Un viaje inesperado

Capítulo 78 - Una vida a cambio de seguir, tres amaneceres para decidir.

Cuando una sociedad se encadena a la jerarquía, el individuo suele despertar un día con la sensación de no decidir nada, de ser apenas un cabo suelto dentro de un nudo imposible. Ese ahogo, tarde o temprano, lo empuja al borde del mapa: al rechazo de lo establecido, al deseo irreprimible de trazar su propio rumbo, sin amo ni bandera ajena. Pero no siempre sucede así. La jerarquía, traicionera como un capitán de agua dulce, ofrece una seguridad cómoda, una ilusión de orden que muchos confunden con verdad. Si todo va bien, es mérito de todos. Pero cuando el viento cambia, cuando el casco cruje y la tormenta ruge, la culpa suele hundirse sobre los hombros de uno solo: quien manda.

Un navío no deja de ser una sociedad flotante, una república diminuta moviéndose al capricho del oleaje. Y en la inmensa mayoría de barcos del mundo, la norma es la misma: obedecer sin rechistar, asumir el papel que se te asigna y rezar porque el capitán no pierda el juicio o el rumbo que marca la estrella polar. Si él acierta, lo sigues. Si yerra, se avecinan motines, cuchillos bajo la mesa y disputas por el poder.

Pero aquella no era la vida en los tres navíos de la Alianza de las Tres Banderas. Ni el Red Viper, ni el Madra Ifrinn, ni el Español Errante se regían por el viejo juego de cadenas de mando y órdenes impuestas. Allí, cada hombre y cada mujer tenía voz, voto y derecho a maldecir en cubierta. Allí nadie era más que nadie. Entendían, por experiencia, por sangre y por convicción; que un barco solo sobrevive si todos reman en la misma dirección, no por imposición, sino por acuerdo. Y si no podían contentar a todos, al menos buscaban un punto medio donde cada uno cediera un dedo sin perder la mano entera.

Sin quererlo, sin maquinaciones ni promesas vacías, habían construido una forma distinta de navegar el mundo. Una en la que nadie sentía que su vida era ajena, en la que todos sabían que eran parte de algo más grande que el palo mayor. Por eso nadie saltaba del barco. Por eso ninguno dudaba del propósito común. Pero, como era de esperar, esa libertad tenía un precio. La decisión que en un navío corriente se resolvía en un parpadeo, la voz del capitán y punto final, en la Alianza podía alargarse horas enteras, incluso días.

Horas de blasfemias, de puñetazos sobre la mesa, de escupitajos en la cubierta, de amenazas, risas y disputas que solo entendían los que habían elegido esa vida sin cadenas. Y mientras todo ardía como pólvora recién encendida, el Perro, Diego y la propia Grace se sentían grandes capitanes. Porque aquel caos, ese bendito caos sin trono ni corona, era su verdadera patria.

Las tres embarcaciones redujeron velocidad casi al unísono. El Red Viper aflojó velas, el Madra Ifrinn recogió parte del foque y el Español Errante giró ligeramente el timón para dejar que el viento se deslizara más suave entre sus jarcias. Las proas fueron perdiendo impulso hasta quedar alineadas, avanzando en paralelo como tres bestias marinas fatigadas pero alerta, respirando al mismo ritmo, al mismo compás.

Entonces estalló el caos.

Las discusiones saltaron de cubierta en cubierta como chispas entre barriles de pólvora. Gritos que volaban sobre la espuma, réplicas que llegaban empujadas por el viento, insultos que se mezclaban con risas nerviosas. Había propuestas, amenazas, súplicas y bravuconadas. Unos exigían sensatez; otros, sangre. Algunos pedían un voluntario para entregar su vida, otros clamaban que ningún dios marino impondría sus leyes sobre ellos. Se oían voces escépticas, voces temblorosas, voces que buscaban esperanza y voces que solo encontraban rabia.

Pero por mucho que discutieran, por mucho que patalearan, maldijeran o se aferraran a cualquier idea, había un hecho que nadie podía negar, uno en el que todos estaban de acuerdo. Bajo las quillas de los tres barcos, la sombra seguía allí. Presente. Silenciosa. Inmensa. Un velo oscuro que se movía con ellos, que respiraba con ellos, que parecía escucharlo todo. Y aunque aún quedaban tres amaneceres para decidir… todos sabían que aquella sombra no pensaba esperar eternamente.
  • ¡Hay que atacar con todo! - bramó MacFarlane, estampando un puñetazo sobre la tapa de un barril sellado - ¡Somos tres navíos contra una sola bestia! ¡Poned los cañones a punto, traed los arpones de los nórdicos, descarguemos sobre ella toda la furia del mar, maldita sea!
  • ¡Yo estoy con el escocés! - berreó Fred el Bocas desde la cubierta del Errante - ¡Chamusquemos a ese monstruo hasta que no quede ni el recuerdo!
  • ¡Eso es! - rugió Caitlin desde el Ifrinn - ¡Tenemos pólvora de sobra! ¡Que hablen los cañones y que las balas partan el cielo! ¡No perdamos más tiempo!
Las voces que clamaban por la guerra se adelantaron al resto como un vendaval, afiladas y rabiosas. Alzaron armas, escupieron maldiciones y exigieron sangre antes de que cualquier mente prudente tuviera ocasión de abrir la boca. Eran hombres y mujeres hechos para la acción: impulsivos, tercos, fieros. Guerreros indispensables en cualquier cubierta pirata, de los que se lanzaban al combate con el torso descubierto y la mirada enloquecida… pero también los más temerarios, los más proclives a quemar el mundo entero si creían que eso les daba ventaja.

Grace los observó con los brazos cruzados, uno por uno, dejando que sus voces retumbaran sin intervenir. Gritaban tan fuerte que parecían mayoría incluso antes de votar. Y aunque parte de ella ardía con la misma sed de batalla, sabía muy bien que su deber como capitana era otro. Callar y esperar. Dejar que todos, incluso los más prudentes, encontraran su voz antes de que la suya inclinara la balanza.
  • No servirá de nada pelear contra ese monstruo - replicó Vihaan, la voz firme pese al temblor de sus manos - Las balas no pueden herirlo. No es una ballena a la que puedas clavarle arpones hasta verla flotar boca arriba. ¡Estamos hablando de un ser enviado por los dioses! ¿Es que acaso no lo entendéis?
  • ¡El astrónomo tiene razón! - se unió Will el Hacha, contramaestre del Errante - Contra lo divino no se lucha con acero humano. Necesitamos otra alternativa… una que no sea una condena segura.
  • ¡Estoy contigo, Errante! - gritó Snatch desde el navío del Perro - ¿Y si dispararle lo enfurece? ¿Habéis visto el maldito tamaño de esa cosa?
Las voces de quienes pedían reflexión no eran tan atronadoras como las de los guerreros sedientos de sangre, pero su peso era igual de grande. Eran los que mantenían la cabeza fría en mitad de la tormenta; prudentes, pacientes, tácticos. Hombres y mujeres que convertían el miedo en filo, que pensaban antes de blandir el acero y cuyo ingenio, más de una vez, había salvado vidas. En cualquier barco pirata, eran tan indispensables como los fieros que se lanzaban al combate. Pero también tenían sus sombras: a veces tardaban de más, dándole tantas vueltas a las cosas que la oportunidad se escapaba como agua entre los dedos.

Seamus O’Driscoll, el Perro, asentía desde la popa. Su apodo no era casual: era un sabueso. Seguía rastros invisibles, olía las trampas antes de que se cerraran y analizaba cada detalle hasta dar con el punto exacto en el que hincar el diente. Para él, la prudencia no era cobardía, sino instinto. Y ahora, ese instinto le ladraba en el pecho. Aquello no era una pelea cualquiera. Ni un enemigo cualquiera. Y un solo error bastaría para que los tres barcos acabaran hundidos en silencio bajo la sombra del coloso.
  • Ni guerra, ni estrategias… - dijo Yara, y su sola voz bastó para silenciar la tormenta de gritos. Cuando la hija del mar hablaba, hasta el viento parecía detenerse para escucharla - Debéis aceptar que no podemos luchar contra la voluntad de un dios. Cuanto antes lo asumáis, antes podremos sentarnos… y buscar voluntarios.
  • ¿Voluntarios? - repitió Grace, clavando en ella una mirada que podía cortar anclas.
  • Tres barcos, tres sacrificios… Lo siento, Grace. Pero es el precio para seguir con vida.
  • ¡¿Y qué pasaría si nos negamos?! - preguntó uno de los cachorros, esforzándose por hacerse oír entre los gritos.
  • La respuesta es obvia, me parece - murmuró Bishnu con su habitual sonrisa tranquila.
Algunos entendieron al instante, otros ni lo oyeron; muchos esperaron una explicación que el anciano no estaba dispuesto a dar. Así que el último en unirse a aquella expedición decidió alzar la voz. Sabía que aún lo miraban con recelo, pero también sabía que todo extranjero debía ganarse un sitio en una tripulación, igual que todo lobo debe probar su aullido antes de que la manada lo acepte.
  • Es mejor no enfadar a los dioses - añadió Ngürü, completando las palabras del anciano - No conozco la leyenda de Tangaroa; es más acabo de oírla por primera vez hace apenas unos minutos. Pero confío en Yara. Si la diosa del mar le habló… eso basta para que tenga mi apoyo.
En aquella extraña hermandad pirata, los que se guiaban por la fe también tenían su lugar. Eran puentes entre lo visible y lo invisible, guardianes de los susurros del más allá. Cuando la guerra fallaba y los planes se estrellaban contra el infortunio, todos terminaban volcando sus esperanzas en ellos. Su fuerza no venía de los músculos ni del acero, ni de la planificación, ni la táctica; sino de un mundo que nadie podía ver, de un poder que no lograban entender de todo. Pero esta vez pedían algo que ni guerreros ni estrategas querían entregar sin antes plantar cara. Pedían sacrificar tres vidas. De la Vega los observaba desde el timón del Español Errante. También él era un hombre de fe, y sabía que cuando Yemayá hablaba, no había debate posible. Solo obedecer o morir.

De repente, y sin que nadie lo pidiera, una mujer enorme tomó la palabra.
  • Yo sacrificar por todos - dijo con voz grave.
Yrsa dio un paso adelante. Erguida y firme como una montaña nevada.
  • No lo hagas Yrsa, por favor… - susurró Bhagirath, sobresaltado.
Trató de detenerla, pero ya era tarde. Ella se plantó en medio de todos, los brazos cruzados sobre el pecho, la mirada limpia como el acero nórdico.

Yrsa quería ofrecerse en sacrificio por una razón tan simple como brutal: así había sido educada.
En su cultura, un guerrero no pertenecía a sí mismo, sino a su clan. Su vida era un don para los dioses y una muralla para sus hermanos. Desde niña había escuchado que no existe mayor honor que proteger a los tuyos, aunque eso costara la vida. Morir no era tragedia: era destino, y era gloria. Y en aquel barco, había encontrado un nuevo clan.

Los hermanos del Red Viper, los del Errante y el Ifrrin… todos eran su familia ahora. No la sangre, sino la batalla los había unido. Y ella los amaba con esa rudeza silenciosa de los pueblos del norte, un cariño que no necesita palabras para convertirse en juramento. Si los dioses pedían una vida, Yrsa no iba a permitir que fuera la de otro. Mejor ella, que no temía a la oscuridad. Mejor ella, que ya había hecho las paces con la muerte. Porque para un vikingo, el mayor horror no era morir… sino sobrevivir mientras otros lo hacían en su lugar.
  • En mi tierra - dijo Yrsa, con voz grave aunque suave, como quien recuerda un canto antiguo - dar vida por clan que amar no ser tragedia… ser honor. Antepasados morir con orgullo, saber que caer por hermanos ser camino correcto, pues Valhalla recibir con brazos abiertos. Yo… - tomó aire, apoyando una mano en el hombro de Yara - yo no tener sangre vuestra, pero sentir vosotros ser mi clan. Ser familia. Y ningún sacrificio ser demasiado grande si servir para que familia vivir.
Hubo un silencio reverencial.
No era una súplica, ni una fanfarronada.
Era la verdad de su corazón, desnuda y absoluta.

Yara alzó la cabeza para ver su rostro: frio y orgulloso. Entendió al instante que aquella gran guerrera no dio un paso: lo reclamó, como si el suelo mismo reconociera su derecho a adelantarse. En su interior no había miedo, ni duda, ni el temblor de quien se siente arrastrado hacia un destino inevitable. Muy al contrario: había una calma intensa, casi luminosa, la serenidad del que comprende que su camino al fin se muestra con claridad.

Para alguien de su pueblo, el sacrificio no era una desgracia, sino una forma de ascender. A los hijos del frío se les enseñaba que vivir largo no significaba vivir bien. Que la vejez, con su lenta ruina del cuerpo, era una tragedia silenciosa. Que no había vergüenza más grande que morir apagándose, consumido por los años, sin acero en las manos ni aire en los pulmones. El horror no era la muerte: era la ausencia de combate.

Los suyos se habían forjado en un mundo donde la gloria se medía por cicatrices y donde el valor se probaba al borde del abismo. Desde pequeños, escuchaban historias de héroes que cruzaban mares helados, que se enfrentaban a criaturas imposibles, que reían ante la furia de los dioses. Y todos ellos compartían un destino común: caer de pie, con el pecho vuelto hacia lo desconocido, sin quebrar jamás la voluntad.

Por eso Yrsa no veía el sacrificio como un castigo, sino como un privilegio reservado a unos pocos. Un honor que marcaba a un guerrero como digno de ser recordado. La idea de ofrecer su vida no apagaba su espíritu: lo engrandecía. Y aún más cuando sabía por quién lo hacía.

Porque aquellos que la rodeaban: marineros, exiliados, piratas sin patria, eran ahora su clan. No unidos por sangre, sino por cicatrices compartidas, por la sal en las heridas y por la risa en mitad del caos. Los amaba como solo se ama a quienes han luchado a tu lado y te han salvado más veces de las que puedes contar.

Para ella, entregar su vida por ellos no era un sacrificio.
Era la culminación de todo aquello en lo que creía.
Era morir como debía vivir: orgullosa, feroz y libre.

Pero en aquella tripulación había alguien que no iba a permitir que eso sucediera. No era un hijo del hielo ni de los fiordos; no llevaba en la sangre el rugido del norte ni la obsesión por alcanzar la muerte gloriosa. Él había nacido muy lejos, donde el sol nace primero, en la calidez del oriente, entre montañas perfumadas y ríos que cantan como si nunca fueran a morir. Y aun así, también había encontrado su hogar en ese clan de locos, exiliados y piratas. Amaba a sus hermanos, a cada uno de ellos. Los consideraba familia, tan suyos como cualquiera que compartiera sangre. Pero a ella… a Yrsa… la amaba más que a su propia vida.

Y sabía, con la certeza dura de quien conoce a la persona que tiene delante, que no había fuerza humana capaz de hacerla retroceder. Que jamás daría un paso atrás. Que ni súplicas, ni gritos, ni lágrimas podrían detener a una guerrera que veía en la muerte un honor que solo los valientes merecen. Así que entendió lo inevitable. No podía evitar su sacrificio. Pero sí podía acompañarla.

El silencio se abrió paso cuando Bhagirath dio un paso al frente. No hizo falta elevar la voz ni pronunciar discursos. Todos lo vieron, todos lo comprendieron. Fue su postura, la determinación en su mirada, la forma en que alzó el mentón lo que habló por él. Era una declaración absoluta: si ella debía morir, él caminaría a su lado, la seguiría, sin dudarlo, hasta el fin del mundo.

Yrsa lo miró entonces. No estaba sorprendida, porque una parte de ella siempre había sabido que él sería capaz de algo así; Estaba orgullosa… y profundamente conmovida. En sus ojos se cruzaron mil historias que nunca llegaron a contarse, tormentas compartidas, noches de guardia, heridas curadas en silencio, risas ahogadas bajo el estruendo del mar.

Él extendió la mano. Ella la tomó sin dudar. Y durante un instante que pareció detener el tiempo, los dos se quedaron así: firmes, erguidos, aceptando su destino con una mezcla de orgullo y amor que ningún dios, por cruel que fuera, sería capaz de destruir. Asintieron al unísono, como dos guerreros que marchan juntos hacia el mismo abismo. No había miedo. Solo la certeza de que, pasara lo que pasara, irían unidos hasta el final.

Y entonces, cuando el peso del sacrificio parecía decantarse entre los brazos de dos adultos que ya habían hecho sus paces con la muerte, ocurrió algo que quebró el aire. Un leve crujido de madera, casi un suspiro, reveló que alguien más había dado un paso al frente. Bum-Bum.
El niño tuareg apenas ocupaba espacio sobre la cubierta, pero en aquel instante pareció gigante. Sus pies descalzos temblaban un poco, no de miedo, sino por la fuerza que necesitaba reunir para mantenerse firme. Sus ojos oscuros, enormes, cargados de una verdad que ningún niño debería llevar encima, miraron a todos los presentes con una serenidad que heló todas aquellas almas curtidas en mil batallas. No dijo una palabra. No hacía falta.

Llevaba la barbilla en alto, como le habían enseñado en el desierto: los hijos de las dunas no lloran ante la tormenta, la atraviesan. Su pueblo sabía bien lo que significaba entregar la vida por los suyos; Bum-Bum lo había escuchado en historias contadas junto al fuego, lo había oído en la voz cansada de su madre, en la dureza callada de los ancianos que lo cuidaron cuando ya no le quedaba nadie. Y allí, rodeado de marineros que lo trataban como a un hermano pequeño, dio aquel paso con una dignidad que partió el corazón de todos. El silencio fue inmediato. Terrible. Profundo.

Yrsa bajó la mirada, conmovida. Bhagirath sintió que el aire se le rompía en el pecho. Yara abrió la boca sin encontrar palabras. Incluso Grace, tan firme, tan capitana, perdió el aire como si necesitara recordar cómo se respira. Porque Bum-Bum no tenía fuerza para levantar una espada ni edad para comprender del todo a los dioses. Pero sí tenía algo que muchos adultos habían perdido hacía tiempo: una pureza feroz, un amor sin fisuras, la convicción absoluta de que la vida de sus hermanos valía más que la suya.

Y en ese instante, en esa frágil figura que se ofrecía en sacrificio con una valentía desgarradora, todos vieron reflejado lo mejor que podía llegar a ser un ser humano. El niño no bajó la cabeza. No tembló. Solo esperó, pequeño y orgulloso, como si la muerte fuera otro desierto que debía cruzar para que los demás pudieran seguir navegando. Y fue entonces cuando los corazones de tres barcos enteros se partieron al mismo tiempo.

Nadie tuvo el valor de pronunciar palabra. Solo bajaron la cabeza, avergonzados de no poseer el mismo coraje que aquellos tres valientes. Ni los impetuosos, ni los estrategas, ni siquiera los creyentes más férreos hallaron fuerza para interrumpir aquel instante sagrado. Grace continuó al mando del Red Viper en un silencio absoluto, y ese mutismo se extendió como una marea densa por su cubierta y la de los otros dos navíos. Las tres embarcaciones avanzaron así el resto del día: sin risas, sin miradas, sin un solo murmullo. Como si todos necesitaran el mismo tiempo para digerir lo que acababa de ocurrir. El sol cayó en silencio. La noche los alcanzó igual de muda.
  • Yo te cubro, capitana - dijo MacFarlane, acercándose despacio - Tómate un respiro, descansa.
  • No. - Grace ni siquiera lo miró - Necesito tener la mente ocupada…
El escocés se plantó a su lado. Alzó la vista al firmamento: un cielo limpio, inmenso, precioso; la bóveda celeste pintada por un manto de estrellas infinito que arrastraba consigo una brisa agradable después del calvario sufrido tras el caluroso día. Una contradicción cruel frente a lo que acechaba bajo la quilla. Porque aunque nadie hubiera vuelto a mirar, todos sabían que allí abajo los seguía aguardando aquello que exigía un precio imposible. Una promesa de muerte.

