Capítulo 86 - ¿Cuanto estás dispuesta a pagar?: El Maestro del “Puño Borracho”
- Demasiado tarde. Ya están aquí.
Las palabras de Akuma quedaron suspendidas en el aire, pesadas como una lápida recién caída.
No por lo que dijo, sino por cómo lo dijo. Grace se puso blanca de golpe. Desde que sus caminos se cruzaron en la Ciudad Flotante, jamás había visto a aquella mujer temblar. Akuma no vacilaba. Akuma no retrocedía. Akuma no mostraba ni un resquicio de humanidad. Hasta ahora.
Y en ese temblor mínimo, casi imperceptible, había una verdad devastadora:
Si la asesina más fría y letal sentía miedo…
¿qué esperanza podían albergar los demás?
El grupo entero se detuvo. El silencio del callejón se volvió antinatural, tan denso que parecía aplastar el pecho. Solo se oían respiraciones contenidas, tensas, de quienes sabían - incluso sin comprenderlo del todo - que algo monstruoso estaba a punto de manifestarse.
Akuma, que había sido la primera en echar a correr, se detuvo unos pasos más adelante, rígida como un arco a punto de quebrarse. Sus hermanos reaccionaron al instante, se acercaron a ella instintivamente, como si se colocaran alrededor de una llama azotada por el viento, a punto de extinguirse; para protegerla, para mantenerla con vida. Grace a un lado, mano en la empuñadura del sable, el corazón en un puño. Yara al otro, rezando en un murmuro, los orishas respirando en sus dos pistolas cargadas y listas. Drake, rígido, la mirada saltando entre sombras. Vihaan dando un paso adelante, protegiendo a Isabella y al bebé con el cuerpo.
La tensión era un hilo tenso. Un hilo que no se rompió lentamente, sino que se quebró de golpe.
Tres sombras descendieron del cielo. No bajaron, no saltaron. Cayeron, como arrancadas del cielo por manos invisibles. Tres golpes mudos, perfectos, simultáneos al tocar el suelo. Tres siluetas agachadas, más oscuras que la oscuridad misma, se dejaron mostrar. Sus ropajes negros no reflejaban la luz, sino que la devoraban. Máscaras sin rostro, sin boca, sin expresión. Ojos estrechos, brillantes, como hendiduras abiertas en la noche. Y cuando alzaron la cabeza, Akuma sintió un escalofrío reptarle por la columna. Porque lo vio. Vio la marca prohibida. La marca que solo los que han cruzado la senda del veneno pueden llevar. La marca del fin.
Era un pequeño tatuaje, apenas visible bajo el ojo izquierdo: un único colmillo de serpiente, delgado, perfecto, trazado como una lágrima de tinta.
Akuma retrocedió medio paso. Y esta vez, sí, fue por miedo.
- Shén Dú… - susurró, con la voz quebrada por una verdad que nadie desearía tener que susurrar algún día, al menos cualquiera que no deseara la muerte.
Los tres asesinos avanzaron un paso al unísono, desarmados en apariencia; y precisamente aquello era lo más tenebroso de todo: que no necesitaran ir armados. Dieron otro paso silencioso a la vez, cada milímetro de su movimiento hablaba de una muerte refinada y segura. Eran manos que habían matado antes de aprender a hablar, cuerpos forjados en un silencio absoluto, almas vaciadas hasta quedar solo obediencia. Serpientes con veneno. Los shinobi a los que todos los shinobi temían.
Grace tragó saliva. Drake apretó la mandíbula. Yara clavó los pies al suelo, como si la tierra pudiera protegerla. El sol dejó de existir. El mundo se llenó de oscuridad y frío. Y Akuma comprendió, con la claridad brutal de un destino sellado, que esta vez no podían ganar. No había escapatoria. Las leyendas habían traspasado el velo. La pesadilla era real.
Pero no vacilo, no retrocedió. Desenfundó dos kunais ocultos tras su disfraz de campesina. No los mostró al enemigo, no alardeo apuntándolos amenazadoramente con ellos. Simplemente fue un aviso silencioso, una advertencia muda. Akuma preparó su cuerpo para la batalla y su alma para la muerte y, con la sangre convertida en hielo, pronunció la sentencia que ninguno estaba preparado para oír.
- Marchaos - les dijo a sus compañeros sin temblor, sin emoción, sin nada humano - Y cuando encontréis a mi hermana…
Isabella la contempló temblando, esperando una despedida, un último gesto, unas palabras que pudieran ser recordadas para siempre en el corazón de su gemela. Akuma ni parpadeó.
- Decidle que no venga a por mí.
Pero las palabras de la japonesa no surtieron el efecto deseado. Nadie dio un paso atrás. Ni siquiera Isabella, que temblaba más por la vida de su hijo recién nacido que por la suya propia.
Los asesinos avanzaron un poco más. No se abalanzaron, no rugieron, no atacaron con la furia brutal con la que los piratas del Red Viper lo habría hecho. Se aproximaban despacio, con una calma cruel, conscientes de que estaban cerrando un círculo del que nadie podía escapar.
- ¿No me habéis oído? - dijo Akuma de nuevo - Marchaos.
- ¡No! - respondió Grace de golpe - ¡No te vamos a dejar sola!
