Os decía que ya han pasado seis meses desde ese momento. Han cambiado muchas cosas, muchas.
Me costó sobremanera asimilar lo sucedido aquel fin de semana. Dudas y certezas se acumularon en mi cabeza, revueltas e informes, a veces sucediéndose y otras amontonándose, en pocos momentos con serenidad, en la mayoría de ellos en forma turbulenta y confusa.
Podía creer en su venganza, pero ello no me aclaraba si había llevado a cabo toda la actuación que había relatado o, simplemente, su venganza consistía en hacerme sentir aquellas tremendas dudas.
Era creíble en su expresión dolida, dramáticamente vertida, sobre su vivencia a lo largo de los dos últimos años, arrasada por los celos tras los encuentros sexuales mantenidos por su hermana y su marido, mantenidos a solas, incluso manteniendo durante un tiempo en secreto -al menos por mi parte- alguno de ellos.
¿Habíamos tenido algo parecido a un romance Loli y yo?
No acababa de encontrar el calificativo adecuado… y si yo no lo encontraba, debía admitir que mucho menos podía encontrarlo Rocío, que legítimamente se habría sentido traicionada por las dos personas en quien más podía confiar.
Su relato había sido hiriente, destacando las habilidades sexuales de quien afirmaba que las había poseído hasta saciarlas, incluso calificándose a sí misma como una furcia entregada, algo que en mi Rocío -la conozco bien- es denigrante y nada frecuente, ni mucho menos, tan imbuida ella siempre de su condición de ser humano hembra y muy digna.
Quería, de ese modo, presentarme algo radicalmente diferente a cuanto pudiera yo recordar de ella, siempre elegante incluso desnuda, siempre llena de un glamuroso halo de señora, incluso en los orgasmos.
En cambio, se me había descrito nada menos que como la puta más puta de todas las putas… una mujerzuela ensartada hasta escocerse follando con un desconocido sin otro fin que entregarse sin límites.
Quería, infligiéndose aquella descalificación, destruir mi idea fantasiosa de una bella y luminosa sexualidad abierta, para presentar su aventura (real o ficticia) como algo sucio, chabacano, vulgar… Seguramente para presentarme aquello como lo correspondiente a mis encuentros con su hermana. Sin duda, era para ella equivalente… algo sucio, secreto, turbio…
Podía imaginarla tal y como lo había expuesto ella… y acto seguido desechaba esa imagen, descartando que hubiera podido hacerlo…
Durante la noche las pesadillas se sucedieron. En un duermevela agitado, tan pronto soñaba con mi Rocío arrastrada en un burdel, satisfaciendo la lujuria de personajes abyectos, como se aparecía frente a mí, burlona, con toda la lencería destrozada, riéndose en mi cara al reprocharme la condición de cornudo cabestro.
Entre Carma y Elena, se aparecía en ocasiones, las tres en una desnudez sucia, procaz, de mujeres de la vida que se decía antes, manchadas de vino y semen.
Otras veces, las menos, Loli la acompañaba… pero su piel, su ropa, el pelo… estaban limpios, impolutos, sin contaminarse de cuanta suciedad impregnaba a las otras mujeres de mi delirio..
Volvía en otras, en cambio, a la imagen de aquella Rocío limpia, de aquella maestra de colegio de monjas vestida con recato, pelo recogido en un moño discreto y rebequita primaveral de color gris, de color hábito monjil, de color anodino y triste.
En una de las ocasiones en que desperté quise de nuevo masturbarme, aplacar aquella fiebre extraña que me llevaba a unas visiones tétricas que se acompañaban de una trempada bestial, con la verga endurecida sin explicarme el por qué de la reacción física en contradicción con la angustia mortal que inundaba mi ánimo.
No lo conseguía. Apenas comenzaba a sacudir el cipote con mi mano desaparecía la rigidez y volvía, como mucho, a una textura morcillona, pero blanda, sin deseo de culminar en un orgasmo.
Eran las tres de la madrugada cuando llamé a Elena. En un arrebato enloquecido tomé el móvil para llamarle.