MacFarlane se mordía el labio, devorado por la rabia. Y finalmente, incapaz de contenerse, explotó.
  • Tenemos que hacer algo - escupió - No podemos permitirlo… Yrsa, Bhagirath, el pequeño Bum-Bum… son nuestros hermanos.
  • ¿Y por qué crees que necesito tener la mente ocupada, maldita sea? - replicó Grace sin apartar la vista del horizonte.
  • Entonces impón tu voluntad. Tú eres la capitana. Sabes que obedeceremos. Creemos en ti. Hicimos un juramento.
  • No es tan sencillo, MacFarlane…
El escocés se cruzó de brazos. La miró con una mezcla de furia y devoción.
  • Admiro la forma en que llevas este navío, te lo juro por el bastardo de mi padre. Jamás había visto nada igual, y he navegado con más capitanes de los que puedo recordar. Entiendo tu manera de mandar, y por todos los demonios: funciona. No hay tripulación más leal que esta… Pero ha llegado el momento de que des un puñetazo en la mesa y grites lo que hay que hacer.
Grace giró hacia él. Su rostro estaba marcado por la preocupación, pero también por una extraña serenidad… la serenidad de quien lleva horas peleando contra un mismo pensamiento.
  • Muy bien - dijo con voz tensa - Supongamos que lo hago. Que doy ese golpe en la mesa. Que digo “aquí mando yo” y evito que esos tres locos se sacrifiquen. ¿Qué demonios ganaríamos con eso?
  • ¿Qué ganaríamos? - MacFarlane abrió los brazos, incrédulo - ¡Pues salvar la vida de nuestros hermanos, capitana!
  • Perfecto. - La voz de Grace se volvió áspera, cargada de un cansancio feroz - Entonces volvemos al punto de partida. Si ellos no mueren… ¿quien lo hará? ¿A quién elegimos, dime? ¿O también debo decidirlo yo? ¿Es eso lo que insinúas?
MacFarlane no respondió. No pudo.
  • Soy la capitana, ¿verdad? - continuó ella, avanzando un paso hacia él - Entonces podría hacerlo. Podría señalarte a ti, por ejemplo. Podría decir “tú mueres por todos nosotros”. Y estaría en mi derecho. ¿O no?
El escocés tragó saliva. El mundo pareció encogerse a su alrededor.
  • ¿Qué maldito derecho tengo yo - siguió Grace, con la voz rota pero firme - de decidir quién debe morir? Una cosa es liderarlos a la batalla y que pierdan la vida siguiendo mis decisiones. Eso lo acepto. Eso lo asumo. Ellos eligieron seguirme y pueden abandonar este barco cuando crean que no es su camino… Pero levantar un dedo y ordenar quién muere… Eso es distinto, viejo amigo. Eso es otra cosa.
MacFarlane respiró hondo, recobrando algo de su ferocidad.
  • Pues en vez de levantar un dedo, levanta la espada. Llévanos a la guerra una vez más. Desafiemos a los dioses. Juntos, como siempre. Y si no vencemos… al menos moriremos con honor.
Grace bajó la mirada, murmurando apenas.
  • Honor… Solo quienes no han visto la guerra la llaman gloriosa. No hay honor en morir. Solo desdicha…
El escocés dejó escapar una risa corta, cargada de ironía. Se volvió a cruzar de brazos sin apartar la mirada de ella.
  • ¿Quién eres y qué has hecho con la capitana Grace O’Malley?
  • ¿Qué diablos dices ahora? - respondió ella, desviando la vista hacia el horizonte.
  • ¿Desde cuándo rehúye una batalla mi capitana? La Víbora Roja que yo conozco empuña el sable y corta gargantas antes de preguntarse por qué. Se lanza a la refriega la primera, sin jamás mirar atrás; sangra junto a los suyos con la furia de mil demonios y desata el infierno allí donde decide atacar.
  • Y siempre vence, ¿no?… - dijo Grace, permitiéndose incluso sonreír en un momento como aquel.
  • ¡Así es! ¿Por qué iba a ser distinto ahora? Dejémonos de sacrificios y peleemos. Hemos logrado lo imposible tantas veces que empiezo a pensar que somos invencibles.
  • Nadie es invencible, contramaestre. Hemos dejado a muchos atrás… no lo olvides jamás.
  • Ya lo sé, capitana, ¡maldita sea! Solo bromeaba. Pero sigo pensando que debemos luchar. No hay otra opción.
Grace inspiró el aire frío y salado del océano, y al hacerlo pareció que su fuego interior se aplacaba. Seguía siendo aquel demonio belicoso de cabellos rojizos, pero ahora era algo más que capitana: era madre. Y aunque aquel hecho la volviera más poderosa, otorgaba a su destino un peso distinto, empezaba a ver el mundo desde otro prisma.
  • Estoy cansada de pelear a cada instante. No he dejado de hacerlo ni un solo segundo desde que nací en ese maldito estercolero de Bristol. Toda mi vida luchando. Contra el hambre, contra la miseria, contra los poderosos, contra demonios, dioses, piratas, reyes… No puedo más. Necesito… necesito un respiro. Un momento de paz.
  • No vamos a encontrar paz en el lugar adonde nos dirigimos, capitana.
  • Lo sé… y no me refiero a eso. Si hay que luchar, lucharé. Hasta mi último aliento… ¡Que me parta un rayo ahora mismo si miento!… Tan solo digo que estoy harta. Es como sí… no sé como explicarlo. Solo que, a veces siento que el destino se ríe de nosotros, que los dioses nos quieren ver sufrir, que nos quieren muertos…
Macfarlane la observó en silencio un instante, lo suficiente para ver cómo el cansancio se colaba por las rendijas de su mirada. Aquella sombra que no era miedo ni duda, sino pura fatiga del alma. Y entonces lo entendió: Grace no estaba flaqueando… estaba cargando con demasiado.
Se acercó despacio, como quien teme interrumpir un pensamiento sagrado, y le posó una mano firme en el hombro. Ella no lo miró, pero tampoco se apartó.
  • Escúchame bien, capitana - murmuró él, con una sinceridad que no necesitaba alzar la voz - Te he visto plantarle cara a tempestades, a monstruos del mar, a enemigos que habrían hecho temblar a cualquier otro. Pero lo que más admiro de ti no es cómo luchas… es que nunca dejas de levantarte. Eres la persona más resistente que he conocido, y juro por Dios que, incluso cansada, incluso rota, sigues siendo un orgullo para mí.
Apretó un poco más su hombro, como anclándola al mundo.
  • Y yo, como todos los demás, estaré contigo. Pase lo que pase. Porque te amamos tal y como eres… incluso cuando dices que ya no puedes más. Y si hoy necesitas respirar… yo seguiré por los dos.
  • Gracias… - susurró Grace, dejando que su mano descansara sobre la suya - Y que lo sepas, Macfarlane… yo también me siento orgullosa de caminar a tu lado. Más de lo que imaginas. Eres un pilar para mí, para todos. Sin ti este barco se hundiría en el mar…
Aquellas palabras, tan simples y tan sencillas, lo atravesaron como una bala. Macfarlane parpadeó, una vez… dos. Intentó tragar saliva, pero el nudo en la garganta no cedió. Y antes de poder contenerse, las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas, silenciosas primero, luego imparables.

Grace lo miró, atónita.
  • ¿En serio, grandullón? Por todos los diablos, si llego a saberlo no te digo nada bonito. Eres peor que un marinero borracho después de una noche de taberna.
Él soltó una carcajada temblorosa y le dio un empujón seco con el antebrazo, apartándola del timón como si fuera una pluma.
  • ¡A la mierda contigo, capitana! - bramó, limpiándose las lágrimas con la manga - ¡Te largas a descansar ahora mismo, ¿has oído? ¡O te juro por la barba azul de San Columba que te llevo a patadas hasta tu camarote!
Grace arqueó una ceja.
  • ¿Me estás dando órdenes, contramaestre?
  • ¡Órdenes, amenazas y lo que haga falta! - replicó él, señalándola como un padre furioso - ¡Vete a dormir, condenada sea tu terquedad! Estás más agotada que una cabra pariendo en pleno invierno. Y si te desplomas en cubierta, te lo juro… te despierto a bofetadas hasta que recites salmos gaélicos.
Grace soltó una risa incrédula y divertida, incapaz de disimular el deshielo que aquello le provocaba en su atormentada alma.
  • Está bien, está bien… ya me voy, viejo bruto.
Macfarlane bufó, dándole la espalda para que no lo viera volver a llorar.
  • Viejo bruto mis cojones… - masculló - Anda, lárgate antes de que cambie de opinión.
Y mientras ella se alejaba sonriendo y feliz por haber conocido a aquel loco salvaje, él se aferró al timón con los ojos ardidos, respirando hondo… y sintiéndose, por un instante, el hombre más afortunado del mundo.

Pero aquella tregua de felicidad duró muy poco. La sonrisa se desvaneció del rostro de Grace en cuanto cruzó frente a la cocina, camino de su camarote. Allí encontró a Yrsa y Bhagirath, junto a Yara y Bum-Bum. Conversaban en voz baja, tensos, mientras Vihaan con Maverick dormido entre los brazos, escuchaba en silencio. Cuando la capitana entró, todas las voces se apagaron de golpe. La miraron como si el aire mismo se hubiera vuelto denso.

Grace avanzó entre ellos sin decir palabra, fue hacia Vihaan y tomó a su hijo con suavidad. El pequeño se agitó un instante en sueños, pero al sentir el latido firme de su madre contra su mejilla, suspiró y se volvió a hundir en un sueño profundo, ajeno a todo. La capitana se sentó sobre una de las mesas de la cocina y los observó uno por uno. No había ira en ella, ni la determinación que solía encenderse como un filo rojo en sus ojos; solo un agotamiento antiguo, casi doloroso.

Vihaan se sentó a su lado, rodeándola con un brazo protector.
  • Vamos a la cama, Grace… Venga, pareces agotada - susurró con cariño.
  • No - respondió ella sin apartar la mirada de quienes se habían ofrecido en sacrificio - Quiero escuchar lo que estabais diciendo.
Nadie abrió la boca. Aunque la conocían bien, ninguno había vivido una situación semejante, y no se atrevían a interpretar aquel silencio de la capitana. Solo Yara, que la conocía mejor que a si misma, encontró valor para hablar.
  • No tenemos otra opción, Grace. No esta vez… - dijo con voz firme, aunque sus ojos reflejaban una tristeza desgarradora - Sabes que sería la primera en lanzarme a la batalla sin pensarlo. Tú lo sabes. Me conoces mejor que nadie. Pero no podemos vencer por la fuerza. No contra los dioses. - Apretó la concha de Yemayá entre los dedos - Debemos aceptar el trato de Tangaroa. No hay otra salida.
Grace no respondió de inmediato. En su mente se arremolinaban pensamientos oscuros, un torbellino que no encontraba tregua. Sintió el calor del hombre que amaba apoyado contra ella, sólido como un roca. Y el respirar lento de su hijo, tan frágil y tan poderoso a la vez.
  • Eso lo entiendo… - dijo al fin, con un hilo de voz - ¿Pero por qué vosotros? - Los miró a los tres, con un dolor desnudo - Ya he asumido que puedo perderos… a cada uno. Es el precio que debemos pagar por vivir como hemos decidido vivir. Pero no puedo perderos a los tres de golpe. No estoy preparada para afrontarlo algo así…
Bum-Bum se adelantó lentamente hasta quedar justo frente a ella. Grace lo observó en silencio: tan pequeño, tan valiente. El niño tuareg apenas alcanzaba la cintura de los demás, pero su piel curtida por las quemaduras y la firmeza ardiente de sus ojos revelaban una fuerza interior que muchos hombres hechos y derechos jamás alcanzarían en toda una vida.

Cuando habló, lo hizo en su lengua natal: áspera como la arena de su desierto, cálida como el fuego que nace bajo el sol africano, libre como el viento que danza entre las dunas. Nadie entendió las palabras… pero todos sintieron su peso, esa vibración profunda que solo tiene la verdad cuando nace del alma.

Yara se acercó a él y se arrodilló, envolviéndolo con un brazo lleno de ternura. Lo miró como una madre mira a un hijo que no ha parido, pero que la vida le ha regalado. El pequeño se giró hacia ella y comenzó a mover las manos en aquel lenguaje silencioso que ambos habían creado juntos. Yara tradujo con voz temblorosa, llevando al mundo las palabras del corazón del muchacho.
  • La muerte… - susurró Bum-Bum a través de la voz de la santera - es solo otra senda en el camino. No es final, sino el principio de algo nuevo. Nada se pierde; solo se aprende más. No tememos esa senda, porque morir es inevitable: es parte de la vida, es natural… es justo. Es el trato que uno acepta al nacer.
Se hizo un silencio espeso. No era simple respeto; era algo más profundo. Aquel niño había pronunciado una verdad tan pura que dolía, pero tan cierta que nadie se atrevió a rebatirla. Yrsa, con el pecho erguido y los ojos humedecidos, levantó la barbilla y clavó su mirada en la capitana.
  • No existir mayor honor que morir por aquellos que amar - dijo, con una voz que mezclaba dureza y ternura - Tú preguntar a todos nosotros si temer a la muerte cuando subir a tu barco… y nosotros aceptar precio sin dudar, por seguir a ti, por luchar contigo. Ahora tú, capitana… tú deber aceptar también.
Bhagirath asintió con una convicción implacable. Miró a Yrsa durante un instante, y en ese cruce de miradas hubo más poesía, más devoción, más amor que en cualquier verso jamás escrito. Cuando habló, su voz era la de un hombre que ya ha elegido su destino.
  • La decisión está tomada, señorita O’Malley. Y no vamos a echarnos atrás. Puede que algunos vean en la muerte un frío aterrador, un vacío de angustia, una pena sin consuelo… Pero nosotros vemos otra cosa. Hemos vivido lo suficiente para conocer el calor del amor, para probar el dulce néctar de la libertad, para ser puros y salvajes, viviendo como siempre quisimos vivir. Y ahora, como dice el muchacho, otra senda se abre ante nosotros. No tememos cruzarla, porque sabemos que el precio que pagamos permitirá que aquellos a quienes amamos… sigan adelante.
Grace empezó a llorar, incapaz ya de contenerse. Las lágrimas le resbalaron por las mejillas con la misma sal del mar que la había criado, cayendo lentas, casi solemnes, como si cada una llevara consigo un fragmento de su historia. Vihaan le apartó un mechón rebelde de la frente, observándola con el asombro reverente de quien contempla algo sagrado: tan frágil y tan indomable a la vez, tan valiente y tan asustada. La contradicción más humana y más hermosa. Dejó un beso en su mejilla, cálido como la lumbre de un hogar, firme como la tierra.

Cuando la capitana habló, no quedaba rastro de aquella voz que solía rasgar el aire con un grito capaz de arrastrarlos a todos a la batalla; aquel rugido feroz que encendía corazones y levantaba a los caídos. Ahora era otra voz. La voz de una madre. De una mujer que sufre por aquellos a quienes ama, que desearía encerrar a todos bajo su ala para que nada los hiriera jamás, pero que al mismo tiempo sentía un orgullo tan grande que le dolía el alma solo de mirarlos.
  • Pasé toda mi infancia deseando embarcarme y huir, sabiendo que mi destino era perseguir la libertad - dijo, entrecortada, dejando que las lágrimas corrieran libres - Y ahora que lo he logrado… ahora que tengo un barco, un nombre y un destino… me he dado cuenta de que he encontrado algo más grande de lo que jamás soñé. - Respiró hondo, temblando - Si algo sé con absoluta certeza es que el mundo necesita más Bum-Bums, más Bhagiraths y más Yrsas… El mundo necesita corazones valientes como los vuestros. Os miro - alzó el rostro hacia ellos, uno a uno - y solo siento orgullo… solo siento amor.
Hizo una pausa. Y luego, con la voz hecha pedazos, sentenció.
  • Pero no puedo aceptarlo.
Yara se incorporó con suavidad y tomó el rostro de Grace entre sus manos. A pesar de los callos y de la dureza de la vida en el mar, sus dedos eran suaves, casi sanadores. Su piel morena desprendía aromas a plantas, aceites y misterio. Grace cerró los ojos un instante. La concha sobre el pecho de Yara vibró, y en ese pulso sintió el océano entero reclamándola: aquel manto azul que tanto le había dado… y que ahora quería cobrar un precio demasiado alto.
  • No somos más que granos de arena en una playa, Grace - susurró la santera, con una ternura antigua, como si hablase desde el principio de los tiempos - Bishnu siempre lo dice, ¿no es así?
Grace asintió, llorando en silencio.
  • A mí también me duele - continuó Yara - También me cuesta despedirme, también temo perder… Igual que tú, igual que todos. Pero debemos aceptar que así es la vida. Este es el precio que se nos exige si queremos seguir caminando hacia nuestro destino. Si queremos cumplir con aquello que se nos ha encomendado.
Su voz no tembló. No por falta de miedo, no por falta de dolor… sino por convicción.

Grace bajó la mirada, y por un instante el mundo dejó de existir. Solo quedó el rumor del mar, golpeando como un tambor antiguo dentro de su pecho. ¿Hasta cuándo?, pensó. ¿Hasta cuándo debía caminar con ese nudo de hierro entre las costillas, esa eterna cuerda tensada entre lo que debía hacer y lo que deseaba proteger?

El destino… Qué palabra tan cruel, tan vacía cuando se la observa de cerca. Los dioses trazaban sendas como si fueran líneas en la arena, indiferentes a los corazones que rompían en el proceso. Y sin embargo, ahí estaba ella, obligada a elegir: ¿la misión por encima de las personas, o las personas por encima de la misión? ¿Qué sentido tenía liberar el Sundra-Kalash si, para hacerlo, debía entregar las vidas que habían dado sentido a la suya?

Sus dedos se cerraron en puño. ¿Y si estaban todos equivocados? ¿Y si el destino no era más que una excusa para justificar un sacrificio innecesario? Porque no era la despedida lo que le arrancaba la piel por dentro. No era la muerte lo que le helaba el alma. Era la idea intolerable, insoportable, obscena, de aceptar una condena sin levantar la espada. De entregarse sin rugir. De morir sin pelear hasta el último aliento.

Las lágrimas se detuvieron de golpe.

Una calma distinta, casi feroz, la envolvió como una llama que no quema pero consume. El llanto se extinguió y, en su lugar, su viejo fuego volvió a prenderse, terco como una marea que se rehúsa a obedecer a la luna. Sintió el pulso del océano dentro de la concha de Yara, pero también sintió algo más: su propia voluntad, erguida, indomable, hecha de viento salado y lealtades irrompibles.

Que Tangaroa reclame lo que quiera, pensó con brutalidad.
Que los dioses se enfurezcan si así lo desean, asintió para sus adentros.
Que el destino tiemble.

Nadie, ni hombre ni espíritu ni deidad, le impondría un precio sin verla luchar. Si el camino exigía vidas, tendría que arrebatarlas, no recibirlas mansamente. Y si la misión estaba escrita en piedra, ella misma se encargaría de romper esa piedra a golpes. Grace levantó el rostro, y en sus ojos ya no había dolor. Había decisión. Había guerra. Había amor hecho acero.

No aceptaría nada que no pudiera combatir. No entregaría a los suyos sin plantar cara.
Aunque el cielo se hendiera. Aunque el mar rugiera.

Aunque los dioses la odiaran por ello.

Grace se incorporó despacio, como si la gravedad misma retrocediera ante ella. Primero los hombros, firmes como un mástil en mitad del temporal. Luego la espalda, recta, altiva, casi desafiante. Y cuando por fin se irguió del todo, con el pequeño en los brazos, pareció crecer. Convertirse en algo más grande que una simple capitana: un faro encendido en plena noche oscura. El niño apoyó la cabeza en su pecho, confiado, ajeno al huracán que ardía en ella; y ese gesto, pequeño y puro, terminó de anclar su decisión como un hierro candente.

Respiró hondo. El silencio se abrió a su alrededor como un mar en calma antes de la tormenta.
  • Nos están pidiendo que aceptemos nuestro final - dijo al fin, con una voz que ya no temblaba - Que entreguemos nuestras vidas como quien entrega una ofrenda al mar. Quieren que bajemos la cabeza, que aceptemos un destino que otros han escrito por nosotros. Que muramos sin luchar, sin gritar, sin dejar que la furia que nos ha traído hasta aquí tenga la última palabra.
Sus ojos recorrieron a cada uno de ellos; uno por uno, como quien memoriza los rostros que llevará grabados más allá de la muerte.
  • Pero yo no vine al mundo para obedecer. Ni para arrodillarme ante hombre, dios o espíritu alguno. No he caminado todo este camino, ni peleado con medio mundo, para llegar ahora y presentar mi cuello al hacha del verdugo. Y no voy a permitir que ninguno de vosotros lo haga tampoco.
Una ráfaga de viento entró dentro de la cocina y le golpeó la melena como si celebrara aquellas palabras. La concha de Yara vibró de nuevo, pero esta vez Grace no sintió el peso del océano; sintió el suyo propio, vasto e inamovible.
  • Si Tangaroa desea nuestra sangre, tendrá que venir a buscarla él mismo. Tendrá que arrebatárnosla. Porque no se la daremos. Ni hoy, ni mañana, ni nunca. Y si este es el precio por liberar el Sundra-Kalash… si verdaderamente debemos morir…
Hizo una pausa. Un segundo de pura y terrible solemnidad.
  • Entonces moriremos juntos. Nos despediremos como entramos en esta senda: Unidos. Luchando. Mordiéndole el rostro a la muerte si hace falta.
Apretó al pequeño contra su pecho, con una suavidad que contrastaba con el acero de su voz.
  • No quiero un destino que nos sea impuesto. Quiero uno que arranquemos con nuestras propias manos. Cueste lo que cueste, duela lo que duela. Que los dioses rujan. Que se hunda el cielo. Que tiemble el océano. Nosotros no retrocedemos. Nosotros no cedemos.
Dio un paso al frente, y todo su ser parecía una declaración de guerra.
  • Si el final nos espera, que nos encuentre en pie. Y juntos. Siempre juntos…
En el resquicio silencioso que quedó tras sus palabras, algo antiguo vibró en el aire, como si el mundo contuviera la respiración. Y en ese instante, Yara comprendió la magnitud de lo que acababan de hacer. No era solo un acto de rebeldía. No era orgullo. No era valentía. Era una declaración que jamás debería haberse pronunciado: un desafío lanzado directamente al corazón de los dioses.

Porque esos dioses, en su eternidad paciente, habían trazado caminos para los hombres desde el principio de los tiempos. Senderos de gloria, de condena, de sacrificio. Caminos que uno podía recorrer llorando o en silencio, pero nunca romper. Y aun así, allí estaban ellos. Un puñado de mortales marcados por cicatrices, sueños y pérdidas. Un puñado de almas ardiendo demasiado fuerte como para aceptar su papel en la gran obra celestial.

Y de algún modo los allí presentes lo supieron: habían cruzado una línea invisible.
Una que ni Tangaroa ni ningún otro dios permitiría que quedara impune.

Pero también supieron otra cosa, algo que nacía como un latido feroz en sus pecho: que los dioses solo eran dioses mientras los mortales aceptaran vivir arrodillados a sus pies. Que la voluntad humana, cuando se encendía de verdad, era un fuego que podía incendiar los cielos, un trueno capaz de romper cualquier decreto divino.

Y así, en ese último instante, antes de que la tormenta de lo inevitable cayera sobre ellos, Yara sintió que algo cambiaba en el tejido mismo del destino. Como si la senda marcada desde el origen de los tiempos se quebrara un poco, apenas un hilo… pero suficiente.

