Un viaje inesperado

Capítulo 82 - No hay calma después de la tormenta, no para los piratas

La celebración era un vendaval de risas, gritos y lágrimas saladas. Las vísceras del monstruo aún goteaban de las velas, de los cañones, de la ropa y de los cuerpos. Goteaba por todos lados, como una lluvia tardía; mientras, los mortales celebraron. Cubiertos en sangre, rugiendo furiosos, como si acabaran del llegar al mundo, como si hubieran nacido de nuevo. Grace no podía dejar de temblar, pero no era el miedo el que empujaba sus lágrimas; era el temblor de la vida después de haber rozado la muerte tan de cerca.

Yara y ella se abrazaban con fuerza, el rostro de ambas hundidos en sus hombros, sollozando como dos niñas pequeñas, pero ancianas a la vez. Grace sintió sus lágrimas recorrerle el rostro. Eran tibias, sinceras, casi dulces a pesar del sabor metálico que impregnaba el aire por completo.
  • Lo hemos logrado, hermana… - susurró, apenas audible - Lo hemos… logrado.
Pero entonces algo cambió. Un silencio interno, un vacío repentino en el cuerpo que Grace estaba abrazando. Yara dejó de respirar. Fue una quietud absoluta, tan abrupta que sintió el frío antes de comprenderlo. Levantó las manos, lentamente, como si temiera romper algo frágil, y apartó la cabeza de su hombro.

Lo que vio la mató por dentro.

Yara estaba blanca.
No pálida: blanca, como la piel fría y marmórea de Yrsa bajo la luz de la luna.
Los ojos abiertos de par en par, sin pestañear, tan dilatados que parecían dos pozos sin fondo.
La boca desencajada, tensa, inmóvil, congelada en un grito que nunca llegó a salir de sus entrañas.

Y lo peor de todo: no la miraba a ella.
Yara miraba más allá, miraba hacia arriba.
Hacia el firmamento.

Sus ojos fijos, clavados, aterrados por algo que no tenía nombre.
Su pulso apagado, como si aquella visión la hubiera fulminado al instante.
Su respiración detenida por la ausencia de aire.
Y al instante, Grace notó que su propio aliento se quebraba.

Sintió que no quería mirar.
Sintió que no debía mirar.

Pero se giró igualmente. Muy despacio. Como si cada grado del cuello la acercara a una verdad que el alma humana no estaba hecha para soportar. Y entonces cayó. Su cuerpo se desplomó sin aviso, sin control, como si una mano invisible le hubiera arrebatado la fuerza, el aire, la voluntad.

Golpeó la cubierta con sus rodillas.
Un sonido seco antes de que el mundo cambiara.
Se quedó blanca como Yara. Los ojos abiertos, dilatados.
La boca desencajada, tensa, inmóvil.


El cielo se había desgarrado, ante ella.
No se abrió: Se rasgó.
Como un pergamino viejo atravesado por un abrecartas divino.

La herida celeste se expandió con un chirrido que no debería existir, un sonido agudo y grave a la vez, un llanto del propio firmamento. Tras esa grieta, emergió un ojo. Un ojo inmenso. Un ojo que no observaba: juzgaba. Lleno de cólera primigenia, de hambre, de una inteligencia tan vasta que hacía que el concepto de muerte pareciera un consuelo.

El mar se detuvo, bajo sus pies.
No se calmó: se detuvo.
Congelado, inmóvil, como un charco estancado.

El cuerpo sin vida del monstruo, aquel amasijo roto de carne y entrañas, descendió hacía las profundidades. Como si una mano colosal lo arrastrara hacía el corazón del abismo. Y al mismo tiempo, como si fuera una transacción en un mercado de puerto. Fue sustituido por una oscuridad absoluta. Aguas negras. Oscuras como la noche. Muertas en vida.

El viento dejó de soplar, a su alrededor.
No decreció: murió.
Y al hacerlo, sintió morir con él.

Las velas se deshincharon, como pulmones gigantes que ya no pueden seguir respirando. La ausencia de la brisa provocó una sensación inmediata de ahogamiento. Como si faltara el aire, como si la vida misma se apagara de golpe. El silencio lo invadió todo, trayendo con él una desesperanza que se podía tocar, saborear, que palpitaba dentro de cada corazón.

El sol se apagó, sobre ella.
No se ocultó: desapareció.
Tragado por una noche súbita y glacial.

El poderoso astro, ese fuego eterno que había ardido desde los albores de la humanidad, se despidió como un viajero que proclama su último adiós. No fue un eclipse momentáneo. Fue la funesta sensación, de que jamás volvería a verlo de nuevo. El frio y la oscuridad fueron tan repentinos, que nadie pudo seguir sonriendo y celebrando. El sol desapareció y con él se llevó la voluntad de los mortales.

Y en ese instante.
En esa quietud absoluta donde nada respiraba salvo el terror…
Grace oyó una voz.

No entró por sus oídos. No vibró en el aire.
La sintió dentro, como si sus huesos la escucharan, como si su sangre la tradujera, como si su corazón no pudiera latir hasta que la voz terminara de hablar.

Una voz eterna.
Una voz sin edad.
Una voz que existía antes del mundo y que… cuando dejara de existir, arrastraría al mundo con ella.
Una voz enfurecida, colérica, tirana y absoluta.
La voz de un Dios que… Reclamaba venganza.

Grace tembló al escucharlo. Se resquebrajó por dentro al entenderlo.
Al fin comprendió, demasiado tarde esta vez y sin esperanza alguna albergada en su corazón, que no habían vencido a Tangaroa…
Que no habían vencido a ningún Dios…

Tan solo habían matado a su mensajero en la tierra.

En medio de aquel mundo muerto, suspendido entre un instante y el fin de todos los instantes, el verdadero creador de la bestia caída reclamó lo que consideraba suyo. No llegó: se impuso. Su presencia no descendió del cielo; lo sustituyó. Donde antes había nubes, aire, luz o esperanza, ahora solo había la conciencia inmensa y furiosa de un ser que tenía el derecho divino de someterlo todo bajo su voluntad.

Grace quiso levantarse. Quiso gritar. Quiso alzar de nuevo el sable al aire, reunir a los suyos, llamar a sus valientes para otra carga suicida, otra última pelea. Pero sus músculos no respondieron. Su voz no nació. Su cuerpo dejó de pertenecerle.
Y lo más aterrador de todo: era consciente de ello.

Sabía que estaba atrapada dentro de sí misma, que su cuerpo no obedecía porque algo infinitamente superior la estaba obligando a obedecerlo, a él. La descomunal pupila se movía nerviosa a través del cielo desgarrado, recorriendo el mundo como un rey verdugo que busca al condenado que ha osado insultarlo. Iba de un extremo al otro del planeta, con una velocidad imposible, como si el propio cielo se contrajera a su voluntad.

Buscaba al responsable. Al culpable. Al mortal que había tenido la osadía de desafiarlo.
Y de golpe… su mirada se detuvo. Fija. Imposible. Irascible. La mirada divina apuntó directamente a la cubierta del Red Viper.
Aquella pupila colosal, aquel iris celestial atravesado de luz y tempestad, hizo que todos sintieran cómo un terror primario, atávico, anterior incluso a la palabra “miedo”, brotara desde lo más hondo de sus corazones. Era algo peor que la muerte, más cruel que la condena, más insoportable que la prisión. Era una idea pura, absoluta… El sufrimiento eterno. El castigo sin fin, el dolor que no se acaba jamás. La ira de los dioses caía sobre ellos. Y aquellos mortales, que un instante antes habían celebrado, que habían reído bajo la lluvia de vísceras creyéndose vencedores, comprendieron en un latido que estaban equivocados. Que su victoria no había sido más que un prólogo. Que su desafío apenas había comenzado.

Y supieron, con esa claridad perfecta que otorga el terror absoluto, que ningún mortal, por muy testarudo, por muy valiente, por muy indomable que fuera, podría jamás vencer a lo eterno.

Grace no podía apartar la mirada de la grieta divina. Quería hacerlo. Quería cerrar los ojos, hundir la cara en el suelo, arrancarse la visión, estaba dispuesta a cualquier cosa. Pero algo ajeno a su voluntad, algo que no residía en su carne ni en su espíritu, la mantenía encadenada, clavada, expuesta. Y, sin necesidad de mirar alrededor, supo que todos los demás estaban pasando por lo mismo. Los hombres, las mujeres, los hermanos, los valientes, los pecadores…

Todos estaban atrapados en el mismo yugo invisible.
Todos miraban. Todos temblaban. Todos esperaban.
Y Tangaroa, desde la herida en el cielo, los juzgaba sin compasión.

La cubierta del Red Viper era un museo de cera viviente.

La capitana, todavía de rodillas, tenía una mano clavada en la madera empapada de sangre y la otra en el aire, como si fuera a abrazar a Yara de nuevo. Su rostro seguía torcido por el llanto reciente, pero ahora sus lágrimas no caían: quedaban suspendidas en sus pestañas como cristales inmóviles.

Yara, que un segundo antes se aferraba al abrazo, estaba erguida de forma antinatural, con el torso tenso y los brazos ligeramente abiertos, como si algo invisible la hubiera arrancado de la emoción y la hubiera dejado convertida en una estatua de cera. La boca desencajada, los ojos demasiado abiertos, el alma empujada al borde del abismo.

Yrsa, que celebraba alzando a Bum-Bum a modo de trofeo, quedó congelada en mitad del gesto. El niño descansaba sobre su hombro, su sonrisa feroz aún mostraba los dientes, pero su diminuto pecho no respiraba. La nórdica, por su lado, parecía más una montaña que un ser vivo, pero incluso una montaña no tendría aquella expresión de horror atrapado.

MacFarlane, enfrente del timón aún empapado de vísceras, había intentado mirar al horizonte para gritar junto a los suyos. Ahora su rostro miraba al vacío, con la mandíbula apretada y el brazo alzado, la hoja de una de sus mujeres detenida en un ángulo imposible, como si apuntara a un enemigo que ya no existía.

Isabella, que había caído sentada entre redes, estaba petrificada con las manos aún cubriéndose la cara. Sus dedos temblaban un segundo antes de quedar inmóviles; la mitad de su rostro se ocultaba detrás de ellos, pero el ojo visible reflejaba la luz del dios como un animal acorralado.

Akuma, que estaba ayudando a un marinero herido a levantarse, quedó atrapada en aquel acto. Su brazo seguía bajo la axila del hombre, sus músculos tensos, la boca abierta como si fuera a decirle “ya estás a salvo”. El herido, con la cabeza apoyada contra su hombro, también estaba petrificado, con una mueca de dolor transformada ahora en un rictus eterno.

Cortés, que reía con una jarra en la mano, quedó detenido en mitad de la carcajada. La espuma derramada de su bebida quedó suspendida en el aire, como un collar de gotas inmóviles. Sus ojos, que un instante antes brillaban con vida, ahora eran espejos que solo mostraban el terror impuesto.

Halcón, el vigía, seguía trepado a media altura del mástil. Tenía una mano estirada hacia arriba, la otra firmemente aferrada a la cuerda. Había girado la cabeza, quizás para llamar a alguien o para señalar algo. Su cuerpo, suspendido, había quedado congelado como un látigo detenido a mitad del movimiento.

Los marineros, todos sin excepción, esparcidos por la cubierta, quedaron en mil posturas distintas: algunos aún levantando armas al cielo en señal de victoria, otros sentados, borrachos o exhaustos; otros abrazándose, otros limpiándose la sangre de la cara. Todos inmóviles. Todos convertidos en figuras de un cuadro trágico e imposible. El mar, que hacía un instante rugía con la furia de una tormenta viva, ahora era un espejo muerto. Las olas, detenidas a medio romper contra el casco. La espuma, suspendida en el aire como nieve que se negó a caer. El viento, detenido en pleno soplo, con velas medio hinchadas que ya no volvían a su sitio. Y sobre todos ellos, sobre cada cuerpo paralizado y cada respiración arrancada, el ojo del dios seguía mirando.

Nadie podía hacer nada más que existir en ese instante eterno, atrapado entre la vida y la condena. Nadie… excepto uno. El hombre que llevaba colgado del cuello el Lazo del Clan.

El guerrero elegido por la tierra.
Vihaan Suryanarayanan.

Mientras todos quedaban convertidos en estatuas vivientes, Vihaan sintió algo distinto. No una liberación, no una fuerza divina… sino una resistencia hecha de roca y tierra. Una grieta diminuta en el poder absoluto del dios. Y por esa grieta, su voluntad se aferró como una raíz que rompe la piedra.

Primero movió un dedo. Después, la mano entera tembló. Y entonces, con un gruñido que nadie pudo oír, su cuerpo se desplomó hacia adelante, venciendo la rigidez impuesta por el cielo desgarrado. Avanzó arrastrándose, pegado a la cubierta como un soldado que gatea bajo el fuego enemigo, pero esto era peor que cualquier batalla que hubiera librado. Sus codos golpeaban la madera empapada, cada impacto retumbando hasta el tuétano. Sus rodillas se deslizaban por la sangre aún tibia de la bestia, dejando dos surcos lentos y agónicos. Su cuerpo pesaba como si llevara atados mil barcos hundidos. Cada articulación era un tronco fosilizado, incapaz de doblarse sin que el dolor le desgarrara los nervios. Avanzar un centímetro era como recibir un disparo. Respirar era intentar llenar unos pulmones aplastados por una montaña.

Pero no se detuvo.
No podía.

El dios rugía sin voz desde el cielo desgarrado; el océano inmóvil era un cadáver.
Y aun así, Vihaan siguió avanzando, metro a metro, golpe a golpe, arrastrando toda su vida con él. Le faltaba el aire. La cabeza le latía como si mil cuchillas le punzaran el cráneo. El corazón le ardía con cada latido que conseguía arrancarle a la parálisis divina.

Pero sus ojos…
Sus ojos no miraban al dios. Ni a la grieta celestial.
Ni al horror que congelaba el mundo.

Miraban algo más importante.
A la única razón por la que todavía podía moverse.

La miraban a ella.
A Grace.

A la mujer que amaba.

Y así, como un moribundo que se arrastra con su último aliento hacia la luz, Vihaan avanzó hacia ella. Un paso. Otro. Otro más. No para desafiar al dios. No para ser un héroe. Sino para llegar a su lado, aunque fuera el último acto de su vida.

Tangaroa lo vio. Lo vio con su ojo que todo lo ve, desde la grieta abierta en el firmamento como una herida infectada por la luz de otro mundo. Lo observó arrastrarse, avanzar, desafiar lo imposible. Y por un leve, casi imperceptible instante, la sombra de su ceja colosal pareció alzarse. Por un mísero segundo, el omnipotente dios… se sorprendió.

Sintió algo para lo que ninguna eternidad lo había preparado.
Una sensación extraña, anticósmica, impura.
Sintió lo imprevisible. Aquello que solo pertenece a los mortales.

Tangaroa era uno entre muchos. Miembro de una estirpe celestial que había reinado desde que la primera garganta humana inventó el concepto de plegaria. Seres hechos de fe acumulada, de mitos repetidos, de sacrificios, de himnos, de cánticos y terrores. Nacidos y multiplicados por templos, misas y ceremonias. Eternos, insaciables, perfectos.

Ellos no vivían en el tiempo, lo leían. No caminaban la historia, la revisaban como un libro cuyos capítulos podían empezar por el final y acabar en el principio. Todo lo que es, fue o será estaba desnudo ante ellos. Pero ahora…

Ahora, sobre aquel océano muerto que los humanos, en su insignificancia, llamaban Pacífico, Tangaroa contempló lo imposible.
Algo que no estaba en los cantos. Algo que no figuraba en las tablillas antiguas.
Algo que no había sido previsto en los hilos del destino. Algo que no debía ocurrir, pero ocurría.

La voluntad de un corazón humano.
  • G… Gr… - Las palabras de Vihaan salían de su garganta como un derrumbe, como una montaña partiéndose en dos - Grrr… Grace…
Su voz era un puñado de piedras desgajándose cuesta abajo, pero aun así se abrió paso. Llegó hasta ella y alzó la mano. Sus dedos temblaban como ramas bajo un huracán. Cada tendón era un hierro ardiendo. Pero la alzó de todos modos. La levantó, intentando alcanzar el muslo de ella, como si ese simple contacto fuera la única verdad que necesitaba. Al levantar la cabeza, un dolor monstruoso le atravesó la columna. Sintió las vértebras crujir como si fueran a estallar y esparcirse en mil pedazos. Y aun así miró.

Miró a Grace. La observó un instante: Paralizada, petrificada, con la piel fría, los labios inmóviles, la mirada abierta en un rictus de horror absoluto. Un rostro que habría gritado si el tiempo no hubiese sido degollado. Y Vihaan, a pesar del dios que lo aplastaba, a pesar del cielo roto, a pesar del abismo que los engullía, sonrió con los ojos.

Porque incluso al borde de la aniquilación, incluso en la presencia de un ser eterno…
su corazón aún sabía adónde ir.

Tangaroa rugió. El grito de un Dios que no era benevolente. ¿Cómo podía moverse aquel ser diminuto? ¿Cómo era posible que, bajo el peso absoluto de su voluntad, de la voluntad de un dios, aquel mortal siguiera avanzando?

Lo observó con su pupila colosal, incrédula, irritada. Aquel hombre no era nada. Un mísero grano de arena en el desierto eterno. Un soplo de vida que desaparecería sin dejar huella en la eternidad del tiempo. Su alma era finita, su carne débil, su aliento frágil. Y aun así, avanzaba.

Avanzaba contra Él. Contra su peso, contra su ira, contra su ley.
No. No era posible. ¿Cómo iba a serlo?

Había visto imperios nacer y caer como hojas muertas. Había devorado civilizaciones enteras. Había sido testigo del destino de miles de generaciones, de las plagas, de las hambrunas, de las guerras, de los amaneceres y los finales. Conocía todos los nombres que serían escritos y todos los que jamás serían pronunciados. Conocía los senderos del futuro como el artesano conoce las vetas de su madera. No existía acto humano que Él no pudiera anticipar, prever o moldear.

Pero aquello…
aquel avance doloroso, imposible, aquel temblor que desafiaba lo eterno…
No estaba escrito. No podía existir.

Tangaroa buscó en los hilos del tiempo, como quien rasga frenéticamente un pergamino en busca de una frase que recuerda haber visto. Miró hacia atrás, hacia delante. Desde el principio, hasta el final. Pero no encontró nada. Nada que explicara esa resistencia. Nada que justificara el poder de aquel mortal. Hasta que… Lo recordó.

Y al recordarlo, lo comprendió. Lo hizo con el pavor silencioso de quien descubre una grieta en su propia inmortalidad. Había algo que los dioses no podían controlar. Algo que no nacía de los rituales, ni de los templos, ni de las plegarias. Algo que no se alimentaba de incienso ni de sacrificios. Algo que no se podía medir, ni prever, ni gobernar.

El amor.

Esa fuerza indomable que ni los cielos podían domesticar. Esa llama antigua que ardía sin lógica, sin límites, sin obedecer a ningún destino, a ninguna verdad. Tangaroa lo recordó, aunque los dioses no deberían hacerlo.

Recordó a Orfeo, quien descendió al mundo de los muertos buscando a Eurídice, su esposa arrebatada por una serpiente y por los caprichos del destino. El músico caminó entre sombras hambrientas de almas y aullidos de condenados. Recorrió aquel sendero que ni los propios dioses se atrevían a recorrer. Pero él siguió tocando su lira, y su música, alimentada por el amor más feroz, hizo llorar al propio Hades. La muerte misma cedió. Nadie había logrado algo así. Nadie volvió jamás con un alma amada del reino de los muertos.

Recordó a Angela Cavallo, la madre que desafió las leyes de la física. Que demostró que la fuerza humana no entiende de límites. Su hijo había quedado atrapado bajo un Chevrolet Impala, dos toneladas de hierro muerto que ni tres hombres podrían mover. Ella lo vio, gritó su nombre… y algo dentro de su alma explotó. Las manos se le clavaron en el chasis como garras, los músculos temblaron, las lágrimas le quemaron los ojos; y sin embargo, levantó el coche. No lo sostuvo por un suspiro, sino por eternos segundos hasta que dos vecinos llegaron y sacaron al muchacho.
Los médicos lo dijeron después: “no hay explicación fisiológica”. Pero todos sabían la verdad. Fue amor, desnudo y brutal, convertido en fuerza divina.

Recordó a Ernest Shackelton. Que no estaba impulsado por gloria ni ambición cuando partió en una barca de seis metros hacia uno de los mares más letales del planeta. Sus hombres habían quedado varados en una isla antártica, rodeados de hielo y condenados a una muerte lenta.
Shackleton no podía permitirlo. Durante dos semanas luchó contra olas como montañas, viento que arrancaba el aliento y frío que quemaba los huesos. Todo por mantener una promesa: “Los traeré a todos de vuelta.” Y lo hizo. Los rescató, a cada uno de ellos. Porque el amor por su gente fue más fuerte que el océano.

Recordó a la enfermera que cruzó Hiroshima, tras la explosión. Mientras la ciudad ardía y el aire era radiactivo, la joven enfermera Yoshida Hatsue avanzó por un paisaje infernal buscando a su marido, convencida de que podía estar vivo entre los escombros. Se abrió paso entre llamas, cadáveres carbonizados y silencio absoluto. Su piel se quemaba, su respiración fallaba, cada paso era una sentencia. La encontraron días después aún buscando, con media voz y una sola idea: “Debo encontrarlo.” No lo hizo, pero la odisea se convirtió en símbolo de que ni la destrucción total de una ciudad pudo aplastar su amor.

Recordó aquella madre cuyo nombre el tiempo había olvidado, la madre anónima que cruzó el Mediterráneo con su bebé en brazos. En una noche sin luna, en un bote sobrecargado, una mujer siria mantuvo a su bebé sobre la cabeza mientras el agua invadía la embarcación. Cuando las olas golpeaban, ella se hundía más para que el niño se mantuviera seco. Llegó exhausta, casi inconsciente, pero el bebé, milagrosamente, estaba sano. Los rescatistas lo recordaron después: “Se estaba ahogando ella para que el niño flotara.” Ninguna ley, dios o mar pudo detener ese impulso elemental.