Akuma alzó ligeramente el rostro, sus ojos asomando por debajo del sombrero de paja. La observó en silencio. Sin gesto. Sin emoción. Como si ya hubiese aceptado un destino que los demás aún se negaban a ver.
- Esta no es una guerra que podamos ganar, capitana - susurró - Ni siquiera es una pelea justa… Es una batalla perdida.
- ¡Pues la perderemos juntos! - rió Drake desenfundando su espada.
- No lo entiendes, Cuervo - insistió la japonesa, en apenas un hilo de voz - Vamos a morir.
Grace se giró hacia ella con brusquedad, clavándole la mirada.
- ¡Pues moriremos juntas!
- ¡Amén, hermana! - exclamó Yara, escupiendo al suelo.
- Insensata… - Akuma volvió a clavar la mirada en los asesinos, cada vez más cerca - Vas a dejar a tu hijo huérfano.
- ¡Maverick se librará de una buena! - replicó Vihaan con media sonrisa.
- ¡Ni que lo jures, amigo! - volvió a reír Drake a su lado.
- Maldita sea, ¿habéis perdido la cabeza?… pensad en Isabella y en su hijo, al menos…
- No te preocupes por mí, Akuma - respondió la veneciana desde atrás, con una seguridad tan firme que erizaba la piel - Prefiero mil veces que mi hijo me vea morir aquí, y hoy… antes que me recuerde para siempre como una cobarde que dejó a una hermana atrás.
Grace se giró de inmediato al oírla. Sus miradas se encontraron y, en ese breve instante, compartieron más palabras de las que jamás dirían en voz alta. La capitana asintió, llena de orgullo. La joven madre también, temblorosa pero decidida. Y entonces, algo llamó la atención de Grace, un hombre con sombrero de paja, quizás el mismo que Yara había advertido que los estaba siguiendo por las calles del mercado, apareció tambaleante por la entrada del callejón y al hacerlo quebró aquel instante perfecto entre las dos madres. Tropezó.
El estruendo fue descomunal, desgarró el silencio, rompió la tensión como si fuese cristal. Un ruido tan profundo, tan violento, que incluso los asesinos sin alma se quedaron desconcertados.
Todos se giraron al escucharlo.
Cañas de bambú rodaban por el empedrado como si se hubiera derrumbado un edificio; cestos repletos de jengibre, raíces de loto y pequeños peces secos; esparcidos por todas partes. Una jaula de gallinas… vacía. Las gallinas alteradas revoloteando por todas partes. Todo patas arriba. Todo convertido en un estropicio monumental, como si un dragón borracho hubiese pasado danzando por allí. Y en medio de aquel caos, entre cacareos y aleteos un hombre emergió poco a poco, confundido y mareado, cargando sobre sus espaldas una borrachera de campeonato.
Soltó un gruñido profundo, luego un quejido lastimero… y remató con un eructo largo y reverberante que retumbó por todo el callejón.
- No… no puede ser ‘hip’… ¿quién… quién ha movido esto aquí? - masculló, tambaleándose - Yo estaba… ‘hip’ yo estaba sentado aquí… o quizá allí… o… ¿quién ha cambiado las cosas de sitio? - añadió, señalando en varias direcciones sin coherencia alguna.
Se agachó torpemente para recoger del suelo su sombrero de paja, que estaba medio aplastado y cubierto de plumas de gallina y al hacerlo se le escapó una flatulencia.
- Upps… - dijo entre risas ebrias - No debería haber comido… ‘hip’ comido esas coles.
Tras varios intentos fallidos, donde estuvo más de una vez a punto de caer al suelo de bruces, logró encajárselo en la cabeza, completamente ladeado, como si la paja de aquel sombrero estuviera igual de ebria que su dueño. Se quedó quieto un instante, parpadeando varias veces, intentando enfocar. Y entonces se dio cuenta de que todo el mundo lo estaba mirando.
- ¿Eh? ¿Qué pasa? ‘hip’ ¿Qué… qué miráis? - balbuceó mientras daba un paso hacia delante que casi lo hace caer de cara - No… no tendréis por ahí… por lo menos… unas moneditas, ¿no?
Extendió una mano temblorosa como un mendigo, andaba torcido, desorientado y absolutamente ebrio. Drake levantó una ceja, divertido. En la mano derecha el borracho seguía sujetando una calabaza seca de cuello largo, seguramente la causante de toda la felicidad que aquel pobre diablo llevaba encima. Pero no era la calabaza en sí, lo que le hizo sonreír. Era el hecho de que, entre cestas tiradas por el suelo, entre gallinas escapando y bambú rodando… él no había soltado la calabaza ni un solo segundo. La tenía agarrada como si fuera un tesoro de familia.
- ¿Si tienen la amabilidad? ‘hip’… caballeros y be…bellas damas - balbuceó, dando otro paso inseguro hacia adelante.
No llegó a dar otro más. Los tres Shén Dú se lanzaron sobre él como sombras desatadas. Esta vez no avanzaron con aquel paso lento y seguro. Se abalanzaron. Con una sincronía tan perfecta que parecía que sus cuerpos compartían el mismo latido. Cuchillas curvas asomaron. El silencio se quebró. Tenían prisa. Prisa por apartar a aquel borracho inútil de su camino. Prisa por borrar del mapa a un testigo inesperado. Prisa por cumplir su contrato y aceptar el siguiente.
