pero quien lo sujetaba no pertenecía a un rostro conocido.
No era el anciano sabio.
No era aquel saco de huesos borracho y charlatán.
No era Bishnu.
Continuará…
La celebración era un vendaval de risas, gritos y lágrimas saladas. Las vísceras del monstruo aún goteaban de las velas, de los cañones, de la ropa y de los cuerpos. Goteaba por todos lados, como una lluvia tardía; mientras, los mortales celebraron. Cubiertos en sangre, rugiendo furiosos, como si acabaran del llegar al mundo, como si hubieran nacido de nuevo. Grace no podía dejar de temblar, pero no era el miedo el que empujaba sus lágrimas; era el temblor de la vida después de haber rozado la muerte tan de cerca.
Yara y ella se abrazaban con fuerza, el rostro de ambas hundidos en sus hombros, sollozando como dos niñas pequeñas, pero ancianas a la vez. Grace sintió sus lágrimas recorrerle el rostro. Eran tibias, sinceras, casi dulces a pesar del sabor metálico que impregnaba el aire por completo.
- Lo hemos logrado, hermana… - susurró, apenas audible - Lo hemos… logrado.
Lo que vio la mató por dentro.
Yara estaba blanca.
No pálida: blanca, como la piel fría y marmórea de Yrsa bajo la luz de la luna.
Los ojos abiertos de par en par, sin pestañear, tan dilatados que parecían dos pozos sin fondo.
La boca desencajada, tensa, inmóvil, congelada en un grito que nunca llegó a salir de sus entrañas.
Y lo peor de todo: no la miraba a ella.
Yara miraba más allá, miraba hacia arriba.
Hacia el firmamento.
Sus ojos fijos, clavados, aterrados por algo que no tenía nombre.
Su pulso apagado, como si aquella visión la hubiera fulminado al instante.
Su respiración detenida por la ausencia de aire.
Y al instante, Grace notó que su propio aliento se quebraba.
Sintió que no quería mirar.
Sintió que no debía mirar.
Pero se giró igualmente. Muy despacio. Como si cada grado del cuello la acercara a una verdad que el alma humana no estaba hecha para soportar. Y entonces cayó. Su cuerpo se desplomó sin aviso, sin control, como si una mano invisible le hubiera arrebatado la fuerza, el aire, la voluntad.
Golpeó la cubierta con sus rodillas.
Un sonido seco antes de que el mundo cambiara.
Se quedó blanca como Yara. Los ojos abiertos, dilatados.
La boca desencajada, tensa, inmóvil.
El cielo se había desgarrado, ante ella.
No se abrió: Se rasgó.
Como un pergamino viejo atravesado por un abrecartas divino.
La herida celeste se expandió con un chirrido que no debería existir, un sonido agudo y grave a la vez, un llanto del propio firmamento. Tras esa grieta, emergió un ojo. Un ojo inmenso. Un ojo que no observaba: juzgaba. Lleno de cólera primigenia, de hambre, de una inteligencia tan vasta que hacía que el concepto de muerte pareciera un consuelo.
El mar se detuvo, bajo sus pies.
No se calmó: se detuvo.
Congelado, inmóvil, como un charco estancado.
El cuerpo sin vida del monstruo, aquel amasijo roto de carne y entrañas, descendió hacía las profundidades. Como si una mano colosal lo arrastrara hacía el corazón del abismo. Y al mismo tiempo, como si fuera una transacción en un mercado de puerto. Fue sustituido por una oscuridad absoluta. Aguas negras. Oscuras como la noche. Muertas en vida.
El viento dejó de soplar, a su alrededor.
No decreció: murió.
Y al hacerlo, sintió morir con él.
Las velas se deshincharon, como pulmones gigantes que ya no pueden seguir respirando. La ausencia de la brisa provocó una sensación inmediata de ahogamiento. Como si faltara el aire, como si la vida misma se apagara de golpe. El silencio lo invadió todo, trayendo con él una desesperanza que se podía tocar, saborear, que palpitaba dentro de cada corazón.
El sol se apagó, sobre ella.
No se ocultó: desapareció.
Tragado por una noche súbita y glacial.
El poderoso astro, ese fuego eterno que había ardido desde los albores de la humanidad, se despidió como un viajero que proclama su último adiós. No fue un eclipse momentáneo. Fue la funesta sensación, de que jamás volvería a verlo de nuevo. El frio y la oscuridad fueron tan repentinos, que nadie pudo seguir sonriendo y celebrando. El sol desapareció y con él se llevó la voluntad de los mortales.
Y en ese instante.
En esa quietud absoluta donde nada respiraba salvo el terror…
Grace oyó una voz.
No entró por sus oídos. No vibró en el aire.
La sintió dentro, como si sus huesos la escucharan, como si su sangre la tradujera, como si su corazón no pudiera latir hasta que la voz terminara de hablar.
Una voz eterna.
Una voz sin edad.
Una voz que existía antes del mundo y que… cuando dejara de existir, arrastraría al mundo con ella.
