Dos Hermanas

Bien, bien. Me había avisado el colega Onatrapse que había Capítulo nuevo y me alegra ver que por fin va a pasar página .
Estoy seguro que pronto encontrará una buena mujer y rehaga su vida.
Y estoy seguro que con el tiempo, ka que va a perder es Rocío, cuando se cansen de ella, que pasará más pronto que tarde
 
Y sigo pensando que debe solicitar la custodia de los niños.
No es bueno que los niños estén con una mujer promiscua, y si con la estabilidad que le daría Juan.
 
Decidí que en mi casa, con mis hijos, se celebraría la Navidad y que en los días en que estuviéramos juntos durante las fiestas reinaría la alegría.
Espero que en esta reunión no aparezca el puton promiscuo. Esa debe tener prohibida la entrada a su casa.
 
la mancha de una mora, con otra verde se quita.
¡Por fin!... Esta última frase da cierta esperanza un partido de un equipo de Luis Enrique, mucho tocar y ningún remate entre los tres palos...
Por que parece que el resto de la familia, inclito Carlos incluido practican un juego mas directo...
Expectante estoy con la mora verde...
 
la mancha de una mora, con otra verde se quita.

Como si la mancha de Rocio sea tan fácil de borrar. Juan todavía añora las aventuras sexuales que tenía junto a Rocio. Añora follarse a Loli. Loli también añora follarse a Juan.

Esa mancha de Mora no va a ser tan fácil de borrar. Con ninguna conseguirá tener lo que tenia con Rocío .
 
Como si la mancha de Rocio sea tan fácil de borrar. Juan todavía añora las aventuras sexuales que tenía junto a Rocio. Añora follarse a Loli. Loli también añora follarse a Juan.

Esa mancha de Mora no va a ser tan fácil de borrar. Con ninguna conseguirá tener lo que tenia con Rocío .
No te creas que Rocío es la mejor mujer del mundo .
Entiendo que te caiga bien y la defiendas, pero ella ha tirado a la basura con su decisión el matrimonio y eso ya es irreconducible, aunque Juan tiene la mayor parte de culpa.
Loli, que va de buena, también es gran culpable y aunque no lo quiera reconocer, está enamorada de Juan, pero eso también se acabó.
Yo estoy seguro de que Juan encontrará una buena chica y cuando Rocío se de cuenta de que ese ritmo no le va a conducir a nada bueno, verá el gran error que ha cometido.
 
No te creas que Rocío es la mejor mujer del mundo .
Entiendo que te caiga bien y la defiendas, pero ella ha tirado a la basura con su decisión el matrimonio y eso ya es irreconducible, aunque Juan tiene la mayor parte de culpa.
Loli, que va de buena, también es gran culpable y aunque no lo quiera reconocer, está enamorada de Juan, pero eso también se acabó.
Yo estoy seguro de que Juan encontrará una buena chica y cuando Rocío se de cuenta de que ese ritmo no le va a conducir a nada bueno, verá el gran error que ha cometido.

Me caía bien al principio, ahora ya no tanto, creo que se está equivocando mucho. Pero eso no quiere decir que defienda a Juan, él también se equivocó y en parte es responsable de lo que le está pasando.

Pero además entiendo que Juan echa en falta esa vida sexual que tenía con Rocío, y eso no lo va a tener con otra mujer. Echa en falta a Loli, y tampoco la va a tener con otra mujer. Puede que consiga rehacer su vida con otra mujer, pero la huella de Rocío es imborrable.

Ahora pasará la navidad con sus hijos, alegre y feliz. ¿Seguro? Creo que no hará más que pensar como estará pasando la navidad Rocío. Y no van a ser sus mejores navidades.
 
Hablando de Loli. Esta chica es otra marioneta de Rocío. Desde el principio ha sido Rocío la que ha movido los hilos de quienes le rodean, el error de Juan fue querer jugar sin él consentimiento de Rocío.

Y Loli también querría jugar con Juan, pero Rocío no le deja, ella es la que le dice con quién y cuando puede follar. Y Carlos, bah, Carlos no pinta nada. Sólo gracias a su gorda polla, lo tolera Rocío.

¿Pero y si un día Loli, cansada de estar bajo el control de Rocío, le desobedece y se va corriendo a ofrecerse a Juan como su sumisa? ¿Podía pasar esta Navidad?
 
Me caía bien al principio, ahora ya no tanto, creo que se está equivocando mucho. Pero eso no quiere decir que defienda a Juan, él también se equivocó y en parte es responsable de lo que le está pasando.

Pero además entiendo que Juan echa en falta esa vida sexual que tenía con Rocío, y eso no lo va a tener con otra mujer. Echa en falta a Loli, y tampoco la va a tener con otra mujer. Puede que consiga rehacer su vida con otra mujer, pero la huella de Rocío es imborrable.

Ahora pasará la navidad con sus hijos, alegre y feliz. ¿Seguro? Creo que no hará más que pensar como estará pasando la navidad Rocío. Y no van a ser sus mejores navidades.
Yo creo que el buscará una mujer con la que mantener una relación estable.
Rocío es la creo que va a perder.
 
Y sigo pensando que debe solicitar la custodia de los niños.
No es bueno que los niños estén con una mujer promiscua, y si con la estabilidad que le daría Juan.

Bueno, se deduce que han quedado solos en casa, mientras su madre y tíos cumplen con lo que les dicta su naturaleza básica, situación que no veo un problema, entiendo ya son adolescentes.
 
Yo creo que el buscará una mujer con la que mantener una relación estable.
Rocío es la creo que va a perder.
Pero eso solo se dará cuenta cuando se le pase esa vorágine sexual y se de cuenta que ha tenido mucho sexo, pero poco cariño.

