Capítulo 94 - Hijo de la Tierra: El despertar de Vihaan
La oscuridad era tan densa que parecía tener peso propio, un manto mineral que aplastaba cada paso que Vihaan daba hacia adelante. Respiraba despacio, conteniendo el temblor en su pecho, pero el aire allí dentro era espeso, saturado de un olor húmedo y antiguo, como si caminara por el interior del estómago de la montaña.
La soledad era absoluta. Tan vasta, tan insondable, que por momentos dudó incluso de su propia existencia. Y cada paso que daba hacia el corazón de la cueva hacía esa sensación más real, más afilada. Sus pasos, al principio torpes, se habían vuelto automáticos; avanzaba no por seguridad, sino por la inercia de un sendero que parecía no querer terminar jamás. Hasta que, de pronto y sin el más leve aviso, el suelo vibró bajo sus pies.
No era un temblor natural. Era un latido.
Extremadamente profundo. Rítmico y lleno de vida.
Vihaan se detuvo. Apretó los dedos alrededor de la antorcha apagada - seguía sosteniéndola como si fuese un ancla, aunque ya no le diera luz - y contuvo el aliento. El latido se repitió, esta vez más fuerte, y pequeñas avalanchas de polvo se desprendieron de las rocas que lo rodeaban. Y antes de que pudiera siquiera comprenderlo, el suelo se abrió bajo él.
Cayó en el vacío.
El rugido del aire le desgarró los oídos mientras era engullido por un pozo inmenso, sin bordes, sin esperanza de aferrarse a nada. La caída lo envolvió por completo, un vacío que le arrancó un grito que jamás llegó a salir de su garganta. Su espalda golpeó una superficie dura - no lo suficiente para matarlo, pero sí para vaciarle los pulmones - y luego rodó varios metros, chocando contra piedra tras piedra, hasta quedar tendido sobre un suelo húmedo e irregular.
Intentó incorporarse. Y al hacerlo un dolor feroz le recorrió el cuerpo de arriba a abajo, como si cada hueso protestara a la vez. Entonces una luz tenue empezó a brotar de las paredes, un brillo verde y pulsante, como musgo antiguo despertando después de siglos de sueño.
Vihaan alzó la cabeza, jadeante.
Y quedó boquiabierto ante tal maravilla.
Al levantar la vista, la contempló. La cámara donde había caído era gigantesca, vastísima, del tamaño de un bosque subterráneo. Columnas de roca se alzaban hasta perderse en una bóveda imposible, como troncos petrificados que sostenían el cielo mineral. La luz verdosa que emanaba de las paredes confería al lugar una belleza solemne, una calma ancestral… pero había algo, algo oculto bajo la superficie, que perturbaba esa paz como una respiración contenida.
Entonces la piedra comenzó a vibrar. Un temblor primero leve, luego cada vez más profundo, recorrió el suelo. Las grietas se abrieron lentamente, serpenteando como heridas que se expandían en la piel de la montaña. Vihaan pensó en un terremoto, hasta que lo vio.
Un brazo emergió de la roca. Un brazo enorme, formado por tierra compacta, barro endurecido, grava y polvo que se desprendían con cada movimiento. Después surgió otro. Y otro. Y otro más. Decenas, luego cientos de manos colosales aparecieron por todas partes, como raíces gigantescas y furiosas buscando aferrarse a él. Se extendían desde el suelo, reptaban por las paredes, incluso caían desde el techo como puños de un monstruo antiguo.
Vihaan retrocedió instintivamente, esquivando una mano… y luego otra… y otra más. Pero el suelo se había convertido en una trampa viva: cada paso que daba hacía brotar dedos deformes que intentaban cerrarse alrededor de sus tobillos.
Una esquiva significaba que diez más se lanzaban de repente contra él.
Cada vez más rápido, cada vez más furiosas, cada vez más manos.
El miedo le apretó el pecho. Tanto que ni desenfundó su arma. Las manos lo perseguían a centímetros, explotando desde el suelo justo después de que él pasara. Otras surgían de las paredes tratando de empujarlo hacia grietas que se abrían y cerraban como fauces hambrientas.
El templo parecía querer devorarlo entero.
Aquello no era una prueba como había dicho Lao Hé. Era un juicio.
El juicio eterno de la Tierra.
Vihaan corrió sin rumbo, solo movido por el instinto de sobrevivir. Saltaba, se agachaba, rodaba por el suelo y volvía a saltar, una y otra vez, sin tiempo si quiera para recuperar el aliento. Pero en una de las esquivas resbaló en una placa húmeda y cayó de rodillas. No tuvo tiempo de incorporarse: una mano de tierra le atrapó el tobillo con una fuerza brutal, lo suficiente para hacer crujir el hueso. Gritó, intentando liberarse, pero otra mano surgió a su lado y le agarró el hombro, tirando de él hacia abajo con determinación homicida. Cayó de cara, el suelo intentando tragárselo, absorberlo. Como si las manos quisieran convertirlo en tierra de nuevo.