Una voz enfurecida, colérica, tirana y absoluta.
La voz de un Dios que… Reclamaba venganza.
Grace tembló al escucharlo. Se resquebrajó por dentro al entenderlo.
Al fin comprendió, demasiado tarde esta vez y sin esperanza alguna albergada en su corazón, que no habían vencido a Tangaroa…
Que no habían vencido a ningún Dios…
Tan solo habían matado a su mensajero en la tierra.
En medio de aquel mundo muerto, suspendido entre un instante y el fin de todos los instantes, el verdadero creador de la bestia caída reclamó lo que consideraba suyo. No llegó: se impuso. Su presencia no descendió del cielo; lo sustituyó. Donde antes había nubes, aire, luz o esperanza, ahora solo había la conciencia inmensa y furiosa de un ser que tenía el derecho divino de someterlo todo bajo su voluntad.
Grace quiso levantarse. Quiso gritar. Quiso alzar de nuevo el sable al aire, reunir a los suyos, llamar a sus valientes para otra carga suicida, otra última pelea. Pero sus músculos no respondieron. Su voz no nació. Su cuerpo dejó de pertenecerle.
Y lo más aterrador de todo: era consciente de ello.
Sabía que estaba atrapada dentro de sí misma, que su cuerpo no obedecía porque algo infinitamente superior la estaba obligando a obedecerlo, a él. La descomunal pupila se movía nerviosa a través del cielo desgarrado, recorriendo el mundo como un rey verdugo que busca al condenado que ha osado insultarlo. Iba de un extremo al otro del planeta, con una velocidad imposible, como si el propio cielo se contrajera a su voluntad.
Buscaba al responsable. Al culpable. Al mortal que había tenido la osadía de desafiarlo.
Y de golpe… su mirada se detuvo. Fija. Imposible. Irascible. La mirada divina apuntó directamente a la cubierta del Red Viper.
Aquella pupila colosal, aquel iris celestial atravesado de luz y tempestad, hizo que todos sintieran cómo un terror primario, atávico, anterior incluso a la palabra “miedo”, brotara desde lo más hondo de sus corazones. Era algo peor que la muerte, más cruel que la condena, más insoportable que la prisión. Era una idea pura, absoluta… El sufrimiento eterno. El castigo sin fin, el dolor que no se acaba jamás. La ira de los dioses caía sobre ellos. Y aquellos mortales, que un instante antes habían celebrado, que habían reído bajo la lluvia de vísceras creyéndose vencedores, comprendieron en un latido que estaban equivocados. Que su victoria no había sido más que un prólogo. Que su desafío apenas había comenzado.
Y supieron, con esa claridad perfecta que otorga el terror absoluto, que ningún mortal, por muy testarudo, por muy valiente, por muy indomable que fuera, podría jamás vencer a lo eterno.
Grace no podía apartar la mirada de la grieta divina. Quería hacerlo. Quería cerrar los ojos, hundir la cara en el suelo, arrancarse la visión, estaba dispuesta a cualquier cosa. Pero algo ajeno a su voluntad, algo que no residía en su carne ni en su espíritu, la mantenía encadenada, clavada, expuesta. Y, sin necesidad de mirar alrededor, supo que todos los demás estaban pasando por lo mismo. Los hombres, las mujeres, los hermanos, los valientes, los pecadores…
Todos estaban atrapados en el mismo yugo invisible.
Todos miraban. Todos temblaban. Todos esperaban.
Y Tangaroa, desde la herida en el cielo, los juzgaba sin compasión.
La cubierta del Red Viper era un museo de cera viviente.
La capitana, todavía de rodillas, tenía una mano clavada en la madera empapada de sangre y la otra en el aire, como si fuera a abrazar a Yara de nuevo. Su rostro seguía torcido por el llanto reciente, pero ahora sus lágrimas no caían: quedaban suspendidas en sus pestañas como cristales inmóviles.
Yara, que un segundo antes se aferraba al abrazo, estaba erguida de forma antinatural, con el torso tenso y los brazos ligeramente abiertos, como si algo invisible la hubiera arrancado de la emoción y la hubiera dejado convertida en una estatua de cera. La boca desencajada, los ojos demasiado abiertos, el alma empujada al borde del abismo.
Yrsa, que celebraba alzando a Bum-Bum a modo de trofeo, quedó congelada en mitad del gesto. El niño descansaba sobre su hombro, su sonrisa feroz aún mostraba los dientes, pero su diminuto pecho no respiraba. La nórdica, por su lado, parecía más una montaña que un ser vivo, pero incluso una montaña no tendría aquella expresión de horror atrapado.
MacFarlane, enfrente del timón aún empapado de vísceras, había intentado mirar al horizonte para gritar junto a los suyos. Ahora su rostro miraba al vacío, con la mandíbula apretada y el brazo alzado, la hoja de una de sus mujeres detenida en un ángulo imposible, como si apuntara a un enemigo que ya no existía.