Porque por primera vez en eras, los dioses habían sido desafiados.
Y por primera vez en mucho tiempo, los humanos habían decidido levantarse.

Lo que venía después sería lucha. Sería furia. Sería castigo.
Pero también sería libertad.

Y en el pulso del océano, en la respiración lenta y profunda del mundo, una certeza tembló:

Quizá los dioses eran eternos.
Pero los hombres…

Los hombres podían ser inquebrantables.
  • Solo somos granos de arena en una playa inmensa… pero - dijo Grace mientras la sombra de los dioses se cernía sobre ellos - incluso un solo grano, cuando se niega a dejarse arrastrar por la marea, puede desafiar al océano entero. Y si miles, millones de granos se levantan… la playa cambia. La forma del mundo cambia. Incluso el mar debe retroceder. Quizá Bishnu tenga razón: somos diminutos, efímeros, frágiles. Pero también somos los únicos capaces de convertir un puñado de arena en una montaña… y un destino impuesto en un destino conquistado.
Aquella noche, en aquella cocina de aquel barco perdido entre dos mundos, Grace comprendió que los dioses podían ser eternos… pero los granos de arena podían aprender a resistir.

Y a veces, solo a veces, resistir era suficiente para que empezara una revolución.

Continuará…
 
Me he metido en un 'enbolao' yo solo jajajaja
Quería que el viaje hasta China fuera una prueba dura a superar, así que busque leyendas marinas de la época.
Cuando leí lo de Tangaroa pensé: "esta es brutal. Sacrificios, tensión en cubierta, Dioses y Humanos"
Y ahora tengo a tres de los personajes que más me gustan al borde de la muerte, jajaja
A ver como salgo de aquí... :ROFLMAO:
 
Me he metido en un 'enbolao' yo solo jajajaja
Quería que el viaje hasta China fuera una prueba dura a superar, así que busque leyendas marinas de la época.
Cuando leí lo de Tangaroa pensé: "esta es brutal. Sacrificios, tensión en cubierta, Dioses y Humanos"
Y ahora tengo a tres de los personajes que más me gustan al borde de la muerte, jajaja
A ver como salgo de aquí... :ROFLMAO:
Y muerto vas a estar como los "mates "😈
 
Capítulo 79 - Un segundo amanecer: La rebelión de los hombres

Grace se fue a la cama con los gritos de Yara aún retumbando en sus orejas. Y aunque la discusión había sido dura y brutal, durmió como si llevara siglos sin hacerlo. Lo hizo durante largo rato sin despertarse, las pesadillas la persiguieron toda la noche. No fue la única: todos y cada uno se levantaron sudados, con el miedo escapando del mundo de los sueños para mezclarse con el real, como si la sombra que los acechaba desde las profundidades hubiera cruzado el velo junto a ellos para seguirlos atormentando.

La capitana abrió los ojos de golpe, asustada y nerviosa. Y lo primero que vio al volver al mundo al que pertenecía, fue aquel hombre que parecía que nada, ni nadie, lo pudiera quebrar. No sabía muy bien como lo hacía, pero al verlo, se sintió en paz. Como si su sola presencia, la mantuviera estable y segura.
  • Sigue durmiendo un rato más - sonrió Vihaan, a medio vestir, acercándose a la cama - Ya hago yo el siguiente turno…
  • Da igual, Vi - contestó ella incorporándose de golpe - Hay muchas cosas que hacer y dormir tampoco sirve de mucho, sinceramente…
  • Date un respiro, Grace - insistió él, sentándose a su lado - No puedes estar siempre al pie del cañón. A veces es necesario sentarse, tomar aire y alejarse de todo… aunque sea solo un momento.
  • ¿De qué servirá eso? Si cuando me vuelva a levantar, los problemas seguirán ahí.
  • Los problemas siempre estarán ahí - dijo con ternura, acariciándole la mejilla - Pero tú podrás enfrentarlos con más claridad y temple. De nada sirve un capitán si no se mantiene en pie… Anda, hazme caso por una vez en tu vida y descansa.
  • Está bien… - cedió a regañadientes.
Grace se dejó caer sobre la cama de nuevo y fingió cerrar los ojos como si siguiera dormida, pero una leve sonrisa se le escapó de los labios.
  • ¿Se puede saber de qué te ríes? - preguntó Vihaan, observándola.
  • Incluso ahora, con los dioses maldiciéndonos y nosotros desafiándolos… incluso al borde del abismo, consigues que me sienta a salvo. No sé cómo lo haces, pero lo haces.
Vihaan le dio un beso en la frente, se levantó y siguió vistiéndose.
  • Ese es mi don, mi amor. Quizá no sea el guerrero más fiero, ni el más valiente. Pero sí el más fuerte.
  • ¿El más fuerte, de veras? - preguntó ella divertida, mirándolo con cariño.
  • Así es… y ¿sabes por qué?
  • A ver, ilústrame, mi amado esposo…
  • Pues porque los fuertes somos los que logramos sonreír en los días grises - respondió con una media sonrisa, volviéndose hacia ella - Los que encontramos una chispa de luz incluso cuando el cielo decide venirse abajo. Eso, Grace… eso es la verdadera fuerza.
Sin más, Vihaan se dirigió a la puerta del camarote, dispuesto a afrontar un nuevo día. Pero Grace lo detuvo simplemente con su voz.
  • ¡Eh, marinero! ¡Vuelve aquí!
Vihaan se giró, confundido.
  • ¿Qué sucede? —preguntó desde el umbral, con la mano ya en el picaporte.
  • ¿No te olvidas de algo?
Él sonrió, negando con la cabeza, regresó junto a la cama y le dio un beso en los labios.
  • Y que no vuelva a tener que repetírtelo, ¿me oyes? - rió Grace mientras él desaparecía por la puerta.
El astrónomo cerró tras de sí, aún sonriendo incluso en los días grises. Pero al girarse, se encontró con Yara, que en esos momentos se encontraba en el polo opuesto. Estaba apoyada contra la pared, cerca del camarote: brazos cruzados, mandíbula tensa y la mirada hundida en pensamientos oscuros, como alguien que aguarda una mala noticia.
  • Buenos días, Yara - saludó Vihaan con una sonrisa amable.
  • De buenos, nada - replicó ella, frunciendo el ceño.
  • ¿Qué sucede?
  • ¿Dónde está Grace?
  • Sigue durmiendo…
Yara escupió al suelo. Su enfado ardía a la vista. Vihaan, creyendo que el mismo tacto suave que había ayudado a Grace funcionaría con la santera, se acercó sin sospechar lo equivocado que estaba. Pobre diablo.
  • Iba a desayunar… ¿Quieres acompañarme?
  • No tengo hambre.
  • Bueno… igualmente puedes venir y charlamos un rato…
La mirada que Yara le clavó habría partido un mástil en dos. Tenía ojeras oscuras, el pulso todavía alterado por la noche que había pasado, y todo en ella se hundía en furia.
  • ¿Charlar? ¿Hablas en serio?
  • Sí… claro…
  • Mira, Vihaan, no te ofendas, pero… no creo que sea precisamente el momento de sentarnos a tomarnos unas galletitas y un té.
  • Tampoco arreglarás nada frunciendo el ceño y dándole vueltas a la cabeza… A veces es mejor sentarse un momento y…
  • No eres consciente de lo que está pasando, ¿verdad?
Yara mantuvo la mirada tan firme que, al final, Vihaan no tuvo más remedio que apartarla. Bajó los ojos como un animal salvaje que reconoce al alfa, resignándose ante una fuerza que sabía que no podía desafiar. Porque Yara, incluso antes de portar la concha, ya era una mujer poderosa: maestra de artes ocultas y ancestrales que escapaban al entendimiento de todos. Pero desde que aquel relicario reposaba sobre su pecho, la santera parecía envuelta en un fulgor que traspasaba la realidad. Seguía siendo ella, la mujer de piel caoba y figura poderosa, pero ahora irradiaba una energía casi tangible, un poder primigenio que ni ella misma podía contener del todo.

Aun así, incluso abrumado por su presencia, Vihaan intentó apaciguar la furia del mar. Era su naturaleza. Era su don. Como la tierra firme, se creía capaz de mantenerlos a todos estables, unidos, de pie. Y habló, con un hilo de voz, pero habló.
  • Escúchame, Yara… quizás no sea consciente de todo lo que sucede. Es muy probable que no entienda los designios de los dioses como tú. Y sabes que siempre preferiré pensar un plan antes que lanzarme a la batalla a ciegas… Pero Grace tiene razón. La muy terca siempre la tiene. No podemos dejar que Yrsa, Bhagirath y Bum-Bum mueran en vano… Hay que plantar cara…
  • Grace se equivoca esta vez, Vihaan - respondió Yara, la voz baja como un trueno contenido - No hay posibilidad de vencer. Si no obedecemos, las consecuencias serán terribles.
  • Ya lo son ahora, Yara. Estamos hablando de nuestros hermanos… del propio Bum-Bum, maldita sea. Es solo un niño… ¿acaso no te importa…?
Yara levantó un dedo en el aire. Un aviso. Una amenaza silenciosa.
  • No sigas por ahí, amigo. Ni se te ocurra…
  • Lo siento, pero es lo que pienso y te lo voy a decir - insistió él, envalentonado por el dolor - Bum-Bum es como un hijo para ti… y parece que no te importe que muera.
La frase cayó como una puñalada a traición. Y la respuesta llegó igual de rápida.

Yara le cruzó la cara de un manotazo seco. Un golpe que resonó como un latigazo en el pasillo. Vihaan se llevó la mano a la mejilla, avergonzado, y pidió disculpas entre dientes, consciente de que había ido demasiado lejos.
  • Ni se te ocurra volver a decir algo parecido. Nunca más - escupió ella, la voz quebrándose entre rabia y dolor - ¿Crees que no he intentado persuadirlo? Me he pasado la noche en vela intentándolo, y pasaré todo el día de hoy volviendo a intentarlo. Pero su corazón es más grande que cualquiera que navegue en este maldito navío. Está dispuesto a hacerlo por todos: por ti, por tu mujer… por tu hijo recién nacido.
La sangre de Yara hervía como una olla al fuego.
  • Nadie ha perdido más que yo en este viaje, Vihaan. No lo olvides jamás. Perdí al hombre que amaba… y ahora voy a perder al hijo que el destino puso en mis manos. Pero aun así - cerró los puños, temblando - por mucho dolor que me provoque, no tengo más opción que aceptarlo.
La puerta del camarote se abrió de golpe, de par en par. Grace irrumpió furiosa, encendida, con los cabellos revueltos y enmarañados, mientras los gritos de Maverick recién despertado llenaban el pasillo con una sinfonía desgarradora. Madre e hijo quebraron la discusión como un trueno que parte el cielo.
  • ¡Pues no lo aceptes, joder! ¿Pero qué diantres te pasa, Yara? ¡No te reconozco!
  • ¡¿Qué te pasa a ti?! - le devolvió el grito la santera - No entiendes nada. Piensas que puedes arreglarlo todo empuñando una espada y a base de darte cabezazos contra una pared. ¡Piensa un poco, por una vez en tu maldita vida!
  • ¡¿Pensar en qué?! ¿En lanzarlos a los tres al mar para que los engulla un monstruo marino? ¡Ni hablar!
  • ¡No es un monstruo marino, idiota! ¡Estamos hablando de un Dios!
  • ¡Un monstruo, un Dios o el maldito papa… me importa una mierda! ¡No voy a permitir que nadie muera sin luchar antes!
  • ¡Nos vas a llevar a todos a la muerte, pedazo de imbécil!
Vihaan intentó ponerse en medio, separándolas. Era como un dique de contención entre dos corrientes desatadas, chocando sin tregua. Podía sentir sus corazones rugiendo con furia, los arañazos cortando el aire, los gritos inundándolo todo. Los tripulantes se asomaban desde sus cabinas, contemplando la escena con un terror mudo. El miedo y la desesperanza se extendían como una niebla espesa.
  • Por favor… calmaos. Vamos… este no es el momento…
Pero sus palabras se perdieron como una gota en el océano. Grace avanzaba con la devastación del fuego, arrasándolo todo, reduciendo el miedo a cenizas. Yara respondía con la furia del mar embravecido, lista para ahogarlos a todos ante el destino que los encadenaba. Y antes de que Vihaan pudiera sostener aquella frágil estabilidad, Grace extendió el brazo impulsada por la rabia. Lo que debía ser un empujón, un simple acto de fuerza para imponerse a los gritos, acabó logrando justo lo contrario. No alcanzó a Yara. Su mano atrapó la concha de Yemayá, colgada del cuello de la santera, y la arrancó de un tirón.

El objeto místico cayó al suelo… pero no rebotó. No rodó. Descendió como si fuese una ancla colosal, pesada como un destino ineludible. Golpeó la madera con un estruendo seco, profundo, un ruido que cortó cada voz, cada aliento. Y entonces, Yara cambió.

En cuanto la concha abandonó su pecho, la yoruba pareció liberarse de un peso invisible. Sus hombros, siempre tensos, se hundieron primero… y luego ascendieron con un suspiro largo, casi dulce, como si por fin pudiera respirar después de días bajo el agua. Su cuerpo dejó de temblar y su postura se volvió ligera, casi ingrávida, como si flotara en un espacio donde la gravedad ya no dictaba nada. La furia que le ardía en los ojos se apagó lentamente, desvaneciéndose como brasas al viento. La preocupación, esa sombra que le había oscurecido el rostro toda la noche, se disipó también, dejando en su lugar una calma extraña, profunda, casi serena. Por primera vez desde que la concha la eligió, Yara parecía… ella misma.

Grace y Vihaan la observaron un instante, con esa claridad brutal que solo concede el miedo compartido. Comprendieron, sin necesidad de palabras, que la portadora del poder del mar cargaba con un peso demasiado grande para cualquier ser humano. Un peso que la estaba desgarrando por dentro.

Pero antes de que nadie pudiera articular una palabra, la santera se inclinó para recoger la concha de nuevo. Como un adicto vuelve a su pecado, una y otra vez, incluso sabiendo que aquello lo está matando. Su mano estaba a un suspiro de tocarla cuando Grace, movida por algo más fuerte que la razón, le soltó una patada tan seca y feroz que la concha salió disparada. Rebotó contra la pared, se deslizó por la cubierta y se perdió en la oscuridad de las entrañas del Red Viper.
  • ¡¿Qué demonios haces?! - gritó Yara, encarándola de nuevo, al borde de explotar.
La respuesta no fue un grito, ni una amenaza, ni una explicación. Fue un abrazo.

Grace la atrapó entre sus brazos como si fuera un oso furioso decidido a no dejar escapar a su presa. Un abrazo lleno de rabia, de miedo, de amor. Yara se resistió. Pataleó, empujó, gruñó; pero solo durante un instante. Su cuerpo tembló, su respiración se quebró… y entonces se destensó. Se aferró a Grace con la misma desesperación con la que alguien se agarraría a un tablón en mitad de un naufragio. Y las dos, arrastradas por algo más grande que su orgullo, rompieron a llorar juntas. Lágrimas de agotamiento, de pérdida, de terror y de alivio. Lágrimas que parecían, por un momento, calmar incluso al propio mar.
  • Déjame que te abrace… - susurró Grace, con la voz hecha trizas - Quiero sentir de nuevo a mi amiga, a mi hermana… aunque solo sea un momento.
Vihaan se apartó despacio, con esa sonrisa suya capaz de asomar incluso en los días más grises. Dio unos pasos hacia adelante y, con gestos suaves, fue apartando a los tripulantes que todavía observaban la escena, despejando el pasillo para que las dos amigas pudieran aferrarse la una a la otra sin miradas clavándose en su dolor. Poco a poco, los marineros fueron retirándose detrás de él, ascendiendo hacia la cubierta, listos o fingiendo estarlo, para afrontar un nuevo día bajo la sombra del destino.

Solo uno se detuvo antes de marcharse del todo.
Ngürü.

El Zorro que había vivido años encadenado a la fuerza mística del Weñefe; el único a bordo que sabía, en sus propias entrañas, lo que significaba cargar con el poder de los dioses y sobrevivir a ello. Se volvió un instante, contemplándolas en silencio: dos mujeres rotas, fundidas en un abrazo que no pedía permiso al orgullo ni al dolor. Y en sus ojos, por primera vez en mucho tiempo, se dibujó una chispa de comprensión… y de respeto.

Porque él, mejor que nadie, entendía lo que era quebrarse bajo un peso que ningún mortal debería soportar. Y entendía, también, lo que valía un abrazo así: un ancla, una tregua, un hogar en mitad de la tormenta.

Al salir al exterior, Vihaan alzó una mano para protegerse de la inmensa potencia del sol. Cerró un poco los ojos, acostumbrándolos a aquel resplandor insultantemente hermoso, y aun así sonrió. Porque en ese instante comprendió que la vida: caprichosa, burlona, infinita, no podía ser más irónica. El cielo, el hogar mismo de los dioses que los habían condenado, amanecía glorioso. Un sol radiante, un azul puro sin una sola nube en el firmamento, una brisa suave que empujaba al Red Viper hacia adelante como si el universo quisiera guiarlos con ternura.

Luego bajó la mirada hacia la cubierta: los marineros trabajando hombro con hombro, aprovechando ese regalo celestial para mantener el barco vivo, firme, decidido. Ninguno hablaba en voz alta, ninguno mencionaba lo que se cernía sobre ellos, ni lo que respiraba bajo la quilla. Era como si todos, sin excepción, hubieran elegido ignorar el peso de la amenaza y centrarse en lo único que aún pertenecía a los mortales: la acción.

Y al final bajó más la mirada, hacia el mar. No necesitaba asomarse por la borda para saber lo que se escondía. Lo sentía, como un rumor profundo en los huesos, como un latido oscuro esperando. Pero no era momento de otorgarle espacio a los malos augurios. No.

Era momento de pensar. De trazar. De conspirar contra el destino.
De preparar un plan que solo tenía un nombre posible: desafío.

El plazo concedido por los dioses era de tres amaneceres. El primero había servido para quebrarlos: para aterrorizar, para sembrar la desesperanza, para obligarlos a contemplar la sombra del sacrificio. Pero el segundo… el segundo debía ser diferente. Radicalmente diferente.

Había llegado el momento en que los humanos impondrían su voluntad.
Temerosos, sí. Insignificantes, sin duda. Pero portadores de algo que ni los dioses podían crear por sí mismos: la terquedad del espíritu humano. Esa llama diminuta y absurda que insistía en levantarse incluso cuando el destino ya estaba escrito con tinta divina.

Y Vihaan, mirando aquel mar que los quería devorar y aquel cielo que pretendía guiarlos, supo con absoluta claridad que ese amanecer no pertenecía a los dioses.

Le pertenecía a ellos.

El astrónomo llevó una mano a su collar místico, el Bandr Fylkis, el lazo del clan. Al rozar el ámbar sintió una vibración cálida, una seguridad profunda que se le ancló en el pecho. Era como si la tierra misma, su tierra, se reafirmara bajo sus pies, recordándole quién era y qué lugar ocupaba entre aquellos cuatro elementos que guiaban su destino.

Cerró los ojos un instante.

El fuego de Grace rugía y se retorcía, intentando reconciliarse con el agua de Yara, dos fuerzas opuestas destinadas a chocar, pero también condenadas a entenderse si querían sobrevivir. Del viento de Bishnu, nadie podía saber nada: aquel anciano era un misterio vivo, moviéndose entre los navíos como una brisa sin dueño. Un instante aparecía en la cubierta del Errante, y al siguiente lo encontraban en la bodega del Ifrinn. Y para cuando alguien se atrevía a preguntar cómo demonios lo hacía, él ya había volado a otro rincón, como si las reglas del mundo no le afectaran.

Vihaan inhaló hondo y abrió los ojos. Era su turno.
Su momento.

El instante en el que la tierra debía volverse firme para todos ellos.
El momento de mantenerlos unidos, de sostenerlos cuando todo temblaba, de trazar un plan capaz de desafiar el destino mismo.

Un plan que convertiría el segundo amanecer en el primero de su rebelión.
  • ¡Buenos días, Macfarlane! - saludó Vihaan, acercándose al timón con una sonrisa amable.
El escocés, al verlo, pareció despertar de un sueño profundo. Llevaba toda la noche al mando del navío, obstinado en que nadie lo relevase. Estaba agotado: guiaba el timón por mero instinto, como si sus músculos actuaran solos mientras su mente vagaba entre sombras.
  • ¿Dónde está la capitana? - preguntó tras un bostezo largo y ruidoso.
  • Está ocupada ahora mismo - respondió Vihaan, apartándolo con suavidad mientras tomaba el timón - Anda, ve a dormir un poco y recupera fuerzas. Vamos a necesitarlas.
El escocés no pudo negarse esta vez. La simple idea de tumbarse y cerrar los ojos era tan tentadora que empezó a caminar casi arrastrando los pies hacia su cabina, guiado únicamente por la promesa del descanso. Pero antes de descender por la escalera del puesto de mando, se giró un instante. Observó al joven astrónomo de pie, con el mentón alzado y su único ojo sano brillando con una determinación peligrosa. Supo que Vihaan tramaba algo. Y que iba a ser arriesgado. Pero también supo, sin saber por qué, que iba a funcionar.
  • ¡Halcón! - tronó Vihaan, como si hubiera sido capitán pirata toda su vida - ¡Avisa a nuestros hermanos del Errante y del Ifrinn! ¡Que tomen distancia!
El vigía asomó la cabeza desde la cofa, confundido al no oír la voz ni de la capitana ni del contramaestre. Pero obedeció. Con rápidas señales de bandera, transmitió el mensaje a Fred y a Caitlin. Las órdenes cruzaron en silencio la distancia, y los navíos hermanos comenzaron a separarse.
  • ¡Más lejos! - volvió a gritar Vihaan, aferrando el timón con fuerza - ¡Que se alejen hasta que la sombra no pueda alcanzarlos!
Halcón no entendía qué pretendía el astrónomo, pero volvió a dar la orden. Los dos barcos obedecieron, alejándose hasta volverse poco más que manchas borrosas en el horizonte.
Vihaan esperó, observando la distancia con la paciencia precisa de un calculador.
  • ¡¿Qué hay de la sombra?! - alzó la voz, mirando hacia el mástil mayor.
El vigía bajó la mirada hacia las aguas, sólo un instante… Y entonces lo vio.