Recordó al Samurai que rompió su voto. Un hombre recto y leal que juró nunca desenvainar su espada fuera del deber. Pero cuando su esposa fue secuestrada por un clan rival, ese juramento se volvió polvo. Atravesó campos, aldeas y ventiscas para rescatarla, enfrentó solo a quince hombres y sobrevivió. Cuando la encontró, herida pero viva, dejó su espada y nunca volvió a luchar. Tan solo dijo: “Mi vida era el deber… hasta que descubrí algo más importante”

Recordó a Wesley Autrey y el salto al metro. No era su hijo, ni su hermano, ni su amigo. Era un completo desconocido convulsionando sobre las vías del metro de Nueva York. El tren llegaba.
Cualquiera habría gritado por ayuda. Él saltó. Cubrió el cuerpo del joven con el suyo, hundiéndolos en la estrecha zanja entre los raíles. El tren pasó sobre ellos, rozando su gorra. Cuando le preguntaron por qué lo hizo, respondió: “Porque tenía a mis hijas conmigo y quería que supieran lo que es ser humano.”

Eran historias humanas. Historias que los mortales habían contado junto al fuego, que habían leído en periódicos, que oirían en la radio o verían en la televisión. Historias que los dioses escuchaban… con cierta inquietud. Porque en todas había un hilo que se repetía, incómodo, imprevisible, peligroso: Cuando un humano ama, es capaz de romper las leyes del mundo.

Y ahora, allí, sobre un mar detenido y un cielo desgarrado, Tangaroa lo veía con una certeza insoportable: Ese hombre arrastrándose hacia la mujer que amaba… no era un mortal más. Era la prueba viviente de la única fuerza ante la cual incluso los dioses debían temblar.

Grace, paralizada por el poder de Tarangoa, sintió algo extraño. Algo que no provenía de aquella fuerza omnipotente que la mantenía suspendida en un vacío sin tiempo. Sintió calor humano. Una mano temblorosa, frágil, casi moribunda… pero con un amor tan intenso que la atravesó como una llamarada. Aquel simple contacto la devolvió al mundo. La trajo a casa.

Con un esfuerzo que no parecía propio de un cuerpo vivo, bajó la mirada. Y lo vio. Vihaan se arrastraba por el suelo, al borde de la muerte, al filo mismo del abismo. Su pecho se sacudía en espasmos, sus músculos parecían romperse con cada avance, pero aun así seguía. Centímetro a centímetro. Vida contra muerte. De pronto, el silencio se quebró. El mundo regresó como un golpe de agua fría al salir a la superficie. Grace lo escuchó al fin. Los gritos.

Gritos de un dolor imposible, un dolor que ningún ser humano debería soportar. Vihaan gritaba, desgarrado, desesperado… y aun así, no se detenía. Su mano derecha seguía clavada en su muslo para impulsarse, arrancándose la piel para avanzar. Pero la izquierda… la izquierda se alzaba en dirección a Yara, temblando como la rama de un árbol en mitad de una tormenta, intentando alcanzarla, intentando salvarla.

Grace no entendió qué pretendía hacer. Y cuando Vihaan por fin consiguió rozar el tobillo de Yara, tampoco entendió por qué ese gesto, pequeño, insignificante en apariencia, arrancó de su pecho un escalofrío ancestral. Pero en cuanto sus dedos, sangrientos y quebrados, la alcanzaron, algo ocurrió. Algo despertó. No fue un trueno. No fue magia. No fue un milagro. Fue una fuerza primigenia, un estallido que por una fracción de segundo: una chispa, un relámpago hendiendo el firmamento; la hizo sentir más poderosa que cualquier fuerza divina.

Vihaan, clavado al suelo como una raíz eterna, tendió un puente entre ellos tres.
Un lazo. Un abrazo de mundos. La tierra llamó al mar. El mar llamó al fuego. Y cada elemento acudió, recordando a los otros quiénes eran, como hermanos separados demasiado tiempo.

Y entonces, Yara tembló.
Primero levemente, como si algo dentro de ella intentara despertar. Luego con violencia, con un temblor que parecía romperle los huesos desde dentro. El Èkó de Yemayá explotó desde su pecho en un azul profundo, hermoso, cegador. La luz se derramó por su piel como tinta viva, y su cuerpo empezó a agitarse como las olas del océano en mitad de un ciclón, no las dóciles que lamen la orilla, sino las que engullen fragatas, destrozan mástiles y devoran barcos enteros.

Su aliento se volvió marea. Su piel dejó de ser piel.
Yara se deshacía en agua embravecida, su forma humana rompiéndose para convertirse en mar.

Grace sintió entonces que algo dentro de ella también cedía.
Su piel se resquebrajó como una armadura antigua, como una carcasa destinada a romperse.
Y cuando finalmente lo hizo, ardió. No era metáfora. Ardió de verdad.

Su cuerpo se encendió como brasas vivas. Sus cabellos rojizos se elevaron en el aire como serpientes de fuego indómitas. El Vorial Shardeth, que reposaba en su bolsillo, se encendió con un estallido, quemando la tela antes de caer al suelo del Red Viper. La madera chisporroteó al contacto con aquella llama sagrada.

Vihaan permanecía inmóvil, pero su cuerpo dejó de ser humano. De su piel brotaron raíces, gruesas, potentes, vivas, que se hundieron en las tablas del barco y abrazaron el Vorial Shardeth antes de que siguiera quemándolo todo. Se extendieron con hambre hacia el agua del Èkó, absorbiéndola, alimentándose de ella. Su piel se convirtió en tierra rojiza, en arcilla, en roca viva que latía al ritmo del mundo. Era tierra, agua y fuego, unidos en un único y desgarrado cuerpo.

Y entonces, el mar, ese mar detenido, petrificado por la voluntad de Tangaroa; volvió a moverse.
El sol, que había sido apagado por la furia del dios, volvió a encenderse, obstinado, como un animal herido que se niega a morir. Y uno a uno, los cuerpos rígidos sobre la cubierta empezaron a despertar. Cortés abrió los ojos con un espasmo. Akuma tensó los dedos como si acabara de volver de un naufragio. Yrsa soltó un jadeo que sonó a renacer. Bum-Bum, MacFarlane, todos…

Como si la vida regresara arrancando de los dientes de la muerte lo que le pertenecía.
Como si los elementos devolvieran la esperanza a un mundo en ruinas.

Pero algo faltaba.
Algo que no quería volver.
El aire seguía inmóvil.
El viento no regresaba.

El mundo aún no respiraba.

Vihaan y Yara lo intentaban. Gritaban su nombre, reclamaban su presencia como dos almas que llaman al hermano perdido. Pero Bishnu no volvía. Kāmara, el viento eterno, se negaba a regresar. Seguía ofendido, dolido, aún rugiendo en silencio por la traición de sus propios hermanos. No perdonaba que Vraj y Amara lo hubieran encerrado en aquel cofre maldito, lejos del cielo que era su hogar y su reino.

Grace fue la que lo llamó con más furia. La que lo exigió. La que lo ordenó.
El fuego dentro de ella ardía como un sol recién nacido, y su voz, quebrada, desesperada, inmensa, se alzó como lo haría Mahadya, el Gran Horizonte, cuando llama a su hijo rebelde para que regrese al hogar del que nunca debería haber huido. Era un grito antiguo, primario, materno.
El llamado de la creadora a su criatura.

Pero ni siquiera así Bishnu respondía.

El viento seguía viajando sin rumbo, atravesando el mundo como un muchacho despreocupado y sin memoria. Amaba a su madre, sí, con un amor feroz e insondable, como todo hijo que sabe que fue hecho de luz y esperanza. Pero su naturaleza era esa: inestable, indómito, libre hasta el delito.

Vihaan, Yara y Grace ardían, fluían y enraizaban.
Uniendo al mundo. Trayendo a los vivos desde el borde del abismo.

Pero el viento…
El viento seguía ausente.

Y entonces, ocurrió. Como si una única idea, una chispa compartida, se hubiera encendido al mismo tiempo en cada mente, toda la tripulación empezó a moverse. Lentos al principio, como si emergieran de un sueño profundo. Pero firmes. Decididos. Luchando todavía contra el peso infinito de la voluntad divina de Tangaroa que intentaba anclarlos de nuevo a la madera, convertirlos otra vez en estatuas de carne.

Desde el horizonte, no muy lejos, Diego y los suyos también despertaban. Amarrados a la borda, cubiertos de sal y espanto, se incorporaban uno por uno, sacudiéndose la quietud de siglos que Tangaroa había pretendido imponerles. Y en el Madra Ifrinn, la escena era la misma. Hombres y mujeres de acero, curtidos por mares imposibles, se aferraban a las sogas, a los mástiles, a los cañones. Todos despertaban, confundidos, sobrecogidos, sin comprender la magnitud de aquello que renacía en la cubierta del Red Viper.

En medio de la cubierta ensangrentada, donde hacía apenas instantes reinaban la muerte y el silencio eterno, Vihaan, Yara y Grace se alzaban como un Éden resucitado. Un triángulo imposible. Tan hermoso que algunos lloraron al verlo. Un altar vivo formado por agua, tierra y fuego. Yara temblaba, su cuerpo convirtiéndose en agua pura, en marea sagrada. Vihaan permanecía firme, vuelto raíz y montaña, un promontorio antiguo hecho de arena, roca y tierra fértil. Grace ardía como una hoguera eterna, una llama que no destruía, sino que iluminaba, resucitaba, despertaba.

A su alrededor, el aire vibraba con colores que el mundo jamás había visto. La imagen era tan sobrecogedora, tan llena de promesas de paz, amor y regreso, que los tripulantes del Red Viper, aún aturdidos por la batalla y por el terror divino, comenzaron a acercarse, uno a uno, como polillas atraídas hacia una luz primordial.

Nadie habló. Nadie necesitó hacerlo.
Con manos temblorosas, tocaron sus hombros.
Sus brazos. Sus espaldas.
Los abrazaron, primero con miedo, luego con una entrega absoluta.
Y los que estaban más lejos se unieron a los primeros. Cuerpos contra cuerpos, hombro con hombro, almas apretadas como un círculo sagrado. Cerrando un refugio, un hogar, un corazón colectivo alrededor de sus tres hermanos. Y cuando el círculo se cerró… La luz estalló.

Un estallido azul como los abismos, rojo como las estrellas moribundas, terroso como el amanecer sobre un valle sin nombre. Una irradiación tan intensa y pura que incluso el omnisciente ojo de Tangaroa se contrajo como el de un animal herido. Cegado por el fulgor de aquella luz infinita, incapaz de soportar aquel destello nacido de la unión humana; el colosal ser divino retrocedió. Pero la grieta siguió abierta. Y a través de ella, todos vieron lo que ningún mortal había contemplado jamás: estrellas rotas, galaxias en espiral, ríos de luz, universos dentro de universos, infinitos latiendo en un horizonte eterno.

Pero del firmamento rasgado volvió el rugido. Un rugido tan poderoso que hizo vibrar los huesos, los mástiles, el propio mar. Más fuerte que antes. Más furioso. Más opresivo. Y entonces lo vieron. Unos dedos gigantescos, ciclópeos, surgieron entre los bordes de la grieta. Dedos hechos de tormenta, espuma y eternidad, apretando los márgenes del cielo como quien abre un viejo pergamino, rasgándolo, quebrándolo, deshaciendo la bóveda celeste como un simple papel.

Tangaroa había dicho basta. Venía a pisotear a aquellos mortales insolentes. A hundirlos en el abismo. A borrar su nombre. A extinguirlos. Venía a terminar lo que había empezado. Pero lo que no sabía, aquel ser que lo sabía todo, es que llegaba demasiado tarde.

Demasiado tarde para detener la súplica de la tierra, el aliento del fuego y el pulso del agua.
Sobre la cubierta del Red Viper, aquellos tres elementos: Vihaan, Grace y Yara, cobraron vida, mezclándose en un remolino invisible que subió por el aire como un suspiro colosal de un mundo recién nacido. La tierra de Vihaan vibró, tembló, envió un murmullo profundo al cielo. El fuego de Grace crepitó, ascendiendo en destellos rojos que perforaron la oscuridad. El agua de Yara se elevó como una columna viva, un brazo líquido que buscaba las alturas.

Y entonces… el firmamento respondió.
Algo se movió allá arriba. No una nube. Ni dos. Sino infinidad de ellas.
Pero no eran las nubes blancas de los días apacibles. No eran algodones en un cielo azul.

Eran nubes de tormenta. Negras, densas, furiosas. Nubes que parecían tener dientes, garras, y voluntad propia. Nubes que se retorcían sobre sí mismas con destellos eléctricos, como criaturas vivas nacidas del caos.

Los primeros truenos estallaron en un rugido que hizo vibrar el firmamento. La lluvia cayó sin aviso, sin aviso alguno, como si el cielo hubiera volcado un océano entero. Y los relámpagos descendieron de inmediato, veloces y afilados como lanzas celestiales. Descargaron toda su furia sobre las manos de Tangaroa. El primer impacto hizo brillar su piel divina con un destello blanco cegador. El segundo arrancó un chasquido brutal, un estallido eléctrico que incendió brevemente el horizonte. El tercero arrancó un rugido del propio Dios.

No era un rugido de rabia. Ni de autoridad. Ni de poder. Era un rugido de dolor.
Tangaroa, el eterno, el invencible, el incognoscible… retrocedió. Su gigantesca mano, electrocutada, tembló. Se crispó. Y finalmente se retiró al interior de la grieta, como si el propio cielo lo empujara de vuelta. Y entonces reapareció el enorme y descomunal ojo. Pero ya no era el ojo iracundo de un dios dominante. Era algo peor. Era un ojo lleno de una ira tan profunda, tan helada, que bastó un solo vistazo para que todos sintieran la columna vertebral congelarse por dentro. La sangre en sus venas se volvió hielo. El aire quemó sus pulmones. El corazón latió con un miedo antiguo. Pero allí, entre aquellos latidos de terror, nació algo más. Un sonido. Primero pequeño. Luego claro. Luego inconfundible… Una risa.

Una risa joven, divertida, descarada.
Una risa que no tenía derecho a existir en medio del reino de Tarangoa y aun así lo hacía, no por desafío sino porqué no entendía de derechos, o normas, o ordenes. Tan solo se sometía a una ley, simple y pura: la libertad.

Y con esa risa, tan burlona, tan jovial, tan desinteresada, tan olvidadiza… vino el viento.
No una brisa. No un soplo. Trajo con él un huracán.

El viento bajó del cielo con un bramido, girando con furia y júbilo, arremolinando las nubes negras como si fueran hojas secas. Las empujó con su soplo moviéndolas en círculos sobre la grieta, apretándose, cerrándose, estrujándose como si obedecieran a un único amo.

La furia de Tangaroa quedó sellada. Desde el otro lado del velo, lanzó un golpe colosal con su puño cerrado, pero la electricidad le devoró la piel divina, arrancándole un rugido interminable que lo obligó a retroceder. Furioso. Humillado. Porque por primera vez en su inmortal existencia había encontrado un rival que lo superaba.

El Perro, desde la cubierta del Madra Ifrinn, alzó el rostro. La lluvia le corría a chorros por las mejillas, por la barba, por la frente. Su pipa se apagó de golpe, escupiendo una espiral de humo que se disolvió en la tormenta. Aquel maldito irlandés que se jactaba de que jamás, nada ni nadie, podría pillarlo por sorpresa… ahora parecía un niño perdido, incapaz de comprender qué estaba viendo.

Pero cuando escuchó aquella carcajada inconfundible, cuando sintió ese viento que ninguno había sentido jamás… empezó a reír también. Una risa libre, desafiante, empapada de alivio.
  • ¡Bishnu…! - bramó entre truenos y relámpagos - ¡El muy cabrón ha vuelto!
Los cachorros, igual de confundidos, alzaron la vista al cielo. En ese instante cualquiera habría jurado que no eran marineros, sino una manada de lobos. Cuellos erguidos hacia el firmamento, como si esperaran la llamada de una luna invisible. Nadie supo quién fue el primero, pero el aullido brotó como un canto sagrado. Un aullido unánime, el eco de una tripulación más bestia que humana, más salvaje que racional, con la indómita sangre irlandesa ardiendo en las venas.

La furia del Ifrinn contrastaba con la calma del Español Errante. Diego de la Vega, eterno capitán de aquella fragata acompañada de leyendas, miró al cielo no con los ojos de la guerra, sino con la serena sonrisa de quien ha vivido siglos. Pero detrás de esa sonrisa había otra verdad: una pena silenciosa, casi imperceptible. La pena del condenado a vivir eternamente, del que intuye lo que está por llegar y aún no está preparado para recibirlo.

Y mientras el viento reía, porque sí, reía; moviéndose en todas partes y en ninguna a la vez, la cubierta del Red Viper empezó a desdibujarse lentamente. Yara, Grace y Vihaan fueron recuperando sus formas mortales. Y la tripulación, como despertando de un largo sueño bajo la lluvia, volvió a cobrar conciencia. Se observaron unos a otros, desconcertados, sin comprender del todo lo ocurrido… pero sintiéndolo, de alguna manera, en lo más profundo del pecho.

Drake y Ren ayudaron a Vihaan a ponerse en pie, y entonces vieron lo imposible: todo a su alrededor se había convertido en un jardín exuberante, lleno de plantas, flores, raíces y un césped esmeralda que jamás había existido en ninguna cubierta. El astrónomo agitó la cabeza, intentando aclarar la vista turbada, hasta que las formas dejaron de bailar y pudo ver con claridad. Allí, sobre la cubierta, a pocos pasos, alguien había aterrizado. Vio el bastón, el Mulakaboko… pero quien lo sujetaba no pertenecía a un rostro conocido.

No era el anciano sabio.
No era aquel saco de huesos borracho y charlatán.

No era Bishnu.

Continuará…
 
¡SE VIENE! - ¡PRÓXIMAMENTE NUEVO CAPÍTULO! - ¡RENDIROS ANTE EL DIOS MONO, INSIGNIFICANTES MORTALES!
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Última edición:
Buff, el capítulo ha sido angustioso.
Por un momento pensé que se nos iba alguno de los grandes, pero por fortuna no.
Para los grandes tengo reservado algo muy épico, cuando el beso frio de la muerte los reclame.
De momento, tengo cinco personajes principales en el punto de mira. Aunque puede cambiar en cualquier momento jajajaja.
Pero no te preocupes, pues se irán por la puerta grande. Como auténticos héroes!
 
Capítulo 83 - ¡Rendiros ante el Dios Mono, mortales!: El deseo de Grace

Agnes despertó lentamente de aquel sueño profundo, como todos los demás, y lo primero que hizo al recobrar la conciencia fue acercarse a la cuna para asegurarse de que el hijo de la capitana estaba sano y salvo.

Suspiró aliviada al ver a Maverick, sonriente, emitiendo pequeños gruñidos mientras agitaba las manitas con divertida energía. Ella lo recogió con sumo cuidado; el pequeño balbuceaba, mostrando las encías de las que aún no habían empezado a asomar sus primeros dientes. Ella lo acurrucó contra su pecho, sonriendo de oreja a oreja, acariciándole la diminuta nariz mientras Maverick le agarraba un dedo con aquella mirada pura de quien descubre el mundo por primera vez.

La vida, a veces, era así: hermosa y terrible al mismo tiempo. Llena de luz y de sombras. De niños que despertaban al mundo y de ancianos listos para abandonarlo. Porque mientras en el camarote de la capitana Maverick reía, inocente e inconsciente de todo… en la cubierta, el resto de la tripulación del Red Viper permanecía en silencio, demasiado consciente de lo que estaba por llegar.

Cuando el viento que había descendido sobre la cubierta por fin se calmó, lo primero que vieron fue el bastón del Mulakaboko, siempre cambiante, transformándose sin permanecer igual ni un instante. Pero cuando dieron un paso para abrazar al anciano, el que había regresado para salvarlos… todos se quedaron paralizados, como si Tangaroa los hubiera hechizado de nuevo. Y es que, ante ellos no estaba Bishnu. Sino un ser que incluso Ren, cronista y poeta de las aventuras de aquellos valientes piratas, jamás lograría describir, del todo, con precisión.

Aquel ser apareció entre los restos del viento que lo habían traído, como una silueta que se revelaba a trompicones, vibrando entre ráfagas juguetonas que parecían reír con él. Su cuerpo era delgado y ágil, casi imposible de fijar a primera vista. Tenía una apariencia traviesa y solemne al mismo tiempo. Un rostro simiesco y noble, ojos brillantes como brasas doradas, cejas largas y afiladas que se curvaban como pinceladas de tinta, y una sonrisa que parecía conocer secretos demasiado viejos para ser pronunciados. Su pelaje, corto y sedoso, oscilaba entre tonos ámbar y plateados, moviéndose con las corrientes que él mismo convocaba.

De su frente nacían dos finas marcas, parecidas a antiguas runas, que relucían cada vez que el viento cambiaba de dirección. En la espalda llevaba un manto hecho de nubes desgarradas y cintas de aire, que ondulaban como si tuvieran vida propia. Y aunque su simple presencia fuera abrumadora, no era lo más inquietante de todo. Aquel medio hombre - medio mono, no paraba quieto. Se movía de un lado al otro, sin cesar. Y al hacerlo reía con carcajadas tímidas y burlonas, como si todo fuera un juego para él; o murmuraba extrañas palabras para sí mismo, como un lunático que habla con fantasmas. Cada movimiento suyo era un poema desordenado. Pasó entre ellos, observándolos de cerca, analizándolos uno a uno. Lo hizo con pasos torcidos, giros bruscos de su cabeza, inclinaciones repentinas de sus piernas. Una mezcla perfecta entre la torpeza fingida y la absoluta maestría. Caminaba como si el suelo fuera opcional, tropezando a propósito, dejando que su bastón girara entre sus dedos con un desparpajo burlón.

Sus gestos eran rápidos, afilados, imprevisibles. Un segundo estaba quieto, observando con gravedad ancestral, y al siguiente daba un salto ligero, como si algo lo hubiera asustado de repente, girando sobre sí mismo mientras el viento le levantaba las hebras del pelaje y el manto se deshacía en remolinos.

Pero, sin duda alguna, lo más desconcertante era su energía.
Irradiaba juventud eterna, una alegría caótica que se filtraba en cada brisa que tocaba la piel, en cada carcajada que provocaban las ráfagas juguetonas. Su sola presencia hacía vibrar la cubierta, como si el aire mismo celebrara su regreso. Era hermoso y extraño, infantil y terrible, un ser nacido del viento… y del capricho de los cielos.