Y el sombrero de paja, torcido, tambaleante, con el sombrero ladeado y la calabaza agarrada con devoción absoluta… los miró venir con la misma expresión que un hombre mira un charco estanco en mitad de Shanghai.
- ¿Pero qué prisa ‘hip’ tenéis, hombre? - alcanzó a decir, antes de que las sombras cayeran sobre él.
El primer Shén Dú se lanzó como una sombra desprendida de una lámpara de aceite. El segundo lo siguió un latido después. El tercero, silencioso como un espíritu del bosque de bambú, completando el círculo. Akuma abrió la boca para advertirle al hombre ebrio…
Pero ya era demasiado tarde.
El borracho vio moverse algo oscuro por el rabillo del ojo.
- ¿Eh? ¿Un ‘hip’ murciélago a plena luz del día? - balbuceó, entrecerrando los ojos.
No era un murciélago. Era una cuchilla que descendió con una velocidad brutal y una precisión perfecta. Pero justo cuando iba a cortarle la garganta, la calabaza se le resbaló de las manos.
- ¡Ling Feng! - chilló aterrorizado, dejándose caer a atrapar el recipiente antes de que tocara el suelo, como si fuera lo más preciado que tuviera.
Ese movimiento absurdo, rápido, torpe y completamente alcoholizado, le salvó la vida. Haciendo que la cuchilla pasara silbando a un dedo de su sombrero de paja. Al levantarse de golpe, se mareó provocando que cayera hacía la izquierda dando pasos descontrolados. Y gracias a ese desequilibrio borracho, la segunda cuchilla le pasó rozando el brazo sin tocarlo.
- ¡Hay mi amor! - exclamó observando la calabaza como si fuera un jarrón imperial de la dinastía Ming - ¡¿Te has ‘hip’ hecho daño?!
El tercer asesino atacó desde el suelo, intentando derribarlo. El borracho casi cae de espaldas porque piso sin querer un bambú. La patada cortó el aire y el asesino tuvo que corregir su postura para no caer. El anciano recuperando el equilibrio pisó sin querer la pierna del shinobi.
- ¡Ay, perdón, perdón! - se disculpó el borracho al verlo, como si la culpa hubiera sido suya - ¡No había visto que estabas…! ¡¿Qué demonios ‘hip’ haces durmiendo en la calle, muchacho?!
La tripulación del Red Viper, observaba la escena con los ojos abiertos de par en par y la incredulidad reflejada en sus rostros. Nadie entendía qué demonios estaba pasando. Ni Vihaan. Ni Grace. Ni Yara. Ni los propios Shén Dú entendían como se podía tener tanta suerte.
Pero Akuma, con el ceño fruncido se abrió pasa entre sus compañeros. Quería verlo con claridad, quería verlo más de cerca, allí estaba pasando algo más. Aquello no era simple suerte.
El sombrero de paja le tendió la mano al asesino para ayudarlo a levantarse, en señal de buena voluntad. Lo hizo con una sonrisa de oreja a oreja, con la amabilidad sincera reflejada en su rostro. Pero al agacharse el alcohol traicionó su punto de gravedad y cayó hacia delante. Entonces, en lugar de desplomarse, su cuerpo se torció con la flexibilidad de un acróbata de ópera china. Extendió un brazo y la palma de su mano, tensa y firme se apoyó en el suelo. Una pierna se levantó, buscando la gravedad, dibujando un semicírculo amplio, como el trazo de un pincel mojado en tinta. El sombrero osciló en su cabeza. La calabaza se agitó entre sus dedos. Pero algo cambió, un detalle mínimo, casi imperceptible. Akuma lo notó entonces. Ese ajuste en su postura. La forma en que respiró, como alguien que conoce y domina su chi. El peso que pasó de un pie al otro con precisión de maestro.
El caos seguía ahí, el alcohol tardaría horas en desaparecer de su sangre, quizás un día entero o varias semanas incluso, pero ya no era simple caos, no era simple desorden. Aquel hombre estaba instruido en las artes marciales. Aquel hombre entendía el Kung Fu.
El borracho permaneció quieto, en aquella postura imposible, sobre el Shén Dú que había intentado barrerlo y tirarlo al suelo. Al tenerlo tan cerca, con la mirada tan perdida y el aliento apestando a licor, el asesino aprovechó la oportunidad y lo atacó directo al cuello. La cuchilla le rozó la oreja sin tocarlo cuando el sombrero de paja perdió la fuerza en la mano que lo sostenía y cayó de bruces sobre él. Al impactar sobre el cuerpo del asesino le golpeó con la rodilla, quizás sin querer, fuertemente en la entrepierna.
El Shén Dú soltó un gemido de dolor ahogado tras sus ropajes oscuros, mientras se retorcía de dolor. El borracho, en cambio, se quedó sobre él como si hubiera encontrado por casualidad y repentinamente una cómoda cama donde dormir la mona.
- ¡Mmmm que suave ‘hip’ se está aquí! - sonrió dispuesto a echarse la siesta, acurrucándose sobre el hombre que había intentado matarlo.
Los otros dos asesinos, con el orgullo herido, corrieron a sacar a su compañero atrapado. Lo tiraron de las ropas arrastrándolo unos pasos para preparar el siguiente ataque. Mientras el borracho refunfuñaba tumbando en el suelo, boca arriba, por perder el suave tacto de aquella cama tan mullida.
