Un viaje inesperado

Solo recordar que Akuma y Shinrei podrían haber huido perfectamente y nadie las hubiera podido detener.
Se que hay grandes guerreros y guerreas en la tripulación, pero ninguno tan letal como las gemelas.
Akuma podría haberse desatado y desaparecer en la oscuridad, al igual que Shinrei.

No me gustó matarlas, eran dos personajes que me encantaban por su historia de venganza. Esas almas tan frías y despiadadas, con ese dolor tan profundo y arraigado. Es más no tenía ni previsto que Shinrei traicionara al grupo, la idea inicial era otra. Pero de repente me vino a la mente la idea de la traición. Como el deber que ellas mismas se han impuesto, acaba siendo mayor que el amor que sienten por su familia. Pues en el fondo ellas solo vivían por y para la venganza.

Por eso creí que su final debía ser así. Ni castigadas, ni perdonadas.
La Muerte Silenciosa, se marchó como debía hacerlo. Solo ella misma podía acabar con su vida.
Y al ser japonesas, pensé que el Sepukku era la mejor opción.
Solo decir que no serán olvidadas... estuvieron ahí cuando más las necesitaron, lucharon junto a los demás y sangraron a su lado.
Y aunque muertas, recuperaron el honor perdido.
 
Capítulo 92 - Las tres gargantas: Subida al Monte Arcoíris

La travesía desde las montañas de Wuhan hasta Yichang fue un duelo en movimiento. Un duelo contra el cansancio físico y el daño espiritual. Eran apenas veinte, de los cuales muchos estaban más cerca de la muerte que de la vida. Parecían un cortejo silencioso avanzando como almas en pena por caminos polvorientos, como si cada paso fuera una plegaria sin palabras por las dos sombras que habían quedado atrás, por todos los hermanos muertos en batalla, por los ejecutados contra el paredón.

Avanzaron bordeando las montañas de Wuhan sin siquiera mirarla. Las columnas de humo aún se alzaban contra el cielo en la lejanía, recordándoles la violencia que habían desatado y la que aún les perseguía. Cruzaron incontables arrozales y aldeas que los evitaron con la misma rapidez con la que se evita a un mal presagio. Nadie se atrevía a detenerlos, nadie osaba preguntar nada; su silencio, sus miradas hundidas y su marcha inquebrantable los convertían en una especie de espectros. Los campesinos desviaban la vista hacía otro lado, las madres sujetaban con miedo a sus hijos al verlos pasar, como si fueran vientos demoniacos o un presagio de mala suerte.

Y quizá, a su manera, lo eran.

La comitiva avanzó durante días bajo un sol cansado. Algunos caminaban apoyándose en bastones improvisados. Otros, como Bhagirath o Aibori, seguían adelante con heridas mal cerradas. Maverick y Dante lloraban a ratos, exhaustos y hambrientos, y Vihaan y Drake los sostenían con paciencia infinita. El Perro jadeaba subido a un caballo que ya no podía ni con su propia alma. Y Wong, siempre delante, parecía guiar una procesión de espíritus arrepentidos.

Al caer la tarde, siempre se alejaban de los senderos principales, buscando los bordes del bosque o viejos caminos de cazadores para pasar desapercibidos. Comían en silencio. Bebían lo justo. Dormían poco y mal. Era como si el alma de Akuma y Shinrei caminara entre ellos, pesada, vigilante, recordándoles la fragilidad del honor y la lealtad.

Y entonces, tras días interminables, el terreno cambió lentamente. Las montañas comenzaron a alzarse como gigantes dormidos. Las paredes de piedra se estrecharon alrededor del río Yangtsé, que rugía abajo como un dragón eterno devorando la tierra. A medida que avanzaban, las Tres Gargantas se abrían ante ellos, majestuosas y terribles.

Qutang, la primera, los recibió como un portal de colmillos afilados: paredes casi verticales, oscuras, impasibles. El eco de sus pasos se devolvía multiplicado, como si miles de almas caminaran con ellos.

Luego llegó Wu, la Garganta de las Brujas, donde picos afilados se perdían en nubes espesas. Allí, el viento silbaba entre las rocas como si contara historias antiguas; algunos juraron escuchar nombres en ese rumor, como si los que habían fallecido les siguieran hablando desde el otro lado del velo.

Finalmente, llegó Xiling, la más extensa, la más traicionera. Cascadas finas caían desde alturas imposibles, formando velos blancos sobre el abismo. El agua golpeaba abajo con furia, y el sol, al colarse entre las grietas, daba a las montañas un brillo casi sagrado.

Allí, entre gargantas y precipicios, la comitiva avanzó lenta, quebrada, pero sin detenerse. Nadie habló de las gemelas. Nadie se atrevió. Pero todos, sin excepción, sentían que caminaban escoltados por dos sombras silenciosas, dos espíritus que aún velaban por ellos. Que aún, de alguna forma insondable, marchaban a su lado.
  • Es ahí - susurró Wong cerca del río, remojándose el cuello - La entrada a la montaña Arcoíris…
Grace, sin dejar de beber, alzó la vista hacia el cielo. La sostuvo arriba durante un largo rato, hacia una cúspide que no se dejaba ver. La montaña se alzaba sobre ellos como una reina colosal, un ente casi vivo que parecía gobernar las Tres Gargantas con una solemnidad abismal; una soberana coronada de nubes densas y grises que insinuaban una tormenta inminente.
  • ¿Y dices que hemos de subir hasta arriba? - preguntó Vihaan, con el cuello torcido hacia lo alto.
  • Así es… El maestro seguramente os esté esperando…
  • ¿Cómo dices? - preguntó Grace sin apartar la vista de las nubes.
  • Digo que seguramente haya notado la presencia de las llaves, por lo que os estará esperando…
  • ¿Y no podría bajar él?
  • No, capitana - sonrió el guía - Lao Hé nunca abandona el Templo Arcoíris… jamás.
  • ¿Dices que vive ahí arriba? - preguntó Vihaan - ¿Todo el año?
  • Eso he dicho, sí… Pero bueno, no soy yo quien debe responder vuestras preguntas. ¿Queréis hacer un descanso o subimos ya?
Grace se giró hacia los suyos. Reponían el agua en los odres vacíos, se vendaban heridas y revisaban las llagas. Nadie se quejaba por eso, era como si hubieran entrado en aquella dinámica de seguir avanzando y la hubieran aceptado como un destino inamovible. Luego, lentamente, volvió la vista hacia la montaña: el camino, al menos el que era visible, no parecía un sendero fácil. Pero sin duda estaba más protegido, más escondido… más inaccesible. Así que decidió seguir y buscar resguardo en aquella montaña.
  • Es una buena decisión - sonrió Wong poniéndose de nuevo en pie y desentumeciendo los músculos de las piernas - Hong Long no se atreverá a subir, podéis estar tranquilos.
  • ¿Por qué? - preguntó Grace de nuevo.
  • Digamos que… no es bienvenido por el maestro.
  • ¿El hombre más poderoso del Reino Medio le teme a un anciano?
  • Del Reino Medio y de medio mundo, capitana - sonrió Wong - Y no es que lo tema, es algo más complicado…
Vihaan quiso preguntar, pero sabía cual sería la respuesta antes de hacerla. Así que suspiró hondo y se preparó para el ascenso. Las preguntas que buscaban ser respondidas se encontraban en lo alto de aquella montaña. Y hacía ella se dirigieron.

El desnivel comenzó casi de inmediato desde la base, sin tregua. La humedad de las Tres Gargantas se aferraba a la piel como un sudor ajeno, pesado, denso, que hacía resbalar cada piedra y entumecer cada músculo. El sendero, al principio serpenteante y amable, pronto se convirtió en una línea ascendente que desafió la resistencia de todos. Las raíces emergían del suelo como dedos retorcidos, las rocas eran trampas húmedas, y la vegetación se estrechaba tanto que por momentos parecía engullirlos.

A medida que subían, la niebla se volvía más espesa, una neblina gélida que se colaba entre los huesos. El aire cambiaba: más fino, más frío, cargado de un silencio que imponía respeto. Cada paso requería más esfuerzo; cada respiración, más voluntad.

Wong fue el primero en detenerse. Levantó una mano y todos redujeron el paso. Frente a ellos, en una pequeña terraza natural de la montaña, emergía un arco de madera oscura, tan antiguo que parecía sostenerse únicamente por tradición. Las inscripciones talladas estaban desgastadas, mordidas por siglos de lluvia y viento, pero aun así brillaban con un aura severa, casi vigilante.
  • Haremos aquí el último descanso - anunció Wong, respirando hondo - De aquí en adelante empieza lo peor. Será estrecho, empinado, peligroso. Tendréis que avanzar con sumo cuidado. Cualquier paso en falso…
No terminó la frase. No hacía falta. El claro donde se encontraban era lo suficientemente amplio para que los caballos pastasen un poco. Después de una breve discusión, decidieron dejar allí a las monturas y a los que peor estaban. Entre ellos dos heridos con fiebre y un tercero cuyo tobillo apenas podía soportar peso. El Perro insistió en quedarse atrás, sobretodo al ver el último tramo enfrente de él. Aunque valiente, sabía que su pata de palo y su artrosis renqueante no aguantarían aquel último ascenso. Isabella, por su lado, se ofreció a cuidar de Maverick, mientras los otros seguían. Los demás cargaron solo lo imprescindible y se dispusieron a culminar la cima.

Pero al llegar al arco, algo extraño sucedió. Wong lo cruzó sin problema, detrás suyo Grace y Vihaan pasaron ayudándose mutuamente a caminar, seguidos de Yara y Diego. Pero cuando Yrsa quiso pasar, algo le bloqueó el paso.
  • ¿Que suceder? - dijo extrañada palpando la nada.
Bhagirath a su lado, empezó a hacer lo mismo. Era como si enfrente de ellos hubiera un cristal que no les permitía el paso. Sin poder evitarlo recordaron la misma sensación que tuvieron en África, cuando Bishnu quedó atrapado en aquella inmensa cúpula invisible.
  • ¿Que hacéis hay parados? - preguntó Cortés acercándose.
Se metió entre ellos dos, y se quedó con la misma cara de bobo. Aunque rápidamente buscó una alternativa. Pensó que si el arco no les dejaba pasar, podía bordearlo por fuera. Así que convencido de ello, cogió carrerilla y se lanzó al trote. La bofetada fue brutal, el español cayó de culo al suelo, despertando risas en los que decidieron esperar.
  • ¿Por qué no vienen? - preguntó Yara al otro lado del arco.
  • Si el anciano no quieren que pasen, no van a hacerlo, por mucho que lo intenten - respondió Wong - Su montaña sus normas… ¿Seguimos?
Tras cruzar el arco, el camino se transformó por completo. Era como si la montaña dejase de tolerar intrusos. La senda se redujo a una cornisa arrancada directamente de la roca, una cicatriz en la ladera que apenas permitía avanzar en fila india. A su derecha, la pared montañosa se alzaba fría y húmeda; a su izquierda, un precipicio que caía en picado hacia un mar de bruma. El viento soplaba a ráfagas traicioneras, ululando como un espíritu antiguo que intentara advertirles o empujarles. El barro era resbaladizo, y más de una vez alguno tuvo que aferrarse con ambas manos para no perder el equilibrio. Wong iba delante, señalando cada tramo delicado, cada roca suelta, cada parte del sendero que parecía más ilusión que terreno firme. A mitad del ascenso final, un estrépito cercano los hizo detenerse: una cascada surgía del muro rocoso y caía cruzando el camino. El agua era helada, un golpe directo al cuerpo, y el suelo bajo ella era tan traicionero como el hielo. La expedición avanzó uno a uno, empapados, los ojos entrecerrados, aferrados a las piedras rugosas que sobresalían. Más de uno resbaló y fue retenido por una mano amiga.

Superada la cascada, el sendero giró abruptamente y se estrechó aún más, hasta desembocar en la boca oscura de un túnel natural. La entrada era baja, apenas suficiente para que una persona se agachara.
  • Por aquí - susurró Wong, su voz amortiguada por el eco.
Avanzaron casi gateando. El túnel era frío como una cripta, húmedo y rugoso, y el techo se estrechaba tanto que a veces rozaba sus espaldas. La oscuridad era asfixiante, un pasillo que parecía negarse a revelar su final. Pero poco a poco, muy poco a poco, una claridad empezó a dibujarse al fondo. Una luz tenue, difusa, que crecía con cada metro. El final del túnel se acercaba. La montaña, por fin, dejaba entrever su secreto.

Wong emergió el primero del angosto túnel, empujándose con manos y codos hasta asomar la cabeza al exterior. Se incorporó con un suspiro largo, dejando que el viento fresco le barriera el sudor del ascenso. Se sacudió el polvo de la ropa - golpecitos cortos, casi ceremoniosos - y cuando levantó la vista, una sonrisa tranquila, casi orgullosa, se le dibujó en la cara.
  • Ya hemos llegado… - murmuró, como si no quisiera romper la pureza del momento con una voz demasiado alta - Hogar… dulce hogar…
Grace salió detrás de él. Tuvo que forcejear un último tramo, arrastrarse hasta sacar primero un brazo, luego la rodilla, y finalmente incorporarse al aire libre. Al ponerse de pie… se quedó inmóvil. Su respiración se cortó un instante, incapaz de procesar de golpe lo que tenía ante los ojos.
  • Santo cielo… - susurró - ¿Dónde demonios estamos…?
El paisaje se abría como un reino suspendido entre la vida y las nubes. La cima de la Montaña Arcoíris no era una planicie tranquila, sino un altar natural tallado por milenios de viento y tormenta. Rocas inmensas, de bordes pulidos por el tiempo, formaban terrazas irregulares; entre ellas serpentaban hilos de agua que caían en pequeñas cascadas, lanzando una bruma helada que brillaba bajo la luz del sol filtrado por los árboles.

Y allí estaban las antorchas… decenas, quizá cientos, alineadas a lo largo de un sendero de piedra, sus llamas ondulando en un viento agudo que parecía cantar entre los riscos. Las mechas ardían con una calma extraña, como si la altitud no pudiera apagarlas.

Un arcoíris inmenso - nítido, sólido, imposible de ignorar - cruzaba la cima de punta a punta. Era tan bajo y tan cercano que parecía reposar sobre la misma piedra, como si sus colores tuviesen peso propio. Y justo en el centro, allí donde los tonos convergían, se levantaba el templo.

Una estructura antigua, majestuosa, hecha de madera oscura y tejados curvos cubiertos de tejas verdes que brillaban húmedas. Varias torres ascendían hacia el cielo, cada una coronada por campanas diminutas que tintineaban suavemente con el viento. El pórtico principal estaba flanqueado por dos estatuas de dragones tallados en roca negra, ambos mirando hacia la entrada como guardianes eternos.

Uno a uno, los demás fueron saliendo del túnel. Vihaan se quedó con la boca abierta. Yara contuvo un jadeo. Diego murmuró una maldición baja, incapaz de creerlo. Todos se quedaron quietos, tragados por un silencio reverente mientras el viento lamía la cima y el arcoíris iluminaba el templo como si fuese la puerta a otro mundo. La Montaña Arcoíris les daba la bienvenida. O los ponía a prueba. Aún no estaba del todo claro. Pero la belleza era tan imponente que por un instante ninguno pudo pensar en otra cosa.

De repente, alguien emergió del interior del templo. Por un instante pareció la viva estampa de un espíritu antiguo: tan esquelético, con los cabellos larguísimos y blancos cayéndole como hilos de plata hasta casi la cintura. Vestía ropas humildes, una túnica azul muy gastada de mangas amplias que se mecían con el viento helado de la cima. Sus pies, huesudos y descalzos, rozaban la piedra con suavidad. Dio apenas unos pasos y se detuvo, sonriendo de oreja a oreja; las arrugas alrededor de sus ojos se plegaron tanto que casi los cerraban por completo.
  • ¿Es él? - preguntó Grace en un susurro.
  • Sí… Lao Hé - respondió Wong con un respeto casi reverente - Mi maestro. ¡Vamos! Seguro que está ansioso por conoceros.
Wong, con su sombrero de paja bamboleándose, salió al trote, alzando una mano en señal de saludo. El anciano, desde la distancia, inclinó la cabeza con un gesto leve, sin perder en ningún momento aquella inmensa sonrisa. Los demás avanzaron detrás de él, recorriendo el sendero mientras sus ojos, incapaces de contenerse, se perdían una y otra vez en la magnificencia del lugar.

Yara alzó la vista hacia el enorme arcoíris que coronaba la cúpula de la montaña, tan perfecto que parecía pintado con un solo trazo de pincel sobre el firmamento. Vihaan y Grace caminaban tras ella, tomados de la mano, con el corazón encogido ante tanta belleza irrepetible. Diego les seguía en silencio, dándole vueltas a una única pregunta: ¿por qué el anciano le había cedido el paso al llegar? Podía entender porqué los demás estaban allí… ¿Pero él?
  • Maestro, os presento a Yara, Grace, Vihaan y Diego - anunció Wong cuando alcanzaron la entrada del templo.
  • Bienvenidos, jóvenes, al templo de la Montaña Arcoíris - dijo el anciano con una voz profunda y gastada, como si hubiera estado dormida durante siglos - ¿Puedo ofreceros un té?
Grace y Vihaan se miraron sin saber muy bien que decir, pero Yara le dio las gracias y entró dentro, como si aquella fuera su propia casa. El interior del templo arcoíris los recibió con una calma casi sobrenatural. No había lujo alguno: el suelo era de piedra lisa, pulida por siglos de pasos silenciosos, y las paredes de madera oscura estaban apenas decoradas con sencillos estandartes y antiguas pinturas colgadas mediante cordeles. Aun así, el lugar parecía respirar una espiritualidad profunda, como si cada tabla, cada grieta, guardara la memoria de incontables generaciones.

Un aroma cálido a hierbas recién infusionadas impregnaba la sala principal, donde un pequeño brasero mantenía el agua siempre humeante. Sobre una mesa baja de bambú reposaba un juego de té envejecido, con tazas desparejadas pero limpias, usadas hasta perder el brillo original. El viento soplaba entre las rendijas, produciendo un susurro que parecía acompañar cada respiración.

Lao Hé los invitó a sentarse en cojines colocados alrededor de la mesita. Yara se dejó caer con cierta torpeza, pero al instante se levantó de nuevo, incapaz de permanecer quieta. Sus pasos eran casi inaudibles mientras recorría la estancia, tirando nerviosamente de sus dedos y haciéndolos crujir, observando cada detalle como si temiera que todo fuera a desvanecerse en un instante. Las pinturas colgadas en las paredes captaron su atención. Eran antiguas, tan antiguas que algunos trazos parecían a punto de borrarse. En una se veía un dragón serpenteando entre montañas multicolores; en otra, un monje caminaba bajo una tormenta que parecía pintada con la furia misma del cielo. En todas había colores intensos, casi imposibles, como si hubieran sido creados con pigmentos que ya no existían en el mundo.

Grace, Vihaan y Diego aceptaron las tazas que el maestro les ofrecía. El té era amargo, fuerte, pero tenía algo reconfortante, casi medicinal. Lao Hé, sentado con las piernas cruzadas, los observaba con una sonrisa apacible, como si cada gesto suyo confirmara algo que solo él sabía.

