Ron_Artest
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Capítulo 96 - El Templo del Fuego - Grace se adentra en las llamas
El enemigo marchaba hacia el sur.
Una columna interminable que se deslizaba como una serpiente de hierro entre el polvo del camino. Al frente, los Shén Dú avanzaban en silencio absoluto, pasos medidos, espaldas rectas, la mirada clavada en un horizonte que nadie más parecía capaz de sostener. Sus ropas negras absorbían la luz y devolvían solo una promesa muda: obediencia o muerte.
Detrás de ellos, los soldados rasos caminaban apretando lanzas y mosquetes con manos sudorosas. El metal chocaba contra el metal con un estruendo nervioso, desordenado, demasiado humano. Cada paso levantaba una nube de polvo que se pegaba a la piel, a la garganta, a los pensamientos. Nadie cantaba. Nadie reía. Solo el ritmo de la marcha… y el rumor.
Porque sí, el rumor había nacido y se había extendido rápidamente. Demasiado rápido.
Cada soldado llevaba ahora dos pesos sobre los hombros: el de su armadura… y el de la idea de que, al final del camino, no les esperaba un enemigo de carne y hueso, sino algo que no podía matarse del todo. Los Shén Dú seguían al frente, inmutables, como si nada pudiera alcanzarlos. Como si el susurro no pudiera atravesarles la piel. Como si la tierra no supiera pronunciar sus nombres. Y aun así, incluso ellos apretaban un poco más el paso. Porque aunque la sombra del Dragón fuera larga y oscura, aunque su voluntad aplastara imperios, los hombres que marchaban bajo ella seguían siendo solamente eso: hombres.
Hechos de hueso. De esperanzas y de miedos.
De carne que tiembla cuando la tierra empieza a escuchar.
Al final de aquella columna interminable, donde el polvo levantado por miles de pies formaba una nube baja y persistente, avanzaba Hong Long. El ejército era una serpiente colosal deslizándose hacia el sur: los Shén Dú abrían camino como colmillos silenciosos, el cuerpo lo formaban filas y filas de hombres tensos, y en la retaguardia, marcando el ritmo con su mera existencia, viajaba el Dragón. No como un estandarte de gloria, sino como un cascabel cargado de veneno. Cada sacudida de su presencia advertía de una muerte cercana.
Hong Long no caminaba. Era transportado en un carromato bajo, sin adornos innecesarios, arrastrado por hombres encadenados que sudaban y sangraban para sostener su peso. El traqueteo era suave, casi hipnótico, como el balanceo de una cuna cruel. Dentro, sentado entre cojines oscuros, el Dragón no miraba el camino. No lo necesitaba. El mundo era suyo, siempre le había obedecido.
Solo pensaba en una cosa. Recuperar lo que era suyo. No lo que había perdido - porque Hong Long jamás aceptaba la idea de pérdida - sino aquello que, en su mente, le pertenecía por derecho: el poder, los templos, los espíritus, el equilibrio mismo del mundo sometido a su voluntad. La Tierra, el Fuego, el Agua, el Aire… no como fuerzas vivas, sino como trofeos. Como armas. Como extensiones de su poder incuestionable.
Su sola presencia empujaba al ejército hacia delante. Pero no era el empuje de la esperanza, ni el fervor de la victoria anunciada. Era el avance torpe y forzado del miedo. Los hombres marchaban porque sabían que detenerse significaba morir. Porque comprendían, aunque no se atrevieran a decirlo, que si el Dragón había abandonado su trono para ir a la guerra, era porque la victoria había dejado de ser segura.
Un general al frente inspira confianza: “ganaremos”.
Un rey en la retaguardia promete orden: “resistiremos”.
Pero un Dragón que marcha en persona solo transmite una verdad: el enemigo es demasiado peligroso para delegar su destrucción.
Los soldados lo sentían sin necesidad de palabras. Lo leían en la rigidez de los Shén Dú, en la prisa muda con la que se corregían las filas, en el modo en que nadie se atrevía a mirar atrás. Hong Long no era un escudo. Era una amenaza constante, incluso para los suyos. La fuerza que garantizaba el avance no era la lealtad, sino el terror a quedarse atrás, a no ser digno de marchar bajo su sombra.
Dentro del carromato, el Dragón entrecerró los ojos. Si la Tierra había despertado… aún podía ser sometida. Si el Fuego llegaba a alzarse… debía ser sofocado antes de arder. La ambición le recorría el pecho como un veneno dulce. No había duda en él, solo prisa. Porque en el fondo, muy en el fondo, Hong Long comprendía algo que jamás admitiría en voz alta: cada paso que daba hacia el sur no era una demostración de dominio, sino una carrera contra un equilibrio que ya empezaba a volverse en su contra.
La serpiente avanzaba. Y en su cola, el veneno se preparaba para morder… sin darse cuenta de que, a veces, la mordida más mortal es la que uno se da si mismo.
Y mientras muchos marchaban en busca de guerra, unos pocos lo hacían también, pero en busca de respuestas. La inevitable marcha hacia el sur de la Alianza de las Tres Banderas transformó el mundo a cada paso que daban. Al principio, el paisaje aún conservaba una calma engañosa: colinas suaves, hierba alta ondulando como un mar cansado, el cielo abierto y limpio, demasiado amplio para la guerra que se gestaba bajo él. Caminaban en silencio, como si todos intuyeran que cada palabra podía romper algo frágil que aún no sabían nombrar.
Luego, poco a poco, la tierra empezó a cambiar. El verde se volvió opaco. La hierba perdió altura, como si algo la hubiera peinado a contrapelo. El aire se volvió más seco, áspero en la garganta, con un regusto metálico que no pertenecía al polvo. Y entonces lo vieron. El prado se abrió ante ellos como una herida antigua. A lo lejos, recortado contra el horizonte, se alzaba el arco: enorme, solitario, tallado en madera ennegrecida por el tiempo y por algo más. No era solo una señal de que un templo estaba cerca. Era una advertencia. Un umbral que no necesitaba palabras para anunciar lo que custodiaba.
A cada paso que daban hacia él, la devastación se hacía más evidente. La hierba estaba reducida a ceniza, aplastada y negra, como si el fuego hubiera lamido el suelo hasta cansarse. Los árboles aparecían retorcidos, troncos abiertos en grietas carbonizadas, ramas convertidas en lanzas frágiles que crujían con el viento. Algunos aún humeaban levemente, como si se resistieran a aceptar que ya estaban muertos. Había restos de animales dispersos por el prado: cuerpos calcinados en posturas imposibles, huesos blanqueados por el calor, cuernos y pezuñas fundidos en la tierra. Criaturas que se habían acercado demasiado, atraídas por la promesa de calor… y devoradas por él.
Nadie habló. Incluso el viento parecía evitar aquel lugar. El grupo se detuvo frente al arco. Nadie lo ordenó. Simplemente ocurrió. Como si la tierra misma hubiera impuesto el alto. Grace alzó la vista despacio, siguiendo las líneas quemadas de la madera. Yara sintió un escalofrío recorrerle la espalda, seco y punzante. Diego apretó los labios, notando cómo el aire vibraba de una forma antinatural, cargado, expectante. Vihaan no dijo nada. Solo observó, con esa quietud nueva que llevaba consigo desde que emergió de la montaña.
Aquel no era un templo cualquiera.
Era el Templo del Fuego.
Y su hija se preparaba para superar sus pruebas.
Vihaan fue el primero. Dio un paso al frente y rodeó a ambas con los brazos, firme, protector, como si su abrazo pudiera sostener el mundo entero. Yara apoyó la frente en su hombro, Grace cerró un instante los ojos. Luego Diego se unió, colocándose a su lado, una mano fuerte en la espalda de Grace, la otra en el hombro de Vihaan. Bhagirath llegó después, grave y silencioso, y Yrsa con él, sin dudar, como si aquel círculo fuera el último refugio posible contra todo lo que aguardaba fuera. Uno a uno, todos se unieron. Cuerpos cansados, heridos, temblorosos. Respiraciones agitadas mezclándose. El calor humano en medio de un prado muerto por el fuego. Durante unos segundos no hubo guerra, ni templos, ni la sombra del Dragón. Solo ellos.
Grace cerró los ojos y respiró hondo.
Y entonces los sintió.
No solo a los que la rodeaban, con los brazos apretados y los corazones desbocados. Sintió también a los que ya no estaban. A los que habían caído en el camino, a los que quedaron atrás, a los que nunca llegarían a verla resurgir como algo nuevo. Todos estaban allí, de algún modo, empujando desde dentro. Abrió los ojos y habló, con la voz firme pese al nudo que le cerraba la garganta.
El abrazo se cerró un poco más, como si todos comprendieran que aquel instante debía ser guardado para siempre. Luego, lentamente, se separaron. Grace desato a Maverick de su pecho y se lo entregó a Vihaan, depositó un beso en su frente con sumo cuidado y se volvió.
Dio un paso al frente, hacia el arco y el Templo del Fuego.