- Nunca he visto a alguien tan torpe, tener tanta suerte - murmuró Yara incrédula - Ni Grace la tiene…
- No es suerte ni torpeza, es arte - cortó Akuma - mira…
El borracho que yacía de espaldas sobre el suelo, de repente dobló las piernas y colocó las palmas de las manos firmes apoyadas a ambos lados de la cabeza. Con un impulso súbito, arqueó la espalda, empujó con las manos y levantó las caderas, catapultándose hacia adelante. Las piernas volaron, estirándose en el aire, y en un parpadeo aterrizó sobre los pies, flexionando ligeramente las rodillas para amortiguar el golpe. En un solo movimiento, torso y brazos se incorporaron, adoptando la guardia: listo para atacar o esquivar, como si nunca hubiera tocado el suelo.
Ya de pie, alzó la calabaza como si sujetara la vida misma. Bebió de ella durante largo rato, tragos rápidos, sin pausas, como si fuera Hú Lu - la calabaza de la prosperidad - y no tuviera fondo, solo un manantial interminable de licor, derramando su esencia sobre la garganta reseca del hombre. Al hacerlo dejó caer el sombrero al suelo, olvidado por completo.
Vestía un ropaje holgado, manchas de vino y tierra surcando la tela como mapas de viejas derrotas; su pelo largo, trenzado torpemente, caía sobre los hombros, y la barba de chivo y el bigotillo se movían con cada gesto, como si tuvieran vida propia, temblando con cada trago y cada respiración entrecortada. La mirada, brillante y alerta, dejaba ver que aunque ebrio, cada músculo de su cuerpo estaba preparado para cualquier movimiento.
Los asesinos lo entendieron entonces, al verlo alzarse del suelo con aquel movimiento. El Tui Bu no era un movimiento sencillo de realizar, y menos aún para un borracho pendenciero. Estaba claro, aquel hombre no era lo que aparentaba ser; lo habían subestimado, así que decidieron subir un escalón más la dificultad.
El borracho los observó, mientras seguía bebiendo, solo medio segundo más. Lo justo para entender a quien se enfrentaba. Y entonces volvió a su danza ebria. Pero ahora era una danza perfectamente intencionada. Empezó a tambalearse como una Serpiente Mareada, de un lado a otro, hasta que se detuvo, las piernas flexionadas como cañas que pueden ceder en cualquier momento ante el viento. Sus brazos se movían en espirales suaves, ascendentes y descendentes, rozando el aire sin tocar nada, como buscando el centro de gravedad de un enemigo invisible. La cabeza se inclinaba y giraba lentamente, estudiando cada sombra, cada reflejo, cada posible amenaza, mientras sus ojos chispeaban entre diversión y desafío.
Empezó a moverse muy lentamente, como si serpentease. Sus pasos no eran lineales: un pie avanzaba mientras el otro retrocedía, pivoteando sobre el centro de gravedad entre sus piernas, girando la cadera como si estuviera danzando y coqueteando al mismo tiempo. Cada movimiento parecía desequilibrado, pero llevaba implícito un control secreto, como si estuviera mostrando una técnica oculta: un pie podía rodar al instante hacia un lado para esquivar, un brazo podía lanzar un golpe inesperado, mientras él seguía bebiendo de la calabaza, girando, tambaleándose… el baile de una serpiente antes de atacar.
- ¿Que demonios está haciendo ese borracho? ¿Por que se pone a bailar? - preguntó Grace confundida al verlo moverse de aquella manera tan extraña.
- Zui Quan - contestó Akuma con los ojos abiertos.
Grace apartó un momento la mirada de aquel baile ebrio y miró a la japonesa para preguntarle que significaba. Pero se quedó muda, porque lo que vio la dejo aún más desconcertada. Akuma… estaba sonriendo.
- Y no es solo un borracho, capitana - dijo con la ilusión de una niña pequeña - Es un maestro del Puño Borracho, un maestro del Kung Fu……
Antes de entrar en combate, el maestro inhaló profundamente, dejando que el torso se doblara en un arco sutil, la espalda curva, y sus brazos colgaron como ramas al viento. Sus ojos brillaban, evaluando, midiendo, y por un momento, la comedia de su embriaguez se convirtió en precisión: cada giro, cada bamboleo, cada inclinación era parte del ritual que precede al ataque, un baile que confundía al enemigo y preparaba al cuerpo para golpear con la imprevisibilidad de un borracho mareado.
El primer asesino cargó vengativo, la entrepierna aún dolorida. El maestro se desplazó por el suelo hacía atrás en un zigzag imposible como una serpiente tratando de recordar por dónde vino, mientras su rival se abalanzaba sobre él. Justo cuando el filo del cuchillo cortó el aire, movió el torso hacía atrás, como las serpientes antes de atacar. La daga rozó la nuez de su garganta, pasando a escasos milímetros. Y de repente, llegó la réplica, furiosa y veloz; lanzó su cabeza hacía adelante y le propinó un cabezazo.
