A la primera ocasión en que coincidí con Nacho en el bar del desayuno, entre charla y charla mencioné el plan de pasar el día juntos en su «super chalet», como él lo llamaba. Nacho había sacado el tema en varias ocasiones, pero yo le había dado largas como había acordado con Paula. Ahora, en plena efervescencia para poder conquistar a Ari, era yo el que insistí en que no podíamos dejar pasar más tiempo.
Hicimos un planteamiento de posibles fechas y quedamos en comentarlo con nuestras mujeres para que ellas eligieran la que más les cuadraba.
Aquella tarde lo comenté con Paula, y de nuevo volvieron sus reticencias.
—Por dios, Carlos, te dije que no aceptaras, que yo no quiero verle la cara a ese… a ese…
—Bueno, mujer… —intenté calmarla—, si al fin y al cabo es solo un día…
—¿Cómo que un día? —protestó—. ¿Pero no íbamos a quedar solo para comer?
Tragué saliva. Me estaba jugando el todo por el todo. Necesitaba todo un día para desarrollar mi plan. Si al final se plantaba y solo aceptaba ir a comer, todo el esfuerzo hasta el momento habría sido en vano.
—Bueno, al principio, sí… —carraspeé—. Luego alguien habló de pasar la tarde en la piscina… Ya te lo dije, ¿recuerdas?... Y al final una cosa ha llevado a la otra… Total, que nos hemos dicho que por qué no pasar el día juntos. Pero todo el día tampoco es… Desde las doce o así, no me digas que es para tanto…
—Que no, Carlos, que no… —repetía y no se bajaba del burro.
Viendo que no colaban mis explicaciones, pasé al modo «llorón».
—Anda, cielo, haz esto por mí… no seas mala… —ronroneé como un gatito meloso—. Que no puedo decirle que no a mi jefe… Ya sabes que aún no me ha salido ninguna oportunidad de trabajo, igual tengo que pedirle el favor de que me renueve el contrato otros seis meses hasta ver qué pasa.
—Joder, Carlos, eres un asqueroso, no me vengas con lloriqueos de adolescente.
Me había pillado de plano, aunque era lo natural después de tantos años juntos.
—Anda, mujer, si solo tienes que cerrar los ojos por un día y luego se acabó… Te prometo que no vuelvo a quedar con ellos nunca más.
La discusión prosiguió durante una hora. Pero al fin me salí con la mía. Un día de amistad, sol y piscina a cambio de la paz familiar. Tan solo un día no era un precio tan alto, ¿no?
De haberlo sabido, jamás hubiera forzado aquella reunión de amigos. No tenía ni idea de que estaba a punto de meterme en el mayor lío de mi vida.
La quedada
El día en que se había fijado la reunión fue un domingo. Yo había peleado en la sombra para conseguir que se eligiera ese día de la semana. Y lo había conseguido.
La elección del domingo no era casual. Como tampoco era «casual» que yo hubiera puesto un examen de repaso para el lunes posterior. Un truco de viejo profesor, a pesar de mi escasa experiencia en el cargo. Y, por supuesto, en esta ocasión no le había pasado la lista de preguntas a Ari, quien me había interrogado con la mirada sin entender por qué no lo hacía.
La respuesta era clara. Teniendo en cuenta que Ari tendría que preparar el examen ese domingo, había cerrado la posibilidad de que la chica saliera y desapareciera de la casa.
Llegado el día, Paula y yo arribamos al super chalet de Nacho y Laura algo antes de las doce. A las doce y cuarto ya nos encontrábamos en sendas tumbonas junto a la piscina. Un cubo de hielo daba cobijo a multitud de cervezas y otras bebidas refrescantes. En una mesita se había repartido una variedad de aperitivos a cada cual más exquisito.
Laura y Nacho lo habían preparado todo como buenos anfitriones.
Las primeras conversaciones, como era de esperar, versaron sobre los viejos tiempos, cuando nos veíamos a menudo. Y nadie parecía entender cómo se había enfriado nuestra amistad.
Por supuesto, las miradas de los hombres se volcaron sobre las mujeres, y viceversa. Todos nos encontrábamos en bañador —las chicas en bikini— y en estas condiciones los cuerpos no podían esconderse.
Y el cerdo de Nacho no podía evitar su despliegue de los aires de ligón que había tenido desde chaval. De «putero», en versión de Paula.