El astrónomo rugió entre dientes, una mezcla feroz de dolor y desesperación. Clavó los dedos en la roca suelta y tiró con todas sus fuerzas, sintiendo cómo la tierra le arrancaba pedazos de piel. Pero cada intento de liberarse hacía que las manos tiraran con más intensidad. Se hundía. Centímetro a centímetro, la tierra fría lo reclamaba, subiéndole por las piernas, por la cintura, por el pecho.
Comenzó a faltarle el aire por la presión inmensa de las cuatro manos que lo empujaban. La tierra llegó a su barbilla, a punto de cubrirle la cara. En un último instante, Vihaan inhaló con violencia, como si fuera a sumergirse bajo el agua… y un pensamiento atravesó su mente como un relámpago ardiente: Aún no he abrazado a mi hijo una última vez. Aún no he dado el último beso a Grace. Aún no me he despedido de mi familia. Aún no he cumplido mi destino.
La tierra le cerró la boca.
La oscuridad lo reclamó.
Vihaan fue enterrado en vida.
Con un último impulso - salvaje, desesperado, casi inhumano - clavó ambas manos en la tierra y empujó hacia arriba con toda la fuerza que le quedaba. La superficie cedió apenas un instante, lo suficiente para que su cabeza emergiera de la tierra húmeda. El aire le entró como fuego en los pulmones y arrancó de su garganta un grito desgarrado, un alarido que resonó por toda la cámara subterránea.
Aún jadeando, reunió el poco valor que le quedaba, tensó los músculos y consiguió arrancar su pierna del agarre fangoso. Rodó hacia un lado, raspándose los brazos contra la roca afilada, y se obligó a ponerse en pie con movimientos torpes pero decididos. El corazón le latía desbocado, casi dolorosamente. Buscó con la mirada, desesperado, cualquier salida, cualquier resquicio de esperanza. Entonces lo vio. Un pasillo estrecho, apenas perceptible entre la bruma verdosa, un corte en la roca iluminado por ese resplandor mineral que parecía brotar del mismo corazón de la montaña.
Sin pensarlo dos veces, se lanzó hacia él. El acceso estaba algo elevado, una repisa de piedra afilada como un colmillo. Vihaan trepó, arañando con las uñas, resbalando con la sangre que ya empapaba sus dedos. Detrás de él, las manos de tierra rugían como bestias enfurecidas. Golpeaban el suelo donde él había estado apenas segundos antes, furiosas, frustradas.
Cuando por fin se impulsó hacia arriba y alcanzó la cornisa, las miró desde la altura, temblando, con el corazón en un puño. Quiso seguir y se puso de pie. Quiso correr y empezó a hacerlo, pero no pudo llegar muy lejos. El temblor se intensificó de nuevo. El mundo entero pareció agitarse. Y entonces, sin aviso, una mano gigantesca emergió frente a él desde la pared, una mole de roca viva. Llegó demasiado rápido. No tuvo tiempo de esquivarla. El impacto fue brutal.
Vihaan salió despedido como un muñeco de trapo, cayó de espaldas contra el suelo y sintió, con horror, un crujido profundo en su columna, un dolor tan agudo que le arrancó un gemido. Intentó levantarse, pero fracasó estrepitosamente. El cuerpo simplemente no respondió.
Las manos volvieron. Decenas. Tal vez cientos. Lo agarraron de los tobillos y de las muñecas, tirando de él en todas direcciones, como si fuera barro blando, como si ya formara parte de aquel mundo subterráneo. Lo cubrieron por completo, de tierra, de barro, de roca triturada. Lo hundieron hacia el fondo, sin piedad alguna.
Vihaan inhaló una última vez - un suspiro tembloroso, un acto reflejo de quien sabe que no habrá otro - y la tierra lo tragó entero. La oscuridad se cerró como un ataúd en movimiento. El silencio regresó. Denso y definitivo. Un silencio que no pertenecía a los vivos. Mientras descendía, arrastrado hacia lo profundo, el aire se volvió escaso y el pánico comenzó a desbordarlo. Su corazón latía como un caballo desbocado dentro de un pecho que apenas podía expandirse. Luchó por respirar, por moverse, por liberarse… pero fue inútil.
La falta de aire quemó sus pulmones. La tierra entraba por su garganta sin remedio, la desesperación se agrió en su pecho. El pensamiento más horrible se clavó en su mente: “Voy a morir aquí. Solo. Bajo tierra.” Y de repente… dejó de luchar.
No por resignación. No por derrota. Sino porque algo - quizá el instinto más profundo de su espíritu - lo empujó a hacerlo. Soltó los músculos. Soltó el miedo. Soltó la resistencia. Y se entregó por completo. Y en ese instante, un abrazo frío lo envolvió. Y en vez de terror… encontró paz. Una paz tan antigua que no parecía humana.
A medida que descendía, comenzó a oír voces. No palabras, sino ecos.
Ecos de eras enteras. Mundos enterrados bajo otros mundos. Susurros de criaturas extinguidas, de civilizaciones que jamás fueron recordadas, de memorias atrapadas en el estrato eterno del tiempo. La tierra lo envolvía como si fuera parte de él. Como si él mismo fuese tierra. Y justo cuando sintió que ya no tenía cuerpo, que era polvo, que era silencio… El aire regresó a sus pulmones.