El ser antropomorfo avanzó dando saltitos descompasados, casi danzando, y cuando pasó frente a Vihaan, él lo siguió con la mirada sin poder evitarlo, arrastrado por aquella estela de aire que parecía dejar risas en suspensión. Pero antes incluso de que el astrónomo pudiera parpadear, el dios tropezó con algo invisible y cayó hacia atrás. Quizás fuera torpeza, quizás lo hiciera a propósito, nadie podía saberlo en realidad. Cayó… aunque jamás llegó a tocar la cubierta. Quedó suspendido en el aire, con el rostro lleno de sorpresa, en una postura imposible: espalda arqueada, piernas dobladas, brazos extendidos, como si el propio viento hubiera decidido sostenerlo por capricho. Desde allí lo miró con la cabeza ladeada, los ojos dorados entrecerrados, sonriendo… pero con esa amenaza juguetona que tienen los depredadores antes de saltar.
  • ¡Tú! - dijo con voz de niño travieso, clara como una campana recién templada - ¡¿Por qué me has llamado?!
Vihaan sintió un latigazo de frío subirle por la columna al escucharlo. Hablaba rápido, demasiado rápido, como si tuviera urgencia por irse a otro lado, como si llegara tarde a una cita importante. Y entonces, en un suspiro, desapareció de donde estaba y apareció delante de él, tan cerca que el puente de la nariz casi rozaba la suya.

Sus ojos eran pozos infinitos. No era posible sostenerle la mirada sin sentir que algo dentro de uno se desprendía y se lo llevaba el viento. Vihaan tuvo que apartarla, respirando entrecortado, con un miedo irracional a no pertenecer a ningún sitio, a ser olvidado. Él, o eso, se inclinó aun más y lo olfateó como un animal salvaje. Su gran nariz recorrió sus mejillas, bajó por su cuello. Luego le levantó el brazo con brusquedad y aspiró profundamente su axila, frunciendo el hocico con gesto exagerado.

Se quedó un segundo en silencio, esperando una respuesta. Fuen un breve instante, lo suficiente para impacientarlo. De pronto, levantó una mano peluda… y le dio un golpe con los nudillos en la cabeza.
  • ¡¿Holaaaaa?! - canturreó - ¡¿Hay alguien dentro de esta cabezota?!
Estalló en carcajadas infantiles que chocaron contra las orejas de Vihaan como ráfagas de aire.
Pero el astrónomo no podía responder. Ni moverse. Su lengua estaba muda, como si la presencia misma de aquel ser… hubiera convertido sus pensamientos en hojas secas arrastradas por un torbellino, desordenándolo todo.

Entonces el mono clavó el Mulakaboko en las maderas húmedas de la cubierta y, en un salto sin esfuerzo, subió a lo alto del bastón, equilibrado en la punta como si no pesara más que una pluma. Fue ahí cuando se reveló por completo su forma divina. Tenía cuatro manos: dos en los brazos y dos más en las piernas, sus pies prensiles se movían como dedos adicionales, ágiles e inquietos. Vestía ropas humildes, rasgadas y descoloridas y una armadura de oro que le protegía el hombro derecho. Desde la base de su espalda surgió una cola larga y peluda, que no solo parecía viva, sino orgullosa. Y es que en la punta de esa cola llevaba algo que reflejó un destello casi sagrado: una corona. Una circunferencia de oro pálido, como si estuviera hecha del primer rayo del amanecer. Tallada con pequeñas runas que parecían moverse, respirando. De sus puntas colgaban dos alargadas cintas de tela que tintineaban sin tocarse, creando un sonido suave, parecido a un suspiro de viento entre campanas.

El mono se coronó a si mismo, como si hubiera decidido en ese preciso instante, proclamarse Rey y Amo de aquel navío.
  • ¡¿Quien demonios eres?! - gritó Grace de repente, arta de tanta tontería.
El mono giró la cabeza rápidamente, la miró una milésima de segundo y sin moverse, se plantó delante de Grace, oliendo a sal, tabaco y brisa fresca. De la nada, vestido como un capitán marino venido a menos: chaqueta azul raída, botas altas, sombrero de ala ancha ladeado con descaro, y fumando de una pipa que humeaba con olor a tormenta; se inclinó hacia adelante. Tanto que Grace tuvo que echar la cabeza hacia atrás para no chocarse con su enorme nariz. El mono la examinó desde los pies hasta la coronilla… y luego de la coronilla a los pies. Como si estuviera valorando mercancía, o buscando piojos entre sus cabellos. Grace se sintió como si fuera un mapa antiguo que sólo él sabía leer. Con un ojo cerrado, sacó humo por la comisura de los labios y preguntó con voz profunda, modulada para sonar como un viejo lobo de mar:
  • ¡¿Y tu quien eres grumete?! - le escupió el humo de la pipa en la cara - ¡Aaaargh! ¡Ya veo… la mujer sin nombre… interesante.
La brava capitana, forjada en mil batallas, el terror de los siente mares, la portadora del fuego del destino… se quedó muda. Tuvo la misma sensación que Vihaan, como si sus palabras se desordenaran en su garganta. El mono sonrió al no recibir respuesta, ladeando la cabeza, con los ojos muy abiertos.
  • ¿Hablas mi idioma? - preguntó.
Silencio absoluto.
  • Alors… ¿tu parles français?
Grace parpadeó, desconcertada.
El mono inclinó la cabeza hacia el otro extremo, divertido.
  • ¿Do you speak english? - preguntó de nuevo.
Se llevó una mano peluda a la barbilla… y volvió a cambiar a su forma original. El sombrero, la pipa, el chaleco, todo desapareció de golpe. Como si el viento se lo hubiera llevado a placer.
  • ¿Você fala português?
Sus orejas se movieron como las de un perro curioso. Reclamando una respuesta.
  • ¿Parli italiano?
Entonces, al no obtener respuesta, se encogió de hombros, nervioso, como si pensara mil cosas y ninguna a la vez, y siguió hablando sin darle tiempo a responder:
  • ¿Gehört du Deutsch?, ¿你会说中文吗, ¿日本語は話せますか?, ¿한국어 할 줄 알아?
Grace empezó a marearse, hablaba tan rápido que su mente era incapaz de asimilar tantas palabras seguidas de tantos idiomas diferentes.
  • ¿Ты говоришь по-русски?, ¿आप हिंदी बोलते हो?, ¿هل تتكلم العربية؟?, ¿Guarani ñe’e oñe’epa? ¿Qhichwa simita rimankichu?, ¿Mihin mā kōrero Māori?…
Cada frase salía en su idioma, perfecta, natural, con acentos que ningún poliglota podría imitar jamás. Sus palabras cambiaban de tono en el aire, como si los idiomas fueran telas que él se ponía y se quitaba por puro capricho. Finalmente, se inclinó tanto hacia Grace que la punta de su nariz casi tocó la de ella.
  • Watashi spreken semua los tuuli - “Yo hablo todos los vientos”, sentenció en una mezcla imposible de lenguas - Y tú… ¿qué lengua usas mujer sin nombre?
Grace lo observó golpear nervioso las yemas de los dedos entre sí; como si ardiera en la necesidad de estímulos nuevos constantemente, de que siguiera el juego, de que no se perdiera aquel ritmo endiablado. Como si no pudiera concentrarse demasiado tiempo en una sola tarea. La capitana abrió la boca, y cuando habló sonó como alguien que estuviera aprendiendo a hablar, o más bien como alguien que había olvidado hacerlo.
  • Nombre tengo si demonio me llamo… - empezó a decir, hasta que de repente se tapó la boca con ambas manos, como si no pudiera pensar con claridad.
El mono lanzó una carcajada hacia el cielo, una risa que se perdió entre la tormenta. Su cola golpeó la cubierta con un ritmo casi festivo. Soltó el bastón para poder aplaudir con sus manos simiescas, mientras el Mulakaboko permanecía ahí, inmóvil, rígido, como si estuviera clavado en los tablones del barco. La sangre subió al rostro de Grace; se puso roja de indignación y, al fin, reunió la fuerza y la determinación para escapar de aquel hechizo, nacido solo para un fin: la sorna.
  • Sí tengo nombre, demonio… - escupió con una firmeza que hizo callar de inmediato al Dios Mono - Me llamo Grace O’Malley. Capitana Grace O’Malley.
El mono se quedó quieto un segundo apenas perceptible, pero pareció suficiente para él. Quizás, incluso demasiado. Rápidamente levantó un dedo largo y peludo, con la uña oscura y afilada, y mientras hablaba le dio ligeros golpecitos burlones en el hombro.
  • ¡Pues yo gano otra vez, ca-pi-ta-na Grace O’MeDaigual! - dijo con esa voz irritante que arañaba los oídos - Tú solo tienes un nombre. Uno robado. ¡Yo tengo miles!
La última palabra sonó como un desafío, dejando la ese final como un siseo de serpiente. Su voz fue acompañada de un torbellino que se formó a su alrededor, levantando sogas, salpicando agua y haciendo vibrar el aire mismo. Lo envolvió por completo, recorriendo la cubierta como una criatura viva. Ascendió por el mástil y lo dejó colgado de las cuerdas, balanceándose como un enorme simio a contraluz del cielo gris.

Grace lo observó, la lluvia cayendo sobre su rostro, mientras él oteaba el horizonte con una de sus manos, como quien busca un destino con urgencia, como si su atención hubiera sido reclamada de repente por algo invisible en el lado opuesto del mundo. Y sin más… se dejó caer o quizá resbaló. Pero antes de tocar el suelo, el viento lo recogió en un abrazo invisible y se lo llevó, arrastrándolo lejos del Red Viper.
  • ¡¿A dónde ha ido?! - exclamó Yara, mirando en todas direcciones, los ojos tan abiertos como velas desplegadas.
La santera notó como alguien le daba unos toques en la espalda con el dedo. Con su visión periférica vio una mano de simio señalando a barlovento.
  • ¡Creo que se fue por ahí! - susurró una voz infantil, tan cerca del oído derecho de Yara que sintió el aliento cálido rozarle la piel.
La yoruba dio un salto, el corazón golpeándole el pecho. Se giró de inmediato, lista para encararse… pero no había nadie. Buscó a Grace con la mirada, girando sobre sí misma, y volvió a sobresaltarse: a su izquierda, donde debería estar la capitana, se alzaba el simio. Ahora vestía una peluca roja exagerada y torcida, una copia burlona y maliciosa del cabello de Grace. Llevaba una imitación grotesca de su ropa, demasiado grande por unos lados, demasiado corta por otros sitios; una copia demasiado ridícula. La sonrisa del mono era amplia, pero en sus bordes había algo afilado, una amenaza envuelta en burla.
  • ¡A mi no me mires! - dijo apartándose el pelo de la cara - ¡Yo no he visto nada!
Y cuando Yara pestañeó… desapareció. El aire se arremolinó de pronto, levantando mechones de cabello, carcajadas, gotas de lluvia; llevándose el disfraz. Y al instante, ahí estaba él de nuevo, ahora frente a todos, suspendido en un equilibrio imposible. El bastón se mantenía horizontal, perpendicular al suelo, sin tocar la cubierta, flotando con una magia irreal. El mono estaba sentado sobre él, como si fuera un taburete de taberna. Un pie retráctil tamborileaba la cubierta con impaciencia; una pierna, cruzada sobre la otra, sin dejar de mover el otro pie en un tic nervioso. Se mordía las uñas con una mano, mientras con la otra daba pequeños toques rítmicos sobre la madera del bastón.

Era un torbellino con forma medio humana: energía pura, ansiedad encarnada, un ser incapaz de conocer la quietud… como si el mero acto de quedarse quieto tan solo un segundo fuera, para él, una condena eterna. Al alejarse un poco, Vihaan recuperó el conocimiento de golpe, como si la mera presencia del Dios Mono hubiera confundido su entendimiento y borrado la razón. Dio un paso al frente, maravillado ante aquel ser. Por fin, después de tanto tiempo, después de tantos años, lo tenía ahí, justo frente a él. El cuento que escuchó de niño, aquel que pasó de leyenda a historia cuando se hizo adulto, acababa de cruzar el umbral: la historia se convirtió en verdad. Una verdad irrefutable, una verdad que lo llenó de alegría, de felicidad.

Sintió el temblor recorrer sus piernas, y la ilusión crecer en sus entrañas como un fuego silencioso. Estaba emocionado, como si volviera a ser aquel niño pequeño sentado junto al calor de una hoguera, con los ojos brillando y la respiración contenida. Después de las miradas incrédulas de su familia, después de haberlo dejado todo atrás, después de tantos amaneceres en alta mar, de tormentas superadas y batallas vencidas. Después de haber sangrado, de haber perdido un ojo, de haber encontrado el amor verdadero, después de ser padre y de enterrar a tantos amigos por el camino… al fin, podía decirlo en voz alta: Kāmara era real.
  • ¡Sé quién eres! - gritó Vihaan, señalándole con el dedo, haciéndose oír por encima de la tormenta.
Kāmara apenas levantó la vista. Seguía mordiéndose las uñas, murmurando entre dientes, como si discutiera consigo mismo, o quizá hablara con alguien más, en otro lugar, en otro momento, en otra vida.
  • ¡Pues menuda cosa! - exclamó de repente, burlándose - ¡Yo también sé quién eres tú y no me las doy de im-por-tan-te!
Vihaan dio un paso más, la respiración entrecortada, los ojos abiertos como platos.
  • ¡Eres Kāmara, el dios del viento! - tragó saliva - ¡El que concede deseos a los mortales!
De repente, como si algo le hubiera llamado la atención, el Dios Mono se levantó de golpe. Con un salto se plantó frente a él, firme y ágil. Antes de que Vihaan pudiera reaccionar, vio cómo sostenía el collar del Bandr Fylkis entre sus manos peludas. Lo examinaba con el ceño fruncido, frotando el ámbar con ansiedad, como si buscara revelar un secreto escondido en su superficie.
  • Vraj - susurró con una voz siniestra y afilada, el siseo de una serpiente antes de morder - después de tanto tiempo nos volvemos a ver, hermano.
Y entonces algo cambió en el ambiente, en el aire… y en el rostro del Dios Mono.
La sonrisa burlona se había evaporado, los nervios solificado, no quedaba nada ya de esa mirada infantil llena de risas y juegos. Ahora lo miraba fijamente, de cerca, con un enfado que parecía prender cada fibra de su ser. Sus ojos brillaban con un fuego antiguo, llenos de rencor, y la tensión en sus facciones era palpable: los músculos del rostro tensos, las comisuras de la boca crispadas, las arrugas de la frente marcando cada emoción como cicatrices invisibles.

Vihaan pudo notar cómo el pelo de Kāmara se erizaba, cada mechón húmedo moviéndose con vida propia, impregnado del olor a lluvia y a mar mezclados, que penetraba en sus sentidos. Gotas de agua caían sobre su boca entreabierta, brillando bajo la luz gris del cielo, y cuando Kāmara mostró los colmillos, Vihaan sintió que la respiración se le cortaba de golpe. El miedo le atravesó el pecho como un látigo, dejando un silencio pesado, casi sólido, entre ellos.

Con una lentitud que no parecía salida de él. El Dios Mono extendió el brazo derecho al aire, la palma a la altura de su hombro, y el Mulakaboko acudió a él como obedeciendo una llamada invisible. Antes de que pudiera aferrarlo, lo agitó con un movimiento brutal y, con una velocidad sobrehumana, arremetió contra el cuerpo de Vihaan. El golpe no emitió sonido alguno, pero fue suficiente: el astrónomo salió disparado, como un proyectil humano, impactando contra la borda y cayendo desmayado sobre la cubierta al instante.

Y con la misma rapidez, toda la tripulación del Red Viper sacó sus armas. Martillos, lanzas, mosquetes, sables, pistolas… todas apuntando al Dios del Viento.

Kāmara soltó el bastón, que se quedó en el aire flotando, junto a él. Y sonrió. Pero no era la sonrisa burlona de antes; esta era distinta. Era la sonrisa del que desafía, del que se sabe superior y que reta al mundo, no a vencerlo, sino a tocarlo. Sus ojos brillaban con determinación mientras adoptaba una postura de combate precisa: la pierna izquierda adelantada, ligeramente flexionada, el peso equilibrado sobre la punta del pie; la pierna derecha extendida hacia atrás, apoyando solo la mitad del empeine, lista para impulsarse o esquivar; el torso girado levemente hacia un lado, brazos levantados a la altura del pecho, codos semi flexionados y manos abiertas, los dedos tensos, preparados para golpear, atrapar o desviar cualquier ataque. Cada músculo estaba cargado de tensión controlada, la respiración contenida, la mirada fija, midiendo a sus oponentes. La viva imagen de un guerrero Shaolin.
  • Venid a por mí, mortales… venid a por mí si os atrevéis - dijo, y al pronunciarlo llevó la mano izquierda hacia adelante, con la palma hacia arriba. Los dedos curvados. Moviéndolos dos veces, invitando y desafiando al mismo tiempo, mientras sus hombros permanecían firmes y su cuerpo listo para estallar en acción.
Las Víboras Rojas, Grace O’Malley a la cabeza, se abalanzaron sobre él como una marea humana: un rugido de acero, pólvora y furia. Llevaban horas luchando, contra monstruos marinos y Dioses iracundos, estaban agotados y las ropas caladas por la lluvia. Pero igualmente, se lanzaron de nuevo, con la furia de mil demonios.

Kāmara no se movió al principio. Siguió sonriendo. Siguió desafiando.
Esperó hasta que todos estuvieran lo suficientemente cerca, hasta que estuvo rodeado por completo y entonces… estalló.

Grace llegó con el sable en alto, rugiendo como una poseída. Kāmara giró sobre su propio eje, apenas un cuarto de vuelta, lo suficiente para que la hoja le rozara el pelo húmedo. Con la mano izquierda desvió la muñeca de la capitana con un empuje suave, casi delicado, redirigiendo el golpe hacia el vacío. Con la derecha empujó su hombro, ni fuerte ni débil, y ella acabó tropezando con Yara, que corría a su lado. Mientras tanto, el Mulakaboko luchaba a su lado, por su propia voluntad; golpeando las cabezas de los atacantes antes de salir disparado de nuevo y deteniéndose en seco a la altura de los tobillos para que otros perdieran el equilibrio; Bhagirath cayó de bruces al suelo, Aibori quedó atrapada con un pie dentro de un tablón hundido, Cortés recibió un bastonazo en el trasero y cuando se giró con el sable alzado, volvió a recibir otro golpe, como un puntapié, esta vez en la rabadilla que lo hizo soltar lagrimas de dolor.

Y a cada travesura del bastón, Kāmara reía más fuerte, como un niño pequeño.

Drake vino desde atrás, blandiendo una lanza. Kāmara se agachó con una fluidez casi líquida, apoyando una mano en el suelo y extendiendo una pierna en un barrido circular. Pero no para tumbarlo; rozó apenas su tobillo, lo justo para que el atacante perdiera el equilibrio y la arremetida lo hiciera rodar por la cubierta. Mientras tanto, el bastón seguía haciendo de las suyas, colándose entre los pies de los hombres, empujando, poniendo zancadillas. Causando el caos entre la tripulación y una sonrisa burlona en el rostro de su dueño.

Un martillo descendió de repente hacia su cabeza. Kāmara elevó ambos brazos, cruzándolos en una guardia alta, bloqueando el impacto con una suavidad ridícula para la fuerza del golpe. Aprovechó el impulso y giró la muñeca de Yrsa hacia un lado, desviando el peso del martillo hasta que este se clavó en la madera, atrapado. Antes de que la nórdica pudiera reaccionar, el dios del viento dio un pequeño salto hacia atrás, apoyándose solo en la punta de un pie, para esquivar una estocada que pasó a un pelo de su torso. Entre tanto, el Mulakaboko voló rasante, golpeando con la cola los sables de los piratas, lanzando las armas al suelo y haciendo que los más altos perdieran el equilibrio al impactar.

Tres hombres lo rodearon. Y Kāmara respondió con danza.

Enderezó la postura: espalda recta, piernas flexionadas, los brazos flotando en semicírculos perfectos. Uno de los balleneros nórdicos atacó con un arpón; Kāmara levantó la mano, la palma abierta, y empujó el arma hacia un lado, inclinando el cuerpo en un arco preciso.
El segundo, uno de los gitanos del Cuervo, trató de golpearlo con la culata de un mosquete; Kāmara atrapó el arma con dos dedos, giró sobre sí mismo y la soltó, enviándolo hacia atrás sin romperle nada excepto el orgullo. El tercero vino con un puñal corto, afilado. Y por primera vez, el dios del viento golpeó. No tuvo más opción, no delante de aquel perro rabioso. Unió sus manos, extendió dos dedos y golpeó el pecho de MacFarlane, justo en el esternón. No sonó nada. Pero el impacto invisible lo lanzó hacia atrás varios metros como si una ráfaga de viento hubiera explotado entre ambos. El escocés cayó de espaldas, aturdido pero vivo. Mientras Kāmara se movía como si fuera el mismo viento, el Mulakaboko seguía lanzándose contra la tripulación. Parecía que aquel pedazo de madera, se divirtiera con cada caída, cada tropiezo, cada intento de alcanzarlo.

Un disparo rugió, mezclándose entre los truenos de la tormenta. Yara había apretado el gatillo de su pistola. Aquella pistola bendecida por los santos que nunca fallaba un blanco. Kāmara inclinó la cabeza a un lado, apenas unos centímetros, y la bala pasó tan cerca que cortó un mechón de su pelo, mientras divertido, observaba la bala pasar cerca de su rostro. Se puso en pie rápidamente, con un giro elegante, se deslizó entre dos atacantes, golpeando con la palma abierta sus costillas, dejándolos sin aire pero no lastimados.
  • ¡Estuvo cerca Amara! - sonrió el Dios Mono, con una rodilla en el suelo y las palmas aún abiertas - ¡Pero ya sabes que siempre he sido más hábil que tú… hermana!
Yara alzó su otra pistola, dispuesta a disparar de nuevo. Pero el Dios Mono ya no estaba ahí. Ahora luchaba al otro lado de la cubierta. Cada movimiento suyo era exacto, calculado, perfecto. Cada esquiva parecía nacida de siglos de entrenamiento. Cada desvío una oportunidad para demostrar que podía destruirlos cuando quisiera… pero no quería. Y en medio de ese caos: saltó. Y al hacerlo, todo se detuvo.

Grace lo vio elevarse del suelo, alto, muy alto. El cuerpo en vertical, girando sobre sí mismo mientras las armas pasaban por debajo y los disparos se perdían en el horizonte. Cayó como un felino sobre la barandilla, en equilibrio perfecto, sin siquiera mirar dónde ponía los pies. Y los contempló a todos.

Los piratas jadeaban sujetándose los unos a los otros, exhaustos. Sudaban bajo la lluvia, se levantaban del suelo, intentaban reorganizarse. Él ni siquiera respiraba acelerado. En ningún momento había perdido la sonrisa. Alzó la mano de nuevo y el bastón volvió a él. Con un giro de muñeca lo hizo rodar rápidamente, creando un remolino en el aire. Grace recordó al instante al verlo: recordó Svalbard, cuando partieron a coronar la cima de Isvarg. Recordó el asalto de aquellos ladrones en el bosque, recordó a Bishnu mover el bastón, del mismo modo que ahora lo hacía él.