Algunas veces se intenta reemplazar con interminables horas de placer, puro y carnal, una ansiada y esquiva felicidad, una que nunca estuvo ausente, sólo permaneció camuflada entre tantas jornadas de rutina y conformismo. :rolleyes:😟
 
Hablando de Loli. Esta chica es otra marioneta de Rocío. Desde el principio ha sido Rocío la que ha movido los hilos de quienes le rodean, el error de Juan fue querer jugar sin él consentimiento de Rocío.
Y Loli también querría jugar con Juan, pero Rocío no le deja, ella es la que le dice con quién y cuando puede follar. Y Carlos, bah, Carlos no pinta nada. Sólo gracias a su gorda polla, lo tolera Rocío.
¿Pero y si un día Loli, cansada de estar bajo el control de Rocío, le desobedece y se va corriendo a ofrecerse a Juan como su sumisa? ¿Podía pasar esta Navidad?

Más temprano que tarde Loli tocará a su puerta, quizás obligada por una genuina necesidad de redención, de expresarle que sus sensaciones y sentimientos presenciando el injusto y cruel trato recibido por Rocío, son compartidos.

Pudiendo ser el inicio de algo sincero e importante.
 
Como si la mancha de Rocio sea tan fácil de borrar. Juan todavía añora las aventuras sexuales que tenía junto a Rocio. Añora follarse a Loli. Loli también añora follarse a Juan.
Esa mancha de Mora no va a ser tan fácil de borrar. Con ninguna conseguirá tener lo que tenia con Rocío .

Cuando dos han seguido años un camino juntos, y sin previo aviso, uno se detiene para dar un giro de noventa grados en otra dirección que obliga al otro a seguir solo, comienza en este una nueva forma de medir su tiempo, uno en que cada día que pasa es un día que gana, se lo gana al desprecio y la soberbia de quién amó, a la que cada día que pasa es menos amada.
 
Yo sinceramente creo que aunque Loli no lo vaya a reconocer, siente algo más que sexo por Juan, aunque por su Hermana tenga que renunciar a ello, hasta se de cuenta que la está manipulando.
 
Cuando dos han seguido años un camino juntos, y sin previo aviso, uno se detiene para dar un giro de noventa grados en otra dirección que obliga al otro a seguir solo, comienza en este una nueva forma de medir su tiempo, uno en que cada día que pasa es un día que gana, se lo gana al desprecio y la soberbia de quién amó, a la que cada día que pasa es menos amada.
No se puede expresar mejor. Asi es, nos guste o no, la vida real.
Loli segurá siendo cautiva de Rocío por mucho sentimiento y escarceos que pueda tener con Juan.
La mora verde de Juan es el misil a la linea de flotación de Rocío. Sin mas. No debe dudarlo. Rocio, tarde o tremprano, morderá el polvo y tendra su medicina, antes de que el paso del tiempo la relegue al amor, algo que, por ahora, ha desperdiciado. Algun chatarrero sentimental desencantado caerá bajo su influjo y lo paserá en bracete por la Plaza Mayor de Churriguera
 
Os avanzo que éste es el último texto de las confesiones personales que he venido plasmando, de forma poco regular, lo sé, a lo largo de estos cuatro años.

Hoy, domingo 27 de mayo de 2024, a las dos de la tarde, volveré a vivir en pareja.

Hemos acordado hacerlo así, con un pequeño e íntimo ritual, en el que la recibiré a la puerta de mi piso, dejará su maleta con lo más imprescindible en la habitación que a partir de hoy compartiremos, comeremos juntos a solas para, después, entregarnos físicamente como la pareja que queremos ser.

Después, en una especie de viaje de novios exprés, viajaremos a Portugal, a la parte sur, a la zona del Algarve, para alojarnos hasta el domingo en un hotel en el que vivir durante estas horas con la única misión de estar juntos y disfrutarnos.

Aprovecharé estas horas de la mañana para acabar de contaros el resto de la historia, de mi historia.

Cumplí mi juramento.

Tuve, justo en la cercanía de final de año, la mora verde que borrara la mancha anterior.

No me costó demasiado, lo reconozco.

Os decía que cierto día, a la vuelta de unas diligencias judiciales, había sentido el cálido contacto de una brillante abogada de mi despacho, que tomando mi brazo caminó a mi lado, haciéndome sentir su agradable presencia.

Si en aquel momento no había sido receptivo a su gesto, más centrado en mi dolor que en cualquier otra emoción, en mi nueva fase vital recordaba aquel gesto, y su sonrisa, y su figura atractiva de hembra joven (apenas 30 años)… y el roce de su pecho al andar asida a mi brazo…

Bastó propiciar un momento para tratar de un determinado asunto, aprovechando la circunstancia para proponerle una vez finalizada la reunión, ya que era la hora del almuerzo, hacerlo juntos.

Era el jueves 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes. Fue, por eso, una inocentada maravillosa y reparadora, una completa y total recuperación de aquella autoestima de macho que tan perjudicada me había quedado.

Acudimos a un afamado restaurante de nuestra ciudad, un lugar muy conocido, prestigioso, con una carta excelente y unos vinos todavía mejores.

Yo, claro está, ejecutor de un plan preconcebido en el que aquella invitación estaba perfectamente prevista, intenté tener la mejor presencia posible. Dediqué buena parte de la mañana a descansar y prepararme, saliendo de mi piso hacia las 12 del mediodía, tan sólo media hora antes de la señalada para la reunión que había concertado con ella.

Peluquería el día antes (no hay nada peor, en mi opinión, que un hombre con el cabello descuidado), afeitado pulcro y meticuloso la misma mañana, uñas bien recortadas… y terno elegante, el propio de un profesional de mi oficio, perfectamente planchado, corbata en equilibrio y armonía con el traje, rematado con un abrigo clásico, de paño, también recién salido de la tintorería. Zapatos de vestir, negros, de cordones, adecuados al resto de la vestimenta.