El Eclipse del Mar flotaba bajo la quilla del Red Viper, adherido a ellos como una sentencia. En cambio, los otros dos navíos habían logrado escapar de su inmensa silueta, libres por ahora del coloso que los perseguía.
  • ¡Nos sigue a nosotros! - gritó el tuerto desde lo alto.
Vihaan asintió en silencio, clavando la mirada en el horizonte como quien mira a un enemigo al que, inevitablemente, tendrá que desafiar.
  • ¡Que no se acerquen! - ordenó con voz firme, casi solemne - ¡Que se mantengan atentos y preparados, pero que no se acerquen bajo ningún concepto!
Las órdenes fueron dadas, dejando que el Red Viper surcara el mar en soledad. El único blanco. Los únicos amenazados por la voluntad de Tangaroa. El primer paso para ser un buen estratega, pensaba Vihaan mientras apretaba el timón, no es atacar. Ni defender. Es conocer a tu enemigo. El viejo manuscrito de Sun Tzu del que Vihaan se había burlado en su juventud por ser “pura poesía de guerra”, resonó ahora con una claridad inquietante en su mente: “Si conoces al enemigo y te conoces a ti mismo, no debes temer el resultado de cien batallas.” Pues bien… ahora lo sabía.

Sabía exactamente a quién perseguía el coloso bajo la quilla. Sabía dónde iba a atacar. Y entendió por fin algo que ninguno de los demás había podido ver entre el miedo y la resignación: Tangaroa no estaba cazando a la flota entera. Solo estaba cazándolos a ellos. Al Red Viper. A la tripulación marcada por el destino.

Separar los navíos no era una huida: era una declaración. Un mensaje. Una provocación calculada. El Dios del Mar quería sangre, eso quedaba claro. Pero ahora, con la sombra del Eclipse del Mar pegada a su casco como un tiburón hambriento, Vihaan sabía por primera vez en qué tablero estaban jugando… y cuál sería el siguiente movimiento.

Bhagirath subió rápidamente hacia el puesto de mando, seguido por gran parte de la tripulación. Muchos observaban a la lejanía, donde los dos barcos hermanos seguían el rumbo marcado, ya fuera del alcance de la inmensa sombra que acechaba bajo el Red Viper.
  • ¿Por qué nos hemos separado, señor? - preguntó Bhagirath al acercarse a Vihaan.
  • Yo lo he ordenado… Necesitaba saber a qué nos enfrentamos - respondió Vihaan, seguro de sí mismo.
  • ¿No había quedado ya claro, amigo? - masculló Drake, con los brazos cruzados - Nos enfrentamos a la voluntad de los dioses. Y si ya teníamos pocas posibilidades antes, ahora que estamos solos… ¿qué demonios ganamos?
Vihaan lo miró fijamente. Y no tembló al responder.
  • Ahora sabemos que Tangaroa no pide tres almas en sacrificio, sino solo una.
El silencio se volvió denso, casi sólido, como una cuerda mojada tensándose entre los mástiles.
  • Y esa alma - continuó Vihaan - se encuentra en este navío.
  • Qué bien… - sonrió irónicamente Cortés - ¿Y quién va a ser el afortunado?
Yrsa dio un paso al frente sin dudar un instante. Todos la miraron con una mezcla de respeto y desconcierto. Había algo inquietante en aquella ansia de ofrecerse; como si dentro de aquel cuerpo enorme y musculoso habitara una criatura que no buscaba la gloria del combate, sino el descanso final. Una suicida disfrazada de guerrera.
  • No, Yrsa… - dijo Vihaan, negando con la cabeza - No vamos a ofrecer ninguna vida en sacrificio, por mucho honor que encuentres en ese acto de valentía.
  • ¿Y qué haremos entonces? - preguntó Aibori, más tensa que una vela desgarrándose en plena tormenta.
Vihaan enderezó la espalda, la voz firme, inamovible, como una roca clavada en mitad del oleaje.
  • Engañar a los dioses.
Un murmullo recorrió la cubierta, como un viento helado.
  • Llamad a todos. A cada uno de los nuestros. Que se presenten en cubierta - añadió -
    Dejad que el escocés descanse, pues se lo ha ganado. Y sobre todo, traed a Ngürü… porque… tengo una idea.
Todos lo observaron con recelo, como si un gesto mal calculado pudiera hacer caer la desgracia sobre ellos. ¿Por qué sonreía de aquella manera, tan sereno y seguro, cuando la muerte acechaba tan cerca? ¿Acaso había perdido la cordura? Cada uno sentía el peso de la sombra que se arrastraba bajo el Red Viper, y sin embargo Vihaan parecía danzar con ella, como si supiera algo que ellos desconocían.

Si tanto había aprendido de Sun Tzu, si había estudiado el arte de la guerra y la estrategia hasta los huesos, ¿por qué había decidido dividir las fuerzas de la alianza? La duda y el temor se extendieron como niebla entre la tripulación. Nadie se atrevió a moverse al principio. Tuvo que ser Bhagirath, firme y decidido, quien rompiera el silencio y llamara a cada uno a acudir a la misión que se les había encomendado.

Uno a uno, fueron en busca de los que aún no estaban presentes: los que trabajaban en cubierta, los que recién despertaban del sueño, y las que permanecían abrazadas en la intimidad del interior del navío. Todos fueron reunidos ante el portador del Lazo del Clan, y el murmullo de preguntas y susurros llenó el aire. Todos se preguntaban lo mismo: ¿por qué ahora el Red Viper navegaba tan alejado de la estela de sus compañeros?

La respuesta se escondía tras la mirada firme de Vihaan, y el miedo, la duda y la esperanza convergían en un instante cargado de tensión, donde la estrategia humana se enfrentaba a lo imposible.
  • ¿Qué diablos está pasando aquí? - preguntó Grace al llegar - ¿Se puede saber por qué Diego y el Perro han cambiado el rumbo?
Se abrió paso entre los que esperaban, apartando hombros, empujando cuerpos, mientras los rumores serpenteaban por la cubierta como un murmullo inquieto. Al llegar al frente, se encontró a Vihaan aferrado al timón. Sus miradas chocaron un instante, tensas, suspendidas en un silencio que pesaba como hierro.
  • ¿Qué estás haciendo, Vi? - preguntó ella, navegando entre la sorpresa y el fastidio - ¿Has sido tú quien ha ordenado que se alejaran?
  • Así es…
  • ¿Pero… por qué has hecho semejante estupidez?
  • No es una estupidez…
La voz de Yara irrumpió, pero ya no sonaba cargada de poder ni de furia. Era más humana, más ligera, como si un vendaval interno se hubiese calmado al fin. Grace se giró: la santera estaba apoyada en la borda, contemplando el océano que se extendía bajo ellos, vasto y ominoso.
  • La sombra solo sigue la estela del Red Viper - dijo sin apartar la mirada del mar.
  • ¡Correcto! - exclamó Vihaan.
  • No entiendo nada… - Grace se encogió de hombros.
  • Aquí nuestro amigo el astrónomo - se interpuso Drake, cruzándose de brazos - ha descubierto que los únicos condenados somos nosotros. Y además… dice tener un plan.
  • ¿Un plan? - preguntó Grace, clavando la mirada en Vihaan, afilada como un arpón.
  • Sí… uno arriesgado, como los que te gustan a ti.
  • Muy bien - Grace se cruzó de brazos - Oigamos ese plan.
Vihaan carraspeó, intentando aclarar una voz que llevaba horas encerrada entre pensamientos. Mientras otros habían pasado la noche en vela, maldiciendo su destino o temblando ante la sombra que surcaba bajo ellos, él había permanecido despierto con los ojos fijos en la oscuridad del techo, meditando una salida a la trampa que el destino les había vuelto a tender.
  • ¿Os suena de algo el Caballo de Troya?
  • ¿Caballos? - rió Cortés - Este hombre se ha bebido el entendimiento…
Las risas brotaron solas, limpias, como un respiro necesario en medio del ahogo colectivo. Incluso alguno relinchó en broma. Pero Grace levantó una mano, exigiendo silencio, con una curiosidad encendida en los ojos.
  • Sigue, Vi. Por favor…
  • Los troyanos vivieron asediados durante años - empezó Vihaan, elevando un poco la voz para que todos pudieran oírlo - Un enemigo superior, incansable, los estrangulaba día tras día. Pero no había forma de hacerles ceder, resistieron ataque tras ataque tras sus muros, durante largos nueve años y cuando los griegos ya no tenían más fuerzas para presentar batalla… hicieron algo inesperado. Algo que nadie habría imaginado.
Se apoyó en el timón, inclinándose hacia delante, como si compartiera un secreto peligroso.
  • Fingieron retirarse. Abandonaron la costa, dejaron atrás su campamento… y en la playa solo quedó un regalo. Un caballo gigantesco, construido con las sobras de sus navíos. Un tributo, decían, para los dioses del mar. Un símbolo de rendición.
Las miradas se tensaron. Nadie respiraba.
  • Los troyanos, fervientes creyentes en los dioses, cayeron en la trampa. Creyeron que la guerra por fin había terminado. Llevaron el caballo a su propia ciudad, orgullosos, celebrando su victoria… sin saber que en su interior viajaban los hombres más peligrosos del ejército enemigo. - Hizo una pausa estudiada - Y cuando las puertas se cerraron, cuando la ciudad celebraba, cuando la guardia dormía… los griegos salieron del vientre del caballo, abrieron las puertas desde dentro… y Troya cayó antes del amanecer.
Un murmullo inquieto se extendió. Algunos se removieron, otros fruncieron el ceño. Grace, sin embargo, no apartó la mirada de Vihaan. Él respiró hondo.
  • Los griegos ganaron porque engañaron a un enemigo más fuerte. Ganaron porque hicieron algo impensable. Porque se atrevieron a fingir debilidad para golpear justo donde dolía. - Se enderezó, y su voz se volvió grave, cargada de una determinación que encendía el aire - Ganaron porque no ofrecieron su muerte… ofrecieron una mentira. Y la mentira se convirtió en su arma.
El silencio que siguió fue espeso, expectante.
Vihaan entonces concluyó:
  • Si queremos sobrevivir, si queremos desafiar a Tangaroa… tendremos que hacer lo mismo. Engañarlo. Dejaremos que crea que va a cobrarse su precio. Que nos tiene donde quiere. Y cuando abra la puerta para reclamar su sacrificio…
Hizo un gesto con la mano, como quien revela una carta decisiva sobre la mesa.
  • Lo atacaremos desde dentro.
Al escuchar la historia del Caballo de Troya, la tripulación reaccionó como un solo cuerpo, pero con mil mentes distintas. Hubo quien abrió los ojos como platos, quien soltó un silbido incrédulo, quien frunció el ceño intentando conectar los puntos. Era como ver un viento nuevo recorrer la cubierta: un viento de dudas, sí, pero también de posibilidad. De rebelión. Por primera vez desde que Tangaroa los condenó, había algo parecido a un destello de esperanza.
  • ¿Estás diciendo que hagamos un caballo de madera enorme y lo lancemos al mar? - preguntó Cortés, absolutamente perdido.
  • No, idiota - río Aibori con afecto - es una… ¿cómo lo llamáis vosotros?
  • Una metáfora - intervino Isabella con una sonrisa suave, como quien enciende una luz en mitad de un túnel.
  • Exacto, una metáfora. Gracias - dijo Aibori - Lo que Vihaan quiere decir es que debemos hacerle creer que le ofrecemos un sacrificio… y cuando esa cosa lo engulla, matarla desde dentro. ¿Me equivoco?
  • No te equivocas… - Vihaan sonrió, tranquilo ante lo imposible - El plan es exactamente ese.
  • Esperad, esperad un momento… - Cortés empezó a sudar, claramente al borde del colapso - Porque no sé si lo he entendido bien. ¿Tu plan consiste en que uno de nosotros se tire al mar, deje que esa bestia lo trague… y luego haga que reviente en mil pedazos?
  • Más o menos… - respondió Vihaan, como si hablara de algo tan simple como cambiar una vela
  • ¿Y cómo diablos vamos a…?
  • ¡Bum-Bum! - gritó el propio Bum-Bum, levantando la mano como un niño orgulloso de saberse elegido.
  • Ahí tienes tu respuesta, Cortés - dijo Vihaan, casi riendo.
Pero Drake no reía. Lo analizó un segundo, dos, incluso tres, con los brazos cruzados y el ceño hundido.
  • El que se tire al mar morirá igualmente. Aunque active el explosivo, no podrá salir del vientre de la bestia. Es un suicidio.
  • Nadie morirá, amigo - contestó Vihaan con una seguridad tan feroz que hizo callar hasta al viento - Porque quien se lanzará al mar no será ninguno de nosotros.
  • No te sigo…
Vihaan no respondió. Solo alzó la voz:
  • ¿Dónde está Ngürü?
El murmullo se detuvo. Los hombres se apartaron. Y el brujo, envuelto en esa aura antigua, terrosa y salvaje que siempre lo acompañaba, dio un paso al frente para que todos lo vieran. Su sombra cayó larga sobre la cubierta. Y por primera vez desde que empezó la pesadilla, los más avispados sintieron que quizá, quizá, había un camino hacia la victoria. Un camino tan loco como peligroso. Pero un camino.
  • Dime, Zorro… ¿serías capaz de crear una copia de alguno de nosotros?
Ngürü frunció el ceño, genuinamente desconcertado.
  • No te entiendo…
  • Necesitamos fabricar algo con aspecto humano - explicó Vihaan, dando un paso adelante - Algo que se parezca a uno de nosotros lo suficiente como para que la sombra de Tangaroa crea que es un sacrificio. Y cuando ese demonio lo engulla…
  • ¡Bum-Bum! - exclamó el crío, incapaz de contener el entusiasmo ante la sola idea de hacer volar algo en pedazos.
  • No… - Ngürü bajó la cabeza, avergonzado - No comprendéis mis poderes. Yo puedo mutar, pero no puedo hacer que otros lo hagan. No está en mis manos.
Vihaan apretó los labios, frustrado, pero no vencido. Aquello ya lo había considerado. Como buen estratega que era había contemplado más de un camino. Podían intentar construir un muñeco de madera y trapos… aunque, en comparación con lo que buscaba, parecía una burla barata del ingenio. Iba a exponer su plan improvisado cuando una ráfaga de viento, tan brusca como juguetona, recorrió la cubierta. El aire se arremolinó y, como si hubiera sido invocado por su propio elemento, Bishnu apareció de la nada, sonriendo con sus ojos achinados y su bastón temblando entre los dedos.
  • Tenéis a Diego preocupado y a O’Driscoll blasfemando como si estuviera regando flores - rió -¿Se puede saber por qué los habéis mandado alejarse?
La tripulación le explicó la situación mientras él escuchaba sin perder detalle, cada arruga de su rostro dibujando atención, sabiduría y un extraño entusiasmo casi infantil. Cuando Vihaan terminó su explicación, remató con un suspiro:
  • …pero Ngürü no puede ayudarnos. Dice que solo puede transformarse a sí mismo, no a los demás. ¿Alguna idea, anciano?
Bishnu ladeó la cabeza… y sonrió.
  • El Zorro miente.
Silencio. Un silencio tan afilado que podría haber cortado cabo y jarcia. Las miradas se cruzaron de inmediato. Aibori abrió los ojos como si de repente comprendiera algo que siempre había estado ante sus narices. Cortés dejó caer la mandíbula. Drake soltó una carcajada incrédula, pensando que aquello debía ser una broma del anciano. Incluso Bum-Bum, que rara vez entendía las sutilezas, dejó de sonreír. Pero ninguna reacción fue tan intensa como la de Ngürü.

El brujo dio un paso atrás, su piel erizándose como la de un zorro acorralado. Sus pupilas se estrecharon, mostrando miedo, rabia… y una pena antigua, escondida bajo capas de silencio. Era la expresión de quien ve expuesto un secreto que nunca quiso compartir.
  • No… - murmuró, casi sin voz - No es así… No lo entendéis…
Pero Bishnu lo miró con la suavidad de quien sabe demasiado y lleva mucho tiempo cargando verdades incómodas. Y todos comprendieron que lo siguiente que dijera el anciano podía cambiarlo todo.
  • ¿Cómo dices? - preguntó Grace, alzando una ceja con esa mezcla de incredulidad y autoridad que usaba cuando algo no cuadraba.
  • Digo - repitió Bishnu, acomodándose el bastón entre las manos - que el zorro no dice la verdad, capitana. Puede controlar el poder de la transformación para que otros muten… pero es demasiado cobarde para hacerlo.
  • ¡Eh, saco de huesos! - estalló Yara, avanzando hacia él con pasos firmes - Eso no es justo. Ngürü ha sufrido toda su vida por culpa de esa sombra, por culpa de esto - señaló la botella de ron donde el Weñefe dormía atrapado - Y aun así está dispuesto a ayudarte… ¿verdad, brujo?
Ngürü no respondió. El silencio cayó sobre él como una marea pesada, hundiéndolo. Aún no había decidido qué hacer con la extraña petición de Bishnu, cuando ahora Vihaan exigía lo mismo.
  • Me acabo de perder, sinceramente… - murmuró Grace, frustrada - ¿De qué diablos estáis hablando?
  • Ahora no importa eso, capitana - rió Bishnu, como si todo fuese un juego privado del que solo él conociera las reglas - Es algo personal. Solo digo que tenemos un poder entre las manos que podríamos usar, pero no lo hacemos por miedo.
  • ¡No entiendes nada, viejo estúpido! - rugió de repente Ngürü.
Su cuerpo tembló, y la transformación se insinuó sobre su piel como un mal augurio. Su columna se arqueó, los músculos se tensaron bajo la piel, y por un segundo su silueta se expandió hasta convertirse en la sombra de un enorme lobo. Mandíbulas marcadas, orejas afiladas, garras que amagaban con salir. Un híbrido imposible: mitad hombre, mitad bestia. Algunos retrocedieron instintivamente: Cortés se llevó la mano al machete, Drake contuvo el aliento, incluso Aibori, educada para nunca hacerlo, dio un paso atrás.

Bishnu, sin embargo, ni parpadeó. Permaneció sereno, observando la amenaza como si ya la hubiera visto demasiadas veces.
  • Ya te dije - gruñó Ngürü, con la voz deformada por aquel eco animal - que no puedo controlar el poder del Weñefe. Liberarlo es una locura. Nos mataría a todos antes incluso de que pudiéramos defendernos. No está en mi mano dominar la oscuridad… ¡no está en la mano de nadie! No se puede luchar contra los dioses… estáis todos locos.
Yara fue la única que no retrocedió. Se acercó despacio, como quien se aproxima a un animal herido y asustado. Sus manos, cálidas y firmes, se posaron sobre los brazos tensos del brujo. La bestia dentro de Ngürü gruñó, pero el sonido se quebró apenas rozó la piel de la santera.
Como si el tacto de Yara apaciguara una tormenta interna, el cuerpo del brujo comenzó a desandar su monstruosidad: los músculos se relajaron, la espalda se enderezó, las sombras de garras se replegaron bajo la piel. Los ojos, antes salvajes, volvieron a ser los de siempre: cansados, temerosos, humanos. Yara sostuvo su rostro entre las manos, susurrándole algo que solo él escuchó, domando el mal que aún ardía en su interior.

Y mientras todo aquello sucedía, la capitana no apartó ni un segundo la mirada de Vihaan. Él seguía allí, firme, anclado al timón como si fuera una prolongación de su propio cuerpo, con aquella sonrisa extraña, casi desafiante, dibujada en el rostro. Lo sujetaba con tal seguridad que parecía que nada ni nadie podría doblegarlo. Grace pensó en el plan: era arriesgado, una auténtica locura en realidad, con más fisuras que el casco de un navío tras una brutal batalla naval. Vihaan pretendía engañar a los dioses, a esos seres que todo lo saben, que todo lo ven. Pretendía hacer estallar una bestia gigante desde dentro, sin saber si aquel monstruo era carne o divinidad. Y para lograrlo debían liberar el poder del Weñefe, aquella sombra oscura que no hacía tanto había intentado devorarlos a todos.

Y aun así, Vihaan estaba dispuesto a ello. A tomar todos esos riesgos sin saber siquiera si el plan funcionaría. Entonces Grace sonrió. Una llama antigua ardió de nuevo en sus pupilas.
  • Un plan arriesgado… - dijo con voz firme - Un enemigo inmenso del que apenas sabemos nada, enviado por un dios vengativo que exige nuestras almas. En medio de un océano sin tierra firme a la vista, donde Tangaroa es dueño y señor… y ante tal desafío, tan solo nosotros. Tan solo un puñado de diminutos humanos…
Todos la miraron. Algunos asustados. Otros nerviosos.
Pero quienes la conocían mejor sonrieron con ella, con su capitana. Con su hermana.

Yrsa aferró el martillo entre sus manos, los dientes apretados, con una alegría feroz ardiendo en sus ojos. Como siempre había deseado, volvería a mirar a la muerte de frente. Desafiar a un dios era, para ella, una perspectiva mucho más suculenta que ofrecerse en sacrificio.