Mi mujer hacía rato que había notado, al igual que yo mismo, cómo el asqueroso de mi amigo la recorría con la mirada sin apartarla de ella ni un segundo. Y buscaba mis ojos con los suyos para reprochármelo. «Ves cómo sigue con su persecución como en los viejos tiempos», parecía decir sin hablar.
Había que reconocer que Paula estaba de muy buen ver para su edad, rondando casi la cuarentena. Su pelo largo y castaño —aún sin tintes artificiales—, sus ojos claros y sus labios carnosos eran una tentación para los sentidos. Si a eso le sumabas un cuerpo aún duro, delgado y sin atisbo de celulitis, no era tan extraño que Nacho se relamiera los labios al contemplarla.
Al lado de Paula, la pobre Laura parecía una mamá de serie cómica. Gordita, con el pelo de varios colores y con una celulitis que no habría podido disimular ni vestida con un chándal de dos tallas mayores a la suya, la pobre no tenía ningún encanto que atrajera a un hombre.
No era raro que Nacho tuviera «hambre». Ese tipo de hambre que no le era posible saciar en casa y que tenía que buscar en la calle. Ni por un segundo dudé de que mi amigo le pusiera los cuernos a su mujer. Menudo cabronazo. Seguro que se estaba tirando a la mitad de las chicas de la FP. Si hasta lo había intentado con mi pobre Paula, el muy hijo de…
Mis ansias de venganza no solo no se habían disipado con la cortés acogida de nuestros amigos en su casa, sino que se iba acrecentando a medida que transcurría la mañana.
*
Sería casi la una cuando Paula se quejó del calor y me pidió que le pusiera crema solar.
—Tranqui —saltó Nacho dando un bote en su tumbona—. Yo mismo te la pongo. ¿Dónde la tienes?
La mirada que le lanzó Paula hubiera derretido a un esquimal. Y Nacho recogió velas. Eso sí, mientras yo embadurnaba las piernas, el dorso y el pecho de mi mujer, el cerdo de mi amigo no se perdió ripio de la operación. Quizá fuera una sospecha infundada, pero el hecho de que colocara un plato de aperitivos sobre su entrepierna me pareció demasiada casualidad. El muy cerdo se había empalmado como un burro mirando a mi mujer.
El estómago me dio un vuelco, aunque conseguí contenerlo. Aquel cabrón me las iba a pagar tarde o temprano, me lo juré en ese momento.
Tras extenderle la crema, nos volvimos a acomodar cada uno en su tumbona. Y en ese instante surgió la primera buena noticia de la mañana: Ari hizo acto de aparición en el jardín. En ningún momento me había atrevido a preguntar por ella, pero intuía que se encontraba en casa. No hubiera sido extraño que la chica hubiera salido por la mañana y tuviera el plan de estudiar por la tarde. Pero para mi fortuna no había sido así.
Consulté el reloj para hacerme el despistado, pero vigilé su grácil caminar descalza por el rabillo del ojo. Eran poco más de la una. La chica se había hecho esperar menos de una hora.
Ari cruzó ante nosotros camino de la piscina. Llevaba una toalla al hombro y mostraba su atractivo cuerpo, con un mini bikini que mostraba más de lo que conseguía cubrir.
—¿Dónde vas, nena? —le preguntó su madre.
No pareció que a Ari le hiciera mucha gracia el apelativo de «nena», por lo que torció el gesto.
—Voy a bañarme, hace mucho calor… —replicó sin volverse.
—¿Cómo llevas la preparación del examen? —intervino su padre, quizá por obligarla a detenerse y mostrarse educada con sus invitados.
—Bien… —respondió, esta vez aún más seca.
—¿Lo entiendes todo…? —volvió a meter baza su madre—. Mira que aquí tienes al profesor… Si tienes alguna duda, siempre puedes preguntarle.
—Eso se llama tráfico de influencias —soltó Nacho con sorna.
Ari se volvió levemente, y respondió evasiva sin mirar a nadie.
—Déjame en paz, mamá… —protestó—. Ya sé yo lo que tengo que hacer… Y lo entiendo todo perfectamente.
—Es que es una chica tímida —la excusó su madre ante nosotros—. Y muy orgullosa.