A las mujeres les pasa y lo reconocen con facilidad. A nosotros nos cuesta más, pero también nos sucede que, cuando nos preparamos con el mejor atuendo, nos empoderamos.

Me miré al espejo antes de salir y me sentí arrebatador, guapo, atractivo…

Con la autoestima en un nivel excelente.

Para ella estaba siendo un día de trabajo más, un día normal. Incluso uno de aquellos días, propios de final de año o de antes de las vacaciones veraniegas, en que el trabajo se acumula y tu tiempo se dedica a mil y una cosas que al parecer en esos días se convierten, sin serlo, en urgentes.

Pero en ella estar ataviada como un día más cualquiera es tener una imagen perfecta.

Zapatos de medio tacón cuadrado y corte muy clásico, de los llamados de salón, de color negro, pantalón de lana, del mismo color, recto, con raya perfectamente marcada y talle alto, para cerrarse en una cintura estrecha, estrechísima, con un cinturón de hebilla discreto en el ancho y en la forma. Blusa de color blanco, sin más adorno que su propio color blanquísimo, y americana también negra, ceñida, bien entallada, ayudando a resaltar su figura menuda y muy atractiva.

Me costó mantener la reunión dentro de los cauces profesionales en los que debía tratar el tema que justificaba aquella convocatoria, como merecía y merece cualquier cliente que nos deposita su confianza, y como merecía ella misma por el esfuerzo que había puesto en trabajarlo, haciéndome una demostración más que sobrada de su capacidad e interés por hacer bien su trabajo.

Pero -lo he sabido más tarde- su intención de seducirme no se limitaba exclusivamente al interés profesional, a la exhibición de sus conocimientos jurídicos, a la demostración del gran interés y dedicación invertidos en el estudio del asunto y en la determinación de las mejores estrategias para su abordaje.

Me sedujo con todo eso, sí… pero también con su sonrisa, con sus gestos coquetos apenas perceptibles pero existentes, con su sonrisa tan agradable…

Tiene una boca bonita -pensaba mientras ella desgranaba uno y otro hecho considerado en el expediente-, con unos labios carnosos, apetecibles, unos labios de esos propios de las mujeres más jóvenes, tan diferentes a los hinchados con bótox y siliconas que se ven tanto a partir de la cincuentena.

Ella, sentada con la espalda muy recta, en una de las sillas alrededor de la mesa de reuniones de mi despacho, con su expediente en el mismo y exacto lugar en el que unos meses antes, justo antes de las vacaciones de verano, había sentado sobre la mesa a mi cuñada para clavarme entre sus piernas y follarla como un loco desatado.

Yo, sentado a su lado, simulando centrarme en sus explicaciones y en los documentos frente a nosotros, mientras todos esos pensamientos se cruzaban de tanto en tanto por mi cabeza, interfiriendo en la atención que debía prestar a su exposición tan profesional y cuidada.

Observaba sus manos cuando removía los documentos o al reafirmar sus expresiones con ligeros y nada exagerados movimientos. Dedos largos, finos, uñas muy cuidadas con esmalte brillante y transparente, rematadas en líneas muy delgadas de color blanco (francesas, creo que les dicen)…



Un anillo.

En el dedo corazón de la mano derecha, de oro blanco y diamantes, muy delgado, de esos llamados (lo sé ahora, entonces todavía no) Eternity.

¿Estaría casada o comprometida?

No pude dejar de preguntarme por ese detalle. Creía saber que no estaba casada, porque en el despacho esas cuestiones acaban por conocerse sin problemas. Pero pudiera ser otro tipo de compromiso, noviazgo o relación, algo en lo que yo no tenía normalmente información por no compartir plano relacional con el resto de colaboradores (qué le vamos a hacer, nuestro mundo profesional es muy clasista).

Llegaba el momento clave. Casi las dos del mediodía.

Entre muestras de reconocimiento por su trabajo en el asunto y expresiones de ánimo para que siguiera en la misma actitud, conseguí que mi invitación apareciera como una muestra de agradecimiento por su labor. Así que tras varias frases en esa dirección, coloqué la que resultaba clave.

-Mira la hora que se nos ha hecho. Si no tienes ningún otro compromiso, me gustaría invitarte a comer.

De acuerdo con las convenciones más usuales, tras decir que no tenía ningún otro compromiso que lo impidiera pero que no quería robarme más tiempo, tocaba insistir de inmediato.

-Ni mucho menos, todo lo contrario, será para mí un placer compartir el almuerzo contigo… vamos, no lo dudes.

Un diálogo trufado de sonrisas cómplices entre dos personas que expresan lo que socialmente es correcto, pero desean tener ese almuerzo juntos.

-Déjame unos minutos que cierro ordenador, guardo el expediente y estoy enseguida.

Una excusa socorrida de las mujeres que siempre usan para, además de hacer aquello que se anuncia, ir al aseo, acabar de componer maquillaje, perfume, ropa, complementos y dar una última ojeada a la propia apariencia.

Aproveché ese mismo tiempo para llamar al restaurante en el que ya había hecho la reserva y confirmar que en menos de media hora estaríamos allí.

Apareció de nuevo en el despacho al cabo de unos minutos. A su atuendo anterior añadía guantes negros de piel fina y un abrigo de paño, corto, de color verde hierba, sin adornos, ceñido con cinturón anudado para seguir marcando su forma de cintura estrecha, de una sencillez austera que hacía destacar mucho más el tono verde, en contraste con el negro del fondo de su pantalón y americana.

El bolso colgando de su hombro, pequeño y también negro, completaba una apariencia en la que percibí el discreto retoque de pintalabios rojo pálido que se había hecho.

Andando hacia la puerta del despacho, vacío porque el resto del personal había salido antes para almorzar, me llegó el aroma del perfume que había formado parte de sus retoques. Me agradaba, pero no conocía cual era, no era desde luego aquel otro que en las dos hermanas tanto conseguía excitar mi lujuria.