Kāmara se la quedó mirando, levantó la mano de nuevo e hizo aquel gesto otra vez. La palma hacia arriba. Los dedos curvados. Moviéndolos dos veces, invitando, provocando otra vez.
  • ¡¿Esto es lo único que me puedes ofrecer capitana Grace O’Malley?! - dijo con una sonrisa amplia, feroz - ¡Que aburridos, sois los mortales!
La brisa se arremolinó a su alrededor, como si el propio viento contuviera el aliento para no interferir en el juego de su Dios, mientras el Mulakaboko seguía girando, cada vez más rápido, silbando, cantando, removiendo el aire con una rapidez irreal.
  • ¡¿Por qué nos atacas?! - gritó Grace, encorvada, apoyando las manos en las rodillas mientras trataba de recuperar el aire.
  • ¡¿Que yo os ataco, dices?¡ - rió Kāmara, mirándola desde arriba con la ingenuidad traviesa de un niño - ¡Pero sí, habéis sido vosotros los que me habéis atacado!
  • ¡Golpeaste a Vihaan, maldito mono! - contestó Grace, señalando el cuerpo del astrónomo, aún tendido en la cubierta, inconsciente.
Kāmara se volvió para mirarlo. Durante un instante, su expresión se transformó: el gesto del que recuerda de pronto algo que había olvidado por completo. Luego, sin una sola palabra, regresó la mirada hacia Grace, encogiéndose de hombros.

Dejó de hacer rotar el bastón; lo apoyó con desgana sobre el hombro y, con un salto ligero, se dejó caer sobre la barandilla. Se sentó allí como quien no entiende el alboroto que acaba de provocar, los pies colgando en el vacío, moviéndolos con impaciencia infantil, como un crío esperando en la plaza del pueblo a que lleguen sus amigos para merendar juntos.

Grace se acercó hacia él, pasos rápidos, furiosos. Aún llevaba el sable en la mano.
Y cuando estuvo cerca levantó el dedo, señalándolo.
  • ¡¿Por qué lo hiciste, eh?! - rugió la capitana - ¡¿Por qué lo golpeaste?!
Y entonces ocurrió algo que ninguno de ellos habría podido imaginar.
El dios mono. Aquel que controlaba el viento. Aquel guerrero impecable e indestructible. El que podía caminar todos los caminos. El único capaz de conceder deseos y condenar a los mortales por simple diversión.

Agachó la cabeza.
Tal cual.

Como un niño pillado en plena travesura, bajó las orejas, encorvó los hombros y hundió la barbilla en el pecho. Grace avanzó hacia él echando chispas, el dedo índice extendido como una lanza acusadora.
  • ¡¿Pero tú estás loco o qué te pasa por esa cabeza llena de pelos?! - bramó, plantándose delante de él - ¡Has dejado inconsciente a Vihaan! ¡A VIHAAN! ¡Probablemente el hombre más bondadoso que existe en la faz de la tierra, por el amor de los dioses!
Kāmara, el temido señor del viento, levantó los brazos sobre la cabeza como si esperara el impacto inminente de una colleja maternal. Incluso frunció los ojos, tenso, encogido, protegiéndose tras sus antebrazos mientras sus pies colgaban aún de la barandilla.
  • No fue para tanto… - murmuró casi inaudible, ladeándose apenas para escapar del alcance de aquel dedo acusador - Solo… solo le toqué un poquito.
Grace alzó aún más la voz, irritada, furiosa, y Kāmara se encogió más, como si el volumen pudiera partirle en dos. El dios del viento, reducido a un mono asustado ante una capitana furiosa. Todo en su actitud tenía ese aire de hijo acongojado por el cabreo monumental de su madre. La forma en que apretaba los labios, el modo en que no se atrevía a levantar la mirada, incluso el leve temblor en las manos… era exactamente como se comportaría si Mahadya, el Gran Horizonte, estuviera ahora mismo amonestándolo desde lo alto de los cielos.

La capitana, cada vez más encendida, continuó sin piedad:
  • ¡Llevamos TODA la maldita mañana luchando! - rugió, tan cerca que Kāmara se echó aún más hacia atrás - ¡Primero aquella bestia abisal, después ese maldito ojo en el firmamento, y ahora vienes tú a hacernos perder el tiempo?!
El dios mono tragó saliva, encogido, tembloroso. Y con una vocecilla que no podía pertenecer a un ser inmortal, murmuró:
  • Lo siento, mamá… No te enfades conmigo…
El silencio cayó como un telón. Grace se quedó con el dedo aún extendido, pero la furia se le evaporó de la cara de golpe.
Parpadeó. Una, dos, tres veces.
  • ¿Ma… ma? - balbuceó, bajando el brazo lentamente - ¿Por… Porqué me llamas así?
Kāmara levantó la cabeza muy despacio, como si aquel gesto le pesara más que cualquier batalla librada en mil eras. Sus ojos dorados, turbios, imposibles de fijar en un punto, se alzaron hacia los de Grace. Y cuando ambos pares de pupilas se encontraron, algo ocurrió.

Fue un instante. Apenas un latido de corazón.
Una fracción de aire movido entre dos parpadeos.

Pero en ese instante, el alma del Dios Mono se abrió ante Grace como un huracán que estalla en mitad del cielo. No hubo palabras, ni visiones, ni luces divinas. Fue más rápido que todo eso. Fue como sentir el viento cruzando su pecho, arrastrando pensamientos, memorias, emociones que no eran suyas… y aun así las reconocía como propias. Como si Kāmara le hubiera tirado todas las palabras desordenadas a la mente y se lo contara todo de golpe. Con la misma velocidad que hablaba, con la que cambiaba de forma, de humor, de lugar.

Y Grace lo entendió. Entendió qué tenía delante.
Kāmara era el viento. El viento en su forma más pura.
Inestable por naturaleza. Libre hasta la ingravidez. Capaz de estar en todos los lugares a la vez y, al mismo tiempo, en ninguno. Una existencia sin anclas, sin raíces, sin un centro que lo sujetara. Nada puede detener al viento… pero nada lo sostiene tampoco.

Por eso se pierde. Por eso no siente interés. Por eso se confunde.
Por eso no sabe quién es, ni dónde está, ni a quién mira… y cuando en pequeños fragmentos de eternidad, cuando por una milésima de segundo lo conseguía saber… ya había cambiado de rumbo, otra vez.

Grace vio cómo su esencia corría sin freno: Una memoria que se formaba y se disolvía al siguiente suspiro. Un rostro que reconocía… sólo para olvidarlo después de ver mil rostros más en un parpadeo.

El viento había visto a Vihaan sin reconocerlo. Y, un segundo después, vio en él a Vraj, el señor de la tierra, su hermano quien lo condeno a la prisión eterna del Sundra-Kalash. El viento bromeó con Yara, y en mitad de la lucha recordó que ella era Amara, su otra hermana, la reina del mar.
Se burló de Grace con insolencia… y en el instante que ella alzó el dedo, recordó a su madre, la llama eterna, el Gran horizonte.

Y la capitana comprendió, con un temblor que no era de miedo sino de revelación, que para Kāmara todo era así. Volátil. Fugaz. Eterno por un segundo e insignificante al siguiente. Porque así es el viento…

Libre como un niño corriendo por la playa.
Jovial como un soplo que juega con las velas.
Despistado como una brisa que acaricia un rostro y luego se pierde en otro.
Volátil… tan volátil que, cuando intentas atraparlo, ya no está. Solo queda su risa.
Y la certeza de que ha pasado por allí un instante y jamás volverás a verlo de nuevo.

La revelación cayó sobre la capitana como un peso inesperado, no duro… sino triste.
Hondo. Doloroso. Una pena tan profunda que le apretó el pecho desde dentro.

Diego siempre le había enseñado que el viento era libertad. Que la libertad era sagrada. Que no había camino más justo, ni destino más verdadero que navegar sin cadenas. Pero ahora, mirando a Kāmara a los ojos, esos ojos hermosos y rotos, eternos y perdidos; vio la otra cara de la moneda y comprendió algo que jamás había imaginado: La libertad es soledad.

Para Kāmara, esa libertad no era un don. Era una condena. La condena de no pertenecer a nadie.
De no tener jamás un lugar al que llamar hogar. De vagar sin destino, sin raíces, sin un puerto al que regresar cuando la noche se volvía fría. La condena de caminar por el mundo sin una familia que lo esperara con los brazos abiertos. De no recordar nunca a quien amaste, ni a quien te amó. De olvidar los rostros que un día te hicieron sonreír. De perderlos una y otra vez, como hojas arrastradas por un vendaval. La condena de no poder quedarse. De no poder sentarse, ni descansar, ni detenerse lo suficiente como para ser algo más que un soplo en la vida de los demás.

Ella sintió ese dolor como si fuera suyo. Como si el viento le hubiese dejado en el alma un eco de esa soledad infinita. Y por primera vez desde que aquel dios cayó sobre la cubierta, no vio a un ser divino, ni a un guerrero invencible, ni a un espíritu burlón.

Vio a un niño perdido.
A un hijo sin hogar.
A un viento al que nadie podía abrazar.

Y entonces la capitana hizo algo, que nunca antes ningún mortal se había atrevido a hacer. Alzó la mano de nuevo, pero esta vez no había furia en ella, ni advertencia, ni autoridad. Solo un gesto suave, humano… maternal. Su palma rozó la mejilla del dios muy despacio, como si temiera que el simple contacto pudiera dispersarlo en un soplo. Sintió el calor húmedo de su piel, ese calor animal, terroso, impregnado del olor a lluvia y a hojas recién agitadas. Bajo sus dedos, el pelaje fino del borde del rostro se erizó, temblando como hierba al paso de una brisa. Y Kāmara, sorprendentemente quieto, dejó que lo tocara.

Su respiración se entrecortó, la nariz ancha palpitó levemente, y sus párpados descendieron con una lentitud casi reverente. Grace dio un paso más, guiada por un instinto que ni ella entendía, y acercó su frente a la de él. Las dos se tocaron. Un contacto cálido, íntimo, casi sagrado.
Ella sintió el pulso inquieto del viento en su interior, un estremecimiento eléctrico como si la tormenta respirara directamente contra su piel. Él sintió algo que jamás había conocido: quietud.

Y entonces llegaron las palabras. No salieron de la boca del dios. No hubo sonido, ni movimiento de labios, ni vibración en el aire. Llegaron desde su pecho, desde el latido del corazón inquieto que llevaba siglos vagando sin arraigo.

Le contó tantas cosas que la capitana no pudo absorberlas todas. Algunas se guardaron por siempre en su memoria, muchas se perdieron, otras llegaron a medias, entrecortadas. Grace escuchó con los ojos cerrados. Kāmara habló, también cerrándolos. Y cuando hubo terminado, en ese instante, con las frentes aún juntas, el Dios del Viento le ofreció un regalo.
  • ¿Qué es lo que más deseas? - su pregunta no fue un murmuro, ni un pensamiento; fue un impulso, como si el viento mismo hubiera adoptado forma de plegaria - Dímelo y yo te lo concederé.
Grace había imaginado ese momento miles de veces, tantas que había dejado de contarlas. Incluso antes de conocer a Vihaan, de conocer la leyenda, de sentir lástima por Kāmara.

Se lo preguntó de niña frente a las olas del puerto de Bristol.
Se lo preguntó las noches frías en aquel sucio y húmedo sótano, al que llamaba hogar.
Se lo preguntó cuando soñaba con riquezas imposibles, con mapas sin límites, con mares que ningún capitán había navegado, jamás.

¿Qué pediría? ¿Poder para proteger a su tripulación? ¿La fuerza para desafiar dioses y monstruos? ¿La inmortalidad de las leyendas? ¿Una fortuna que hundiera a los reyes bajo su propio oro? ¿La misma libertad que pidió Diego? ¿La gloria eterna de los grandes capitanes?

Se lo había preguntado tantas veces…
Pero ahora lo tuvo claro. Tan claro como el amanecer después de la tormenta.
Tan claro como un faro en mitad de la noche.
Tan claro como la voz del Diego marcándole el rumbo.
Tan claro como el amor incondicional de Vihaan.
Tan claro como la paz que le transmitían los latidos del corazón de su hijo.

Grace abrió los ojos. Se separó apenas un milímetro de Kāmara para mirarlo a través del aire que compartían. Y no dudó. Sonrió de oreja a oreja, con la determinación de la capitana más temida de los siente mares, con el calor reconfortante y puro del fuego, con el amor eterno de una madre.
  • Quiero que dejes de correr como el viento, hijo mío - susurró - Deseo que vuelvas a casa, conmigo.
Kāmara abrió los ojos de golpe. Los dorados de sus pupilas se dilataron, temblaron, se hicieron enormes, brillantes. Una sorpresa absoluta lo sacudió, casi física. Su boca quedó entreabierta, como si no entendiera el significado de las palabras que acababa de escuchar.

Nunca antes, en toda su existencia caprichosa y errante…
Nunca antes, ningún mortal había pedido algo así.

Aquella mujer no pidió riquezas, no pidió poder, ni belleza, ni gloria.
Ni fortuna, ni tan siquiera la vida eterna.

No pidió nada para sí.
Pidió algo para él.

Un deseo que no buscaba poseer… sino devolver.
Restituirle algo que ni él sabía que había perdido.

Kāmara, el viento eterno, el niño perdido, el dios que reía sin medida… no entendía cómo era posible que alguien deseara algo tan simple y tan imposible a la vez: Un hogar para él.
  • No… no te entiendo - balbuceó de forma infantil, retrocediendo apenas un poco la cabeza - ¿Tu deseo… es para mí?
  • Así es…
  • Pe… pero… ¿no quieres nada para ti? ¿Estás segura?
Grace sonrió con una dulzura que contrastaba con la tormenta que rugía sobre sus cabezas.
Se apartó apenas unos centímetros, abriéndose a un lado para que él pudiera ver más allá de su figura. Kāmara alzó la vista y los vio. A todos ellos. Los hombres y mujeres del Red Viper, empapados por la lluvia, exhaustos, algunos sangrando, otros apenas sosteniéndose en pie. La luz de los relámpagos dibujaba sus rostros agrietados, curtidos en mil batallas y los truenos apagaban cualquier murmullo. Pero había algo… algo que él no comprendía…

Eran parias, ladrones, prostitutas, pendencieros, asesinos y mendigos.
Eran desarraigados, olvidados, rechazados, marginados y oprimidos.
La escoria del mundo, reunida bajo una misma bandera.
Pero de algún modo, allí quietos bajo la lluvia, parecían invencibles.
Parecían ser… los amos de aquel mundo que los había despreciado.

Un puñado de almas remendadas, rotas por la vida.
Cubiertos de mil cicatrices visibles y otras tantas escondidas bajo la piel.
Mortales todos, sí. Fugaces como estrellas que cruzan el firmamento.
Pero al mirarlos, Kāmara sintió algo que no esperaba sentir.

Algo puro. Algo extraño. Algo que lo golpeó tan profundamente que tuvo que llevarse una mano al pecho… y empezó a llorar sin entender del todo por qué. Aquellos insignificantes humanos. Tan frágiles, tan débiles, tan rotos; hacían algo que él jamás había logrado comprender: Se sostenían. Unos a otros. Sin pedir nada a cambio. Se curaban las heridas. Compartían su dolor. Se mantenían juntos incluso cuando el cielo parecía querer partirlos en dos. Eran un bloque. Una hermandad. Una familia. Y él, que podía atravesar el mundo entero en un parpadeo… nunca había tenido nada parecido.

Grace volvió a mirarlo, empapada, exhausta como los demás, pero firme.
  • Lo que he deseado toda mi vida - dijo con seguridad - está justo aquí, en este momento y en este navío, Dios del Viento. No necesito nada más, pues ya lo tengo todo. Y quiero… deseo en lo más profundo de mi alma… que tú puedas ser tan afortunado… como lo soy yo.
Él sintió algo brotar de sus ojos, por primera vez.
Las lágrimas resbalaron por sus mejillas peludas, mezclándose con la lluvia.
Y por primera vez desde que su risa estallara en la creación del universo…

Kāmara no se sintió Dios.
Se sintió humano.

Sintió la fragilidad, sintió la insignificancia, sintió lo finito.
Pero también sintió la voluntad, sintió el amor.
Simplemente sintió…

Se acercó a ella, muy despacio, hasta que Grace pudo sentir el aliento cálido y agitado del dios recorriéndole el cuello. Kāmara inclinó la cabeza y le susurró algo al oído, una frase tan breve como un soplo, pero tan pesada como un destino entero.

Grace abrió los ojos… pero no perdió la sonrisa. Ni por un solo segundo.
No le había dicho nada hermoso. No le había agradecido, ni ofrecido un halago, ni una promesa amable. Le había revelado el precio. El precio por pedir aquel deseo imposible, aunque no fuese para ella. La condena que Grace O’Malley debería cargar hasta que la muerte pronunciara su nombre y la reclamara como suya.

Y ella, sin dudarlo un instante, sin protestar, sin temblar, sin apartar la mirada… Aceptó.
Agradecida por lo que tenía. Convencida que así debía ser.

Entonces Kāmara se enderezó. Se puso en pie por completo, como si de pronto hubiera recordado que debía partir. Contempló un instante el Mulakaboko en su mano… y luego lo dejó caer sobre la cubierta con un golpe seco, casi solemne. El bastón quedó ahí, inmóvil, como si fuese la cadena que lo había atado durante siglos y que por fin podía soltar.

El Dios inspiró hondo. El pecho se le ensanchó. Los hombros se relajaron. Y sonrió.
Una sonrisa limpia. Libre. Definitiva.

Y desapareció para siempre.
Así, sin más.
Se marchó del mismo modo que había llegado.

Sin ceremonias. Sin presentaciones. Sin despedidas.
Sin abrazos, ni besos, ni promesas que guardar.

El viento recogió su presencia como si jamás hubiera estado allí, llevándose tras él las carcajadas traviesas, el eco de sus burlas, la ligereza infantil de su alma. Pero había algo distinto en su risa mientras se alejaba. No era el sonido chispeante y caótico con el que había irrumpido en el mundo de los mortales.

Era una risa del que por fin, después de muchos viajes, encuentra la paz.
Porque Kāmara volvía a casa. Volvía, al fin, a su hogar.

La última ráfaga de aire que sintieron todos sobre la cubierta…
Fue una ráfaga suave, cálida, casi tierna.

La primera ráfaga que para el Dios del Viento…
tenía un destino marcado.

Continuará…
 
Me dejan sin palabras, solo puedo decir, IMPRESIONANTE!!!!!!
Gracias compañero! Se hace lo que se puede :ROFLMAO:
La verdad que ahora que se va acercando el final, empiezo a sentir cierta pena...
Es raro, porque le he pillado cariño a los personajes, y no quiero que termine...
Pero se merecen un buen final!!
Y como Bishnu dice: "Hay que aprender a soltar"

Aún queda la batalla final por librar, y atar ciertos cabos sobre que se oculta tras el misterio del Sundra Kalash...
Pero ya empiezo a vislumbrarlo y si no meto la pata, puede ser muy épico...

Un abrazote!
 
Sabía que ibas a meter en el relato al gran Dios Mono. 😂😂.
Por cierto, el Dios Mono aparece en una peli de animación que me encanta, Nezha, el rehacer de un Dios.
No la conozco, me la apunto (y)
Y como dices... no pude evitarlo. Me encanta la mitología.
Y aunque he de reconocer que mi favorita es la nórdica...
La china está en mi top cinco.

Yo creo que a muchos nos gusta el Dios Mono por Dragon Ball.
Pues Goku, al menos el del principio, está inspirado en él: El bastón que se alarga y retrocede. La nube...
 
No la conozco, me la apunto (y)
Y como dices... no pude evitarlo. Me encanta la mitología.
Y aunque he de reconocer que mi favorita es la nórdica...
La china está en mi top cinco.

Yo creo que a muchos nos gusta el Dios Mono por Dragon Ball.
Pues Goku, al menos el del principio, está inspirado en él: El bastón que se alarga y retrocede. La nube...
Pues te va a encantar. Yo la veo cada 2 por 3.
 
Sabía que ibas a meter en el relato al gran Dios Mono. 😂😂.
Por cierto, el Dios Mono aparece en una peli de animación que me encanta, Nezha, el rehacer de un Dios.
Me la ha jugado el corrector, es Ne zha el renacer de un Dios.

 
Capítulo 84 - Despedidas dulces, horizontes inciertos: Pasado, Futuro… ¡Presente!

Diego de la Vega observó todo lo sucedido en el Red Viper desde la cubierta de su navío.
Lo contempló con la paciencia de un maestro que ya lo ha aprendido todo, con la serenidad de un sabio que ha solucionado infinidad de problemas y con la calma pura y en paz del vencido; la calma de una alma que hace tiempo aprendió a convivir con el dolor.

Incluso cuando la batalla estalló entre el Dios del Viento y la tripulación de Grace, él permaneció impasible, como un faro inmóvil en mitad de la tormenta. Pues sabía que esa no era su batalla. No aquella. La suya era más… Personal.
Tan profunda era su convicción que cuando el galeón del Perro quiso entrar en combate, en ayuda de sus aliados; él se lo impidió. Movió su fragata entre ambos navíos con la precisión de quien lleva toda la eternidad navegando, erigiéndose en muro de madera y voluntad para detener el ataque del irlandés.

Cuando todo terminó, después de soportar los reproches y blasfemias de la tripulación entera del Madra Ifrinn, por barrarles el paso; después de la pelea y de la conversación intima de la capitana con Kāmara. Después de que el viento abandonara la cubierta del Red Viper, su mirada se posó sobre Grace en la distancia. En ese mismo instante comprendió que el deseo y la condena habían caído sobre ella. Y aunque era imposible adivinar qué había pedido, como también lo era conocer el castigo que debería pagar. Sintió lástima por ella, una lástima desgarradora, porque sabía, con la certeza implacable del que ha caminado el mismo camino, que con el tiempo la condena… siempre acaba aplastando al deseo.
Entonces alzó la vista al cielo. Siguió con los ojos la partida de aquella ráfaga repleta de risas infantiles y traviesas. Risas que no pertenecían a un niño, sino a algo más antiguo, más libre, más puro. Y en ese instante, justo cuando la brisa se alejaba, Diego empezó a llorar. Lo hizo en silencio, huyendo de las miradas de sus hermanos, buscando un rincón donde nadie pudiera ver cómo se desmoronaba. Refugiándose en la soledad que había sido guardiana de sus deseos durante siglos, la misma soledad que había acompañado a su corazón desde que el destino lo separó de Elektra.

