Sigo con mi historia.
Víctor se convirtió en tema asiduo de nuestras conversaciones, tanto en la cama como fuera de ella. Además, a mí me iba estupendamente con él en la empresa, y ganaba mucho dinero con sus pedidos, que iban a más. A mi esposa parecía agradarle él y, cuando follábamos después de mencionarlo, se mostraba más sumisa y más caliente, regalándome unas mamadas y unas folladas deliciosas.
Un día. Víctor apareció con un un cordón de oro para mi mujer.
-Bueno, si tú quieres -dijo-. Si lo ves impropio... Pero me parece que esa bella esposa que tienes se merece eso y mucho más.
Me pareció excesivo, pero lo acepté ante su insistencia.
-Ella es... -empezó a preguntar Víctor.
-Es más bien sumisa, si te refieres a eso -me atreví a decir. Aun no sé muy bien por qué orienté mi respuesta por ahí.
-Eso está muy bien -respondió-. Siempre se lo pasa uno mejor con una mujer que sepa adaptarse a tus gustos y te complazca en todo, ¿verdad? Tienes mucha suerte de que tu esposa sea sumisa, esa es la verdad. Y... ¿lo acepta todo? -añadió.
-Sí, claro que sí. Si no, no sería tan sumisa, ¿no? -respondí.
Me propuso salir alguna noche, para verle puesto el cordón, dijo. Quedamos para el finde siguiente.
A mi esposa le encantó el regalo. Y podría decir que le hizo ilusión la salida que nos proponía Víctor.
-Aunque no sé -dijo- como comportarme con él, la verdad.
-Pues... -respondí- hazle caso a tu instinto, a tu intuición.
-No te enfadarías si...?
-No, no, ya te dije que decidieras lo que te apeteciera.
Aquel sábado por la noche Ana se puso un vestido ajustadísimo de color blando que yo no le había visto nunca. Era muy corto, muy pegado, muy escotado. Entre las dos tirantitas sus pechos lucían grandes y redondos, rotundos sin el sujetador, y se movían al compás de sus caderas al andar. Sus pezones se marcaban totalmente en la tela con todos sus detalles, sus areolas y sus puntas duras. Iba hecha un bombón, la verdad. Pensé si sería una excesiva provocación para nuestro amigo al ser la primera noche que salíamos con él, y los celos aparecieron de nuevo, sobre todo cuando al subirse al coche Ana mostró sus hermosas piernas largas, sus muslazos hermosísimos y el triángulo de sus bragas blancas de encaje, en realidad un mínimo tanguita. Como siempre, no ponía ningún cuidado en si se subía o no el vestido, y por supuesto no dio ni un solo tirón de él. A mí se me iban los ojos a sus piernas y casi no podía conducir de la excitación.
Víctor nos esperaba en un pub.
-Vaya -le dijo a mi mujer-, qué bien te sienta.
-El qué? -preguntó ella.
-El cordón, claro -respondió él-. Bueno, todo, todo te sienta bien. Estás hermosísima, querida.
Nos sentamos en una mesa a tomar unas copas y sucedió lo mismo con el vestido de mi mujer. Nuestro amigo estuvo todo el rato hipnotizado mirándole las piernas sin recato alguno, y ella se sentía halagada por sus miradas de deseo, su admiración y las frases de doble sentido que le dirigía, mientras me lanzaba miradas significativas como diciéndome: Vaya pibonazo de mujer que tienes, cabrón.
A media noche nos fuimos a una discoteca y nos sentamos a una mesa, repitiéndose las poses eróticas de mi esposa y las miradas de nuestro amigo.
-Tienes una mujer muy hermosa -me dijo en cierto momento mirándola de arriba abajo, el escote adornado con su cordón de oro, sus pezones marcados en el vestido, sus piernas mostradas en todo su esplendor y el triángulo oculto de sus braguitas blancas entre los hermosos muslos-. ¿Te importa que baile con ella?
-Oh, claro que no. Por favor -dije yo, y me dispuse a ver el espectáculo desde la mesa, pues conocía cómo bailaba mi mujer cuando se sentía excitada.
Bailaron suelto, ella, como siempre, sin importarle que el vestido se le subiera hasta mostrar claramente sus bragas.
Luego bailaron canciones lentas, muy apretados uno contra el otro. Él aprovechaba para magrearle la espalda y casi, casi el culo. Ella me miraba cuando se giraban, como pidiendo mi parecer: yo le sonreía.
Continuará