Yara, aún paseando por la habitación, se volvió hacia ellos con los ojos brillantes, como si aquellas pinturas le hubieran revelado algo que no sabía poner en palabras. El templo estaba en silencio… pero un silencio lleno de significado, como si las montañas mismas contuvieran la respiración para escucharlos.
  • Disculpa, viejo… ¿qué significa esta pintura? - preguntó la yoruba, señalando el gran fragmento de tela que colgaba tras ella, moviéndose apenas con la brisa del interior.
  • Aún es pronto para responder preguntas - sonrió el anciano con una serenidad que parecía infinita - Antes desearía conoceros…
Yara refunfuñó algo entre dientes, un gruñido tan breve como terco, pero Grace la apaciguó con un simple gesto de la mirada. La santera resopló, resignada, y acabó sentándose de mala gana junto a los demás. Lao Hé soltó una risita al verla, como quien reconoce el espíritu indómito de una criatura salvaje. Aquel anciano supo de inmediato que esa mujer hermosa y bronceada, inquieta como un pez en la arena, era sin duda hija del mar.
  • Me gustaría saber, antes de nada… - continuó el maestro - de dónde venís y, sobre todo, hacia dónde deseáis ir.
Grace, Vihaan y Diego se cruzaron una mirada silenciosa, valorando quién daría el primer paso. Pero Yara, que ya había vaciado su taza de té hirviendo como si fuera agua de manantial, se adelantó sin pedir permiso.
  • Mi nombre es Yara Adeyemi. Nací en Cuba hace unos veinte años…
  • ¿Cuba? - preguntó el maestro, ladeando la cabeza con sincera curiosidad.
  • Sí, así es. Una isla en las Antillas. Cruzando el mar, muy al este de vuestra tierra… Es una tierra de grandes riquezas, pero ya sabe como funciona el mundo, viejo. Cuando algo es hermoso, todos quieren…
Lao Hé la observó en silencio mientras hablaba. Sus gestos, rápidos y vivaces, parecían dar luz a la penumbra del templo. Una sonrisa más amplia se dibujó en el rostro del anciano, pero pronto su atención se fijó en la concha que reposaba sobre el pecho de Yara, brillando suavemente como si contuviera un fragmento del océano.
  • Tú eres la hija del mar - la interrumpió con suavidad, señalando el Èkó - ¿Por qué crees que el elemento te escogió?
Yara bajó la mirada hacia la reliquia, tomándola entre sus dedos como si buscara una respuesta en sus vetas marinas.
  • No lo sé - admitió con sinceridad - Es difícil de explicar… no sabría ponerlo en palabras.
Lao Hé inclinó suavemente la cabeza, como si hubiese estado esperando justo aquella respuesta.
  • No sabes decirlo con palabras… - repitió con una serenidad antigua - porque el agua nunca elige por la razón. El agua escoge por la memoria. Escoge a quienes recuerdan, incluso sin saberlo, que la vida nació en su abrazo. - Sus ojos se posaron en la concha, brillando con un respeto difícil de describir - Te eligió porque fluyes, Yara Adeyemi. Porque tu espíritu nunca se detiene, porque cambias de forma sin perder tu esencia… y porque, en lo más profundo, siempre vuelves a casa.
La yoruba bajó la mirada, inquieta, como si aquellas palabras hubieran tocado un nudo antiguo dentro de ella. Entonces el maestro dirigió su atención hacia Grace. No la miró: la atravesó, con esa sabiduría plácida que desnudaba sin herir.
  • ¿Y que hay de ti cabellos de fuego?
La capitana, decidió no contestar. Tan solo sacó su brújula del zurrón y lo depositó sobre la mesa de bambú.
  • Ya veo… tu eres el fuego - Dijo aquel anciano con voz grave y suave a la vez - No por tu furia, sino por tu brújula. El fuego avanza, ilumina, guía a otros en la noche. Eres llama que duda, que arde incluso cuando teme arder… y sin embargo nunca se apaga. El fuego te escogió porque tu corazón no conoce la rendición.
Grace sintió el calor del te subirle al rostro. No supo si era vergüenza, orgullo… o un reconocimiento que llevaba años necesitando oír. Lao Hé volvió la mirada hacia Vihaan. Su sonrisa se volvió más leve, más contenida.
  • Y tú… tú debes ser la tierra. - Dijo, como quien afirma algo evidente, señalando su collar - La tierra que sostiene incluso cuando nadie la recuerda. La fuerza silenciosa. La raíz que no exige, pero que nunca abandona. En ti no hay temblor, joven. Solo paciencia… y una lealtad que pesa más que la montaña que nos sostiene ahora mismo.
Vihaan tragó saliva. Quizá por primera vez en mucho tiempo, apartó la vista, incómodo ante tanta claridad. Entonces llegó el turno de Diego. El anciano lo observó en silencio durante largos segundos, más de los que cualquiera consideraría cómodo. De la Vega tensó los dedos entre sí, notando cómo la respiración se le volvía pesada sin saber por qué.
  • Y tú… - murmuró Lao Hé finalmente, entrecerrando los ojos - tú eres…
Se detuvo. Ladeó la cabeza, como si el muchacho fuese un enigma inesperado.
  • Aún no lo sabes, ¿Verdad?.
Diego abrió los ojos, confundido.
  • ¿Cómo dice? - susurró, sin atreverse a levantar demasiado la voz.
El maestro sonrió, enigmático, como si la incógnita no fuera un problema sino una invitación. El silencio que siguió pareció más pesado que la roca, más profundo que el templo, más luminoso que el arcoíris que coronaba la montaña.
  • Yo… - balbuceó el español - no sé ni por qué estoy aquí, anciano. No soy elegido de nada. Cuando encontramos el Èkó Yemayá pensé que quizá… quizá me correspondía. Pero luego entendí que no estaba preparado para controlar el mar…
  • Nadie lo está, joven - susurró Lao Hé, acercándose a él - Nadie controla el mar. Solo lo acompaña.
Diego apretó los labios.
  • Entonces ¿qué hago yo aquí? No soy tierra, ni fuego, ni agua… No soy nada de eso.
  • El viento no se deja ver hasta que decide soplar, muchacho. - Dijo con un guiño apenas perceptible - Tal vez seas aire… o tal vez algo distinto. Algo que todavía no ha despertado.
  • No soy el aire… no puede ser.
Lao Hé, en vez de responder, extendió la mano.
  • Dame el bastón, por favor…
Diego titubeó, pero finalmente le entregó el Mulakaboko. El anciano lo sostuvo apenas unos segundos, lo observó como quien escucha un susurro lejano, acarició su madera con un respeto casi ceremonial y luego se lo devolvió.
  • Sujétalo, hazme el favor…
Diego lo tomó… y algo tembló.
No el templo. No el suelo. Sino él mismo.

Una ligera vibración le recorrió los dedos, como una corriente invisible. El aire alrededor de su piel pareció volverse más ligero, más vivo, casi curioso. Una ráfaga suave le acarició los brazos, levantándole los cabellos. Y de pronto sintió… libertad, la misma que sentía al correr, al caer, al saltar de una cubierta a la otra en plena tormenta. La misma sensación que lo acompañaba desde niño sin que nunca supiera nombrarla. Diego abrió los ojos, sorprendido. Lao Hé sonrió.
  • No pudiste controlar el mar… porque no estabas hecho para hundirte en lo profundo. - Le señaló el pecho - Tú no perteneces a las aguas quietas, ni a la tierra firme, ni al fuego devorador. Tú perteneces a lo que no puede encerrarse. A lo que jamás se deja atrapar.
El anciano se inclinó levemente hacia atrás.
  • Eres viento, Diego. Libre, caótico, imprevisible… y necesario. El viento no posee, no ocupa, no ordena. El viento une los mundos, lleva semillas, guía tormentas, empuja barcos y dispersa sombras. Tú siempre has sido eso… aunque aún no lo hayas comprendido.
El capitán, aún sintiendo la vibración del Mulakaboko en su mano, murmuró:
  • Entonces… ¿no estoy aquí por error?
  • Nada que trae el viento es un error - sentenció Lao Hé - Solo llega… cuando debe llegar. Y tú, hijo del aire, has llegado en el momento exacto.
Diego respiró, y por primera vez en mucho tiempo, sintió que el aire no le pesaba… lo sostenía. Lao Hé asintió sin perder la sonrisa y se puso en pie, sus movimientos eran lentos, pero ágiles, como si todo su ser fuera un remanso de paz en perfecto equilibrio. Se acercó a la pintura que había señalado Yara y se la quedó contemplando, las manos cruzadas a la espalda. Desde alrededor de la mesa donde estaban sentados todos lo miraron en silencio.

Lao Hé pasó la yema de sus dedos por el borde inferior del gran tapiz, casi como si acariciara un recuerdo vivo. El tejido vibró levemente con el viento que se colaba por alguna rendija del templo, y las figuras pintadas parecieron agitarse en la penumbra cálida de las antorchas.
  • Este mural… - murmuró con voz suave, apagada por siglos de silencio - representa los cinco elementos primordiales. No aquellos que conocéis por su nombre, sino los que han sostenido el mundo desde antes de que existiera el primer sueño humano.
Se volvió hacia ellos con las manos aún cruzadas a la espalda. Yara, Grace, Vihaan y Diego contuvieron el aliento.
  • El agua, que fluye y destruye; que calma y arrastra - dijo señalando la figura de un océano de pinceladas ondulantes - El fuego, que ilumina, que calienta, que devora cuando pierde su propósito - su dedo pasó sobre una serie de trazos rojos y dorados que parecían bailar - La tierra, firme, obstinada, protectora y brutal - Vihaan sintió un leve escalofrío al ver cómo la montaña pintada parecía mirarlo - El viento… el más libre, el más caprichoso, eterno viajero - y aquí su mirada se fue directamente hacia Diego, que apartó la vista un instante, casi intimidado por la revelación reciente.
Luego, Lao Hé inspiró profundamente, como si necesitara aire para pronunciar el último secreto.
  • Y finalmente… el éter.
La palabra quedó suspendida en el aire. Ninguno de los cuatro se atrevió a moverse.
  • El éter es el alma del mundo - continuó el anciano - No es un elemento que pueda tocarse ni dominarse. Es la sustancia que une a los otros cuatro, el latido entre las cosas. El equilibrio perfecto. Allí donde el agua, la tierra, el fuego y el viento se encuentran… allí vive el éter. Es vida, es espíritu, es memoria. Es lo que da propósito al poder y lo que impide que los elementos se devoren entre sí.
El maestro volvió la vista al tapiz: en el centro, una figura sin rostro, hecha de pinceladas casi transparentes, parecía flotar entre los demás elementos.
  • Cuando uno de los elementos crece demasiado… - prosiguió con un tono grave, como quien advierte de una antigua herida - el mundo se tambalea. Cuando uno muere, el mundo enferma. Y cuando el éter desaparece… el mundo se rompe.
El viento volvió a colarse por la ventana, apenas un suspiro, moviendo la tela pintada. Diego lo sintió pasar por su mejilla, como si quisiera recordarle que estaba allí. Lao Hé sonrió, con esa serenidad imperturbable que parecía envolverlo siempre.
  • Vosotros cuatro - dijo al fin - no habéis venido solo porque fuisteis elegidos por los elementos. Habéis venido porque el mundo os necesita en equilibrio. Porque uno solo no basta. Porque cada uno de vosotros sostiene a los otros… y juntos dais forma al éter.
Se inclinó suavemente, casi en reverencia.
  • Y lo que está por venir… requerirá de todo vuestro equilibrio. Y del tuyo también… - miró directamente a Diego - del viento que debe aprender a escucharse a sí mismo.
El mural ardía con colores apagados por el tiempo, pero vivo, intensamente vivo, bajo la luz temblorosa. Y los cuatro, por primera vez, sintieron que formaban parte de él. Lao Hé permaneció un momento frente a la pintura, la luz de las antorchas temblando sobre la tela antigua, arrancando brillos de oro y sombras profundas que parecían moverse con vida propia. Luego, apoyándose levemente en sus talones, regresó hacia la mesa donde los cuatro lo observaban con atención.
  • El mundo, la vida, la existencia… - comenzó con voz suave, como quien revela un secreto muy antiguo - es un círculo. No tiene principio ni final. Todo cuanto existe nació dentro de ese círculo y regresará a él. Pero nosotros, los humanos… - sonrió con cierta ternura - no vivimos lo suficiente como para comprender esta verdad en su totalidad. Nuestro tiempo es un suspiro, y la eternidad… un océano sin orillas.
Se detuvo junto a Yara primero, señalando con un gesto casi imperceptible la pintura en la que las figuras de agua danzaban entre espirales azules.
  • Existen muchas culturas, muchos pueblos, muchas fes - continuó - que hablan de los elementos. Algunos dicen que son tres, otros cuatro… algunos siete, unos dicen que son Dioses, otros espíritus… Pero todas esas visiones están incompletas. Son fragmentos de una verdad mayor, reflejos difusos en el agua de un pozo.
Pasó la mirada por cada uno de ellos, y al hacerlo sus ojos parecían empequeñecerse aún más por la sonrisa suave que nunca abandonaba su rostro.
  • Vosotros habéis sido elegidos… no por capricho, no por destino ciego, sino por necesidad. El equilibrio del mundo se ha fracturado. Los elementos están en guerra silenciosa, confundidos, dominados por la codicia y el temor.
Se inclinó hacia ellos y posó un dedo sobre el centro: un remolino luminoso, casi abstracto, pintado con trazos blancos y dorados.
  • Este - susurró - es el quinto elemento. El éter. Como os he dicho… No es fuego, ni agua, ni tierra, ni viento. Es aquello que permite que existan. Es el aliento entre las cosas, el hilo invisible que las une. El éter es armonía… y ahora está atrapado, encadenado, incapaz de fluir.
Se enderezó con un leve esfuerzo y dio un paso hacia ellos, mirándolos como si los conociera desde antes de su primer aliento.
  • Si habéis sido elegidos, es porque tenéis una misión. La más difícil… y la más necesaria. Debéis liberar al éter, permitir que vuelva a moverse libre entre las cosas y devolver el equilibrio al círculo. Que el fuego no arrase sin control. Que la tierra no se quiebre en su dolor. Que el mar no devore lo que ama. Que el viento acuda raudo y firme a la llamada de sus hermanos.
Su mirada se posó por último en Diego, aún aferrado al bastón, todavía sorprendido por la ligereza del aire que lo rodeaba.
  • Y cuando llegue el momento - añadió Lao Hé, con una calma que caló en todos - sabréis qué camino seguir. Porque el círculo… siempre guía a quienes saben escucharlo.
Luego, simplemente, volvió a sonreír. Una sonrisa tan antigua y serena como la propia montaña.
Grace se removió, incómoda; la impaciencia le vibraba en la sangre. Necesitaba respuestas, necesitaba saber más sobre aquella misión que el anciano había mencionado.
  • ¿Y qué debemos hacer ahora? - preguntó sin pestañear.
  • No se trata de deber, joven - respondió Lao Hé con suavidad - sino de querer. Los elementos os han elegido, sí… pero no sois los únicos. Hay más, dispersos por el gran círculo de la eternidad. Por eso necesito comprender qué propósito os guía y si estáis dispuestos a enfrentar el desafío que se aproxima. Decidme… ¿qué os dice el corazón?
Los cuatro se miraron en silencio. No hicieron falta palabras. Cada uno de ellos sabía, de una forma profunda y casi primitiva, que debían terminar aquello que habían empezado. Puede que su viaje hubiera nacido de la leyenda del Sundra-Kalash, de la promesa de un dios capaz de conceder deseos… pero algo había cambiado. Algo dentro de ellos se había transformado.

Era difícil expresarlo: una mezcla de responsabilidad, inquietud y una fuerza nueva que parecía emanar del propio mundo. No buscaban ya un milagro para sí mismos, sino cumplir una misión que los trascendía por completo. Devolver el equilibrio. Como dijo el anciano, hacer que el fuego no arrasara. Que la tierra no se quebrara. Que el mar no devorara. Que el viento respondiera a la llamada de sus hermanos. Que el éter - la esencia que une y da forma a todas las cosas - pudiera fluir libre una vez más.

Lao Hé los observó con sus ojos casi cerrados, y no necesitó oír ninguna respuesta. La determinación ya los envolvía como un halo invisible.

Bien - susurró el anciano - Se reconocer la voluntad cuando la veo.​

Asintió con suavidad y, sin perder su expresión apacible, giró levemente la cabeza.
  • Si vuestro corazón así lo desea… - murmuró - os mostraré el camino.
Alzó una mano huesuda.
  • Wong, hijo… tráeme el mapa.
El guía inclinó la cabeza y salió casi corriendo hacia una pequeña estancia lateral. Volvió al cabo de unos instantes con un rollo de tela amarillenta entre las manos, tratado con extrema delicadeza, como si un solo soplo pudiera deshacerlo. Lo depositó junto al anciano con la reverencia de quien suelta un tesoro. Lao Hé lo desenrolló sobre la mesa de té. El tejido crujió como hojas secas. No era un mapa común: no había ciudades, ni puertos, ni fronteras. Solo montañas, ríos y vastas extensiones de tierra sin nombre, como si aquello hubiera sido dibujado cuando el mundo era joven, antes de que el hombre lo desfigurara con sus líneas y ambiciones.
  • Este es el mapa original de los Cinco Templos - explicó, acariciando la superficie con la yema del dedo, como si saludara a un viejo amigo - Aquí… - señaló al este - el templo de la Tierra. Aquí… - tocó el sur, donde una cordillera parecía dibujar un dragón dormido - el del Fuego. Al norte… el templo del Aire, tan elevado que ni siquiera los halcones se atreven a tocar sus torres. Al oeste… el templo del Agua, oculto entre mareas que cambian de ánimo como una criatura viva.
Luego, en el centro exacto del mapa, donde convergían los cuatro caminos, su dedo se detuvo.
  • Y aquí… el corazón del círculo eterno. El Templo del Éter. El origen. El fin. Lo que está en medio y lo que está más allá.
Los cuatro se inclinaron sobre el mapa, sintiendo que algo antiguo respiraba desde él.
  • En cada templo hallaréis un guardián - continuó el anciano - Cada uno protege el poder de una llave, pero también os aguardará una prueba. Deberéis liberar su poder, devolverlo al flujo natural. Solo cuando las cuatro corrientes vuelvan a armonizarse… podréis liberar al éter de su prisión.
Alzó la vista. Sus ojos, diminutos y arrugados, brillaban como carbones encendidos.
  • El equilibrio del mundo depende de ello. Cuando completéis el círculo, cuando cada elemento vuelva a su cauce… entonces el éter despertará. Y con él, la posibilidad de que este mundo respire de nuevo.
Extendió las manos, como si ofreciera el mapa a los cuatro.
  • El camino es vuestro. Yo solo os lo muestro.
  • ¿Y en qué consisten las pruebas? - preguntó Grace, con la mandíbula tensa.
Lao Hé la miró como si viera dentro de ella algo que ni ella misma sabía que poseía.
  • Las pruebas no se explican… se viven. Solo el portador puede superarlas. Y no es seguro que lo consiga. Recordad esto: Quien sigue al horizonte, su sombra ha de perder… mas gana en los abismos lo que teme saber.
A Vihaan se le heló la sangre. Respiró hondo.
  • Maestro… ¿y Hong Long? ¿Qué papel juega en todo esto?
La sonrisa del viejo desapareció. Como si una nube hubiese atravesado su rostro.
  • Siempre habrá hombres ambiciosos - murmuró - Hombres oscuros capaces de cualquier cosa con tal de poseer lo que no les pertenece. Hong Long… - suspiró - la sombra del Dragón es larga. Y oscura. Lleva mucho tiempo siguiendo el rastro del éter… demasiado. Y si él lo alcanza antes que vosotros…
No terminó la frase. No hizo falta.
  • Quiero que entendáis - continuó, grave - que no será sencillo. Que este camino os llevará más allá de vosotros mismos. Que muchos… no volverán de este viaje. Y quienes lo hagan… no volverán siendo los mismos.
El viento se coló entre las vigas del templo, como si también escuchara.
Grace no apartó la mirada del anciano, ni un segundo.
  • Entonces… - dijo con voz firme - ¿por dónde debemos empezar?
La expresión de Lao Hé se dulcificó.
  • Digna hija del fuego… - susurró - Siempre directa a la llama. Pero incluso el fuego necesita cimientos. Debéis empezar por el Templo de la Tierra. Es el más cercano… y el primero que debe despertar.
Los cuatro se miraron en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos, dejando que las palabras del anciano calaran en lo más profundo de su ser. La magnitud de la misión, la responsabilidad de devolver el equilibrio al mundo, pesaba sobre sus hombros como un manto invisible. Sabían que el camino sería arduo, que cada paso estaría cargado de peligros, que la sombra del Dragón acechaba y que nada volvería a ser igual. Sin embargo, en esas miradas cruzadas también había un brillo compartido: determinación, confianza mutua, y la certeza de que no caminarían solos.