Lloraba porque no existe despedida más terrible que la que se da sin palabras, sin abrazos, sin contacto. Lloraba porque había vuelto a encontrarla, después de tantos amaneceres, de tantos rostros, de tantas muertes; y sabía, sin necesitar prueba alguna, que esta despedida era la definitiva, que jamás la vería de nuevo. Lo supo con ese dolor mudo que nace en el pecho y que solo conocen quienes han amado más allá del tiempo. Bajó la cabeza y cerró los ojos. Y en ese gesto sencillo, sintió cómo todo su interior se vaciaba.
Sabía que navegaría hasta el final de los tiempos; que vería civilizaciones levantarse y caer, que adoptaría nombres nuevos, llevaría ropas extrañas, navegaría en embarcaciones de metal. Sabía que el hombre llegaría a surcar los cielos, que las guerras se librarían desde la distancia, y que esa misma distancia dejaría de ser un problema para los que se sienten lejos. Sabía que el mundo seguiría cambiando: las pesadillas y los sueños, el arte y las ciencias… absolutamente todo.

Todo excepto su corazón, que permanecería igual, eterno… roto y lleno de añoranza.
Y entonces, cuando sus lágrimas se confundieron con el rumor del mar, y sus sollozos se perdieron en el estruendo de la tormenta; el viento, ese al que tantos pueblos llamaron dios, escuchó su dolor y desvió su rumbo un instante. Descendió tembloroso y compasivo, hasta posarse frente a él como un último gesto de misericordia.

El español, condenado a no alejarse jamás del océano sin sentir que la vida se le escapaba, percibió aquella presencia. Alzó la cabeza lentamente, temiendo y deseando al mismo tiempo lo que estaba a punto de ver. Pero al abrir los ojos… y durante un latido del universo, Diego de la Vega fue el hombre más feliz del mundo.
  • Elektra… - suspiró al verla.
Su nombre parecía flotar en el aire como un recuerdo que nunca muere. Una belleza nacida en esos tiempos donde los dioses aún caminaban cerca de los hombres, y la historia se escribía con sangre y poesía. Su hermosura era distinta a cualquier otra que Diego hubiera visto en siglos de viajes y destinos. No era solo un rostro hermoso, sino un fuego contenido: ojos negros como la noche profunda, que parecían guardar secretos milenarios y, al mismo tiempo, la infinita ternura de quien conoce la fragilidad del mundo; cabellos oscuros como la tinta derramada sobre pergaminos, suaves y ondulantes, que caían con gracia sobre hombros firmes; labios capaces de sonreír con luz o de cerrar con la severidad de quien puede juzgar imperios.

Pero no era solo su apariencia lo que la hacía única. Era la esencia contradictoria que desprendía: fuerza y calma a la vez, determinación y compasión, orgullo y humildad. Cada gesto suyo parecía escrito por los dioses mismos, cada mirada un poema que Diego podía leer solo con el corazón. Elektra era su alma gemela, su contrapunto, su reflejo perdido en otra vida. La que conocía cada cicatriz de su espíritu, la que podía calmar los huracanes que él llevaba dentro, y al mismo tiempo encender tormentas que solo ella sabía cómo dominar.

Ella era hogar y tempestad. Era historia y mito. Era todo lo que había amado, perdido y vuelto a encontrar en un solo instante, a través de siglos de vidas separadas y destinos truncados, solo para perderla otra vez. Por eso, aunque la tuviera frente a él, en ese preciso instante, Diego la sentía más lejos que nunca. Porque el viento que traía las risas de Kāmara también llevaba consigo su sentencia: la memoria de Elektra, un amor que ni el tiempo ni la eternidad, le permitirían abrazar de nuevo.
  • Sigues teniendo la misma mirada de siempre, Heráclito - le susurró, acariciando su mejilla - La misma mirada triste y hermosa que conquistó mi corazón.
Diego se estremeció al sentir su tacto. Como si aquel gesto mínimo, como si aquella simple sonrisa, hubiera removido todo su interior. Elektra era hija del viento, no cabía duda: igual que lo era Bishnu, igual que habían sido tantas vasijas antes y después de ella. Capaz de agitarlo todo con solo respirar. El español, sin poder dejar de llorar, levantó su mano y la posó sobre la de ella. Fue más que una caricia; fue una confesión muda, un grito silencioso de cuánto la había echado de menos.
  • ¿Encontraste al fin lo que buscabas? - preguntó ella, acercándose más.
  • Ya no sé… - Diego bajó levemente la cabeza - Ya no sé ni lo que estoy buscando, mi amor.
  • ¿Por qué dices eso? - su voz era el canto de una suave brisa al atardecer.
  • He pasado tanto tiempo buscándote, que ya no recuerdo cuándo empecé a hacerlo. Y ahora… después de tanto… he comprendido que buscaba en el lugar equivocado.
  • ¿Equivocado? ¿Por qué dices eso? - susurró con el aliento de un ángel.
La tenía tan cerca que podía oler su perfume, aquel aroma a lavanda, a zumo recién exprimido, a pan horneado; que embriagaba los sentidos. Tenía tan cerca sus labios, tan irresistibles, tan cálidos, que temblaba por miedo a besarlos: miedo a que, al hacerlo, ella se deshiciera en el aire como un espejismo.
  • Pensé que estabas encerrada… atrapada en aquella jaula que tus hermanos lanzaron al mar…
  • Y lo estuve, mi vida…
  • Entonces… ¿por qué…? ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué ahora?
Elektra sonrió, y en esa sonrisa Diego vio el pozo insondable que era la voluntad del viento: algo imposible de comprender, un misterio sin forma, la esencia divina de lo cambiante. Aquello que nunca se deja atrapar.
  • Esa es una historia demasiado larga - respondió. Su figura vibró un instante y mil rostros se dibujaron sobre su piel: algunos hermosos, otros masculinos, unos jóvenes y otros ancianos, hasta detenerse de nuevo en ella - Y sabes que no dispongo de ese tiempo… pues debo partir.
Entonces Diego sintió una necesidad profundamente humana: la de detener el tiempo. Un impulso tan puro como desesperado. La idea imposible de congelar el mundo y vivir para siempre en aquel instante fugaz.
  • Si lo hubiera sabido la primera vez que te encontré… - dijo él, temblando. Las lágrimas brotando como un manantial de agua pura - Jamás hubiera pedido aquel maldito deseo.
  • No digas eso, cariño - sonrió el viento, lleno de ternura - Pediste algo que nadie antes había tenido el valor de pedir… Cuando te vi de nuevo en aquella cueva… tan joven, tan lleno de ilusión… y me pediste ser libre… sentí el mismo amor que siento por ti ahora y que he sentido de siempre.
  • ¿Y por qué no me lo dijiste? ¿Por qué no me dijiste que eras tú?
  • No lo entenderías, mi amor…
  • Pero…
Diego no pudo continuar, sus palabras fueron silenciadas. Un beso rápido y fugaz, intenso pero suave. Elektra, la mujer que amaba con toda su almas, lo besó; y al hacerlo, el español sintió que moría. Una paz densa, verdadera, antigua, lo envolvió por completo. Un reposo infinito que lo cubrió en un manto de seda y tranquilidad. Él se dejó llevar, se dejó arrastrar por aquella brisa cálida y efímera sin preguntarse a dónde lo llevaba, sin preocuparse de cuánto duraría. Cuando ella apartó los labios, él los mantuvo aún abiertos, con los ojos cerrados y las lágrimas cayendo. Elektra le secó las lágrimas con ternura. Lo miró con amor… pero también con compasión, con delicadeza, con devoción. Y en menos de un suspiro se separó.

Al notar que se alejaba y aunque sabía que así debía ser, Diego sintió el impulso de detenerla, incluso sabiendo que era imposible. Así eran los mortales. Así era Grace, así era él: almas incapaces de rendirse.
  • Concédeme otro deseo… - pidió con urgencia, sujetándola por la muñeca - Por favor… te lo ruego… no te pido nada más. Nunca te pediré nada más.
El viento negó con la cabeza. No podía. No era la voluntad del destino. Se liberó de su agarre sin violencia, sin forcejeos, y empezó a ascender, el aire arremolinándose alrededor de ella.

Diego lo comprendió en ese instante: había llegado el final.
Elektra había regresado, después de siglos, solo para darle un beso… y desaparecer de nuevo.
Él cayó de rodillas, sintiendo que el mundo entero se rompía dentro de su pecho. Pero antes de que Elektra… Bishnu… Kāmara… el viento… partiera para siempre, dejó unas palabras susurradas al aire. Palabras que se grabarían por la eternidad en el alma del español que incluso por encima de la libertad, amaba con locura algo más.
  • No llores, mi amor… no albergues pena en tu corazón. Quien ama de verdad no retiene: libera. Porque el amor solo puede volver a aquel que jamás quiso encerrarlo.
Y así, con aquella frase que soplaba en sus recovecos la promesa de un reencuentro, el viento se marchó. Libre, joven, feliz. Y esta vez, quizás por capricho, quizás por casualidad, no se lo llevó todo con él. Le dejó a Diego un pequeño regalo, uno diminuto pero poderoso: un atisbo de esperanza. Frágil, apenas imperceptible… pero suficiente.

Suficiente para que Heráclito, Diego de la Vega, el español errante, el hombre que amó al viento… sintiera renacer en él la voluntad de seguir adelante. Con la promesa no escrita, incierta y dubitativa, de que quizá, algún día, sus caminos volverían a cruzarse. Y entonces sonrió. Lo hizo porque le bastaba con aquello, con esa nimiedad luminosa. Le bastó para no rendirse, para no decaer, para seguir creyendo que entre los indescifrables hilos que movía el destino aún existía una posibilidad.

La posibilidad de volver a besarla, una vez más.

Pero Diego no era el único, pues había otra persona en aquel remoto lugar perdido en medio del océano Pacífico que también pensaba en la posibilidad… En la posibilidad de que Yara cerrara la maldita boca, de una vez. La yoruba andaba detrás de Grace como una sombra pegada a su cuerpo. Una sombra de voz estridente, con más preguntas que cicatrices y más nervios que remedios curativos. Allí donde Grace ordenaba levantar velas, allí estaba ella. Allí donde ataba un par de cabos, ella la seguía. Allí donde corregía una maniobra, ella preguntaba. Y lo hacía sin detenerse, acelerada, con una urgencia reflejada en su voz que, irónicamente, parecía alcanzar la velocidad del mismísimo Dios del Viento.
  • ¡Basta Yara, por Dios! - exclamó Grace de repente, fuera de sus casillas.
Se detuvo en seco y, al hacerlo, la santera chocó contra ella.
  • ¡No voy a parar! - exclamó señalándola con el dedo - No pararé hasta que me cuentes qué ha pasado. Necesito saberlo, necesito que me lo expliques. ¿Qué te dijo? ¿Qué deseo pediste? ¡Dímelo! ¡Va!
Grace se desató un cordel que llevaba atado a la muñeca. Se recogió el pelo rebelde y enmarañado por detrás de la nuca y se lo ató. El sol estaba en lo más alto, la tormenta quedando atrás, la grieta en el firmamento abierta por Tangaroa, aún cubierta por las nubes plomizas empezaba a quedar lejos; como una amenaza latente de lo que aguardaba oculto desde el más allá. El Red Viper se había puesto en marcha, otra vez, como siempre lo hacía, como siempre lo haría. La valiente y temeraria flota de la Alianza de las Tres Banderas, seguía su camino. Después de vencer a un monstruo marino, de esquivar la ira de un dios antiguo y de dejar un beso sincero en los labios del mismísimo Dios del Viento.
  • Ya te he dicho que es algo personal - replicó Grace, obcecada en no decir nada - Lo que Kāmara me dijo es algo que debe quedar entre el viento y yo.
Reanudó su marcha, y al instante las preguntas estallaron de nuevo. Y la capitana no pudo evitar sonreír. Amaba a aquella mujer con locura; le resultaba fascinante. “¡Maldita cabezona de mierda!”, pensó divertida. Y es que Yara era una energía que no conocía límites. Seguía siendo la misma niña viva y astuta que conoció en los callejones de Bristol, tantos años atrás. Cuando quería algo, lo perseguía. Y lo volvía a perseguir. No importaba cuánto tardara: semanas, meses, años… una vida entera. No desfallecería hasta conseguirlo y para ello, estaba dispuesta a sacar, si así era necesario, toda su artillería.
  • ¡Siempre haces lo mismo, joder! - gritó de nuevo - ¡En cuanto tienes una buena historia que contar, te haces la misteriosa y no sueltas prenda!
  • ¿Ah, sí? - se burló Grace, como si aquello no fuera con ella.
  • ¡Pues sí! ¡Te encanta que vaya detrás tuyo! ¡Todo el día! ¡Como un maldito perro faldero! ¡Está claro que necesitas atención, tienes una grave carencia afectiva, amiga! ¡Ojalá las putas de tus madres te hubieran dado más cariño!
Grace soltó una carcajada profunda, sincera, armoniosa. Y con esa simple acción, Yara - que disparaba a matar - se encendió aún más. Aunque no la viera, pues iba detrás suyo blasfemando y maldiciendo, Grace podía imaginarla perfectamente: agitada, sudada, rabiosa… hecha una arpía, los ojos abiertos como platos, la lengua envenenada, afilada como un cuchillo. Y entonces, en su infinita benevolencia, la capitana decidió ceder un poco.
  • ¡Valeeee! ¡Está bieeeen! - dijo con exagerado tono maternal, parándose de nuevo y girando hacia ella - Pero solo contestaré a una pregunta… ¿estamos?
Yara cambió la actitud de repente. De la furia abrasadora pasó a la ilusión irrefrenable. Era la viva imagen de una chiquilla a la que, después de mucho insistir, su madre terminaba comprándole un helado.
  • ¿Solo una? - preguntó, pensando ya cuál sería.
  • Sí, solo una… Así que piénsala bien.
Yara se llevó una mano al mentón, los ojos desviándose a la izquierda, mordiéndose el labio inferior. Balanceándose como un mar joven e impetuoso, hacia adelante y hacia atrás, con un vaivén constante de sus talones. Mientras Grace esperaba, dando gracias al destino, por haber puesto aquella maldita loca en su vida.
  • ¡Ya lo tengo! - dijo de repente como gritando ‘Eureka’.
  • A ver… ¡Dispara!
  • Quiero saber… ¡Qué deseo pediste!
Grace ladeo la cabeza hacia un lado, haciendo una mueca con la boca. Simplemente para alargar aquel momento de tensión, el cual le parecía muy divertido.
  • Le pedí… - hizo una pausa dramática, deliciosamente innecesaria - Le pedí que volviera a casa…
La reacción de Yara fue inmediata, física, casi teatral. Primero se quedó completamente quieta, como si alguien le hubiera tirado encima un cubo de agua helada. Luego parpadeó… una vez… dos… tres… y después abrió la boca tan lentamente que parecía que la mandíbula fuese a desencajársele. Sus hombros cayeron, los brazos se le quedaron colgando como dos cuerdas sin tensión, y finalmente soltó un bufido tan largo que casi le vacía los pulmones.

Por dentro, sin embargo, el caos era absoluto.
¿Cómo? ¿Cómo que “que volviera a casa”? ¿Ese fue su deseo? ¿EN SERIO? ¿TENIENDO TODAS LAS POSIBILIDADES DEL UNIVERSO ENTERO, LA MUY IMBÉCIL PIDE ESO? ¿PERO ESTA MUJER ES IDIOTA O QUE LE PASA?

Un carrusel frenético de opciones le golpeó la mente como olas en plena tormenta:
Podría haber pedido riquezas infinitas. Podría haber pedido protección eterna para la tripulación. Podría haber pedido que a Cortés dejaran de olerle los pies. O mejor… Podría haber pedido que los llevara directamente al Sundra-Kalash y terminar con todo esto de una vez.

¿Y qué pide la muy idiota? ¿Qué pide? ¡UNA CHORRADA! ¡UNA CHORRADA CÓSMICA!
¿Es que no piensa en nadie? ¿Ni en ella, ni en el barco, ni en su familia? ¿Es que tiene serrín en la cabeza? ¿O aire? Igual es aire… Igual es hueca. Igual es retrasada. No, no, peor: es idiota a propósito.

Yara la miraba, ojos entrecerrados, labios fruncidos, expresión de absoluta incredulidad.
¿Y ESTA ES LA CAPITANA QUE HE DECIDIDO SEGUIR? ¡YEMAYÁ! Madre de todos los orishas, ¿qué demonios he hecho con mi vida?

Grace la observaba en silencio, los brazos cruzados, los ojos achinados por una sonrisa que parecía tatuada en el rostro.
  • ¡¿Se puede saber de qué te ríes?! - bramó Yara, como si de pronto el Pacífico hubiera decidido convertirse en un infierno rugiente, un océano embravecido dispuesto a arrasar con todo.
  • ¡De tu cara de boba, idiota! - rió Grace a pleno pulmón, doblándose casi por la mitad.
  • ¡¿Yo soy la idiota?! - chilló Yara señalándose a sí misma, ofendida hasta el alma - ¡¿En serio?! ¿¡Yo!?
El estruendo que formaban entre carcajadas y gritos era tan monumental que los marineros detuvieron sus tareas de golpe. Las manos quedaron suspendidas a medio nudo, a medio izar vela, a medio asegurar un cabo. Durante un segundo, todo el Red Viper pareció contener la respiración, convencido de que algo grave - gravísimo - estaba ocurriendo.

Halcón asomó la cabeza desde la cofa, con medio cuerpo colgando y cara de estar preparado para lo peor. Pero al verlas, suspiró hondo, sonrió y negó con la cabeza con la resignación propia del que ya está curado de espantos.
  • Ya estamos otra vez… - murmuró divertido, dejando escapar una sonrisa de oreja a oreja antes de volver a lo suyo.
El resto de la tripulación, al identificar a las dos causantes del alboroto, volvió inmediatamente a sus tareas. Porque todos ellos, sin excepción, sabían perfectamente lo que era aquello. No había peligro, ni discusión seria, ni drama real. Solo Grace y Yara siendo… Grace y Yara.

Todos entendían que ese era el amor que se profesaban: un vendaval caprichoso de vientos huracanados y brisas suaves; un mar que podía pasar de aguas tranquilas a tempestades brutales en cuestión de segundos; un sol abrasador que se convertía, sin previo aviso, en una hoguera cálida a la que siempre era posible volver. Una amistad nacida del caos, templada por las tormentas y fortalecida por la necesidad. Una de esas que, pasara lo que pasara, resistía.

Porque algunas almas, como algunas corrientes que chocan entre sí…
simplemente están hechas, para navegar juntas.

Como si sufriera de un desequilibrio emocional, que seguramente así fuera, Yara pasó esta vez de la furia a la rendición. Y lo hizo en cuestión de segundos.
  • ¿Por qué demonios pediste eso, Grace? - murmuró, agachando la cabeza, como si hubiera sido vencida en duelo singular - Es un barco que solo pasa una vez en la vida, maldita sea… y vas tú… y vas tú… y pides semejante estupidez.
Grace no dijo nada, solo escuchó.
  • Sé que nunca has sido muy avispada… - siguió Yara, negando con la cabeza - Ya lo intuí la primera vez que te vi en el puerto de Bristol, intentando pescar: lanzaste la caña hacia atrás, te agarraste el camisón con el anzuelo y te tiraste tu misma al mar… o aquella vez que recogiste aquel pez del rio y quisiste dormir con él. Aún recuerdo como lloraste a la mañana siguiente al verlo muerto encima de la almohada. O aquella otra que huyendo del carnicero, te metiste por aquella rendija y se te quedó la cabeza atascada… siempre has tenido la cabeza descomunalmente grande para lo tan vacía que está…
Grace empezó a sonreír, recordando aquellos tiempos. Fueron duros, sí. Pero también hermosos.
  • Y hoy, cuando te he visto acercarte a Kāmara lo he pensado… te lo juro. Me he dicho a mí misma: Por favor que no meta la pata, que no meta la pata esta vez… pero Obbá no me escucha, maldita sea, el muy cabrón nunca lo hace…
La mano de Grace se posó sobre su hombro, seguida de la otra. Yara levantó la cabeza, no iracunda, sino apenada porque su amiga no fuera un poco más… reflexiva.
  • ¿Sabes por qué le pedí eso? - preguntó Grace, mirándola fijamente.
  • Porque eres inmensamente idiota, Grace… - respondió Yara abatida - Pero no pasa nada… yo te quiero igualmente.
Grace sonrió, suavemente. Pero entonces sus ojos se pusieron vidriosos, amenazando con lluvia.
  • No pedí nada para mí, porque… - empezó a llorar, libre y hermosa - Ya tengo el regalo más hermoso que me pudo dar la vida… No necesito nada, Yara… nada más de lo que tengo ahora.
Yara rodó los ojos, exasperada, y le dio un empujón amistoso que casi la hace caer de espaldas.
  • ¿Por qué siempre te pones tan intensa? - dijo, fingiendo fastidio - Desde que pariste, te has vuelto una llorica… Pero esta vez tus lágrimas no van a funcionar, ¡Ni hablar! Si eres retrasada lo eres, Grace… y no pasa nada, hay que aceptarlo y tirar pa’lante.
  • ¡Será que tu no lloras, imbécil! - rió Grace, entre lágrimas mientras rotaba el brazo derecho y se sujetaba el hombro - Si tengo este hombro fastidiado por tu culpa, de tantas veces que te has echado a llorar encima.
  • ¡Porque siempre has sido una floja! - Yara empezó a hacer gestos con las manos, cambiando la voz - “¡Yara ayúdame, que no puedo levantar esta caja! ¡Yara me he clavado una astilla en el dedo y me duele! ¡Hay Yara no te sientes en mi regazo que se me duermen las piernas!”
  • ¡Eso es por que tienes el culo gordo! - le gritó Grace empujándola - !Quizás a mi se me quedara atascada la cabeza en aquella rendija, pero tu culo no cabe ni por la puerta de una Iglesia!
  • ¡Cállate cabezona! - le gritó ella devolviéndole el empujón.
  • ¡Cállate tú, culo gordo! - respondió Grace tirándola al suelo.
Y así… entre gritos y tirones de pelo, entre insultos y amenazas, entre risas y lágrimas; se demostraron lo que se amaban. Juntas creaban un caos precioso y canalla que solo ellas podían entender. Porque esa era su forma de amor: desordenada, descarada, intensa, con peleas que podían hacer temblar mástiles y con abrazos que podrían sobrevivir a tempestades. El viento jugaba con sus cabellos, el sol les daba en la cara, y el Red Viper avanzaba sobre las olas, indiferente, como si dijera: “un día más bajo el cielo infinito”

Mientras los gritos vociferaban arriba, abajo en el camarote de la capitana; Vihaan despertó lentamente tras el golpe divino del viento. Lo hizo acompañado de la suave voz de Isabella, que, mientras sostenía a Maverick en sus brazos y paseaba pausadamente, entonaba una canción hermosa. Su voz era protectora y serena. Su canto dulce y envolvente, capaz de llenar el ambiente de calor y tranquilidad. Un canto que solo las mujeres tienen el poder de atrapar en toda su esencia.