El asesino, también había sido instruido en el combate. Ya había previsto ese contraataque, era evidente y lo esquivó fácilmente. Al no encontrar contacto, el impulso del cabezazo del maestro hizo que perdiera la estabilidad y empezó a caer hacía delante a toda velocidad. Su rival lo tuvo claro, era el momento de lanzar otro ataque, ahora que estaba indefenso. El puñal se alzó al aire apuntando a su espalda, cuando pasó algo que nadie podría haber previsto.
Con el mismo impulso de la caída, el maestro alzó la pierna, como si su cuerpo entero fuera una balanza. Su pie se alzó del suelo, empezando a formar una media luna y aprovechándose del propio impulso de su cuerpo al caer, su pierna cogió una velocidad endiablada. Al mismo tiempo lo golpeó con el brazo por detrás de la cintura, empujándolo hacía delante. Cuando el asesino se quiso dar cuenta, ya tenía el talón acercándose a toda velocidad hacía su cara. El golpe fue tan brutal, que el shinobi salió despedido varios metros, rondando por el suelo. Quedando inconsciente y fuera de combate.
Sus dos compañeros se quedaron paralizados, mirándose entre si; desconcertados, con los ojos muy abiertos. Akuma lo percibió, lo que habitaba en sus ojos. Quizás las leyendas que contaban de aquellos asesinos sin alma no eran del todo ciertas.
- ¡Menuda patada le ha dado! - Gritó Drake sorprendido.
- ¡Dale borracho, dale a los otros dos también! ¡Dales Duro! - grito Yara como si hubiera apostado dinero en aquel combate callejero.
Los Shén Dú se lanzaron al ataque de nuevo, con el orgullo, por que no decirlo, herido.
- ¿Lo ves ahora, capitana? - dijo Akuma divertida, aunque menos efusiva que la yoruba - el Puño Borracho, es un arte marcial diseñado para engañar. Los movimientos parecen torpes, relajados, caóticos…
El borracho cayó de culo sobre unas cestas de mimbre, una salió disparada por encima de su cabeza, la agarró con las dos manos al vuelo dejando caer la calabaza. El cuchillo del shinobi que apuntaba a su pecho quedó clavado en la cesta. Al mismo tiempo que la calabaza quedaba atrapada entre sus dos rodillas, antes de caer al suelo.
- …pero no lo son - sonrió la japonesa - Todo está calculado.
Grace observó con más atención. El maestro corrió hacia uno de los asesinos para golpearlo, de repente tropezó con un adoquín del suelo y cuando parecía a punto de caerse de boca… le propinó un cabezazo en el estomago que lo dejó sin aliento, soltando su cuchillo al suelo, desarmándolo.
- Un rival entrenado - continuó Akuma - anticipa lo lógico: guardias firmes, pasos sólidos, ángulos previsibles. Pero él… - señaló al Sombrero de Paja - …no tiene nada de eso. Sus movimientos rompen el ritmo, rompen la lectura del combate. No sabes hacia dónde irá, porque ni él mismo parece saberlo.
Vihaan que observaba la pelea en silencio pensó que aquel hombre no obedecía a las leyes de la gravedad. Era como si el mismo alcohol que inundaba sus entrañas, también lo envolviera por fuera, consiguiendo que su cuerpo flotara en medio de aquel callejón.
- El secreto - añadió Akuma, cruzándose de brazos - es la relajación extrema. Parece débil, pero al no estar tenso, absorbe los impactos y cambia de dirección sin esfuerzo. Su centro de gravedad es… magia pura. Caótico, imprevisible, un desastre… pero un desastre letal.
Grace empezó a sonreír. Sin poder discernir si su felicidad nacía de aquel baile errático e imprevisible, o de escuchar a Akuma hablar durante tanto rato seguido. Estaba totalmente maravillada.
- Y lo peor para el rival - concluyó Akuma - es que incluso siendo buenos luchadores, no pueden leerlo, pues esperan movimientos estructurados. Y el Zui Quan destruye la estructura. Es como luchar contra el viento.
- Siempre que el viento estuviera borracho y además quisiera pegarte - respondió Vihaan sin poder evitar recordar al Dios Mono.
Los dos Shén Dú que aún seguían en pie, lo hacían a duras penas. Estaban agotados, respirando con dificultad. Habían recibido muchos golpes sin acertar ni uno solo. En cambio el borracho seguía tambaleándose de un lado al otro como si fuera movido por el viento, con una sonrisa eterna apestando a alcohol y canturreando viejas canciones orientales. De repente, llenos de rabia, se lanzaron contra él de nuevo, los dos a la vez y él levantó la calabaza como si brindara por ello y se la llevo a la boca. Pero esta vez no bebió sino que mordió la cuerda que la envolvía entre sus dientes y rápidamente adoptó otra postura. La del Tigre que Tropieza con la Luna.
Sus piernas se abrieron más de lo normal, uno adelantada con la rodilla flexionada, la otra retrasada y extendida, ambas como resortes cargados, listas para saltar o quizás retroceder en un instante. El torso se inclinó hacia adelante, agresivo, mientras los brazos se elevaban y caían en diagonales suaves, como garras que tantean el aire, buscando el equilibrio entre fuerza y descontrol. La cabeza giraba lentamente, ojos fijos en los asesinos, pero con un brillo burlón, como si la luna, en su embriaguez, le guiñara el ojo como una amante.