La joven dejó caer la toalla que la envolvía sobre la hierba y saltó de cabeza dentro del agua. Luego comenzó a nadar arriba y abajo de la piscina, con un estilo impecable.
Sentí que era mi oportunidad. Ahora o nunca.
—Vuestra hija tiene razón —dije resoplando—. Hace un calor de mil demonios, yo también voy a darme un baño. ¿Alguno de vosotros se anima?
Recé para que nadie más se apuntara y gané el premio gordo. Todos estaban demasiado a gusto en las tumbonas, y más ahora que la sombra las había cubierto. Lo de esforzarse en el agua no parecía ir con ellos.
—Ve tú —dijo Nacho—, que siempre has sido el mejor nadador entre los colegas. Y a ver si de paso le cuentas a la niña alguna de las preguntas que van a caer.
Entré en la piscina bajando por la escalerilla —lo de tirarse de cabeza ya no me pegaba— y comencé a retozar. El frescor del agua me aliviaba el calentón que recorría mi cuerpo con solo mirar a la chica.
De vez en cuando, entre disimulos, me acercaba lo más posible a la línea que llevaba Ari al ir y venir con sus brazadas. Necesitaba al menos una mirada por su parte, algo que me mostrara una conexión.
Pero no lo conseguí. En ningún momento posó sus ojos en los míos y eso me destrozaba. Mi autoestima caía sin freno. No entendía como había podido hacerme ilusiones. Acababa de cumplir los cuarenta y uno, estaba muy lejos de mi mejor forma y las primeras canas empezaban a clarear mis sienes.
¡Era estúpido pensar que una cría de su edad pudiera sentirse atraída por mí! «Menudo gilipollas estoy hecho», pensé.
Diez minutos más tarde, la chica se dirigió hacia la escalerilla y, tal como había venido, se esfumó entrando por el ventanal del salón. La hubiera seguido hasta el mismo infierno. Necesitaba hablarle a toda costa. Pero no podía salir a la carrera tras ella, ni que me hubiera vuelto loco.
Reflexioné un instante. Era ese día o nunca más, no podía dejarlo pasar sin pelear. Así que tracé un nuevo plan y lo puse en marcha.
Lo primero era esperar un poco más dentro de la piscina para no mostrarme apresurado. Lo segundo volver a la tumbona y seguir bebiendo cerveza mientras me secaba con mi toalla. Lo tercero…
—Joder, con tanta cerveza me han entrado unas ganas de mear de la leche… —dije dando saltitos para reforzar la broma.
Nacho hizo un chiste sobre mi eterno «muelle flojo» —había hecho el mismo chascarrillo soso desde tiempo inmemorial— y a continuación actuó de anfitrión diligente.
—No vayas al aseo de la planta baja, ese que has visto a la entrada. Está en reparación con los
jodíos fontaneros que no acaban nunca. Mejor sube a la planta de arriba y en el pasillo de la derecha está el baño de invitados.
—Sí, y no intentes entrar en el baño de nuestro cuarto por nada del mundo —soltó chistosa Laura—. Tengo la habitación como una leonera y no está para visitas.
Reímos la gracieta al unísono y me perdí por el ventanal por el que había desaparecido Ari pocos minutos antes.
*
No tenía ni idea de la configuración de la casa —ni Nacho ni Laura habían tenido la deferencia de hacernos un recorrido—, pero preferí primero echar la meada y ya me preocuparía de buscar a Ari después. Lo que le diría si conseguía encontrarla era un misterio para mí. Había decidido que me dejaría llevar e improvisaría sobre la marcha.
Subí hasta la primera planta por una amplia escalera —por el lujo y el tamaño de sus componentes comprendí que lo de «super chalet» no era un farol— y al llegar a la planta superior miré a todos lados. En la inmensa claridad que provenía de dos claraboyas, descubrí tres pasillos y en cada uno de ellos varias puertas. Recordé que Nacho había mencionado el pasillo de la derecha y hacia él me dirigí.
En pocos segundos me hallaba ante la primera puerta. Intenté abrirla pero se encontraba cerrada con llave. Caminé hacia la siguiente y esta vez se abrió sin dificultad.
Solo pensaba en mi vejiga que pedía clemencia, de modo que sin preocuparme de nada más, entré en el espacioso baño y me volví para cerrar la puerta.