Un tirón brusco. Una ruptura repentina. Y Vihaan cayó. Esta vez desde abajo. Su cuerpo se precipitó desde el suelo de una nueva cámara, pero la caída fue sorprendentemente suave, como si manos invisibles lo hubieran depositado con cuidado. Impactó contra el suelo y escupió una bocanada de barro espeso. Escupió más: polvo, tierra, trozos de raíces. Tosió hasta que sus costillas protestaron. La tierra le salía de la boca, de la nariz, incluso de los oídos. Se puso de rodillas. Tosió otra vez. Y al fin alzó la cabeza. Estaba vivo. Cubierto de tierra, herido, dolorido hasta el alma… Pero vivo.
- Primera prueba… - susurró, con una voz que apenas reconoció como suya - Superada.
Al menos esa, creyó. Porque, en lo más profundo del alma, sabía que la tierra aún no había terminado con él. Cojeando y sumamente agotado, avanzó por el pasillo donde había renacido; aunque amplio al principio, comenzó a estrecharse con rapidez. En ciertos tramos era tan angosto que tuvo que esconder barriga y contener la respiración otra vez. Tenía la sensación de que las paredes húmedas se estrechaban a voluntad, como si no quisieran permitirle el paso. Y la oscuridad volvió a cerrarse sobre él.
Pero no era la oscuridad natural de una cueva, esa que el cerebro acepta porque así debe ser: no, esta era densa, viva, casi consciente. Parecía observarlo. Parecía esperar. Vihaan dio un paso… y se detuvo de repente, pues el sonido cambió. Ya no escuchaba la reverberación hueca de la piedra, el agua filtrarse por las paredes, sino un eco extraño, apagado, lejano. Dio otro paso y, al tercero, el aire se volvió más pesado, como si quisiera penetrar en sus pulmones a la fuerza. Entonces, sin previo aviso, la oscuridad se iluminó.
Un resplandor terroso, dorado, brotó del suelo como un latido. Vihaan alzó el brazo para cubrirse los ojos, pero el brillo no le dañaba la vista: era una luz cálida, semejante a la del amanecer sobre un campo mojado tras la lluvia. Cuando bajó el brazo, todo había cambiado. Se encontraba ahora en mitad de un paisaje imposible: una llanura infinita, ondulante, hecha de arena dorada que se movía con la suavidad de un pecho que respira.
No había cielo, solo un vacío silencioso teñido de un ocre profundo.
No había viento, ni olores, ni ríos, ni árboles. Nada.
Solo la tierra… y él.
Vihaan tragó saliva. Se dio la vuelta buscando la apertura por la que había entrado, pero ya no estaba. Solo quedaba aquella explanada interminable extendiéndose hasta donde alcanzaba la mirada.
- ¿Dónde estoy? - preguntó con los ojos muy abiertos.
Su voz se perdió en un eco irregular, como si la arena imitara su pregunta. Comenzó a andar, escudriñando el horizonte. Nada cambiaba. Allá donde se posaban sus ojos solo había más arena, y más allá de esa, todavía más. Caminó tanto que terminó perdiendo la noción del tiempo. Aunque no hubiera sol, sentía un calor asfixiante. La camisa, empapada, se le pegaba a la piel, y una sed acerada empezó a apoderarse de él.
Creyó estar vagando por un mundo marchito, una tierra obsoleta, abandonada. La sensación de soledad volvió de nuevo, marchitando su ánimo. Entonces, de repente - como un espejismo que cobra vida - una figura emergió en mitad del desierto. A escasos metros, ascendiendo de la arena como una estatua que despierta, apareció él mismo. Su rostro. Su cuerpo. Su respiración. Pero el doble tenía una mirada vacía, sin luz. La expresión de un hombre que había renunciado a todo. Vihaan dio un paso atrás.
El reflejo habló con su misma voz, pero más profunda, como si la tierra la moldeara:
- Has avanzado hasta aquí… pero todavía huyes.
Vihaan apretó los puños.
El reflejo respondió sin pestañear:
El suelo tembló. De entre la arena brotó otra figura: una silueta pequeña, frágil, que corrió hacia él con los brazos abiertos. Su corazón se detuvo. Era un niño. Y al instante lo reconoció como suyo. Su hijo, pero no era Maverick, sino el hijo que tuvo o hubiera tenido con Nalini si se hubiera quedado en Calcuta, el niño que jamás conoció y jamás conocería. Tenía la sonrisa luminosa de ella, su misma manera curiosa de mirar el mundo.
Vihaan sintió que algo se rompía dentro de él. Se dejó caer de rodillas, abriendo los brazos… pero el niño se detuvo a un paso, como si una barrera invisible los separara. Intentó tocarlo, pero sus manos lo atravesaron, deshaciéndolo como humo hecho de arena.
El niño lo miró con tristeza.
- Papá… ¿por qué te marchaste?
La pregunta lo golpeó como un mazo.
- Para protegeros - susurró Vihaan, con la garganta hecha ceniza - Para que estuvierais a salvo.
- ¿Y quién te dijo que queríamos eso? - preguntó otra voz.