Lao Hé los observaba con calma, una sonrisa serena dibujada en su rostro. Luego habló.
  • Se que no ha sido fácil llegar hasta aquí. El camino que andáis no es una senda hecha para cualquier alma. La tierra os unió en un lazo indestructible, el fuego os dio el don de la inmortalidad, el aire os enseñó el valor de la libertad y el agua os mostró la dualidad del universo. Puedo ver en vuestros rostros que habéis sufrido… pero también veo como os amáis. Estáis a punto de concluir vuestro camino, y como en cualquier viaje que llega a su fin, el último tramo siempre es el más difícil, pues los ojos ya ven el horizonte que sus pies desean alcanzar. Por eso Wong os acompañará en esta última travesía. Es el más capaz de mis discípulos, conoce los secretos de estas tierras y sabrá guiaros cuando los senderos se tornen traicioneros. Con él y junto a los valientes que os acompañan, con vuestra unión y vuestra determinación… lo conseguiréis… estoy seguro de ello. Manteneros unidos, esa es vuestra mayor fortaleza.
Y así, en ese instante suspendido entre la montaña y el cielo, los cuatro comprendieron que no era solo la fuerza de cada elemento lo que les permitiría cumplir la misión, sino la fuerza que encontraban en los demás. Cada paso hacia los templos sería una prueba, no solo de sus poderes, sino de su espíritu y de la voluntad compartida que los mantenía juntos, frente al horizonte incierto y a los desafíos que el destino les había reservado.

Continuará…
 
Capítulo 93 - El equilibrio debe ser restituido: Vihaan se adentra en la oscuridad

La visita al maestro había respondido dudas, sí. Pero había engendrado muchas más. Y cada uno las sostuvo como pudo. Yara, impetuosa como ninguna, no necesitaba más explicaciones; ansiaba bajar de aquella montaña y plantarle cara a los nuevos desafíos que el destino les había arrojado. Diego, aún aturdido por la revelación que acababa de recibir, no podía apartar la mirada del bastón entre sus manos; lo observaba como si se tratara del mayor tesoro que un hombre pudiera poseer. Vihaan, en cambio, aceptó sus dudas con una calma solemne, comprendiendo - de ese modo tan suyo - que la vida era eso: un sendero que se mostraba y se ocultaba al mismo tiempo.

Los tres se dispusieron a descender, siguiendo a Wong que, tras despedirse del maestro, salió casi corriendo, como si tuviera prisa por cumplir una misión sagrada. Solo una permaneció quieta junto a Lao Hé, con el Vorial Shardeth firmemente sujeto en su mano izquierda.
  • ¿Querías preguntar algo más, hija del fuego? - preguntó el anciano.
  • Si le soy sincera, anciano… no sé si dispone de suficiente tiempo para responderlas todas.
Lao Hé soltó una carcajada suave, tierna, que reverberó entre los muros del templo.
  • Yo tengo mucho menos tiempo que tú, eso es evidente - dijo sin perder la sonrisa - Pero puedo intentar responderlas… al menos aquellas cuya respuesta conozco.
Grace se volvió hacia él, respirando hondo.
  • Cuando partimos… hace ya mucho tiempo - dijo - íbamos en busca del Sundra-Kalash. Creímos que encontraríamos a un dios capaz de conceder deseos encerrado en el cofre y…
  • Entiendo… - asintió el maestro, interrumpiendo - ¿De dónde proviene esa historia?
  • Me la contó Vihaan. Así que debe de ser de su tierra, de la India.
  • Bueno… como te dije antes, son muchas las creencias que han reinterpretado la historia real - respondió Lao Hé con voz tranquila, como si cada palabra llevara siglos reposando en su memoria - Cada pueblo, cada civilización, cada sabio que caminó antes que vosotros, vio fragmentos distintos del gran círculo. Y todos, de un modo u otro, intentaron explicarlo a su manera.
El anciano empezó a contarle acerca de los que anduvieron antes que ellos. Los egipcios, por ejemplo, que creían que los elementos eran los hijos primordiales del océano infinito. Decían que Nun, el abismo acuoso, dio a luz a cuatro fuerzas: Sekhmet, la llama indomable, señora de la destrucción y la renovación. Geb, el señor tierra, cuyo cuerpo era el suelo mismo que pisamos. Shu, el aire que separó el cielo de la tierra, dador del aliento y del vacío. Y Tefnut, la humedad, el ciclo del agua que sostiene la vida. Para ellos, el equilibrio era literalmente lo que mantenía unido al mundo. Si uno de los hijos se descontrolaba, el universo entero temblaba.

Los griegos, más poéticos y temperamentales, imaginaron que los elementos eran esencias divinas que fluían desde los titanes primordiales. Hablaron de Hestia, el fuego sagrado; Gaia, la madre tierra; Poseidón, el guardián de las aguas; Eolo, señor de los vientos… pero incluso ellos, tan orgullosos de su sabiduría, ignoraban un quinto elemento que Aristóteles llamó aithér. Creían que era la sustancia que formaba a los dioses, el tejido invisible que sostenía el firmamento.

En Mesopotamia, más antiguos aún, los sabios afirmaban que el mundo nació del choque entre Apsu - el agua dulce - y Tiamat - el mar primordial - Y decían que del torbellino de su unión aparecieron los primeros vientos, la primera luz, las primeras montañas. Los antiguos persas hablaban de un fuego puro que no quemaba, de una tierra tan antigua que no podía morir, de un aire que era espíritu y juicio, y de un agua que recordaba todo lo que tocaba. Los mayas, del otro lado del mundo, creían que los elementos eran cuatro hermanos que sostenían el cielo desde los puntos cardinales, y un quinto espíritu que giraba constantemente en el centro, manteniendo el equilibrio del todo.

Lao Hé hizo una pausa, dejando que cada ejemplo reposara como piedras colocadas con cuidado en un estanque tranquilo.
  • ¿Lo entiendes ahora, hija del fuego? - dijo al fin, con la voz templada por una sonrisa - Todos vieron partes de la verdad. Todos sintieron que algo más grande que ellos sostenía el mundo. Pero ninguno, ni egipcios, ni griegos, ni mayas, ni persas, entendió el círculo completo. Porque el círculo… - tocó suavemente su hombro con la yema de los dedos - …solo puede comprenderlo quien está destinado a cerrarlo.
Grace guardó silencio. Las llamas del templo bailaron contra la pared, y por un segundo creyó que el fuego la escuchaba.
  • ¿Entonces estaban equivocados? - preguntó Grace observando como los demás ya empezaban a entrar en el túnel estrecho que daba acceso a la montaña.
  • Sería cruel decir que lo estaban - sonrió Lao Hé - simplemente intentaron explicar algo que no podían llegar a comprender…
  • ¿Y cual es la verdad?
  • ¿La verdad? Ya os la he contado…
  • Si, lo sé… - le interrumpió - ¿Pero que significa que el mundo recupere su equilibrio? ¿Qué sucedería si no consiguiéramos nuestro propósito? ¿Quien encerró al éter? ¿Por qué…?
El maestro volvió a reír ante tal avalancha de preguntas, una risa suave, como el murmullo de un arroyo antiguo. Alzó una mano huesuda, pidiendo calma, y con la otra se apoyó en su bastón para inclinarse apenas hacia ella.
  • Las preguntas son buenas, hija del fuego - dijo con aquella voz gastada que parecía venir de una era anterior al hombre - son las que impulsan a un alma a seguir su camino, pero incluso las mejores preguntas deben aprender a esperar su momento.
Grace apretó aún más el Vorial Shardeth entre los dedos, sin apartar los ojos del anciano. La bruma que cubría la montaña se deslizaba entre ambos como un velo, casi suspendiendo el tiempo. Lao Hé continuó.
  • No puedo responderte todo… no porque no quiera, sino porque algunas respuestas aún no existen para nosotros. He vivido mucho tiempo y he entregado todo ese tiempo a la misma causa… e incluso así sigo teniendo, a día de hoy, más preguntas que respuestas. Hay dudas que no pueden ser respondidas, pues no son de nuestro mundo. Los Dioses no se preguntan nada, eso es para los humanos. Lo único que comprendo es que el equilibrio del mundo no es un suceso, Grace: es un estado. Un aliento que se pierde cuando los elementos se corrompen… y se restaura cuando cada uno vuelve a ocupar su lugar.
El anciano inspiró profundamente, como si respirara la memoria de la montaña.
  • Si falláis en vuestro propósito, el desequilibrio crecerá. No de golpe, no con estruendo… sino como la grieta que avanza bajo la roca hasta partirla entera. La tierra sufrirá primero. Luego el fuego sin control. Luego el agua devorará costas enteras. Y el viento… ah, el viento se volverá un mensajero de ruina, no de vida. - Sus ojos se entrecerraron, teñidos de una tristeza muy antigua - El éter no contiene a los elementos: los guía. Y sin él, vagan como niños sin hogar.
Grace tragó saliva. La brisa helada que provenía del túnel le acarició la espalda, recordándole que los demás ya descendían.
  • Si todo es un circulo que se repite… ¿Cuantas veces ha sucedido esto antes? - susurró - ¿Cuantos antes de nosotros fracasaron?
Por primera vez desde que lo conociera, la sonrisa del anciano se desvaneció.
  • Eso, hija del fuego… - murmuró con un brillo insondable en la mirada - es una historia que aún no está lista para ser contada.
Y luego, como si una nube hubiera pasado por delante de su espíritu, la sonrisa regresó, cálida, tranquila, eterna.
  • Ve con tus hermanos. El camino no se revela antes de tiempo. Pero lo hará. Siempre lo hace.
Grace asintió y le dio las gracias en silencio. Después se volvió hacia Wong, que a lo lejos ya le hacía gestos impacientes para que se apresurara y entrara por la grieta de la montaña. Guardó la brújula en su zurrón y suspiró hondo, sintiendo por fin el peso real que caía sobre sus espaldas. Sabía que no había vuelta atrás. Sabía también que su vida, y la de todos, había cambiado para siempre desde el momento en el que tocaron aquellas reliquias. Antes de dejar atrás el templo y al sabio, su voz volvió a alcanzarla, clara y suave como el viento que surcaba la cima.
  • El viento me dijo qué deseo habías pedido, Grace - alzó la voz - Nadie antes había sido capaz de pedir algo así. De pedir con el alma y no con la ambición. Te honra, hija del fuego. Eres un ejemplo para los demás…
La capitana se detuvo en seco. Sus puños se cerraron con tal fuerza que los nudillos palidecieron, y aunque quiso girarse, y mirar al viejo a los ojos, algo se lo impidió. Quizás miedo. Quizás vergüenza. Quizás simplemente cansancio.
  • ¿Entonces por qué me impuso esa condena? - murmuró con la voz hecha brasa, reanudando el paso sin volver la cabeza.
Lao Hé la observó desaparecer en la penumbra del túnel, con aquella mezcla de compasión y sabiduría que sólo él parecía dominar. Se acarició la barba lentamente y, entre dientes, dejó escapar un susurro que el viento se llevó, pero no destruyó.
  • Todo a su tiempo, joven… todo a su tiempo…
El claro los recibió con una luz tenue, filtrada por las copas agitadas del bosque. La humedad de la montaña aún les pesaba en la piel cuando llegaron al arco de la entrada, cansados, tensos, pero unidos por algo que aún no sabían nombrar. Y allí, delante del arco, encontraron a Bum-Bum. El pequeño estaba plantado frente a la barrera invisible, empujando con ambas manos como si intentara mover una roca colosal. Refunfuñaba, bufaba, golpeaba el aire con la frente, convencido de que con suficiente testarudez acabaría atravesando aquel muro invisible que rodeaba el templo.
  • ¡Bum-Bum, ya está! - rio Yara - ¡Ya puedes parar!
El niño alzó la vista y, al verlos aparecer desde la grieta en la montaña, abrió los ojos como platos, sorprendido primero… y ofendido después, como si la barrera hubiera decidido humillarlo a propósito. Uno por uno, cruzaron el portal que separaba el templo del resto del mundo. La energía les recorrió la piel como un escalofrío silencioso, y en cuanto traspasaron el límite, el resto del grupo corrió hacia ellos. Las preguntas les cayeron encima como una tormenta inesperada.
  • ¿Qué ha pasado ahí dentro? - preguntó Cortés
  • ¿Quién es ese viejo? - dijo el Perro
  • ¿Qué os ha dicho? - preguntó Aibori
  • ¿Por qué tardar tanto? - dijo Yrsa
  • ¿Donde debemos ir? - preguntó Bhagirath
  • ¿Que debemos hacer? - dijo Drake
Todos hablaban a la vez, voces superpuestas, manos agitándose, miradas ansiosas. Hasta que Yara alzó una mano.
  • ¡Silencio! - ordenó con más firmeza que paciencia.
La interrupción fue tan rotunda que incluso los pájaros del claro parecieron callarse. Vihaan aprovechó el momento para coger a su hijo, apaciguarlo y sostenerlo contra su pecho, como si aquel pequeño pedazo de vida fuera lo único estable en ese instante. Diego, por su parte, no apartaba los ojos del Mulakaboko. Aún lo sostenía con un cuidado reverencial, como quien teme despertar de un sueño demasiado hermoso. Y Grace… ella apenas podía escuchar nada: su mente ardía con las palabras del anciano, con la revelación del equilibrio y con la sombra del destino que se cernía sobre ella.

Fue Wong quien apaciguó sus innumerables dudas. El guía dio un paso al frente, se acomodó el sombrero de paja y respiró hondo, como si fuese a anunciar algo sagrado.
  • Debemos atravesar el Reino Medio - dijo al fin - Ese es nuestro camino. Los cinco templos… tierra, fuego, aire, agua y finalmente el templo del éter. Todos están esperando. Y debemos empezar por el de la tierra, que es el más cercano.
Mientras el guía hablaba, un silencio absoluto se extendió entre todos. Un silencio cargado, espeso… pero también firme. El tipo de silencio que solo aparece cuando un camino se revela ante los viajeros, un camino del que ya no se puede retroceder. Grace sintió entonces que el aire a su alrededor pesaba más… y que al mismo tiempo la empujaba hacia adelante. El destino había hablado. Y no había vuelta atrás.
  • Así que… - dijo el Perro después de sopesar las palabras de Wong - ¿nuestra misión es devolver el equilibrio al mundo?
Caitlin alzó la vista hacia su capitán. Y entonces lo vio: el Perro empezaba a reír. No una risa suspicaz, ni con doble intención, sino una carcajada limpia y abierta, de esas tan raras en él que parecía que el propio aire se sorprendiera al salir de su pecho. Reía a pleno pulmón, como si alguien hubiera pronunciado el chiste más absurdo y necesario del universo.
  • ¿De qué se ríe ahora? - preguntó, incapaz de evitar que la sonrisa se le contagiara.
  • Me río, Ojos Verdes - respondió él, limpiándose una lágrima que no sabía si era de risa o de cansancio - porque el destino tiene un sentido del humor realmente extraño…
  • ¿A qué te refieres, Perro? - preguntó Cortés, uniéndose a la carcajada general mientras se rascaba la nuca.
El capitán abrió los brazos, señalándolos a todos: heridos, agotados, manchados de sangre seca, polvo y días de pena. Señaló a los desterrados, a los parias, a los desechos de la humanidad que formaba aquella extraña familia de locos desarraigados.
  • ¡Míranos, español! El destino quiere que devolvamos el equilibrio nosotros… ¡Nosotros! Nada más y nada menos… Los más desequilibrados sobre la faz de la tierra.
Las risas se rompieron como una ola, primero tímidas, luego imparables. Se contagiaron unas a otras, subiendo y bajando como un pequeño oleaje humano que por un momento disolvió el miedo, el cansancio y el peso de las revelaciones. Rieron Caitlin y Cortés; rió Yara, echando la cabeza hacia atrás; rió Vihaan acariciando la frente de su hijo; rió Diego sin apartar la mirada del bastón que ahora parecía latir entre sus dedos; y rió Wong, aunque nadie supo si entendía el chiste o simplemente celebraba que la vida siguiera abriéndose paso entre ellos.

En aquel claro, bajo el arco misterioso y la sombra vibrante de la montaña Arcoíris, las carcajadas se mezclaron con el viento como un pequeño paréntesis de humanidad antes del camino que les aguardaba.

Un instante breve, frágil, perfecto.
Un momento de paz.

De esos que solo existen justo antes de que empiece el caos.

Incluso Grace se permitió el lujo de reírse, porque sabía mejor que nadie que aquellos instantes eran tan frágiles como un suspiro perdido en mitad de una tormenta. En su mundo, la alegría era un huésped fugaz, casi un espejismo, y cuando se presentaba uno debía entregarse por completo, como si la vida dependiera de ello. Quizá ese destello de risa fuera el último que compartirían antes de que todo se precipitara hacia el abismo.

Fue el mismo Perro el primero en incorporarse. Lo hizo despacio, con la pesadez solemne de una roca antigua que por fin decide levantarse tras soportar demasiados inviernos. Cada articulación pareció crujir como madera húmeda; estaba exhausto, desgastado por dentro, pero aun así conservaba esa gravedad natural que hacía que todos lo escucharan cuando hablaba, incluso antes de que pronunciara una sola palabra.

Permaneció un momento inmóvil, contemplando a los suyos mientras la risa todavía flotaba en el aire como brasas encendidas. Los miró uno por uno, con un orgullo silencioso, con un respeto que jamás admitiría en voz alta. Habían sobrevivido juntos a tempestades, maldiciones y despedidas que habrían quebrado a cualquier otro grupo. Habían tejido entre ellos un lazo que ni la muerte, con toda su autoridad, podría cortar sin antes pensárselo dos veces.

Él no entendía nada, en realidad. Nunca había sido un hombre de filosofías ni grandes destinos; era práctico, terco y directo, de esos que solo confían en lo que pueden ver con los ojos y sujetar con las manos. Pero aun así, en lo más hondo de su ser, sabía con una certeza antigua y brutal que su camino estaba ya ligado al de ellos. Que los seguiría hasta donde hiciera falta, incluso si el mundo decidía romperse por la mitad.

Entonces sus ojos - cansados, sí, pero firmes como el filo de una hoja bien templada - se posaron en la capitana. Y al hacerlo, una sonrisa breve, casi incrédula, le cruzó el rostro. Recordó la primera vez que la vio, con esa mirada burlona y desafiante, con esa lengua llena de mentiras y astucia, plantada en su isla con un barco robado, como si el océano entero la hubiera traído hasta él por capricho. Si en aquel preciso instante alguien le hubiera dicho que años después estaría perdido en una montaña remota del lejano oriente, acompañado por un puñado de locos, desafiando a dioses y elementos… habría pensado que ese alguien había perdido la cabeza por completo.
  • No perdamos más tiempo, entonces - dijo con voz ronca pero decidida - Si este debe ser nuestro destino… no lo hagamos esperar.
El descenso de la montaña fue más rápido que la subida, aunque no menos arduo. Entre risas cansadas, pasos que resonaban sobre la roca húmeda y el viento frío que aún parecía llevar ecos del maestro, todos avanzaron tras Wong. No hacían falta mapas, no hacían falta palabras: él conocía aquella tierra como si la hubiera soñado mil veces; cada sendero, cada recodo, cada garganta del gran río formaba parte de sus huesos. Cuando finalmente dejaron atrás la altura y el aire helado, la luz del mediodía había empezado a caer sobre las Tres Gargantas, envolviéndolo todo en un fulgor dorado que parecía temblar sobre el agua.

El grupo siguió el curso del río durante horas, adentrándose en el Reino Medio, donde la naturaleza se levantaba como un muro de piedra viva. Las montañas se alzaban con la solemnidad de gigantes antiguos, sus perfiles recortados contra un cielo que empezaba a teñirse de cobre. Lao Hé no había mentido: el templo de la tierra no estaba lejos. Y cuando por fin, al borde del anochecer, después de andar por un estrecho y serpenteante cañón natural rodeado de inmensas paredes de roca milenaria, doblaron un recodo estrecho, y lo vieron.

Primero distinguieron el arco: tan antiguo como el de la Montaña Arcoíris, forjado en madera ennegrecida por los siglos, cubierto de inscripciones que parecían reptar bajo la luz que se desvanecía. Era idéntico, pero también diferente: más robusto, más grave, como si cargara sobre sí el peso del propio mundo. Detrás del arco… nada. O mejor dicho: un vacío que parecía devorarlo todo.