Isabella, que había caído sentada entre redes, estaba petrificada con las manos aún cubriéndose la cara. Sus dedos temblaban un segundo antes de quedar inmóviles; la mitad de su rostro se ocultaba detrás de ellos, pero el ojo visible reflejaba la luz del dios como un animal acorralado.
Akuma, que estaba ayudando a un marinero herido a levantarse, quedó atrapada en aquel acto. Su brazo seguía bajo la axila del hombre, sus músculos tensos, la boca abierta como si fuera a decirle “ya estás a salvo”. El herido, con la cabeza apoyada contra su hombro, también estaba petrificado, con una mueca de dolor transformada ahora en un rictus eterno.
Cortés, que reía con una jarra en la mano, quedó detenido en mitad de la carcajada. La espuma derramada de su bebida quedó suspendida en el aire, como un collar de gotas inmóviles. Sus ojos, que un instante antes brillaban con vida, ahora eran espejos que solo mostraban el terror impuesto.
Halcón, el vigía, seguía trepado a media altura del mástil. Tenía una mano estirada hacia arriba, la otra firmemente aferrada a la cuerda. Había girado la cabeza, quizás para llamar a alguien o para señalar algo. Su cuerpo, suspendido, había quedado congelado como un látigo detenido a mitad del movimiento.
Los marineros, todos sin excepción, esparcidos por la cubierta, quedaron en mil posturas distintas: algunos aún levantando armas al cielo en señal de victoria, otros sentados, borrachos o exhaustos; otros abrazándose, otros limpiándose la sangre de la cara. Todos inmóviles. Todos convertidos en figuras de un cuadro trágico e imposible. El mar, que hacía un instante rugía con la furia de una tormenta viva, ahora era un espejo muerto. Las olas, detenidas a medio romper contra el casco. La espuma, suspendida en el aire como nieve que se negó a caer. El viento, detenido en pleno soplo, con velas medio hinchadas que ya no volvían a su sitio. Y sobre todos ellos, sobre cada cuerpo paralizado y cada respiración arrancada, el ojo del dios seguía mirando.
Nadie podía hacer nada más que existir en ese instante eterno, atrapado entre la vida y la condena. Nadie… excepto uno. El hombre que llevaba colgado del cuello el Lazo del Clan.
El guerrero elegido por la tierra.
Vihaan Suryanarayanan.
Mientras todos quedaban convertidos en estatuas vivientes, Vihaan sintió algo distinto. No una liberación, no una fuerza divina… sino una resistencia hecha de roca y tierra. Una grieta diminuta en el poder absoluto del dios. Y por esa grieta, su voluntad se aferró como una raíz que rompe la piedra.
Primero movió un dedo. Después, la mano entera tembló. Y entonces, con un gruñido que nadie pudo oír, su cuerpo se desplomó hacia adelante, venciendo la rigidez impuesta por el cielo desgarrado. Avanzó arrastrándose, pegado a la cubierta como un soldado que gatea bajo el fuego enemigo, pero esto era peor que cualquier batalla que hubiera librado. Sus codos golpeaban la madera empapada, cada impacto retumbando hasta el tuétano. Sus rodillas se deslizaban por la sangre aún tibia de la bestia, dejando dos surcos lentos y agónicos. Su cuerpo pesaba como si llevara atados mil barcos hundidos. Cada articulación era un tronco fosilizado, incapaz de doblarse sin que el dolor le desgarrara los nervios. Avanzar un centímetro era como recibir un disparo. Respirar era intentar llenar unos pulmones aplastados por una montaña.
Pero no se detuvo.
No podía.
El dios rugía sin voz desde el cielo desgarrado; el océano inmóvil era un cadáver.
Y aun así, Vihaan siguió avanzando, metro a metro, golpe a golpe, arrastrando toda su vida con él. Le faltaba el aire. La cabeza le latía como si mil cuchillas le punzaran el cráneo. El corazón le ardía con cada latido que conseguía arrancarle a la parálisis divina.
Pero sus ojos…
Sus ojos no miraban al dios. Ni a la grieta celestial.
Ni al horror que congelaba el mundo.
Miraban algo más importante.
A la única razón por la que todavía podía moverse.
La miraban a ella.
A Grace.
A la mujer que amaba.
Y así, como un moribundo que se arrastra con su último aliento hacia la luz, Vihaan avanzó hacia ella. Un paso. Otro. Otro más. No para desafiar al dios. No para ser un héroe. Sino para llegar a su lado, aunque fuera el último acto de su vida.
Tangaroa lo vio. Lo vio con su ojo que todo lo ve, desde la grieta abierta en el firmamento como una herida infectada por la luz de otro mundo. Lo observó arrastrarse, avanzar, desafiar lo imposible. Y por un leve, casi imperceptible instante, la sombra de su ceja colosal pareció alzarse. Por un mísero segundo, el omnipotente dios… se sorprendió.
Sintió algo para lo que ninguna eternidad lo había preparado.
Una sensación extraña, anticósmica, impura.
Sintió lo imprevisible. Aquello que solo pertenece a los mortales.