Esperaba impaciente a comprobar si ella repetiría aquel gesto tan cercano y agradable que había tenido semanas atrás. Si lo hacía, si reiteraba su aproximación, sería señal evidente de su disposición a trascender de los límites de la relación profesional para, al menos, acercarse más a una posible relación personal amistosa, sin que ello fuera determinante de ninguna otra deriva relacional y sin que permitiera por ese mismo hecho desatar fantasía ninguna…

Pese al tiempo invernal y la habitual temperatura gélida de nuestra ciudad, no hacía un día especialmente duro. Unos once grados, y seco, sin lluvia, pero nublado.

¡Bendito sea el empedrado urbano!

Las calles de nuestra ciudad, tan vetusta, tan clásica, tan renacentista, son una trampa para las señoras que, calzadas con zapatos de tacón, se arriesgan a tropezar en ellas.

El remedio inmediato, tratándose de un caballero, resulta obvio. Bastaba ofrecerse, sin palabras, en la cercanía, al lado de ella, para que de forma natural y espontánea completara el lazo, pasando su brazo por debajo del mío y pegando su costado, para adquirir la seguridad y firmeza caminando.

Si bien matizado el contacto por su blusa, su americana, su abrigo, mi camisa, mi americana y mi abrigo, un mundo de tejidos, podía sentir, al final de todas esas barreras, un semi duro (o semi blando, como se prefiera) pecho femenino.

Avanzamos así, cogidos del brazo, sin que al parecer a ella le importase dar esa imagen pública en una ciudad que es muy provinciana y pacata, algo que podía también significar su falta de compromiso que le obligara a mantener un cierto recato en la imagen ante los demás.

A mí me importaba, y mucho.

Me sentía feliz de poder ser visto así, como si quisiera vengarme del sentimiento de abandono que todavía en muchos momentos experimentaba en relación con Rocío, y también con Loli, o como si deseara hacer realidad la imagen pública de mujeriego que en el colegio de monjas estaba preservando la conservación del empleo de mi ex.

Entregamos los abrigos al llegar al restaurante, nos acomodaron en un lugar bastante discreto, apartado de miradas de otros comensales, en una especie de rincón en el que a lo largo de los últimos años he acabado firmando acuerdos, componendas, contratos, pactos… un lugar habitual para mí, en el que puedo sentirme como en casa.

Nos dispusimos, el uno frente al otro, en una mesa pequeña aunque suficiente, sonriéndonos en silencio mirándonos a la cara.

Necesitaba obtener más información para poder determinar las dimensiones exactas del campo de juego en el que se iban a disputar los siguientes lances. Así que, como el que no quiere la cosa y siempre con el escudo de la cortesía, hice las averiguaciones imprescindibles.

Al recibir las cartas, y con ellas la pregunta sobre si tomaríamos un aperitivo, aproveché para hacer alguna exploración.

-¿De cuánto tiempo disponemos? No quisiera ser una distorsión o que te sientas en un compromiso.

Esa pregunta siempre es tremenda y el momento de hacerla es cuando puedes encubrirla en la necesidad de ajustar el tipo, clase y cantidad de tu comida a la disponibilidad de tiempo.

Como les hace pensar de forma acelerada si no han tenido antes la ocurrencia de imaginar la respuesta, es conveniente siempre continuarla con alguna otra afirmación o comentario.

Lo hice.

-Esta tarde no he de volver al despacho y no tengo ningún otro compromiso… estoy libre y me adapto a lo que te vaya bien, por mí no padezcas…

La respuesta me gustó. Su mirada era -puede que fuera nada más una fantasía mía, pero creo que era- un punto descarada, directa a los ojos, acompañada de una sonrisa y un tono de voz calmado y suave.

-Yo tampoco tengo ningún compromiso, podemos estar el tiempo que quieras…

Y así comenzamos aquella comida, que siguió por los cauces normales, sociales, habituales… entre preguntas de qué tipo de cocina prefería, platos que nos podían gustar a cada uno, vinos…

Bebimos bastante los dos. Ella estaba poco habituada - me dijo- por lo que al cabo de un par de copas de un delicioso y traidor albariño muy fresco, comenzó a aparecer un brillo especial en sus ojos. Comenzaba a desinhibirse…

Apenas habíamos iniciado el almuerzo, apenas habíamos compartido un entrante de marisco y vino, y nos sentíamos ambos a gusto en compañía. Sin avanzar en un trato más próximo, sin todavía ninguna muestra de especial confianza, pero sí con más distensión, más sonrisas, alguna risa y aquel brillo suyo en los ojos.

Seguimos, sin preocupación por el tiempo, degustando algunas de las maravillosas especialidades de aquella cocina, acompañada de algunos otros vinos, de tierras más cercanas, tintos, potentes, sabrosos, deliciosos, de la Ribera del Duero.

Ganábamos en alegría y confianzas. Así que hice algunos avances más. Con la excusa de su anillo, y alabando su diseño, expresando admiración, tomé su mano en un gesto de clara intención de observar la joya que lucía, procurando transmitir únicamente esa connotación.

-¿Me permites? Llevo tiempo observándolo y me parece precioso. ¡Qué buen gusto!

No rehuyó el contacto. No retiro la mano. Ni siquiera noté que experimentara un apunte de tensión por mi gesto. Su delicada mano reposaba en la mía, sin resistencia, cómoda, dejándose abarcar, transmitiéndome seguridad y cercanía.

-Era de mi madre. Se lo regaló mi padre.

Tuve la sensación de que había adivinado sin problema cual era la pregunta escondida tras mi interés por su único anillo. Aunque el vino hubiera disminuido sus alertas, no lo había hecho lo suficiente para perder la agudeza en sus percepciones.

-No me gustan los anillos. Éste porque tiene un significado muy especial. Bueno… tuve uno de prometida hasta hace un año, pero lo devolví.