Era Nalini, o su reflejo imposible. Caminó hacia él con paso firme, los ojos encendidos. No estaba enfadada; estaba decepcionada. Y eso dolía mucho más.
- Te marchaste sin mirar atrás - continuó - Dijiste que volverías… y ahora tienes otra familia. Te has olvidado de nosotros… Eres un padre ausente, un marido infiel, un hijo irrespetuoso…
Vihaan bajó la cabeza, temblando. La arena se arremolinaba a su alrededor como si esperara su caída.
- Yo… tenía que hacerlo. No tenía otra opción…
- ¿Tenías… o querías? - preguntó su otro yo.
El silencio cayó de golpe, pesado como una losa de piedra. La prueba no era un combate. No era un monstruo ni un espíritu ajeno. Era él. Su mente. Sus culpas. Sus temores. Sus contradicciones más profundas. Y la tierra lo sabía. De pronto, la arena se elevó formando una espiral que los rodeó. El niño se desvaneció, arrastrado por la brisa inexistente. Nalini se difuminó. Su doble permaneció frente a él, implacable.
- Quieres salvar al mundo - dijo el reflejo - pero ni siquiera aceptas quién eres.
Vihaan levantó la mirada, furioso y quebrado.
- ¡Sé quién soy!
- No - negó el reflejo, avanzando hacia él - Solo sabes quién eras. Pero el hombre que necesita la tierra… aún no lo has aceptado. Sigues atado a tu pasado. A lo que dejaste atrás. A lo que ahora temes perder…
La arena rugió alrededor, elevándose como una tormenta sin viento.
- Atrévete - susurró la voz profunda, resonando por toda la llanura - Atrévete a soltar la culpa. Atrévete a confiar. Atrévete a seguir adelante sin cadenas.
Vihaan cerró los ojos. Sintió el peso de cada error, cada miedo, cada pérdida. Y respiró. Una sola respiración profunda, lenta, nacida desde las entrañas. Como si buscara aire con el alma entera. Cuando abrió los ojos, el reflejo seguía allí. Pero ya no lo veía como un juez, sino como una parte de sí mismo que necesitaba ser aceptada.
- No puedo cambiar lo que hice - dijo Vihaan, con una calma dura y temblorosa - No puedo borrar mis errores. Pero puedo cargar con ellos… y caminar. Seguir caminando.
El reflejo sonrió. Por primera vez.
La figura se deshizo en millones de granos de arena que se elevaron hacia el vacío, y con ellos la llanura comenzó a desvanecerse. La luz ocre palideció, se fragmentó… y la oscuridad regresó. Vihaan se encontró de nuevo en la cueva. Solo. Pero algo en su interior había cambiado. La tierra había examinado su mente, su memoria, sus recuerdos, sus miedos… y lo había dejado pasar.
Siguió avanzando durante tanto tiempo que llegó a pensar que llevaba años haciéndolo, como si cada paso lo alejara un poco más del mundo que conocía. El túnel de piedra se abrió de pronto, sin aviso, como si hubiese alcanzado el centro mismo de la tierra. No había luz ni oscuridad: solo una ausencia total. Un espacio sin tiempo, sin forma, sin horizonte. Vihaan parpadeó, pero era inútil; aquel lugar no pertenecía al mundo terrenal.
La tierra bajo sus pies vibró con un pulso lento, profundo, como el corazón de algo muy antiguo, demasiado antiguo para comprenderlo. Algo que latía desde antes de que existiera un nombre para las cosas. Con cada latido, una presión invisible se hundía en su interior, como dedos que escarbaban en su alma. Entonces llegó un susurro. No provenía de ninguna parte, pero resonaba como si la roca misma lo estuviera pronunciando.
“Hijo de la tierra… ¿qué es lo que realmente te sostiene?”
El aire se transformó. Las paredes dejaron de ser piedra: ahora se retorcían y brillaban con destellos de memoria. Lo que la tierra mostraba no eran ilusiones… sino verdades. Primero vio a Maverick. No un recuerdo: al niño tal como era ahora, aferrado al cuello de Grace horas antes de que él entrara en la cueva. Aquella imagen lo golpeó tan fuerte que casi cayó de rodillas.
La escena se desmoronó como arena, y apareció Grace de nuevo, esta vez sola. Parecía exhausta, herida, pero con esa mirada férrea que siempre lo había salvado más veces de las que él admitiría. Luego vinieron los demás: Bhagirath riendo con estruendo; Yara lanzando una maldición; Cortés firme, imperturbable, protegiéndolos a todos como un muro. Vio a Yrsa cantar viejas canciones junto a la forja, a Aibori jugando con su hijo, a Bum-Bum correr entre los marineros, a MacFarlane agarrado al timón en plena tormenta… Los vio a todos y cada uno. Momentos luminosos y oscuros, todos igual de verdaderos, todos grabados en él como cicatrices. Las imágenes se deshicieron. Y el susurro volvió, más profundo, más grave, más interior.
“¿Qué te ata, Vihaan? ¿Qué te impulsa a seguir? ¿Qué sacrificarías, realmente, por aquello que dices proteger?”