Tangaroa era uno entre muchos. Miembro de una estirpe celestial que había reinado desde que la primera garganta humana inventó el concepto de plegaria. Seres hechos de fe acumulada, de mitos repetidos, de sacrificios, de himnos, de cánticos y terrores. Nacidos y multiplicados por templos, misas y ceremonias. Eternos, insaciables, perfectos.
Ellos no vivían en el tiempo, lo leían. No caminaban la historia, la revisaban como un libro cuyos capítulos podían empezar por el final y acabar en el principio. Todo lo que es, fue o será estaba desnudo ante ellos. Pero ahora…
Ahora, sobre aquel océano muerto que los humanos, en su insignificancia, llamaban Pacífico, Tangaroa contempló lo imposible.
Algo que no estaba en los cantos. Algo que no figuraba en las tablillas antiguas.
Algo que no había sido previsto en los hilos del destino. Algo que no debía ocurrir, pero ocurría.
La voluntad de un corazón humano.
- G… Gr… - Las palabras de Vihaan salían de su garganta como un derrumbe, como una montaña partiéndose en dos - Grrr… Grace…
Miró a Grace. La observó un instante: Paralizada, petrificada, con la piel fría, los labios inmóviles, la mirada abierta en un rictus de horror absoluto. Un rostro que habría gritado si el tiempo no hubiese sido degollado. Y Vihaan, a pesar del dios que lo aplastaba, a pesar del cielo roto, a pesar del abismo que los engullía, sonrió con los ojos.
Porque incluso al borde de la aniquilación, incluso en la presencia de un ser eterno…
su corazón aún sabía adónde ir.
Tangaroa rugió. El grito de un Dios que no era benevolente. ¿Cómo podía moverse aquel ser diminuto? ¿Cómo era posible que, bajo el peso absoluto de su voluntad, de la voluntad de un dios, aquel mortal siguiera avanzando?
Lo observó con su pupila colosal, incrédula, irritada. Aquel hombre no era nada. Un mísero grano de arena en el desierto eterno. Un soplo de vida que desaparecería sin dejar huella en la eternidad del tiempo. Su alma era finita, su carne débil, su aliento frágil. Y aun así, avanzaba.
Avanzaba contra Él. Contra su peso, contra su ira, contra su ley.
No. No era posible. ¿Cómo iba a serlo?
Había visto imperios nacer y caer como hojas muertas. Había devorado civilizaciones enteras. Había sido testigo del destino de miles de generaciones, de las plagas, de las hambrunas, de las guerras, de los amaneceres y los finales. Conocía todos los nombres que serían escritos y todos los que jamás serían pronunciados. Conocía los senderos del futuro como el artesano conoce las vetas de su madera. No existía acto humano que Él no pudiera anticipar, prever o moldear.
Pero aquello…
aquel avance doloroso, imposible, aquel temblor que desafiaba lo eterno…
No estaba escrito. No podía existir.
Tangaroa buscó en los hilos del tiempo, como quien rasga frenéticamente un pergamino en busca de una frase que recuerda haber visto. Miró hacia atrás, hacia delante. Desde el principio, hasta el final. Pero no encontró nada. Nada que explicara esa resistencia. Nada que justificara el poder de aquel mortal. Hasta que… Lo recordó.
Y al recordarlo, lo comprendió. Lo hizo con el pavor silencioso de quien descubre una grieta en su propia inmortalidad. Había algo que los dioses no podían controlar. Algo que no nacía de los rituales, ni de los templos, ni de las plegarias. Algo que no se alimentaba de incienso ni de sacrificios. Algo que no se podía medir, ni prever, ni gobernar.
El amor.
Esa fuerza indomable que ni los cielos podían domesticar. Esa llama antigua que ardía sin lógica, sin límites, sin obedecer a ningún destino, a ninguna verdad. Tangaroa lo recordó, aunque los dioses no deberían hacerlo.
Recordó a Orfeo, quien descendió al mundo de los muertos buscando a Eurídice, su esposa arrebatada por una serpiente y por los caprichos del destino. El músico caminó entre sombras hambrientas de almas y aullidos de condenados. Recorrió aquel sendero que ni los propios dioses se atrevían a recorrer. Pero él siguió tocando su lira, y su música, alimentada por el amor más feroz, hizo llorar al propio Hades. La muerte misma cedió. Nadie había logrado algo así. Nadie volvió jamás con un alma amada del reino de los muertos.
Recordó a Angela Cavallo, la madre que desafió las leyes de la física. Que demostró que la fuerza humana no entiende de límites. Su hijo había quedado atrapado bajo un Chevrolet Impala, dos toneladas de hierro muerto que ni tres hombres podrían mover. Ella lo vio, gritó su nombre… y algo dentro de su alma explotó. Las manos se le clavaron en el chasis como garras, los músculos temblaron, las lágrimas le quemaron los ojos; y sin embargo, levantó el coche. No lo sostuvo por un suspiro, sino por eternos segundos hasta que dos vecinos llegaron y sacaron al muchacho.