De la tierra emergía la boca de una cueva colosal, un hueco tan profundo que la oscuridad no dejaba ver el final. Ninguna antorcha iluminaba el interior, ningún sonido provenía de él. Parecía una garganta abierta hacia las entrañas del mundo, esperando a aquellos que osaran traspasar su umbral.
  • Acabo de tener un dejavú - susurró Yara al ver la inmensa entrada.
  • La montaña de Svalbard… - le contestó Grace.
  • Esperemos no encontrar otro monstruo de piedra en su interior - sonrió Vihaan.
A sus pies, la falda de la montaña se extendía en terrazas naturales de roca y musgo húmedo. El aire era más denso allí, cargado con un olor férreo, mineral, como si la tierra respirara. Wong se detuvo ante el arco, girándose hacia los demás con el rostro grave. No hizo falta que dijera nada. Todos comprendieron que aquel era el primer destino. El primer desafío. La primera prueba en el largo camino para devolver el equilibrio al mundo. Y supieron, del mismo modo, que solo uno podría pasar.
  • Ves con cuidado - susurró Grace - Y pase lo que pase vuelve…
  • No te preocupes mi vida… volveré….
Grace y Vihaan se abrazaron con la fatiga acumulada de la jornada pegada a la piel, las ausencias sufridas en el recuerdo, y el peso de sus destinos en el alma; fue un abrazo breve y sin teatralidades, pero cargado de todo lo que no sabían como decirse. Sus frentes se rozaron un segundo, los ojos cerrados, y en ese gesto hubo tanto consuelo como desafío. Maverick entre ellos dos se acurrucó en el calor de su abrazo, parloteando en su extraño y primitivo lenguaje de sonidos repetitivos, como si también quisiera despedirse de su padre.
  • ¿Por qué debe ir solo? - preguntó Bhagirath nervioso.
  • Es un desafío que debe afrontar por si mismo, bigotes - respondió Yara.
  • No me gusta nada, señorita Yara… Tengo un mal presentimiento.
  • Lo sé, yo también lo siento. Pero el anciano nos lo dejó claro… Cada uno deberá enfrentar una prueba… Además por mucho que quisiéramos entrar, no podríamos hacerlo.
  • Esos malditos arcos…
  • Exacto… Vihaan debe hacer este camino solo.
El astrónomo se separó despacio, encendió la antorcha y el fuego respondió con un suspiro. La llama proyectó sombras largas sobre el dintel de madera tallada; cuando la alzó, el interior de la cueva tragó la luz con un hambre inmediata.
  • Ser primera vez que alguien separar de grupo…
  • ¿Como dices Yrsa? - preguntó Aibori a su lado.
  • Desde que yo conocer familia, nunca nadie ir solo.
  • Te entiendo. A mi tampoco me parece buena idea… Pero Grace dice que así debe ser.
  • ¿Y si Vihaan tener problemas?
Aibori le acaricio el hombro, dejando su mano sobre la vikinga.
  • Vihaan es inteligente, no te preocupes… seguro que saldrá victorioso.
  • Ser inteligente si, pero no ser fuerte… ¿y si encontrar enemigos?
  • Pues entonces tú y yo entraremos a rescatarlo.
  • ¿Y muro invisible? - preguntó Yrsa bajando la mirada para mirarla a los ojos.
La amazona sonrió, asintiendo con la cabeza.
  • Lo romperemos a golpes…
  • ¿Y si no funcionar?
  • Pues le daremos cabezazos. Hasta que nos deje pasar o hasta que nos sangre tanto la cabeza que nos desmallemos… ¿Que es lo que siempre decimos, amiga?
  • Nadie quedar atrás - respondió ella volviendo la mirada hacia la oscuridad de la caverna.
  • Eso es… Nadie se queda atrás.
Vihaan dio un paso corto, aspiró el aire denso - olor a tierra mojada, a raíces y a siglos - y se volvió un instante. Miró al grupo con una sonrisa que no era alegría sino certeza: la de quien pone el primer pie donde quizá nunca regresará. Luego cruzó el arco y la oscuridad se cerró tras él, engullendo su figura hasta convertirla en un punto de luz tembloroso.

Wong no necesitó gritar: sus ojos, muy vivos, ya habían advertido a todos.
  • Será mejor que nos escondamos - murmuró, la voz baja como una rama rompiéndose - Hong Long sabe dónde están los templos. Y estará vigilando seguramente, si nos encuentra vendrá como el río cuando rompe la presa.
Sus manos señalaron grietas en la roca y huecos entre las peñas; en silencio se dispersaron y se ocultaron entre sombras y maleza, cada uno buscando su refugio improvisado. Grace, aún con la boca de la garganta seca y los ojos húmedos, se acercó a Wong antes de que la noche tragara el último contorno de Vihaan.
  • Fue discípulo del maestro Lao Hé, ¿verdad? - preguntó, la curiosidad atravesada de un filo de miedo.
Wong se dejó caer en el suelo, se limpió el polvo de la ropa con la manga y apoyó la mano en la empuñadura de su calabaza como si fuera un cetro. Sus ojos se perdieron en la lejanía un segundo, y habló despacio, como si contara un cuento antiguo.
  • Sí. El primer Dragón fue alumno de Lao Hé. Posiblemente el más aventajado de todos. Aprendió técnicas, vivencias, senderos interiores… pero con las enseñanzas creció en él algo que el maestro no pudo o no quiso alimentar. Lao Hé vio en el joven un fuego voraz, no el fuego que ilumina sino el que devora.
  • La ambición… - masculló Grace.
  • Así es… Y cuando Lao Hé se percató de ello, le negó las enseñanzas que temía pervertirían su alma. Hong Long lo tomó como afrenta: en vez de aceptar y templarse, abrazó la rabia. Abandonó la senda del equilibrio y juró destruir lo que el maestro protegía y, con el tiempo, aprendió a envolver su ambición en redes de poder. Desde entonces anda tras todo aquello que pueda darle control: templos, objetos, gentes… el Dragón nunca olvida una ofensa ni pierde una oportunidad de cobrársela.
La voz de Wong se apagó en la brisa fría que bajaba de la montaña. Un silencio pesado ocupó el claro: sólo el roce de una hojarasca y el lejano goteo del agua en la roca. Allí, ocultos y tensos, los hombres y mujeres de la Alianza observaban la boca oscura de la gruta por donde Vihaan había desaparecido. Supieron entonces que no era sólo una cueva lo que aguardaba tras el arco, sino el principio de algo irreversible: una prueba que les separaría, quizás para siempre, de lo que habían sido algún día. Grace sintió un escalofrío ascenderle por la espalda.
  • Tal era su rabia que… - prosiguió Wong - cada generación del Dragón ha continuado su voluntad. Heredando su nombre. Su resentimiento. Su obsesión por el éter. Y todos ellos conocen la ubicación de estos templos. Por eso debemos escondernos… porque la sombra del Dragón es larga. Y no descansa jamás.
Grace tragó saliva. No por miedo. Sino por la certeza de que el camino que habían escogido era mucho más oscuro de lo que imaginaban.
  • Entonces - susurró Grace, con la mirada perdida hacia la cueva donde Vihaan había desaparecido - debemos darnos prisa.
Wong asintió con gravedad.
  • Así es, capitana. Pero con cautela… Si el Dragón se hiciera con el poder de las llaves… Ninguno de nosotros volverá a ver el amanecer…
  • ¿No fue coincidencia, verdad? - preguntó Grace con voz temblorosa.
  • ¿A qué te refieres? - respondió Wong, ladeando la cabeza.
  • A que nos encontraras en el puerto de Shanghai…
  • No… no lo fue - contestó sonriendo levemente - Como os dije, no sois los primeros que llegan a nuestra tierra en busca de respuestas. Pero sí sois los primeros que no buscan poder ni gloria. Vosotros sois distintos. Y cuando mi maestro notó vuestra presencia, me envió a buscaros.
  • ¿Puede ver el futuro? - preguntó Grace, dudosa.
  • No diría eso exactamente - respondió Wong - Simplemente entiende y comprende que todo es un ciclo sin fin. De algún modo, todo lo que sucede es porque debe suceder así. No sé si me explico…
  • Sí, lo he comprendido - dijo Grace, apartando la mirada de la cueva y fijando sus ojos en él con firmeza - Tu maestro me dijo lo que sucedería si no conseguimos alcanzar nuestro objetivo… Pero, ¿qué pasará si lo conseguimos?
Wong suspiró, con la mirada clavada en el horizonte.
  • No sabría decirlo… quizás todo vuelva a empezar de nuevo, ¿quien sabe? - abrió su calabaza y dio un sorbo corto - Según lo que el maestro me enseñó, el equilibrio del mundo es frágil. Los elementos se dispersan, buscan sus propios caminos, olvidando a veces que deben estar unidos. Y cuando lo hacen, el Éter no puede controlarlos. Por eso los dioses, el destino, o el mismo pulso del mundo, como quieras llamarlo… buscan guardianes que devuelvan ese equilibrio.
Grace frunció el ceño, procesando sus palabras.
  • ¿Nunca nadie ha conseguido antes devolver el equilibrio, verdad?
  • No - respondió Wong con solemnidad - O al menos no tenemos constancia. Lo que si sabemos es que el mundo ha sufrido demasiado por ello.
Wong suspiró, y su mirada se perdió por un instante en el abismo, como si pudiera ver a través de los siglos.
  • Antes de que la humanidad siquiera caminara sobre la Tierra, cuando los elementos aún no tenían a sus guardianes, hubo desequilibrios que arrasaron con todo. El fuego cubrió vastas regiones, arrasando bosques primigenios y liberando humos que oscurecieron los cielos por años. El aire se volvió furioso, creando tormentas tan violentas que moldearon continentes enteros. El agua se desbordó sin control, engullendo llanuras y generando océanos donde antes no había ninguno. La tierra se quebró, creando cordilleras y valles, y despertando volcanes que no descansaron durante siglos.
La voz de Wong, aunque leve y susurrada, era los suficientemente fuerte como para que todos la pudiera escuchar. La noche se cerraba sobre ellos, la oscuridad los envolvió lentamente.
  • Con el tiempo, cuando surgió la humanidad, esos desequilibrios continuaron, pero con consecuencias más concretas. La erupción del Vesubio, por ejemplo, que sepultó Pompeya y Herculano bajo cenizas y lava. El fuego no solo destruyó ciudades, sino que borró vidas y memoria de generaciones enteras. El terremoto seguido de un maremoto que arrasó Creta y varias ciudades del Mediterráneo, recordando a los hombres que la tierra puede alzarse y el mar engullir lo que el hombre cree seguro. El aire también se rebeló: enormes cenizas volcánicas oscurecieron el sol sobre Europa, Asia y Medio Oriente, enfriando el planeta durante años. El frío provocó malas cosechas, hambre y disturbios. El desequilibrio del viento dejó clara la fragilidad de la civilización ante los elementos. El agua volvió a castigar a los hombres con la Gran Inundación del Norte de Europa, cuando tormentas y mareas arrasaron Frisia, inundando pueblos enteros y cambiando la geografía de la región para siempre. Y la tierra continuó temblando: el Gran Terremoto de Antioquía que arrasó la ciudad y sus alrededores, dejando miles de muertos y demostrando que incluso la ciudad más poderosa no es rival para la furia de la tierra. El fuego, de nuevo, se manifestó con la erupción del Huaynaputina en Perú. Su ceniza cubrió América, y provocó cambios climáticos que llevaron a sequías y hambrunas en Rusia y Europa, demostrando que los elementos no conocen fronteras ni civilizaciones…
Grace lo miró en silencio, escuchando sus palabras con detenimiento. Mientras el Sombrero de Paja recordaba la historia en voz alta, ella imaginaba en su cabeza todos aquellos sucesos que habían sacudido al mundo desde sus cimientos.
  • Cada cataclismo - continuó Wong, con voz grave - fue consecuencia de un fallo: un guardián que olvidó su deber, una llamada de equilibrio que fue ignorada, alguien que se interpuso en su cometido… Y ahora os toca a vosotros. Recuperar lo perdido, devolver el equilibrio antes de que los elementos se rebelen de nuevo… evitar que muchos sufran por ello…
La capitana se quedó pensando en lo que acababa de decir, el ceño fruncido, la mirada perdida en la oscuridad del horizonte. Wong sonrió, imaginando que ella debía pensar que todo lo que acababa de decir era una locura, pero cuando abrió la boca se sorprendió por sus palabras.
  • Cuando recuperamos el Vorial Shardeth, nos topamos con un Dios… Irdi Ruthon’en lo llaman las amazonas. Nos mostró el circulo del que hablas… como la vida… como todo… nace y muere en un bucle sin fin… Pude ver el pasado y el futuro, de tal manera que todo sucedía al mismo tiempo; y en esa visión vi catástrofes que aún no han sucedido…
  • Quieres decir… ¿Que no conseguiremos devolver el equilibrio?
  • No lo sé… Pero tengo la sensación que por mucho que lo consigamos, todo se repetirá de nuevo. Creo que estamos condenados a repetir el mismo destino, una y otra vez, como una historia que nunca termina. Del mismo modo en que los humanos volvemos a repetir nuestros errores, y tropezamos una y otra vez con la misma piedra… los dioses y el destino que han trazado, también cometen el mismo error…
  • Bueno… eso tiene cierto sentido. ¿No somos en el fondo hechos a su imagen y semejanza?
  • Supongo que sí…
El último suspiro de la capitana se perdió en la noche estrellada. El viento frío de la montaña descendía en ráfagas breves, casi tímidas, como si tampoco él quisiera interrumpir la conversación que acababan de compartir. Diego permanecía sentado con el bastón en la mano, absorto en la profunda oscuridad de la caverna; Yara observaba el arco iluminado por la tenue luz de las estrellas, preguntándose sin cesar que es lo que encontraría Vihaan dentro de aquel templo; Wong vigilaba el bosque en silencio, los ojos abiertos y los oídos atentos, con el temor que en cualquier momento surgieran las huestes del Dragón desde la oscuridad; y Grace miraba fijamente la entrada del templo, como si quisiera calcular cuánto tardaría en volver a ver al hombre que amaba.

Los demás permanecían en silencio, cansados, hambrientos y asustados. Mientras tanto, Vihaan avanzaba solo, cada vez más adentrándose en la profundidad y en la oscuridad de la cueva. Sus pasos resonaban contra la piedra, repetidos en un eco que parecía multiplicarse a su alrededor. Alzaba la antorcha con firmeza, tratando de encontrar un límite, una pared, un indicio de profundidad… pero la cueva parecía no tener fin.

El aire olía a tierra mojada.
El ambiente era pesado.
La oscuridad antigua.

Era como si miles de años durmieran en aquel corredor subterráneo.
Vihaan tragó saliva y dio un paso más. La llama parpadeó.

Otro paso. La llama titubeó.
Y, de pronto, sin aviso alguno…

Fssshhhh…

La antorcha se apagó.

La oscuridad lo envolvió por completo, tan densa que parecía un manto físico, una presencia viva. No podía ver sus manos, ni sus brazos, ni siquiera la tenue silueta de su propio cuerpo. La negrura era absoluta. Una oscuridad antigua. Una oscuridad que no era ausencia de luz, sino una entidad en sí misma. Vihaan exhaló despacio, forzándose a mantener la calma. Podía oír su propio corazón golpeando en su pecho, rápido, casi desesperado. Dio un paso más, tanteando el suelo con la punta de la bota.

Luego otro.
Y otro más.

No tenía otra opción.
Debía avanzar.

El silencio era tan profundo que cada respiración le regresaba multiplicada, deformada por la caverna. Y a medida que avanzaba, empezó a notar que el suelo cambiaba: ya no era roca lisa, sino tierra suelta, húmeda, como si caminara sobre raíces enterradas.

El olor a humedad se intensificó. Y entonces escuchó algo.
Muy tenue. Muy lejano. Un murmullo.
Como si la misma tierra… respirara.

Vihaan cerró su único ojo bueno - aunque no sirviera de nada - apretó los dientes, y siguió caminando hacia lo desconocido. Sus otros sentidos se agudizaron al instante. Empezó a escuchar con más claridad, las gotas cayendo al suelo, sus pisadas sobre la arena húmeda, su corazón latiendo indicándole que seguía vivo en aquel vacío eterno. Su olfato detectó aromas con una intensidad casi sobrenatural, la humedad, la roca, el musgo, incluso su propio sudor. La negrura era absoluta, una losa viva que parecía respirar a su alrededor. Estiró la mano, pero no tocó nada. Ni roca. Ni pared. Ni suelo firme. Solo un vacío que parecía extenderse eternamente, como si hubiese entrado no en una cueva, sino en el vientre del mundo.

Y allí, en esa negrura sin forma, nació la primera duda.

“Vuelve”

La palabra no sonó en su oído, sino en algún rincón profundo de su pecho. Un susurro cálido, casi suplicante. Le vino la imagen de Grace, con el rostro endurecido por la responsabilidad pero los ojos suaves de quien teme perder demasiado. Luego vio a su hijo, dormido sobre el hombro de ella, respirando con la tranquilidad que solo la infancia conoce. Y sus amigos, su familia elegida, los únicos que había decidido seguir más allá de cualquier frontera.

“Vuelve. Aún estás a tiempo. Nadie te culpará por dar media vuelta”

El impulso era tan fuerte que el astrónomo sintió cómo sus piernas flaqueaban. Dio medio paso atrás, a ciegas, guiado únicamente por el instinto de proteger lo que amaba. Pero entonces llegó la otra voz. No un susurro. No un pensamiento. Sino un empuje. Una fuerza que no venía de la tierra, del aire, ni de ningún elemento conocido. Una fuerza que nacía de él mismo.

Era como si su corazón, en su rincón más antiguo y primitivo, latiera con otro ritmo, uno que no había sentido nunca. Un ritmo que no le pedía que regresara… sino que avanzara.

“Sigue”

La palabra se clavó en su pecho como un anzuelo. No venía acompañada de promesas, ni de consuelo. No le ofrecía seguridad ni esperanza. Solo una certeza antigua: debes seguir.

Vihaan respiró hondo, y aunque todo en su cabeza gritaba que diera media vuelta, sus pies empezaron a moverse solos. Uno delante del otro, tanteando el terreno invisible. Cada paso lo alejaba de la luz, de los suyos, de la calidez de un abrazo… pero algo profundo, primario y ajeno a su voluntad, lo arrastraba hacia un destino que todavía no alcanzaba a comprender.

La oscuridad lo envolvió completamente, tragándose sus últimos vestigios de vida, pero no de dudas. Y mientras, se adentraba sin retorno, en el corazón infinito de la tierra; y bajo el mismo cielo inmenso, aquel firmamento antiguo que parecía conocer todos los nombres y todos los destinos, Lao Hé meditaba en la cima de su montaña. La noche era profunda, densa como un suspiro detenido. A su espalda, dos antorchas ardían con llama tranquila, proyectando sombras largas que se estiraban sobre la piedra. Frente a él, la cascada descendía sin descanso, un hilo plateado que caía con la fuerza eterna de la tierra misma.

El anciano permanecía sentado sobre la roca húmeda, inmóvil como una estatua tallada por mil inviernos. Sus cabellos blancos se agitaban con suavidad al ritmo del viento frío que serpenteba entre las peñas, rozando su piel arrugada. Sus manos, desnudas, reposaban en su regazo. Sus labios, cerrados. Sus ojos, también.

Nada en su postura parecía humano: era parte del paisaje, parte del eco, parte de la montaña. Como si hubiera estado allí desde antes de que existiera el primer amanecer. Entonces, sin aviso alguno, los ojos de Lao Hé se abrieron.

Dos luciérnagas antiguas encendidas de repente.
Un presentimiento había cruzado su espíritu como un trueno silencioso.
No necesitaba señales, ni palabras, ni visiones: lo había sentido en los cimientos mismos del mundo.
  • Hijo de la Tierra… - susurró, con voz profunda, grave, como si hablara directamente al centro del planeta - Ya has puesto el pie en el camino. No temas a la oscuridad… porque la oscuridad también es suelo firme cuando sabes escucharla.
Permaneció un instante en silencio, ladeando apenas la cabeza, como si oyera algo más, algo que ninguna otra criatura sería capaz de escuchar.
  • Que las raíces te sostengan… y que la piedra te reconozca - añadió con solemnidad - La madre de todos te aguarda. Y no te recibirá con una prueba simple, ni indulgente. Será dura como la roca, vieja como el mundo… y exigirá más que fuerza. Exigirá verdad.
Sus ojos volvieron a cerrarse, pero su voz aún vibraba en el aire frío:
  • Suerte, joven guardián… que la tierra te permita el paso.
El maestro era consciente, la prueba del Templo de la Tierra no era un desafío corriente. No era un monstruo que abatir, ni un laberinto que descifrar, ni una puerta que abrir con trucos y herramientas. Era una prueba total. Una prueba para el cuerpo, que tendría que resistir un peso que ningún hombre debería soportar. Una prueba para la mente, que sería sacudida por recuerdos, miedos y silencios enterrados. Una prueba para el espíritu, que tendría que hundirse tan profundo como las raíces más antiguas… sin romperse.