Remató, tras una pausa, la información.

-Y ya no he tenido motivo para ponerme ninguno más.

No solté su mano. Seguía con ella en la mía, sin apretar, en un contacto muy suave, acariciante, sin que hubiera ahora ninguna justificación para permanecer en el gesto, ninguna salvo el deseo de ambos de mantener aquel contacto.

Levantando la copa pronuncié un brindis neutro.

-¡Salud!

Bebió mirándome fijamente a los ojos. Sin pestañear, apurando la copa con decisión. Y supe que el mensaje de aquel gesto era inequívoco. Me estaba diciendo que iba a perder el control, que era consciente de que pasaría, y que bebía a sabiendas del resultado, porque deseaba que pasara.

No me hice la pregunta entonces. Estaba demasiado centrado en el proceso y en el resultado pretendido como para analizar las situaciones. Hoy sí, hoy ya puedo hacerla, con la perspectiva del tiempo.

¿Quién estaba conquistando a quién?

Eran las cinco de la tarde pasadas, casi tres horas llevábamos allí y el tiempo había volado sin darme cuenta. El restaurante cierra habitualmente a las cinco, pero la confianza y la habitualidad tienen sus privilegios, así que como en otras muchas ocasiones, aunque en esta con un negocio muy diferente, nos dejaron solos, sin que el camarero que permanecía por nuestro retraso en abandonar el comedor se hiciera muy presente, pasando de tanto en tanto para comprobar si necesitábamos algo y desaparecer de nuevo.

Fue un beso muy dulce.

Con los labios muy abiertos, con aquellos labios golosos y mullidos recibiendo los míos, húmedos de vino y saliva, un beso con toda la fuerza del deseo acumulado durante la comida. Me levanté sin soltar su mano, rodeé lentamente la mesa y me incliné hacia su boca… sin dejar de mirarnos a los ojos ni un solo instante en todo ese recorrido, como si una fuerza hipnótica nos llevara irremediablemente a hacerlo.

Alzó su otra mano, la que no estaba en la mía, para acariciarme la cara sin dejar de besarme, en una amorosa acción cargada de ternura y pasión.

No sabía cómo poner fin a aquella acción, y en parte temía qué podía suceder cuando, acabado el beso, volviéramos a mirarnos a los ojos. Un temor al posible arrepentimiento o a la precipitación sentimental, a la desproporción de la situación que conectaba a un señor mayor y a una joven, a las derivadas negativas de la relación entre un jefe y una empleada, qué sé yo… temor a tantas cosas…

Sin dejar de besarnos se incorporó lentamente, permaneció frente a mi abrazada prolongando el beso, alzándose de puntillas para alcanzar mi boca, y poco a poco fue desprendiéndose, evitando mirarme, buscando refugio en mi pecho, aprovechando la diferencia de altura.

-Necesito ir al servicio. Ahora vuelvo.

Su voz era algo ronca, pero clara.

La vi alejarse en la dirección correcta. Pensé que seguramente ella también había estado antes allí.

Pedí la cuenta y que nos llamaran un taxi. Había notado en su marcha hacia el servicio un apunte de desequilibrio en la deambulación.

Pagué y permanecí esperando, con nuestros abrigos, su salida.

Tardaba.

Decidí al final, preocupado, acudir a los servicios, por si estuviera pasando por cualquier circunstancia en la que necesitara ayuda.

De pie, frente al espejo, en los lavamanos, apoyada sobre el mármol de la encimera, parecía escrutarse minuciosamente. Levantó la mirada y me sonrió, con sus ojos brillantes y cierto aire de estar influenciada por la bebida.

Esta vez el beso fue mucho menos delicado. Diría, incluso, salvaje.

Nos devoramos con fuerza, con garra, con deseo infinito cabalgando en nuestras bocas. Busqué con las manos en su cuerpo los lugares en los que prodigar caricias, desordenando la blusa y constatando por primera vez que no llevaba ninguna prenda de ropa interior puesta, que sus pechos se deslizaban con suavidad bajo la tela de la blusa, perfectamente visible su libertad ahora, con la americana desabrochada, transparentando en aquel blanco unos pezones de tamaño, como todo en ella, proporcionado y medio, aunque de un color bastante oscuro, como única diferencia.

Sus manos no estaban tampoco ociosas, pero se comportaban con mucho menos atrevimiento. Se introducían bajo mi chaqueta por la espalda, atrayéndome hacia ella, acariciándome en una especie de estímulo a seguir recorriéndole el cuerpo e invadiendo su boca.

No recuerdo demasiado bien cómo hicimos el trayecto desde los servicios hasta la puerta de la calle, como me despedí del camarero o cómo nos pusimos los abrigos, sin duda porque yo también estaba algo influido por todo el alcohol consumido y por las emociones intensas que se habían agolpado en unos momentos, por la excitación sexual y el deseo desbordando todos mis sentidos.

Al subir al taxi dijo su dirección sin que le notara ninguna duda ni tartamudeo, como si estuviera en plena normalidad de reflejos, sin alterar nada de su coordinación, algo que yo sabía imposible porque había visto cuánto bebió.

No estaba muy lejos, nuestra ciudad no es demasiado grande. No cruzamos palabra, aunque recorrimos todo el camino asidos de la mano, como dos adolescentes recién comprometidos, como dos tortolitos extasiados.

Me bajé con ella del vehículo, para sostenerla hasta llegar a la puerta del edificio, uno relativamente moderno, del nuevo ensanche, de las viviendas que buena parte de nuestra clase media y profesional comenzó a habitar justo antes de la crisis del 2008. Rebuscaba las llaves en su bolso, sin encontrarlas, divertida por el suceso, riendo.

Una vecina acudió en su ayuda, solícita y amigable, entablando con ella una conversación divertida, con algún comentario jocoso al darse cuenta del punto que llevaba.