Los médicos lo dijeron después: “no hay explicación fisiológica”. Pero todos sabían la verdad. Fue amor, desnudo y brutal, convertido en fuerza divina.
Recordó a Ernest Shackelton. Que no estaba impulsado por gloria ni ambición cuando partió en una barca de seis metros hacia uno de los mares más letales del planeta. Sus hombres habían quedado varados en una isla antártica, rodeados de hielo y condenados a una muerte lenta.
Shackleton no podía permitirlo. Durante dos semanas luchó contra olas como montañas, viento que arrancaba el aliento y frío que quemaba los huesos. Todo por mantener una promesa: “Los traeré a todos de vuelta.” Y lo hizo. Los rescató, a cada uno de ellos. Porque el amor por su gente fue más fuerte que el océano.
Recordó a la enfermera que cruzó Hiroshima, tras la explosión. Mientras la ciudad ardía y el aire era radiactivo, la joven enfermera Yoshida Hatsue avanzó por un paisaje infernal buscando a su marido, convencida de que podía estar vivo entre los escombros. Se abrió paso entre llamas, cadáveres carbonizados y silencio absoluto. Su piel se quemaba, su respiración fallaba, cada paso era una sentencia. La encontraron días después aún buscando, con media voz y una sola idea: “Debo encontrarlo.” No lo hizo, pero la odisea se convirtió en símbolo de que ni la destrucción total de una ciudad pudo aplastar su amor.
Recordó aquella madre cuyo nombre el tiempo había olvidado, la madre anónima que cruzó el Mediterráneo con su bebé en brazos. En una noche sin luna, en un bote sobrecargado, una mujer siria mantuvo a su bebé sobre la cabeza mientras el agua invadía la embarcación. Cuando las olas golpeaban, ella se hundía más para que el niño se mantuviera seco. Llegó exhausta, casi inconsciente, pero el bebé, milagrosamente, estaba sano. Los rescatistas lo recordaron después: “Se estaba ahogando ella para que el niño flotara.” Ninguna ley, dios o mar pudo detener ese impulso elemental.
Recordó al Samurai que rompió su voto. Un hombre recto y leal que juró nunca desenvainar su espada fuera del deber. Pero cuando su esposa fue secuestrada por un clan rival, ese juramento se volvió polvo. Atravesó campos, aldeas y ventiscas para rescatarla, enfrentó solo a quince hombres y sobrevivió. Cuando la encontró, herida pero viva, dejó su espada y nunca volvió a luchar. Tan solo dijo: “Mi vida era el deber… hasta que descubrí algo más importante”
Recordó a Wesley Autrey y el salto al metro. No era su hijo, ni su hermano, ni su amigo. Era un completo desconocido convulsionando sobre las vías del metro de Nueva York. El tren llegaba.
Cualquiera habría gritado por ayuda. Él saltó. Cubrió el cuerpo del joven con el suyo, hundiéndolos en la estrecha zanja entre los raíles. El tren pasó sobre ellos, rozando su gorra. Cuando le preguntaron por qué lo hizo, respondió: “Porque tenía a mis hijas conmigo y quería que supieran lo que es ser humano.”
Eran historias humanas. Historias que los mortales habían contado junto al fuego, que habían leído en periódicos, que oirían en la radio o verían en la televisión. Historias que los dioses escuchaban… con cierta inquietud. Porque en todas había un hilo que se repetía, incómodo, imprevisible, peligroso: Cuando un humano ama, es capaz de romper las leyes del mundo.
Y ahora, allí, sobre un mar detenido y un cielo desgarrado, Tangaroa lo veía con una certeza insoportable: Ese hombre arrastrándose hacia la mujer que amaba… no era un mortal más. Era la prueba viviente de la única fuerza ante la cual incluso los dioses debían temblar.
Grace, paralizada por el poder de Tarangoa, sintió algo extraño. Algo que no provenía de aquella fuerza omnipotente que la mantenía suspendida en un vacío sin tiempo. Sintió calor humano. Una mano temblorosa, frágil, casi moribunda… pero con un amor tan intenso que la atravesó como una llamarada. Aquel simple contacto la devolvió al mundo. La trajo a casa.
Con un esfuerzo que no parecía propio de un cuerpo vivo, bajó la mirada. Y lo vio. Vihaan se arrastraba por el suelo, al borde de la muerte, al filo mismo del abismo. Su pecho se sacudía en espasmos, sus músculos parecían romperse con cada avance, pero aun así seguía. Centímetro a centímetro. Vida contra muerte. De pronto, el silencio se quebró. El mundo regresó como un golpe de agua fría al salir a la superficie. Grace lo escuchó al fin. Los gritos.
Gritos de un dolor imposible, un dolor que ningún ser humano debería soportar. Vihaan gritaba, desgarrado, desesperado… y aun así, no se detenía. Su mano derecha seguía clavada en su muslo para impulsarse, arrancándose la piel para avanzar. Pero la izquierda… la izquierda se alzaba en dirección a Yara, temblando como la rama de un árbol en mitad de una tormenta, intentando alcanzarla, intentando salvarla.