Sonó hasta activarse el contestador automático, con un mensaje en el que su voz era reconocible, una de esas grabaciones que emiten el mensaje del titular. Colgué para llamar de nuevo. Repetí varias veces, no sé cuántas, hasta que la voz de Elena, pastosa, adormilada, también sobresaltada, respondió.
-¿Juan?
-Sí, Elena. Soy yo.
-¿Qué pasa?
-Eso quiero saber yo. ¿Qué ha pasado hoy? ¿Qué habéis hecho?.
Mi voz tronaba, desafinada y patética, descompuesto como estaba, abandonada cualquier dignidad, necesitado de respuesta a mi tortura. Sin duda Elena percibió, de inmediato, cuál era el escenario. Recuperada del susto de la llamada intempestiva, jugó conmigo sin ninguna piedad.
-Juan… ¿Es que no está Rocío en casa? Nos despedimos hace horas. ¿No le habrá pasado algo?
-No me refiero a eso. Sí que está. ¿Qué habéis hecho? Quiero saber con quién habéis estado…
Su respuesta era al principio extrañada, pero a medida que hablaba cambió el tono, seguramente al intuir cual era la situación real y el motivo de mi llamada.
-¿No te lo ha contado Rocío? ¡Ay! ¡Ya veo! ¡Estás celoso! ¿Qué te ha dicho ella? Juan…
Hacía una pausa prolongada, seguramente para hacerse cargo de la situación tras despertarse bruscamente. Prosiguió tras el silencio.
-Juan… tú ya sabes que Rocío es una máquina sexual ¿verdad? yo doy fe, cariño… tú nos has visto disfrutar juntas… no sabría cómo describirla… una hembra divina, de verdad…
No me ofrecía ninguna información. Sentía que se escapaba a mi pregunta sin dar respuesta al interrogante que me quemaba las entrañas.
-¡Elena, dime qué habéis hecho!- le pregunté elevando la voz.
-¡Uy, uy, uy! ¡Juan! ¡Qué agresivo! No te voy a responder, no quisiera inmiscuirme en vuestra relación… vosotros debéis resolver vuestras diferencias, no yo.
Nueva pausa que incrementaba mi desesperación. La voz era meliflua. Elena se reía de mí descaradamente al contestarme de aquella forma. Me dio por insultarla.
-Eres un putón- bramé al teléfono.
Una carcajada respondía al exabrupto.
-¡Claro que sí, Juan! ¡Mi marido es un cornudo, ya lo sabes! ¡Y yo un putón! ¡Me follo todo lo que me apetece y se pone a tiro!
Mantuvo una pequeña pausa entre risas, para continuar haciéndome más daño.
-Pero eso a ti ni te va ni te viene, porque no te preocupa que yo sea un putón, como dices… lo que te preocupa es saber si eres tan cornudo como mi marido o si Rocío es tan putón como yo.
No acertaba a decirle nada, sosteniendo el teléfono como un pasmarote, incrementando mi rabia, pero sin articular palabra
-¿Sabes qué te digo, hermoso?- su voz seguía en aquel tono tan ofensivo, como si estuviera dirigiéndose a un niño- que más vale que aprendas de mi Paco, que te esperan días de gloria haciendo de cabrón de esa hembra. Al menos mi Paco sabe quién es y qué me ha de dar para satisfacerme, porque algo sí te voy a decir: Esa diosa que tienes por esposa necesita de varios como tú, y bastante más machotes que tú, para estar contenta y se lo das o se lo acabará cogiendo ¿vale?
Colgué sin esperar más. No podía seguir escuchando sus comentarios y no quería que pudiera confirmarme las sospechas, necesitaba, a pesar de las evidencias, todavía seguir creyendo que era mentira su relato.
Por más de media hora seguí devanándome los sesos, dando vueltas y más vueltas a los mismos pensamientos, en un bucle mental muy dañino.
Cometí entonces una nueva estupidez. Exaltado como estaba, encendido, dolido por la burla de Elena, bajé a la habitación de invitados, a enfrentarme con mi mujer.