El suelo tembló. Y entonces lo vio: otra figura surgía de la nada. No era Grace. Ni su hijo. Ni sus amigos. Era él. Pero no el Vihaan endurecido por las pérdidas y las decisiones imposibles. Era uno más joven, más limpio, más temeroso. El Vihaan que existió antes del exilio voluntario, antes de la guerra, antes de renunciar a lo que había dejado en su tierra. Era el Vihaan que se lanzó en busca del Sundra-Kalash, el muchacho que soñaba con la libertad y surcar el mundo entero. Sus ojos estaban llenos de esperanza… y de miedo a la vez.
Su yo joven habló con su misma voz, pero sin carga, sin dolor.
- ¿Por qué sigues? - preguntó - ¿Por qué no volviste cuando aún podías? ¿Por qué cargas el peso de un mundo que no te pertenece?
Vihaan sintió el suelo desaparecer bajo sus pies. No quedó fuerza. No quedó voluntad. Solo un cansancio primitivo, un agotamiento que parecía anterior a su propia vida.
- Porque… - intentó decir, pero la voz le falló.
Su yo más joven lo observó con una tristeza infinita, casi tierna.
- Has perseguido un sueño durante tanto tiempo que has olvidado que no eres tú quien debe soñarlo.
La frase lo atravesó como un golpe de maza. El espacio entero se resquebrajó. De la tierra surgieron decenas de personas hechas de arcilla, amorfas, silenciosas. No lo herían: lo observaban en silencio. Lo hundían en su propio peso tan solo con sus miradas. Eran la culpa. El miedo. Las decisiones que lo habían convertido en piedra. Todo lo que había cargado durante años y que la tierra, paciente, había absorbido de él. El susurro final cayó sobre su alma como una montaña.
“Para ser tierra… debes dejar de cargarla”
Y entonces Vihaan comprendió. Aquella prueba no exigía fuerza. Ni valor. Ni sabiduría.
Exigía renuncia. Dejar ir el miedo a fallar. Dejar ir la culpa por lo que no pudo salvar. Dejar ir el pasado al que se aferraba hasta desangrarse. Las manos de arcilla lo apretaron con más fuerza. Su yo del pasado esperaba, inmóvil, paciente, como si supiera que la decisión debía nacer de lo más profundo de él. Vihaan cerró los ojos. Pensó en Grace. Pensó en su hijo. Pensó en el amor que aún era posible. En lo que podía construir… y no en lo que había perdido. Y con una serenidad dura, nueva, que le brotó desde el centro del pecho, susurró:
- Elijo vivir… no para pagar por lo que fui, sino para proteger lo que puedo llegar a ser.
Las personas de arcilla se desvanecieron lentamente. Su yo joven sonrió por primera vez. Y se deshizo en un torbellino de polvo dorado. El lugar vibró, como si algo enorme hubiera exhalado después de siglos de espera. Un sendero de roca emergió bajo sus pies. En la lejanía, entre la penumbra, apareció una luz cálida, pequeña, palpitante… como un corazón de ámbar. La voz habló de nuevo, esta vez suave, satisfecha:
“Hijo de la tierra… has regresado a ti mismo”
La prueba espiritual había terminado. Pero Vihaan comprendió, con una claridad irrefutable, que ya no era el mismo hombre que había cruzado aquel umbral. El peso que llevaba no era una losa.
Era una raíz.
La cueva se abrió lentamente, como la boca de un ser ancestral que despertaba de un sueño eterno. Las paredes, húmedas y vastas, se curvaban hacia arriba hasta perderse en una penumbra apenas rota por el murmullo del agua filtrándose desde lo alto. Al fondo, entre raíces que caían como cortinas vivas y estalactitas perladas por gotas persistentes, se alzaba una pequeña cabaña construida con piedra y madera envejecida. Una chimenea ardía dentro, proyectando sombras que danzaban al ritmo del fuego y llenando el aire con un aroma terroso: musgo fresco, arcilla húmeda y madera antigua.
Siguió andando, poco a poco, observando la belleza del lugar. Todo estaba lleno de vida, arboles antiguos y altos, hierba húmeda y llena de vida, animales pastando entre los arbustos y las flores. Y a medida que se acercaba a la cabaña, empezó a escuchar su voz. Era una mujer. Una mujer anciana, su canción era bonita y ancestral y al entrar en sus oídos sintió una paz que jamás había sentido anteriormente. De algún modo extraño la voz le pareció familiar. Una voz que había escuchado durante toda su vida, pero que jamás se había parado a escucharla. Lo supo al instante. Allí aguardaba ella: la mujer que no era mujer, el espíritu que era elemento…
La Madre Tierra.
Vihaan respiró hondo al llegar a la puerta, antes de cruzar el umbral. Abrió la puerta con delicadeza, el suelo bajo sus botas crujió suavemente, como si la roca misma exhalara al reconocerlo. Entonces vio el rostro de quien cantaba aquella preciosa canción. Un leve resplandor iluminó la figura de la anciana: su piel parecía tallada en corteza y grietas vivas; sus cabellos, largos y desordenados, caían como hilos de musgo plateado; sus ojos, profundos y antiquísimos, brillaban con la serenidad de eras completas. Se apoyaba en un bastón grueso, retorcido como una raíz vieja. A su alrededor, la cabaña rebosaba de vida cálida: hortalizas colgadas ordenadamente, cuencos de madera, sacos de hierbas secas, semillas cuidadosamente guardadas. Un hogar humilde… pero aquel hogar era también el vientre del mundo.