Y aunque el miedo caminaba con ella, no lo enfrentaría sola.
Iba acompañada de todo aquello que amaba.
Al otro lado, el páramo calcinado despertó de repente.
El suelo resplandeció de pronto, como si una brasa gigantesca latiera bajo la tierra. Las llamas surgieron sin aviso, brotando de las grietas, alzándose en lenguas vivas que danzaban con furia antigua. El aire se volvió irrespirable, denso, abrasador; un calor tan intenso que ni siquiera aquel muro invisible de magia lograba contenerlo del todo. Ondas de fuego chocaban contra la barrera como mareas incandescentes, haciendo vibrar el aire con un gemido profundo.
Grace avanzó y cada paso parecía una conquista. Caminaba despacio, los puños apretados, los hombros firmes, como si estuviera entrando en el corazón mismo de una hoguera sagrada. Las llamas se inclinaban a su paso, no obedientes aún, pero curiosas. El fuego lamía el suelo a su alrededor, se enroscaba en sus botas, trepaba por el aire como queriendo probarla.
Su cabello, encendido por la luz, parecía confundirse con las propias llamas. No ardía: brillaba. Cada mechón reflejaba tonos de cobre, oro y carmesí, como si el fuego la hubiera reconocido como una de los suyos. Por momentos, Grace ya no parecía una mujer atravesando el infierno, sino el recuerdo viviente de una hoguera primordial caminando hacia su origen.
Detrás del arco, Yara dio un paso al frente. Tenía los ojos anegados en lágrimas, la garganta cerrada por la emoción, pero el orgullo brillaba en su rostro con una fuerza imposible de ocultar. Alzó la voz, temblorosa y poderosa a la vez, atravesando el rugido de las llamas.
El páramo siguió ardiendo. Pero, durante un instante eterno, todos supieron que el fuego no la iba a dañar. Y al mismo tiempo, que ella no lo dañaría a él. Grace siguió avanzando. El suelo crujía bajo sus botas como un cementerio de huesos antiguos; cada paso levantaba ceniza incandescente que se arremolinaba a su alrededor, pegándose a la piel como un sudario vivo. Las suelas comenzaron a deshacerse, primero agrietadas, luego blandas, hasta desaparecer por completo. Al final caminó descalza, sintiendo el calor morderle la planta de los pies, trepar por los dedos, enroscarse en los talones, subir por los tobillos, las piernas, los muslos. El fuego no se conformaba con tocarla: quería recorrerla. Y cuando lo consiguió, Grace ardió por dentro. No fue una combustión súbita, sino una invasión lenta, implacable. Una sensación de disolverse, de perder los contornos, como si su cuerpo dejara de ser un límite y pasara a formar parte de la devastación misma: de la ceniza, de la ruina, de la llama primigenia que todo lo devora y todo lo transforma. Por un instante tuvo la certeza de que estaba desapareciendo… no muriendo, sino volviéndose otra cosa.
No había sendero que seguir. No había dirección ni rumbo. Solo un páramo condenado a arder eternamente, una extensión sin horizonte que había olvidado cómo apagarse. El aire era denso, casi sólido, y cada respiración le llenaba los pulmones de humo y calor, raspándole la garganta, obligándola a jadear como si el fuego quisiera instalarse también en su pecho, reclamarla desde dentro. Entonces las llamas se acercaron. Al principio fueron tímidas: lenguas bajas que reptaban por la tierra, rozándole los tobillos con una curiosidad peligrosa. Después crecieron, se alzaron, se volvieron audaces. La rodearon. Le treparon por las piernas, le abrazaron el torso, se enredaron en su cabello. Grace apretó los puños, tensó la mandíbula, preparándose para el dolor que sabía que debía llegar.
Pero no llegó como lo esperaba.
Quemaba, sí. Ardía hasta hacerle temblar los dientes. Pero no destruía. No consumía. Era un calor brutal, torpe, desmedido, como el contacto de alguien demasiado poderoso para comprender la delicadeza. Una caricia violenta, sin malicia, incapaz de amar de otro modo. El fuego lamía su piel, la enrojecía, la obligaba a jadear, le abría heridas que supuraban pus… pero no la rechazaba. No la borraba. La aceptaba. Grace avanzó un paso más, con las piernas temblorosas, el cuerpo al límite, el corazón golpeándole el pecho como un tambor de guerra.
Ninguno de los dos lo hizo.
El calor se volvió insoportable. Cada músculo gritaba. El sudor le empapaba la espalda, los ojos le ardían hasta llorar, y la garganta se le abrasaba con cada bocanada de aire envenenado. Sentía la piel tensarse, agrietarse, como si el fuego buscara rendijas por donde colarse: viejos miedos, impulsos no domados, furias nunca apagadas. El fuego no solo la rodeaba… la examinaba. Y entonces, cuando creyó que iba a ser consumida, el mundo se rompió bajo sus pies.
El suelo se abrió ante ella con un estruendo seco, un trueno sofocado bajo toneladas de magma. La tierra incandescente se resquebrajó y Grace perdió el equilibrio. Cayó sin gritar, engullida por el colapso. A su alrededor todo se desmoronó: el páramo calcinado se disolvió, las brasas se fundieron en un océano líquido, y el fuego lo reclamó todo. Impactó de rodillas. Una mano se hundió en el suelo ardiente y un dolor inhumano le recorrió los dedos, la palma, el brazo entero. La piel se le quemó al instante, la carne protestó con furia, y aun así no retiró la mano. El pecho subía y bajaba en respiraciones cortas, rabiosas, mientras el calor le arrancaba jadeos que sonaban casi como gruñidos. Alzó la vista. Se encontraba en una llanura circular, cerrada como un cráter. Un islote de tierra negra la sostenía, frágil y solitario, rodeado por un mar de fuego en perpetuo movimiento. La lava giraba lentamente a su alrededor, formando una espiral viva, hipnótica, como si el propio volcán respirara. Grace alzó aún más la mirada. Entre columnas de humo y ceniza incandescente, distinguió el cielo estrellado. Frío. Distante. Indiferente. Las estrellas observaban desde una eternidad que no ardía ni se apagaba.
Entonces algo la obligó a bajar la mirada.
Un ruido. Un desplazamiento lento, viscoso.
Dentro del mar de lava, algo comenzaba a emerger.
Primero fueron siluetas imprecisas, formas humanas mal esculpidas, como estatuas arrancadas a medio hacer del vientre del volcán. Luego tomaron consistencia: cuerpos de carbón vivo y llama abierta, piel agrietada por donde latía el fuego, ojos encendidos con una luz rabiosa. Uno tras otro, fueron alzándose hasta rodearla.
No eran monstruos.
No eran demonios.
Eran reflejos de ella.
Cada figura tenía su misma estatura, su misma complexión, su misma manera de moverse. Sus gestos. Su postura. Incluso su rostro, deformado por la furia. En sus miradas ardía una violencia conocida, íntima. Eran todas las veces que había golpeado sin pensar. Todas las veces que había rugido desafiando a la tiranía. Todas las órdenes lanzadas desde la ira. Cada incendio provocado sin mirar atrás, sin escuchar a los que ardían con ella, sin pararse a contemplar las cenizas que dejaba a su paso.
La primera figura avanzó.
Luego otra. Luego todas a la vez.
Grace se incorporó con dificultad, el cuerpo temblándole por el esfuerzo y el calor. Desenfundó la espada. El metal ardió al instante al contacto con su mano, obligándola a apretar los dientes hasta sentirlos crujir. El dolor le recorrió el brazo, pero no la soltó.
El fuego tampoco retrocedía.
La cercaba lentamente.
Las figuras avanzaban con espadas de llama viva, rugiendo con su misma voz, un eco multiplicado de su propia rabia. Eran ira sin freno. Eran violencia sin control. Eran la capitana que siempre entraba la primera en combate… sin preguntarse nunca a qué precio. Y el Templo, expectante, aguardaba para ver cuál de todas ellas sobreviviría. Las figuras de lava se lanzaron contra ella con un alarido que no salía de sus gargantas, sino del propio fuego que les dio vida. Grace respondió como siempre había respondido al mundo: enfrentándolo con la cabeza alzada y el rugido incesante en su garganta.
El primer choque fue brutal. El acero de su espada se hundió en el cuello de una de aquellas formas incandescentes y la cabeza rodó por el suelo… pero al tocar la tierra se licuó, convirtiéndose en lava viva. El calor le mordió los pies desnudos. Grace gritó, retrocediendo un paso, la piel abrasándose, el dolor subiendo como un relámpago por sus piernas. Pero no se detuvo. Giró sobre sí misma y cortó el brazo de otra figura. El miembro cercenado cayó al suelo y estalló en una llamarada súbita que la alcanzó de lleno en el pecho. El aire se le escapó de los pulmones, la quemadura la hizo jadear, pero aun así siguió luchando, apretando los dientes, empujada por esa furia antigua que siempre la había sostenido.
Luchó como había luchado toda su vida.
Sola contra todo y contra todos.