Uno de los asesinos saltó y corrió por la pared, el cuchillo listo para encontrar carne, subió un par de metros, buscando altura y descendió sobre él como un rayo. El maestro inmóvil, con las garras preparadas, movió ligeramente los ojos hacia la otra pared, donde un segundo shinobi hacía exactamente lo mismo. Los dos cayeron al mismo tiempo y justo cuando estaban a punto de acabar con ese borracho entrometido, el maestro saltó hacia delante. Saltó como un gato, con los dos brazos extendidos hacia delante.
Los cuchillos chocaron contra la piedra, los asesinos amortiguando el golpe, flexionando las rodillas. El borracho apoyó las dos palmas de las manos en el suelo, pero no pudo controlar bien el aterrizaje. Por un momento pareció que se iba a dejar los dientes sobre los adoquines.
Isabella dio un salto para atrás, protegiendo a Dante entre sus brazos, pues cayó muy cerca suya. Mientras los asesinos ya volvían a la carga, con una rapidez que competía con las mismas gemelas. Entonces el maestro hizo algo imprevisible. Al no poder controlar la caída con sus palmas, dejó caer los antebrazos al suelo, consiguiendo un punto de estabilidad. Y como si fuera un león saltando sobre su presa pero invertido, como si quisiera cazarla con el trasero y no con las fauces, se impulsó hacia atrás. Los asesinos sin poder anticipar aquel ataque repentino, intentaron esquivarlo pero ya era demasiado tarde. Los golpeó a los dos, a la altura del estomago y los mandó más lejos que al primero. Tan lejos que cruzaron todo el callejón saliendo disparados hacia la calle abarrotada de gente, tirando transeúntes por el suelo y rompiendo un puesto de hortalizas.
El borracho, al caer, impactó contra el suelo dándose un duro golpe en las costillas, pero pareció no importarle lo más mínimo. Al contrario, se quedó ahí, como una dama desnuda posando para un artista. Soltó la calabaza de su boca, la agarró con una mano y siguió bebiendo, como un hombre que disfruta de un soleado día en la arena de la playa.
- ¡Cuidado por la espalda! - gritó Drake al ver como el asesino de las pelotas rotas había recobrado la conciencia y volvía en busca de más.
El Maestro se puso en pie de golpe. Y sonrió de oreja a oreja. Pues estaba a punto de revelarles su ataque favorito, el Puño Que No Sabe Dónde Va. El Shinobi intentó atacarlo por la espalda. Por el punto ciego, como buen asesino que era. El borracho dio un paso atrás, demasiado atrás, acercándose a él de golpe y su codo salió disparado como una rama suelta de bambú. Su rival fue rápido y pasó por debajo, y al girarse para seguir con otro ataque se dio cuenta que solo estaba cogiendo impulso. El puño salió disparado. Golpe directo a la sien. El asesino cayó de rodillas, probablemente muerto.
- ¡Ay perdón! ¿Te di? ¡Estabas ‘hip’ justo detrás! Y ahora… ‘hip’ estás delante… ¡no te vi venir!
Los otros dos volvieron de nuevo, dejando atrás las enseñanzas, el sigilo, la templanza, todo. Estaban rabiosos, rabiosos por sufrir tremenda paliza ante un borracho tambaleante.
Entonces el Maestro del Puño Borracho atacó con todo. Empezó a girar sobre sí mismo, no recto, sino en una espiral ondulante. Como si el alcohol que llevaba encima no fuera suficiente mareo para él. Su cuerpo oscilaba como un farolillo de papel agitado por el viento. Pero cada oscilación era un golpe. Cada caída una esquiva. Cada tropiezo un engaño. Los Shén Dú golpeaban sin cesar pero solo tocaban su sombra embriagada. Creían atraparlo y solo atrapaban el vacío. Y mientras más se desesperaban, el borracho más bebía, tarareando canciones viejas de taberna. A veces hablaba solo. A veces se equivocaba de dirección. A veces brindaba con nadie. Pero bajo el delirio, había un control absoluto del chi.
Era ebrio… pero no tonto.
Tembloroso… pero certero.
Desordenado… pero mortal.
Los tres asesinos acabaron tirados en el suelo, dos agotados, respirando entrecortadamente. Uno inconsciente, quizás algo más irrevocable. El borracho dio un último sorbo a la calabaza, soltó un eructo satisfecho, y señaló a los tres asesinos tambaleantes.
- ¡Me he quedado sin medi… ‘hip’ medicina! - sonrió volcando la calabaza de la que cayó una gota como una lágrima solitaria - ¡Y me pongo de ‘hip’ de muy mal humor, cuando no bebo! ¡¿Por qué no vais a comprarme un poco más?!
Los Shén Dú, por primera vez, titubearon. Y no les quedó más opción que largarse de ahí con el rabo entre las piernas. Recogieron a su compañero del suelo y se lo llevaron arrastrando, perdiéndose entre el bullicio del puerto de Shangai.
Y mientras unos se iban derrotados, otros llegaron dispuestos a plantar cara. Shinrei llegó al callejón seguida por el grupo de Bhagirath. Todos llegaron jadeando, preparados para entrar en combate, pero en su lugar hallaron silencio, tensión suspendida y al grupo entero totalmente inmóvil, como si el aire mismo hubiera sido cortado.
La japonesa frunció el ceño al verlos así, rígidos como estatuas.