Grace no entendió qué pretendía hacer. Y cuando Vihaan por fin consiguió rozar el tobillo de Yara, tampoco entendió por qué ese gesto, pequeño, insignificante en apariencia, arrancó de su pecho un escalofrío ancestral. Pero en cuanto sus dedos, sangrientos y quebrados, la alcanzaron, algo ocurrió. Algo despertó. No fue un trueno. No fue magia. No fue un milagro. Fue una fuerza primigenia, un estallido que por una fracción de segundo: una chispa, un relámpago hendiendo el firmamento; la hizo sentir más poderosa que cualquier fuerza divina.
Vihaan, clavado al suelo como una raíz eterna, tendió un puente entre ellos tres.
Un lazo. Un abrazo de mundos. La tierra llamó al mar. El mar llamó al fuego. Y cada elemento acudió, recordando a los otros quiénes eran, como hermanos separados demasiado tiempo.
Y entonces, Yara tembló.
Primero levemente, como si algo dentro de ella intentara despertar. Luego con violencia, con un temblor que parecía romperle los huesos desde dentro. El Èkó de Yemayá explotó desde su pecho en un azul profundo, hermoso, cegador. La luz se derramó por su piel como tinta viva, y su cuerpo empezó a agitarse como las olas del océano en mitad de un ciclón, no las dóciles que lamen la orilla, sino las que engullen fragatas, destrozan mástiles y devoran barcos enteros.
Su aliento se volvió marea. Su piel dejó de ser piel.
Yara se deshacía en agua embravecida, su forma humana rompiéndose para convertirse en mar.
Grace sintió entonces que algo dentro de ella también cedía.
Su piel se resquebrajó como una armadura antigua, como una carcasa destinada a romperse.
Y cuando finalmente lo hizo, ardió. No era metáfora. Ardió de verdad.
Su cuerpo se encendió como brasas vivas. Sus cabellos rojizos se elevaron en el aire como serpientes de fuego indómitas. El Vorial Shardeth, que reposaba en su bolsillo, se encendió con un estallido, quemando la tela antes de caer al suelo del Red Viper. La madera chisporroteó al contacto con aquella llama sagrada.
Vihaan permanecía inmóvil, pero su cuerpo dejó de ser humano. De su piel brotaron raíces, gruesas, potentes, vivas, que se hundieron en las tablas del barco y abrazaron el Vorial Shardeth antes de que siguiera quemándolo todo. Se extendieron con hambre hacia el agua del Èkó, absorbiéndola, alimentándose de ella. Su piel se convirtió en tierra rojiza, en arcilla, en roca viva que latía al ritmo del mundo. Era tierra, agua y fuego, unidos en un único y desgarrado cuerpo.
Y entonces, el mar, ese mar detenido, petrificado por la voluntad de Tangaroa; volvió a moverse.
El sol, que había sido apagado por la furia del dios, volvió a encenderse, obstinado, como un animal herido que se niega a morir. Y uno a uno, los cuerpos rígidos sobre la cubierta empezaron a despertar. Cortés abrió los ojos con un espasmo. Akuma tensó los dedos como si acabara de volver de un naufragio. Yrsa soltó un jadeo que sonó a renacer. Bum-Bum, MacFarlane, todos…
Como si la vida regresara arrancando de los dientes de la muerte lo que le pertenecía.
Como si los elementos devolvieran la esperanza a un mundo en ruinas.
Pero algo faltaba.
Algo que no quería volver.
El aire seguía inmóvil.
El viento no regresaba.
El mundo aún no respiraba.
Vihaan y Yara lo intentaban. Gritaban su nombre, reclamaban su presencia como dos almas que llaman al hermano perdido. Pero Bishnu no volvía. Kāmara, el viento eterno, se negaba a regresar. Seguía ofendido, dolido, aún rugiendo en silencio por la traición de sus propios hermanos. No perdonaba que Vraj y Amara lo hubieran encerrado en aquel cofre maldito, lejos del cielo que era su hogar y su reino.
Grace fue la que lo llamó con más furia. La que lo exigió. La que lo ordenó.
El fuego dentro de ella ardía como un sol recién nacido, y su voz, quebrada, desesperada, inmensa, se alzó como lo haría Mahadya, el Gran Horizonte, cuando llama a su hijo rebelde para que regrese al hogar del que nunca debería haber huido. Era un grito antiguo, primario, materno.
El llamado de la creadora a su criatura.
Pero ni siquiera así Bishnu respondía.
El viento seguía viajando sin rumbo, atravesando el mundo como un muchacho despreocupado y sin memoria. Amaba a su madre, sí, con un amor feroz e insondable, como todo hijo que sabe que fue hecho de luz y esperanza. Pero su naturaleza era esa: inestable, indómito, libre hasta el delito.
Vihaan, Yara y Grace ardían, fluían y enraizaban.