“Quiero que quiero besarte, amor
¿Por qué no quieres quedar conmigo? Amor
Soy una passarinha y quiero volar
Si tengo mis alitas, no corta

Vuelo más alto hoy
La luz en la espalda
Pluma serena del aire
Cual una semilla que aguarda por liberación

Cuanto más alto voy
Se aclara mi alma
Toda la gran esperanza
De estar delante el mar
Toda la gran esperanza
De estar delante de él
Toda la gran esperanza
De estar…”

Vihaan se incorporó con cuidado y se detuvo un instante, contemplando aquella escena tan armoniosa. La sonrisa de Isabella, la forma en que observaba al niño con un amor eterno, su voz como un manto de seda que acariciaba cada rincón del camarote. Maverick, silencioso y extrañamente calmado, la miraba con los ojos abiertos, chupándose el pulgar. La escuchaba cantar con la inocente mirada de quien presencia un milagro por primera vez. Sus pequeños ojos fijos, la respiración pausada, el diminuto cuerpo mecido suavemente por las notas de la canción y por los brazos tiernos y cálidos de la veneciana.

En ese instante, todo parecía detenerse. El tiempo, el mundo y los gritos de afuera desaparecían, dejando solo aquella escena: mujer y niño, armonía y paz, y la sensación de que la vida, a veces, regala milagros tan hermosos como aquel.
  • ¡Ah! Hola, Vihaan - sonrió Isabella al verlo abrir los ojos - Lo siento si te he despertado…
  • No, no, para nada… - respondió él, incorporándose despacio en la cama - Sigue cantando, por favor… Esa canción es preciosa.
  • Sí que lo es… - murmuró ella, acercándole a Maverick - La cantaba una mujer brasileña que trabajaba en la hacienda de mi marido y siempre que lo hacía me acercaba para escucharla…
En cuanto Maverick sintió que abandonaba los brazos de la italiana, empezó a removerse, soltando unos gruñidos diminutos que presagiaban tormentas mayores. Vihaan tuvo que devolvérselo enseguida.
  • Me parece que quiere estar contigo… - sonrió, intentando levantarse.
Pero apenas lo hizo, cayó de nuevo sentado en el colchón.
  • ¿Estás bien? - Isabella se acercó, alarmada, tocándole la frente con suavidad.
  • Sí, sí… - sonrió él, algo mareado - Solo sigo un poco aturdido…
  • ¡Una mañana movidita, ¿no?! - bromeó mientras Maverick, de vuelta en sus brazos, se calmaba como si solo ella pudiera ordenar su pequeño universo.
  • Ni que lo jures… Aunque no recuerdo demasiado… - Vihaan se frotó la sien, aún desconcertado - ¿Me pones al día? ¿Quieres?
Pero Isabella no respondió a su pregunta. Pues algo la había estado rondando desde hacía días, desde aquella mañana en que la flota de su despechado marido atacó al Red Viper en las costas de Esmeraldas. Desde que vio a Vihaan lanzarse al abordaje… con el bebé atado al pecho.
  • Oye, Vihaan… ¿puedo hacerte una pregunta, antes?
  • Claro… dime.
  • ¿No has pensado nunca qué va a ser de él…?
  • ¿De Maverick?
Isabella asintió en silencio, sin dejar de mecer al pequeño.
  • No pienso mucho en el futuro, si te soy sincero - dijo Vihaan, observando al niño con una ternura que enternecía el aire - Antes lo hacía constantemente… pero ahora… ahora todo es distinto, no sé si me entiendes.
  • Cuando dices “antes”, ¿te refieres a antes de conocer a Grace?
Vihaan soltó una risa corta, negando con la cabeza, como si esa pregunta le hubiera tocado un lugar más profundo de lo esperado.
  • Es curioso que saques este tema… porque he pensado muchas veces en eso.
  • ¿En qué?
  • Al principio, creí que Grace había cambiado mi vida; que conocerla lo había puesto todo patas arriba, como si hubiese dado un giro de trescientos sesenta grados. Me preguntaba: “¿Qué habría pasado si no nos hubiéramos encontrado en aquel muelle?” - Vihaan apoyó la espalda contra la pared, dejando escapar el aire despacio - Pero luego me di cuenta… de que no fue ella quien cambió mi vida, sino yo.
Isabella se sentó a su lado, con el pequeño empezando a dormirse contra su pecho.
  • ¿A qué te refieres?
  • ¿Conoces la historia de Grace?
  • Bueno… por encima - sonrió ella - No es que hayamos tenido muchos momentos tranquilos para charlar y conocernos mejor.
  • ¡Ya! - Vihaan soltó una carcajada baja, íntima - Será mejor que te vayas acostumbrando a eso…
Rieron los dos, mientras el camarote seguía envuelto en ese silencio cálido, con olor a madera y sal; con las notas de Isabella aún flotando en el aire.
  • Digamos que… no ha tenido una vida sencilla - continuó Vihaan, con la mirada perdida en algún punto del camarote - Cuando la conocí estaba atrapada en ese puerto grisáceo, sin mucho futuro por delante… o al menos uno incierto. En cambio yo lo tenía claro. Muy claro. Desde que era un crío, ya sabía cuál era mi camino. Crucé medio mundo siguiendo ese destino, y me llevó hasta ella. Y ahí, por casualidad, de forma inesperada… empezó todo.
  • No te ofendas, Vihaan - dijo Isabella con suavidad - pero no me creo que tú empujases a Grace a toda esta aventura…
  • ¡No digo eso! - exclamó, riendo - Lo de empujar ha sido siempre cosa suya, todos somos conscientes. Solo digo que… si no hubiera dejado todo atrás, si no hubiera dado el paso de afrontar lo que el horizonte me prometía… ahora ninguno estaríamos aquí.
  • Entonces… ¿tengo que agradecerte a ti que estemos al borde de la muerte día sí y día también?
  • En parte sí - admitió él, levantando las manos - Es culpa mía. Lo confieso.
Ambos estallaron en una carcajada larga, sincera, liberadora. Pero poco a poco la risa de Isabella fue apagándose. Su voz se volvió un susurro más grave, más frágil. La mirada clavada en el suelo.
  • Y… ¿No has sentido nunca dudas?… ¿De si tomaste el camino correcto? ¿No has pensado alguna vez: “me he equivocado”?
  • De poco sirve preguntarse sobre las decisiones del pasado, Isabella - respondió Vihaan, esta vez con una serenidad inmensa - Lo hecho, hecho está y ya no hay vuelta atrás. Y si algún día el destino decide demostrarme que me equivoqué… pues tendré que improvisar y seguir por otro lado. La vida es básicamente eso: avanzar tropezando, caerte y volverte a levantar.
Ella escuchaba en silencio, la mirada perdida en la madera.
  • Y aunque hubiera alguien o algo dispuesto a señalarte la senda correcta - añadió Vihhan, con una sonrisa ladeada - ¿quién sería tan estúpido como para hacerle caso? Sería una vida aburrida, sin alicientes, sin alma… Hay que vivir, equivocarse, estrellarse, aprender y volver a caminar. Ese es el único camino que vale la pena caminar.
Vihaan se detuvo al ver su silencio. Había algo en ella… algo que no era simple preocupación. Algo oscuro, hondo, como un nudo en el alma.
  • ¿Qué te sucede, Isabella? ¿Va todo bien? - preguntó acercándose un poco más, sin invadirla - Puedes hablar conmigo con total libertad. No te voy a juzgar.
Ella se giró de golpe. Sus ojos estaban llenos de lágrimas frescas, temblorosas, incapaces de sostenerse. Y en ese brillo húmedo había angustia, miedo y algo parecido a una súplica muda.
  • Estoy bien, no te preocupes… - balbuceó - Es solo que…
  • Suéltalo, no temas - él le sujetó la mano entre las suyas, un tacto tan suave que parecía envolverla - Aquí estoy…
Ella sollozó. Una, dos, tres veces. Como si cada palabra que intentaba pronunciar pesara más que ella misma. Pero sentía a Vihaan cerca. Inmóvil, firme, presente. Como una roca en mitad de la tormenta. Como un refugio donde poder abrir la herida sin miedo. Respiró hondo, obligándose a frenar el llanto. Y con una valentía temblorosa, apenas audible, dijo aquello que llevaba meses clavándose por dentro como un anzuelo.
  • Estoy embarazada…
Isabella no obtuvo la respuesta que esperaba. Donde imaginaba ver preocupación, temblores, dudas o malos presagios… solo encontró una alegría inmensa. Una felicidad tan desbordante, tan irracional, que la dejó desubicada. Vihaan no la miró como a una mujer en problemas, ni como a alguien que acababa de confesar un grave secreto. La miró como si acabara de entregarle la noticia más hermosa del mundo.

Sin pensarlo, la rodeó con los brazos, la apretó contra su pecho y le susurró una enhorabuena tan sincera que casi le arrancó el aliento. Era un abrazo cálido, absoluto, de esos que solo se dan cuando el corazón rebosa. No eran de la misma sangre, pero en aquel momento, Vihaan la abrazó como si lo fueran.
  • ¡¿Y quién es el padre?! - preguntó de repente, con una sonrisa de oreja a oreja.
Isabella tragó saliva.
  • Drake… - confesó, casi en un murmullo.
La reacción fue inmediata. Explosiva.
  • ¡¿En serio?! - gritó - !¿El Cuervo del Caribe siendo padre?! Esa no me la esperaba…
  • Vihaan, espera un segundo… - intentó interrumpir ella - Drake aún no lo sabe, te pido que…
  • ¡Eso es aún mejor, Isabella! - gritó Vihaan aún más fuerte - ¡Por favor, por lo que más quieras…! ¡Déjame estar presente cuando se lo digas! ¡Quiero ver su cara! ¡Te lo pido por favor!
Los gritos de Vihaan retumbaron en todo el camarote, tan fuertes, tan llenos de vida, que Maverick pegó un brinco entre los brazos de Isabella y despertó rugiendo en llantos, como si fueran trompetas celestiales anunciando una boda inminente. Vihaan le golpeaba la espalda, incapaz de contener otra carcajada, incapaz de ocultar su felicidad.

Mientras Isabella, intentando calmar al pequeño sin entender nada de lo que estaba ocurriendo, se quedó quieta, atónita. Con la expresión de alguien que, por un instante, sospecha que quizá el golpe divino lo había dejado medio alelado. Porque mientras Vihaan celebraba la noticia como si el que iba a ser padre fuera él, ella no podía evitar pensar en la locura que era traer una vida a ese mundo.

A ese mundo de piratas, dioses iracundos, monstruos del abismo y batallas navales.
A esa realidad de pólvora, sangre, guerra y muerte.
A esa vida al margen de la ley.

Una vida condenada a morir en la inmensa oscuridad del océano, en la tensa y fría horca o fusilada contra un muro con las manos atadas a la espalda. Y entonces algo cambió en su rostro, poco a poco, abriéndoselos camino como si un rio furioso encontrase un afluente donde poder liberar carga, como si el abrazo y la felicidad de Vihaan la ayudaran a entender; Isabella empezó a sonreír. Pues en aquella vida, en aquel mundo… también había belleza. Había algo hermoso.

Una existencia llena de peligros constantes que la hacían saborear cada segundo de su vida con una intensidad brutal, llena de suspiros que encogían el alma y la hacían sentir viva, de huidas en mitad de la noche como amantes fugaces enloquecidos por el deseo, de promesas hechas entre el humo y la pólvora que se convertían en verdades eternas, de besos apasionados al borde de la muerte que ahora traían vida a este mundo… Este mundo maravilloso, caótico, Impredecible… Su mundo.

Una vida de la que formaba parte y que, ahora, debía compartir con alguien más pequeño, más frágil, más puro. Y mientras todo eso se arremolinaba en su mente, mientras Vihaan aún reía, y Maverick lloraba… Isabella sintió que el nudo en su estomago empezaba a deshacerse. Como los nudos en los cabos, que justamente en ese momento, deshacía Bhagirath en cubierta.
  • Por más que lo mires, no va a pasar nada - le dijo con una inmensa sonrisa a Cortés.
El español movió la cabeza para mirarlo, pero no dijo nada. Volvió de nuevo la vista hacia el Mulakaboko, que sostenía con ambas manos, zarandeándolo como si creyera que cuanto más lo agitase, más rápido recuperaría su antiguo esplendor. Pues el poderoso bastón sagrado que contenía la fuerza indómita del viento, aquel que había acompañado a Bishnu en tantas noches de borrachera y que mutaba de formas como el difunto brujo cambia-pieles, ahora parecía una rama carcomida a punto de astillarse en mil pedazos. Cortés frunció el ceño.
  • ¿Crees que lo volveremos a ver algún día? - preguntó sin apartar la vista.
  • Depende…
Cortés levantó de nuevo la mirada del bastón, clavándola en los ojos del hindú.
  • ¿De qué depende?
Bhagirath, se detuvo un momento, el calor de la forja de Yrsa se unía al calor intenso del sol, haciendo de aquel mediodía un infierno en cubierta. Se secó el sudor de la frente y le devolvió la mirada.
  • Depende de lo que tu Dios Cristo te haya dicho que hay más allá de la muerte…
  • ¡Bishnu no está muerto! - exclamó Cortés, como si intentara convencerse a sí mismo - Estoy seguro de que sigue ahí, en algún lado…
  • ¿Cómo estar seguro? - preguntó la herrera, introduciendo la punta de un hierro incandescente en un cubo de agua.
El metal siseó, escupiendo humo denso que se perdió entre las velas.
  • ¡Fe! - dijo el español, casi sin pensarlo.
Bhagirath soltó una risa cansada, como si su enorme y rocambolesco bigote pesara demasiado para dejar mover libremente sus labios.
  • No hace ni un momento maldecías a los dioses de tal manera, que si te hubiera escuchado uno de tus sacerdotes, te hubiera excomulgado al instante. ¿Y ahora hablas de fe? - dijo, girándose hacia sus tareas - No hay quien te entienda, español.
  • ¡No hablo de esa fe, bigotes! - replicó Cortés - Hablo de la otra…
De repente, Yrsa levantó la cabeza, mirando al infinito como si acabara de escuchar una revelación.
  • No saber que haber más de una… - dijo sin dejar de dar martillazos - Si yo haber sabido antes, escoger una más pacifica.
Bhagirath estalló en carcajadas, dándole un codazo cómplice a la altura de la rodilla. Cortés, en cambio no rió.
  • ¡Hablo de la fe como esperanza!, no como ofrenda a los cielos, ¡maldita sea!
  • Ya lo sabemos, Ronco - sonrió Bhagirath - Solo estamos de broma…
  • ¿Y como podéis hacer broma en un momento así?… Da la sensación de que no os preocupa lo más mínimo si lo volvemos a ver o no.
Yrsa emitió un gruñido al golpearse el pulgar con el martillo. Un golpe duro y seco. Se quejó, pero no por el dolor, sino por parecer una aprendiz. Se lo llevó a la boca como si su saliva fuera curativa, y siguió trabajando.
  • No servir de nada pensar en mañana - dijo con su acento rudo y salvaje de las tierras del norte - En mi tierra decir: “Skrifa era örlög mín”, y ser cierto; ancianos nunca equivocar.
  • ¿Traducción, por favor? - preguntó Cortés.
  • Mi destino está escrito - respondió Bhagirath con calma.
  • ¿Ahora hablas su lengua, bigotes? ¿Desde cuándo?
  • Estoy aprendiendo, amigo. No todo va a ser pelear y pasar hambre, ¿verdad? - rió - En mi tierra decimos algo parecido: “Jo hoga, woh hoga”, que significa: lo que será, será.
Cortés apoyó el bastón sobre el hombro y los observó en silencio unos instantes.
  • ¿Y ya está? ¿Eso es todo?
  • ¿No te parece suficiente? - preguntó Bhagirath con tranquilidad.
  • ¡Pues no! Todos vuestros refranes me suenan a rendición, a conformidad, a resignación. En mi tierra también decimos: “Lo que Dios da, bien dado está”, y a mí me parece una auténtica jilipollez… De verdad os digo… parece que no os importa una mierda que lo hayamos perdido…
De repente, Bhagirath se levantó del suelo. No de forma violenta, sino con un movimiento suave, controlado. Puso la mano en el hombro del español y habló con serenidad.
  • Mira, Cortés - dijo con voz grave, medida, cada palabra cargada de peso - Estamos en medio de ninguna parte. Bishnu ha sido arrastrado por el viento, a saber dónde. Y de nada sirve que te preocupes por algo que, ahora mismo, no puedes cambiar ni controlar.
Hizo una pausa, como si quisiera que cada palabra calara en él.
  • No te digo que te rindas, ni que dejes de buscar. Tan solo que no te preocupes. Que no permitas que lo imposible robe la paz de tu presente. Aprende a sostenerte aquí y ahora, y deja que el tiempo haga su trabajo. Pues la vida pasa mientras nosotros hacemos otros planes.
Y con esa sentencia, su mano se retiró suavemente. Bhagirath volvió a inclinarse sobre la cubierta, deshaciendo nudos, dejando que el fuego y el metal hablaran por sí mismos.
  • Si problema tener solución ¿por qué preocupar? - el martillazo de Yrsa retronó en el cielo del Pacifico - Si problema ¡NO! tener solución… ¿Por qué preocupar?
Cortés esbozó una media sonrisa.
  • ¿Eso también lo aprendiste de los ancianos, grandullona?
  • Si… - dijo ella mirándolo fijamente - Yo aprender de Bishnu… y jamás olvidar.
Cortés asintió con solemnidad, entendiendo perfectamente lo que acababa de decir.
Tenía razón, solo necesitaban sujetarse a eso, al presente. Lo demás… ya llegaría.

Y así como debía ser, la noche llegó.
Y mientras unos curaban heridas y otros celebraban seguir vivos. Dos amantes compartían el calor de una cama.
  • ¿No piensas que el destino tiene un sentido del humor un tanto irónico? Como si le gustara reírse de nosotros. Como si disfrutara viéndonos tropezar, equivocarnos, fallar, errar…
  • Así debe ser… Vihaan.
  • ¿Por qué dices eso?
  • Lo digo porqué el destino no es otra cosa que el lienzo donde los Dioses dibujan nuestro camino. Y los Dioses son así, nadie puede entender sus designios.
  • ¿Desde cuando mi fiera y hermosa capitana habla como Bishnu?
Grace dejó bien acurrucado a Maverick entre las sabanas, lo observó unos segundos dormir, besó su frente y se lanzó a la cama junto a Vihaan, como quien se lanza al mar. Vihaan alzó la sábana y la cubrió.
  • Desde que el Dios del Viento me abrió su corazón - y con una sonrisa burlona, añadió - Y me concediera un deseo.
  • ¡Vete a la mierda! - contestó Vihaan fingiendo estar molesto.
  • Esta no me la vas a perdonar en la vida, ¿verdad?
  • Ni en esta ni en todas las que vengan después…
Los dos rieron, acercándose cada vez más. El camarote estaba oscuro, iluminado apenas por un par de velas medio consumidas. Vihaan dejó que ella se acurrucara sobre su pecho y pasó un brazo por detrás de su cuello, abrazándola.
  • Toda una vida esperando, deseando con toda mi alma que llegara este momento y va el destino y me lo arrebata de las manos… - sonrió.
  • Bueno… al menos lo pudiste ver con tus propios ojos - respondió Grace conteniendo la risa - antes de que te diera semejante bastonazo.
Vihaan soltó una carcajada pero al hacerlo soltó una mueca de dolor. Grace levantó la sabana viendo el moratón inmenso en las costillas, acariciando la superficie de su piel con suavidad.
  • ¿Te duele mucho?
  • No es nada… se me pasará - contestó Vihaan aguantando el dolor.
  • Una cosa es perder un ojo y otra bien distinta perder las costillas, Vi - dijo Grace preocupada - Mañana mismo que te lo mire Yara, ¿De acuerdo?
  • Si mamaaaa… - sonrió mientras le besaba la frente.
Ella observó un rato más la contusión, pero al bajar un poco más la vista, su rostro cambió de repente a uno más cálido y complice. Dejó caer la sábana y se acercó un poco más a él, subiendo su muslo por encima del suyo.
  • Si lo que te molesta es no haber podido pedir un deseo… Yo te puedo conceder uno.
Vihaan sintió como ella jugaba entre sus dedos con el Bandr Fylkis que colgaba de su cuello y como más abajo empezaba a jugar con algo más poderoso. Un calor repentino lo invadió por completo. Y supo que realmente, Grace era la elegida del fuego.
  • ¿Y la condena? - preguntó divertido.
  • ¿De que condena hablas? - preguntó ella sin poder ya, seguir pensando con claridad.
  • Todo deseo concedido por Kāmara cuesta a cambio una condena. Así lo dice la leyenda, Grace.
De repente, ella paró sus juegos. Frunció el ceño, preocupada, como si recordara. Podía escuchar los latidos del corazón del hombre que amaba, la respiración del niño fruto de ese amor. El deseo que sentía por tenerlos a los dos dentro de nuevo. Pero también recordó el otro deseo y la condena que debía llevar.
  • ¿No me lo vas a contar, verdad? - preguntó Vihaan.
Grace negó con la cabeza, en silencio.
  • ¿Por qué?
  • Porque si te lo cuento… dejarías de… - ella se tragó las palabras, incapaz de dejarlas fluir - No insistas más, ¡Maldita sea!
Grace lo miró fijamente. Era una mirada sin armadura, sin acero, sin el filo feroz que solía envolverla cuando entraban en batalla, luchaban contra enemigos o enfrentaban tormentas. Era una mirada desnuda, humana, demasiado humana para alguien que había visto más muerte que amaneceres. Vihaan subió la mano hasta su mejilla, con la suavidad de quien teme romper algo sagrado.
  • Grace… - susurró - No existe condena que no pueda cargar contigo. Sea cual sea, te ayudaré a llevarla.
Ella cerró los ojos un instante, buscando dentro de sí algo que no encontraba. Palabras, quizás. Valor, tal vez. O tal vez buscaba un rincón de su alma donde esconder aquello que la estaba devorando desde que el Dios del Viento escuchó su plegaria.
  • Lo sé, mi vida. Se que lo harías… - dijo al fin, con una voz que parecía hecha de ceniza - Pero es que… si lo hago, dejarás de mirarme como me miras ahora. Con esa luz. Con esa felicidad. Ese… amor que sientes por mí. Y no quiero perderlo.
Vihaan negó despacio, sin apartar la mano de su rostro.
  • Lo perdería solo si me mintieras - susurró - Pero no por escuchar la verdad.
Grace tragó saliva. Sus labios temblaron apenas, lo justo para delatar la batalla que libraba consigo misma.
  • Vi… - murmuró, con un hilo de voz - No puedo… lo siento.
Vihaan sintió que el aire se volvía más frío, como si ella se alejara.
  • Necesito saberlo, Grace - susurró, aunque ya temía que no habría respuesta.
Ella apoyó la frente contra la de él. Sus dedos recorrieron su rostro como si intentaran memorizarlo para siempre. Los dos escucharon el suave murmullo del pequeño Maverick al moverse entre las sábanas.
  • Grace… por favor - Vihaan apenas podía pronunciar su nombre.
  • No preguntes más, Vi. Ni ahora ni nunca. ¡Prométemelo!
  • ¿Por qué temes decírmelo? ¿No lo entiendo?
  • Porqué si lo digo en voz alta… será real.
  • Ya lo es, Grace. Aunque no lo digas, ya es real - susurró él.
Ella negó con un leve temblor.
  • Pero solo lo es para mí. Déjame cargarlo yo sola. Si el destino quiere reírse… que se ría de mí. Pero no de ti ni de Maverick.
Vihaan la abrazó con fuerza, sintiendo por primera vez que la mujer que ardía como el fuego… estaba hecha también de unas llamas que podían consumirla.
  • Somos tu familia… No tienes que cargarlo sola - dijo, con un susurro firme, decidido.
  • Sí - respondió ella, escondiendo el rostro en su cuello - Esta vez sí.
Y en aquel camarote pequeño, iluminado por velas moribundas, el silencio de la capitana se convirtió en un juramento.
Un secreto que Grace no estaba dispuesta a compartir,
Una condena que Vihaan, aunque aún no lo sabía, ya había empezado a pagar.