- ¿Ittai nani ga okotta no? - preguntó Shinrei, desconcertada, dejando que sus ojos recorrieran el callejón destrozado.
Akuma se acerco hacia ella, aún con la sonrisa en el rostro y los kunais intactos.
- Kono otoko ga watashitachi o sukutte kureta. - respondió en un murmullo grave, señalando al Sombrero de Paja con un leve gesto de mano.
Shinrei siguió la dirección de su dedo.Y lo vio. Aquel hombre ebrio estaba apoyado contra un poste, sacudiendo su calabaza vacía como si creyera que al hacerlo, volvería a rellenarse por arte de magía; tenía el rostro colorado, la trenza desordenada, la barba de chivo revuelta como la cola de un gato asustado.
La expresión de la japonesa era la mezcla perfecta entre incredulidad y ofensa personal.
¿Ese era el héroe que los había salvado? ¿Uno solo borracho había despachado a tres Veneno de Serpiente? El Sombrero de Paja levantó la vista justo entonces, con los ojos medio cerrados, creyendo que había bebido demasiado y empezaba a ver doble, y al ver que lo miraban levantó la calabaza en un gesto amistoso.
- ¡Nǐ hǎo, flores dobles! - gritó, antes de tropezar con su propio pie y recuperar el equilibrio por puro milagro.
Shinrei se volvió hacia Akuma, completamente seria. Creyendo que su hermana, por primera vez en muchos años, le estaba gastando una broma. Porque a primera vista, aquel hombre no parecía capaz de salvar a nadie, en realidad no parecía capaz ni de salvarse a si mismo.
Los dos grupos se reencontraron en el corazón del callejón, donde aún flotaba el olor metálico del peligro y el eco mudo del combate. No hubo palabras al principio; solo movimiento. Brazos que buscaban hombros conocidos, manos que comprobaban si el otro seguía entero, respiraciones entrecortadas que por fin podían soltarse. Los recién llegados escuchaban la historia entrelazada de los otros - los cuerpos que cayeron del cielo, el tatuaje del colmillo bajo el ojo, la certeza de una muerte inevitable, y el giro improbable que los había salvado - mientras el callejón se llenaba de murmullos relajados y respiraciones aliviadas.
El único que parecía ajeno a todo era el Sombrero de Paja. Unos pasos más atrás, se inclinó para recoger su sombrero aplastado del suelo. Lo sacudió con calma exagerada, le pasó la mano por el ala como si acariciara un animal dormido, y luego lo dobló y lo estiró hasta devolverle su forma original. Un par de golpecitos precisos - ‘pac pac’ - y el sombrero quedó perfecto, orgulloso sobre sus palmas. Lo observó como quien evalúa una obra maestra. Se lo colocó sobre la cabeza, ladeado, satisfecho. Y justo cuando el silencio del grupo empezaba a asentarse, él levantó la calabaza vacía, la agitó para que todos escucharan el ‘clonc’ hueco, y a plena voz, como si anunciara el final de una función, exclamó:
- ¡Bueno! ¿Y quién de vosotros va a pagarme por mis servicios?
- ¿Cómo dices? - preguntó Yara.
- ¡QUE QUIÉN VA A PAGARME POR MIS SERVICIOS! - repitió él, gritando tan fuerte que hasta las telas del mercado parecieron temblar. Lo hizo inclinándose hacia ella como si hablara con una anciana a punto de perder la audición.
Akuma avanzó primero, con pasos breves, precisos, casi felinos. Los demás la siguieron.
Grace con gesto atento, Vihaan intentando no reír, Isabella con el bebé en brazos, Yara abrazando su monedero como si fuera un tesoro en peligro, MacFarlane y Bhagirath mirándose entre ellos como preguntándose quién demonios era aquel tipo. Ren, por supuesto, tomando notas sin descanso.
- Te damos las gracias, maestro - dijo Akuma inclinando la cabeza con solemnidad - Gracias por librarnos de Shén Dú.
El Sombrero de Paja dio un salto atrás tan rápido que casi perdió el equilibrio.
- ¿¡Serpientes!? - exclamó mirando al suelo, moviendo los pies como si esperara ver alguna reptando entre ellos - ¿¡Dónde?! ¿¡Dónde!?
- Los tres hombres que venciste, borracho… - soltó Shinrei, cruzándose de brazos, totalmente incrédula.
- ¡Ah! ¡A eso te refieres! - resopló él con alivio exagerado - Uffff… menos mal… odio a las serpientes, les tengo un pánico terrible.
Grace dio un paso adelante, midiendo al extraño de arriba abajo, con esa mezcla de juicio y desconfianza que solo ella sabía combinar tan bien.
- ¿Cuál es tu nombre, Sombrero de Paja?
Él se irguió al instante, orgulloso, se colocó el sombrero bien ladeado, y la sonrisa se le ensanchó como si aquella fuese su gran entrada triunfal.
- Mi nombre es Wong Fei-Hung - anunció con teatralidad - Vendedor ambulante de medicinas, exorcista ocasional, experto reparador de calabazas, afinador de campanas, cazador de gallinas descarriadas, cuentacuentos y compositor de canciones que nadie quiere escuchar…
Las carcajadas estallaron de repente, mientras aquel hombre seguía hablando a una velocidad terriblemente endiablada.
