Al coger el condón, mi mirada se encontró con la de mi mujer. Sus ojos ya no pedían permiso, ni se cruzaron con los míos; solo mostraban una concentración absoluta centrada en quien ya era su macho en ese momento.
Se lo entregué y, sin mirarme, procedió a abrirlo con premura y colocárselo sin prisas. Su excitación facilitaba la tarea: con un solo gesto lo extendió y su miembro quedó cubierto por el condón hasta la base.
Su mano tomó su barbilla con dulzura y una orden salió de sus labios con firmeza: "Ponte a cuatro patas, mirando a tu marido".
Ella obedeció con movimientos fluidos, colocándose frente a mí. La visión era demoledora: su espalda formaba un arco perfecto que ofrecía sus nalgas redondeadas al macho. Sus pechos colgaban pesados, los pezones erectos señalando al suelo. Su cabello caía como un velo sobre su rostro, pero en su postura había una docilidad absoluta.
Él se colocó detrás. Con una mano aún agarrando su cadera, con la otra guió la punta de su miembro enfundado en el látex hasta la entrada humedecida. Rozó, presionó levemente, jugueteando con el umbral, haciendo que un estremecimiento de anticipación recorriera la espalda arqueada de ella. Luego, con decisión absoluta, fue poseyéndola centímetro a centímetro sin prisas, provocando que ella acomodara su cuerpo para él.
Se detuvo, clavado en lo más hondo, y sus manos se acomodaron a los lados de sus caderas para encontrar la posición correcta y comenzó a moverse con ritmo deliberado. Pronto sus cuerpos encontraron el compás.
Ella al principio mantuvo cierta compostura, respirando hondo; sus manos se aferraban a las sábanas no solo por placer, sino para mantener la posición, como el ancla que sostiene a un barco en medio del oleaje. Movía las caderas con determinación, como si aún pudiera controlar algo del ritmo, pero cada embestida más profunda, cada gruñido del macho, iba quebrando esa resistencia.
Comenzó a emitir gemidos que se hacían más continuos tras cada embestida, y su cuerpo empezaba a rendirse al placer que delataba la batalla perdida.
El macho disfrutaba del momento; las señales que mi esposa transmitía lo cargaban de confianza para continuar con esa cadencia que marcaban sus caderas y el sonido rítmico de los cuerpos chocando. Era como un martillo golpeando un hierro incandescente al que daba forma.
Un gemido desgarrador marcó su rendición. Sus manos se doblegaron y su cabeza se hundió en el colchón, quedando su cuerpo tendido mientras sus piernas abiertas dejaban su sexo completamente a merced del macho, que continuaba su labor de demolición. Ella se abandonó en ese momento y se dejó llevar por la sensación.
Él, viendo esta capitulación completa, no lo dudó. Con un movimiento ágil y decidido, se abalanzó sobre ella y, accediendo desde la nuca, se enredó con firmeza en su cabello y tiró hacia atrás. Los brazos de ella reaccionaron de manera instintiva al sentir el tirón, y su cuerpo se elevó arqueándose como un arco que está siendo tensado; fue tan brusco que hizo que sus pechos se estremecieran violentamente.
La imagen es de las que no se olvidan y se graban a fuego en la mente: sus ojos estaban brillantes con el rímel difuso, la boca entreabierta con restos de labial y su pelo cayendo en mechones desordenados sobre su rostro eran el marco perfecto de lo que estaba sintiendo.
Sin duda estaba hermosa, esa belleza que se refleja en el placer y la excitación de lo prohibido, que nunca pueden alcanzar los esposos.
El macho rompió ese momento mágico con una embestida seca que crispó el rostro de mi mujer, que apretó los dientes con un gesto mezclado de dolor y placer, y comenzó a moverse a un ritmo devastador. Estaba muy excitado y se le notaba en el rostro; el placer que estaba sintiendo le había sacado el instinto animal.
Su mano libre se separó de ella, que quedó sujeta solo por el pelo mientras recibía una lluvia incesante de embestidas que le arrancaban gemidos limpios. La estaba montando como un jinete a una yegua.
En ese momento se clavó como una punzada en el pecho y mi cuerpo se tensó ante la intensidad, miles de sensaciones y preguntas en unas décimas de segundo: "¿Estará bien?" rondó mi cabeza como excusa para que aquello parase. Pero su rostro, sus gemidos, sus pechos describiendo círculos con los pezones erectos a punto de estallar y el movimiento de sus caderas demostraban que estaba disfrutando, quizás como nunca.
Entonces, con su otra mano libre, descargó el primer azote; el sonido fue seco, cortante. Ninguno de los dos lo esperábamos y ella lanzó un grito agudo, mezcla de sorpresa y un dolor súbito que se transformaba al instante en placer, y se enredó con los jadeos que ya escapaban de su garganta. El macho brillaba bajo las luces de la habitación con las gotas de sudor recorriendo su cuerpo por el esfuerzo.
Su mano se había convertido en una fusta con la que podía castigar a su yegua si no galopaba como él quería.
El castigo se repitió varias veces y mi mujer salía revitalizada de cada golpe, con ánimos renovados. En una de las nalgadas, más sonora y fuerte, ella esbozó una sonrisa clara entre jadeo y jadeo, un gesto de placer y conformidad.
Le gustaba. Mi pregunta interna sobre cómo se encontraba se respondió con ese gesto, que fue un mensaje claro para mí: estaba bien y no había por qué preocuparse.
Sabía que ese ritmo era imposible de aguantar por mucho tiempo; para mí era impensable hacer el amor a mi mujer de esa forma ni tenerla en ese grado de excitación, ni ahora ni cuando era más joven. Quedaba claro que ella tenía un ojo clínico para elegir machos.
El ritmo se quebró con un gemido del macho que más bien era un gruñido de placer de una bestia. Sin soltarla del pelo, le retiró el miembro y la rodeó para colocarse frente a ella.
Él, con una sola mano, se sacó el condón y lo lanzó a un lado de la cama. Inmediatamente agarró su miembro y empezó a sacudirlo con mucha fuerza, con el tronco como una roca y la cabeza enrojecida; era un volcán a punto de estallar.
Lo prometido era deuda, y el macho giró la cabeza para mirarme con ese mensaje en la mirada.
Mi mujer tenía clavada la mirada en él y disfrutaba ver su excitación y los signos de su cuerpo antes del inevitable final.
Pero de eso ya hablaremos otro día.