Sin rendirse jamás, aunque el final estuviera ya escrito.
Cada estocada derribaba a una, cada golpe parecía una victoria… pero el fuego no retrocedía. Al contrario. Cuantos más reflejos destruía, más la castigaba el propio terreno, más la hería la lava, más ardía su piel. Donde caía un enemigo, nacía una herida. Donde vencía, pagaba un precio. Y nadie la seguía, esta vez. No había hombros a su lado, ni gritos aliados, ni pasos acompañando los suyos. Solo ella, su espada y un mar de reflejos que rugían con su misma voz, con su misma rabia. Una de las figuras la embistió con una fuerza descomunal. Grace bloqueó tarde. El impacto le recorrió el brazo como un trueno y la espada salió despedida de su mano. El arma cayó al suelo envuelta en fuego. Y con ella, algo más cayó.
Grace dio un paso atrás, la palma abierta, en carne viva, ensangrentada, quemada hasta el pulso. El dolor era insoportable… pero al mismo tiempo sintió algo inesperado: Alivio. Ya no tenía que sujetar aquel acero ardiendo. Ya no tenía que empujar, cortar, destruir. Respiró hondo y entonces empezó a comprenderlo. Por primera vez, la capitana pensó que la solución no era siempre luchar.
La primera prueba no era enfrentar el fuego. Ni resistir su ira.
Era resistirse a sí misma. A su impulso ciego.
A su necesidad de lanzarse siempre a la batalla.
Resistir a ese incendio interior que la había convertido en la capitana más temida de los siete mares, que la había empujado a desafiar imperios y dioses, sí… pero también la que la había convertido en un alma con sed de venganza, en la arma de los que no se pueden defender, en la justicia sanguinaria del indefenso y el esclavizado. El Templo del Fuego no quería una conquistadora. Ni una reina hecha de cenizas. Quería saber si podía contener la llama sin apagarla. Si podía gobernar su furia sin negarla. Si era capaz de sostener el fuego sin dejar que este lo devorara todo.
Las figuras volvieron a lanzarse contra ella. Grace gritó, un grito crudo, nacido del pecho, más cercano al instinto que al pensamiento. Su cuerpo reaccionó antes que su mente. Su llama interior resurgió de nuevo. Se inclinó, alargó la mano y agarró la espada del suelo. El dolor regresó al instante, abrasador. Y la batalla continuó. Cada choque fue una explosión. Cada bloqueo, una quemadura nueva. El fuego respondía a su furia creciendo, elevándose, envolviéndola con más fuerza. La hacía más temible… y al mismo tiempo más frágil. Porque cuanto más ardía ella, más ardía el mundo a su alrededor. Y en medio de aquel infierno vivo, aunque Grace empezaba a comprender que no bastaba con arder más alto que los demás. Que había que aprender a no incendiarlo todo. No pudo evitar seguir peleando. Pues esa era su esencia, ese era su sino. Marcada antes de nacer, arrojada a un mundo donde si no matas, te matan. Por eso siguió peleando, por eso siguió ardiendo.
Hasta que un reflejo la desarmó y cayó de rodillas.
La espada resbaló de sus dedos y quedó clavada en el suelo ardiente, vibrando como un corazón herido. Grace apoyó ambas manos en la tierra incandescente, jadeando. El cuerpo le temblaba sin control, los músculos rígidos por el esfuerzo, la garganta rota por el humo. El sudor se mezclaba con la ceniza pegada a su piel enrojecida, y cada respiración era un acto de pura obstinación.
No apagó el fuego que ardía en su interior.
No intentó sofocarlo ni dominarlo por la fuerza.
Se detuvo. Escuchó. Lo sintió tal como era: voraz, impaciente, incapaz de detenerse.
Un poder nacido para devorar, no para proteger. Un poder que nunca había aprendido a contenerse… igual que ella.
Durante años había sido así: avanzar, arder, arrasar.
Sobrevivir. No mirar atrás. No detenerse jamás.
Las figuras de lava quedaron inmóviles. Las llamas que las envolvían empezaron a debilitarse, como si alguien hubiera retirado el viento que las alimentaba. El calor seguía siendo insoportable, brutal, primigenio… pero ya no atacaba. Observaba. Esperaba.
Grace abrió los ojos, agarró su espada de nuevo y ayudándose de ella, se incorporó lentamente. Cada movimiento era una punzada: la piel le ardía en parches irregulares, ampollas abiertas en los antebrazos, los hombros marcados por quemaduras profundas donde la carne había enrojecido hasta el límite del dolor. Los pies estaban cubiertos de heridas vivas, la planta de uno de ellos ennegrecida, como si hubiese caminado sobre brasas durante una eternidad. Aun así, permaneció en pie.
Ante ella, una de las figuras, la que la había desarmado, se había quedado más cerca que las demás. Era su propio reflejo. No veía un cuerpo hecho de fuego. Veía su rabia. Su impulso de lanzarse siempre la primera. Su incapacidad para rendirse, para detenerse, para no convertir cada conflicto en una guerra. Aquella capitana que confundía liderazgo con sacrificio absoluto, fuerza con destrucción, coraje con arder hasta consumirse.
El reflejo la miraba con ojos incendiados.
Lentamente, bajó su espada de fuego.
Grace, sin apartar la mirada, imitó el gesto. Sus dedos dejaron de aferrarse al mango invisible de la lucha constante. Su respiración se hizo más lenta. Más profunda. Una a una, las figuras comenzaron a derretirse. No estallaron. No gritaron. Se fundieron consigo mismas, convirtiéndose en ríos de lava que regresaron al mar incandescente que rodeaba el islote. El fuego las reclamó sin violencia, como si nunca hubieran sido enemigas… sino partes de si mismo que volvían a su origen.
Cuando la última desapareció, el cráter quedó en silencio. Grace permaneció allí, cubierta de heridas, la piel marcada por quemaduras que tardarían en cerrar, el cuerpo dolorido hasta el límite. Pero seguía en pie. La primera prueba no había sido resistir el fuego. Ni vencerlo. Ni arder más alto que él. Había sido resistirse a sí misma.
El Templo del Fuego no quería una guerrera, ni un rugido feroz rompiendo la oscuridad. Quería a alguien capaz de sostener la llama sin dejar que lo devorara todo. Alguien que supiera cuándo avanzar… y cuándo detenerse. Las llamaradas se alzaron y la rodearon una última vez, no como un ataque, sino como un reconocimiento silencioso. La capitana había superado su primera prueba. No imponiéndose. Sino dominándose.
La lava comenzó a enfriarse con un gemido profundo, como si el propio volcán exhalara cansado. El mar incandescente se volvió espeso, luego sólido, hasta formar un sendero irregular de roca negra aún humeante que serpenteaba por el cráter. Grace lo observó un instante, los hombros tensos, el cuerpo cubierto de ampollas abiertas y piel enrojecida, pero los ojos firmes. Y empezó a andar. Cada paso era una negociación con el dolor. La roca todavía ardía bajo la planta de sus pies, y el calor subía por sus piernas como una marea lenta. Su respiración era áspera, rota, y cada latido parecía golpearle las sienes desde dentro. Caminaba como camina un alma que ha sido golpeada demasiadas veces, una que ya no sabe retroceder aunque quisiera. No corría. No dudaba. Avanzaba.
Al final del sendero, la roca se alzaba en vertical. Una cascada de lava caía desde lo alto del cráter, un muro vivo de fuego líquido que rugía como una bestia hambrienta. El resplandor teñía el aire de rojo y oro, y el calor era tan intenso que el suelo vibraba. Grace se detuvo frente a ella. Esperó. Un latido. Dos. Pensó que quizá se abriría, que el Templo la reconocería, que le concedería un paso como había hecho la tierra con Vihaan. No ocurrió nada. La lava siguió cayendo, inmutable, indiferente. Grace cerró los ojos un segundo. Inspiró hondo, llenándose los pulmones de aire ardiente, y al hacerlo sintió cómo el fuego la reconocía… y la desafiaba.
Seguía viva. Alzó la cabeza. Ante ella no había fuego. Había silencio.
El paisaje había cambiado por completo. Se encontraba en una vasta extensión oscura, sin calor ni frío, como una sala infinita excavada en la nada. El suelo era liso, negro como obsidiana pulida, y reflejaba su figura deformada. No había cielo, ni paredes visibles. Solo vacío… y ecos.
Entonces escuchó voces. No venían de un solo lugar, sino de todos. Susurros, primero. Luego palabras claras que se convirtieron en gritos, en rugidos.
El Templo la ponía a prueba otra vez. Ahora quería saber si su mente podía cargar con lo que había quemado bajo su poder. La segunda prueba había comenzado. Grace avanzaba - si es que a aquello podía llamársele avanzar - arrastrándose por un vacío que no era oscuridad, sino ausencia. No había sombra ni luz. No había horizonte. Era lo que queda después del incendio: cuando el fuego ya ha devorado incluso el recuerdo de lo que fue. El mundo reducido a ceniza conceptual. Al final de todo.