Allí dentro, en aquella caverna sin fin, la oscuridad no era solo ausencia de luz: era tierra viva. Era historia y era juicio. Y Vihaan estaba entrando en su corazón. La montaña sabía quién era. Su elemento lo reconoció…

Y ahora, iba a comprobar de qué estaba hecho.
Iba a comprobar si Vihaan era digno.

Continuará…
 
Capítulo 94 - Hijo de la Tierra: El despertar de Vihaan

La oscuridad era tan densa que parecía tener peso propio, un manto mineral que aplastaba cada paso que Vihaan daba hacia adelante. Respiraba despacio, conteniendo el temblor en su pecho, pero el aire allí dentro era espeso, saturado de un olor húmedo y antiguo, como si caminara por el interior del estómago de la montaña.

La soledad era absoluta. Tan vasta, tan insondable, que por momentos dudó incluso de su propia existencia. Y cada paso que daba hacia el corazón de la cueva hacía esa sensación más real, más afilada. Sus pasos, al principio torpes, se habían vuelto automáticos; avanzaba no por seguridad, sino por la inercia de un sendero que parecía no querer terminar jamás. Hasta que, de pronto y sin el más leve aviso, el suelo vibró bajo sus pies.

No era un temblor natural. Era un latido.
Extremadamente profundo. Rítmico y lleno de vida.

Vihaan se detuvo. Apretó los dedos alrededor de la antorcha apagada - seguía sosteniéndola como si fuese un ancla, aunque ya no le diera luz - y contuvo el aliento. El latido se repitió, esta vez más fuerte, y pequeñas avalanchas de polvo se desprendieron de las rocas que lo rodeaban. Y antes de que pudiera siquiera comprenderlo, el suelo se abrió bajo él.

Cayó en el vacío.

El rugido del aire le desgarró los oídos mientras era engullido por un pozo inmenso, sin bordes, sin esperanza de aferrarse a nada. La caída lo envolvió por completo, un vacío que le arrancó un grito que jamás llegó a salir de su garganta. Su espalda golpeó una superficie dura - no lo suficiente para matarlo, pero sí para vaciarle los pulmones - y luego rodó varios metros, chocando contra piedra tras piedra, hasta quedar tendido sobre un suelo húmedo e irregular.

Intentó incorporarse. Y al hacerlo un dolor feroz le recorrió el cuerpo de arriba a abajo, como si cada hueso protestara a la vez. Entonces una luz tenue empezó a brotar de las paredes, un brillo verde y pulsante, como musgo antiguo despertando después de siglos de sueño.

Vihaan alzó la cabeza, jadeante.
Y quedó boquiabierto ante tal maravilla.

Al levantar la vista, la contempló. La cámara donde había caído era gigantesca, vastísima, del tamaño de un bosque subterráneo. Columnas de roca se alzaban hasta perderse en una bóveda imposible, como troncos petrificados que sostenían el cielo mineral. La luz verdosa que emanaba de las paredes confería al lugar una belleza solemne, una calma ancestral… pero había algo, algo oculto bajo la superficie, que perturbaba esa paz como una respiración contenida.

Entonces la piedra comenzó a vibrar. Un temblor primero leve, luego cada vez más profundo, recorrió el suelo. Las grietas se abrieron lentamente, serpenteando como heridas que se expandían en la piel de la montaña. Vihaan pensó en un terremoto, hasta que lo vio.

Un brazo emergió de la roca. Un brazo enorme, formado por tierra compacta, barro endurecido, grava y polvo que se desprendían con cada movimiento. Después surgió otro. Y otro. Y otro más. Decenas, luego cientos de manos colosales aparecieron por todas partes, como raíces gigantescas y furiosas buscando aferrarse a él. Se extendían desde el suelo, reptaban por las paredes, incluso caían desde el techo como puños de un monstruo antiguo.

Vihaan retrocedió instintivamente, esquivando una mano… y luego otra… y otra más. Pero el suelo se había convertido en una trampa viva: cada paso que daba hacía brotar dedos deformes que intentaban cerrarse alrededor de sus tobillos.

Una esquiva significaba que diez más se lanzaban de repente contra él.
Cada vez más rápido, cada vez más furiosas, cada vez más manos.

El miedo le apretó el pecho. Tanto que ni desenfundó su arma. Las manos lo perseguían a centímetros, explotando desde el suelo justo después de que él pasara. Otras surgían de las paredes tratando de empujarlo hacia grietas que se abrían y cerraban como fauces hambrientas.

El templo parecía querer devorarlo entero.
Aquello no era una prueba como había dicho Lao Hé. Era un juicio.
El juicio eterno de la Tierra.

Vihaan corrió sin rumbo, solo movido por el instinto de sobrevivir. Saltaba, se agachaba, rodaba por el suelo y volvía a saltar, una y otra vez, sin tiempo si quiera para recuperar el aliento. Pero en una de las esquivas resbaló en una placa húmeda y cayó de rodillas. No tuvo tiempo de incorporarse: una mano de tierra le atrapó el tobillo con una fuerza brutal, lo suficiente para hacer crujir el hueso. Gritó, intentando liberarse, pero otra mano surgió a su lado y le agarró el hombro, tirando de él hacia abajo con determinación homicida. Cayó de cara, el suelo intentando tragárselo, absorberlo. Como si las manos quisieran convertirlo en tierra de nuevo.

El astrónomo rugió entre dientes, una mezcla feroz de dolor y desesperación. Clavó los dedos en la roca suelta y tiró con todas sus fuerzas, sintiendo cómo la tierra le arrancaba pedazos de piel. Pero cada intento de liberarse hacía que las manos tiraran con más intensidad. Se hundía. Centímetro a centímetro, la tierra fría lo reclamaba, subiéndole por las piernas, por la cintura, por el pecho.

Comenzó a faltarle el aire por la presión inmensa de las cuatro manos que lo empujaban. La tierra llegó a su barbilla, a punto de cubrirle la cara. En un último instante, Vihaan inhaló con violencia, como si fuera a sumergirse bajo el agua… y un pensamiento atravesó su mente como un relámpago ardiente: Aún no he abrazado a mi hijo una última vez. Aún no he dado el último beso a Grace. Aún no me he despedido de mi familia. Aún no he cumplido mi destino.

La tierra le cerró la boca.
La oscuridad lo reclamó.
Vihaan fue enterrado en vida.

Con un último impulso - salvaje, desesperado, casi inhumano - clavó ambas manos en la tierra y empujó hacia arriba con toda la fuerza que le quedaba. La superficie cedió apenas un instante, lo suficiente para que su cabeza emergiera de la tierra húmeda. El aire le entró como fuego en los pulmones y arrancó de su garganta un grito desgarrado, un alarido que resonó por toda la cámara subterránea.

Aún jadeando, reunió el poco valor que le quedaba, tensó los músculos y consiguió arrancar su pierna del agarre fangoso. Rodó hacia un lado, raspándose los brazos contra la roca afilada, y se obligó a ponerse en pie con movimientos torpes pero decididos. El corazón le latía desbocado, casi dolorosamente. Buscó con la mirada, desesperado, cualquier salida, cualquier resquicio de esperanza. Entonces lo vio. Un pasillo estrecho, apenas perceptible entre la bruma verdosa, un corte en la roca iluminado por ese resplandor mineral que parecía brotar del mismo corazón de la montaña.

Sin pensarlo dos veces, se lanzó hacia él. El acceso estaba algo elevado, una repisa de piedra afilada como un colmillo. Vihaan trepó, arañando con las uñas, resbalando con la sangre que ya empapaba sus dedos. Detrás de él, las manos de tierra rugían como bestias enfurecidas. Golpeaban el suelo donde él había estado apenas segundos antes, furiosas, frustradas.

Cuando por fin se impulsó hacia arriba y alcanzó la cornisa, las miró desde la altura, temblando, con el corazón en un puño. Quiso seguir y se puso de pie. Quiso correr y empezó a hacerlo, pero no pudo llegar muy lejos. El temblor se intensificó de nuevo. El mundo entero pareció agitarse. Y entonces, sin aviso, una mano gigantesca emergió frente a él desde la pared, una mole de roca viva. Llegó demasiado rápido. No tuvo tiempo de esquivarla. El impacto fue brutal.

Vihaan salió despedido como un muñeco de trapo, cayó de espaldas contra el suelo y sintió, con horror, un crujido profundo en su columna, un dolor tan agudo que le arrancó un gemido. Intentó levantarse, pero fracasó estrepitosamente. El cuerpo simplemente no respondió.

Las manos volvieron. Decenas. Tal vez cientos. Lo agarraron de los tobillos y de las muñecas, tirando de él en todas direcciones, como si fuera barro blando, como si ya formara parte de aquel mundo subterráneo. Lo cubrieron por completo, de tierra, de barro, de roca triturada. Lo hundieron hacia el fondo, sin piedad alguna.

Vihaan inhaló una última vez - un suspiro tembloroso, un acto reflejo de quien sabe que no habrá otro - y la tierra lo tragó entero. La oscuridad se cerró como un ataúd en movimiento. El silencio regresó. Denso y definitivo. Un silencio que no pertenecía a los vivos. Mientras descendía, arrastrado hacia lo profundo, el aire se volvió escaso y el pánico comenzó a desbordarlo. Su corazón latía como un caballo desbocado dentro de un pecho que apenas podía expandirse. Luchó por respirar, por moverse, por liberarse… pero fue inútil.

La falta de aire quemó sus pulmones. La tierra entraba por su garganta sin remedio, la desesperación se agrió en su pecho. El pensamiento más horrible se clavó en su mente: “Voy a morir aquí. Solo. Bajo tierra.” Y de repente… dejó de luchar.

No por resignación. No por derrota. Sino porque algo - quizá el instinto más profundo de su espíritu - lo empujó a hacerlo. Soltó los músculos. Soltó el miedo. Soltó la resistencia. Y se entregó por completo. Y en ese instante, un abrazo frío lo envolvió. Y en vez de terror… encontró paz. Una paz tan antigua que no parecía humana.

A medida que descendía, comenzó a oír voces. No palabras, sino ecos.
Ecos de eras enteras. Mundos enterrados bajo otros mundos. Susurros de criaturas extinguidas, de civilizaciones que jamás fueron recordadas, de memorias atrapadas en el estrato eterno del tiempo. La tierra lo envolvía como si fuera parte de él. Como si él mismo fuese tierra. Y justo cuando sintió que ya no tenía cuerpo, que era polvo, que era silencio… El aire regresó a sus pulmones.

Un tirón brusco. Una ruptura repentina. Y Vihaan cayó. Esta vez desde abajo. Su cuerpo se precipitó desde el suelo de una nueva cámara, pero la caída fue sorprendentemente suave, como si manos invisibles lo hubieran depositado con cuidado. Impactó contra el suelo y escupió una bocanada de barro espeso. Escupió más: polvo, tierra, trozos de raíces. Tosió hasta que sus costillas protestaron. La tierra le salía de la boca, de la nariz, incluso de los oídos. Se puso de rodillas. Tosió otra vez. Y al fin alzó la cabeza. Estaba vivo. Cubierto de tierra, herido, dolorido hasta el alma… Pero vivo.
  • Primera prueba… - susurró, con una voz que apenas reconoció como suya - Superada.
Al menos esa, creyó. Porque, en lo más profundo del alma, sabía que la tierra aún no había terminado con él. Cojeando y sumamente agotado, avanzó por el pasillo donde había renacido; aunque amplio al principio, comenzó a estrecharse con rapidez. En ciertos tramos era tan angosto que tuvo que esconder barriga y contener la respiración otra vez. Tenía la sensación de que las paredes húmedas se estrechaban a voluntad, como si no quisieran permitirle el paso. Y la oscuridad volvió a cerrarse sobre él.

Pero no era la oscuridad natural de una cueva, esa que el cerebro acepta porque así debe ser: no, esta era densa, viva, casi consciente. Parecía observarlo. Parecía esperar. Vihaan dio un paso… y se detuvo de repente, pues el sonido cambió. Ya no escuchaba la reverberación hueca de la piedra, el agua filtrarse por las paredes, sino un eco extraño, apagado, lejano. Dio otro paso y, al tercero, el aire se volvió más pesado, como si quisiera penetrar en sus pulmones a la fuerza. Entonces, sin previo aviso, la oscuridad se iluminó.

Un resplandor terroso, dorado, brotó del suelo como un latido. Vihaan alzó el brazo para cubrirse los ojos, pero el brillo no le dañaba la vista: era una luz cálida, semejante a la del amanecer sobre un campo mojado tras la lluvia. Cuando bajó el brazo, todo había cambiado. Se encontraba ahora en mitad de un paisaje imposible: una llanura infinita, ondulante, hecha de arena dorada que se movía con la suavidad de un pecho que respira.

No había cielo, solo un vacío silencioso teñido de un ocre profundo.
No había viento, ni olores, ni ríos, ni árboles. Nada.
Solo la tierra… y él.

Vihaan tragó saliva. Se dio la vuelta buscando la apertura por la que había entrado, pero ya no estaba. Solo quedaba aquella explanada interminable extendiéndose hasta donde alcanzaba la mirada.
  • ¿Dónde estoy? - preguntó con los ojos muy abiertos.
Su voz se perdió en un eco irregular, como si la arena imitara su pregunta. Comenzó a andar, escudriñando el horizonte. Nada cambiaba. Allá donde se posaban sus ojos solo había más arena, y más allá de esa, todavía más. Caminó tanto que terminó perdiendo la noción del tiempo. Aunque no hubiera sol, sentía un calor asfixiante. La camisa, empapada, se le pegaba a la piel, y una sed acerada empezó a apoderarse de él.

Creyó estar vagando por un mundo marchito, una tierra obsoleta, abandonada. La sensación de soledad volvió de nuevo, marchitando su ánimo. Entonces, de repente - como un espejismo que cobra vida - una figura emergió en mitad del desierto. A escasos metros, ascendiendo de la arena como una estatua que despierta, apareció él mismo. Su rostro. Su cuerpo. Su respiración. Pero el doble tenía una mirada vacía, sin luz. La expresión de un hombre que había renunciado a todo. Vihaan dio un paso atrás.

El reflejo habló con su misma voz, pero más profunda, como si la tierra la moldeara:
  • Has avanzado hasta aquí… pero todavía huyes.
Vihaan apretó los puños.
  • ¿Huir? ¿De qué?
El reflejo respondió sin pestañear:
  • De lo que dejaste atrás.
El suelo tembló. De entre la arena brotó otra figura: una silueta pequeña, frágil, que corrió hacia él con los brazos abiertos. Su corazón se detuvo. Era un niño. Y al instante lo reconoció como suyo. Su hijo, pero no era Maverick, sino el hijo que tuvo o hubiera tenido con Nalini si se hubiera quedado en Calcuta, el niño que jamás conoció y jamás conocería. Tenía la sonrisa luminosa de ella, su misma manera curiosa de mirar el mundo.
  • ¡Papá!
Vihaan sintió que algo se rompía dentro de él. Se dejó caer de rodillas, abriendo los brazos… pero el niño se detuvo a un paso, como si una barrera invisible los separara. Intentó tocarlo, pero sus manos lo atravesaron, deshaciéndolo como humo hecho de arena.
  • No… no… por favor…
El niño lo miró con tristeza.
  • Papá… ¿por qué te marchaste?
La pregunta lo golpeó como un mazo.
  • Para protegeros - susurró Vihaan, con la garganta hecha ceniza - Para que estuvierais a salvo.
  • ¿Y quién te dijo que queríamos eso? - preguntó otra voz.
Era Nalini, o su reflejo imposible. Caminó hacia él con paso firme, los ojos encendidos. No estaba enfadada; estaba decepcionada. Y eso dolía mucho más.
  • Te marchaste sin mirar atrás - continuó - Dijiste que volverías… y ahora tienes otra familia. Te has olvidado de nosotros… Eres un padre ausente, un marido infiel, un hijo irrespetuoso…
Vihaan bajó la cabeza, temblando. La arena se arremolinaba a su alrededor como si esperara su caída.
  • Yo… tenía que hacerlo. No tenía otra opción…
  • ¿Tenías… o querías? - preguntó su otro yo.
El silencio cayó de golpe, pesado como una losa de piedra. La prueba no era un combate. No era un monstruo ni un espíritu ajeno. Era él. Su mente. Sus culpas. Sus temores. Sus contradicciones más profundas. Y la tierra lo sabía. De pronto, la arena se elevó formando una espiral que los rodeó. El niño se desvaneció, arrastrado por la brisa inexistente. Nalini se difuminó. Su doble permaneció frente a él, implacable.
  • Quieres salvar al mundo - dijo el reflejo - pero ni siquiera aceptas quién eres.
Vihaan levantó la mirada, furioso y quebrado.
  • ¡Sé quién soy!
  • No - negó el reflejo, avanzando hacia él - Solo sabes quién eras. Pero el hombre que necesita la tierra… aún no lo has aceptado. Sigues atado a tu pasado. A lo que dejaste atrás. A lo que ahora temes perder…
La arena rugió alrededor, elevándose como una tormenta sin viento.
  • Atrévete - susurró la voz profunda, resonando por toda la llanura - Atrévete a soltar la culpa. Atrévete a confiar. Atrévete a seguir adelante sin cadenas.
Vihaan cerró los ojos. Sintió el peso de cada error, cada miedo, cada pérdida. Y respiró. Una sola respiración profunda, lenta, nacida desde las entrañas. Como si buscara aire con el alma entera. Cuando abrió los ojos, el reflejo seguía allí. Pero ya no lo veía como un juez, sino como una parte de sí mismo que necesitaba ser aceptada.
  • No puedo cambiar lo que hice - dijo Vihaan, con una calma dura y temblorosa - No puedo borrar mis errores. Pero puedo cargar con ellos… y caminar. Seguir caminando.
El reflejo sonrió. Por primera vez.
  • Entonces sigue…
La figura se deshizo en millones de granos de arena que se elevaron hacia el vacío, y con ellos la llanura comenzó a desvanecerse. La luz ocre palideció, se fragmentó… y la oscuridad regresó. Vihaan se encontró de nuevo en la cueva. Solo. Pero algo en su interior había cambiado. La tierra había examinado su mente, su memoria, sus recuerdos, sus miedos… y lo había dejado pasar.

Siguió avanzando durante tanto tiempo que llegó a pensar que llevaba años haciéndolo, como si cada paso lo alejara un poco más del mundo que conocía. El túnel de piedra se abrió de pronto, sin aviso, como si hubiese alcanzado el centro mismo de la tierra. No había luz ni oscuridad: solo una ausencia total. Un espacio sin tiempo, sin forma, sin horizonte. Vihaan parpadeó, pero era inútil; aquel lugar no pertenecía al mundo terrenal.

La tierra bajo sus pies vibró con un pulso lento, profundo, como el corazón de algo muy antiguo, demasiado antiguo para comprenderlo. Algo que latía desde antes de que existiera un nombre para las cosas. Con cada latido, una presión invisible se hundía en su interior, como dedos que escarbaban en su alma. Entonces llegó un susurro. No provenía de ninguna parte, pero resonaba como si la roca misma lo estuviera pronunciando.

“Hijo de la tierra… ¿qué es lo que realmente te sostiene?”

El aire se transformó. Las paredes dejaron de ser piedra: ahora se retorcían y brillaban con destellos de memoria. Lo que la tierra mostraba no eran ilusiones… sino verdades. Primero vio a Maverick. No un recuerdo: al niño tal como era ahora, aferrado al cuello de Grace horas antes de que él entrara en la cueva. Aquella imagen lo golpeó tan fuerte que casi cayó de rodillas.