Vihaan sintió el pecho estallarle, rebosante de amor y orgullo. Amaba a aquella mujer con la fe ciega de un devoto, y en algún rincón profundo de su alma, un rincón insensato, testarudo, sabía que si alguien podía guiarlos a la victoria, era ella.

Bhagirath se tensó, sereno como un acantilado ante la tormenta. Seguro, preparado para enfrentar cualquier desafío por grande o letal que fuera. Estaría ahí, como siempre. Fiel. Inquebrantable. Dispuesto a entregarse por los que amaba.

Las gemelas Akuma y Shinrei ya afilaban sus armas, sus miradas frías y el pulso relajado. Listas para cortar. Para hacer sangrar. Dos gotas de agua forjadas en el oficio de la muerte; impasibles, obscenamente tranquilas, como si ya estuvieran muertas y nada de este mundo pudiera afectarlas.

Bum-Bum, en cambio, brincaba de un pie al otro como un cachorrillo inquieto a punto de salir al parque. Sus manos temblaban de impaciencia. Solo esperaba la orden para bajar a su laboratorio a preparar otro explosivo que hiciera temblar los cimientos del océano.

Y Yara…

Ella tan solo la miró fijamente, negando con la cabeza pero sonriendo de oreja a oreja. Sabía que lo que Grace pretendía era un error monumental… pero también sabía que la seguiría hasta el fin del mundo. Grace buscó una respuesta en sus ojos, y la santera simplemente asintió.

Entonces la capitana dio un paso al frente, recta y altiva, sintiendo el peso de la historia respirarle en la nuca. Recordó las palabras de MacFarlane: había llegado el momento de golpear la mesa. De imponerse. De reclamar lo que era suyo, ganado con esfuerzo, con sangre y determinación. El momento de asumir por completo su papel en aquel navío lleno de locos suicidas.
  • Certeza de muerte. Mínima esperanza de éxito… - proclamó, dejando que el silencio descendiera sobre la cubierta como un manto sagrado - ¿A qué estamos esperando?
Continuará…
 
Vihaan es una mente brillante que siempre aporta algo bueno en un ejercito que va a combatir en una gran batalla.
Muchas veces es más efectivo la inteligencia que la fuerza y este es el caso.
Estoy seguro de que vencerán.
 
Vihaan es una mente brillante que siempre aporta algo bueno en un ejercito que va a combatir en una gran batalla.
Muchas veces es más efectivo la inteligencia que la fuerza y este es el caso.
Estoy seguro de que vencerán.
Hay que estar loco para desafiar a un Dios, pero más loco sería no intentarlo.
Se viene batallón de los grandes! jajaja
 
Capítulo 80 - La noche antes del último amanecer: El indómito espíritu de los mortales

El plan estaba trazado. Frágil como una cuerda húmeda, errático como un adolescente que no atiende a los consejos de los ancianos, imposible como una plegaria lanzada a un dios sordo… pero lo siguieron, llenos de dudas y escepticismo, sí. Pero lo llevaron a cabo, pues era lo único a lo que podían aferrarse. Si hubieran tenido más tiempo, unas horas, unos días, quizá Vihaan habría encontrado una alternativa mejor. Pero el tiempo es un lujo que los dioses no conceden a los mortales. Y Tangaroa, menos que ninguno.

La voluntad de quienes llevarían a cabo aquella locura era férrea. Hombres y mujeres que, incluso con el miedo mordiendo sus entrañas y la muerte mostrando su fantasmagórico rostro en la noche más oscura, habían decidido seguir adelante. No temían al destino. No temían el castigo divino. La conspiración de los hombres estaba lista para enfrentarse al orden celestial, para desafiar aquello que era inamovible desde la creación del mundo.

No había fe en sus corazones. Pues sabían, demasiado bien, que la fe era la moneda de los dioses, el tributo que los mantenía fuertes, intocables y eternos. En los corazones de la tripulación tan solo había una fría e insondable determinación: la del ser humano que, ante un destino aciago, no reza, no suplica, no pide perdón. Sino que alza el rostro hacia la tormenta y ruge con la furia de un león.

Mientras, desde sus tronos dorados y sus palacios celestiales, los Dioses reían y se mofaban de la estupidez humana. Pues incluso antes de que todo empezara, ya sabían que nada tenían que ganar. La historia lo recordaba en cada verso escrito desde los albores de la humanidad. Lecciones que debían servir de advertencia, leyendas que enseñaban que ningún humano puede desafiar al poder divino. Muchos lo intentaron, sí. Pero ninguno sobrevivió para contarlo.

Y es que la tripulación del Red Viper, no eran los primeros idiotas, ni los primeros valientes, que se habían atrevido a desafiar lo divino. En esta vida, por absurdo, insensato o suicida que parezca un acto, siempre hubo alguien que ya lo había intentado antes.

La historia recordaba a Prometeo, el Titán que tuvo la insolencia de robar el fuego para entregárselo a los hombres. Un gesto de rebeldía pura, pagado con un tormento eterno: encadenado a una roca de un acantilado, devorado una y otra vez por un águila que jamás se saciaba. Ese fue el precio de enfrentarse al dominio de los dioses, de poner en manos humanas un don prohibido.

Como olvidar a Phaethon, que cegado por la necesidad de demostrar su linaje, tomó las riendas del carro del Sol. Durante un instante brilló más que cualquier mortal… antes de sumir el mundo en el caos y ser fulminado por el rayo de Zeus. El castigo reservado a la ambición que se atreve a tocar el cielo con dedos humanos.

Niobe era un claro ejemplo también. Orgullosa en su maternidad, se comparó con la propia Diosa Leto, trayendo al mundo más hijos que ella. Y en respuesta, Apolo y Artemisa aniquilaron a toda su descendencia, dejándola petrificada en un llanto eterno. Un recordatorio espantoso de que la soberbia humana siempre termina en ruina.

Y qué decir de Arachne, la sublime tejedora que osó desafiar la destreza de Atenea. Su talento se volvió su condena. La diosa la transformó en una criatura horrible de ocho patas e innumerables ojos, destinada a tejer para siempre, deformada por su propio pecado. Otro ejemplo de que lo humano jamás puede superar lo divino sin pagar un precio atroz.

Pero no solo los griegos conocieron el filo de la cólera divina.

En la tradición judeocristiana, se narraba la historia de la Torre de Babel irguiéndose como un sueño colectivo, un intento de tocar el cielo con manos de barro. Dios la derrumbó desde dentro, confundiendo lenguas, rompiendo alianzas, disolviendo todo rasgo de unidad. Porque el orgullo de los hombres, cuando apunta al firmamento, siempre termina convertido en ruinas.

En la vasta Polinesia hablaban de Māui, el héroe que intentó robar la inmortalidad para su pueblo. Fracasó, atrapado entre las fauces de la diosa de la muerte. Murió sin alcanzar su propósito. Su leyenda recuerda que incluso quien nació semidiós puede perecer al intentar quebrar el orden divino.

En la antigua y llena de misterios Mesopotamia, Gilgamesh, rey entre reyes, cruzó tierras imposibles y enfrentó criaturas forjadas por los dioses. Pero al final, regresó sin la inmortalidad que buscaba. Volvió derrotado, cargando una verdad devastadora: ningún mortal escapa al límite impuesto por la creación.

E Ícarus… como no mencionar a Ícarus, el hermoso insensato que voló demasiado alto. El que con alas hechas de cera, se atrevió a rozar el sol, fascinado por su luz, antes de que el astro derritiera sus alas y cayera al mar como un pájaro roto. La tragedia de aquel que se acercó demasiado a lo prohibido.

Muchos lo intentaron antes que los valientes y desesperados del Red Viper. Todos buscaban lo mismo: desafiar lo imposible, birlarle una victoria al cielo. Y todos fueron castigados. Todos cayeron. Ninguno vivió para contarlo.

Esa era la herencia de la humanidad ante los dioses: un rastro de huesos, advertencias y derrotas. Y aun así… aun teniéndolo todo en contra, la tripulación de la Víbora Roja se preparaba para repetir la locura. Porque a veces, incluso sabiendo que el destino está escrito, el mortal no puede hacer nada más que levantarse, alzar la frente… y morder la mano severa que estrangula desde el cielo.
  • No seas tan ceniza Isabella - exclamó Grace - Ya nos enfrentamos a un Dios y seguimos aquí… vivos y enteros - proclamó con vehemencia, mientras ayudaba a Yara con los preparativos del ritual.
La yoruba alzó la mirada apenas un segundo. No dijo palabra; simplemente sonrió y volvió a machacar las raíces de ruda, cuyas hojas liberaban un aroma áspero y amargo, famosa entre los santeros por repeler aquellas fuerzas malignas que no pertenecen a este mundo.
  • ¿Enfrentarnos, capitana? - intervino Aibori sin detener el movimiento circular con el que mezclaba sal, arena y agua de lluvia en un cuenco de barro - Es una forma muy… optimista de describirlo, si me permites.
  • ¿Os enfrentasteis a un Dios, antes? - se interpuso Isabella, frunciendo el ceño junto a la amazona - ¿Lo decís en serio?
Las cuatro trabajaban hombro con hombro, bajo la luz oscilante de los fanales, preparando el ritual con el que Yara pretendía someter la sombra del Weñefe.
  • Así es - respondió Grace con una mezcla de orgullo y gravedad - Su nombre es Irdi Ruthon’en, el Portador de Calamidades.
  • Solo el nombre ya me hiela la sangre - murmuró la veneciana, vertiendo con cautela un último hilo de agua de lluvia en el cuenco.
Yara volvió a levantar la mirada, esta vez para supervisar la mezcla. Sus ojos se movían con precisión de cirujana, la mente enfocada, cada músculo en tensión contenida. Nada podía fallar. Ni un solo gesto. Ni un solo error.
  • Ya es suficiente, Isabella. No añadas más agua - indicó antes de regresar a sus hierbas - Podéis empezar con el círculo.
Aibori se incorporó despacio, sosteniendo el cuenco como si cargara una criatura dormida.
  • ¿De qué tamaño debe ser? - preguntó, observando los tablones de la cubierta bañados por el brillo plateado de la luna.
  • Grande… A Yara le gustan grandes - dijo Grace de repente, soltando una carcajada.
Yara le dio un empujón amistoso.
  • ¡Centrate, maldita sea, Grace! - exclamó divertida.
Luego colocó una vela encendida frente a la Amazona. La llama vaciló, temblando bajo la brisa nocturna, como si presintiera lo que estaba por venir.
  • Cuenta cinco pasos desde la vela - ordenó con voz firme - y traza un círculo. Con eso bastará.
    Y, sobre todo, Aibori… que quede sellado. No debe haber ni una sola fisura.
La amazona comenzó a delinear el círculo con una precisión casi ritual, mientras Isabella repasaba cada trazo, asegurándose de que todo quedara tal como Yara había ordenado. Aun así, no pudo evitar dirigir una rápida mirada a Grace; había demasiadas preguntas ardiendo en su mente. La capitana lo notó al instante y continuó hablando sin dejar de amasar, junto a Yara, hojas de romero, lavanda y salvia que desprendían un aroma denso, casi sagrado.
  • Era aterrador, Isabella - sonrió Grace - Era enorme. Tan grande que nosotros no éramos más que hormigas a sus pies. Un dedo suyo era tan grande como un archipiélago. Cuando movió la mano, agitó el mar entero. Y la pupila de su ojo… más ancha que el mismo sol.
  • Tampoco era tan grande… - se interpuso Yara, riendo sin poder contenerse.
  • Sí que lo era… era más largo que un día sin pan - contestó Grace, encarándola.
  • Normal que diga eso, capitana… - sonrió Aibori sin dejar de trazar el círculo sagrado - Después de encamarse con Mordisquitos, cualquier cosa le parece pequeña. ¿Verdad Yara?
Las risas estallaron repentinas y necesarias. Rugidos mortales perdiéndose en la inmensidad del mar eterno.
  • ¡¿En serio, princesa?¡ ¡¿Y tus modales?! - rió Yara con fingida molestia - Además… ¿Como demonios sabes eso? A ver…
Y mientras aquellas tres mujeres soltaban barbaridades sobre las cualidades del difunto guerrero. Isabella tragó saliva, imaginando aquella figura colosal, no la del miembro del africano, sino la del Portador de Calamidades. Una visión salida directamente de las pesadillas más primitivas de la humanidad.
  • ¿Y por qué demonios os enfrentasteis a él? - preguntó con los ojos muy abiertos, intentando hacerse escuchar por encima de las carcajadas.
  • Necesitábamos recuperar el Vorial Shaderth, el Hallador de Destinos - contestó Grace limpiándose las lágrimas con la muñeca.
  • ¿El qué? - insistió la veneciana, completamente perdida.
Grace soltó otra carcajada.
  • Tú y yo tenemos una conversación pendiente, amiga. Recuérdamelo cuando todo esto termine.
  • Será mejor que se lo cuentes ahora, Red. Porque cuando esto termine, lo más seguro es que estemos todos muertos - se burló Yara.
Grace le soltó un codazo, negando con la cabeza pero sin perder la sonrisa.
  • No vamos a morir - sentenció de pronto.
  • ¿Y cómo estás tan segura? - preguntó Isabella, realmente asustada.
Grace la miró directamente, sin temblar, sin parpadear, con una firmeza que hizo que la veneciana se enderezara sin darse cuenta.
  • ¿Deseas morir?
  • No… por supuesto que no.
  • Entonces no lo hagas. Es tan sencillo como eso.
Yara levantó la cabeza de golpe, como si una chispa hubiera encendido algo peligroso en su interior.
  • Entonces, mi capitana… - dijo con un tono de burla que no presagiaba nada bueno - ¿solo se trata de voluntad? ¿Eso dices? ¿Que podemos hacer que un Dios obedezca con solo desearlo?
Grace la miró confundida.
  • Pues sí, hermana. Tú lo sabes mejor que nadie.
  • Ya veo… - Yara se llevó la mano a la barbilla, evaluando, calibrando, sopesando ideas como si fueran acero al rojo vivo - Pues esta noche me lo voy a gozar, pienso abrirme de piernas, agarrar la cabeza enorme de ese Dios… y que me coma todo lo moreno con su celestial lengua.
Las risas estallaron con tal violencia que la cubierta entera pareció estremecerse. Grace cayó de espaldas, echando a perder la mezcla que había estado preparando con tanto esfuerzo. Yara la señalaba entre lágrimas, doblada de risa por su torpeza. Aibori tropezó llorando de risa y, en su caída, rompió de un pisotón el círculo de contención sagrado que acababa de terminar.

Isabella las observó en silencio, completamente inmóvil, como si el alma se le hubiera quedado atascada en la garganta. Aquellas mujeres, en plena antesala de la muerte, soltaban obscenidades sin filtro, blasfemaban sobre dioses y vaginas con una irreverencia que habría hecho enrojecer a cualquier sacerdote. ¿Cómo podían reír así? ¿Cómo podían burlarse de los dioses cuando la sombra misma de la muerte se cernía sobre ellas?

Por un instante creyó que estaban locas.
Locas, enfermas, febriles por el miedo o por la valentía. Algo roto o algo ardiente en ellas las hacía desafiarlo todo, incluso lo sagrado. Pero entonces sucedió. La risa la alcanzó como un virus, trepándole por el pecho hasta romperle la compostura. Primero fue un temblor en los labios, luego un suspiro ahogado… y finalmente una carcajada que la dobló en dos. No podía evitarlo, no quería evitarlo. Se dejó arrastrar por aquella locura luminosa, por esa irreverencia contagiosa que convertía el terror en algo casi dulce y agradable.

Y en medio de aquel estallido de risas, entre lágrimas y temblores, se reafirmó en un pensamiento feroz y sencillo: Si debía morir, quería hacerlo junto a esas mujeres indómitas. Riendo, blasfemando y desafiando al destino hasta el mismísimo final.

A lo lejos, un anciano las observaba con una serenidad que no pertenecía a ese barco ni a ese mundo. Apoyado en su bastón torcido, con los ojos cansados y la boca apestando a ron aguado, sonreía con la benevolencia tibia de un abuelo que contempla las travesuras de sus nietas. Las miraba con un cariño desbordado, incluso con cierta reverencia: tan jóvenes, tan vivas, tan salvajemente insensatas.

Cualquier otro anciano, en esa cubierta que olía a sal y muerte inminente, habría sentido envidia. Habría deseado ser una de esas almas desbocadas en lugar de la brisa mansa a la que la edad lo había condenado. Pero Bishnu no era ningún anciano cualquiera. Era distinto. Tanto, que ni siquiera él alcanzaba a comprender del todo qué era en realidad.

El don de entender cualquier lengua, bendición para muchos, maldición eterna para él; le había arrebatado la capacidad de hablar con claridad. Su boca se perdía en murmullos enredados, en palabras que nacían muertas. Solo el alcohol, quemando dentro como un pequeño sol oscuro, le concedía ratos de liberación. No obstante, incluso borracho desde el alba hasta el ocaso, Bishnu seguía siendo un abismo insondable: una vasija llena de secretos, tan honda que habría necesitado cien vidas para vaciarla.

Y sin embargo, lo sabía.
Sabía que el momento estaba cerca.
Porque ya había navegado ese río.

No una vez. Ni dos. Ni tres.
Lo había navegado infinitas veces, a través de vidas que no recordaba y destinos que no sabía si le pertenecían o si los había soñado.

El instante se aproximaba: el momento en que sería descubierto, en que todos verían lo que era en realidad, y no el disfraz cansado de un viejo borracho aferrado a un bastón. Sus ojos se posaron en Isabella, que reía para espantar el miedo, hermosa incluso en su temblor, astuta incluso en su vulnerabilidad. Y supo, con esa certeza que solo tienen los que han vivido mil veces, que sería ella quien lo desenmascararía.

No ahora.
Todavía no.
Pero faltaba muy poco.

De repente, un cuervo descendió desde la oscuridad del cielo como una sombra desplomándose sobre la cubierta. Sacando de sus pensamiento al anciano. Sus alas negras cortaron el viento en tres golpes secos, y al posarse, la madera crujió bajo sus garras negras. Durante un latido quedó inmóvil, observando a todos con esos ojos redondos y brillantes que parecían ver más de lo que debía.

Entonces su cuerpo tembló. Las plumas comenzaron a desprenderse como chispas oscuras.
Los huesos se retorcieron, quebrándose en una danza antinatural. Y la criatura se alzó, estirándose hacia una forma humana hasta que, donde antes hubo un ave, apareció Ngürü, cubierto por los restos de su propia metamorfosis.

Se acercó a Grace sin levantar demasiado la mirada, con ese andar sigiloso de quien carga con más peso del que muestra.
  • Diego ya está al tanto - murmuró - Y el Perro también… Listos para entrar en batalla, si llega el momento.
Grace asintió con firmeza y le dio las gracias.
Ngürü solo inclinó la cabeza. No sonrió. No podía.

Se quedó allí unos segundos, contemplando en silencio el ritual que las mujeres habían empezado a reconstruir: el cuenco, las hierbas, el círculo roto y vuelto a trazar. Observó las velas temblando, la mezcla derramada, las risas aún resonando en la madera. Todo aquello que no debería existir en un escenario de muerte inminente… y aun así existía.

Luego se dio la vuelta. Y empezó a caminar con pasos lentos, pesados, como si sus huesos fueran de ceniza. La cabeza baja, el espíritu aplastado por la certeza amarga de quien sabe que están a punto de cometer una insensatez monumental… y que no podrá detenerla. Pasó junto al anciano sin pronunciar palabra. Pero antes de alejarse, unos dedos huesudos, carentes de fuerza pero firmes como un ancla, se cerraron alrededor de su muñeca y lo detuvieron.
  • Perdona, Zorro… - murmuró Bishnu, con la voz gastada por el ron y los siglos - Siento de corazón lo que te dije antes…
Ngürü se quedó inmóvil. No levantó la cabeza. Su sombra parecía más grande que su cuerpo, pesada, oscura, doblándole los hombros. Cuando habló, su voz salió áspera, quebrada, como si las palabras le desgarraran la garganta.
  • No hace falta que te disculpes, anciano… - susurró, clavando los ojos en las tablas de la cubierta - No dijiste ninguna mentira. Soy… un cobarde.
Bishnu soltó un resuello, entre risa cansada y lástima.
  • Nadie puede ser valiente después de haber sufrido tanto, Zorro - respondió con suavidad, como quien revela una verdad antigua - El dolor no forja héroes… forja supervivientes. Y los supervivientes tiemblan.
Ngürü apretó los puños, las uñas hundiéndose en sus palmas.
  • Ojalá fuera como los demás… - murmuró - Decididos, valientes. Sin tanto miedo en el pecho.
El anciano negó con un gesto lento.
  • La valentía se confunde demasiado a menudo con la temeridad - dijo - Y hay ocasiones, solo unas pocas… en las que lo verdaderamente valiente es decir que no. Negarse no es sencillo, lo sé por experiencia. Pero a veces es necesario plantarse ante la locura aunque todos corran hacia ella.
Ngürü alzó la mirada, sin comprender. El ceño fruncido. Los ojos inquietos. Pensó, sin querer pensarlo, en lo que sabía. En la certeza oscura que pesaba sobre su corazón. Pensó: No funcionará. No puedo vencer al Weñefe. Los dioses no pueden ser engañados. No así. No por nosotros. Y sin embargo… no hacía nada. No detenía a Grace. No detenía a Vihaan. No gritaba la verdad. ¿Por qué? ¿Porque no podía? ¿Porque no debía? ¿O porque, en el fondo, había una parte de él… que quería creer en ellos, por muy absurdo que fuese su plan?