Continuará…
 
El capítulo ha sido muy bonito, pero la parte final me deja un poco preocupado.
Espero que Grace no sea cabezona y le cuente ese secreto a su amado Vihaan.
De todas formas no creo que eso los vaya a separar.
 
Intrigado por la penitencia impuesta, lo sabremos en algún momento?
El capítulo ha sido muy bonito, pero la parte final me deja un poco preocupado.
Espero que Grace no sea cabezona y le cuente ese secreto a su amado Vihaan.
De todas formas no creo que eso los vaya a separar.
Me temo lo peor compañero el mono es un cabroncete de cuidado
 
Me parece a mi que este Rey Mono ya se ha olvidado de Grace, Vihaan y hasta de sí mismo. :ROFLMAO:
Si llega a casa será de chiripa o solo gracias al deseo de la capitana. Porque sino, lo más seguro, es que ya se habría perdido otra vez.
El viento es así... no se puede detener, no tiene memoria, no sabe donde va, tan solo... ¡Va! 🌪️

Y sobre lo que comentas de la condena de Grace: Sí, se sabrá en algún momento. ¿Cuando?
Pues te contesto con otra pregunta ;)

¿Te acuerdas en la película de Gladiator cuando el negro baja a la arena al final de todo?

"Ahora somos libres" - dice enterrando algo bajo la arena (no me acuerdo que era)
"Volveremos a vernos" - dice mirando al cielo (mientras empieza a sonar la música épica)

¿Te acuerdas, al final, lo que dice?

Pues esa es la respuesta :ROFLMAO::ROFLMAO::ROFLMAO:

Lo que sucede con Grace y Vihaan lo tengo pensado casi desde que empecé el relato.
Que ahora que lo pienso 🤔 Más que un relato, es ya ¡una puta novela! :ROFLMAO:
Perdonad si se está alargando más de la cuenta toda esta historia.
Pero es que me está gustando tanto escribirla, que me cuesta llegar al final.
Aunque sea inevitable.

Gracias por leer mis paranoias y por los mensajes.
De todo ❤️

¡Un abrazo enorme!
 
Capítulo 85 - Un reino aparece tras la bruma: El misterioso y lejano Oriente
  • Ba ba ba ba…
La noche cedía lentamente al día, y el horizonte se abría en una delgada grieta de luz. Sobre el mar en calma, el firmamento pasó de los profundos tonos violetas a suaves pinceladas anaranjadas, como si un artista paciente estuviera despertando al mundo con trazos líquidos sobre un lienzo infinito.
  • ¿Qué te pasa, pequeñajo? - susurró Vihaan con ternura.
Lo mecía entre sus brazos con la misma suavidad con la que el mar los acunaba bajo el casco del barco. Con el mismo cariño que el viento traía su brisa matinal.
  • Ba ba ba ba…
A sus espaldas, el sol asomó perezoso: primero un tímido filo dorado, apenas una promesa murmurada; luego, una media luna ardiente que fue empujando la oscuridad hacia atrás, igual que una flor que se abre despacio al primer calor de la primavera.
  • ¿Qué crees que estará diciendo? - preguntó Grace, acurrucada a su lado, con la cabeza apoyada en su hombro y los dedos dibujando círculos en el brazo que él le pasaba por encima.
Los tres permanecían juntos en la proa, de pie sobre cubierta, esperando a que el sol iluminara el mundo y les revelara los secretos escondidos tras el horizonte.
  • Ba ba ba ba…
Cuando la luz terminó de romper la noche, el mar se encendió en destellos de cobre. Por un instante, todo quedó quieto… perfecto… suspendido entre el último suspiro nocturno y el primer latido del día.
  • Creo que está bastante claro lo que dice… - sonrió Bhagirath al llegar junto a ellos.
Les ofreció un té a ambos y, como quien realiza un truco de magia, sacó una zanahoria de su bolsillo y se la entregó al pequeño Maverick. El niño la agarró con torpeza, se la llevó a la boca y la mordió con determinación.
  • ¿Aparte de hablar nórdico, ahora también hablas bebé? - bromeó Grace, dándole un sorbo al té caliente.
Bhagirath soltó una carcajada, sujetándose el turbante para que no se le descolocara. Vihaan rió también, con una sonrisa ladeada llena de complicidad.
  • No es eso, mi vida - dijo divertido - Lo que pasa es que… aquí mi viejo y fiel amigo tiene una teoría muy interesante sobre cuál va a ser la primera palabra de nuestro amado hijo.
Vihaan sorbió el té sin apartar la mirada del hindú, disfrutando de antemano lo que estaba a punto de suceder y que intuía que no le iba a gustar nada. Grace levantó la cabeza y miró fijamente a Bhagirath.
  • ¿Y qué teoría es esa? - preguntó con firmeza.
  • Esto… yo… - balbuceó Bhagirath, buscando una salida inexistente.
  • Díselo, vamos - insistió Vihaan - Quiero saber qué opina Grace…
Bhagirath sintió un cosquilleo de alarma subirle por la nuca. Aquella mañana perfecta, bañada en luz dorada y calma serena, había sido su perdición. El amanecer lo había ablandado, le había hecho olvidar - solo por un instante - la férrea disciplina del guerrero que jamás deja un flanco descubierto, ni baja jamás la guardia. Y ahora estaba allí, atrapado por sus propias palabras, consciente de que acababa de meterse él solo en un embrollo del que no podía escapar.
  • Pues… como el pequeño lleva varios días con el “ba ba ba” en la boca, pensé que… - empezó a decir, buscando una retirada digna.
  • ¡Ni hablar! - exclamó Grace, cayendo en la cuenta de golpe - ¡Su primera palabra no será Bhagirath! ¡No lo pienso permitir!
  • No lo será, señorita O’Malley… seguro que no… yo solo decía que… - balbuceó el hindú, retrocediendo un paso, conciliador como quien intenta calmar a un tigre hambriento.
  • ¡Maverick! ¡Mírame! ¡Aquí, aquí! - Grace se plantó delante del niño, moviendo la mano libre, haciendo muecas, cualquier cosa para robarle la atención - ¡Di mamá! ¡Ma–ma!
El pequeño la observó un instante, los ojos muy abiertos y la zanahoria aún en la boca. Luego giró la cabeza hacia Bhagirath, soltó la verdura al suelo y estalló en una risa alegre, retomando su cantinela de dos letras como si fuera una canción sagrada.
  • ¡¿Esto ha sido cosa tuya, verdad, Bigotes?! - chilló Grace, señalándolo con un dedo acusador, llameante de sospecha.
  • ¿Pero qué dice, señorita O’Malley…? ¿Cómo demonios iba yo a…? - contestó Bhagirath, alzando los brazos hacia ella como si fueran un escudo improvisado.
  • ¡Lo primero que dirá mi hijo será “papá” o “mamá”! ¡No el nombre de su bigotudo tío!
  • ¿Y a mí qué me cuenta…? - protestó él, levantando las manos en señal de inocencia absoluta - Señorita, si yo no tengo nada que ver…
Mientras Grace y Bhagirath seguían enzarzados en aquella absurda - y completamente seria para ella - discusión sobre la primera palabra del niño, una carcajada estalló detrás de ellos. Vihaan se doblaba por la cintura, sujetándose el costado, riéndose con una alegría tan pura que parecía iluminar más que el propio amanecer. Maverick acompañaba a su padre, divertido por aquel súbito y acelerado movimiento.

La risa del astrónomo era cálida, contagiosa, la risa de un hombre que veía en aquella escena algo más hermoso que el amanecer en sí: veía a su familia. A Grace defendiendo su territorio maternal con uñas y dientes, a Bhagirath orgulloso por ser el primero que nombrara, y a Maverick riendo como si aquel amanecer hubiera nacido solo para ellos.

Vihaan los observaba con los ojos brillantes, satisfecho, tierno, feliz de verlos juntos. De verlos así. Y entre carcajada y carcajada, no pudo evitar pensar que, por primera vez en mucho tiempo, la cubierta del Red Viper se sentía como un hogar cálido y agradable.

Habían sido meses de travesía: meses interminables atravesando mareas indomables de corrientes traicioneras, de un cielo que cambiaba de humor como un viejo hastiado de la vida, de un sol abrasador que no mostró piedad ni un solo día. Y ahora, por fin, tras todo lo sufrido, tras todo lo superado, el Red Viper emergía entre las brumas del Mar Oriental con la fatigada solemnidad de un superviviente que regresa a casa tras una batalla perdida. Habían navegado más allá de lo razonable, más allá de lo que cualquier marinero en su sano juicio hubiera creído posible, pero allí estaban: enteros, curtidos, transformados.

Maverick, que ahora contaba seis meses, había pasado de ser un recién nacido turbulento a un pequeño rey pirata, siempre atento con sus enormes ojos despiertos, como si el barco entero fuera su reino recién conquistado. Dormía mejor que cualquier adulto de a bordo, reía más que todos juntos y, con inexplicable autoridad, podía calmar incluso al mismísimo Perro cuando este, perdía la paciencia.

Pero el hijo de la tormenta tuvo que aprender a compartir rápidamente, pues ya no era el único soberano en cubierta. Dante, hijo de Isabella y Drake, había llegado al mundo apenas hacía una semana. Portaba el nombre del poeta italiano Dante Aliighieri y no era por capricho o casualidad; durante toda la travesía del Red Viper, sus padres habían sentido que sus vidas reflejaban, de algún modo, aquel viaje épico de la Divina Comedia: tormentas que eran infiernos, momentos efímeros de paz que parecían purgatorios, y finalmente, la calma y la belleza que aguardaban tras la tempestad.

Dante sería un recordatorio de eso: de la fuerza necesaria para cruzar los abismos y de la esperanza que siempre espera al otro lado. Su nacimiento fue la antítesis de cualquier drama: silencio, calma, pulcritud; como si la vida hubiera decidido que aquel niño merecía llegar al mundo envuelto en un susurro. Isabella, al contrario que Grace, en el polo más opuesto a ella: parió sin apenas esfuerzo ni sangre, con la elegancia de quien, aunque haya renegado de su cuna, conserva en las entrañas el porte de la alta sociedad. Y su hijo, como no podía ser de otro modo, era sangre de su sangre. Dante respiraba con suavidad, dormía profundamente, y su llanto era tan delicado que parecía un aviso educado más que un reclamo desesperado.

Los dos bebés viajaban ya como uno más, como parte de la tripulación. Eran constantemente envueltos en mimos y caricias por parte de sus innumerables tíos, acunados por cualquier par de brazos disponibles en cubierta. Eran amados y cuidados por todos, sentidos como propios. Como si aquellos dos pequeños diablos tuvieran decenas de padres y madres. Maverick y Dante, eran el estandarte vivo de todo lo que habían sacrificado y de todo lo que aún podían ganar.

Aquel amanecer, cuando el sol rompió el horizonte con un brillo intenso y acuoso, la tripulación se reunió en la proa, al completo. Había un murmullo contenido, un temblor en el pecho que nadie se atrevía a nombrar. Porque allí, entre algún lugar oculta de la neblina del mar, China surgía por primera vez ante sus ojos. No la podían ver aún, no del todo, surgía más bien como una presencia inmensa que se intuía antes de revelarse.

El viento, traía un aroma distinto ahora: la humedad reconfortante de la tierra. Con ella llegó la ingravidez ante lo desconocido y al mismo tiempo, la necesidad imperiosa de ser descubierto. Detrás de la bruma esperaban promesas de rutas hacía lugares olvidados por los mortales, de montañas y ríos imposibles por su belleza, de milagros que aún no podían comprender.

Pero el viento, también trajo algo más siniestro; sombras que todos, conocían demasiado bien.

Sir Reginald Hargrave y su invencible Compañía de las Indias Orientales, esperaba también tras la niebla del Mar Oriental. Y lo hacía con la seguridad del que domina el mundo y a todo lo que habita sobre él. Aquel hombre despiadado, cuya ambición no conocía límites, los esperaba tranquilo y confiado.

El Perro se lo imaginó, con los puños cerrados y los dientes a punto de convertir en astillas la madera de su pipa. Se lo imaginó allí, sentado sobre su trono de oro, observándolos por encima del hombro, altivo y desafiante, seguro de que un simple chasquido de sus dedos, podía enviarlos a todos al fondo del mar. El irlandés escupió al suelo, rabioso y vengativo; deseaba entrar en batalla, deseaba tenerlo cara a cara y dictar sentencia. La única que aquel despreciable ser se merecía. Pero al mismo tiempo temblaba, porqué sabía muy bien que aquel bastardo no presentaría batalla él solo. El malnacido tenía aliados, y no cualquier aliado.

Hong Long se presentaba ante ellos como una amenaza, incluso más aterradora que el propio Sir Reginald. Estaban a punto de entrar en sus dominios, en su tablero de juego, en aquel reino donde todo nacía y moría a su voluntad. Detrás de aquella niebla densa que poco a poco se iba disipando, el Dragón Rojo y su infame ejercito de traidores, se erguía invencible como garras inmensas de una bestia hambrienta, listas para aplastar cualquier esperanza.

Los piratas no hablaban de ellos, aunque los tuvieran presentes más que nunca.
Era un pacto silencioso, una manera de contener los nervios, como el suicida que se lanza de un puente sin mirar al abismo.

Y como aquel mismo suicida que salta del puente, el mundo que conocían quedó atrás. Por primera vez desde que empezara aquel viaje que se había convertido en epopeya, todos sintieron que entraban en un territorio donde ni dioses podrían salvarlos, ni objetos divinos podrían guiarlos. Solo quedaba una verdad en sus corazones, una cierta y firme: la fe ciega en sus capitanes y la voluntad de seguirlos hasta el final.

Shanghái esperaba. El Reino Medio aguardaba. Y la Alianza de las Tres Banderas, exhaustos pero indomables, avanzó hacia su destino con el corazón en el timón y el alma en los cañones. Tres navíos dispuestos a desafiar a la tiranía. Tres tripulaciones que no conocían el miedo. Un destino inevitable. Un equilibrio que recuperar.
  • ¡TIERRAAAAA A LA VIIIIIISTA! - gritó el tuerto antes que nadie. Y todos, como si hubieran recibido una orden divina, siguieron la dirección de su brazo alzado contra el viento.
La silueta de Shanghái surgió lentamente entre la bruma, como un espejismo que se niega a revelarse del todo. Para cualquier marinero curtido en mares conocidos, o cualquier fanfarrón que asegurara haberlo visto todo, aquella visión los hubiera dejado sin palabras. Infinidad de torres de madera y tejas se elevaban sobre el inmenso río Huangpu, algunas curvándose hacia el cielo con una gracia imposible, mientras otras permanecían rígidas y solemnes, como vigías silenciosos de la ciudad. Todo parecía equilibrarse en un delicado caos: casas apiñadas, puentes arqueados, góndolas cargadas de mercancías que se movían con la cadencia de un ritual ancestral.

El aire era denso, cálido, con un aroma nuevo que ningún puerto antes les había ofrecido: incienso, especias, pescado fresco y madera recién cortada se mezclaban con el leve olor a río, creando un perfume que era al mismo tiempo embriagador y desconcertante. Los tres navíos se acercaron lentamente, y cada nudo que avanzaban, cada ola que las quillas partían, parecía susurrar advertencias sobre la vastedad y los peligros de aquel lugar.

Desde cubierta, los ojos de los viajeros no dejaban de recorrer cada detalle. Las banderas de colores vivos flameando en los barcos locales, adornados con símbolos que parecían antiguos y llenos de sentido, aunque ahora que Bishnu había desaparecido, nadie en la tripulación pudiera descifrarlos. Los mercados ribereños bullían de vida: hombres lanzando mercancías, mujeres que gritaban precios que a sus oídos sonaban como cantos extraños, niños corriendo entre las piernas de los adultos y animales exóticos observando con indiferencia a los recién llegados.

Cada palacio, cada pagoda, parecía tener una historia, un misterio que retaba la imaginación. Y aún más allá de los edificios, la ciudad parecía viva, respirando en sincronía con el río y el mar. No era solamente un lugar, era un organismo vivo: ruidos, olores, luces y sombras mezclados en una sinfonía que ninguno de ellos jamás había oído ni olido.

Vihaan, apoyado en la barandilla, con Maverick acunado entre sus brazos y Drake a su lado con Dante envuelto en un paño, apenas podían hablar. Las gargantas les vibraban con un asombro silencioso, la misma sensación que los padres primerizos, tuvieron al nacer sus hijos. Incluso MacFarlane, que había navegado océanos y visto mil maravillas y mil pesadillas, permanecía en silencio, ladeando la cabeza, observando con cuidado y admiración.

Shanghái era una ciudad que no se dejaba comprender de un vistazo. No pedía permiso para impresionar ni explicaba sus secretos al extranjero. Solo estaba allí, majestuosa, extraña, viva… y lista para desafiar a todo incauto que osara acercarse a sus orillas.

Avanzaron por la desembocadura del rio con cautela entre los barcos que ya ocupaban el puerto. Góndolas, junks y pequeñas embarcaciones de pesca se movían con un vaivén casi coreografiado, creando un laberinto flotante que parecía vivo. Cada remo golpeando el agua enviaba vibraciones de aviso: este era un mundo que no conocían, donde un movimiento en falso podía atraer la atención de alguien más astuto, más rápido y, quién sabe, más peligroso.

Los piratas, acostumbrados al rugido de las tormentas y al estruendo de las borracheras que llegaban después de cruzarlas, se tensaron. Los ojos se movían de un barco a otro, de las figuras que aparecían sobre los muelles con miradas afiladas a los faroles rojos que colgaban de cada casa ribereña. Todo estaba impregnado de un aire de misterio. Nadie hablaba, incluso los recién nacidos, que parecían percibir, como los adultos, la tensión del momento.

Las estructuras del puerto eran imponentes y, a la vez, desconcertantes. Cada muelle estaba custodiado por hombres que parecían surgir de aquellos relatos que tantas veces habían escuchado: exploradores que decían conocer guaridas de dragones escondidas en las montañas, mercaderes de lengua serpentina y manos de buitre que teñían el té de azul, para venderlo por el triple de su precio; sanadores que vendían elixires hechos de colas de lagarto, medicinas a base de patas de gallo y vigorizantes sacados del esperma de los cetáceos; contrabandistas que movían en silencio la ensoñadora flor de la amapola; ancianos con barbas finas y lisas, blancas y largas hasta llegar a la cintura que podían matarte de un solo golpe con la palma de su mano.

Las historias y las leyendas se mezclaban entre ellas, desdibujando la línea que separaba lo real de lo ficticio. Todas flotando en el aire, invisibles pero palpables: el río Huangpu que castigaba a los imprudentes, los fantasmas de navegantes perdidos, los dragones que protegían los secretos de la ciudad… Todo podía ser, todo podía suceder, en el Reino Medio.

Diego dio la orden de acercarse lentamente al muelle, cada maniobra medida con precisión. Las aguas eran tranquilas, pero la sensación de ser observado era intensa, casi tangible. La tripulación podía sentir que cada mirada desde la ribera era un examen, un juicio silencioso. Nunca habían sentido algo así en ningún puerto, no de forma tan intensa; parecía que aquí, en Shanghai, hasta el más pequeño movimiento podía tener consecuencias fatales.

El Madra Ifrinn atracó al lado del Errante, desde cubierta Seamus O’Driscoll, como buen sabueso que era, observaba los detalles: los faroles rojos que se mecían suavemente con la brisa, el humo de los hornos y el aroma de especias desconocidas que llegaba desde los mercados flotantes. A lo lejos, una figura vestida con ropajes oscuros se movió con rapidez entre los muelles, y su olfato se agudizó. ¿Un guardia de Hong Long? ¿Un espía de la Compañía de las Indias Orientales? ¿O un ladrón preparado para aprovechar la distracción de los recién llegados? Era imposible saberlo.
  • ¡Avisa a los cachorros Snatch, que estén atentos¡ - masculló entre dientes - Pues entre estos hombres hay más dagas escondidas que ovejas hay en Escocia.
El Red Viper atracó el último. Bum-Bum se asomó a la borda con los ojos abiertos y la ilusión incontenible que sentía siempre cuando llegaba a un nuevo puerto. Tiraba nervioso de la manga de Yara, indicándole donde debía mirar. Sus ojos brillando con una mezcla de excitación y los pies en polvorosa con ganas de salir a explorar. La ciudad parecía viva, vigilante, casi juguetona en su misterio. Y aún así, en aquel mar de incertidumbre, cada paso hacia el muelle era una afirmación: estaban aquí, habían sobrevivido al infierno del océano, y ahora debían enfrentarse a otro tipo de prueba, más sutil, más peligrosa… pero igualmente fascinante.

La quilla tocó el muelle con suavidad. La madera crujió bajo el peso del barco y de la historia que traían consigo. Desde ese instante, Shanghái ya no era un nombre en mapas o historias lejanas: era real, tangible, impredecible. Y cada uno de ellos sin excepción, exhaustos pero vivos, estaban dispuestos a descubrir qué secretos guardaba aquel mundo que parecía tan bello como mortal.