La escena se desmoronó como arena, y apareció Grace de nuevo, esta vez sola. Parecía exhausta, herida, pero con esa mirada férrea que siempre lo había salvado más veces de las que él admitiría. Luego vinieron los demás: Bhagirath riendo con estruendo; Yara lanzando una maldición; Cortés firme, imperturbable, protegiéndolos a todos como un muro. Vio a Yrsa cantar viejas canciones junto a la forja, a Aibori jugando con su hijo, a Bum-Bum correr entre los marineros, a MacFarlane agarrado al timón en plena tormenta… Los vio a todos y cada uno. Momentos luminosos y oscuros, todos igual de verdaderos, todos grabados en él como cicatrices. Las imágenes se deshicieron. Y el susurro volvió, más profundo, más grave, más interior.

“¿Qué te ata, Vihaan? ¿Qué te impulsa a seguir? ¿Qué sacrificarías, realmente, por aquello que dices proteger?”

El suelo tembló. Y entonces lo vio: otra figura surgía de la nada. No era Grace. Ni su hijo. Ni sus amigos. Era él. Pero no el Vihaan endurecido por las pérdidas y las decisiones imposibles. Era uno más joven, más limpio, más temeroso. El Vihaan que existió antes del exilio voluntario, antes de la guerra, antes de renunciar a lo que había dejado en su tierra. Era el Vihaan que se lanzó en busca del Sundra-Kalash, el muchacho que soñaba con la libertad y surcar el mundo entero. Sus ojos estaban llenos de esperanza… y de miedo a la vez.

Su yo joven habló con su misma voz, pero sin carga, sin dolor.
  • ¿Por qué sigues? - preguntó - ¿Por qué no volviste cuando aún podías? ¿Por qué cargas el peso de un mundo que no te pertenece?
Vihaan sintió el suelo desaparecer bajo sus pies. No quedó fuerza. No quedó voluntad. Solo un cansancio primitivo, un agotamiento que parecía anterior a su propia vida.
  • Porque… - intentó decir, pero la voz le falló.
Su yo más joven lo observó con una tristeza infinita, casi tierna.
  • Has perseguido un sueño durante tanto tiempo que has olvidado que no eres tú quien debe soñarlo.
La frase lo atravesó como un golpe de maza. El espacio entero se resquebrajó. De la tierra surgieron decenas de personas hechas de arcilla, amorfas, silenciosas. No lo herían: lo observaban en silencio. Lo hundían en su propio peso tan solo con sus miradas. Eran la culpa. El miedo. Las decisiones que lo habían convertido en piedra. Todo lo que había cargado durante años y que la tierra, paciente, había absorbido de él. El susurro final cayó sobre su alma como una montaña.

“Para ser tierra… debes dejar de cargarla”

Y entonces Vihaan comprendió. Aquella prueba no exigía fuerza. Ni valor. Ni sabiduría.
Exigía renuncia. Dejar ir el miedo a fallar. Dejar ir la culpa por lo que no pudo salvar. Dejar ir el pasado al que se aferraba hasta desangrarse. Las manos de arcilla lo apretaron con más fuerza. Su yo del pasado esperaba, inmóvil, paciente, como si supiera que la decisión debía nacer de lo más profundo de él. Vihaan cerró los ojos. Pensó en Grace. Pensó en su hijo. Pensó en el amor que aún era posible. En lo que podía construir… y no en lo que había perdido. Y con una serenidad dura, nueva, que le brotó desde el centro del pecho, susurró:
  • Elijo vivir… no para pagar por lo que fui, sino para proteger lo que puedo llegar a ser.
Las personas de arcilla se desvanecieron lentamente. Su yo joven sonrió por primera vez. Y se deshizo en un torbellino de polvo dorado. El lugar vibró, como si algo enorme hubiera exhalado después de siglos de espera. Un sendero de roca emergió bajo sus pies. En la lejanía, entre la penumbra, apareció una luz cálida, pequeña, palpitante… como un corazón de ámbar. La voz habló de nuevo, esta vez suave, satisfecha:

“Hijo de la tierra… has regresado a ti mismo”

La prueba espiritual había terminado. Pero Vihaan comprendió, con una claridad irrefutable, que ya no era el mismo hombre que había cruzado aquel umbral. El peso que llevaba no era una losa.

Era una raíz.

La cueva se abrió lentamente, como la boca de un ser ancestral que despertaba de un sueño eterno. Las paredes, húmedas y vastas, se curvaban hacia arriba hasta perderse en una penumbra apenas rota por el murmullo del agua filtrándose desde lo alto. Al fondo, entre raíces que caían como cortinas vivas y estalactitas perladas por gotas persistentes, se alzaba una pequeña cabaña construida con piedra y madera envejecida. Una chimenea ardía dentro, proyectando sombras que danzaban al ritmo del fuego y llenando el aire con un aroma terroso: musgo fresco, arcilla húmeda y madera antigua.

Siguió andando, poco a poco, observando la belleza del lugar. Todo estaba lleno de vida, arboles antiguos y altos, hierba húmeda y llena de vida, animales pastando entre los arbustos y las flores. Y a medida que se acercaba a la cabaña, empezó a escuchar su voz. Era una mujer. Una mujer anciana, su canción era bonita y ancestral y al entrar en sus oídos sintió una paz que jamás había sentido anteriormente. De algún modo extraño la voz le pareció familiar. Una voz que había escuchado durante toda su vida, pero que jamás se había parado a escucharla. Lo supo al instante. Allí aguardaba ella: la mujer que no era mujer, el espíritu que era elemento…

La Madre Tierra.

Vihaan respiró hondo al llegar a la puerta, antes de cruzar el umbral. Abrió la puerta con delicadeza, el suelo bajo sus botas crujió suavemente, como si la roca misma exhalara al reconocerlo. Entonces vio el rostro de quien cantaba aquella preciosa canción. Un leve resplandor iluminó la figura de la anciana: su piel parecía tallada en corteza y grietas vivas; sus cabellos, largos y desordenados, caían como hilos de musgo plateado; sus ojos, profundos y antiquísimos, brillaban con la serenidad de eras completas. Se apoyaba en un bastón grueso, retorcido como una raíz vieja. A su alrededor, la cabaña rebosaba de vida cálida: hortalizas colgadas ordenadamente, cuencos de madera, sacos de hierbas secas, semillas cuidadosamente guardadas. Un hogar humilde… pero aquel hogar era también el vientre del mundo.

La anciana alzó la mirada, lo midió sin prisa. Al principio no habló. Solo asintió, como quien confirma algo que lleva siglos esperando. Aspiró una bocanada del humo de la chimenea y cerró los ojos, oliendo el pasado y el futuro al mismo tiempo.
  • Portador del Talismán de Tierra… - susurró, con una voz que crujía como madera bajo la nieve - Has llegado al fin… a tu hogar, junto a tu madre…
El corazón de Vihaan dio un vuelco. Sus dedos buscaron el collar que llevaba al cuello. Parecía más pesado ante aquella presencia, como si el destino mismo hubiese decidido asentarse sobre él. La anciana hizo un gesto imperceptible. Él lo entendió sin palabras. Se quitó el collar con reverencia y lo dejó sobre la mesa de piedra. Ella lo tomó con dedos delgados pero firmes, lo sostuvo ante las llamas, y el ámbar brilló como si despertara. Luego lo observó a él, con ojos capaces de ver más allá de la carne.
  • Permíteme devolverte lo que la Tierra te confió…
Tomó un puñado de tierra oscura y húmeda de su propio vientre y lo dejó caer sobre las manos de Vihaan. Aquel contacto lo atravesó como un trueno silencioso: sintió un latido profundo en el pecho, un zumbido grave, como el bosque respirando dentro de él. Observó sus manos y vio como su piel absorbía la tierra. Entró por sus poros, la sintió dentro de sus venas, recorriendo su sangre, sus órganos, sus huesos. El collar, encima de la mesa, respondió de inmediato; se calentó, vibró y se elevó en el aire… se unió a su piel como si siempre hubiera sido una extensión de su cuerpo. Por un instante, su mundo cambió: escuchó el crujir de raíces serpenteando bajo la montaña, los pasos diminutos de insectos ocultos en la roca, el pulso vivo y lento de la piedra que dormía bajo sus pies.

Sintió la vida nacer en él… y extinguirse en él. Sintió a todos y cada uno de sus hijos, desde el primero hasta el último. Desde aquel homínido tembloroso que se puso en pie y buscó refugio en una cueva húmeda, hasta el último niño que exhaló su aliento en un páramo tóxico donde ya nada podía crecer.

Sintió el principio y el final, una y otra vez, en un ciclo interminable en el que él siempre estaba presente. Su corazón se abrió como una herida primordial. Conoció el dolor inmenso de una madre que da vida, que nutre, que protege sin pedir nada a cambio… y también el desgarro de ver cómo sus propios hijos, ingratos, la devoran sin comprenderla, destruyéndola poco a poco.

Vio una semilla desprenderse de una flor y dejarse llevar por el viento. Sintió cómo se hundía en su seno oscuro, cómo la abrazaba y la hacía brotar de nuevo, multiplicándose sin medida, llenándolo todo de verde, de impulso, de existencia, de vida. Fue la ternura de un brote recién nacido. Fue la abundancia de la cosecha. Fue la dadora de vida y la tumba de un anciano que incluso en su muerte, servía para los demás… para los gusanos, para los insectos, para la misma tierra…

Sintió la quietud de un árbol milenario en mitad de una selva viva; sintió los insectos trepar por su corteza, los pájaros ocultarse entre sus brazos, la lluvia resbalar por su piel de madera. Sus raíces se extendieron por continentes enteros, enredándose bajo montañas, ciudades y ríos. Era permanencia. Era sustento. Era latido.

Fue hongo que descompone y regenera. Fue brizna de hierba que nace y muere en un suspiro. Fue tronco y fue piedra. Fue hogar de todos. Fue vida… y fue también la memoria eterna de esa misma vida. La anciana lo observaba en silencio, con una sonrisa que solo transmitía paz y serenidad.
  • Te elegí, hijo mío… pero no por tu fuerza - dijo con una voz que era cálida y eterna - Ni por tu coraje, tan siquiera. Te elegí, Vihaan, por tu corazón… Caminaste entre el fuego de la batalla, en el agua de las mareas, en el viento de las tormentas y sangrantes… sufriste, perdiste y suplicaste. Pero nunca permitiste que tu humanidad se quebrara. Sostuviste al débil, lloraste con el herido, temblaste por el inocente… y aun así seguiste…
Vihaan miró sus manos, debajo de su piel seguían impregnadas de tierra antigua. La fragilidad de su cuerpo contrastaba con la fuerza inmensa que lo recorría. Por un momento sintió que estallaría, que su cuerpo humano no resistiría aquel poder.
  • Algunos temen romper la roca… otros temen despertar la semilla - continuó ella - Pero tú no. Tú entiendes que la Tierra no se conquista: se cuida. Que su poder no se reclama: se recibe. Que su fuerza no destruye: protege…
La anciana se acercó lentamente, apoyándose en su bastón. Cada paso resonó como un eco de la propia montaña.
  • Cuando salgas del Templo sentirás las venas del mundo bajo tus pies: ríos de piedra, raíces vivas, la memoria de la eternidad. Si permites que el miedo gobierne… la Tierra te tragará como polvo. Si sucumbes a tu ambición, la Tierra reclamará tu cuerpo… Pero si mantienes firme tu espíritu… ella te hablará, y tú serás digno de escucharla…
Vihaan alzó la cabeza. Sus ojos no eran los mismos. En ellos dormía ahora la paciencia de los bosques antiguos, la serenidad de las rocas eternas, la fuerza silenciosa de aquello que crece sin prisa.
  • Gracias madre… - murmuró con las lágrimas brotando de sus ojos.
La anciana inclinó la cabeza y le besó la frente con dulzura maternal.
  • Ve, hijo mío. No olvides tu promesa. Y si fallas… recuerda que incluso el lamento de la tierra es eterno.
Vihaan volvió a acariciar su collar. La luz del fuego bañó su rostro y lo envolvió en una fortaleza lenta y profunda. Dio un paso hacia la salida. La cueva lo recibió con su silencio húmedo, pero algo había cambiado: ya no caminaba como un hombre… sino como parte de aquello que lo sostenía.

Anduvo recto, sin detenerse, pues la misma roca se apartaba a su paso.
La oscuridad no le permitía ver, pero sus pies avanzaban pues sabía que no tropezaría jamás.
Podía sentir a donde dirigía cada camino, como si el mismo los hubiera trazado.
La conexión con todo lo que le rodeaba era absoluto.
Cada piedra, cada raíz, cada roca y cada grano de arena…
Vihaan los conocía, no como hermanos, sino como si fueran parte de él.

A lo lejos, el aire frío acarició su rostro al ver la luz plateada de la luna. Estaba volviendo a casa, aunque ya no era el mismo. Le había dado a la Tierra su miedo, su inseguridad, sus heridas y sus dudas. También su amor, su corazón y su alma. Por fin comprendía por qué fue elegido: porque jamás dejó que las tormentas lo domaran por dentro. Porque, incluso roto, buscaba proteger antes que destruir. Porque su corazón no pedía venganza… pedía cuidar. Porque era humilde frente al mundo. Porque podía transformarse sin perder su esencia. Porque entendía que la Tierra no se posee: se honra.

“Que tus pasos no quiebren la tierra… sino que la curen.”

Con el talismán brillante sobre el pecho, Vihaan escuchó las últimas palabra de su madre. Sonrió, pues ahora sabía como escucharla, como hablar con ella, como entenderla. Y como si fuera un hombre renacido ascendió por la cueva silenciosa, donde solo las gotas seguían cayendo como un rumor sagrado. Pensó que en el claro, más arriba, sus compañeros aguardaban con las antorchas alzadas, pequeñas llamas de esperanza en medio de la noche.

El destino lo había reclamado.
No por su espada. No por su fuerza.
Sino por su raíz, su amor, su entrega.
Vihaan era unidad… era hogar…
Era estabilidad cuando todo se desmorona.

Alcanzó el último tramo de la caverna y vio, en la distancia, aún muy a lo lejos, las hogueras encendidas. Puntos naranjas que danzaban contra la noche oscura. Su corazón dio un vuelco. Sus compañeros. Su familia, su mujer, su hijo. Las llamas parecían llamarlo, como brazos extendidos esperándolo, como voces ansiosas por abrazarlo, por comprobar si seguía vivo. Sintió una oleada cálida recorrer su pecho: por fin volvería con ellos. Por fin…

Pero entonces el mundo se quebró. Un estruendo rompió el silencio de las montañas como un hachazo divino. No era el crujido de ramas ni el rugido del viento. Fue un estómago lleno de pólvora estallando contra la noche. Cañones.

Y pronto vinieron los gritos. Voces desgarradas, de dolor, de furia, de miedo. Acero chocando contra acero. Pólvora mordiendo el aire. El humo subió como una sombra oscura, devorando la luz de las hogueras. Y Vihaan entendió. Otra vez. Otra maldita vez, los hijos de la Tierra estaban derramando sangre sobre su piel. La montaña entera pareció gemir bajo sus pies. Y él, con el corazón recién renacido, empezó a correr, sintiendo cómo la tierra se tensaba, esperando…

Esperando lo que él debía hacer ahora.
  • ¡Reagruparos! - rugió Grace, la espada alzada contra el viento - ¡Resistid y aguantad! ¡Que esos desgraciados no se acerquen!
Los enemigos se perfilaban entre la maleza y las sombras, avanzando como una marea de hierro y disciplina. Hong Long, al enterarse de la huida, había enviado destacamentos a todos los templos, y aquel no era la excepción. Un pelotón de unos cien soldados. Algunos tan jóvenes que aún tenían el porte tembloroso de quien jamás había sentido el calor de una mujer; otros tan viejos que cargaban la mirada hueca de quienes habían sobrevivido a demasiadas guerras. Pero lo peor eran sus líderes: los Shén Dú, los asesinos de élite del Dragón, moviéndose con la frialdad del acero mojado, guiando a los soldados rasos a la batalla.

Los fusileros formaron una línea perfecta. La primera hilera se arrodilló, la segunda permaneció en pie detrás, levantando los mosquetes con precisión mecánica. El chasquido del metal preparándose para abrir fuego resonó como un presagio.

Grace apretó los puños hasta que los nudillos se volvieron blancos. Sus dientes chirriaron.
Eran demasiados. Demasiados. Y ellos… ellos eran apenas un puñado. Por un instante vio otra escena superpuesta: Wuhan, el fusilamiento, la impotencia. El mismo olor a pólvora. La misma geometría de muerte. La misma certeza de que no había salida.
  • En cuanto baje la mano lanzaros al suelo - dijo en voz baja, sin apartar la vista del enemigo.
Uno de los Shén Dú levantó el brazo despacio, marcando el compás del final. La señal que precedía al fuego. Grace inhaló hondo.
  • Y cuando recarguen… - una pausa breve, un latido detenido - Nos lanzaremos de cabeza…
Todos asintieron en silencio. Nadie dijo palabra. Sabían que era un plan suicida.
Sabían que quizás no verían otro amanecer. Pero también sabían que no había alternativa.

El brazo del Shén Dú cayó.
  • ¡Ahora! - gritó Grace.
Todos se lanzaron al suelo justo cuando la primera descarga tronó como un relámpago. Yara vio a dos de cachorros del Perro caer a su lado, sus cuerpos sacudidos por los impactos. Antes de que el eco se apagara, Grace ya estaba de pie.
  • ¡Luchaaaaaaad! - rugió, lanzándose contra la línea enemiga con una furia que partía la noche.
Los demás la siguieron, sin pensarlo, sin dudarlo ni un instante. La primera fila de mosqueteros recargando, manos temblorosas, frentes sudorosas, movimientos torpes e imprecisos al escuchar los rugidos de aquella banda de salvajes guerreros.

Había una oportunidad. Una sola. Pero la segunda línea, ya preparada, descargó toda su ira contra ellos. El estruendo de la segunda descarga abrió la noche como un tajo.

Yara, con los ojos en blanco, ya había empezado a invocar la fuerza del río; el agua de su espíritu se agolpaba dentro de ella, lista para rugir. Pero una bala silbó entre el caos y se incrustó en su muslo con un chasquido húmedo. La santera gritó, cayó de lado y rodó por la tierra ennegrecida. Su conjuro se quebró como cristal.

Grace la vio caer. Solo un destello rojo en mitad de la noche: el impacto, la sangre, el cuerpo girando. Pero no frenó. No podía. No debía. La capitana rugió aún más fuerte, un sonido animal que nacía en su pecho y reventaba como un trueno. A sus costados, dos hombres más, un errante de Diego y un nórdico de su tripulación, se desplomaron bajo el fuego enemigo, cuerpos perforados que caían como muñecos rotos. Y sin embargo, ella siguió avanzando, cada zancada más feroz que la anterior; sus cabellos encendidos relucían bajo la luna como hilos de lava viva, como si la misma noche se apartara a su paso.

Desde el interior de la montaña, Vihaan corría. Lo hacía como si pudiera romper la piedra con la desesperación. El eco de su carrera era un latido frenético en las entrañas de la cueva. Entonces lo oyó. El grito. Su grito. No el de una capitana. No el de una guerrera. Sino el de la mujer que amaba, el de la madre de su hijo. El sonido lo atravesó entero.

Y aun así… la cueva parecía infinita. Como si se estirara a propósito, como si la montaña le negara la salida. Vihaan aceleró, pero la sensación lo envolvió como una maldición: por mucho que corriera, jamás llegaría a tiempo.

Mientras, afuera, el infierno continuaba.

La segunda línea enemiga trataba de recargar, mientras la primera ya alzaba los fusiles otra vez, sincronizados, entrenados, implacables. Uno de los soldados más jóvenes - apenas un niño con uniforme - tembló al verlos avanzar.

No eran hombres. No eran guerreros.
Eran bestias salvajes.

Los vio lanzarse con su capitana al frente, directos hacía la muerte como si la rabia de todos los clanes del mundo se hubiera encarnado en ellos. Algunos sangraban, llevando balas incrustadas en el abdomen o en los brazos, pero seguían corriendo sin aflojar, con espuma en los labios, con la mirada encendida de pura determinación animal. No frenaban ni para esquivar los cuerpos caídos de los suyos. No había miedo, ni vacilación, ni duda. Parecían poseídos por el mismísimo diablo.