Al girarme apresurado me llevé la gran sorpresa: Ari se secaba el cuerpo con una gran toalla después de haberse duchado. Y me miraba con los ojos abiertos como platos.
El susto que me llevé fue mayúsculo. En otras circunstancias me habría mostrado de otra manera, tal vez altanero, seductor. Pero mi estúpida interrupción de la ducha de la jovencita me dejó tan cortado que no supe reaccionar.
—Uy, perdón… —dije e intenté volver sobre mis pasos.
—Espere, profesor, no se vaya…
Carraspeé a modo de disculpa y, bajando la mirada, volví a cerrar la puerta. Ni en sueños la hubiera mirado de frente, me sentía avergonzado y mantuve la cabeza girada hacia un lado. No habría hecho falta, sin embargo, porque Ari se había cubierto por completo con la toalla.
—Lo… siento… —repetí balbuceante—. No imaginaba que estuvieras aquí, si no te aseguro que yo… Es que no conozco la casa y claro… Soy un idiota…
—Oh, no, profesor… —dijo ella mordiéndose el labio—. La culpa ha sido mía por no haber cerrado con el pestillo.
Nos miramos breves segundos en silencio. Luego ella volvió a hablar.
—Quisiera hacerle una pregunta… Si a usted no le importa…
Comenzaba a relajarme al notar en su tono cierta cordialidad. La misma que había estado buscando desde hacía días sin encontrarla.
—Tú dirás… —suspiré feliz por su deseo de hablar conmigo.
—Es por… el examen… —se mostraba cohibida, así que la animé a que continuara. El tema no era el que más me apetecía, pero era un comienzo—. Es porque… a ver… profesor… es que no entiendo por qué no me ha pasado las preguntas como en el anterior.
Así que era eso. Vaya con la jovencita. Empezaba a dudar quien se quería aprovechar de quien. Pero como era una pregunta profesional, me permitía tomar el control de la conversación.
—Bueno, verás… —improvisé—. Es que el examen no será especialmente difícil, estoy seguro de que lo sacarás sin ayuda.
—¿Está seguro, profesor…? —¿Había hablado en tono meloso o solo me lo había parecido?
—Sí, totalmente —confirmé—. El que será más difícil es el final, dentro de poco. Pero no te preocupes, para ese sí que te pasaré las preguntas, te lo prometo.
Su rostro se iluminó. Acababa de ganarme un tanto.
—Oh, gracias, profe… —dijo y comenzó a tutearme, cosa que me provocó un hormigueo de placer—. Eres un tipo genial, ¿te lo han dicho alguna vez?
—No muchas —fingí humildad—, pero si tú lo dices…
Estábamos iniciando un tonteo que tal vez nos llevara más lejos poco a poco, pero había algo que no podía esperar.
—¿Por qué te mueves tanto, profe? —dijo al darse cuenta de mi inquietud—. ¿Tienes algún problema?
No intenté disimular, no valía la pena. Me arriesgaba a mearme en el bañador y a quedar como un imberbe idiota.
—Es… la vejiga… —reí avergonzado—. La tengo a punto de reventar. Demasiada cerveza, ya sabes…
Se apoyó en el lavabo de espaldas a él y me señaló el camino hacia el inodoro.
—Pues no te cortes, mea sin problemas… Ahí tienes el váter.
Me moví lentamente hacia el inodoro y me situé frente a él. Pero había algo que me cortaba: Ari no se había movido ni un milímetro y me miraba descarada. Sonreía encantada con la situación.
—¿No vas a… salir…? —balbuceé—. O… al menos volverte de espaldas.
Ari rió mostrando su bonita dentadura y me soltó sin cortarse ni un pelo:
—Oh, no… ¿Para qué? Al fin y al cabo ya se la he visto antes. No creo que me vaya a asustar.
Su expresión de guasa me avergonzaba como a un mozalbete. Pero la próstata dolía a esas alturas como si fuera a estallar. No tenía escapatoria. Y, al fin y al cabo, ¿no estaba allí para eso?
Así que me bajé el bañador hasta medio muslo y comencé a mear con chorro grueso y fuerte, y con expresión de alivio en el rostro, los ojos cerrados por el placer.