Sus manos, quemadas y abiertas, se clavaban en un suelo que no era suelo. Cada palmo conquistado era una renuncia. Cada respiración, una batalla perdida de antemano. Pero lo que la hacía caer no eran las heridas del cuerpo, sino los gritos. Los escuchaba con una claridad insoportable. Eran los suyos.
Órdenes rugidas con la voz rota. Discursos inflamados pronunciados antes de cada carga. Palabras encendidas que habían empujado a hombres y mujeres a levantar las armas, a correr hacia el fuego, a creer que la muerte valía la pena si ella y su causa iban al frente. Aquellas voces, que antes habían sido estandartes, ahora la atravesaban como cuchillas. Cada grito apagaba algo dentro de ella. Cada consigna arrancaba un trozo de fuego… hasta dejar solo cansancio.
Las sombras comenzaron a tomar forma. Primero fueron siluetas borrosas. Luego cuerpos. Rostros. Mordisquitos, con su sonrisa ladeada y los dientes de acero manchados de sangre. MacFarlane, erguido como siempre, incluso en la muerte. Las gemelas, idénticas y distintas, mirándola sin parpadear.vVio a Briede, el hijo de Aibori, con los ojos demasiado jóvenes para haber visto el final. Vio a Ngürü, a Gallagher, a Madox… a Hrafnkel, a Alonso, a Agnes, a Will el Hacha, a Fred el Bocas… Uno a uno fueron apareciendo. Todos y cada uno…
No eran fantasmas. No había reproches teatrales ni lamentos exagerados. Estaban allí como se está en los recuerdos que no se pueden enterrar. Como heridas que no sangran, pero duelen igual. Grace intentó incorporarse, erguirse como la capitana que había sido siempre. Pero esta vez el cuerpo no era el que fallaba. Esta vez era el alma.
Las heridas ya no supuraban en la piel. Ardían dentro. En el centro del pecho. En ese lugar donde había confundido tantas veces el valor con la furia, el liderazgo con el sacrificio ajeno. MacFarlane dio un paso al frente. Se detuvo a apenas un metro de ella y la miró largamente. Su expresión era imposible de descifrar. Había alivio - el alivio de ver a alguien amado - pero también algo más oscuro. No odio. No del todo. Era rencor cansado. El rencor de quien siguió la llama… y pagó el precio.
Solo un hilo de voz.
Porque el Fuego no obedece a quien grita más fuerte.
Obedece a quien arde sin mentirse.
La capitana siguió avanzando hasta que el vacío se transformó en piedra. No fue una transición brusca, sino una condensación lenta y gradual: la nada se volvió cueva, el silencio adquirió peso, y el calor - ese calor antiguo, íntimo - regresó como un recuerdo que nunca se había ido del todo.
La gruta era amplia, irregular, respiraba. Las paredes estaban cubiertas de pinturas rupestres, manos rojas, figuras humanas rodeadas de llamas, animales corriendo en manada, escenas de caza, de huida, de abrigo. Historias grabadas con carbón y sangre seca. No eran advertencias. Eran confesiones. En el centro de la cueva, una hoguera. No era enorme ni violenta. Era humilde y acogedora. Cerca de ella, alguien se movía, era un hombre joven. Grace se detuvo al verlo. Era alto, de hombros anchos, el cuerpo cubierto apenas por telas chamuscadas que no terminaban de arder. Su piel parecía humana… hasta que el fuego reparó con él. Las llamas no lo consumían: lo vestían. Reptaban por sus brazos cuando se movía, se recogían cuando se aquietaba. Su cabello era oscuro, como el carbón, pero las puntas brillaban como brasas vivas. No quemaba al mirarlo, no parecía una amenaza. De algún modo… atraía.
El joven en llamas, estaba cocinando. Movía sus manos en forma de cuenco sobre el fuego con una concentración casi infantil, como si aquel gesto sencillo fuera un ancla al mundo. El aroma era cálido, primario. Era hogar. Era supervivencia. Algo que se comparte.
Grace dio un paso. Las llamas de la hoguera reaccionaron al instante, creciendo apenas, curiosas. El hombre alzó la vista. Sus ojos eran oscuros… y peligrosos. No por crueldad, sino por exceso. Demasiada vida contenida en un solo cuerpo. Durante un instante todo fue calma.
Luego, sin causa visible, algo se quebró. El hombre estalló. No como un ataque, sino como un arrebato de colera. Las llamas brotaron de su cuerpo con furia súbita, treparon por las paredes, devoraron los troncos, calcinaron la comida en un aliento. Las pinturas rupestres se ennegrecieron. La cueva entera se inundó de humo y llamas.
Grace se tensó, se detuvo en seco por puro instinto… pero no retrocedió. El joven rugió - no contra ella, sino contra sí mismo - y el fuego respondió con violencia ciega, arrasándolo todo. Durante unos segundos fue solo destrucción, pura, hermosa y aterradora.
El fuego se replegó como una bestia avergonzada. El joven empezó a lamentarse entre cenizas humeantes. Las llamas que lo envolvían se apagaron hasta quedar en brasas temblorosas. Miró a su alrededor: los restos negros, la comida perdida, las paredes heridas. Pasó una mano por el suelo, como intentando arreglar lo irreparable. Las llamas obedecieron, pequeñas, torpes, tratando de recomponer lo que habían destruido. Pero no lo lograron.
Su frustración volvió a prender, breve pero intensa. El fuego subió otra vez… y él lo contuvo a la fuerza, temblando, respirando hondo, como quien aprende a no golpear. Grace lo observó en silencio. Vio la furia. Vio el refugio. Vio la calidez que abriga y el incendio que arrasa. Vio al elemento que da hogar… y al que lo quema todo si no se le escucha.
No se acercó más. Se limitó a quedarse allí, firme, herida, respirando el mismo aire que él.
Y por primera vez desde que cruzó el arco del Templo, el fuego no intentó consumirla.
Solo la miró.
Como quien mira a un igual.
Continuará…
El enemigo marchaba hacia el sur.
Una columna interminable que se deslizaba como una serpiente de hierro entre el polvo del camino. Al frente, los Shén Dú avanzaban en silencio absoluto, pasos medidos, espaldas rectas, la mirada clavada en un horizonte que nadie más parecía capaz de sostener. Sus ropas negras absorbían la luz y devolvían solo una promesa muda: obediencia o muerte.
Detrás de ellos, los soldados rasos caminaban apretando lanzas y mosquetes con manos sudorosas. El metal chocaba contra el metal con un estruendo nervioso, desordenado, demasiado humano. Cada paso levantaba una nube de polvo que se pegaba a la piel, a la garganta, a los pensamientos. Nadie cantaba. Nadie reía. Solo el ritmo de la marcha… y el rumor.
Porque sí, el rumor había nacido y se había extendido rápidamente. Demasiado rápido.
- Dicen que no era un hombre… - susurró uno, con la voz quebrada, sin atreverse a mirar a su compañero.
- Calla… - respondió otro, aunque sus ojos delataban que ya había escuchado lo mismo.
- El que sobrevivió… en el templo… - murmuró un tercero - Dice que surgió del suelo. Que la tierra lo escupió.
- ¿Es verdad que tenía un solo ojo?
- Un ojo enorme… - respondió alguien más atrás, casi sin mover los labios - Como un cíclope. Ardía. No con fuego… con algo peor.
- Era como cuatro hombres de alto - murmuro uno que ni siquiera había estado allí - Que su sombra se movía sola. Que habló… y la tierra obedeció.
- No gritaba - añadió una voz temblorosa - Susurraba. Un idioma viejo. Prohibido. Y cuando lo hacía… el suelo se abría a su paso, enterrándolos a todos.
- Es el Susurrador… - dijo alguien casi sin darse cuenta - El que habla con la tierra.
- ¡Silencio!
Cada soldado llevaba ahora dos pesos sobre los hombros: el de su armadura… y el de la idea de que, al final del camino, no les esperaba un enemigo de carne y hueso, sino algo que no podía matarse del todo. Los Shén Dú seguían al frente, inmutables, como si nada pudiera alcanzarlos. Como si el susurro no pudiera atravesarles la piel. Como si la tierra no supiera pronunciar sus nombres. Y aun así, incluso ellos apretaban un poco más el paso. Porque aunque la sombra del Dragón fuera larga y oscura, aunque su voluntad aplastara imperios, los hombres que marchaban bajo ella seguían siendo solamente eso: hombres.
Hechos de hueso. De esperanzas y de miedos.
De carne que tiembla cuando la tierra empieza a escuchar.
Al final de aquella columna interminable, donde el polvo levantado por miles de pies formaba una nube baja y persistente, avanzaba Hong Long. El ejército era una serpiente colosal deslizándose hacia el sur: los Shén Dú abrían camino como colmillos silenciosos, el cuerpo lo formaban filas y filas de hombres tensos, y en la retaguardia, marcando el ritmo con su mera existencia, viajaba el Dragón. No como un estandarte de gloria, sino como un cascabel cargado de veneno. Cada sacudida de su presencia advertía de una muerte cercana.