El joven soldado intentó llenar su mosquete de pólvora, pero sus manos temblaban tanto que apenas podía sostener la bolsa. Levantó la vista un segundo. Y fue el último. Un sable descendió en un arco perfecto, limpio, inevitable. El filo le abrió el cuello de lado a lado. La sangre brotó en una fuente caliente, y su cabeza rodó por la arena como un fruto arrancado antes de tiempo.

El mosquete cayó de sus manos.
La pólvora dejó de importar.
El fuego había hecho su trabajo.

Ahora era el turno del acero.

Continuará…
 
Capítulo 95 - El Susurrador emerge de la Tierra: Vihaan desata su poder

Vihaan emergió del arco que daba acceso al Templo de la Tierra como quien rompe la superficie del velo tras un sueño largo y profundo. El aire frío de la noche lo golpeó en la cara… y, en un instante, la paz sagrada de la cueva quedó atrás. La fría roca, silenciosa y protectora, lo escupió a la superficie como un hijo recién nacido. Y cuando sintió el manto infinito y estrellado del firmamento sobre su cabeza, se sobresaltó al instante.

El mundo ardía.

La guerra se desataba frente a él con la furia de una tormenta desatada sin control. El olor a pólvora se mezclaba con el hedor metálico de la sangre, y el suelo, que horas antes era un sendero de montaña, ahora era un pantano oscuro de cuerpos caídos. Hombres y mujeres yacían mezclados sin distinción: enemigos con la marca del Dragón en el pecho, y compañeros suyos con la mirada vacía mirando a un cielo que nunca volverían a ver.

Un rugido furioso, visceral, estalló enfrente. Allí, entre la humareda, vio a Grace, Yara y Diego. Luchaban espalda contra espalda, rodeados por sombras que se abalanzaban sobre ellos una tras otra. Los tres respiraban como bestias arrinconadas, agotados, heridos… pero imposibles de derribar. Y Vihaan lo supo con claridad: el fuego empezaba a arder en el corazón de Grace, el aire vibraba alrededor de Diego, el agua buscaba nacer en Yara.

Pero no bastaba. No contra aquel enemigo. No sin él.

La tierra bajo sus pies tembló como si lo llamara por su nombre. Vihaan apretó los dientes. Sabía qué era lo que debía hacer. Sabía hasta dónde llegaba su poder, qué magnitud tenía… y que sin él, esa noche terminaría ahogada en sangre.

Corrió. Desenfundó la Flor de Lys con un solo movimiento, la hoja reflejando el rojo de las antorchas y el brillo pálido de la luna. Fue un acto instintivo, el acto de un hombre que ha vivido demasiadas batallas, pues en lo hondo de su corazón, sabia que no necesitaba blandir arma alguna, ya no. Cada paso lo acercaba al estruendo… hasta que una voz, fina como un hilo, pero potente como un trueno en su corazón, lo detuvo en seco.
  • ¡Vihaan!
Él se giró al instante y vio a Isabella. A solo unos metros. Con Dante apretado contra su pecho y Maverick sujetado de su otro brazo. Los dos pequeños lloraban sin emitir apenas sonidos, temblando, aferrándose a ella como si el mundo se estuviera partiendo en dos. Vihaan frenó tan bruscamente que casi tropezó. El corazón se le desgarró al verla ahí, expuesta, con la guerra rugiendo a su espalda. Corrió hacia ella, tomándola por los hombros.
  • Isabella - exhaló - Escúchame… ¡Llévalos ahí! - Señaló el arco detrás de él, la entrada de la cueva - La montaña os protegerá. No podrán alcanzaros allí.
Ella negó con la cabeza, los ojos llenos de miedo.
  • Vihaan… no me dejes sola… por favor…
Él le sostuvo el rostro con ambas manos, suave pero firme, obligándola a mirarlo a los ojos.
  • Todo saldrá bien - dijo, con una certeza que no había sentido nunca, una certeza que venía de la tierra misma - Te lo prometo.
Dante sollozó, Maverick extendió un brazo hacia su padre. Vihaan los besó a los dos en la frente, uno tras otro.
  • !Id. Ahora! No perdáis más tiempo - Su voz tembló, pero su voluntad no.
Isabella, con el alma hecha pedazos, asintió. Corrió hacia el arco con los niños en brazos. Esta vez, la montaña no actuó como una barrera: la cueva se abrió para ellos, permitiéndoles cruzar.

Vihaan observó cómo desaparecían en la seguridad de la roca viva. Y cuando el eco de sus pasos se perdió, respiró hondo. El sonido de los cañones retumbó de nuevo. El grito de Grace atravesó la noche, proclamando que no habría rendición. Vihaan giró la cabeza. Sus ojos ya no reflejaban miedo. Reflejaban piedra. Reflejaban fuerza. Reflejaban destino.

Y entonces avanzó hacia la batalla. Hacia sus hermanos. Hacia su familia.
Hacia la guerra que había nacido y él iba a detener.

Uno de los Shén Dú retiró su cuchillo con un giro seco, arrancando un chorro caliente del costado del hombre que acababa de matar. El cuerpo se desplomó a sus pies como un saco vacío, y él ya buscaba el siguiente blanco, los ojos fijos, la respiración controlada, el pulso firme como acero templado. Saltó hacia adelante, una sombra entre otras sombras.

Pero algo lo detuvo en seco.
Un tirón brusco. No de metal. No de carne.
Sino de piedra.

El asesino bajó la mirada, confundido y de pronto… asustado. De la tierra misma - la tierra compacta, dura, inmóvil hacía un segundo - surgía una mano. Una mano hecha de roca viva, que lo aferraba por el tobillo con una fuerza imposible. Trató de zafarse, pero fue como intentar romper la montaña.
  • ¿Qué…? - murmuró, y su voz sonó extraña, débil, impropia de un Shén Dú.
Entonces lo oyó. Primero un murmullo, apenas un roce entre hojas secas. Luego un susurro hondo, grave, como un temblor que recorría el suelo… y la noche entera.

“Rha’sut… gaïr tholen… da’marra uth…”

El idioma no era humano. Ni siquiera parecía pertenecer al mundo de los vivos. Era una lengua de cuarzo y obsidiana, de presión tectónica, de raíces interminables abriéndose camino en lo más profundo de la tierra. El Shén Dú sintió cómo el eco de aquella voz se colaba por sus oídos, cómo le reptaba por el cráneo… cómo arañaba su mente con uñas afiladas como estalactitas.

Tembló y esa sensación lo desconcertó por completo. Había sido entrenado para no sentir jamás el miedo, había sido educado para no temer a la muerte. Le habían arrebatado todo lo que una vez le convirtió en humano. Y ahora, aquellas malditas palabras, le recordaban de nuevo, lo frágil e insignificante que era en realidad. El susurro volvió, más cercano, más profundo, más inevitable:

“Târen velh… ôr’khar… shal’ath maraï…”

El asesino gritó, llevándose las manos a la cabeza. Y entonces vio lo imposible. A su alrededor, todo su ejercito - cientos de soldados - estaban como él, atrapados. El suelo había estallado en un millar de manos terrosas, brazos sin cuerpo que surgían como raíces vivas, aferrando tobillos, muñecas, codos. El suelo se removía, de él surgían gusanos e insectos, minerales antiguos, cráneos y restos de otras civilizaciones. Los mosquetes caían por la presión ejercida. Los gritos de guerra se convertían en chillidos de pánico. Huesos crujían bajo el agarre de la piedra. Algunos intentaban cortar las manos, pero por cada fragmento roto surgían dos más.

El Shén Dú tragó saliva, el corazón golpeando contra sus costillas. No entendía. No podía entender. La tierra los estaba cazando. El susurro volvió a sonar, esta vez como si se pronunciara directamente dentro de su pecho:

“Dôren… val’shar… !NAI-ROTHA!”

El dolor se volvió insoportable. Tato físico como mental. Buscó desesperado, girando la cabeza hacia todas partes, intentando encontrar al responsable, al brujo, al monstruo, a lo que fuera capaz de provocar aquel sufrimiento sobrenatural. Y entonces lo vio.

Al fondo del caos, avanzando desde el arco de la cueva como si emergiera del corazón mismo de la montaña, un hombre oscuro caminaba. No corría, no gritaba. Caminaba con la calma de un sismo que aún no ha mostrado toda su fuerza. El pequeño temblor que avisa antes de un desastre. Su voz era un susurro eterno, y la tierra respondía a sus plegarias. Sus ojos no eran humanos: brillaban como dos vetas de ámbar encendidas desde el interior. Sus pasos hacían vibrar el suelo. Cada vez que inhalaba, las piedras temblaban. Cada vez que exhalaba, nuevas manos surgían del terreno.

La Flor de Lys descansaba en su mano, pero aquel brujo no necesitaba el acero.
Él era la montaña.
Él era el Susurrador.
Él era… la memoria de la Madre Tierra.

El Shén Dú intentó retroceder. Pero no pudo. La mano de roca apretó su tobillo hasta que oyó el crujido. Gritó de dolor. El Susurrador alzó la voz, no hacia él, sino hacia toda la tierra a su alrededor.

“¡KOR-NAH… SETH’RA… DUN-KAÏN!”

El asesino sintió que la cordura se quebraba como un hueso seco. Sus tímpanos estallaron, de su nariz empezó a brotar un hilo de sangre, sintió arcadas y mareos que lo invadieron por completo. Su mente se quebró, su voluntad se hizo añicos. Y comprendió - demasiado tarde - que aquello no era magia.

Era un juicio.
El juicio de la Tierra que venía a reclamar su venganza…
Y Vihaan era su voz.
  • ¡Matadlooooo! - gritó el asesino fuera de sí.
Los mosquetes temblaron al alzarse, no por el viento… sino por el miedo. El Shén Dú que había gritado la orden sintió su propia voz quebrarse en cuanto Vihaan avanzó hacia ellos. La primera descarga estalló como un trueno. El aire se llenó de humo negro, el olor ácido de la pólvora, el silbido mortal de decenas de balas volando hacia un único hombre.

Pero Vihaan no dejó de caminar.

Las balas golpearon su pecho, sus brazos, su rostro. Rebotaron como si chocaran contra la superficie de una montaña viva. La piel de Vihaan era piedra templada, arcilla compacta, hierro antiguo. No sangró. No vaciló. Ni siquiera parpadeó.

Solo siguió avanzando, cada paso más pesado, más inevitable, más terrible. Grace, Yara y Diego, intentando recuperar el aliento, giraron la cabeza… y se quedaron helados. Drake, el Perro, Cortés, Yrsa, todos los demás se quedaron paralizados. Y sin pensarlo, retrocedieron. Era un instinto primario: la tierra estaba caminando y cuando ella pasaba, todos debían retroceder.

El Shén Dú volvió a gritar la misma orden, esta vez con desesperación:
  • ¡Disparad otra vez! ¡Disparad, malditos!
La segunda descarga sacudió el valle entero. Pero Vihaan siguió avanzando. La pólvora ardió en vano. Su expresión era inhumana: los ojos hundidos y brillantes como brasas enterradas en ceniza húmeda, la mandíbula apretada, los pómulos tensos. La piel parecía agrietarse a cada paso, surcos que no sangraban sino que brillaban con un fulgor terroso, como si hubiese fuego líquido fluyendo bajo su carne. Y el susurro… aquel terrible susurro que nunca se detenía.

Entre cada paso brotaba - gutural y áspero - un idioma que ningún hombre vivo recordaba:
  • Ghar’thun… Ka’ra dei’th… Muur… Muur’akkh…
Era la voz de los ancestros, de los que estuvieron antes, de los que recordaban a quien debían respeto y a quien debían cuidar. Era un rezo prohibido, extinguido, olvidado. Y ahora, terriblemente real. Los enemigos comenzaron a temblar. Uno de los Shén Dú, incapaz de soportarlo, cargó contra él con un alarido desesperado, un salto perfecto, la hoja curva brillando en la luna. Vihaan ni siquiera lo miró. El suelo se abrió bajo los pies del asesino. Una columna de lodo sólido, mezclado con guijarros y raíces, se elevó con violencia. Entró por la boca, la nariz, los oídos, los ojos… El asesino empezó a temblar y a hincharse, hasta que su cráneo explotó hacia afuera llenándolo todo de sangre y sesos. Un estruendo húmedo, oscuro, visceral.

Y entonces llegaron los gritos.
El pánico se expandió por todos lados, incontrolable, omnipresente.
Se desató el caos entre el ejercito del Dragón.
  • ¡Atrás! ¡Atrás! - gritaron los soldados intentando huir.
Pero ya no existía huida posible.

El barro subió por sus piernas como serpientes vivas. Las manos de tierra emergieron de nuevo, cientos, miles, atrapando muñecas, tobillos, armas, cuellos. Cada intento de correr terminaba con un grito ahogado y un cuerpo inmovilizado. Uno por uno se fueron quedando quietos, endurecidos, cubiertos de arcilla que se secaba al instante, convirtiéndolos en figuras grotescas, esculturas de terror grabadas en mitad del campo de batalla.

El susurro se volvió un rugido bajo:
  • Aruun’ta… Sha’kar lun tei… Faar… FAAR’GUNN…
El Shén Dú que había dado la orden de disparar, y que era el responsable de aquel destacamento, sintió cómo las palabras se colaban en su cabeza como gusanos calientes que lo devoraban por dentro. Se llevó las manos a las sienes, gritando, llorando, suplicando que parara.
  • ¡BASTA! ¡BASTA! - gritaba horrorizado.
Vihaan levantó una mano. Solo una. Y el suelo entero obedeció como si fuera un animal amaestrado. Un círculo de tierra se elevó, envolviendo al último Shén Dú como una jaula que se cerraba. El asesino lanzó un chillido final… y después solo quedó el silencio.

Grace observó la escena con la espada temblándole en la mano. Diego retrocedió unos pasos más, sin apenas respirar. Yara se apretó la herida del muslo, incapaz de apartar la mirada. Era Vihaan, sí. Pero también no lo era. El susurro seguía saliendo de su boca, bajo, rítmico, como un rezo prohibido:
  • Mhar’duun… Kel ab’har… Taar… suun… dhaara.
Y cada palabra hacía vibrar la tierra. Cada sílaba era una sentencia. En aquel instante, comprendieron que el Templo de la Tierra y lo que en él habitaba, había despertado algo que no era humano. Y que ese algo había decidido protegerlos. Costase lo que costase. Cayera quien cayera.

Vihaan, o lo que quedaba de él, avanzó entre los cuerpos petrificados como quien atraviesa un cementerio recién nacido. La tierra susurraba bajo sus pasos, un murmullo grave, vibrante, que hacía temblar el aire. Cada pisada parecía hundir el mundo un poco más en un silencio expectante. Frente a él, atrapado hasta la barbilla en barro endurecido, el Shén Dú respiraba entrecortado, los ojos desorbitados, incapaz de apartar la mirada de aquel hombre que ya no era solo un hombre.

El asesino temblaba. No por el frío. No por el dolor. Sino por algo más primitivo: la certeza de estar frente a una fuerza que no comprendía. El barro que lo apresaba seguía tibio, vivo, latiendo como un corazón ajeno. Cuando Vihaan se detuvo a apenas un palmo de él, el Shén Dú sintió que el aire se espesaba. No había calor, no había frío… solo un peso antiguo, como si una montaña entera hubiese entrado en su pecho.
  • ¿Q- q-quién eres…? - balbuceó, la voz quebrada - ¿Qué… qué clase de demonio…e-eres bru-brujo?
El Susurrador lo observó con una calma aterradora. Su piel estaba recorrida de filamentos terrosos que se movían como raíces bajo la superficie, su expresión era inmutable, y en sus ojos ardía una quietud inhumana: la mirada de un ser que había conocido el principio y el fin de todas las cosas. Cuando habló, lo hizo primero en aquel idioma imposible, la lengua que la tierra murmuraba en el sueño de las eras:
  • Sha’ruun etha ka-la’mor… da’rek thuun na-hela.
El Shén Dú gimió, la vibración de esas palabras le abrió grietas de dolor en el cráneo, como si la propia montaña estuviera hablando dentro de él. Vihaan acercó una mano y la apoyó sobre la superficie del barro endurecido, justo sobre el pecho del asesino. El contacto fue suave… pero el Shén Dú sintió como si un glaciar entero se hubiese posado sobre él. Entonces Vihaan habló en un tono humano, aunque su voz seguía resonando como un eco telúrico:
  • Escúchame bien… Solo sigues vivo… porque llevarás un mensaje…
El asesino abrió más los ojos, incapaz de respirar. Vihaan se inclinó lo justo para que su rostro quedara frente al suyo, tan cerca que podía sentir el olor a tierra mojada emanando de él.
  • No se derramará… ni una gota más de sangre - dijo con una firmeza que no necesitaba gritos - Dile al Dragón que mientras yo exista… no lo permitiré…
El barro ascendió un centímetro más, presionando la mandíbula del Shén Dú como una advertencia. Vihaan se enderezó lentamente, dándole la espalda. A su alrededor, los susurros de la tierra seguían resonando:

“Na-kuth… sha’raaa… ethen mor’hal”

El viento se detuvo. Las hogueras parpadearon. La montaña contuvo el aliento. Y el Shén Dú, aún vivo, entendió al fin que aquello no había sido una amenaza. Había sido un juramento.

Los dejaron allí, inmóviles como estatuas de arcilla, endurecidos por el barro y la roca. El último aliento del ejercito de Hong Long no era más que un eco atrapado en sus gargantas petrificadas. El campo de batalla había cambiado: los cuerpos caídos habían desaparecido, absorbidos por la tierra como hijos que regresan al vientre de su madre; la sangre se había desvanecido sin dejar rastro, devorada por un suelo que ya no permitiría más sacrificios.

Vihaan avanzó despacio, sin pronunciar palabra. A cada paso, la furia telúrica que lo envolvía comenzó a disiparse. Su piel, antes endurecida como granito vivo, recobró su textura humana lentamente; la mirada que había hecho temblar a un destacamento entero se fue apagando, volviendo a la serenidad de siempre, aunque ahora cargada de un peso insondable.

Nadie osó interponerse. Nadie respiró demasiado fuerte.
Y sin embargo, todos lo siguieron.

Wong, con el brazo ensangrentado y una venda improvisada apretada con los dientes, fue el primero en dar un paso tras él. No por deber, ni por lealtad militar: lo siguió porque entendía, en lo más profundo del alma, que ya no hacía falta preguntar a dónde ir. Vihaan conocía cada pliegue del terreno, cada grieta, cada sendero oculto bajo el firmamento. Caminaba como si el mundo entero le susurrara rutas antiguas, como si la Tierra misma le marcara el camino.

Él era su voz.
Él era su guardián.

Isabella emergió de la cueva corriendo, con los ojos hinchados por el miedo y el alivio. Entregó a Maverick a Grace con manos temblorosas; la capitana lo tomó sin apartar la vista de Vihaan, como si no pudiera permitirse perder ni un segundo de lo que estaba presenciando. El grupo entero se puso en marcha, avanzando tras él, en silencio reverente. Cada uno intentaba comprender qué había ocurrido realmente: qué era ahora Vihaan, qué fuerza lo había atravesado, qué fronteras había cruzado en lo profundo del Templo de la Tierra.

Ninguno hallaba palabras. Solo podían seguirlo, a unos pasos de distancia, mientras él abría camino entre la noche fresca como un espectro que regresaba de un reino prohibido. Por ahora, nadie se atrevió a preguntar. El suelo aún vibraba débilmente bajo sus pies, como si la montaña, satisfecha, respirara con ellos. Solo cuando el viento helado arrastró el olor de la pólvora lejos del valle, comprendieron que la guerra había cambiado para siempre. Porque Vihaan también lo había hecho. Y el enemigo, temblando aún, empezaba a darse cuenta.

La noticia no tardó en reptar hasta los oídos del Dragón, porque la sombra de Hong Long es larga y oscura. Cuando el mensajero llegó al campamento - un único superviviente de un destacamento de casi un centenar - los guardias lo arrastraron de inmediato a la tienda principal, aún temblando, cubierto de polvo y con la mirada perdida de un hombre que ha visto cómo la muerte, o quizás algo mucho más poderoso, le mira directamente a los ojos.

