Al llegar a una zona de arbolado, Eva me pidió que me detuviera.
—Mire, profe, aparque en esa calle que cruza y luego venga andando hasta el chalet de la puerta amarilla. Es la de mis abuelos. Ari y yo vamos por delante para que no nos vean juntos.
Suspiré enfadado. Durante el trayecto había ido reflexionando sobre lo que haría. Y había decidido finalmente que no iba a dejarme manipular por dos jovencitas como si fuera un adolescente salido.
—Ni de coña —repuse—. Fin del trayecto. Aquí os dejo a las dos y yo me voy para mi casa.
Eva puso expresión de guasa. Me hubiera parecido mejor que hubiera sido una expresión de enfado, pero al parecer la chica prefería moverse en la ironía que en la disputa.
—Venga, profe, no me vacile… —dijo burlona.
—No te estoy vacilando, que sepas que no pienso entrar en la casa de tus abuelos…
La golfilla no se arredró con mis palabras, sino que acrecentó la chanza. Para ello le bastó con señalar a mi entrepierna y repetir con sorna:
—Pues a mí me parece que su soldadito sigue opinando lo contrario, como siempre.
Una vez más había utilizado la excusa que yo le ponía a huevo. Me enfurecí conmigo mismo por dejárselo tan fácil.
Y es que mi erección había superado los límites de la decencia. Eva no necesitaba esforzarse mucho para convencerme. Solo con mirar hacia atrás y ver la falda arremangada de Ari sobre aquellos muslos lechosos podía obrar el milagro. Y lo estaba obrando, al menos con mi «soldadito», como lo llamaba ella.
—Pues haga lo que quiera, profe —sentenció la morena bajando del coche—. Nosotras vamos para allá y le esperamos. Voy sacando unas copas para que no diga que soy mala anfitriona. Vamos, Ari, deja de mirar a las musarañas, que tienes que ponerte guapa para don Carlos.
*
Me quedé observando como movían sus caderas, los libros contra el pecho, en dirección al chalet de la puerta amarilla. Aquellas putillas sabían lo que se hacían. Me habían puesto a más de cien con solo enseñar las piernas bajo la falda, que se movía a un lado y al otro al ritmo de sus pasos. Sus pechos núbiles, además, parecían estar llamando a ser babeados bajo la fina camisa blanca del uniforme, cosa que sería capaz de volver loco a cualquiera, mucho más a un cuarentón como yo.
Pero había tomado la determinación de que iba a marcharme. Esta vez no ocurriría como la tarde en los baños, cuando me dejé arrastrar por la lujuria y perdí la cabeza. Arrancaría el coche y saldría de allí a la carrera, antes de que la tentación pudiera conmigo.
Puse el Volvo en marcha y empujé la palanca del cambio automático. Moví el volante para salir de la plaza de aparcamiento y, de pronto, una imagen se dibujó sobre el parabrisas.
En la imagen se podía ver a una mujer sentada sobre el inodoro de un baño de discoteca. Un hombre, de espaldas, intentaba besarla a toda costa mientras le metía las manos por debajo de la falda. Las bragas de encaje, que antes se sujetaban sobre los muslos, ahora caían a plomo a sus pies. Cuando el hombre conseguía apoderarse de su interior, la mujer, intentando huir de él, se levantaba la falda sin querer y podía verse la mano del cerdo moverse adelante y atrás, sus dedos entrando y saliendo del coño de ella.
El hombre era Nacho. Y la mujer, Paula, ¡mi esposa!
«¡Me cago en su p…!», blasfemé para mí. Mi amigo del alma había intentado aprovecharse de Paula. Y si no hubiera sido por su mujer, Laura, tal vez lo habría conseguido».
Lo vi claro, aquella afrenta clamaba venganza. Y qué mejor venganza que follarme a su propia hija. Total, si como decía Eva, Ari era una golfilla de tres novios por mes, la chica debía de tener el coño como la boca del metro. Una polla más o menos no la iba a afectar ni para bien ni para mal.
Este pensamiento me obligó a ajustarme el instrumento bajo los pantalones, tan empalmado me encontraba a esas alturas.