-¿Qué? ¿Vienen cargadas las fiestas, eh?

Reían las dos con mucha complicidad, algo que me tranquilizaba. Entramos. Abrió la vecina, pero por fin ella también había encontrado en su bolso las llaves del piso.

Llegamos hasta el ascensor, sin que nos acompañara la vecina. Hasta el quinto piso nos tocamos sin dejar ni un rincón de nuestros cuerpos huérfano de caricias.

Ella también.

Sin timidez, con descaro, buscando en mi entrepierna la verga enhiesta que se levantaba, como un monolito cárnico, en homenaje a aquella excitante hembra.

Pero si alguna de las sensaciones que recibía merece ser destacada esa es, sin ninguna duda, la de sus besos. No quiero parecer ñoño, pero sus besos le dan sentido a aquello de “sus labios eran pura ambrosía” tan cursi. Será eso que dicen de la química, de la conjunción de los elementos químicos presentes en la piel, la saliva o el sudor, será lo que sea, pero era de locura total alcanzarnos la boca.

Salimos de la cabina sin dejar de besarnos, recorrimos la distancia hasta su puerta enganchados como dos lapas, como dos ventosas, como dos amantes desquiciados… Ignoro cómo acertó a introducir la llave en la cerradura y abrir la puerta, porque en ese momento estaba detrás de ella, sujetando sus caderas, apretando mi verga en su culo mientras ella retorcía el torso para seguir buscando enredar su lengua con la mía sin abandonar la tarea de girar la llave y sin separar sus nalgas de mi cuerpo.

La primera impresión, al entrar, fue la calidez del recibidor. La calefacción estaba en funcionamiento y la temperatura era ideal para desprenderse de toda la ropa. Un recibidor amplio, con una puerta cristalera al frente y otra, sin cristal, a un lado, en una distribución típica que permite acceder directamente a la cocina desde la entrada, sin pasar por otras estancias.

En la penumbra, sin encender ninguna luz, cayó al suelo su abrigo, también el mío. Cayeron las americanas de ambos, su blusa, mi corbata y mi camisa, enredadas, confundidas, emburruñadas sin cuidado ninguno.

Sorbí en sus pechos alternando brusquedad y delicadeza, pasión y dulzura, estrujé y acaricié aquellos dos globos turgentes, de tamaño mediano pero sobresalientes en contraste con las dimensiones del resto del cuerpo, pechos jóvenes, de aureolas oscuras y pezones pequeños pero durísimos.

No sé cómo, pero conseguimos, todavía sin dejar de besarnos, desprendernos de zapatos y pantalones, algo siempre difícil en medio de un arrebato pasional como el que estábamos viviendo.

Demoré el momento de desnudarla por completo, disfrutando en los abrazos el tacto de sus bragas de encaje sobre su piel, una de esas bragas altas, con puntilla, que se ciñen por encima de la cadera y alargan los muslos para hacer más bellas las piernas de una mujer.

Acaricié aquella entrepierna sedosa, cubierta de un vello de rizos muy pequeños, que parecía una alfombra mullida y espesa con un rastro de humedad en el centro, como una señal inequívoca del camino al paraíso que me ofrecía asaltar de inmediato.

Sentía sus manos buscando con urgencias mi sexo, sacudiéndolo con ritmo cambiante, rápido unas veces, despacio hasta la desesperación otras… cuando ambos estuvimos desnudos, aquella mujer menuda y ágil se colgó de un salto con sus brazos en mi cuello, rodeó mis caderas con sus piernas y clavó con habilidad en mi verga un coño chorreante, caliente y acogedor.

La sujetaba por las nalgas, abriéndolas y favoreciendo el vaivén de su cuerpo, arriba y abajo, para notar mi capullo deslizándose en su interior, resbalando y provocándome un placer infinito. Estuvimos así varios minutos, no sé cuántos, pero muchos. Era un peso liviano que apenas notaba, concentrado en aquella sensación de poder y fuerza que me proporcionaba la posición en la que se me entregaba. Sus 155 centímetros de altura y menos de 50 kilos de peso no eran nada para mí, algo tocado por el alcohol y muy tocado por el efecto de todas las hormonas que parecían estar gritando al mundo mi poder de macho en celo.

Insistía en sus sacudidas, a ratos pegando su pecho al mío, en otros colgándose de mi cuello con sus brazos pero separando el cuerpo, echando la cabeza atrás, como si quisiera respirar más libremente y clavarse más a fondo en sus entrañas mi sexo, al mismo tiempo que sus jadeos se acentuaban hasta convertirse en roncos estertores.

-¡Llévame a la cama!

Era una súplica, un ruego con voz ronca de hembra encendida, más que una orden. Hizo intención de bajarse, pero no lo permití. Quería seguir sosteniéndola, penetrada y colgando de mi cuello, recibiendo en su interior la barra caliente en que se había convertido mi sexo, como un cetro poderoso que le marcara mi presencia en su interior.

Abrí la cristalera para acceder al salón, a oscuras, iluminado nada más por los escasos rayos de luz de alguna farola callejera, que se filtraban a través de unas cortinas primorosas, vi al fondo un distribuidor que supuse, con acierto, que debía dar acceso a las diferentes habitaciones.

Avancé hacia aquella parte, sorteando una mesa colocada en el centro de la estancia, sintiendo en cada paso su cuerpo, sus nalgas en mis manos, su coño acogiéndome en su interior, su pecho apretado contra el mío. Me detuve en el interior del distribuidor, buscando que me orientara en la puerta a abrir.

Tardó en hacerlo, aprovechó la parada para reiniciar sus movimientos, pequeños saltitos sobre mi vientre, despertándome de nuevo la fiebre enloquecida. Nunca lo he sido, lo sé, pero en ese instante, con ella, pequeñita, manejable, sosteniendo todo su cuerpo con mis brazos sin notar fatiga, me sentía seductor, potente… y empotrador.