Hong Long lo observó desde su asiento, los ojos entornados, afilados como la hoja de una navaja. El hombre se arrodilló sin que nadie se lo ordenara. No es que le faltasen las fuerzas para mantenerse en pie, sino que sabía demasiado bien que nadie debe permanecer de pie enfrente del Dragón. Y menos alguien que había fracasado en su misión.
  • Habla - ordenó el verdugo, su voz tan grave que parecía nacer de las entrañas de la tierra que acababan de desafiar.
El soldado tragó saliva, pero las palabras brotaron de golpe, atropelladas, como si quisiera expulsarlas de sí antes de enloquecer.
  • M-mi señor… n-no fue un hombre. Él… él era… un demonio. La tierra… obedecía sus palabras. Pare-parecía humano, pero… ya no sé… ya no sé qué era realmente. Susurraba, mi señor… - su cuerpo entero se estremeció al recordar aquella voz vibrante - su-susurraba en un idioma que no es de este mundo. Y la tierra… la tierra despertaba bajo nuestros pies. Los mosquetes no le hicieron nada. Ni el acero. Nada.
Hong Long no pestañeó.
  • ¿Cómo lo llamaste?
  • El Susurrador… mi señor - dijo, casi en un hilo - Sa-salió de dentro de la montaña… los ojos vacíos, incandescentes… la piel como roca viva… Y nos dijo… nos dijo que no permitirá que se derrame más sangre mientras él viva. Que el Dragón debe saberlo.
En la tienda se hizo un silencio duro, afilado. La mandíbula de Hong Long se tensó, pero no dijo nada. Solo el ligero temblor de la vena en su cuello delató la furia contenida. Se incorporó unos centímetros, con esa calma fría que antecede a los desastres.
  • ¿Hacia dónde se dirigieron?
El asesino inclinó más la cabeza, hasta casi tocar la alfombra del suelo.
  • Ha-hacia el sur, mi señor…
  • ¿Estás seguro?
  • S-sí… completamente…
Hong Long asintió una sola vez. Un gesto tan pequeño como una sentencia. Dos Shén Dú a su lado desenvainaron sus dao al mismo tiempo. El mensajero solo tuvo tiempo de cerrar los ojos antes de que las hojas descendieran. Su cabeza rodó por la alfombra sin que Hong Long apartara la mirada, ni tan siquiera pestañeó.
  • Que todos los soldados disponibles y todos los Shén Dú marchen de inmediato al Templo del Fuego - ordenó el Dragón, sin levantar la voz.
Los dos asesinos se inclinaron y salieron corriendo, con el sudor pegándose en sus frentes pese al aire frío de la noche. Cuando la tienda volvió a quedar en silencio, Hong Long se dejó caer sobre los cojines acolchados. Dos mujeres entraron sin hacer ruido; una le sirvió té caliente en una taza de porcelana esmaltada, la otra se colocó detrás de él para masajearle los hombros tensos. Él cerró los ojos, pero su mente estaba lejos de allí.

Habían despertado al Espíritu de la Tierra. Eso, ya por sí solo, inclinaba la balanza demasiado hacia el enemigo. Un poder antiguo, lento, profundo, imposible de mover por la fuerza. Pero si conseguían despertar al Fuego… Si ese espíritu ardía… si aquel corazón primigenio volvía a abrir los ojos… Hong Long sabía lo que eso significaba. Sería el fin.

El fin de su imperio.
El fin de su supremacía.
El fin de todo lo que llevaba décadas construyendo.

“El Susurrador…”, pensó con una media sonrisa, mientras el té temblaba ligeramente entre sus dedos. Haría lo que fuera necesario para evitarlo. Lo que fuera. Incluso si debía quemar el mundo entero para lograrlo. Nada debía interponerse en su destino. Nada ni nadie. Un último pensamiento lo atravesó, fugaz como el zarpazo de una bestia: “No se derramará más sangre”… Hong Long soltó una carcajada baja, amarga.
  • Ya lo veremos… - susurró.
La advertencia de Vihaan flotó en la oscuridad de la tienda, como un presagio ignorado por quien solo conoce la codicia. Pero las montañas, los ríos y las raíces del mundo entero sí la escucharon. Y aguardaban tranquilas a aquella alma corrompida que se creía amo y dueño de todo. Y es que la codicia es un río que arrastra incluso al más fuerte; la ambición, un fuego que devora al que la enciende. Hong Long creía que su voluntad podía someterlo todo, que su poder era infinito, pero no se daba cuenta que cada paso que daba era sobre arenas movedizas, que cada deseo insaciable lo empujaba hacia un abismo que él mismo había cavado. Y así, cegado por su propia sombra, se arrojó a un final que ya palpitaba en el aire, mientras el destino, paciente y silencioso, esperaba a que su arrogancia encontrase su precio.

En ese mismo momento, la expedición continuaba su camino en silencio, entre vendajes improvisados y pasos arrastrados. Cada jornada eran menos, y sin embargo, algo había cambiado: una sensación extraña y poderosa se había instalado en todos ellos. Eran menos, sí… pero más fuertes, más peligrosos. Como si el mundo mismo hubiera empezado a tomarlos en serio.

Lo que Vihaan había hecho aún latía en sus pechos, como un eco profundo que nadie se atrevía a nombrar. Nadie le habló. Nadie osó siquiera caminar a su lado. El astrónomo avanzaba en cabeza, solo, con el paso ligero y constante, como si cada pisada sobre el polvo del camino le devolviera la energía robada. Caminaba erguido, sin prisa y sin fatiga, y la tierra parecía abrirse dócil bajo sus pies.

Los demás lo seguían a cierta distancia, exhaustos, cubiertos de heridas, pero incapaces de apartar la mirada de aquella figura que ya no sentían del todo humana. Que ya no sentían del todo suya. Como si el Vihaan que habían conocido hubiera muerto, y ante ellos caminara alguien distinto, pero con su misma piel.
  • ¿Seguro que no necesitas parar? - preguntó Grace al fin, rompiendo el silencio.
  • La bala ha atravesado el muslo - respondió Yara con rapidez, apretando los dientes por el dolor - No te preocupes… puedo seguir.
La capitana asintió en silencio y pasó el brazo por debajo del de su amiga para ayudarla a avanzar. Yara cojeaba, pero su determinación era férrea. Aun así, como todos los demás, no podía dejar de mirar a Vihaan. Pensó en él. En lo que había despertado de su interior. En lo que había encontrado dentro del Templo, en lo que ahora caminaba delante de ellos como un presagio.

“Si esto es la Tierra… - pensó - si este es su verdadero poder…”

Su mente viajó inevitablemente hacia Grace. Hacia el Templo del Fuego que les aguardaba. Si Vihaan había sido capaz de someter la voluntad misma del suelo, de hacer que la montaña respondiera a su voz, ¿qué ocurriría cuando Grace liberara el fuego que llevaba dentro? El fuego no era paciente como la tierra. No esperaba. No sostenía. El fuego arrasaba, consumía, transformaba sin pedir permiso.

Un estremecimiento le recorrió la espalda, cuando sus pensamientos fueron más allá…

El Agua. Ella misma. ¿Qué despertaría cuando llegara su turno? ¿Qué pasaría cuando dejara de contener el océano que llevaba en el pecho? ¿Sería capaz de controlarlo… o sería arrastrada por él? Pensó también en Diego, y en el Aire. En lo imprevisible, en lo invisible. En una fuerza que no se ve venir hasta que ya es demasiado tarde.

Cuatro templos. Cuatro elementos. Cuatro voluntades humanas enfrentadas a poderes que no estaban hechos para ser poseídos. Yara tragó saliva. Caminaban hacia algo más grande que ellos. Algo que los estaba cambiando, uno a uno. Y aunque el miedo se le enroscaba en el estómago, también sentía otra cosa, igual de peligrosa: esperanza.

Delante, Vihaan seguía avanzando, sin mirar atrás.
Y la tierra, silenciosa y atenta, caminaba a su lado.
  • ¿No vas a hablar con él? - preguntó la Yoruba, rompiendo el silencio.
Grace no respondió de inmediato. Siguió observando la espalda de Vihaan, su forma de caminar, tan distinta… y al mismo tiempo tan suya. Maverick, dormido contra su pecho, masculló algo entre sueños, inquieto, como si presintiera lo que los adultos aún no se atrevían a nombrar.
  • No sé qué decirle…
  • Es tu maldito marido… - sonrió Yara, pese al dolor - Si tú no lo sabes, ¿qué demonios vamos a decirle los demás?
  • No estamos casados…
  • ¡Venga ya, Grace! - se burló la cubana - No hace falta que un cura os diga lo que sois. Duerme contigo cada noche y te ha hecho un maldito hijo… haz el favor.
Grace suspiró, derrotada.
  • ¿Pero qué demonios le pregunto?
  • Yo qué sé… - Yara ladeó la cabeza - Primero asegúrate de que sigue siendo Vihaan. Quizás, lo mejor, sería empezar por ahí.
Grace tragó saliva.
  • ¿Y luego?
Yara volvió a mirar al hombre que caminaba delante de todos, al que la tierra había decidido obedecer.
  • Pues lo que todos nos preguntamos… - dijo en voz baja - Qué demonios ha sucedido en esa maldita cueva.
Grace respiró hondo antes de dar el primer paso. No fue una decisión repentina, sino una rendición lenta: aceptar que ya no podía seguir observándolo desde atrás, como si la distancia pudiera protegerla de lo que había visto nacer en él. Aceleró el paso. El polvo del camino crujía bajo sus botas, pero Vihaan no se giró. Caminaba con la mirada fija al frente, la espalda recta, el paso firme, como si la tierra misma marcara su ritmo. A su alrededor, el aire parecía más denso, más quieto. No era amenaza. Era gravedad.

Grace se colocó a su lado.

Durante unos segundos no dijo nada. Solo lo miró. Buscó señales: el gesto familiar al fruncir apenas el ceño, la forma en que sus hombros se relajaban al exhalar, ese cansancio antiguo que siempre llevaba consigo. Su piel había recuperado el aspecto humano, pero aún había algo en él… una quietud demasiado profunda, como un lago manso y en calma que ya no conoce la superficie.
  • Vihaan… - probó al fin, con voz baja.
Él giró la cabeza despacio. Sus ojos se encontraron. No era otro. Pero tampoco era el mismo. En su rostro habitaba algo vasto, una calma que no pedía permiso ni explicaciones. Aun así, cuando la miró, hubo un destello reconocible: ternura contenida, preocupación sincera.
  • Grace - respondió con una amplia sonrisa.
Solo su nombre. Nada más. Y, sin embargo, a ella se le aflojaron los dedos, como si hubiera estado sosteniendo el mundo con las manos tensas y por fin pudiera soltarlas un poco. Caminaron juntos unos pasos más. El resto del grupo los observaba desde atrás, en silencio reverente, como si aquel encuentro fuera tan sagrado como cualquier templo.
  • Pensé que tardarías menos… - dijo él, con una media sonrisa.
Grace frunció el ceño, entre alivio y desconcierto.
  • No sabía qué decirte.
  • Lo sé… no te preocupes.
Caminaron unos pasos más en silencio. El sonido del grupo quedó atrás, amortiguado, como si el mundo les concediera un pequeño margen de intimidad.
  • No puedo sacarme de la cabeza… - Grace tragó saliva - lo que hiciste cuando saliste de la cueva - continuó - Vihaan, la tierra… - buscó la palabra adecuada - te escuchó, respondió a esas palabras extrañas que susurrabas…
Se detuvo un instante. Él también lo hizo. El camino siguió delante, pero ese momento exigía quietud. En silencio todos se detuvieron sin poder apartar la mirada. Grace lo miró de frente, sin escudos.
  • Necesito saber algo - dijo al fin - Mírame y dime la verdad. ¿Sigues siendo tú?
Vihaan sostuvo su mirada durante un largo segundo. Luego acercó una mano y la sujetó con cuidado sobre la suya, cálida, firme, humana. Y reanudó la marcha.
  • Soy yo - dijo volviendo la mirada al horizonte - Pero ya no estoy solo.
No hubo miedo en su voz. Tampoco orgullo. Solo certeza.
Grace negó despacio con la cabeza, sin mirarlo.
  • Nunca lo has estado…
Él sonrió, esta vez con algo de ternura antigua, reconocible.
  • Lo sé. No lo he olvidado, mi vida - Hizo una pausa - Pero ahora es distinto.
Grace apretó su mano con fuerza.
  • ¿Distinto cómo?
Vihaan inhaló profundamente. No como quien busca palabras, sino como quien escucha algo que ya está hablando dentro de él.
  • Lo siento - dijo al fin - Siento la tierra. No como una fuerza… sino como un latido. Lo que habita sobre ella y bajo ella. Las raíces, las piedras, los huesos antiguos, las semillas que aún no han nacido. Todo eso… - se llevó una mano al pecho - corre ahora por mi sangre. No me pertenece, pero me atraviesa. Y responde cuando le hablo.
Grace sintió un escalofrío. No de miedo. Sino de respeto. Aquello que lo envolvía no era un hechizo ni una posesión. Era una alianza. Un pacto con la misma tierra.
  • ¿Y eso no te asusta? - preguntó en voz baja.
Vihaan la miró entonces con una intensidad suave, sin rastro de arrogancia ni furia.
  • Me asustaría ignorarlo… - murmuro, y por un instante bajó la mirada, como si observara algo que solo él podía ver bajo la superficie del camino - Me asustaría volver a ser el hombre que caminaba sin escuchar. El que pisaba la tierra creyendo que era muda, inerte, hecha solo para soportar mi peso.
Alzó de nuevo los ojos hacia Grace.
  • Antes… avanzaba imponiéndome. Decidiendo. Arrastrando conmigo mis miedos como si fueran certezas. Creía que ser fuerte era no dudar, no detenerse, no atender a las grietas. Ni a las de fuera… ni a las de dentro - Esbozó una sonrisa breve, cansada - Y la tierra siempre habló. Siempre. En el temblor previo al derrumbe, en el silencio antes de la tormenta, en la raíz que rompe la roca sin violencia. Pero yo no quise oírla.
Inspiró hondo. Cada respiración parecía acompasarse con algo más profundo que el aire.
  • Ahora… si volviera a cerrarme, si fingiera que ella no existe, no sería ignorancia. Sería traición. A la Madre. Y a mí mismo. Porque sé lo que ocurre cuando no escucho: convierto el miedo en dureza, el dolor en carga, y termino siendo una piedra más… estéril.
Llevó la mano al suelo un segundo, apoyando los dedos en la tierra polvorienta del sendero, agarró una pequeña piedra de arena y empezó a desmenuzarla entre sus dedos.
  • La tierra no me pide obediencia - continuó - Me pide presencia. Atención. Que recuerde que todo deja huella, que todo vuelve. Si dejo de escucharla… volveré a perderme. Y esta vez sabría que fue una elección.
Guardó silencio. El viento movió apenas el polvo del camino. Grace comprendió entonces que el verdadero temor de Vihaan no era el poder que ahora lo habitaba, sino la posibilidad de volver a vivir de espaldas a aquello que, por fin, había aprendido a escuchar. Ella sostuvo su mirada. Y durante un segundo volvió a ver al hombre con el que había compartido noches de cansancio, risas sinceras, decisiones imposibles, amor verdadero. Y, al mismo tiempo, vio algo más amplio, más antiguo… pero no ajeno. Grace asintió lentamente.
  • Entonces… - dijo - supongo que tendremos que aprender a caminar contigo, de nuevo.
Vihaan volvió la vista al camino sin detenerse.
  • No - respondió - Caminamos juntos, Grace. Como siempre lo hemos hecho…
Y el sendero, bajo sus pies, pareció afirmar sus palabras.
  • ¿Qué demonios sucedió dentro de la montaña?
Vihaan tardó en responder. Cuando lo hizo, su voz era serena, pero cargada de un peso difícil de sostener.
  • La tierra me puso a prueba. No solo el cuerpo… también la mente. Y el alma. Me obligó a mirar aquello de lo que huía. No para vencerlo. No para dejarlo atrás. Sino para aceptarlo. Para comprender que mis miedos no son cadenas… son parte de mí. Y que aprender a convivir con ellos es la única forma de no ser devorado por ellos.
Grace lo miró con atención absoluta.
  • ¿Y después?
Vihaan cerró los ojos un instante, como si al hacerlo regresara a aquel lugar imposible.
  • La vi…
Grace se tensó.
  • ¿A quién viste?
  • A la Madre Tierra.
El nombre cayó entre ellos como una verdad antigua, reverente.
  • ¿Cómo fue? - susurró Grace.
Vihaan abrió los ojos. En ellos no había fanatismo, ni locura, ni orgullo. Solo una calma profunda… y una tristeza inmensa.
  • Fue como volver al origen - dijo - Como sentir cada vida que ha existido y que existirá. Comprendí que la tierra ama sin medida, sin juicio… y que su dolor es infinito, porque nunca deja de dar, incluso cuando la hieren. Entendí que su poder no nace de la destrucción, sino del cuidado. Que proteger no es dominar. Que sostener es más fuerte que arrasar.
Grace sintió un nudo en el pecho.
  • ¿Y por qué tú? - preguntó - ¿Por qué te eligió?
Vihaan la miró entonces de frente.
  • Porque no quise poseerla - respondió - Porque acepté ser parte de ella. Porque entendí que no soy su dueño… soy su guardián. Como todos deberíamos ser.
Siguieron caminando, hombro con hombro. Y aunque el camino aún estaba cubierto de heridas, de pérdidas y de guerra, Grace supo - con una certeza tan firme como la roca - que algo había cambiado para siempre. No solo en Vihaan. Sino en el mundo entero.

Continuará…
 
La Madre tierra me suena de Avatar ( o algo parecido, creo en esa era un árbol que los puñeteros humanis destruyeron ), y en alguna peli de animación.
Por lo demás, creo que los 4 juntos, son indestructibles.
 
La Madre tierra me suena de Avatar ( o algo parecido, creo en esa era un árbol que los puñeteros humanis destruyeron ), y en alguna peli de animación.
Por lo demás, creo que los 4 juntos, son indestructibles.
Es una buena analogia. Siempre he visto Avatar como una reinterpretación de Pocahontas de Disney: Un forastero de una civilización más "avanzada" (y lo pongo entre comillas, obviamente) que se enamora de una indígena,

La idea era transmitir la visión de la tierra como la Pachamama, tal y como la conocen los pueblos andinos: Una diosa de la fertilidad, la abundancia y la vida. Una figura que sustenta y nutre la vida, considerada la casa y la madre de todos los seres vivos. Asociada con la fertilidad y la capacidad de la tierra para generar vida y abundancia. Y una conexión con la naturaleza: Representando la conexión intrínseca entre los seres humanos y la naturaleza, encarnando un sentido de equilibrio y respeto hacia el medio ambiente.

Ahora estoy escribiendo el nuevo capítulo donde Grace se adentra en el Templo del Fuego...
Esperemos que no acabemos todos calcinados, jajajaja
 
Hay prevista varias, pero va para largo.
A veces eso es un error... Sabes cuando dicen eso de que segundas partes nunca fueron buenas...
Pues Hollywood como siempre, ha ido un paso más allá. Quinceavas partes nunca fueron buenas jajajaja
La segunda a mi me gustó, pero no sé... le faltaba un poco de alma. Me dio la sensación que era lo mismo que la primera, pero en vez de luchar en la tierra, lo hacían en el mar... y por lo que veo del trailer, la tercera será lo mismo pero en el aire...

No sé... me la veré porque me encanta la historia de indigenas primitivos desafiando a la tecnología y eso...
Pero no me gusta que alarguen tanto las historias... es peligroso y puede salir muy mal...
 
A veces eso es un error... Sabes cuando dicen eso de que segundas partes nunca fueron buenas...
Pues Hollywood como siempre, ha ido un paso más allá. Quinceavas partes nunca fueron buenas jajajaja
La segunda a mi me gustó, pero no sé... le faltaba un poco de alma. Me dio la sensación que era lo mismo que la primera, pero en vez de luchar en la tierra, lo hacían en el mar... y por lo que veo del trailer, la tercera será lo mismo pero en el aire...

No sé... me la veré porque me encanta la historia de indigenas primitivos desafiando a la tecnología y eso...
Pero no me gusta que alarguen tanto las historias... es peligroso y puede salir muy mal...
Es verdad que la primera fue buenísima y la segunda no tanto.
Es muy difícil que pase como en la saga de star wars, en las que las 3 de los años 80 me encantaron casi por igual.
 
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