Hong Long no caminaba. Era transportado en un carromato bajo, sin adornos innecesarios, arrastrado por hombres encadenados que sudaban y sangraban para sostener su peso. El traqueteo era suave, casi hipnótico, como el balanceo de una cuna cruel. Dentro, sentado entre cojines oscuros, el Dragón no miraba el camino. No lo necesitaba. El mundo era suyo, siempre le había obedecido.
Solo pensaba en una cosa. Recuperar lo que era suyo. No lo que había perdido - porque Hong Long jamás aceptaba la idea de pérdida - sino aquello que, en su mente, le pertenecía por derecho: el poder, los templos, los espíritus, el equilibrio mismo del mundo sometido a su voluntad. La Tierra, el Fuego, el Agua, el Aire… no como fuerzas vivas, sino como trofeos. Como armas. Como extensiones de su poder incuestionable.
Su sola presencia empujaba al ejército hacia delante. Pero no era el empuje de la esperanza, ni el fervor de la victoria anunciada. Era el avance torpe y forzado del miedo. Los hombres marchaban porque sabían que detenerse significaba morir. Porque comprendían, aunque no se atrevieran a decirlo, que si el Dragón había abandonado su trono para ir a la guerra, era porque la victoria había dejado de ser segura.
Un general al frente inspira confianza: “ganaremos”.
Un rey en la retaguardia promete orden: “resistiremos”.
Pero un Dragón que marcha en persona solo transmite una verdad: el enemigo es demasiado peligroso para delegar su destrucción.
Los soldados lo sentían sin necesidad de palabras. Lo leían en la rigidez de los Shén Dú, en la prisa muda con la que se corregían las filas, en el modo en que nadie se atrevía a mirar atrás. Hong Long no era un escudo. Era una amenaza constante, incluso para los suyos. La fuerza que garantizaba el avance no era la lealtad, sino el terror a quedarse atrás, a no ser digno de marchar bajo su sombra.
Dentro del carromato, el Dragón entrecerró los ojos. Si la Tierra había despertado… aún podía ser sometida. Si el Fuego llegaba a alzarse… debía ser sofocado antes de arder. La ambición le recorría el pecho como un veneno dulce. No había duda en él, solo prisa. Porque en el fondo, muy en el fondo, Hong Long comprendía algo que jamás admitiría en voz alta: cada paso que daba hacia el sur no era una demostración de dominio, sino una carrera contra un equilibrio que ya empezaba a volverse en su contra.
La serpiente avanzaba. Y en su cola, el veneno se preparaba para morder… sin darse cuenta de que, a veces, la mordida más mortal es la que uno se da si mismo.
Y mientras muchos marchaban en busca de guerra, unos pocos lo hacían también, pero en busca de respuestas. La inevitable marcha hacia el sur de la Alianza de las Tres Banderas transformó el mundo a cada paso que daban. Al principio, el paisaje aún conservaba una calma engañosa: colinas suaves, hierba alta ondulando como un mar cansado, el cielo abierto y limpio, demasiado amplio para la guerra que se gestaba bajo él. Caminaban en silencio, como si todos intuyeran que cada palabra podía romper algo frágil que aún no sabían nombrar.
Luego, poco a poco, la tierra empezó a cambiar. El verde se volvió opaco. La hierba perdió altura, como si algo la hubiera peinado a contrapelo. El aire se volvió más seco, áspero en la garganta, con un regusto metálico que no pertenecía al polvo. Y entonces lo vieron. El prado se abrió ante ellos como una herida antigua. A lo lejos, recortado contra el horizonte, se alzaba el arco: enorme, solitario, tallado en madera ennegrecida por el tiempo y por algo más. No era solo una señal de que un templo estaba cerca. Era una advertencia. Un umbral que no necesitaba palabras para anunciar lo que custodiaba.
A cada paso que daban hacia él, la devastación se hacía más evidente. La hierba estaba reducida a ceniza, aplastada y negra, como si el fuego hubiera lamido el suelo hasta cansarse. Los árboles aparecían retorcidos, troncos abiertos en grietas carbonizadas, ramas convertidas en lanzas frágiles que crujían con el viento. Algunos aún humeaban levemente, como si se resistieran a aceptar que ya estaban muertos. Había restos de animales dispersos por el prado: cuerpos calcinados en posturas imposibles, huesos blanqueados por el calor, cuernos y pezuñas fundidos en la tierra. Criaturas que se habían acercado demasiado, atraídas por la promesa de calor… y devoradas por él.
Nadie habló. Incluso el viento parecía evitar aquel lugar. El grupo se detuvo frente al arco. Nadie lo ordenó. Simplemente ocurrió. Como si la tierra misma hubiera impuesto el alto. Grace alzó la vista despacio, siguiendo las líneas quemadas de la madera. Yara sintió un escalofrío recorrerle la espalda, seco y punzante. Diego apretó los labios, notando cómo el aire vibraba de una forma antinatural, cargado, expectante. Vihaan no dijo nada. Solo observó, con esa quietud nueva que llevaba consigo desde que emergió de la montaña.
Aquel no era un templo cualquiera.
Era el Templo del Fuego.
Y su hija se preparaba para superar sus pruebas.
- Ten cuidado, ¿me oyes? - dijo Yara, abrazándola con una fuerza que no era solo física, sino desesperadamente espiritual.
- Lo tendré… - respondió Grace, besándola varias veces en la mejilla, como si quisiera dejar allí anclada una parte de sí misma.
Vihaan fue el primero. Dio un paso al frente y rodeó a ambas con los brazos, firme, protector, como si su abrazo pudiera sostener el mundo entero. Yara apoyó la frente en su hombro, Grace cerró un instante los ojos. Luego Diego se unió, colocándose a su lado, una mano fuerte en la espalda de Grace, la otra en el hombro de Vihaan. Bhagirath llegó después, grave y silencioso, y Yrsa con él, sin dudar, como si aquel círculo fuera el último refugio posible contra todo lo que aguardaba fuera. Uno a uno, todos se unieron. Cuerpos cansados, heridos, temblorosos. Respiraciones agitadas mezclándose. El calor humano en medio de un prado muerto por el fuego. Durante unos segundos no hubo guerra, ni templos, ni la sombra del Dragón. Solo ellos.
Grace cerró los ojos y respiró hondo.
Y entonces los sintió.
No solo a los que la rodeaban, con los brazos apretados y los corazones desbocados. Sintió también a los que ya no estaban. A los que habían caído en el camino, a los que quedaron atrás, a los que nunca llegarían a verla resurgir como algo nuevo. Todos estaban allí, de algún modo, empujando desde dentro. Abrió los ojos y habló, con la voz firme pese al nudo que le cerraba la garganta.
- No camino sola. Nunca lo he hecho… ni lo haré ahora - Su mirada pasó por cada uno de ellos - Allá donde vaya, iréis conmigo. En cada paso, en cada decisión, en cada llama que arda o se apague. Sois mi fuerza cuando flaqueo y mi rumbo cuando dudo. Si regreso, será porque me habéis sostenido. Y si no lo hago… - tragó saliva - sabed que no habré estado ni un solo instante sin vosotros.
El abrazo se cerró un poco más, como si todos comprendieran que aquel instante debía ser guardado para siempre. Luego, lentamente, se separaron. Grace desato a Maverick de su pecho y se lo entregó a Vihaan, depositó un beso en su frente con sumo cuidado y se volvió.
Dio un paso al frente, hacia el arco y el Templo del Fuego.
Y aunque el miedo caminaba con ella, no lo enfrentaría sola.
Iba acompañada de todo aquello que amaba.
- Cuida de ellos, Vi - sonrío con sus ojos llenos de desafío.
Al otro lado, el páramo calcinado despertó de repente.
El suelo resplandeció de pronto, como si una brasa gigantesca latiera bajo la tierra. Las llamas surgieron sin aviso, brotando de las grietas, alzándose en lenguas vivas que danzaban con furia antigua. El aire se volvió irrespirable, denso, abrasador; un calor tan intenso que ni siquiera aquel muro invisible de magia lograba contenerlo del todo. Ondas de fuego chocaban contra la barrera como mareas incandescentes, haciendo vibrar el aire con un gemido profundo.
Grace avanzó y cada paso parecía una conquista. Caminaba despacio, los puños apretados, los hombros firmes, como si estuviera entrando en el corazón mismo de una hoguera sagrada. Las llamas se inclinaban a su paso, no obedientes aún, pero curiosas. El fuego lamía el suelo a su alrededor, se enroscaba en sus botas, trepaba por el aire como queriendo probarla.
Su cabello, encendido por la luz, parecía confundirse con las propias llamas. No ardía: brillaba. Cada mechón reflejaba tonos de cobre, oro y carmesí, como si el fuego la hubiera reconocido como una de los suyos. Por momentos, Grace ya no parecía una mujer atravesando el infierno, sino el recuerdo viviente de una hoguera primordial caminando hacia su origen.