Esta vez impedí, acercando su espalda a la pared, que se inclinara hacia atrás. Busqué así encontrar de nuevo su boca con la mía en cada ocasión que se separaba de mi pecho. Necesitaba sus besos, su saliva era un elixir que me aumentaba, todavía más, el deseo. Para hacérselo notar también aumentaba la fuerza con la que balanceaba mis caderas, la fuerza con la que me clavaba en ella en cada movimiento…

Volvió a repetir el ruego, apenas audible porque no renunciaba seguir besándonos mientras lo decía.

-¡Llévame a la cama!

Esta vez combinó el ruego con un alargar la mano hacia una de las puertas, señal que mostraba claramente el lugar al que debíamos entrar.

Era su habitación, una habitación primorosa, muy ordenada, también en la penumbra, con la muy poca luz que en la tarde noche castellana se filtraba por las cortinas desde las farolas de la calle. La cama estaba cubierta por un edredón de superficie sedosa, estampado en unas figuras de apariencia desordenada, de color verde oscuro el trazo y un blanco, o hueso, el fondo.

Olía todo a limpio, como a suavizante de ropa en la lavadora, como ambientador de suaves fragancias.

-Tiene una habitación de princesita - pensé.

Toda su casa era de un orden perfecto, como si estuviera en estado de revista, como si acabara de ser dispuesta para una exposición o un reportaje de esos de revistas especializadas en decoración.

Retiré como pude, sin dejar de sostener delante de mí aquella preciada joya que seguía rodeándome con sus brazos, y dejé caer nuestros cuerpos, con mucho cuidado, sobre las sábanas.

La penetré con furia, abriéndole los brazos en cruz, sujetando sus manos con las mías y sosteniendo el peso de mi cuerpo entre las rodillas y las manos que la sujetaban, mientras ella seguía envolviéndome las caderas con sus piernas, recibiéndome en su interior y emitiendo un suspiro, un jadeo, cada vez que empujaba hasta golpear nuestros vientres con fuerza.

Cuando aflojé algo el ritmo, cansado por la posición, por el movimiento y por haber sostenido tanto rato su peso, aprovechamos para darnos la vuelta. Ella simplemente, sin hacerme salir de su interior, hizo un gesto de girar, y yo accedí facilitándolo. Quedó así sobre mí, cabalgando en mis caderas, con un movimiento adelante y atrás, como si restregara su sexo sobre mi vientre, tomándonos de las manos mientras yo dejaba los brazos rígidos para que se impulsara en una dirección y otra con fuerza.

Sentía su cuerpo sobre el mío, percibía apenas con el escaso hilo de luz procedente de la calle a través de las cortinas su cuerpo delgado agitándose sobre el mío, sus pechos redondos y prominentes saltando en cada uno de sus movimientos. Notaba en mis manos, aferradas a las suyas, la fuerza de los suyos que hacía servir para empujarse adelante y atrás.

Allí estuvimos haciendo un ruido más que notable, pues en cada uno de los bruscos vaivenes el cabecero de la cama se estrellaba contra la pared, sin que a ella pareciera importarle el escándalo que estarían escuchando los vecinos, y sin que tampoco yo tuviera intención ninguna de evitarlo.

Quise saborearla más. Sentir en mi boca la humedad de su sexo, sorber sus fluidos para poseerla mucho más. La descabalgué, tumbándola sobre la cama y bajando con mi boca a su entrepierna, sin hacer ninguna etapa más, sin disimular el objetivo de jugar con mi lengua en su raja. Me abrí camino en aquella mata de pelo rizadísimo, una tupida barrera en la que costaba trabajo encontrar la entrada. Me ayudó, estirando con sus dedos para abrirla, dejando libre el acceso a una deliciosa hendidura, suave, de sabor endulzado, de líquido como un jarabe impregnando todo su interior, con unos breves labios interiores que apenas asomaban un poco hacia el exterior, y un botón duro coronando todo el conjunto, evidencia de su excitación sexual extrema.

Lamí, sorbí, froté, penetré con mis dedos su sexo, buscando encorvarlos para encontrar ese afamado y difícil punto G del que tanto se habla. Tal vez lo encontré, porque al fin ella se sacudía entre espasmos convulsos, gritos ininteligibles y estirones de mi pelo que, enredado en sus dedos, parecía querer arrancarlo de mi cabeza.

Permanecimos quietos y callados durante un buen rato. Tuve la sensación de que ella no se atrevía a mirarme a la cara después de habernos follado tan apasionadamente. Fui yo quien, tras un buen rato, me atreví a pronunciar palabra. Lo hice mezclando un sentimiento profundo y un comentario en tono de humor, una forma como otra cualquiera de quedarse a medio camino de una declaración de excesivo reconocimiento a la mujer que se había deshecho en mis brazos.

-Eres todo lo que un hombre puede desear. Debo haber muerto… he llegado al paraíso de los mahometanos y Alá me ha premiado con una hembra angelical para mi placer…

Por toda respuesta se arrebujó entre mis brazos, sin mirarme todavía, escondiendo la cara en mi pecho. Poco después contestó, todavía sin cambiar la postura que la protegía de mis miradas.

-He deseado hacer esto desde que te conocí.

Una declaración tan directa, en voz dulce, clara y suave tiene, no puede ser de otro modo, un efecto perturbador en el hombre que la escucha. Una mujer veinte años más joven te declara su deseo de estar contigo, su voluntad de irse a la cama para follar como lo habíamos hecho, y tu vanidad se infla como un globo, no lo dudéis.

Después de un tiempo que me pareció infinito, nos levantamos, desnudos todavía nos fuimos a la cocina y allí tomamos un té reparador, deliciosamente cálido, en silencio.

Esta vez lo rompió ella.