Bishnu lo miró como si pudiera ver el pensamiento formado antes incluso de que Ngürü acabara de tenerlo.
  • Yo no puedo hacerlo… no puedo detener la voluntad del hombre - dijo el anciano, casi en un susurro - No está en mi mano. Y aunque pudiera… tampoco serviría de nada. Lo que ya está escrito, Zorro, así debe suceder. Esa es la primera ley del mundo.
Ngürü tragó saliva.
  • ¿Entonces qué debo hacer yo…? - preguntó con un hilo de voz, como un niño perdido en la oscuridad.
El anciano sonrió con una ternura amarga.
  • Lo que tu corazón te diga. Nada más… y nada menos.
Le soltó la muñeca. Sus dedos huesudos se deslizaron como ramas viejas que por fin se rinden al viento. Luego Bishnu se giró y se alejó con pasos tambaleantes, apoyado en su bastón, encorvado, pequeño… y aun así, por un instante, Ngürü sintió que aquella figura débil contenía más poder que cualquier dios del océano.

El brujo quedó allí, solo, con el sonido del mar mordiéndole los oídos, mirando al anciano perderse entre las sombras de cubierta. ¿Por qué le había dicho eso? ¿Por qué ahora que todo estaba preparado? ¿Por qué jugaba con él, haciendo que dudara justo en ese momento? “No puedo detener la voluntad del hombre”, había dicho. Aquellas palabras resonaron dentro de sí como puñales envenenados. Ngürü sintió un escalofrío… Y entonces murmuró, casi para sí mismo:
  • ¿Quién demonios eres… anciano?
La noche siguió, sin detenerse, dejando que aquella pregunta se perdiera en el silencio de su oscuridad. Y así siguió hasta que todo estuvo preparado. Después de un sinfín de intentos frustrados, de humo acre levantándose por las escotillas, de chispas escapando como luciérnagas suicidas y explosiones que hicieron temblar hasta los huesos del Red Viper, Bum-Bum emergió finalmente a cubierta.

Salió con los brazos en alto, el pecho inflado y esa sonrisa salvaje que solo él era capaz de dibujar: la sonrisa del niño que había visto arder el mundo y quería verlo arder otra vez. Detrás de él, Yrsa apareció tosiendo humo, cubierta de hollín hasta las orejas, con mechones de su larga coleta chamuscados y la piel marcada por quemaduras recientes. Pero reía. Reía como una bestia satisfecha.

Bum-Bum corrió hacia Yara, dando pequeños saltos como si no pudiera contener el fuego que llevaba dentro.
  • ¡Mira, mira, mira! - repetía una y otra vez con la respiración acelerada.
Lo que traía en brazos era… inquietante. Hermoso, a su terrible manera.
Habían fabricado su obra a partir de un chaleco viejo, raído, con más agujeros que tela, como la piel de un marinero curtido por cien batallas. En su interior, fijadas con una ristra de correas de cuero endurecido, relucía una colección de pequeños frascos de vidrio.

Decenas. Quizás un centenar. Frascos cargados de una luz rojiza palpitante.
La luz del fuego. La luz de la explosión. La luz del Bum que daba nombre al niño.

Cada frasco parecía contener un corazón diminuto latiendo a un ritmo frenético, esperando romperse, estallar, desatar el caos para el que habían nacido. Un arsenal escondido en un chaleco para un sacrificio de humo y muerte.

Yrsa, orgullosa como una madre bárbara, lo había ayudado a montar el artilugio. A reforzar las costuras. A ajustar las correas. Y según ella, también a provocar “solo cinco explosiones accidentales”, que en realidad habían sido más de doce. Yara lo observó en silencio un breve instante, la risa apagándose en sus labios, sustituida por una ternura grave.

Ese chaleco era perfecto. Letal.
Y exactamente lo que necesitaban.
  • Es magnífico, pequeño mío - susurró, sonriendo con la suavidad que solo ella sabía tener - Perfecto.
Y, sin dudarlo, lo tomó de la cabeza, apartó un poco el pañuelo chamuscado de Bum-Bum y le plantó un beso en la frente ennegrecida. El niño se deshizo como una vela tierna bajo el contacto: se abrazó a ella con fuerza, con entusiasmo, con esa emoción incontenible de quien espera ver el mundo estallar por enésima vez.

Yara recogió el chaleco y lo dejó con cuidado junto al pequeño ratón que Kage había cazado en la bodega. El animalito, atrapado en una diminuta jaula, temblaba hasta el punto de hacerla vibrar sobre la madera. Sus ojos oscuros, redondos como gotas de tinta, miraban a su alrededor con un terror nacido del instinto, no del entendimiento. Sabía. Lo presentía. Ese destino rojo que palpitaba dentro de los frascos era su final inevitable.

Solo un ser vivo, por pequeño que fuera, podía engañar a Tangaroa. Y aquel ratón sería la chispa. El sacrificio. El primer latido del cataclismo. Pero antes, necesitaba transformarse en humano.
Necesitaba ser el Caballo de Troya del que Vihaan había hablado.
Y para ello, necesitaban al brujo, a Ngürü.

Pero… ¿Dónde demonios estaba?

Mientras todos lo buscaban entre hombres, mujeres y bestias, una antigua dama veneciana convertida recientemente en pirata subió al puesto de mando en busca de respuestas.
  • Grace me ha dicho que tú me contarías la leyenda de Kāmara y el Sundra-kalash.
Vihaan, todavía al mando del timón, la observó en silencio un instante.
  • ¿Dijo “leyenda”? - preguntó divertido.
Isabela dudó un momento, apoyándose en la madera del timón, justo frente a él.
  • Creo que sí… ahora me haces dudar - sonrió - ¿Por qué lo preguntas?
  • Porque no es una leyenda, Isabela - respondió Vihaan, con una sonrisa serena - Es una historia.
Y sin perder aquel gesto tranquilo, comenzó a narrarla. Lo hizo tal y como aquel anciano se la contó muchos años atrás, bajo la luz temblorosa de una hoguera. La historia que lo marcó para siempre, la que lo hizo dejarlo todo atrás, la que lo empujó a embarcarse en aquel navío de locos suicidas y navegar el mundo entero. La historia que lo trajo hasta ese preciso instante.

Le habló del principio de los tiempos, cuando solo existía Mahadya, el Gran Horizonte, señor de todo lo que es y será. Le reveló cómo de su aliento nació la tierra, y de sus lágrimas, el océano.
Cómo tomó por esposa a Suryani, dama del amanecer, y de su unión nacieron tres hijos:

Vraj, fuerte como la roca y severo como el monzón.
Amara, sabia como las aguas profundas y paciente como la marea.
Y Kāmara, joven como la espuma del mar, travieso como el viento caprichoso y capaz de conceder deseos a los mortales.

Isabela escuchó con los ojos abiertos, la luna reflejándose en sus pupilas como un espejo líquido.
Atendió sin cuestionar nada: la traición de los hermanos, que sellaron al joven dios del viento en un cofre arrojado al mar. No lo interrumpió, cuando Vihaan sostuvo el Bandr Fylkis en su mano, afirmando contener el poder de la tierra. Incluso cuando le contó sobre los otros artefactos divinos y las aventuras que habían vivido por recuperarlos. Ni tan siquiera alzó una ceja cuando él le confesó la misión que unía sus destinos.

Solo permaneció en silencio, como una discípula que recibe revelaciones antiguas.
Y cuando Vihaan terminó, cuando no guardó ya secreto alguno, ella siguió callada.
  • ¿Y bien? - preguntó el astrónomo, fijando en ella su ojo oscuro - ¿He satisfecho tu curiosidad?
  • No sé, Vihaan… hay algo que no me cuadra - murmuró Isabela, sin pestañear.
Él soltó una carcajada, negando con la cabeza.
  • No te preocupes… No serás la primera que cree que estamos locos.
  • No, no es eso… - respondió ella con seriedad - Si me lo hubieras contado hace unos meses, sin duda pensaría que eres un lunático. Pero desde que me embarqué en este navío he visto demasiadas cosas que no tienen explicación.
  • Entonces… - preguntó él sin apartar la mirada - ¿qué es lo que no te cuadra?
Isabela repasó mentalmente cada nombre, cada pieza de aquel rompecabezas de dioses impronunciables y traiciones fraterno-divinas.
  • Dijiste que el padre de todo es el éter…
  • Correcto.
  • Mahadya, ¿verdad? ¿Así se pronuncia?
  • Sí… el último elemento que vamos a liberar de su prisión.
La veneciana frunció el ceño, involuntariamente.
  • Y dijiste que ya habíais recuperado cuatro objetos divinos… El Vortial…
  • El Vorial Shardeth - corrigió Vihaan.
  • Eso, perdona - se disculpó Isabela - Ese sería el poder del fuego, ¿no? Representado por Suryani, la diosa del amanecer.
  • Exacto.
  • Luego está el collar que llevas puesto…
  • El Bandr Fylkis.
  • Que, si no me equivoco, sería el poder de la tierra. El poder de Vraj.
  • Veo que has prestado atención - rio Vihaan.
Isabela contó mentalmente, ayudándose de los dedos.
  • Luego tenemos el Èkó de Yemayá, el poder del mar, de la diosa Amara.
  • Eso mismo.
  • Entonces… - hizo una pequeña pausa, como si no le salieran los números - ¿qué hay del Mula… el Mulaaa…?
  • Mulakaboko. El poder del aire.
  • Eso es… el bastón de Bishnu, ¿verdad? ¡Ahí está lo que no me cuadra, Vihaan!
El astrónomo frunció el ceño, sin entender del todo.
  • Dices que vais tras el Sundra-Kalash - siguió ella - el cofre donde está encerrado Kāmara. Pero Kāmara es el dios del viento, ¿no es así? Y ya recuperasteis ese elemento. Entonces quien realmente está encerrado en ese cofre no es el viento, Vihaan… sino el éter.
Vihaan se tensó al instante. Un músculo en su mandíbula tembló, casi imperceptible, pero suficiente para que Isabela supiera que había dado en el blanco. Tenía razón. Había algo que no encajaba en aquella historia mil veces contada, mil veces repasada. ¿Cómo no había visto antes un detalle tan enorme? ¿Cómo había podido pasarlo por alto?
  • Kāmara… si realmente es el dios del viento, como me has contado… - la veneciana se acercó un poco más hacía él - ya lo habéis liberado.
Vihaan abrió su único ojo, desorbitado hasta el extremo.
  • ¿Puedes llevar el timón? - preguntó con urgencia.
  • Nunca he llevado uno, Vihaan, no sé si…
Pero él ya lo había soltado, empujado por la necesidad, sin darle opción a protestar.
  • Es muy fácil - dijo mientras se apartaba, a punto de echar a correr - Mantenlo recto y mira al horizonte. Y si te pierdes sigue aquella estrella de allí… ¡Ahora vuelvo!
Isabela lo sujetó rápidamente entre sus manos para que el navío no girara en seco. Observó, perpleja, cómo Vihaan se alejaba a toda velocidad por la cubierta, empujando marineros, sorteando cabos, desapareciendo entre las sombras del aparejo.

Mientras medio barco seguía buscando al brujo, Vihaan corría hacia una sola persona: el hombre más sabio que había conocido jamás. El anciano que siempre tenía respuestas. El único que, en ese instante, podía resolver una duda demasiado grande para seguir ignorándola.

Porque si él podía controlar el viento…
y el viento era Kāmara…
y Kāmara concedía deseos…

Vihaan sonrió sin poder evitarlo. Una idea más loca que la anterior brotando con fuerza, como un rio desbocado. Un plan nuevo y esta vez poderoso, impecable, sin una sola fisura, comenzó a tomar forma en su mente como un relámpago que lo iluminaba todo. Quizás aún hubiera esperanza, quizás y solo quizás, Bishnu guardaba un secreto que podría equilibrar la balanza a favor de los indomables humanos.
  • ¿Dónde se habrá metido ese maldito brujo? - gruñó Grace, avanzando entre las sombras de la bodega con una antorcha en la mano - ¡Ngürü! ¡Zorro!
  • De nada servirá buscarlo - dijo Akuma a su lado, con una frialdad que cortaba el aire.
  • ¿Por qué decir eso? - preguntó Yrsa desde el extremo opuesto, revolviendo sacos y cajas en la oscuridad.
  • No puedes encontrar a quien no quiere ser encontrado… - replicó Akuma - Ya escuchasteis a Bishnu: el brujo es un cobarde. No quiere enfrentarse a sus miedos.
  • ¡Tú equivocar, Akuma! - protestó la vikinga - Brujo ayudar. Yrsa estar segura.
  • ¿Ah, sí? Si tan segura estás… - Akuma ladeó la cabeza, clavando sus ojos afilados en Grace - Entonces dime: ¿por qué no lo hemos encontrado ya?
  • Quizás estar herido… o perdido… no saber… seguir buscando - insistió Yrsa, levantando un barril como si fuera un juguete, aferrándose aún a la esperanza.
  • ¿Insinúas que se ha ido, Akuma? - preguntó Grace, sintiendo que un nudo helado le recorría la espalda.
  • Tú lo viste igual que yo, capitana - susurró la japonesa, medio envuelta en las sombras - Cuando le pedimos ayuda no dijo nada. Calló y bajó la mirada. Y tú sabes muy bien el poder que posee. Quizá haya huido… o quizá siga aquí, escondido bajo la piel de cualquiera. Oculto como una rata asustada.
Grace apretó la mandíbula.
  • Espero, por el bien de todos, que no tengas razón… porque si es así… estamos perdidos.
  • No sé si la tengo o no - continuó Akuma, con aquella calma que inquietaba incluso a los hombres más curtidos - Pero sé lo que vi en sus ojos. Ya he visto esa mirada demasiadas veces. El miedo palpitando en el corazón del que teme morir.
  • ¡Capitana hacer pregunta! ¿No ser así? - gruñó Yrsa, levantando unos sacos de harina del suelo húmedo - Preguntar si brujo temer a muerte…
Akuma dejó escapar una sonrisa seca, cortante, como un filo rozando la piel.
  • ¿Y acaso contestó? ¿Lo recuerdas? Porque yo sí… - dijo sin pestañear - No hace falta que hagas memoria, grandullona. Ya te lo digo yo: no lo hizo.
Grace quedó inmóvil un instante, su rostro dividido entre la furia y el desgarro. Recordaba aquella pregunta, la que hacía a todos los que se unían a su tripulación. Recordaba haberla hecho. Pero no recordaba una respuesta. Y eso… la hizo temblar.

Sin el brujo, el plan de Vihaan no valía nada. Y la noche, exhausta, empezaba a desvanecerse.
El sol pedía paso, y esta vez no traía ninguna buena nueva. Solo calamidades.

En cubierta Vihaan iba de un lado a otro, como un loco, jadeando y con la mirada encendida.
  • ¿Habéis visto a Bishnu? - preguntó Vihaan, apresurado, acercándose a un grupo de marineros.
  • Creo que andas confundido, amigo - sonrió el Cuervo - A quien buscamos es al cambia-pieles, no al piel-arrugada.
  • No estoy de broma, Drake. Es urgente que lo encuentre. ¿Lo has visto o no?
  • Antes lo vi apoyado en el mástil, pero ya hace rato de eso.
  • ¡Maldita sea! ¿Dónde demonios se habrá metido?
Vihaan salió disparado, casi desbocado, con la urgencia prendida en los talones. No parecía una búsqueda: parecía una cacería. Corría como un lobo famélico que hubiera olido por fin el rastro de su presa. Drake lo observó alejarse y comprendió que algo muy serio lo estaba devorando por dentro.
  • ¡¿Quieres que te ayude a buscarlo?! - gritó antes de que Vihaan desapareciera en las entrañas del Red Viper.
  • ¡Sí, por lo que más quieras! - respondió él, cruzando el umbral de la puerta - ¡Y avísame al instante si lo encuentras, nos quedamos sin tiempo!
  • ¿Qué sucede? - preguntó Cortés, acercándose a Drake.
  • El anciano también ha desaparecido, por lo visto…
  • ¿Pero qué demonios pasa esta noche? - gruñó el español - Justo cuando el plan estaba listo, cuando por fin teníamos todo preparado… todo se va al carajo.
  • Quizá sean los dioses, compañero - suspiró Drake - Que desde ahí arriba se ríen de nosotros.
  • ¡Pues que rían, los muy condenados! - espetó Cortés, arremangándose la camisa - ¡Lo llevan claro si creen que nos vamos a echar para atrás!
Drake lo analizó de arriba abajo, con aquella media sonrisa burlona tan inglesa, tan propia de un hombre nacido para provocar. Para un inglés de cuna como él, los españoles eran exactamente aquello que estaba viendo: bajitos pero fieros, tercos como mulas, brutos y malhablados… y, aun así, imposibles de no respetar. Cortés encajaba en la descripción como un guante.
  • Anda, ayúdame a buscarlo… - dijo Drake, suspirando - ¡Vamos! Que está a punto de amanecer.
Y así, bajo la mirada impasible del firmamento, algunos empezaron a preguntarse si quizá los dioses sí se burlaban de ellos. Justo cuando más los necesitaban, las dos piezas esenciales para cualquier esperanza: Ngürü y Bishnu, se habían desvanecido del tablero como arrancadas por una mano invisible. Fue entonces cuando a más de uno se le heló la sangre: ¿y si allá arriba, más allá del velo de las nubes, más allá de las estrellas… habían escuchado cada palabra de sus planes?

Sin Ngürü, aquel primer plan, frágil y tambaleante como un barco sin quilla, no servía para nada. Sin Bishnu, el segundo plan, más osado, improvisado y desesperado; quedaba reducido a un sueño roto antes incluso de nacer. Hubo quienes pensaron que quizá debieron discutirlo todo en susurros, escondidos bajo cubierta, lejos de oídos divinos. Otros, más fatalistas, murmuraron que no habría servido de nada: pues los dioses lo ven todo, lo oyen todo, lo saben todo.

Y aun así… temiendo que todo había terminado, incluso antes de empezar…
Aun así… nadie bajó la cabeza.

Porque la sombra de los dioses era grande. Tanto los que miraban desde el cielo, sentados en tronos de oro bruñido; como los que acechaban desde las profundidades del océano, con la oscura silueta de Tangaroa meciéndose entre las olas. Pero su grupo, aquel puñado de humanos insignificantes, decidió que no sería suficiente para quebrarlos.

No se hundieron en lamentos. No maldijeron al destino.
Se acercaron unos a otros, hombro con hombro, como un solo cuerpo de carne y voluntad. Se ayudaron con más fuerza, buscaron con más empeño, y en la chispa de sus ojos ardió algo que ningún dios podía extinguir.

Los dioses exigían sumisión: rodillas clavadas en la tierra, rezos ahogados, cabezas inclinadas ante su poder eterno.

Pero aquel grupo de necios, obstinados y temerarios humanos…
solo deseaba una cosa.

Desafiarlos.

Continuará…
 
Si Bishnu es Kāmara, el dios del viento, escapar de la maldición de Tangaroa, debería ser más fácil. Siempre y cuando el viejo borracho acceda a ayudarlos sin recurrir a tener que cumplir un deseo, lo que llevaría con sigo una maldición a quien pida el deseo.
 
Si Bishnu es Kāmara, el dios del viento, escapar de la maldición de Tangaroa, debería ser más fácil. Siempre y cuando el viejo borracho acceda a ayudarlos sin recurrir a tener que cumplir un deseo, lo que llevaría con sigo una maldición a quien pida el deseo.
A veces me parece que tienes el don de la clarividencia, como una anciana gitana acariciando una bola de cristal.
O que eres un telepata, rollo profesor Xavier de los X-Men :ROFLMAO:

Lo admito... has visto el final.
Tan solo queda saber... el como.

jajajajaja

Un abrazo enorme.
 
Capítulo 81 - El tercer amanecer: ¡Maldecid conmigo a los Dioses, hermanos!

Amaneció como cualquier otro día. Como había amanecido antaño y como lo seguiría haciendo siempre. El hambre de los humanos, viva y voraz, dispuesta a morder y desgarrar el destino al que se negaban a someter. El hambre de los dioses, insaciable, deleitándose al ver cómo los mortales se estrellaban una y otra vez contra la misma maldita piedra. Y el hambre de Tangaroa… aquella sombra monstruosa bajo la quilla, más feroz que ninguna otra, aguardando el momento justo para engullir al Red Viper entero y no dejar alma viva que pudiera contarlo.

El sol emergió por el horizonte con una belleza traicionera. Primero, un filo dorado rasgó la oscuridad como la hoja de un cuchillo abriendo una herida en la noche. Luego, la luz se extendió lenta, silenciosa, encendiendo el cielo con tonos de fuego: naranjas abrasados, rojos intensos, un púrpura que parecía sangre diluida en agua. Era hermoso, sí, pero había en ello algo terrible; porque aquel tercer amanecer no solo traía luz. Traía un recordatorio. Un presagio. Una condena. Pero incluso así, el día avanzaría impasible, con el paso solemne de algo inevitable.