- Experto catador de vino de arroz, escolta temporal, romántico empedernido… Y - levantó la calabaza vacía, sacudiéndola - cualquier cosa que pueda darme unas moneditas para refrescar esta garganta que sufre más sequía que el gran desierto de Gobi.
- ¡Vaya! - sonrió Grace con media sonrisa - ¿Hay algo que no sepas hacer?
- Mantenerse de pie - espetó Shinrei con recelo.
Wong la miró fijamente, pero no había ira en su mirada.
Solo una risa burlona, insaciable como su sed.
- ¡Y cazar serpientes, wō guǐ! - contestó sin desviar la mirada.
Aquel peyorativo que los chinos utilizaban para referirse a los japoneses provocó que Shinrei desenfundara su katana, pero su hermana la detuvo rápidamente, negando con la cabeza y calmándola con los ojos. El maestro, en cambio, sonrió y se giró de nuevo hacia la capitana.
- ¡¿Y bien?! ¿Dónde están mis monedas? - volvió a preguntar, cruzándose de brazos.
- ¡Nadie te ha contratado, borracho! - exclamó Yara - ¡Así que olvídate de cobrar!
- ¡Cierto es! Pero necesitabais ayuda, y yo os la he ofrecido, extranjera. Y en mi tierra se honra a quien te tiende la mano.
- ¿Por qué nos seguías? - preguntó Vihaan.
- ¿Seguiros yo? - Wong abrió mucho los ojos, señalándose a sí mismo con el dedo - ¿Desde cuándo?
- Desde que salimos del puerto, borracho - le contestó Yara - Te vi antes de que tú nos vieras a nosotros…
Wong sonrió, sabiendo que aquello no era cierto. Los había visto llegar desde que cruzaron la bruma del mar. Su vida era aquella: esperar en el muelle, día sí y día también, y aprovechar cualquier oportunidad para llenar sus bolsillos vacíos.
- ¡Ah! ¡Sí!… esto… - Intentó atar la calabaza a su cintura torpemente, desviando la mirada como si toda la conversación no fuera con él - Vi cómo llegabais al puerto y pensé que quizás necesitaseis ayuda. El Reino Medio puede ser un lugar… digamos… muy confuso para la gente del oeste. Por eso os seguí, para asegurarme de que no os metierais en problemas…
- ¡Y para cobrar unas monedas después! - replicó Yara.
- ¡Por supuesto! - exclamó él, divertido, volviendo a tender la mano como quien pide limosna.
Grace ya estaba dándole vueltas a todo. Aquel hombre era un misterio: uno ebrio y tambaleante, sin duda. Pero había algo en él, en su forma de hablar, en su forma de mirar y, sobre todo, en su forma de pelear, que le inspiraba confianza. No llevaban ni un cuarto de hora en Shanghái y la mano oscura de Hong Long ya había caído sobre ellos. Estaban más perdidos que nunca: un reino desconocido, una lengua indescifrable, enemigos por todas partes. Y de pronto, aunque ella ya no creyera en la casualidad, Wong Fei-Hung se había cruzado en su camino.
Lo miró durante unos segundos, en silencio, como quien mira a un igual. Todo él era el mapa de un superviviente, un buscavidas que sabía moverse entre los bajos fondos, astuto y atento. Rápido y solvente. Y eso valía todo el oro del mundo en aquella tierra llena de peligros.
- Y dime, Wong… Si quisiera contratarte para hacernos de guía y ayudarnos en nuestro viaje… ¿cuánto te debería? - preguntó Grace, rebuscando en su zurrón.
Yara bufó, claramente mosqueada. No tanto por la desconfianza que sentía por aquel maestro de las artes marciales, si no por tener que soltar unas monedas.
- Depende… - sonrió él, apestando a licor - ¿Cuánto estás dispuesta a pagar?
Grace respiró hondo mientras Wong aguardaba con la mano extendida, tambaleándose lo justo para que cualquiera dudara de si estaba a punto de caer redondo o de empezar a bailar de nuevo.
Y allí se encontraban: en Shanghai, en el Reino Medio, una vasta y misteriosa tierra donde cada callejuela podía esconder una emboscada, donde cada sonrisa podía ser una trampa, donde el idioma era un muro y los enemigos parecían haberse multiplicado desde que pusieron un pie en ese caótico puerto.
Y aún así, tras sopesarlo todo, la capitana había decidido dejar su suerte - su pellejo y el de todos que la seguían - en manos de un hombre que apenas podía mantenerse de pie sin apoyo… y que olía a licor más que a humanidad.
Un desconocido, un borracho, un bribón que sonreía como si nada pudiera preocuparle.
Quizá porque, para él, realmente nada lo hacía.
Grace miró al grupo, a sus hermanos, a su familia, a los que dependían de ella, de sus decisiones. Estaban agotados, confundidos, llenos de incertidumbre. Y sin embargo, algo en aquella locura tenía sentido. En un lugar tan peligroso como aquel, quizá solo alguien tan imprevisible como Wong Fei-Hung podía lograr que sobrevivieran… y guiarlos hacía su destino.
Suspiró.
Alzó una ceja.
Y la idea, por absurda que fuese, le arrancó una sonrisa cansada.
Al fin y al cabo… ¿qué podía salir mal?
Continuará…