Detrás del arco, Yara dio un paso al frente. Tenía los ojos anegados en lágrimas, la garganta cerrada por la emoción, pero el orgullo brillaba en su rostro con una fuerza imposible de ocultar. Alzó la voz, temblorosa y poderosa a la vez, atravesando el rugido de las llamas.
- ¡Hija del fuego! Tus hermanos aguardan tu regreso. No lo olvides jamás…
El páramo siguió ardiendo. Pero, durante un instante eterno, todos supieron que el fuego no la iba a dañar. Y al mismo tiempo, que ella no lo dañaría a él. Grace siguió avanzando. El suelo crujía bajo sus botas como un cementerio de huesos antiguos; cada paso levantaba ceniza incandescente que se arremolinaba a su alrededor, pegándose a la piel como un sudario vivo. Las suelas comenzaron a deshacerse, primero agrietadas, luego blandas, hasta desaparecer por completo. Al final caminó descalza, sintiendo el calor morderle la planta de los pies, trepar por los dedos, enroscarse en los talones, subir por los tobillos, las piernas, los muslos. El fuego no se conformaba con tocarla: quería recorrerla. Y cuando lo consiguió, Grace ardió por dentro. No fue una combustión súbita, sino una invasión lenta, implacable. Una sensación de disolverse, de perder los contornos, como si su cuerpo dejara de ser un límite y pasara a formar parte de la devastación misma: de la ceniza, de la ruina, de la llama primigenia que todo lo devora y todo lo transforma. Por un instante tuvo la certeza de que estaba desapareciendo… no muriendo, sino volviéndose otra cosa.
No había sendero que seguir. No había dirección ni rumbo. Solo un páramo condenado a arder eternamente, una extensión sin horizonte que había olvidado cómo apagarse. El aire era denso, casi sólido, y cada respiración le llenaba los pulmones de humo y calor, raspándole la garganta, obligándola a jadear como si el fuego quisiera instalarse también en su pecho, reclamarla desde dentro. Entonces las llamas se acercaron. Al principio fueron tímidas: lenguas bajas que reptaban por la tierra, rozándole los tobillos con una curiosidad peligrosa. Después crecieron, se alzaron, se volvieron audaces. La rodearon. Le treparon por las piernas, le abrazaron el torso, se enredaron en su cabello. Grace apretó los puños, tensó la mandíbula, preparándose para el dolor que sabía que debía llegar.
Pero no llegó como lo esperaba.
Quemaba, sí. Ardía hasta hacerle temblar los dientes. Pero no destruía. No consumía. Era un calor brutal, torpe, desmedido, como el contacto de alguien demasiado poderoso para comprender la delicadeza. Una caricia violenta, sin malicia, incapaz de amar de otro modo. El fuego lamía su piel, la enrojecía, la obligaba a jadear, le abría heridas que supuraban pus… pero no la rechazaba. No la borraba. La aceptaba. Grace avanzó un paso más, con las piernas temblorosas, el cuerpo al límite, el corazón golpeándole el pecho como un tambor de guerra.
- Si sigues así… acabarás conmigo - susurró entre dientes.
Ninguno de los dos lo hizo.
El calor se volvió insoportable. Cada músculo gritaba. El sudor le empapaba la espalda, los ojos le ardían hasta llorar, y la garganta se le abrasaba con cada bocanada de aire envenenado. Sentía la piel tensarse, agrietarse, como si el fuego buscara rendijas por donde colarse: viejos miedos, impulsos no domados, furias nunca apagadas. El fuego no solo la rodeaba… la examinaba. Y entonces, cuando creyó que iba a ser consumida, el mundo se rompió bajo sus pies.
El suelo se abrió ante ella con un estruendo seco, un trueno sofocado bajo toneladas de magma. La tierra incandescente se resquebrajó y Grace perdió el equilibrio. Cayó sin gritar, engullida por el colapso. A su alrededor todo se desmoronó: el páramo calcinado se disolvió, las brasas se fundieron en un océano líquido, y el fuego lo reclamó todo. Impactó de rodillas. Una mano se hundió en el suelo ardiente y un dolor inhumano le recorrió los dedos, la palma, el brazo entero. La piel se le quemó al instante, la carne protestó con furia, y aun así no retiró la mano. El pecho subía y bajaba en respiraciones cortas, rabiosas, mientras el calor le arrancaba jadeos que sonaban casi como gruñidos. Alzó la vista. Se encontraba en una llanura circular, cerrada como un cráter. Un islote de tierra negra la sostenía, frágil y solitario, rodeado por un mar de fuego en perpetuo movimiento. La lava giraba lentamente a su alrededor, formando una espiral viva, hipnótica, como si el propio volcán respirara. Grace alzó aún más la mirada. Entre columnas de humo y ceniza incandescente, distinguió el cielo estrellado. Frío. Distante. Indiferente. Las estrellas observaban desde una eternidad que no ardía ni se apagaba.
Entonces algo la obligó a bajar la mirada.
Un ruido. Un desplazamiento lento, viscoso.
Dentro del mar de lava, algo comenzaba a emerger.
Primero fueron siluetas imprecisas, formas humanas mal esculpidas, como estatuas arrancadas a medio hacer del vientre del volcán. Luego tomaron consistencia: cuerpos de carbón vivo y llama abierta, piel agrietada por donde latía el fuego, ojos encendidos con una luz rabiosa. Uno tras otro, fueron alzándose hasta rodearla.
No eran monstruos.
No eran demonios.
Eran reflejos de ella.
Cada figura tenía su misma estatura, su misma complexión, su misma manera de moverse. Sus gestos. Su postura. Incluso su rostro, deformado por la furia. En sus miradas ardía una violencia conocida, íntima. Eran todas las veces que había golpeado sin pensar. Todas las veces que había rugido desafiando a la tiranía. Todas las órdenes lanzadas desde la ira. Cada incendio provocado sin mirar atrás, sin escuchar a los que ardían con ella, sin pararse a contemplar las cenizas que dejaba a su paso.
La primera figura avanzó.
Luego otra. Luego todas a la vez.
Grace se incorporó con dificultad, el cuerpo temblándole por el esfuerzo y el calor. Desenfundó la espada. El metal ardió al instante al contacto con su mano, obligándola a apretar los dientes hasta sentirlos crujir. El dolor le recorrió el brazo, pero no la soltó.
El fuego tampoco retrocedía.
La cercaba lentamente.
Las figuras avanzaban con espadas de llama viva, rugiendo con su misma voz, un eco multiplicado de su propia rabia. Eran ira sin freno. Eran violencia sin control. Eran la capitana que siempre entraba la primera en combate… sin preguntarse nunca a qué precio. Y el Templo, expectante, aguardaba para ver cuál de todas ellas sobreviviría. Las figuras de lava se lanzaron contra ella con un alarido que no salía de sus gargantas, sino del propio fuego que les dio vida. Grace respondió como siempre había respondido al mundo: enfrentándolo con la cabeza alzada y el rugido incesante en su garganta.
El primer choque fue brutal. El acero de su espada se hundió en el cuello de una de aquellas formas incandescentes y la cabeza rodó por el suelo… pero al tocar la tierra se licuó, convirtiéndose en lava viva. El calor le mordió los pies desnudos. Grace gritó, retrocediendo un paso, la piel abrasándose, el dolor subiendo como un relámpago por sus piernas. Pero no se detuvo. Giró sobre sí misma y cortó el brazo de otra figura. El miembro cercenado cayó al suelo y estalló en una llamarada súbita que la alcanzó de lleno en el pecho. El aire se le escapó de los pulmones, la quemadura la hizo jadear, pero aun así siguió luchando, apretando los dientes, empujada por esa furia antigua que siempre la había sostenido.
Luchó como había luchado toda su vida.
Sola contra todo y contra todos.
Sin rendirse jamás, aunque el final estuviera ya escrito.
Cada estocada derribaba a una, cada golpe parecía una victoria… pero el fuego no retrocedía. Al contrario. Cuantos más reflejos destruía, más la castigaba el propio terreno, más la hería la lava, más ardía su piel. Donde caía un enemigo, nacía una herida. Donde vencía, pagaba un precio. Y nadie la seguía, esta vez. No había hombros a su lado, ni gritos aliados, ni pasos acompañando los suyos. Solo ella, su espada y un mar de reflejos que rugían con su misma voz, con su misma rabia. Una de las figuras la embistió con una fuerza descomunal. Grace bloqueó tarde. El impacto le recorrió el brazo como un trueno y la espada salió despedida de su mano. El arma cayó al suelo envuelta en fuego. Y con ella, algo más cayó.
Grace dio un paso atrás, la palma abierta, en carne viva, ensangrentada, quemada hasta el pulso. El dolor era insoportable… pero al mismo tiempo sintió algo inesperado: Alivio. Ya no tenía que sujetar aquel acero ardiendo. Ya no tenía que empujar, cortar, destruir. Respiró hondo y entonces empezó a comprenderlo. Por primera vez, la capitana pensó que la solución no era siempre luchar.