Antes de abandonar la madera de cubierta para pisar la madera del muelle, todos se congregaron alrededor de la capitana. Orejas atentas, bocas cerradas, manos sudorosas, y ojos fijos en ella como si de su vida dependiera cada palabra.
  • Ya sabéis lo que debeís hacer cada uno, pero recordad… - susurró Grace, bajando la voz hasta casi un hilo, como si temiera que los propios tablones de los muelles pudieran escucharla - Estamos en territorio de Hong Long, y lo más seguro es, que en este momento, él ya sepa que hemos llegado.
Con un gesto rápido, metió la mano en su bolsillo y sacó el Vorial Shardeth. La sostuvo en medio del círculo para que todos la vieran. La aguja de madera se agitó un instante antes de quedarse fija, apuntando al este.
  • El rumbo está marcado - continuó sin aparta el hallador de destinos - pero el territorio al que nos enfrentamos nos es totalmente desconocido. Así que recoged información. Caminad, escuchad, preguntad, mezclaos entre ellos y, sobre todo, no llaméis demasiado la atención. Nada de peleas. ¿De acuerdo?
Todos asintieron en silencio, listos para partir. Pero Grace no se movía, seguía quieta, con la mirada fija en uno de ellos, con esa intensidad que podía helar la sangre.
  • ¿De acuerdo, escocés? - volvió a preguntar, sin dejar que la atención se desviara.
  • ¡Que sí, capitana, joder! Prometo portarme bien… - respondió él, esbozando una sonrisa cómplice antes de murmurar por lo bajo - …esta vez.
Unas risas, no demasiado altas, recorrieron al grupo, y la tensión del momento pareció relajarse apenas un instante.
  • Lo dicho - sentenció Grace - Salid ahí, recoged información y traedla de vuelta con vosotros. No os alejéis demasiado del Red Viper. Nos reuniremos aquí de nuevo cuando Halcón alce la bandera azul. Así que estad atentos ¿Estamos?
  • ¡Sí, capitana! - exclamaron al unísono.
  • ¡Pues vamos! ¡No perdamos más tiempo!
Con un último vistazo hacia el horizonte, donde Shanghái se desplegaba como un desorden de misterios y leyendas, la tripulación dio sus primeros pasos sobre los muelles. Cada crujido de la madera resonó con la promesa de aventuras, peligros y secretos aún por descubrir.

Se dividieron en varias comitivas y se desplegaron por el muelle en busca de respuestas. Los grupos no eran lo bastante grandes como para llamar la atención, ni tan pequeños como para no poder defenderse ante un ataque repentino. La misión era clara y necesaria: conocer el tablero de juego antes de mover la primera ficha.

¿Cuál era la situación del país? ¿Quién gobernaba y con qué mano? ¿Qué conflictos ardían sobre sus vastas tierras?
Tenían que saber por dónde se podía cruzar, y qué caminos debían evitar sin desaparecer para siempre. Descubrir hasta dónde se extendía la sombra de Hong Long y dónde la presencia de la Compañía era más densa y peligrosa. Debían discernir qué colinas ofrecían refugio y qué valles eran trampas abiertas para los incautos. Si todos eran enemigos, o podían encontrar aliados.

¿Qué había más allá de Shanghái? ¿Qué aguardaba más allá de sus pagodas y calles estrechas?
Averiguar lo que se escondía tras la neblina de la ciudad, era igual de importante y necesario. ¿Qué les esperaba al este del inmenso Huangpu? ¿Resistirían los cascos las corrientes del gran río o acabarían encallados en su vientre turbio?

Preguntas, infinidad de ellas.
Y hacía ellas fueron, sin miedo, buscando traer respuestas de vuelta.

Grace y Vihaan caminaban uno junto al otro por las calles estrechas y serpenteantes del muelle. Avanzaban envueltos en un oleaje de voces: gritos de mercaderes, regateos afilados, palabras cortantes como cuchillas y otras que se arrastraban pesadas, guturales. Sus fosas nasales se abrían ante los golpes constantes de nuevos estímulos: frutas de aroma dulzón cubiertas por pieles ásperas y hostiles; frascos que contenían líquidos turbios donde animales muertos flotaban como malos presagios; el aroma de la sangre cuando un cuchillo cortaba la garganta de una gallina; montañas interminables de sacos de arroz: apilados en el suelo, sobre mesas improvisadas, colgados de toldos bamboleantes, cargados a hombros por hombres que parecían hechos solo de hueso y determinación.

Miraban a un lado y al otro, devorándolo todo con los ojos, contemplando Shanghái con la misma mezcla de asombro y alerta con la que Maverick miraba el mundo. Como si estuvieran descubriéndolo por primera vez. De repente, Yara aceleró el paso. Fue un movimiento mínimo, casi imperceptible entre el caos de gritos, los edificios torcidos y las cañas de bambú que parecían sostenerse solo por testarudez.
  • Grace… - murmuró muy cerca de su oído - Atrás. El del sombrero de paja.
Hizo un gesto apenas visible, indicando más con la mirada que con el mentón. Grace se giró disimuladamente. Al principio solo vio el tumulto habitual de cualquier puerto del mundo: el desorden, el ruido, la riqueza y la miseria entremezcladas. Pero después lo vio a él. Un hombre, sus ojos achinados demasiado fijos en ellos como para pasar desapercibidos.
  • ¿Nos está siguiendo? - susurró Grace.
  • Desde que pisamos el muelle.
  • Estate atenta y avisa a los demás.
Yara asintió, bajó el ritmo de sus pasos y pasó el aviso. Drake llevó la mano, instintiva y silenciosa, al mango de la espada oculta bajo su capa. Isabella apretó a Dante contra su pecho, con la mirada feroz de una madre capaz de arrancar la garganta a mordiscos a quien se acercara demasiado a su hijo. Todos se tensaron. Pero siguieron andando.

Entonces, sin previo aviso, alguien chocó contra Grace. Nada extraño en una calle estrecha saturada de gente. La capitana la observó por un instante. Llevaba una túnica de algodón grueso, teñida del marrón apagado de la tierra húmeda, con remiendos que parecían tan antiguos como la tela misma. Los pantalones amplios, arremangados hasta la pantorrilla, mostraban piernas endurecidas por el trabajo. Los pies iban envueltos en sandalias de cuerda. Y sobre la cabeza, un amplio gorro de paja, cónico, que proyectaba una sombra tan profunda que era imposible ver su rostro. “Una campesina”, pensó. “Lo más normal del mundo”, pero lo que no era normal fue lo que vino después.

La mujer le agarró la muñeca con una fuerza que no encajaba con su tamaño ni su apariencia, y con un tirón seco la arrastró hacia un callejón estrecho y oscuro. Todo sucedió en un suspiro. Un movimiento tan rápido, tan silencioso, que nadie de su familia lo vio. Un instante Grace estaba allí, entre ellos, y al siguiente había desaparecido como tragada por la ciudad.

La comitiva se detuvo en seco al notar la falta de su presencia. Como una roca clavada en mitad del cauce de un río humano que siguió fluyendo a su alrededor sin piedad. Los ojos se abrieron, los cuellos se tensaron, y los corazones golpearon las costillas como tambores de guerra. ¿Dónde estaba? ¿Que había pasado? Demasiado tarde, tan solo la ausencia estaba ahí.

La campesina empujó a Grace contra la pared húmeda del callejón. Aquel pasillo angosto estaba impregnado de un silencio extraño, como si la propia ciudad contuviera el aliento. Pero antes de que la capitana pudiera desenvainar su espada y cortarla en dos como una caña de bambú, un rostro familiar apareció bajo el borde del sombrero.
  • ¿Akuma? - preguntó Grace, entre la sorpresa y un destello de miedo.
La japonesa no respondió. Giró apenas el rostro hacia la calle principal y lanzó un silbido breve, tan afilado como una aguja. Suficiente para que Yara lo oyera, insuficiente para alterar el caos constante de Shanghái.
  • ¿Pero… qué demonios haces vestida así? - preguntó Grace mientras la comitiva empezaba a colarse en el callejón.
  • Dijiste que nos mezcláramos con ellos - contestó Akuma en un suspiro helado, soltando por fin la muñeca de la capitana - Y eso hago.
Grace sonrió de lado, justo cuando los demás se acercaban con ojos muy abiertos al reconocerla.
  • ¿Qué sucede? - preguntó Yara sin dejar de vigilar la calle por donde habían venido.
  • Os están siguiendo.
  • Ya lo sabemos - dijo Grace - Yara lo vio. Un hombre con sombrero de paja.
Akuma la miró con la expresión severa de un cazador que ha pasado por alto una presa. No tenía idea de qué hablaba la capitana. Pero sí sabía una cosa: Estaban muertos… aunque ellos aún no lo supieran.
  • Están aquí - susurró la campesina, convertida en sombra - Shinrei ha visto a tres. Al norte. Llegarán en minutos.
  • ¿Quién está aquí? - preguntó Grace.
  • Shén Dú - respondió Akuma, bajando la voz como si temiera que el nombre en sí pudiese invocar algo terrible.
  • ¿Qué diablos es…? - intentó preguntar Drake.
Pero Akuma lo fulminó con la mirada. Y el Cuervo calló al instante.
  • No hay tiempo para explicaciones. Hay que volver al barco. Ahora.
Y sin dar opción a más preguntas, Akuma echó a correr con la urgencia de quien huye por su vida. Su forma de moverse - silenciosa, veloz, oscura - bastó para que todos la siguieran sin detenerse a pensar. El instinto los empujó, el mismo instinto que empuja a un cervatillo cuando en medio del bosque escucha la rama quebrarse detrás de sí.

Dieron tres pasos. Solo tres. Eso fue todo el tiempo que tuvieron antes de que el terror cayera sobre ellos como una losa. No vieron al enemigo. No vieron el destello de las dagas afiladas. No captaron las miradas vacías de los que vienen a arrebatar una vida. No fue lo que vieron. Fue lo que escucharon. La voz fría de una asesina letal que por primera vez, tembló.
  • Demasiado tarde… - susurró, deteniéndose en seco en mitad del callejón - Ya están aquí.
Y mientras un fantasma se preparaba para enfrentar una muerte segura, un demonio corría por los tejados de Shanghái como un guepardo en mitad de la sabana. Shinrei era como su hermana, no sólo en aspecto: era la misma esencia destilada en otro cuerpo. Un cuchillo sin sonido. Una sombra sin piedad. Sus pies no tocaban las tejas, las rozaban. Saltaba de azotea en azotea con la elegancia de un depredador nocturno, plegando el cuerpo en cada impulso, extendiéndolo en cada caída, como si la gravedad la conociera por su nombre y se apartara reverente para dejarla pasar. Las telas de su atuendo oscuro se abrían como alas breves, frenando y cambiando su dirección con la precisión de una hoja lanzada por un maestro.

Era un shinobi en su forma más pura: silencio, cálculo, movimiento. Deslizándose por canaletas resbaladizas, trepando por vigas húmedas, girando sobre puntas de teja que crujían apenas bajo su peso. En un parpadeo estaba arriba. En el siguiente, había desaparecido. Desde lo alto observaba las calles como una sombra fria y letal, midiendo distancias, contando respiraciones, anticipando caídas.
Pero aquella vez, algo era distinto.
Muy distinto.

No corría para cazar a una presa. No corría para hundir su kunai en el cuello de un objetivo. No corría para sumar otra alma al silencio de su venganza. Esta vez no corría para arrebatar una vida, corría para salvarla. No la suya - esa nunca le importó - sino la de todos a los que su hermana amaba.
  • No te voy a dejar en el suelo - dijo Bhagirath entre carcajadas - Así que deja de intentarlo.
El hindú avanzaba al frente de la pequeña comitiva, su bigote risueño levantando miradas de asombro entre los habitantes de Shanghai. Caminaba con paso firme mientras cargaba a Bum-Bum sobre los hombros como si fuese un saco de arroz particularmente malhumorado. El muchacho mantenía los brazos cruzados, el ceño fruncido y las mejillas hinchadas, murmurando una retahíla de protestas ininteligibles que, por su tono, no parecían precisamente bendiciones.

Cada vez que Bhagirath reía, el chico rebotaba un poco, lo que solo intensificaba su irritación.
A su izquierda caminaba Yrsa, abriéndose paso entre el gentío como un drakkar vikingo entre las aguas heladas de un fiordo, su trenza rubia casi blanquecina captando destellos de luz entre los toldos y los estandartes, levantando miradas más incrédulas que el bigote rocambolesco de su marido. Ren iba unos pasos más atrás, atento, con la mirada saltando de un rostro a otro, absorbiendo los colores del mercado como si temiera olvidar alguno. MacFarlane, por su parte, avanzaba con ese aire metódico de quien evalúa una ruta de escape en cada callejuela, cada fachada y cada sombra.

Pero el que más destacaba era Bum-Bum. El chico desbordaba una energía casi primitiva, la de un cachorro salvaje olfateando la vida por primera vez. Pataleaba en el aire sobre los hombros de Bhagirath, desesperado por tocar el suelo empedrado cubierto de musgo, por correr entre los puestos, por meterse bajo mesas y barriles, por saborear cada especie que los mercaderes agitaban en cuencos de barro. Sus ojos iban de los montones de frutas brillantes a los carromatos cargados de telas, de las jaulas con aves exóticas a los charcos donde el cielo se reflejaba roto.

Quería todo. Tocar, oler, probar, desaparecer y reaparecer en un torbellino de curiosidad.
Y precisamente por eso Bhagirath apretaba un poco más su agarre sobre los tobillos del chico.

Yara le había advertido. “Ni un segundo lo pierdas de vista”. Y él sabía de primera mano que aquel endemoniado mocoso corría como si hubiese nacido con pólvora en las venas. Dejarlo en el suelo equivaldría a soltar un rayo: un destello, un soplo… y adiós.

No. Bhagirath no pensaba dejarlo escapar.
Ni hoy, ni jamás.
  • ¿Otra vez con ese maldito cuaderno? - gruñó MacFarlane observando al holandés - Abre los ojos cartógrafo y presta atención… No paseamos entre amigos.
  • Ya lo hago contramaestre - contestó Ren dibujando a una mujer que vendía telas, mientras seguía caminando.
  • No entenderé jamás que sentido tiene lo que haces. ¿De que sirve escribirlo y dibujarlo todo? Vive el momento ¡maldita sea! y deja de guardarlo todo en ese estúpido cuaderno.
  • Sirve más de lo que imaginas… - Ren corrigió un trazo con habilidad, siguió hablando sin dejar de plasmar lo que sus ojos veían - Un sabio anciano me dijo una vez que la pluma es más afilada que el sable, más justa que los dioses y más duradera que la piedra. Me dijo que cuando ya nadie recuerde mi nombre, mis palabras seguirán navegando por el mundo. Que cuando mis enemigos cuenten mentiras, mis palabras defenderán la verdad. Y que eso es lo más parecido a la inmortalidad que un hombre puede alcanzar.
MacFarlane soltó una carcajada seca, corta, la única que la tensión le permitía ofrecer al aire.
  • Como hecho de menos a ese maldito borracho saco de huesos…
El escocés aún tenía la sonrisa torcida cuando una corriente de aire frío rozó su nuca. Fue un susurro, apenas un pliegue distinto en el bullicio del mercado. Yrsa frunció el ceño. Ren levantó la vista de su cuaderno apenas una fracción de segundo. Bhagirath, que llevaba ya media vida oliendo el peligro antes de verlo, sintió cómo se le erizaba la piel de los antebrazos.

Y entonces, como si el mundo parpadeara, Shinrei estaba allí.
Simplemente allí, plantada en medio de los cinco como si hubiera surgido del aire, sin levantar polvo, sin un solo paso previo que delatara su llegada. Su silueta oscura parecía recortada contra la luz, inmóvil, perfecta, afilada. Ni una respiración fuera de lugar. Ni un latido audible. Ren dio un respingo, cerrando el cuaderno de golpe. Yrsa llevó instintivamente la mano al martillo. Bum-Bum chilló como un pájaro sorprendido. MacFarlane soltó un gruñido que era mitad maldición, mitad reconocimiento.
  • ¿Shinrei? - alcanzó a decir el contramaestre, el único entre todos que empezaba a diferenciar a las gemelas.
La asesina inclinó la cabeza apenas un milímetro, el saludo mínimo de un demonio que concede su presencia, pero que no tiende lazos.
  • Estáis haciendo demasiado ruido - dijo con voz baja, calmada, cortante como una hoja recién templada - Y atrayendo demasiadas miradas.
Se quitó la tela oscura que envolvía su cabeza, sus ojos afilados barriendo el mercado sin moverse, como si viesen más allá de los cuerpos, más allá de los muros, más allá del instante. Su irrupción silenciosa había tensado la atmósfera, como un arco cargado a punto de soltar la flecha.
Yrsa se acercó un paso al reconocer su rostro, pero sin soltar el martillo de su puño apretado. Sabía que la presencia de las japonesas nunca era portadora de buenas noticias. Como si la misma sombra de la que ellas se sustentaban las condenara a ser portavoces de malos presagios.
  • Problemas… - dijo en un susurro débil, impropio de su enorme garganta - ¿Que suceder?
Shinrei no respondió. Solo se giró y empezó a correr hacia un callejón estrecho y oscuro, como si las sombras mismas de Shanghai, la hubieran llamado volver a casa.
  • Seguidme - dijo sin detenerse - Han encontrado a Grace.
No necesitaron nada más, ni explicaciones ni detalles, para empezar a seguirla.
Solo lo hicieron con la certeza glacial de que, si ella había decidido mostrarse, era porque algo mucho peor y oscuro que su propia presencia, estaba escondido tras las sombras.

Pero… ¿qué era aquello que se ocultaba tras las sombras?, ¿Que era aquello que temían tanto las gemelas?, ¿Por qué corrían?, ¿De que huían?, ¿Por qué ellas, que no temían a nada ni a nadie?

Shén Dú…
Las palabras que había pronunciado Akuma en el callejón.
Dos simples palabras, capaces de ser pronunciadas en un efímero segundo. Y al mismo tiempo, ocultar tras su sencillez, un tenebroso y horrible secreto. Dos palabras que una vez pronunciadas, oscurecerían el alma del que las escuchara, por el resto de la eternidad.

Shén Dú…
Dos simples palabras, capaces de ser pronunciadas, incluso, por la boca errática del pequeño Maverick. Y al mismo tiempo, hacer temblar la voz de la asesina más letal que la humanidad haya conocido. Dos palabras que una vez pronunciadas, solo permitían que una senda quedara iluminada. La senda de la muerte.

Eso era Shén Dú. Dos sílabas que caen al mundo como una pesadilla. Como dos gotas de veneno nacidas de los colmillos de una serpiente. No necesitaban mostrarse, no necesitaban revelarse: su poder residía en lo que desatan dentro del que escucha. Son un veneno que paraliza, una sombra que se adhiere a los huesos. Una maldición que no se pronuncia… ni se sobrevive.

Shén Dú… Veneno de Serpiente…

No eran un clan. No eran un ejército. No eran ni tan siquiera una orden.
Eran una sentencia de muerte.

Una organización tan secreta que algunos dudaban incluso de su existencia, aunque todos, sin excepción, temieran sus consecuencias. De ellos se sabía poco, casi nada. Ni tan siquiera Akuma o Shinrei. Solo rumores susurrados bajo miradas asustadas. Se decía que servían a Hong Long… aunque otros aseguraban que Hong Long es quien se inclinaba ante ellos. Nadie podía afirmarlo. Pues nadie que lo hubiera descubierto había vivido para contarlo.

Los pocos relatos que habían escapado a su sombra coincidían en una sola cosa…
No eran humanos. Ya no.

Los Shén Dú eran arrancados de los brazos de sus madres antes del primer llanto. No se les permitía llevar nombre ni consuelo. Su primer contacto con el mundo era una mano fría, su primer hogar una celda sin luz, su primer juguete un puñal afilado. No conocían canciones, ni rostros, ni ternura. Tan solo conocían, desde el mismo nacimiento, el sabor metálico de la sangre… no la suya, sino la que pronto aprenderían a derramar. Eran pesadillas criadas en la oscuridad donde la luz jamás penetra. Adiestrados en el antiguo y milenario arte del asesinato oculto. Alumnos de la oscuridad que rompe el alma y afila el cuerpo. Instrumentos sin rostro ni alma.

Obligados desde pequeños a beber veneno en vez de agua, pequeñas dosis diarias que quemaban la garganta, que destrozaban sus vísceras, que moldeaban su sangre hasta volverlos inmunes a la muerte. Obligados a comer tierra en vez de alimentos, hasta tal punto que muchos morían por la hambruna. Pero aquellos que sobrevivían, aquellos que volvían de la desesperación, regresaban siendo algo inhumano. Un ser hambriento, insaciable, despiadado.

Obligados a dormir sobre clavos, bajo el hielo, dentro de cuevas silenciosas que oprimían el alma hasta que el dolor les resultaba tan familiar, como el tacto de su propia piel. Obligados a luchar desde que podían gatear, acuchillando muñecos de paja primero, los cuerpos de sus compañeros después.

Forjados, desde la infancia, en una vida tan siniestra como primitiva. Una realidad donde no hay bondad, ni compasión, ni tristeza. Un mundo lúgubre donde el que llora, no sobrevive. Donde el débil sucumbe al fuerte. Donde el lento es cazado por el rápido. Donde si no matas, te matan. Donde el fracaso se paga con un cadáver pequeño y frágil.

La perfección es la única ley que conocen.
Veneno de Serpiente. Asesinos sin alma.

Pues aquellos pocos que sobrevivían y lograban alcanzar la madurez, ya no eran humanos…
eran una cuchilla viviente, un instrumento, una sombra.
Un verdugo sin rostro ni voluntad.

Los Shén Dú eran la élite de la élite, el maestro del maestro de tu maestro, la pesadilla que incluso los shinobi más letales, temían enfrentarse. Eran capaces de trepar muros lisos como reptiles por muy altos que fueran, de respirar bajo el agua durante semanas enteras, de pasar meses sin probar bocado, de quedarse quietos y silenciosos hasta tal punto que sus corazones dejaban de latir.

No sentían compasión.
No sentían duda.
No sentían… absolutamente nada.

Porque su alma fue lo primero que les arrebataron.

Shén Dú…

Cuando ese nombre es pronunciado, no hay huida.
No hay negociación. No hay amanecer.

Solo queda la herida mortal en tu cadáver y el frio mortecino entrando por tus venas.
Solo queda una verdad grabada en la tinta oscura de tu sangre derramada sobre el suelo.

Si ellos han sido enviados…
es porque ya estás muerto.

Continuará…
 
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