La anciana alzó la mirada, lo midió sin prisa. Al principio no habló. Solo asintió, como quien confirma algo que lleva siglos esperando. Aspiró una bocanada del humo de la chimenea y cerró los ojos, oliendo el pasado y el futuro al mismo tiempo.
- Portador del Talismán de Tierra… - susurró, con una voz que crujía como madera bajo la nieve - Has llegado al fin… a tu hogar, junto a tu madre…
El corazón de Vihaan dio un vuelco. Sus dedos buscaron el collar que llevaba al cuello. Parecía más pesado ante aquella presencia, como si el destino mismo hubiese decidido asentarse sobre él. La anciana hizo un gesto imperceptible. Él lo entendió sin palabras. Se quitó el collar con reverencia y lo dejó sobre la mesa de piedra. Ella lo tomó con dedos delgados pero firmes, lo sostuvo ante las llamas, y el ámbar brilló como si despertara. Luego lo observó a él, con ojos capaces de ver más allá de la carne.
- Permíteme devolverte lo que la Tierra te confió…
Tomó un puñado de tierra oscura y húmeda de su propio vientre y lo dejó caer sobre las manos de Vihaan. Aquel contacto lo atravesó como un trueno silencioso: sintió un latido profundo en el pecho, un zumbido grave, como el bosque respirando dentro de él. Observó sus manos y vio como su piel absorbía la tierra. Entró por sus poros, la sintió dentro de sus venas, recorriendo su sangre, sus órganos, sus huesos. El collar, encima de la mesa, respondió de inmediato; se calentó, vibró y se elevó en el aire… se unió a su piel como si siempre hubiera sido una extensión de su cuerpo. Por un instante, su mundo cambió: escuchó el crujir de raíces serpenteando bajo la montaña, los pasos diminutos de insectos ocultos en la roca, el pulso vivo y lento de la piedra que dormía bajo sus pies.
Sintió la vida nacer en él… y extinguirse en él. Sintió a todos y cada uno de sus hijos, desde el primero hasta el último. Desde aquel homínido tembloroso que se puso en pie y buscó refugio en una cueva húmeda, hasta el último niño que exhaló su aliento en un páramo tóxico donde ya nada podía crecer.
Sintió el principio y el final, una y otra vez, en un ciclo interminable en el que él siempre estaba presente. Su corazón se abrió como una herida primordial. Conoció el dolor inmenso de una madre que da vida, que nutre, que protege sin pedir nada a cambio… y también el desgarro de ver cómo sus propios hijos, ingratos, la devoran sin comprenderla, destruyéndola poco a poco.
Vio una semilla desprenderse de una flor y dejarse llevar por el viento. Sintió cómo se hundía en su seno oscuro, cómo la abrazaba y la hacía brotar de nuevo, multiplicándose sin medida, llenándolo todo de verde, de impulso, de existencia, de vida. Fue la ternura de un brote recién nacido. Fue la abundancia de la cosecha. Fue la dadora de vida y la tumba de un anciano que incluso en su muerte, servía para los demás… para los gusanos, para los insectos, para la misma tierra…
Sintió la quietud de un árbol milenario en mitad de una selva viva; sintió los insectos trepar por su corteza, los pájaros ocultarse entre sus brazos, la lluvia resbalar por su piel de madera. Sus raíces se extendieron por continentes enteros, enredándose bajo montañas, ciudades y ríos. Era permanencia. Era sustento. Era latido.
Fue hongo que descompone y regenera. Fue brizna de hierba que nace y muere en un suspiro. Fue tronco y fue piedra. Fue hogar de todos. Fue vida… y fue también la memoria eterna de esa misma vida. La anciana lo observaba en silencio, con una sonrisa que solo transmitía paz y serenidad.
- Te elegí, hijo mío… pero no por tu fuerza - dijo con una voz que era cálida y eterna - Ni por tu coraje, tan siquiera. Te elegí, Vihaan, por tu corazón… Caminaste entre el fuego de la batalla, en el agua de las mareas, en el viento de las tormentas y sangrantes… sufriste, perdiste y suplicaste. Pero nunca permitiste que tu humanidad se quebrara. Sostuviste al débil, lloraste con el herido, temblaste por el inocente… y aun así seguiste…
Vihaan miró sus manos, debajo de su piel seguían impregnadas de tierra antigua. La fragilidad de su cuerpo contrastaba con la fuerza inmensa que lo recorría. Por un momento sintió que estallaría, que su cuerpo humano no resistiría aquel poder.
- Algunos temen romper la roca… otros temen despertar la semilla - continuó ella - Pero tú no. Tú entiendes que la Tierra no se conquista: se cuida. Que su poder no se reclama: se recibe. Que su fuerza no destruye: protege…
La anciana se acercó lentamente, apoyándose en su bastón. Cada paso resonó como un eco de la propia montaña.