Apagué el motor decidido, me bajé del coche a toda prisa, y en pocos segundos me aferraba a las verjas de la puerta amarilla. Esta se abrió sin necesidad de esforzarme. Eva cuidaba los detalles y la había dejado entornada, sabiendo que al final sucumbiría a la tentación.
«¡A la mierda con todo! —me dije— se acabaron los remilgos». Me tomaría un par de copas para darme valor y me follaría a la rubia. Eso, al menos. Porque si la cosa se me ponía a tiro me las iba a follar a las dos, se pusieran como se pusieran.
Por zorras.
*
Desde la valla exterior, crucé un camino de losetas hasta llegar a la puerta del chalet —más bien una casa baja de las de antes, con un solo piso— y comprobé que su puerta se encontraba igualmente abierta. Entré en el recibidor y me dirigí hacia lo que parecía el salón, de unas dimensiones bastante espaciosas para tratarse de una casa más bien modesta.
Las dos chicas se encontraban allí y mezclaban coca-cola con diferentes licores en tres copas repletas de hielo. Al parecer Eva había cumplido la promesa de que me esperarían con la copa preparada.
—¿Gin? —pregunto la morena, mirándome por el rabillo del ojo.
—No, prefiero ron negrita, si tienes —respondí.
Los primeros momentos —brindis, tragos cortos y miradas alrededor de la sala— fueron un tanto timoratos por parte de los tres. Luego Eva tomó el control y propuso bailar al ritmo de una música que llamó «movidita» y que había puesto en un viejo aparato reproductor de CD. Comenzamos a movernos cada uno a su bola y, tras los primeros tragos, se notaba que nos íbamos soltando poco a poco.
El ritmo del baile fue acelerando tras los primeros instantes. Cuando acabé mi primera copa y empecé con la segunda, la chaqueta, la corbata y hasta los zapatos habían volado hasta una vieja mecedora al lado del televisor. Eva reía a carcajadas viéndome moverme como un «pingüino pirado», según sus propias palabras, al son de la música.
Tenía que reconocer que los apodos de Eva solían ser acertados y de lo más divertido.
Ari, la más apocada de todos, nos miraba a Eva y a mí rebuscar el mejor rock entre los discos de su abuelo, un tipo marchoso y «viejo rockero de los que nunca mueren», según su nieta.
Finalmente, la morena cambió de tercio y pasó de la música marchosa a otra lenta, más bailable en pareja que por separado. Se veía su maniobra para ir entrando en faena. Ari se mostró arisca a la hora de inaugurar el baile lento y Eva, siempre en vanguardia, se abrazó a mí para iniciarlo.
Tanto pegaba su cuerpo al mío mientras girábamos suavemente, que por obligación tenía que estar sintiendo la dureza de mi polla sobre su bajo vientre.
*
EVA
Parecía que el viejo bribón ya no podía estar más cachondo. ¡Como se resegaba contra mí, el muy asqueroso, que decía una cosa con su boquita, pero con su polla la contraria! Si hubiera seguido bailando con él, cabía la posibilidad de que se lanzara a desnudarme enloquecido. O, como mínimo, se habría corrido en los pantalones rozándose conmigo, lo que habría constituido un inconveniente serio.
Porque la cosa esta vez no iba de mí, sino de Ari. Así que tras bailar los primeros temas lentos, me separé del profe y tiré del brazo de mi amiga, que se había sentado sobre el sillón de tres plazas de mis abuelos. En ese momento pasaba uno tras otro los CD de la caja donde criaban polvo haciéndose la despistada y me miró desganada. Le devolví la mirada con un reproche y ella aceptó mi reprimenda en silencio.
Le desabroché tres botones del escote de la camisa del uniforme, antes de entregársela al profesor, que la recibió asiéndola por las caderas y pegando la entrepierna a su vientre. Con los zapatos de ligero tacón de ella, y descalzo como se hallaba él, la diferencia de altura no era tan acusada. Calculé que podrían magrearse de pie a conciencia, antes de pasar al siguiente acto sobre el sofá.
—Así, bien juntitos, como buenos chicos… —les dije con una pizca de picardía.