Y mientras el sol ascendía, majestuoso e implacable, su resplandor caía sobre el Red Viper como una sentencia de muerte escrita en oro. Para quienes lo contemplaban, aquel amanecer tenía el peso de un veredicto divino. El cielo ardía con la promesa de un destino del que no podrían huir. Y aun así, en aquella luz terrible, en aquel nuevo día que nacía para devorarlos… ellos se mantuvieron firmes.
  • ¿Qué demonios hacemos ahora? - preguntó Ren, con los ojos fijos en aquel amanecer que parecía abierto con un cuchillo llameante.
  • ¡Lo único que podemos hacer, poeta! - bramó Drake, acarreando una bala de cañón sobre el hombro, con una mirada tan enloquecida que parecía arder igual que el sol naciente.
Ren llevó la mano al crucifijo que colgaba de su cuello. Lo levantó con dedos temblorosos, dispuesto a besarlo y murmurar un padrenuestro que quizá nadie, ni en el cielo ni en la tierra, pensaría escuchar. Pero antes de que la fría plata rozara sus labios, un manotazo brutal le arrancó la devoción de las manos.
  • ¡Ni se te ocurra besar esa cruz, holandés! - estalló Cortés, encendido en furia - ¿Acaso le besarías el culo al comandante del ejército enemigo, antes de empezar la batalla?
Drake soltó una carcajada salvaje, tan fuerte que casi ahogó el golpeteo del oleaje contra el casco. Cortés, sin dejar de gruñir, cargaba más y más artillería hacia los cañones, como si quisiera desafiar al mismo firmamento a que los detuviera. El sol iluminó el rostro de Ren, marcando con un trazo dorado el miedo puro que lo atravesaba. Aun así, guardó el crucifijo bajo su camisa sucia y empapada de sudor, como quien esconde una duda, no una fe.
  • ¿Es que no le teméis a nada, malditos locos? - preguntó con la voz quebrada.
  • ¡Y tanto que sí! - rió Cortés, dejando caer una bala de cañón que hizo temblar la cubierta - ¡Temo que desaparezca la tierra y no quede taberna abierta donde emborracharme! ¡Temo bajar una mañana la mirada hacía bajo y ver que me han arrancado la verga! ¡Temo que desaparezcan todas las mujeres del mundo y solo me queden pechos peludos a los que aferrarme!
La tripulación estalló en risas, un rugido colectivo que tembló en el aire como un trueno impío. Drake reía cada vez más fuerte, casi doblado, a cada disparate que soltaba el español. Cortés se acercó a Ren, muy cerca, con la respiración acelerada, oliendo a pólvora, sal y pura insensatez. Entonces levantó un dedo al cielo… y escupió con todas sus fuerzas.
  • ¡Temo muchas cosas, holandés! - vociferó, con una sonrisa de condenado que ya no le teme ni a la soga - ¡Pero no a los dioses! ¡Porque no mandan en mi maldita alma y jamás dejaré que lo hagan! ¡Si nos quieren muertos, que bajen aquí ahora mismo! ¡Y así podrán besarme las pelotas!
La cubierta estalló en una locura sin freno. Las palabras de Cortés, como brasas encendidas, incendiaron los corazones de todos los que lo rodeaban. Las risas se tornaron en aullidos; los insultos se mezclaron con blasfemias tan viejas como el mar; maldiciones contra dioses, santos, espíritus y cualquier ser que se atreviera a escuchar desde lo alto. Algunos marineros golpeaban los barriles, otros chocaban las espadas unas contra otras, levantando chispas que parecían llamaradas invocadas del mismísimo infierno. El Red Viper se transformó en un animal desquiciado, un monstruo de madera y pólvora rugiendo contra el firmamento.

Ren lo observaba todo, paralizado. Sus manos temblaban, sus rodillas también. Sentía el corazón golpearle las costillas como un prisionero desesperado por escapar. Entonces, de pronto, entendió que ya no era solo él quien temblaba. El suelo bajo sus pies vibró, primero como un murmullo contenido… luego como un lamento profundo que ascendió desde las entrañas mismas del océano. La cubierta entera crujió. Las cuerdas, tensas, chirriaron como si fueran a reventar. Y los barriles rodaron unos centímetros, como empujados por un soplo imposible.
Algo…algo enorme, acababa de rozar la quilla. Y lo peor de todo, es que ya sabían que era.

Un estremecimiento recorrió el barco entero, un latido gigantesco que no pertenecía ni al viento, ni al mar, ni a los hombres. Ren sintió el golpe en los huesos, una vibración grave y poderosa, como si una montaña hubiera pasado lentamente bajo ellos, acariciando el casco con la indiferencia de un dios antiguo. Las risas se ahogaron. Los insultos murieron en las gargantas. Incluso el oxígeno pareció detenerse. Porque todos lo supieron al instante. Lo que respiraba ahí abajo era inmenso. Era invencible.
  • ¡Déjalo ya, Vihaan! - exclamó Grace, exhausta, mientras el temblor bajo sus pies le recorría la columna - No los vamos a encontrar… y ha llegado el momento.
  • ¿El momento de qué, Grace? - contestó él, sudado, exasperado - Sin ellos no hay plan, y sin plan…
No llegó a terminar la frase. El beso de ella lo cortó, lo enmudeció, lo atrapó por completo. Y cuando los labios se separaron, permanecieron un largo instante quietos, con las frentes apoyadas, los ojos cerrados, respirando el mismo aire tembloroso. Un segundo estremecimiento sacudió el navío, haciendo crujir la madera como si fuese un animal herido, pero ellos no se movieron.
  • No hay plan, mi vida - susurró Grace - No hay estrategia ni engaño… Solo nos tenemos a nosotros.
  • ¿Y Maverick? - preguntó Vihaan, aferrándose más a ella.
  • Está en el camarote, con Agnes. Me ha prometido que lo cuidará hasta que llegue el momento.
  • Ya lo sé… - murmuró él, evitando la mirada - No me refiero a eso, Grace. Me refiero a que… vamos a… que todos vamos a…
Grace le puso un dedo en los labios, imponiéndole silencio. No le permitió pronunciar aquella palabra. La más temida, la más cierta. Aún no había llegado el momento.
  • No lo digas. Aún no… - dijo con suavidad, pero firme - Aunque lo sepas. Aunque sea inevitable. Pues al fin y al cabo, todos caminamos hacia lo mismo, Vi… El final, es para todos igual, desgraciadamente… solo una cosa está en nuestras manos.
Él abrió su ojo, buscando los de ella.
  • ¿Cuál cosa, mi amor?
  • Cómo va a llegar… ese final.
Vihaan respiró hondo, intentando guardar aquel momento en su interior para siempre, aunque el fin estuviera tan cerca. Un tercer temblor atravesó el barco de punta a punta: instrumentos de cocina golpeando el suelo, barriles rodando por el pasillo, el casco del Red Viper gimiendo como si el océano lo estrujara. Desde el camarote llegó el llanto desgarrado de su hijo, y con él, los cantos dulces de Agnes intentando apaciguarlo. Desde cubierta los gritos de la tripulación, asustados y maldiciendo.

Vihaan la tomó entonces por las mejillas, acercándola todavía más, mirándola como quien mira el único fuego en mitad de la noche.
  • Lo haremos de la única manera que sabemos - dijo con una convicción que no tembló ni un instante - Mi capitana.
  • Con la frente alzada y los puños apretados - respondió Grace, ardiendo.
  • Con la mirada vacía y la garganta ardiendo… - sonrió Vihaan contagiándose de esa llama.
  • En medio de la tormenta y en la noche más oscura… - Grace se acercó más a él.
  • Sin miedo en nuestros corazones… - los labios entre ellos apenas separados.
  • Sin rendirnos jamás…
  • ¡Juntos!
  • ¡Juntos!
Dijeron al mismo tiempo. Se miraron solo un instante más, el último antes del vértigo del abismo. El último antes del fin. Y entonces se besaron.
Un beso salvaje, ardiente, desesperado, necesario; un beso que sabía a despedida y a desafío, a miedo contenido y a furia encendida. Todo el Red Viper temblaba a su alrededor, pero sus cuerpos permanecían firmes, anclados el uno al otro, como si aquel gesto fuera la única certeza que les quedaba en un mundo que se derrumbaba a su alrededor.

Cuando por fin se separaron, lo hicieron sin palabras. No las necesitaban.
A la vez, como si fuesen un solo ser dividido en dos cuerpos, desenvainaron sus espadas. El brillo del amanecer se coló por una de las ventanillas, reflejándose en el templado metal, convirtiéndolo en una promesa de resistencia, de lucha, de orgullo.

Se intercambiaron una última mirada, breve, feroz, profundamente humana, y echaron a correr hacia la escotilla. Subieron a cubierta hombro con hombro, las botas golpeando la madera que vibraba como un corazón desbocado. Afuera los esperaba su gente: sus hermanos, su familia, la única que habían elegido, lo único que amaban. Gritos desgarrados, rezos murmurados, blasfemias escupidas, lágrimas contenidas, valentías imprudentes… y entre todo ello, un calor que ningún dios podía comprender: el calor del vínculo, del “moriré a tu lado sin dudarlo”.

Grace y Vihaan se unieron a ellos. Sin vacilar, sin permitir que el miedo les cambiara el paso.
Dispuestos a morir de pie. Siempre fieros. Siempre obstinados.
  • ¡La bestia asomaaaaa! - el alarido del Halcón desgarró el Pacífico entero, un grito que pareció partir el amanecer en dos. No era el aviso de un hombre tuerto: era el rugido de un profeta anunciando el fin de los tiempos.
Grace vio cómo las caras a su alrededor se desencajaban, cómo los ojos de sus hombres se abrían de horror ante el mar que, con un bramido abismal, estaba pariendo algo monstruoso. Algo tan antiguo como el mundo. Tan oscuro como el abismo mismo.

Y no dudó.

Se aferró a un cabo suelto del palo mayor, trepó con la agilidad de un animal salvaje y saltó sobre un barril, elevándose por encima de todos ellos. Su figura se recortó contra la luz sangrante del amanecer. Su pelo rojo como la sangre ondeando al viento, su mirada ardiendo en una llama incandescente.
  • ¡Veo que este precioso amanecer… ha reunido en cubierta a los más distinguidos piratas!
Su voz reventó el aire. No era melodiosa. No era dulce.
No era la voz de un ángel, ni de una madre, ni de una mujer.
Era un trueno, un incendio incontrolable hecho carne. Una voz que los había arrastrado a la batalla una y otra vez, que los había conducido a la victoria incluso cuando parecía imposible. La voz que ni los mismos dioses osaban acallar.

Las cabezas se giraron hacia ella, todas de golpe, al instante, como si por un breve momento la bestia que surgía del mar dejara de existir.
  • ¡Rodrigo Cortés! - rugió la capitana, señalándolo con la espada.
  • ¡¿Sí, mi capitana?! - contestó él, ya riéndose, como si la muerte que se alzaba bajo el barco le pareciera una vieja conocida.
  • ¡Sigue maldiciendo como hace un momento, porque los dioses no te van a llevar con ellos esta preciosa mañana!
  • ¿¡Y como está tan segura de ello, mi capitana?!
  • ¡Porque saben que si subes ahí arriba, español… les vaciarás su celestial bodega antes de que cante el gallo, maldito borracho pendenciero!
La cubierta estalló en carcajadas. Carcajadas brutales, nerviosas, salvajes, como un manantial que brota antes de que la tierra se rompa en dos. Cortés reía también, recibiendo golpes afectuosos y empujones, asintiendo como si aquella sentencia escupida al viento, fuera lo más cierto que jamás había escuchado.
  • ¡Aibori! - llamó Grace, girando la cabeza con la espada todavía en alto.
  • ¡Aquí estoy, capitana!
La amazona dio un paso al frente. Erguida. Perfecta. Firme como una estatua de hierro. Una mujer hecha de cicatrices, batallas y un dolor silencioso que nunca conseguiría doblegarla.
  • ¡Digna hija de Tierde, reina de las amazonas! ¡Shar Keleth te tenga en su gloria, princesa guerrera! - tronó Grace - ¡Sé lo que has sufrido, hermana! ¡Sé que cada día que pasa deseas volver a abrazar a tu amado hijo!
Aibori no tembló. No apartó la mirada. El viento del amanecer hizo vibrar su melena negra, y las dos espadas cortas en sus manos parecieron iluminarse.
  • ¡Pero Briede tendrá que esperar un día más! - continuó Grace - ¡Porque hoy, no es el día que sentirá de nuevo el cálido abrazo de su madre… no! ¡hoy sentirá ORGULLO! ¡El mismo orgullo que siento yo ahora mismo al saber que lucharé y moriré a tu lado!
La amazona apretó las empuñaduras, alzando el mentón con orgullo. No soltó ni una lágrima, pues las guerreras no lloran. No habló, pues las amazonas no necesitan de palabras. Ellas solo luchan. Luchan hasta el final. Sin retiradas. Sin rendiciones.
  • ¡Akuma, Shinrei!
Las dos gemelas alzaron la vista apenas un instante. Ojos de obsidiana, fríos, insondables. Fantasma y Demonio. Sombras con forma humana.
  • ¡Después de tanto tiempo navegando a vuestro lado…! - Grace hizo una pausa dramática, una sonrisa desquiciada iluminándole el rostro - ¡y aún sigo mirando debajo de la cama cada noche antes de acostarme!
  • ¡Doy fe de ello! - rió Vihaan a su lado.
Las carcajadas estallaron de inmediato. Espadas alzadas al cielo, botas golpeando la madera, risas que no pretendían ahogar el miedo, sino que lo conseguían.
  • ¡Y si habéis conseguido que la capitana más furiosa de los siete mares tiemble cada noche como una ‘ni-ñi-ta tem-blo-ro-sa’! - Grace cambió el tono de voz, agitando las manos imitando a una criatura asustada, provocando otra oleada de rugidos y risas - ¡No os costará demasiado, hoy, atormentar a ese maldito Dios!
Akuma inclinó la cabeza con la elegancia de un verdugo. Shinrei pasó la piedra de afilar por su katana con una precisión casi religiosa. Yrsa, a su lado, reía como si el propio Valhalla se abriera sobre sus cabezas. Grace la apuntó con su arma.
  • ¡Yrsa Kaldhamar! ¡Hija de Svalbard! ¡Furia del Norte! - Grace alzó la cabeza, con orgullo - ¡Óðinn sér þik af himni. Valkyrjur bíða endurkomu þinnar. Heiðra þú goðin, systir. Djarfleikr þinn skal aldri glatast!
Yrsa se quedó petrificada. Los ojos abiertos. La boca medio entreabierta.
Por un momento no supo si quien había pronunciado esas palabras era su capitana o el mismísimo Thor que había descendido a cubierta envuelto en rayos.
  • ¡¿Tú hablar Norse?! - exclamó, incrédula.
  • ¡Tus fieros compatriotas me enseñaron! - rió Grace - ¡Pero no te hagas ilusiones, hermana… solo tuve tiempo para aprenderme esa frase!
Las risas volvieron a estallar, aún más fuertes. Yrsa, profundamente conmovida, llevó un puño a su pecho, golpeándolo con orgullo. El sol naciente encendía su piel blanquecina, haciéndola parecer una guerrera forjada en el fragor de un amanecer eterno.
  • ¡Bhagirath Patil! - Grace tuvo que detenerse un momento, la voz quebrándosele por pura emoción - ¡Recuerdo muy bien el día en que nos conocimos, mi bigotudo amigo!
  • ¡Y yo también, mi capitana! - sonrió Bhagirath - ¡¿Cómo olvidarlo?!
  • ¡No empezamos con buen pie, lo reconozco! - Grace abrió los brazos como quien se rinde ante la evidencia - ¡Pero no te guardaré rencor jamás, mi fiel amigo! ¡Eres sustento, eres pilar, eres refugio, eres hermano y lealtad! - Hizo una mueca, llevándose un dedo al ojo. - ¡Y no voy a seguir, porque me pondría a llorar aquí mismo!
Bhagirath escondió una lágrima, inclinando la cabeza en un pequeño gesto de gratitud que decía más que cualquier palabra.
  • ¡Bum-Bum! - gritó entonces Grace, mirando al muchacho - ¡No voy a hablar en tu idioma, porque, maldita sea, me mordería la lengua al intentarlo!
Las carcajadas estallaron de inmediato, cálidas, estruendosas, vibrando en el aire. Otro temblor sacudió el Red Viper, inmensamente más fuerte que los anteriores. Pero la risa, la adrenalina y la cercanía del final lo apagaron todo: nadie, ni uno solo, lo sintió.
  • ¡Hace dos días, en esta misma cubierta, demostraste lo grande que eres, por enésima vez! - Grace señaló al chico con una mezcla de orgullo y feroz admiración - ¡Aunque no nos llegues ni a la cintura, eres más grande que cualquiera de los que estamos hoy aquí presentes! ¡Eres un orgullo y una bendición para todos nosotros! - Alzó la barbilla, como si proclamara un título real - ¡Y si salgo de esta con vida, me aseguraré personalmente, de que todo el mundo sepa que en el Red Viper navegó el niño con más pelotas que haya existido jamás!
Bum-Bum levantó la vista hacia Yara. Aunque no hubiera entendido casi nada, su sonrisa brilló como si acabara de recibir el tesoro más valioso del mundo. La santera comenzó a traducirle, pero Grace la llamó con un gesto brusco, urgente.
  • ¡Yara Adeyemi! ¡Mi hermana! ¡Sangre de mi sangre! - Y cuando pronunció aquello, Grace levantó aún más la barbilla, irradiando un orgullo feroz, un amor irracional - ¡Solo tú y yo sabemos lo que hemos tenido que pasar para llegar hoy aquí! ¡Nos hemos abrazado tantas veces como nos hemos peleado! ¡Nos hemos amado y odiado! ¡Hemos superado obstáculos toda la vida! - Alzó la mano hacia ella, temblorosa, vibrante - ¡Y aquí estamos, otra vez, hermana… otra vez al borde del abismo!
  • ¡No te pongas sentimental y acaba de una vez, pesada! - gruñó Yara, haciendo aspavientos, mientras las risas no se apaciguaban - ¡Si sigues hablando, el maldito Tangaroa se va a largar del aburrimiento! ¡Y hemos venido a luchar, no a escuchar sermones! ¡¿No es así, compañeros?!
Los gritos resonaron de nuevo en cubierta, furiosos, rabiosos, cargados de electricidad. Las dos amigas se quedaron un instante en silencio, respirando la misma llama, las dos igual de encendidas. Un vínculo tan férreo que no necesitaba de bonitas palabras.
  • ¡A los más nuevos: Ren, Drake, Isabella! - Grace los señaló con la espada, uno por uno - ¡Me habéis enseñado algo muy importante, aunque no seáis conscientes de ello! ¡Me habéis enseñado que un enemigo puedo ser un aliado! ¡Me habéis enseñado a confiar, a ver más allá de los vestidos y de los tatuajes! - Tomó aire, con la voz temblándole de una verdad que la desbordaba - ¡Me habéis regalado una gran lección, amigos! Que incluso en los polos más opuestos… uno puede encontrar a un hermano!
Grace bajó el sable, lista para pronunciar el discurso final, el rugido que encendería todos los corazones y los arrojaría de lleno a la batalla. Pero entonces, desde su espalda, tronó la voz áspera y bruta de un escocés.
  • ¿¡No se olvida de alguien, capitana!? - rió MacFarlane, aferrado al timón.
Grace se giró para verlo. La tripulación entera se puso de puntillas, apoyándose unos en otros para distinguirlo, con sonrisas de oreja a oreja, preparados para escuchar la barbaridad más blasfema que pudiera salir de su boca. Pero, de repente, otra voz estalló desde la cofa.
  • ¡Cállate, loco escocés! - gritó Halcón - ¡A mí tampoco me ha nombrado y no voy proclamándolo a los cuatro vientos como un niño huérfano y necesitado de atención!
Las carcajadas partieron el cielo. La capitana estalló, todos estallaron. Mientras el tuerto y el contramaestre se lanzaban insultos y réplicas a pleno pulmón, Grace se tomó un instante para mirarlos a todos. Una última vez. Tan fieros, tan felices, tan unidos. Entonces volvió a gritar, y su rugido brotó como si lo escupiera el propio mar.
  • ¡Gallagher, Maddox, Hernando, Santiago…! ¡Todos los que estáis hoy aquí en cubierta y todos los que antes murieron sobre ella! ¡Quiero que sepáis algo: os quiero como a hermanos! ¡Sois mi familia, y no quiero otra, JAMÁS! ¡Os veo ahora, de pie, riendo como malditos locos! ¡Una vez más, aquí, desafiando a la tiranía! ¡Y os juro por mi propio hijo que no podría sentirme más orgullosa!
Los cuerpos se tensaron. Puños apretados. Mandíbulas crujiendo. Todos dispuestos a luchar, todos dispuestos a morir.
  • ¡Que el mar recuerde vuestros nombres, valerosos guerreros! ¡Y si de verdad os consideráis mis hermanos… si de verdad me amáis como yo os amo a cada uno de vosotros…!
El barco crujió de nuevo, casi volcándose, cuando una figura inmensa emergió de la superficie.
  • ¡Solo tenéis una opción! ¿¡SABÉIS CÚAL ÉS!? - bramó Grace con toda su furia.
La sombra del mar se elevó tanto que el sol desapareció tras ella. Y en medio de la oscuridad, con la muerte tan cerca y tan real, todos gritaron al unísono:
  • ¡MUERTEEEEEEEEEE!
  • ¡MUERTEEEEEEE! - rugió Grace con ellos, saltando a cubierta.
Se lanzaron a la batalla como un cometa incandescente, mientras los cañones destrozaron sus tímpanos y el Red Viper temblaba bajo sus pies, donde cada madera crujía como si el barco mismo suplicara clemencia. La sombra que emergía del mar era imposible de abarcar con la vista: un monstruo colosal, cuya silueta difusa eclipsaba el sol. Su boca era un abismo interminable, repleta de dientes como cuchillas, blancos y relucientes, apuntando en todas direcciones. La garganta parecía un pozo sin fin, negro como el vacío, profundo y oscuro, capaz de engullir todo a su paso.