- Cuando salgas del Templo sentirás las venas del mundo bajo tus pies: ríos de piedra, raíces vivas, la memoria de la eternidad. Si permites que el miedo gobierne… la Tierra te tragará como polvo. Si sucumbes a tu ambición, la Tierra reclamará tu cuerpo… Pero si mantienes firme tu espíritu… ella te hablará, y tú serás digno de escucharla…
Vihaan alzó la cabeza. Sus ojos no eran los mismos. En ellos dormía ahora la paciencia de los bosques antiguos, la serenidad de las rocas eternas, la fuerza silenciosa de aquello que crece sin prisa.
- Gracias madre… - murmuró con las lágrimas brotando de sus ojos.
La anciana inclinó la cabeza y le besó la frente con dulzura maternal.
- Ve, hijo mío. No olvides tu promesa. Y si fallas… recuerda que incluso el lamento de la tierra es eterno.
Vihaan volvió a acariciar su collar. La luz del fuego bañó su rostro y lo envolvió en una fortaleza lenta y profunda. Dio un paso hacia la salida. La cueva lo recibió con su silencio húmedo, pero algo había cambiado: ya no caminaba como un hombre… sino como parte de aquello que lo sostenía.
Anduvo recto, sin detenerse, pues la misma roca se apartaba a su paso.
La oscuridad no le permitía ver, pero sus pies avanzaban pues sabía que no tropezaría jamás.
Podía sentir a donde dirigía cada camino, como si el mismo los hubiera trazado.
La conexión con todo lo que le rodeaba era absoluto.
Cada piedra, cada raíz, cada roca y cada grano de arena…
Vihaan los conocía, no como hermanos, sino como si fueran parte de él.
A lo lejos, el aire frío acarició su rostro al ver la luz plateada de la luna. Estaba volviendo a casa, aunque ya no era el mismo. Le había dado a la Tierra su miedo, su inseguridad, sus heridas y sus dudas. También su amor, su corazón y su alma. Por fin comprendía por qué fue elegido: porque jamás dejó que las tormentas lo domaran por dentro. Porque, incluso roto, buscaba proteger antes que destruir. Porque su corazón no pedía venganza… pedía cuidar. Porque era humilde frente al mundo. Porque podía transformarse sin perder su esencia. Porque entendía que la Tierra no se posee: se honra.
“Que tus pasos no quiebren la tierra… sino que la curen.”
Con el talismán brillante sobre el pecho, Vihaan escuchó las últimas palabra de su madre. Sonrió, pues ahora sabía como escucharla, como hablar con ella, como entenderla. Y como si fuera un hombre renacido ascendió por la cueva silenciosa, donde solo las gotas seguían cayendo como un rumor sagrado. Pensó que en el claro, más arriba, sus compañeros aguardaban con las antorchas alzadas, pequeñas llamas de esperanza en medio de la noche.
El destino lo había reclamado.
No por su espada. No por su fuerza.
Sino por su raíz, su amor, su entrega.
Vihaan era unidad… era hogar…
Era estabilidad cuando todo se desmorona.
Alcanzó el último tramo de la caverna y vio, en la distancia, aún muy a lo lejos, las hogueras encendidas. Puntos naranjas que danzaban contra la noche oscura. Su corazón dio un vuelco. Sus compañeros. Su familia, su mujer, su hijo. Las llamas parecían llamarlo, como brazos extendidos esperándolo, como voces ansiosas por abrazarlo, por comprobar si seguía vivo. Sintió una oleada cálida recorrer su pecho: por fin volvería con ellos. Por fin…
Pero entonces el mundo se quebró. Un estruendo rompió el silencio de las montañas como un hachazo divino. No era el crujido de ramas ni el rugido del viento. Fue un estómago lleno de pólvora estallando contra la noche. Cañones.
Y pronto vinieron los gritos. Voces desgarradas, de dolor, de furia, de miedo. Acero chocando contra acero. Pólvora mordiendo el aire. El humo subió como una sombra oscura, devorando la luz de las hogueras. Y Vihaan entendió. Otra vez. Otra maldita vez, los hijos de la Tierra estaban derramando sangre sobre su piel. La montaña entera pareció gemir bajo sus pies. Y él, con el corazón recién renacido, empezó a correr, sintiendo cómo la tierra se tensaba, esperando…
Esperando lo que él debía hacer ahora.
- ¡Reagruparos! - rugió Grace, la espada alzada contra el viento - ¡Resistid y aguantad! ¡Que esos desgraciados no se acerquen!
Los enemigos se perfilaban entre la maleza y las sombras, avanzando como una marea de hierro y disciplina. Hong Long, al enterarse de la huida, había enviado destacamentos a todos los templos, y aquel no era la excepción. Un pelotón de unos cien soldados. Algunos tan jóvenes que aún tenían el porte tembloroso de quien jamás había sentido el calor de una mujer; otros tan viejos que cargaban la mirada hueca de quienes habían sobrevivido a demasiadas guerras. Pero lo peor eran sus líderes: los Shén Dú, los asesinos de élite del Dragón, moviéndose con la frialdad del acero mojado, guiando a los soldados rasos a la batalla.