Uniendo al mundo. Trayendo a los vivos desde el borde del abismo.
Pero el viento…
El viento seguía ausente.
Y entonces, ocurrió. Como si una única idea, una chispa compartida, se hubiera encendido al mismo tiempo en cada mente, toda la tripulación empezó a moverse. Lentos al principio, como si emergieran de un sueño profundo. Pero firmes. Decididos. Luchando todavía contra el peso infinito de la voluntad divina de Tangaroa que intentaba anclarlos de nuevo a la madera, convertirlos otra vez en estatuas de carne.
Desde el horizonte, no muy lejos, Diego y los suyos también despertaban. Amarrados a la borda, cubiertos de sal y espanto, se incorporaban uno por uno, sacudiéndose la quietud de siglos que Tangaroa había pretendido imponerles. Y en el Madra Ifrinn, la escena era la misma. Hombres y mujeres de acero, curtidos por mares imposibles, se aferraban a las sogas, a los mástiles, a los cañones. Todos despertaban, confundidos, sobrecogidos, sin comprender la magnitud de aquello que renacía en la cubierta del Red Viper.
En medio de la cubierta ensangrentada, donde hacía apenas instantes reinaban la muerte y el silencio eterno, Vihaan, Yara y Grace se alzaban como un Éden resucitado. Un triángulo imposible. Tan hermoso que algunos lloraron al verlo. Un altar vivo formado por agua, tierra y fuego. Yara temblaba, su cuerpo convirtiéndose en agua pura, en marea sagrada. Vihaan permanecía firme, vuelto raíz y montaña, un promontorio antiguo hecho de arena, roca y tierra fértil. Grace ardía como una hoguera eterna, una llama que no destruía, sino que iluminaba, resucitaba, despertaba.
A su alrededor, el aire vibraba con colores que el mundo jamás había visto. La imagen era tan sobrecogedora, tan llena de promesas de paz, amor y regreso, que los tripulantes del Red Viper, aún aturdidos por la batalla y por el terror divino, comenzaron a acercarse, uno a uno, como polillas atraídas hacia una luz primordial.
Nadie habló. Nadie necesitó hacerlo.
Con manos temblorosas, tocaron sus hombros.
Sus brazos. Sus espaldas.
Los abrazaron, primero con miedo, luego con una entrega absoluta.
Y los que estaban más lejos se unieron a los primeros. Cuerpos contra cuerpos, hombro con hombro, almas apretadas como un círculo sagrado. Cerrando un refugio, un hogar, un corazón colectivo alrededor de sus tres hermanos. Y cuando el círculo se cerró… La luz estalló.
Un estallido azul como los abismos, rojo como las estrellas moribundas, terroso como el amanecer sobre un valle sin nombre. Una irradiación tan intensa y pura que incluso el omnisciente ojo de Tangaroa se contrajo como el de un animal herido. Cegado por el fulgor de aquella luz infinita, incapaz de soportar aquel destello nacido de la unión humana; el colosal ser divino retrocedió. Pero la grieta siguió abierta. Y a través de ella, todos vieron lo que ningún mortal había contemplado jamás: estrellas rotas, galaxias en espiral, ríos de luz, universos dentro de universos, infinitos latiendo en un horizonte eterno.
Pero del firmamento rasgado volvió el rugido. Un rugido tan poderoso que hizo vibrar los huesos, los mástiles, el propio mar. Más fuerte que antes. Más furioso. Más opresivo. Y entonces lo vieron. Unos dedos gigantescos, ciclópeos, surgieron entre los bordes de la grieta. Dedos hechos de tormenta, espuma y eternidad, apretando los márgenes del cielo como quien abre un viejo pergamino, rasgándolo, quebrándolo, deshaciendo la bóveda celeste como un simple papel.
Tangaroa había dicho basta. Venía a pisotear a aquellos mortales insolentes. A hundirlos en el abismo. A borrar su nombre. A extinguirlos. Venía a terminar lo que había empezado. Pero lo que no sabía, aquel ser que lo sabía todo, es que llegaba demasiado tarde.
Demasiado tarde para detener la súplica de la tierra, el aliento del fuego y el pulso del agua.
Sobre la cubierta del Red Viper, aquellos tres elementos: Vihaan, Grace y Yara, cobraron vida, mezclándose en un remolino invisible que subió por el aire como un suspiro colosal de un mundo recién nacido. La tierra de Vihaan vibró, tembló, envió un murmullo profundo al cielo. El fuego de Grace crepitó, ascendiendo en destellos rojos que perforaron la oscuridad. El agua de Yara se elevó como una columna viva, un brazo líquido que buscaba las alturas.
Y entonces… el firmamento respondió.
Algo se movió allá arriba. No una nube. Ni dos. Sino infinidad de ellas.
Pero no eran las nubes blancas de los días apacibles. No eran algodones en un cielo azul.
Eran nubes de tormenta. Negras, densas, furiosas. Nubes que parecían tener dientes, garras, y voluntad propia. Nubes que se retorcían sobre sí mismas con destellos eléctricos, como criaturas vivas nacidas del caos.