La primera prueba no era enfrentar el fuego. Ni resistir su ira.
Era resistirse a sí misma. A su impulso ciego.
A su necesidad de lanzarse siempre a la batalla.
Resistir a ese incendio interior que la había convertido en la capitana más temida de los siete mares, que la había empujado a desafiar imperios y dioses, sí… pero también la que la había convertido en un alma con sed de venganza, en la arma de los que no se pueden defender, en la justicia sanguinaria del indefenso y el esclavizado. El Templo del Fuego no quería una conquistadora. Ni una reina hecha de cenizas. Quería saber si podía contener la llama sin apagarla. Si podía gobernar su furia sin negarla. Si era capaz de sostener el fuego sin dejar que este lo devorara todo.
Las figuras volvieron a lanzarse contra ella. Grace gritó, un grito crudo, nacido del pecho, más cercano al instinto que al pensamiento. Su cuerpo reaccionó antes que su mente. Su llama interior resurgió de nuevo. Se inclinó, alargó la mano y agarró la espada del suelo. El dolor regresó al instante, abrasador. Y la batalla continuó. Cada choque fue una explosión. Cada bloqueo, una quemadura nueva. El fuego respondía a su furia creciendo, elevándose, envolviéndola con más fuerza. La hacía más temible… y al mismo tiempo más frágil. Porque cuanto más ardía ella, más ardía el mundo a su alrededor. Y en medio de aquel infierno vivo, aunque Grace empezaba a comprender que no bastaba con arder más alto que los demás. Que había que aprender a no incendiarlo todo. No pudo evitar seguir peleando. Pues esa era su esencia, ese era su sino. Marcada antes de nacer, arrojada a un mundo donde si no matas, te matan. Por eso siguió peleando, por eso siguió ardiendo.
Hasta que un reflejo la desarmó y cayó de rodillas.
La espada resbaló de sus dedos y quedó clavada en el suelo ardiente, vibrando como un corazón herido. Grace apoyó ambas manos en la tierra incandescente, jadeando. El cuerpo le temblaba sin control, los músculos rígidos por el esfuerzo, la garganta rota por el humo. El sudor se mezclaba con la ceniza pegada a su piel enrojecida, y cada respiración era un acto de pura obstinación.
- No… - murmuró, con la voz rota - Así no…
No apagó el fuego que ardía en su interior.
No intentó sofocarlo ni dominarlo por la fuerza.
Se detuvo. Escuchó. Lo sintió tal como era: voraz, impaciente, incapaz de detenerse.
Un poder nacido para devorar, no para proteger. Un poder que nunca había aprendido a contenerse… igual que ella.
Durante años había sido así: avanzar, arder, arrasar.
Sobrevivir. No mirar atrás. No detenerse jamás.
- No te temo - susurró, con los labios agrietados - Pero tampoco te obedeceré ciegamente. Si quieres mi alma, ¡Es tuya! Pero no voy a entregártela sin antes luchar hasta mi último aliento…
Las figuras de lava quedaron inmóviles. Las llamas que las envolvían empezaron a debilitarse, como si alguien hubiera retirado el viento que las alimentaba. El calor seguía siendo insoportable, brutal, primigenio… pero ya no atacaba. Observaba. Esperaba.
Grace abrió los ojos, agarró su espada de nuevo y ayudándose de ella, se incorporó lentamente. Cada movimiento era una punzada: la piel le ardía en parches irregulares, ampollas abiertas en los antebrazos, los hombros marcados por quemaduras profundas donde la carne había enrojecido hasta el límite del dolor. Los pies estaban cubiertos de heridas vivas, la planta de uno de ellos ennegrecida, como si hubiese caminado sobre brasas durante una eternidad. Aun así, permaneció en pie.
Ante ella, una de las figuras, la que la había desarmado, se había quedado más cerca que las demás. Era su propio reflejo. No veía un cuerpo hecho de fuego. Veía su rabia. Su impulso de lanzarse siempre la primera. Su incapacidad para rendirse, para detenerse, para no convertir cada conflicto en una guerra. Aquella capitana que confundía liderazgo con sacrificio absoluto, fuerza con destrucción, coraje con arder hasta consumirse.
El reflejo la miraba con ojos incendiados.
Lentamente, bajó su espada de fuego.
Grace, sin apartar la mirada, imitó el gesto. Sus dedos dejaron de aferrarse al mango invisible de la lucha constante. Su respiración se hizo más lenta. Más profunda. Una a una, las figuras comenzaron a derretirse. No estallaron. No gritaron. Se fundieron consigo mismas, convirtiéndose en ríos de lava que regresaron al mar incandescente que rodeaba el islote. El fuego las reclamó sin violencia, como si nunca hubieran sido enemigas… sino partes de si mismo que volvían a su origen.
Cuando la última desapareció, el cráter quedó en silencio. Grace permaneció allí, cubierta de heridas, la piel marcada por quemaduras que tardarían en cerrar, el cuerpo dolorido hasta el límite. Pero seguía en pie. La primera prueba no había sido resistir el fuego. Ni vencerlo. Ni arder más alto que él. Había sido resistirse a sí misma.
El Templo del Fuego no quería una guerrera, ni un rugido feroz rompiendo la oscuridad. Quería a alguien capaz de sostener la llama sin dejar que lo devorara todo. Alguien que supiera cuándo avanzar… y cuándo detenerse. Las llamaradas se alzaron y la rodearon una última vez, no como un ataque, sino como un reconocimiento silencioso. La capitana había superado su primera prueba. No imponiéndose. Sino dominándose.
La lava comenzó a enfriarse con un gemido profundo, como si el propio volcán exhalara cansado. El mar incandescente se volvió espeso, luego sólido, hasta formar un sendero irregular de roca negra aún humeante que serpenteaba por el cráter. Grace lo observó un instante, los hombros tensos, el cuerpo cubierto de ampollas abiertas y piel enrojecida, pero los ojos firmes. Y empezó a andar. Cada paso era una negociación con el dolor. La roca todavía ardía bajo la planta de sus pies, y el calor subía por sus piernas como una marea lenta. Su respiración era áspera, rota, y cada latido parecía golpearle las sienes desde dentro. Caminaba como camina un alma que ha sido golpeada demasiadas veces, una que ya no sabe retroceder aunque quisiera. No corría. No dudaba. Avanzaba.
Al final del sendero, la roca se alzaba en vertical. Una cascada de lava caía desde lo alto del cráter, un muro vivo de fuego líquido que rugía como una bestia hambrienta. El resplandor teñía el aire de rojo y oro, y el calor era tan intenso que el suelo vibraba. Grace se detuvo frente a ella. Esperó. Un latido. Dos. Pensó que quizá se abriría, que el Templo la reconocería, que le concedería un paso como había hecho la tierra con Vihaan. No ocurrió nada. La lava siguió cayendo, inmutable, indiferente. Grace cerró los ojos un segundo. Inspiró hondo, llenándose los pulmones de aire ardiente, y al hacerlo sintió cómo el fuego la reconocía… y la desafiaba.
- De acuerdo - murmuró - Lo haremos a tu manera…
Seguía viva. Alzó la cabeza. Ante ella no había fuego. Había silencio.
El paisaje había cambiado por completo. Se encontraba en una vasta extensión oscura, sin calor ni frío, como una sala infinita excavada en la nada. El suelo era liso, negro como obsidiana pulida, y reflejaba su figura deformada. No había cielo, ni paredes visibles. Solo vacío… y ecos.
Entonces escuchó voces. No venían de un solo lugar, sino de todos. Susurros, primero. Luego palabras claras que se convirtieron en gritos, en rugidos.
- ¡Hombres del Red Viper! ¡Hoy no huimos, hoy no nos arrodillamos!
- ¡Si hemos de caer, que sea con el viento en la cara, la sal en los labios y el sabor dulce de la muerte en nuestros corazones! ¡Que nos recuerden como la tripulación que hizo temblar a los poderosos… y les robó su orgullo a punta de espada!
- ¡Atacaaaaad! ¡No les deis nadaaaaa! ¡Arrebatádselo todooooo!
- ¡No cedáis un paso! ¡Que el mar recuerde nuestras hazañas, pues las historias que cuenten una vez muramos nos harán eternos!
El Templo la ponía a prueba otra vez. Ahora quería saber si su mente podía cargar con lo que había quemado bajo su poder. La segunda prueba había comenzado. Grace avanzaba - si es que a aquello podía llamársele avanzar - arrastrándose por un vacío que no era oscuridad, sino ausencia. No había sombra ni luz. No había horizonte. Era lo que queda después del incendio: cuando el fuego ya ha devorado incluso el recuerdo de lo que fue. El mundo reducido a ceniza conceptual. Al final de todo.
Sus manos, quemadas y abiertas, se clavaban en un suelo que no era suelo. Cada palmo conquistado era una renuncia. Cada respiración, una batalla perdida de antemano. Pero lo que la hacía caer no eran las heridas del cuerpo, sino los gritos. Los escuchaba con una claridad insoportable. Eran los suyos.