Una vez unidos y en pleno baile, tiré de las mangas de la chaqueta de punto de mi amiga y en pocos segundos Ari se encontraba en las mismas condiciones que el profe: la camisa al aire y por fuera de la cintura. Por los botones desabrochados del escote se mostraban las copas de un sujetador mini, que podía ser retirado de allí con solo empujarlo hacia arriba.
Por un momento, mi amiga se separó unos centímetros del profesor. Una alarma se activó en mi cerebro. Y, vigilante como me hallaba, les empujé fuertemente para que sus cuerpos se pegaran como lapas. Por un lado, no podía permitir que la erección del profesor se enfriara. Por el otro, necesitaba que Ari comenzara a cocerse en su propia salsa. Sin prisa, pero sin pausa. Si no, no conseguiríamos aquello para lo que estábamos allí.
Pasaron dos canciones antes de que me mosqueara por la ausencia de besos. Una nueva alarma se activó. Y mientras bailaba a su lado abrazada a un cojín, tomé de la melena a Ari y le levanté la cabeza.
—Abre esa boquita de puta, cariño —le susurré a mi amiga al oído.
Ari soltó un ligero quejido por el tirón del pelo, pero acató mi orden sin rechistar.
Cuando el profe comenzó a comerle la boca y ella abrió los labios para dejarse invadir por su lengua, suspiré. La cosa no iba tan mal. Lo que tenía que pasar, tenía que pasar. Y cuanto antes ocurriera, mejor. No teníamos toda la tarde.
Tras los primeros besos, el profesor se vino arriba y comenzó a alzarle la falda por detrás. Le apretaba las dos nalgas con ansia mientras su lengua jugaba con la de mi amiga entrando y saliendo de su boca. Ari le había pasado los brazos por el cuello y ahora ella también le comía la boca a don Carlos.
Una vez más constaté que la cosa iba por buen camino. Ari era más que calentona, si seguía así, se pondría a cien enseguida y en menos de media hora se habría cumplido el objetivo.
El siguiente paso consistía en que se sentaran sobre el sofá. Hacerlo así facilitaría mucho la tarea de mi amiga. Les empujé hacia él con suavidad hasta que se dejaron caer sin oposición.
—Hale, a quererse con comodidad… —les dije con suavidad, aunque ninguno dio síntomas de haberme oído. Más bien seguían con el magreo mutuo y lamiéndose la boca por turnos.
Las piernas de ambos se habían enroscado, al profe le faltaban manos para sobarle a Ari las tetas, el culo, y hasta el coño por encima de las bragas. Aproveché para soltarle la camisa a mi amiga y levantarle el sujetador sin que casi se diera cuenta. En cuanto las tetitas de Ari salieron al aire, el profesor comenzó a sobarlas y a chuparlas con ganas.
Mi amiga jadeaba como si le faltara el aire. ¡Genial!, me dije. Con ese nivel de calentura sería capaz de hacer cualquier cosa que le pidiera, incluso «aquello». No había duda, estaba a punto.
Así que decidí dedicarme al profesor.
Desabroché el cinturón de don Carlos, luego le abrí la bragueta y, tirando de los bóxer hacia abajo, saqué su polla al exterior. Se gastaba un buen pollón el profe para pasar de los cuarenta, tenía que reconocerlo. Y se encontraba duro como una piedra. Con no mucho trabajo por parte de Ari, la faena podría terminar en pocos minutos.
Conseguí manipular a mi amiga, que seguía comiéndole la boca al profe como si no hubiera un mañana, para que con su mano derecha aferrara su instrumento. La guie un par o tres de veces para menear la piel de aquel pollón con su mano y, cuando vi que ya se la meneaba sin mi intervención, la dejé seguir sin ayuda.
Sus ojos abiertos de par en par denotaban la misma expresión de admiración que yo había experimentado poco antes por aquel pedazo de polla. Oscura, larga y gruesa, sin contar las innumerables venas que la recorrían, ofrecía una imagen muy masculina. Aunque ambas la habíamos visto en los lavabos del colegio, la interrupción de sor Inés no nos había permitido observarla con detenimiento.
Por un momento envidié a su esposa, que la gozaría cada noche en la cama.