Los primeros truenos estallaron en un rugido que hizo vibrar el firmamento. La lluvia cayó sin aviso, sin aviso alguno, como si el cielo hubiera volcado un océano entero. Y los relámpagos descendieron de inmediato, veloces y afilados como lanzas celestiales. Descargaron toda su furia sobre las manos de Tangaroa. El primer impacto hizo brillar su piel divina con un destello blanco cegador. El segundo arrancó un chasquido brutal, un estallido eléctrico que incendió brevemente el horizonte. El tercero arrancó un rugido del propio Dios.
No era un rugido de rabia. Ni de autoridad. Ni de poder. Era un rugido de dolor.
Tangaroa, el eterno, el invencible, el incognoscible… retrocedió. Su gigantesca mano, electrocutada, tembló. Se crispó. Y finalmente se retiró al interior de la grieta, como si el propio cielo lo empujara de vuelta. Y entonces reapareció el enorme y descomunal ojo. Pero ya no era el ojo iracundo de un dios dominante. Era algo peor. Era un ojo lleno de una ira tan profunda, tan helada, que bastó un solo vistazo para que todos sintieran la columna vertebral congelarse por dentro. La sangre en sus venas se volvió hielo. El aire quemó sus pulmones. El corazón latió con un miedo antiguo. Pero allí, entre aquellos latidos de terror, nació algo más. Un sonido. Primero pequeño. Luego claro. Luego inconfundible… Una risa.
Una risa joven, divertida, descarada.
Una risa que no tenía derecho a existir en medio del reino de Tarangoa y aun así lo hacía, no por desafío sino porqué no entendía de derechos, o normas, o ordenes. Tan solo se sometía a una ley, simple y pura: la libertad.
Y con esa risa, tan burlona, tan jovial, tan desinteresada, tan olvidadiza… vino el viento.
No una brisa. No un soplo. Trajo con él un huracán.
El viento bajó del cielo con un bramido, girando con furia y júbilo, arremolinando las nubes negras como si fueran hojas secas. Las empujó con su soplo moviéndolas en círculos sobre la grieta, apretándose, cerrándose, estrujándose como si obedecieran a un único amo.
La furia de Tangaroa quedó sellada. Desde el otro lado del velo, lanzó un golpe colosal con su puño cerrado, pero la electricidad le devoró la piel divina, arrancándole un rugido interminable que lo obligó a retroceder. Furioso. Humillado. Porque por primera vez en su inmortal existencia había encontrado un rival que lo superaba.
El Perro, desde la cubierta del Madra Ifrinn, alzó el rostro. La lluvia le corría a chorros por las mejillas, por la barba, por la frente. Su pipa se apagó de golpe, escupiendo una espiral de humo que se disolvió en la tormenta. Aquel maldito irlandés que se jactaba de que jamás, nada ni nadie, podría pillarlo por sorpresa… ahora parecía un niño perdido, incapaz de comprender qué estaba viendo.
Pero cuando escuchó aquella carcajada inconfundible, cuando sintió ese viento que ninguno había sentido jamás… empezó a reír también. Una risa libre, desafiante, empapada de alivio.
- ¡Bishnu…! - bramó entre truenos y relámpagos - ¡El muy cabrón ha vuelto!
La furia del Ifrinn contrastaba con la calma del Español Errante. Diego de la Vega, eterno capitán de aquella fragata acompañada de leyendas, miró al cielo no con los ojos de la guerra, sino con la serena sonrisa de quien ha vivido siglos. Pero detrás de esa sonrisa había otra verdad: una pena silenciosa, casi imperceptible. La pena del condenado a vivir eternamente, del que intuye lo que está por llegar y aún no está preparado para recibirlo.
Y mientras el viento reía, porque sí, reía; moviéndose en todas partes y en ninguna a la vez, la cubierta del Red Viper empezó a desdibujarse lentamente. Yara, Grace y Vihaan fueron recuperando sus formas mortales. Y la tripulación, como despertando de un largo sueño bajo la lluvia, volvió a cobrar conciencia. Se observaron unos a otros, desconcertados, sin comprender del todo lo ocurrido… pero sintiéndolo, de alguna manera, en lo más profundo del pecho.
Drake y Ren ayudaron a Vihaan a ponerse en pie, y entonces vieron lo imposible: todo a su alrededor se había convertido en un jardín exuberante, lleno de plantas, flores, raíces y un césped esmeralda que jamás había existido en ninguna cubierta. El astrónomo agitó la cabeza, intentando aclarar la vista turbada, hasta que las formas dejaron de bailar y pudo ver con claridad. Allí, sobre la cubierta, a pocos pasos, alguien había aterrizado. Vio el bastón, el Mulakaboko… pero quien lo sujetaba no pertenecía a un rostro conocido.
No era el anciano sabio.
No era aquel saco de huesos borracho y charlatán.
No era Bishnu.
Continuará…