Órdenes rugidas con la voz rota. Discursos inflamados pronunciados antes de cada carga. Palabras encendidas que habían empujado a hombres y mujeres a levantar las armas, a correr hacia el fuego, a creer que la muerte valía la pena si ella y su causa iban al frente. Aquellas voces, que antes habían sido estandartes, ahora la atravesaban como cuchillas. Cada grito apagaba algo dentro de ella. Cada consigna arrancaba un trozo de fuego… hasta dejar solo cansancio.
Las sombras comenzaron a tomar forma. Primero fueron siluetas borrosas. Luego cuerpos. Rostros. Mordisquitos, con su sonrisa ladeada y los dientes de acero manchados de sangre. MacFarlane, erguido como siempre, incluso en la muerte. Las gemelas, idénticas y distintas, mirándola sin parpadear.vVio a Briede, el hijo de Aibori, con los ojos demasiado jóvenes para haber visto el final. Vio a Ngürü, a Gallagher, a Madox… a Hrafnkel, a Alonso, a Agnes, a Will el Hacha, a Fred el Bocas… Uno a uno fueron apareciendo. Todos y cada uno…
No eran fantasmas. No había reproches teatrales ni lamentos exagerados. Estaban allí como se está en los recuerdos que no se pueden enterrar. Como heridas que no sangran, pero duelen igual. Grace intentó incorporarse, erguirse como la capitana que había sido siempre. Pero esta vez el cuerpo no era el que fallaba. Esta vez era el alma.
Las heridas ya no supuraban en la piel. Ardían dentro. En el centro del pecho. En ese lugar donde había confundido tantas veces el valor con la furia, el liderazgo con el sacrificio ajeno. MacFarlane dio un paso al frente. Se detuvo a apenas un metro de ella y la miró largamente. Su expresión era imposible de descifrar. Había alivio - el alivio de ver a alguien amado - pero también algo más oscuro. No odio. No del todo. Era rencor cansado. El rencor de quien siguió la llama… y pagó el precio.
- Siempre ibas delante, mi capitana - dijo al fin, con una voz que no resonaba en el aire, sino directamente en su cabeza - Y nosotros te seguimos. Siempre lo hicimos.
Solo un hilo de voz.
- Creí… - tragó saliva - creí que si luchaba con toda mi alma, nadie tendría que morir.
- Ardías como jamás he visto arder a nadie - respondió - Pero el fuego no distingue a quién quema.
- Siempre supe que acabaría así - dijo él, con voz grave - Siempre supe que subir a tu barco era firmar una sentencia de muerte.
- No… - susurró - No digas eso…
- Nos llevaste a todos a la tumba - continuó MacFarlane - Uno tras otro. Siempre había otra batalla. Otro enemigo. Otro discurso. Y nosotros… como idiotas… te seguimos.
- Yo… yo no quería… - balbuceó - Solo quería protegeros…
- ¿Protegernos? - escupió al suelo, con desprecio - ¿O necesitabas que alguien ardiera contigo?
- ¡Basta! - sollozó - Por favor…
- Dime, capitana - susurró - ¿Valió la pena? ¿Valió la pena que muriéramos por seguirte? ¿Valió la pena arrebatarle a Yara al hombre que amaba? ¿Valió la pena arrancar de los brazos de Aibori a su hijo? ¿Valió la pena verme fusilado en aquel paredón?
- Si pudiera volver atrás… no habría subido jamás a tu maldito barco.
- No - dijo, con voz rota pero firme - Tú no eres MacFarlane.
- Claro que lo soy. Solo que no quieres aceptarlo…
- ¡No! No lo eres. El hombre que yo conocí… luchó, sangró y murió a mi lado. Y jamás… ¡¿me oyes?! Jamás se habría arrepentido de hacerlo.
- ¡Todos lo hicimos! Todos nos equivocamos siguiéndote.
- ¡Recuerdo a cada uno de vosotros! - rugió como si enfrente esperase otra batalla - Cada hermano que luchó a mi lado. Cada guerrero que murió con el rostro alzado. Cada nombre que el viento ha pronunciado y el mar recordará por siempre. Y sí, es cierto… lamento cada día el no teneros cerca…
- ¡Pero no porque hayáis muerto! - continuó, con la voz quebrada - Sino porque no podré volver a luchar de nuevo a vuestro lado. Porque no podré volver a oír vuestros gritos ardiendo antes de una pelea. Porque no podré volver a sentiros rugir como almas libres y fieras, porque no podré reír con vosotros al regresar heridos… pero vivos después de la refriega.
- No cargo con vuestra muerte - gritó sin poder dejar de llorar - Pues moristeis siendo lo que amabais ser: fieros, indisciplinados, desobedientes y rebeldes… Pero si cargo con algo, con vuestra ausencia.
- ¡Tú no eres él! - repitió Grace, rugiendo con furia - ¡Tu no eres mi contramaestre, y jamás lo serás! El alma de MacFarlane está ahora mismo en el maldito infierno, dando por el culo a los putos demonios y riéndose del mismo Señor de las Tinieblas hasta caer muerto.
- Moristeis siendo libres… Caisteis protegiendo aquello que más amabais en esta maldita vida. No me seguíais a mí, seguíais a vuestro corazón. Y estaré eternamente agradecida de haber podido sangrar a vuestro lado… Sí. Os hecho de menos, porqué no puedo olvidaros…. Porqué cuando os recuerdo, siento un orgullo inmenso latir en mi corazón.
Porque el Fuego no obedece a quien grita más fuerte.
Obedece a quien arde sin mentirse.
La capitana siguió avanzando hasta que el vacío se transformó en piedra. No fue una transición brusca, sino una condensación lenta y gradual: la nada se volvió cueva, el silencio adquirió peso, y el calor - ese calor antiguo, íntimo - regresó como un recuerdo que nunca se había ido del todo.
La gruta era amplia, irregular, respiraba. Las paredes estaban cubiertas de pinturas rupestres, manos rojas, figuras humanas rodeadas de llamas, animales corriendo en manada, escenas de caza, de huida, de abrigo. Historias grabadas con carbón y sangre seca. No eran advertencias. Eran confesiones. En el centro de la cueva, una hoguera. No era enorme ni violenta. Era humilde y acogedora. Cerca de ella, alguien se movía, era un hombre joven. Grace se detuvo al verlo. Era alto, de hombros anchos, el cuerpo cubierto apenas por telas chamuscadas que no terminaban de arder. Su piel parecía humana… hasta que el fuego reparó con él. Las llamas no lo consumían: lo vestían. Reptaban por sus brazos cuando se movía, se recogían cuando se aquietaba. Su cabello era oscuro, como el carbón, pero las puntas brillaban como brasas vivas. No quemaba al mirarlo, no parecía una amenaza. De algún modo… atraía.
El joven en llamas, estaba cocinando. Movía sus manos en forma de cuenco sobre el fuego con una concentración casi infantil, como si aquel gesto sencillo fuera un ancla al mundo. El aroma era cálido, primario. Era hogar. Era supervivencia. Algo que se comparte.
Grace dio un paso. Las llamas de la hoguera reaccionaron al instante, creciendo apenas, curiosas. El hombre alzó la vista. Sus ojos eran oscuros… y peligrosos. No por crueldad, sino por exceso. Demasiada vida contenida en un solo cuerpo. Durante un instante todo fue calma.
Luego, sin causa visible, algo se quebró. El hombre estalló. No como un ataque, sino como un arrebato de colera. Las llamas brotaron de su cuerpo con furia súbita, treparon por las paredes, devoraron los troncos, calcinaron la comida en un aliento. Las pinturas rupestres se ennegrecieron. La cueva entera se inundó de humo y llamas.
Grace se tensó, se detuvo en seco por puro instinto… pero no retrocedió. El joven rugió - no contra ella, sino contra sí mismo - y el fuego respondió con violencia ciega, arrasándolo todo. Durante unos segundos fue solo destrucción, pura, hermosa y aterradora.
El fuego se replegó como una bestia avergonzada. El joven empezó a lamentarse entre cenizas humeantes. Las llamas que lo envolvían se apagaron hasta quedar en brasas temblorosas. Miró a su alrededor: los restos negros, la comida perdida, las paredes heridas. Pasó una mano por el suelo, como intentando arreglar lo irreparable. Las llamas obedecieron, pequeñas, torpes, tratando de recomponer lo que habían destruido. Pero no lo lograron.
Su frustración volvió a prender, breve pero intensa. El fuego subió otra vez… y él lo contuvo a la fuerza, temblando, respirando hondo, como quien aprende a no golpear. Grace lo observó en silencio. Vio la furia. Vio el refugio. Vio la calidez que abriga y el incendio que arrasa. Vio al elemento que da hogar… y al que lo quema todo si no se le escucha.
No se acercó más. Se limitó a quedarse allí, firme, herida, respirando el mismo aire que él.
Y por primera vez desde que cruzó el arco del Templo, el fuego no intentó consumirla.
Solo la miró.
Como quien mira a un igual.
Continuará…