El rugido sobrenatural de la bestia retumbó en el aire, atravesando el horizonte como si el mundo mismo temblara. El viento y el olor a mar se mezclaban con la pólvora de los cañones y el humo que ascendía en columnas negras desde cubierta.
  • ¡Más fuego a los cañones, malditos! - gritaba Macfarlane, con los ojos desorbitados y la voz desgarrada - ¡Que ninguno quede quieto, que los cojones tiemblen, quiero que esta cubierta sea el infierno en la tierra!
Explosión tras explosión retumbaban como truenos desatados. Cada proyectil lanzado silbaba y se perdía en la boca de aquel abismo vivo, mientras la masa de dientes se cerraba y abría con un chasquido atronador, como si el mismo océano los hubiera puesto enfrente suya para ser devorados.
  • ¡A babor! ¡A babor! ¡No dejéis que nos alcance! - Grace corría entre los cañones, esquivando las dentelladas, saltando sobre la cubierta que temblaba como un animal herido - ¡Cuidado! ¡Cuidado con la mandíbula! ¡Luchaaaad!
Cada mordida del monstruo hacía vibrar el Red Viper, astillas volaban por el aire y los gritos de la tripulación se mezclaban con los rugidos del mar. El caos era absoluto: hombres y mujeres disparando, esquivando, gritando, celebrando la vida y desafiando la muerte al mismo tiempo. La luz del sol apenas llegaba hasta la cubierta, escondida tras la sombra negra que parecía tragarse todo lo que tocaba. El Red Viper se movía como una extensión del instinto de supervivencia de su tripulación: zigzagueando, balanceándose sobre las olas, mientras la boca del monstruo se cerraba con un golpe que hacía temblar la madera. Y en medio del caos, Macfarlane seguía firme al timón, blasfemando, gritando, esquivando los dientes que querían devorarlo, con la locura y el valor en cada poro de su ser.

El amanecer había sido hermoso; ahora era el principio del fin. Un combate que nadie podría olvidar jamás, en el que el océano mismo se convirtió en una arena de dioses, monstruos, y la valentía humana midiéndose a dentellada limpia.
  • ¡Los cañones no sirven de nada, capitana! - Gritó Drake tapándose los oídos mientras la artillería no dejaba de escupir - ¡Necesitamos más potencia de fuego!
Grace alzó la cabeza, rápidamente, sin perder tiempo.
  • ¡Halcóooon! ¡Da la señaaaal! ¡Ahoraaaaa! - gritó con todas su fuerzas.
El vigía dejo el mosquete apoyado en la cofa, mientras Gipsy se apuraba en recargarlo. Alzó las banderas con urgencia, ondeando al aire con la esperanza que su grito de auxilio fuera escuchado. Y como no pudo ser de otra forma, la Alianza de las Tres Banderas respondió.
  • ¡Ya era hora, maldita sea! - rugió el Perro - ¡Desplegad las velas, preparad los cañones cachorros! - Rugió como un perro rabioso - ¡La guerra nos llama una vez más a bailar y no vamos a despreciar la oferta de tan bella dama!
Grace miró hacía atrás y por un instante la furia en su mirada se transformó en una sonrisa amplia, feroz y orgullosa. El loco irlandés hacía acto de presencia, con su galeón inmenso, el Madra Ifrinn, surcando sobre las olas como un coloso dispuesto a vomitar fuego, mientras a su lado, la elegante fragata del Español Errante, se movía con precisión salvaje, cada cañón apuntando con hambre de destrucción.

Los cañones escupieron fuego y pólvora en sincronía perfecta, la madera del Red Viper vibraba con cada explosión. El estruendo retumbaba en el aire como un trueno divino, mezclándose con los gritos de la tripulación y los rugidos sobrenaturales del monstruo que se debatía entre la furia y el dolor. El agua del mar estallaba en columnas gigantescas, salpicando a todos los presentes, golpeando la cubierta con fuerza, como si el océano mismo participara en la batalla. Cada disparo era un golpe sobre la sombra negra del monstruo, que retrocedía, tambaleándose, incapaz de soportar la potencia combinada de los aliados. La boca abismal se abría con furia, mostrando hileras de dientes inmensas y afiladas, mientras olas colosales chocaban contra su cuerpo, arrancándolo del agua y azotándolo como a un juguete desobediente.

Grace levantó la espada al aire, apuntando a la bestia, la voz rugiendo entre el caos:
  • ¡Este es nuestro mar, Tangaroa! ¡Y no no podrás evitar que lo navegamos, ni hoy, ni nunca!
Los tres navíos llenaron el aire de pólvora y destrucción, disparando metralla, bombas incendiarias y balas de cañón con precisión letal. Cada impacto retumbaba en la sombra de Tangaroa, haciendo que retrocediera, incapaz de resistir el fuego concentrado. La bestia, sobrepasada por la destrucción, se hundió buscando la protección del mar, levantando olas gigantescas que amenazaban con tragarse la cubierta, pero el Red Viper y sus aliados no flaquearon. Los gritos de la tripulación se elevaron por encima del estruendo: carcajadas, maldiciones, órdenes, cantos de guerra y rugidos desaforados. Cada hombre y mujer, cada alma viva a bordo, se sentía dueño de la tormenta, de la batalla, del mar mismo. Y Grace, en el centro de todo, sonrió de nuevo, orgullosa, porque aquel día, juntos, habían convertido la furia de un dios marino en un espectáculo de coraje humano.
  • ¡Todo a estriboooor! - rugió Halcón desde los cielos - ¡Nos ataca desde abajo!
La bestia abrió sus fauces abismales de repente, un pozo oscuro y sin fin que parecía devorar el océano entero. Con un rugido que sacudió hasta los huesos de los marineros, surgió de las profundidades con toda la fuerza de sus colosales aletas, levantando columnas de agua y espuma como si el océano entero se rebelara.

MacFarlane giró el timón con furia, con el corazón en un puño, evitando por un instante que las enormes fauces los engulleran. El giro fue brutal, un desafío a la muerte. El Red Viper crujió bajo la presión, la madera gimió y los mástiles temblaron. Consiguiendo escapar de la mordida, esta vez por muy poco, por demasiado poco.

Vihaan se aferró con fuerza a la borda, el movimiento brusco sacudiéndolo como un muñeco de trapo. Al levantar la vista, la vio: la sombra del monstruo se alzaba sobre ellos con todo su esplendor, extendiéndose por encima del barco como una manta negra que cubría el cielo. Sus proporciones eran imposibles, una inmensa torre de marfil y obsidiana. Por un instante entendió por qué los españoles lo llamaban “el eclipse del mar”. Era un coloso que podía tragarse el universo entero.

De un salto aterrador, la bestia pasó por encima del Red Viper, la luz del sol oculta tras su silueta gigantesca. Y al caer de nuevo al agua, una ola inmensa se levantó detrás de ella, un muro líquido que amenazaba con partir el navío en dos.
  • ¡Sujetaooooos! - gritó Grace con todas sus fuerzas, su voz cortando el rugido del monstruo y el estruendo del mar.
El Red Viper se inclinó peligrosamente bajo el embate, crujidos desgarradores recorriendo cada tabla y mástil. La ola golpeó con la fuerza de un terremoto marino, lanzando agua por todas partes, arrastrando barriles, sogas y marineros como juguetes de madera. El barco se arqueó hasta rozar el límite de su resistencia, cada fibra de su estructura gritando ante la violencia del impacto. Por un instante, todo pareció suspendido en un silencio absoluto, un segundo donde la muerte se acercaba con cada gota de agua que caía sobre ellos.

Y sin embargo, en medio del caos, los marineros se mantuvieron firmes, los ojos ardiendo de determinación, las espadas en la mano, aferrados al Red Viper como si su voluntad pudiera sostenerlo entero. Porque aquel monstruo, aquel eclipse del mar, no estaba solo enfrentando madera y pólvora: estaba enfrentando el corazón de los que jamás se rendirían.
  • ¡Grace! ¡Esto no funciona! - dijo Yara llegando a su lado con la respiración agitada.
  • ¡Tener piel de hierro! - exclamó Yrsa llegando por el otro lado - ¡Cañones no hacer daño!
  • ¡Ya lo veo, maldita sea! - gritó Grace bajo el ruido de los cañones - ¡¿Alguna idea?!
Yara observó en silencio un instante el chaleco de Bum-Bum. Ya no estaba cerca del ritual que habían preparado la noche anterior, en realidad no quedaba nada del circulo de sal y arena. Tan solo quedaba el chaleco tirado en el suelo, hecho una bola empapada al otro extremo de la cubierta, junto a ella estaba la jaula donde el ratoncillo seguía intentando escapar, desesperado y asustado.
  • ¡Ni hablar! - dijo Grace viendo la intención en su mirada.
Yrsa convencida, dio un primer paso.
Grace la sostuvo por la muñeca. Con fuerza.
  • ¡He dicho que no Yrsa! - dijo seriamente - ¡Es una orden!
  • ¡Yo lo haré! - dijo Yara.
Grace intentó frenarla, pero una nueva sacudida le hizo perder el equilibrio, cayendo de espaldas.
  • !Yara no! ¡Detente!
Grace apenas tuvo tiempo de reaccionar. Entre el rugido de la bestia, los cañonazos y las olas que golpeaban el Red Viper, vio como Yara se giró hacia ella con una determinación que hacía temblar hasta el acero. Entonces se dio cuenta. El Èkó colgaba de su pecho, reluciendo con un azul intenso, como si el mismo océano hubiera sido atrapado en su interior. La luz brillaba entre la espuma del mar y el humo de la pólvora, reflejándose en los ojos de Yara, que no titubeaban.
  • ¡No te preocupes! - gritó, su voz clara y potente por encima del caos - ¡Yemayá me protegerá!
Sin esperar permiso ni mirar atrás, la hija del mar cruzó la cubierta con paso firme, sorteando escombros, cuerdas y barriles que volaban por los aires. Cada movimiento parecía orquestado por la misma fuerza de la diosa, cada paso un desafío al peligro, cada gesto una promesa de invulnerabilidad.

Grace la observó, sobrecogida, mientras la yoruba avanzaba hacia su destino, la elegida de Yemayá en medio del caos, en medio de la furia de los dioses y el rugido de un monstruo que había eclipsado el sol. Todo el Red Viper parecía contener la respiración, esperando el instante en que la bendecida por la Diosa hiciera su magia, reclamando de nuevo, su poder.

Yara se agachó para recoger el chaleco empapado, comprobando antes los frascos de cristal, asegurándose que estuvieran intactos. Pero entonces, se detuvo en seco, volteó rápidamente la vista hacía la jaula sin poder creer lo que veía.

El ratón comenzó a retorcerse y a crecer ante los ojos de la santera, un estallido metamórfico que desafiaba toda lógica y razón. En cuestión de segundos, su cuerpo se expandió, sus patas se alargaron, su pelaje se erizó como llamas azules y negras. La jaula que lo había contenido estalló en mil pedazos, astillas y barrotes volando por los aires, golpeando la cubierta con un estruendo seco y metálico.

Un brazo surgió de aquella masa de poder, gigantesco y firme, y se lanzó hacia la cintura de Yara, arrancando la botella de ron que llevaba colgada. Esa botella, que contenía la sombra demoniaca del Weñefe, vibraba con un mal que podía olerse en el aire, como un perfume de oscuridad.

Simultáneamente, otro brazo tomó el chaleco explosivo de Bum-Bum, levantándolo como si le perteneciera, la luz rojiza de los frascos brillando con un fuego propio, ansiosa por desatar su furia. Yara cayó de culo, con la espalda golpeando la madera mojada, y alzó la cabeza con los ojos desorbitados.
  • ¿Ngürü? - susurró, entre la incredulidad y el terror - ¿Qué… qué demonios estás haciendo?
El aire se cargó de electricidad, el rugido del mar y de la bestia se mezclaba con el creciente latido de aquel nuevo poder. El brujo, ahora transformado en su forma humana, se alzaba en todo su esplendor, con cada movimiento lleno de fuerza, de decisión y de un control que sobrepasaba cualquier miedo mortal. La batalla estaba a punto de alcanzar un nivel que nadie, ni siquiera los dioses, podrían haber imaginado.

El cambia-pieles no dijo nada, se puso el chaleco como el que se viste para su propio funeral. Ató los botones con una parsimonia que puso los pelos de punta a Yara. Cuando lo tuvo atado del todo, alzó la botella de ron y se quedó unos segundo contemplándola en silencio. Un brillo extraño recorrió sus ojos, una sonrisa terrorífica surcó sus labios.
  • ¿Has estado todo este tiempo disfrazado de ratón? - dijo Yara levantándose de golpe - ¿Por qué?
Ngürü había estado esperando el momento justo. El momento en que tuviera la oportunidad de tener al Weñefe cerca, el explosivo preparado y el monstruo esperando con las fauces abiertas. Sabía perfectamente que no estaba preparado para la misión que le habían encomendado. Sabía que no podía dominar el poder de aquel demonio oscuro. Pero si tenía algo claro, que estaba dispuesto a dar su vida por aquella mujer que le había liberado del mal. Aquel mal que lo había devorado durante tantos años. Pero el brujo no respondió. Siguió observando al Weñefe, aquel humo negro y eléctrico que dentro de la botella parecía agitarse nervioso. Susurró algo en la lengua de sus ancestros, palabras intraducibles que sonaban a despedida y a nostalgia. Y como si Yara no existiera, se dirigió hacia la borda. Puso un pie, luego otro, y mantuvo el equilibrio, esperando a que la bestia estuviera lo suficientemente cerca.
  • ¡Ngürü detente! - gritó Yara corriendo hacia él.
Lo sujetó del tobillo y de la cintura de su pantalón. Intentando que no cayera al agua. Alzó la mirada para ver su rostro. Y entonces vio algo que la dejó sin respiración. El brujo sonreía, pero no era la sonrisa de un loco o un suicida. Era la sonrisa verdadera de alguien que había hecho por fin, las paces con sigo mismo.
  • ¿Por qué lo haces? - preguntó Yara con los ojos vidriosos a punto de llorar.
  • Porque es lo que el corazón me pide que haga… - sonrío, sin mover la cabeza bajó los ojos hacía la santera - Gracias Yara, gracias por enseñarme que todos merecemos una segunda oportunidad.
Y sin más… se lanzó.

No hubieron abrazos de despedida, ni deseos de que el futuro trajera buena fortuna.
No hubieron lloros, ni un solo momento para albergar nostalgia.
Ngürü se fue, del mismo modo que había llegado.
Misterioso, con pocas palabras, inalcanzable.
El cambia-pieles se fue con una sonrisa en los labios…
Y un corazón que solo albergaba gratitud.

Yara lo vio lanzarse, y por un instante, todo se volvió silencio: el viento contuvo la respiración, las olas se congelaron en su danza, y el sol se detuvo en el horizonte, iluminando un instante eterno. Grace, Yrsa y algunos marineros más que estaban cerca, corrieron hacia la borda, desesperados, queriendo ser testigos de la caída del brujo. Pero Yara sabía, en lo más profundo de su espíritu, que no estaba cayendo. No… Ngürü no descendía: ascendía.

Se elevaba, desafiante y solemne, hacia un cielo que sólo los héroes verdaderos podían rozar, hacia un reino solo reservado a los que se enfrentan a la muerte con el pulso tranquilo y la sonrisa reflejada en su rostro.

La boca abismal del monstruo se abrió como un abismo sin fin, un pozo de oscuridad insondable, con filas interminables de dientes afilados y una garganta que parecía tragarse el mundo entero. Ngürü desapareció en esa negrura como un cometa consumido por la noche, sacrificándose por todos ellos, ofreciendo su vida para salvar la de quienes lo habían salvado a él.

Pero no partió solo. Con él se llevó al Weñefe, aquel demonio que había marcado su existencia, que lo había convertido en sombra y sufrimiento. Todo el mal que había habitado en su carne fue engullido, consumido, y nunca más volvería a oscurecer el mundo de los vivos.

Yara rompió a llorar, las lágrimas saladas como el océano del que era dueña, se deslizaron por su rostro, reflejando la furia del mar y el fuego del sol naciente. Pero no era un llanto de pena. Era un llanto de amor, de reconocimiento, de admiración sagrada. Ngürü no había muerto. Se había transformado en leyenda. Una leyenda que desafiaría al tiempo, que se contaría junto a cada hoguera, que brillaría en cada historia, que inspiraría a los que aman, a los que luchan, a los que se atreven a ser valientes cuando todo parece perdido.

En ese instante, la tripulación comprendió que lo imposible se había hecho carne y espíritu: un solo hombre, pequeño e insignificante para los dioses, había hecho temblar los cimientos de la divinidad. Yara se arrodilló, sus brazos abrazados al Èkó, y el mismo corazón del Red Viper palpitó con fuerza, como si hubiera absorbido el sacrificio del brujo y lo hiciera suyo.

Ngürü no era ya un hombre ni un zorro ni un brujo: era el eco eterno de la valentía, un faro encendido en la oscuridad de los mares, y Yara juró que jamás dejaría que su luz se apagara.

Grace quiso acercarse a su hermana para abrazarla, pero algo la detuvo al instante. Un temblor grave, profundo, como si el océano se partiera en dos. Miró hacía el mar y con los ojos abiertos de par en par contempló como la sombra de Tangaroa convulsionó.

Y entonces llegó el estallido, el ¡Bum! que Bum-Bum había estado esperando tanto tiempo.
La explosión no fue solo un estallido: fue un nacimiento invertido, un desgarramiento absoluto del monstruo. Un trueno de carne reventó sacudiendo el aire, un rugido gutural que no parecía surgir de una garganta, sino de la memoria misma del océano. La bestia estalló hacia fuera, como si Ngürü hubiese encendido dentro de su vientre un sol de furia y muerte.

La sombra de Tangaroa, el eclipse del mar, aquel ser que había aterrorizado durante siglos a embarcaciones y que había reclamado sacrificios como si fuera la ley del mar; se convirtió en un surtidor de vísceras. Trozos de carne negra y húmeda se elevaron contra el cielo antes de caer en grandes arcos resplandecientes sobre la cubierta. Dejando por todos lados trazos rojizos, casi luminosos, como cometas de sangre. Las costillas colosales del monstruo se abrieron en abanico, astillándose al romper el aire con un crujido que parecía madera rota, o papel rasgado, o ambas cosas mezcladas.

La lluvia empezó a caer. Primero tibia. Luego caliente. Después brutal.
Gotas gruesas, rojas, pesadas, casi vivas, repiqueteaban sobre la cubierta del Red Viper, como tambores de guerra. Tripas y fragmentos de músculo aterrizaban sobre los tablones con salpicaduras sonoras que parecían aplausos obscenos. Un trozo de aleta enorme cayó golpeando un mástil y resbaló hasta quedar colgando como una bandera grotesca y gloriosa.

La sangre corría en pequeños arroyos por las rendijas de la madera, mezclándose con el agua salada del mar hasta convertirlo todo en un rojo efervescente, casi irreal. Los marineros rugieron. Rieron, se abrazaron, levantaron los brazos a un cielo que parecía haber sido pintado con los restos del gigante. Algunos daban vueltas sobre sí mismos, dejando que la sangre les cayera en la cara como un bautizo. Otros chocaban sus espadas, como si celebraran un banquete brutal entre acero y vísceras. Cortés, empapado de sangre, dejó escapar una carcajada ronca. Yrsa lanzó un grito furioso que se perdió entre los ecos del cataclismo. Yara, en silencio, miró el cielo teñido del monstruo como quien contempla una profecía cumplida.

El océano vibraba todavía con el último eco del monstruo caído. Como si el dios del abismo necesitara un último segundo para comprender que había dejado de existir. Entonces, Grace gritó desde la cubierta, mirando hacía el cielo, alzando el puño en desafío:
  • ¡Mirad de que somos capaces, malditos! - Las salvas del Errante y el Ifrinn tronaron en la distancia, testigos del poder de los mortales - ¡Hoy, por primera vez en la historia de la humanidad, el hombre no se arrodilla ante los Dioses!
El rugido fue unánime. Un grito desgarrador, un destello en la eternidad. Pero imposible de ignorar. Yara se abalanzó sobre Grace, abrazándola por la espalda.
  • ¡Gritad hermanos! - seguía Grace fuera de sí, riendo como si estuviera poseída - !Gritad hasta quedaros afónicos! ¡Pues hoy hemos cambiado el curso de la historia! ¡Hoy hemos vencido a los Dioses!
Continuará…
 
Como ya he dicho otras veces, las leyendas no mueren, si no que son recordados para la eternidad y eso pasa también con Nguru.
Pues acaban de salvar el momento más peligroso creo y sin víctimas de los personajes más importantes.
 
Como ya he dicho otras veces, las leyendas no mueren, si no que son recordados para la eternidad y eso pasa también con Nguru.
Pues acaban de salvar el momento más peligroso creo y sin víctimas de los personajes más importantes.
Soy un fan aferrimo de las muertes por redención. Creo que tienen una fuerza poética inigualable.
Y como bien dices es una muerte que aunque bonita, no afecta demasiado, pues llevaba poco tiempo entre nosotros.
No obstante, no te hagas muchas ilusiones... :ROFLMAO:
Estamos entrando en la recta final y ya sabes que me gusta la polémica, jajajaja.
Quizás me presente para entrar en alguno de estos programas de salseo, a chillarme con la Patiño y la Belén Esteban jajajaja
 
A veces me parece que tienes el don de la clarividencia, como una anciana gitana acariciando una bola de cristal.
O que eres un telepata, rollo profesor Xavier de los X-Men :ROFLMAO:

Lo admito... has visto el final.
Tan solo queda saber... el como.

jajajajaja

Un abrazo enorme.

Uf! Espero no haber hecho spoiler de algo. Jejeje, si he acertado en algo ha sido de chiripa, pues eso de acertar no es lo mío. Jajajaja.
 
Uf! Espero no haber hecho spoiler de algo. Jejeje, si he acertado en algo ha sido de chiripa, pues eso de acertar no es lo mío. Jajajaja.
Jajajajaja A mi me pasa igual. No me voy a hacer rico jamás con la lotería, porque no acierto ni una.
Y que va... para nada has metido la pata, no te preocupes ;)
Solo lo dije porqué leí tu mensaje justo cuando escribía el siguiente capítulo... y tuve esa sensación de que alguien te ha leído el pensamiento.
Me hizo gracia, por que no es la primera vez... nada más.

Un abrazo.
 
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