-No te has corrido. Déjame hacer…

No nos hicieron falta más palabras.

Su boca todavía estaba caliente por el té recién tomado cuando se arrodilló frente a mí e introdujo entre sus labios mi sexo, blando y amorcillado, jugando con él para endurecerlo primero y, a continuación, exprimirme hasta no poder resistir más placer.

Me vació, recibiéndome en su boca, en su adorada y maravillosa boca.

Abandoné su casa, pasadas las doce de la noche. Volví a la mía sin sentir el frío invernal, sintiéndome dichoso por lo sucedido, sintiéndome feliz.

En las semanas siguientes fuimos, ambos, dos adolescentes salidos buscando en cada ocasión saciarnos de placer. Lo hemos hecho en su casa, en la mía, en el coche, en una excursión campestre, en un hotel…

Y en el despacho.

Nos hemos devorado de todas las formas imaginables.

No hemos dejado de hacer nada de lo que un hombre y una mujer pueden hacer en pareja para sentir placer.

Nada. Sin excepción.

En el despacho más de una noche, después de abandonar todos los empleados la instalación, quedándonos solos los dos. En su mesa, en la mía, en la de sus compañeros… en el archivo, en el office, en el baño…

Incluso simulando, para no despertar sospechas, que me iba a casa, que ella se quedaba trabajando para acabar algún trabajo… y volver al despacho para encontrarla desnuda, abierta de piernas y de corazón sobre la mesa de reuniones, esperando nerviosa oír la puerta abrirse, con la duda de si pudiera ser otra la persona que entra, y sintiendo la adrenalina descargarse hasta oír mi voz diciéndole que la deseo.

Aunque hemos moderado algo ese fuego abrasador, seguimos quemándonos con frecuencia en la pasión arrolladora que vivimos.

Hemos, también, hablado mucho.

No ha sido una convención expresa, no hemos decidido ser especialmente sinceros, pero de una forma natural y tácita lo hemos sido, explicándonos nuestras respectivas historias. La suya más corta, claro, pero también muy importante.

Es huérfana. Su padre murió hace diez años y su madre hace tres.

No os riais: hija única, algo que me tranquilizó oír.

Sé que tuvo tres novios, uno en el Instituto, un noviete adolescente con el que se inició en las caricias, los besos y las masturbaciones, sin llegar a más.

Otro, en la Universidad. Un muchacho de otra ciudad que llegó a la nuestra a estudiar, al que conoció en los dos últimos años de carrera y con el que perdió la virginidad, pero que finalizados los estudios volvió a una Asturias a la que ella no deseaba emigrar.

El último, el que había puesto en su dedo un anillo de compromiso, un joven de nuestra ciudad, vástago de una familia que conozco, de las de toda la vida, con el que estuvo en relación durante cuatro años. Me confesó que estuvo esperando, decepción tras decepción, que aquel chico pudiera satisfacerla sexualmente como lo había hecho sin problemas el asturiano de la Universidad.

Durante todo ese tiempo esperó que llegara el momento en que se acoplaran, que encontraran la forma de satisfacerse ambos, el momento en que pudiera experimentar ese instante maravilloso del orgasmo, ella que no es multiorgásmica y que no se siente cómoda cuando después de alcanzado continúan las caricias.

Buscó mil y una explicación a su falta de excitación, más allá de la impericia del novio, un novio que, él sí, alcanzaba el clímax y al que no podía acusar de premura porque -decía- a veces había estado media hora intentándolo sin conseguirlo.

Llegó a acudir a un sexólogo, que tampoco le resolvió el problema, pero que sin embargo le puso en la pista de su verdadero problema. Ella era capaz de masturbarse hasta el orgasmo, pero no en contacto con su novio.

Las preguntas directas que se hizo sobre la causa de su rechazo la llevaron a una respuesta clara: no era cuestión de tiempo, un tiempo que ya habían tenido. Era que no le amaba.

Aquella noche del día de los Santos Inocentes, diez meses después de haber dejado la relación con aquel muchacho, fue para ella la confirmación de que su sexualidad podía ser plena y satisfactoria.

También yo le he explicado mi historia.

Me ha sido fácil, porque ha bastado con dejarle leer mi relato.

Lo hizo de un tirón, en una noche en vela, hace unas semanas.

Al día siguiente, sin cortarse ni un pelo, sin contenerse ni disimular, al llegar al bufete entró en mi despacho y me estampó uno de esos delicios besos suyos en la boca.

Mientras me abrazaba dijo algo que retumbó en mis oídos como un salmo, como una música celestial, pese a lo duro de las palabras.

-Si estando en pareja contigo se me acerca un hombre con intención de meterse en la cama conmigo, lo castro.

Hizo una pausa, para continuar su discurso.

-Si estando en pareja conmigo te acercas a una mujer en busca de sexo, te castro a ti. Ni quiero estar con otro hombre ni quiero compartirte con otra mujer. ¿lo tienes claro?

Le dije que sí. ¿Qué otra cosa podía contestar?

Ella me basta y sobra para mi deseo.

Acabo aquí.

Desde mi mesa de escribir junto a la ventana, la veo venir por la calle, andando hacia aquí. Trae un bolso no muy grande, símbolo de su bagaje personal al iniciar su vida conmigo.

Me enternece su silueta, esa barriguita de casi cinco meses que comienza a ser muy visible en su cuerpo menudo.

Si es niña se llamará Esperanza, como su madre.

Aunque se lo pusieron por la cofradía salmantina de ese nombre, está visto que mi sino es enamorarme de mujeres con nombre de vírgenes muy arraigadas en Sevilla.

Sed felices. Yo lo intentaré.
 
Me alegro muchísimo que rehaga su vida. Rocío es la que se lo ha perdido, pero el karma la pondrá en su lugar.
Además una relación normal de pareja sin jueguecitos tontos.
Final feliz y yo que me alegro.
 

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