Cerré los ojos y respiré profundo. Tenía que olvidarme de aquel instrumento magnífico y centrarme en mi papel. Miré el reloj. Nos quedaban como máximo cuarenta minutos. Había que apurar, aunque estaba segura de que nos sobraría tiempo.
En los instantes siguientes, Ari pajeó al profesor con suavidad, mientras este metía y sacaba dos dedos del coño de mi amiga con una facilidad que demostraba lo mojada que estaba la puñetera.
«Está ya está cocinada, la muy guarra. Mucho decir que no, que no, y al final mira cómo se lo pasa la zorrita», me dije. Y comencé a diseñar el siguiente paso.
Conseguí que separaran las bocas y empujé la cabeza de Ari poco a poco sobre la entrepierna del profesor. Don Carlos me miraba alucinado, adivinando lo que iba a ocurrir a continuación. Ari nos miró a ambos por turnos un instante y después abrió la boca para recibir aquel pollón en su interior.
El profe apretó los ojos, bufó por un segundo, y luego comenzó a gruñir como un cerdito. Parecía que el cabronazo estaba disfrutando de la sesión. Otro que se había hecho el pudoroso hasta que había sucumbido. En eso me recordaba a don Juan, el profe de Economía laboral, aunque a aquel nos costó más tiempo llevarle al huerto. Debo decir en su favor, sin embargo, que tratándose de un cura de sesenta tacos, había sido todo un «milagro» conseguir que se bajara los pantalones.
Mientras recordaba experiencias pasadas, observaba como el asunto iba viento en popa. Ari succionaba con deleite el glande de aquel pollón —que conseguía hacer correr hormiguitas por mi estómago—, cuando decidí que ya podía relajarme y correr al lavabo.
Llevaba media hora con ganas de mear, pero me había aguantado para no dejar a solas a los tortolitos. No me fiaba de lo que pudiera ocurrir si lo hacía. Pero mi vejiga estaba a punto de reventar, y la sesión estaba ya encarrilada, así que no temí abandonarles. Al fin y al cabo solo me ausentaría un par de minutos.
Me puse en pie y salí a la carrera.
—Vuelvo enseguida —les dije—. Ari, tú a lo tuyo, ya sabes…
Ari me miró por el rabillo del ojo y siguió mamando con los ojos semicerrados, expresando un deleite que quizá no era tal, pero que daba el pego de maravilla.
*
EVA
Me alivié con una meada que no bajó de los tres minutos. Tras tirar de la cadena, el timbre del móvil me sobresaltó. Busqué el origen de la llamada y comprobé que se trataba de mi madre. Podía haber hecho como siempre, pasar de ella y no responder. Pero la última vez que lo hice me quedé sin móvil durante una semana. No era cuestión de repetir.
—Hola mamá… —dije tras pulsar el icono verde—. ¿Todo bien?
—Sí, mira, es que necesito que me traigas algo del súper de camino a casa. Por cierto, ¿dónde estás?, ¿vas a tardar mucho en venir?
Maldita pesada. A mis veintidós años aún tenía que aguantar sus manías persecutorias. Pero, claro, como vivía bajo su techo y comía de su plato —frase que repetía a menudo—, pues eso… Se hacía urgente buscarme un trabajo —uno decente, quería decir— para disponer de mi propio dinero y largarme de casa lo antes posible.
—Estoy en casa de una amiga, mamá…
—¿De Ari?
—No, mamá, de otra amiga. Tengo muchas amigas, ya te lo he dicho. No conoces a todas…
—Bueno, pues apunta lo que necesito…
Tomé nota mental de la lista de la compra y colgué. Miré el reloj. Joder, mi madre me había entretenido diez minutos. Demasiado tiempo. Aunque me tranquilicé al pensar que todo debía de estar yendo como se había planeado. Con lo avanzada que había dejado la cosa, era imposible que se fuera a torcer.
Salí confiada del baño y me dirigí al salón a paso ligero. Esperaba encontrármelos tirados en el sofá, la polla del profe hecha un guiñapo y Ari limpiándose la lefada del cerdito sobre su cara. Así que crucé la puerta y… ¡allí no había nadie!
¡Joder!, ¿dónde estaban aquellos dos?
Continuará...