Mientras desaguaba a toda presión, sentí una presencia en mi costado izquierdo. Abrí los ojos y me encontré a Ari pegada a mí. No se había soltado la toalla, pero esta no le cubría ya los pechos. Sus adolescentes pezones me miraban curiosos, hinchados quizá por el roce de la toalla. O quizá por algo más, prefería suponer.
En ningún momento había dejado de sonreír la hija de mi amigo Nacho.
*
No sabía qué pretendía la muchachita, aunque no tardé en averiguarlo.
Ari se apretó el nudo de la toalla y pasó su brazo derecho por detrás de mi cintura. Su mano izquierda se extendió y rozó suavemente con sus dedos el tronco de mi polla. Con lo que estaba pasando, mi erección ya había comenzado a aparecer hacía rato, pero con el suave roce de su mano, la bandera se irguió para intentar mirar hacia el techo.
—Espera, Ari… —intenté detenerla—. Se va a poner todo perdido.
Efectivamente, mi chorro no disminuía y, si la manguera se izaba del todo, la que se iba a liar era macanuda. Y ni por el mejor de los polvos quería tener que enfrentarme a la madre de Ari a causa de la limpieza doméstica.
—Tranqui, profe, no te preocupes… tú solo relájate —susurró la jovencita.
Recordé el proverbio que reza «no digas a nadie que se relaje cuando quieres que se relaje», y mi polla cabeceó alterada. El proverbio era totalmente cierto.
Pero Ari no se asustó. Apartó mis manos y sujetó mi polla fuertemente para doblarla hacia abajo. Lo consiguió lo suficiente y mantuvo la postura hasta que el chorro desapareció por completo.
Una vez acabada la faena, la chica comenzó a mover la piel arriba y abajo. Lo hacía con gran lentitud, casi con mimo. Yo la dejaba hacer, disfrutando de las sensaciones. Calambres de gusto recorrían mi vientre y mi espina dorsal. Mis huevos se balanceaban al ritmo de su paja suave.
Al ver a Ari tan receptiva, no dudé en dar el siguiente paso. Le pasé el brazo izquierdo por el hombro y, tomándole de la mandíbula, levanté su cara. El pelo lo tenía aún húmedo, pero su tacto no era menos sedoso por ello.
Cuando su boca estuvo a mi altura, le introduje el pulgar para que la abriera. Luego acerqué la mía y le di un suave beso, casi un aleteo de mariposa sobre los labios.
El segundo beso no fue tan casto. Mi lengua entró en su boca como un torbellino y se la comí a placer mientras con la mano libre le sobaba las dos tetas a la vez. Ella me devolvía el beso jugando con una lengua voraz cargada de babas. Estaba en la gloria. Pero aún quedaba lo mejor.
—Ay, profe… —susurró jadeante dentro de mi boca—. Necesito terminar lo que empecé el otro día.
Tragué saliva. No estaba seguro de a qué se refería.
—Lo que tú quieras —le respondí jadeante.
—Voy a chupártela si no te importa… ¿me dejas, porfa?
Mi polla cabeceo a modo de respuesta.
—Es tarde… —intenté ser juicioso—. Tus padres se estarán preguntando qué hago aquí arriba tanto tiempo.
—No me hagas esto, profe… Si no quieres, no pasa nada, puedes decírmelo. Pero no me pongas excusas, que me muero de ganas…
—¿Pero cómo no voy a querer, chiquilla?
Me lamió los labios antes de responder.
—Pues déjame que te lo haga, por favor…
Joder, estaba a punto de explotar. Con que me arrimara los labios iba a correrme a mares. No creía poder durar más de unos segundos. Tardando tan poco tiempo tal vez no era mala idea pintarle la cara a la muñequita antes de volver a la piscina. Así podría mirar a Nacho con sonrisa triunfal, sin que él supiera a qué se debía.
—Vale, pero vamos hacia el lavabo que no quiero ponerlo todo perdido.
—Joder, qué miradito eres, hijo… —aceptó mordiéndome el labio inferior.
Nos movimos sin separarnos y, una vez en posición, Ari me dio un piquito y luego comenzó a arrodillarse. Mi polla reaccionó con un cabeceo de satisfacción. No le quedaban muchos segundos para convertirse en una fuente de esperma.
Pero la rubita no llegó a terminar el gesto.
Porque la voz de Eva detrás de la puerta nos sobresaltó.
Continuará...