Parecía dormir plácidamente, con respiración profunda, sin despertarse cuando entré.
Retiré el cobertor y la sábana con intención de despertarla. Lo hice con ira. Enfurecido, sintiéndome despreciado y engañado por mi Rocío, por alguien de quien jamás hubiera esperado esa conducta.
Al retirar las ropas de la cama, incluso en la penumbra, pude contemplar la forma de su cuerpo, de su deseable cuerpo, con el pelo recogido, como normalmente lo recoge para dormir, y completamente desnuda…
Reparé entonces en que al salir de nuestra habitación simplemente vestía una bata de tela liviana, una de las que usa normalmente cuando está en casa, sin nada más en su cuerpo.
Reparé también que junto a ella, sobre la sábana, descansaba “Carma”, el aparato al que habíamos bautizado con el nombre de nuestra amiga que tanta habilidad demuestra con su boca, un succionador que pese a sus efectos tan conocidos no alcanzaba la perfección de la catalana.
Me descolocaba aquel objeto. Si lo había utilizado para masturbarse antes de dormir podía significar ¡tal vez! que su relato era pura ficción, porque tras un día de sexo intenso como había descrito hubiera sido extraño que lo usara.
En esos pensamientos me perdía cuando su voz, sus palabras, pronunciadas en la penumbra y sin abrir los ojos, pero sonando con un timbre claro y firme, me sorprendieron y golpearon.
-Si haces lo que estás pensando será una violación. No me voy a resistir, pero que sepas que no me apetece, hoy ya he tenido todo lo que necesitaba.
¡Me conoce tan bien! Porque sí… me pasaba por la cabeza la idea de vaciar toda la furia poseyéndola sin contemplaciones, tomando aquello que demostrara mi condición de titular de su cuerpo, en la misma forma en la que lo pudieran hacer el común de los maridos de hace siglos.
Pensé desoírla… pero no lo hice.
Salí de aquella habitación con el ánimo hundido, como si acabaran de golpearme con rudeza y mi mente se hubiera perdido en lo más profundo y oscuro de mí mismo.
Cuando llegué a la mía hice una nueva estupidez.
Permitidme que haga aquí una breve reflexión sobre algo que habitualmente no pensamos.
Permitidme que os de un consejo: Si tenéis algún tipo de medicamento que de tanto en tanto necesitéis, no los tengáis muy a mano, procurad que no sean accesibles, que no se os presenten a la vista con facilidad.
Sí… ya sé que es difícil imaginar que una persona normal, como tú, como yo, como todas las personas normales que conocemos, haga una tontería cuando se siente como yo me sentía aquella noche.
Pero es difícil de imaginar porque cuando pensamos en ello -si pensamos- no lo hacemos bajo el influjo de las peores emociones de un ser humano. Los rincones de la mente humana, las zonas oscuras de la propia mente, son difíciles de entender en los momentos de lucidez, y todos somos potenciales víctimas de la desesperación.
Mi vida, según lo veía en aquellos instantes, había cambiado para siempre, hundiéndose en un lodazal del que no podría jamás salir. Humillado, despreciado, hundido, con la estima propia destruida…
No.
No me las tomé. Las pastillas para facilitar el sueño en noches especialmente agitadas, de esas que todos los profesionales sufrimos al menos algunas veces en nuestras vidas, me llamaban desde la mesita de noche con una voz poderosa, invitándome a una solución fácil y trágica, ofreciéndome con cinismo la salida de los callejones sin salida que en mi mente me encerraban.
Pero el hecho mismo de haber tenido la tentación de hacerlo justifica ahora mi espanto, meses después, ante lo que más que como tragedia puedo ver hoy como esperpento.
Me tomé una, eso sí. La necesitaba tras un día tan largo y unas emociones tan intensas. Surtió efecto. Dormí profundamente hasta el mediodía del lunes, dejando sin atender las tareas, principalmente reuniones y llamadas telefónicas, que tenía programadas para iniciar la semana, algo que jamás me había pasado antes.