Los fusileros formaron una línea perfecta. La primera hilera se arrodilló, la segunda permaneció en pie detrás, levantando los mosquetes con precisión mecánica. El chasquido del metal preparándose para abrir fuego resonó como un presagio.
Grace apretó los puños hasta que los nudillos se volvieron blancos. Sus dientes chirriaron.
Eran demasiados. Demasiados. Y ellos… ellos eran apenas un puñado. Por un instante vio otra escena superpuesta: Wuhan, el fusilamiento, la impotencia. El mismo olor a pólvora. La misma geometría de muerte. La misma certeza de que no había salida.
- En cuanto baje la mano lanzaros al suelo - dijo en voz baja, sin apartar la vista del enemigo.
Uno de los Shén Dú levantó el brazo despacio, marcando el compás del final. La señal que precedía al fuego. Grace inhaló hondo.
- Y cuando recarguen… - una pausa breve, un latido detenido - Nos lanzaremos de cabeza…
Todos asintieron en silencio. Nadie dijo palabra. Sabían que era un plan suicida.
Sabían que quizás no verían otro amanecer. Pero también sabían que no había alternativa.
El brazo del Shén Dú cayó.
Todos se lanzaron al suelo justo cuando la primera descarga tronó como un relámpago. Yara vio a dos de cachorros del Perro caer a su lado, sus cuerpos sacudidos por los impactos. Antes de que el eco se apagara, Grace ya estaba de pie.
- ¡Luchaaaaaaad! - rugió, lanzándose contra la línea enemiga con una furia que partía la noche.
Los demás la siguieron, sin pensarlo, sin dudarlo ni un instante. La primera fila de mosqueteros recargando, manos temblorosas, frentes sudorosas, movimientos torpes e imprecisos al escuchar los rugidos de aquella banda de salvajes guerreros.
Había una oportunidad. Una sola. Pero la segunda línea, ya preparada, descargó toda su ira contra ellos. El estruendo de la segunda descarga abrió la noche como un tajo.
Yara, con los ojos en blanco, ya había empezado a invocar la fuerza del río; el agua de su espíritu se agolpaba dentro de ella, lista para rugir. Pero una bala silbó entre el caos y se incrustó en su muslo con un chasquido húmedo. La santera gritó, cayó de lado y rodó por la tierra ennegrecida. Su conjuro se quebró como cristal.
Grace la vio caer. Solo un destello rojo en mitad de la noche: el impacto, la sangre, el cuerpo girando. Pero no frenó. No podía. No debía. La capitana rugió aún más fuerte, un sonido animal que nacía en su pecho y reventaba como un trueno. A sus costados, dos hombres más, un errante de Diego y un nórdico de su tripulación, se desplomaron bajo el fuego enemigo, cuerpos perforados que caían como muñecos rotos. Y sin embargo, ella siguió avanzando, cada zancada más feroz que la anterior; sus cabellos encendidos relucían bajo la luna como hilos de lava viva, como si la misma noche se apartara a su paso.
Desde el interior de la montaña, Vihaan corría. Lo hacía como si pudiera romper la piedra con la desesperación. El eco de su carrera era un latido frenético en las entrañas de la cueva. Entonces lo oyó. El grito. Su grito. No el de una capitana. No el de una guerrera. Sino el de la mujer que amaba, el de la madre de su hijo. El sonido lo atravesó entero.
Y aun así… la cueva parecía infinita. Como si se estirara a propósito, como si la montaña le negara la salida. Vihaan aceleró, pero la sensación lo envolvió como una maldición: por mucho que corriera, jamás llegaría a tiempo.
Mientras, afuera, el infierno continuaba.
La segunda línea enemiga trataba de recargar, mientras la primera ya alzaba los fusiles otra vez, sincronizados, entrenados, implacables. Uno de los soldados más jóvenes - apenas un niño con uniforme - tembló al verlos avanzar.
No eran hombres. No eran guerreros.
Eran bestias salvajes.
Los vio lanzarse con su capitana al frente, directos hacía la muerte como si la rabia de todos los clanes del mundo se hubiera encarnado en ellos. Algunos sangraban, llevando balas incrustadas en el abdomen o en los brazos, pero seguían corriendo sin aflojar, con espuma en los labios, con la mirada encendida de pura determinación animal. No frenaban ni para esquivar los cuerpos caídos de los suyos. No había miedo, ni vacilación, ni duda. Parecían poseídos por el mismísimo diablo.
El joven soldado intentó llenar su mosquete de pólvora, pero sus manos temblaban tanto que apenas podía sostener la bolsa. Levantó la vista un segundo. Y fue el último. Un sable descendió en un arco perfecto, limpio, inevitable. El filo le abrió el cuello de lado a lado. La sangre brotó en una fuente caliente, y su cabeza rodó por la arena como un fruto arrancado antes de tiempo.
El mosquete cayó de sus manos.
La pólvora dejó de importar.
El fuego había hecho su trabajo.
Ahora era el turno del acero.
Continuará…