El Profe

Abel Santos

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Tras mi último relato (EVA, ESTUDIANTE PROMISCUA), a continuación publico otra de mis historias, que espero que os guste igualmente. Publicaré un capítulo semanal más o menos.

El título es EL PROFE, aunque en la jungla se publicó como LAS CHICAS DE LA FP.

Carlos entra a trabajar de forma temporal en un centro de FP de grado superior, donde debe luchar para evitar las tentaciones que le provocan las estudiantes que le rodean. Mientras tanto, su amigo Nacho, subdirector del centro y gran play-boy en sus tiempo jóvenes, hace de las suyas. Lo que Carlos no sabe es que Nacho guarda un secreto que afecta a Paula, su amada esposa....

Cualquier comentario será bienvenido y respondido si viene al caso. (y)

Espero que la disfrutéis... :tetas2::follar1::lamidaculo1:

Portada FP 5.jpg
 
PRÓLOGO


La historia que voy a contaros tuvo lugar mientras trabajaba en un centro privado de Formación Profesional. Fueron solo unos meses, pero la experiencia no podré olvidarla mientras viva. Imposible es olvidar unos acontecimientos que hicieron tambalearse mi matrimonio, mi vida y mi reputación.

Para quien le resulte desconocido el escenario, le diré que lo bueno de trabajar en un centro de estudios de FP de grado superior es que las jovencitas ya tienen más de dieciocho años. De hecho, bastantes de ellas cuentan los veinte o los sobrepasan.

Lo malo es que, si das clases como yo hacía en un centro privado dirigido por monjas, las chicas aún visten uniforme colegial como si siguieran en la edad del pavo. Y, claro, trabajando entre feromonas femeninas enfundadas en faldas tableadas —que enseñan más muslos de los que tapan— y camisas blancas con corbata —a juego con las medias hasta la rodilla—, no podía evitar mantenerme empalmado casi toda la jornada laboral.

Esto me hacía llegar a casa como un toro bravo. Paula, mi mujer, llevaba una temporada que no se creía que saliéramos a polvo diario —por lo menos— y que a veces la empotrara en el mismo recibidor de la casa, sin dejarla llegar al dormitorio.



*



Aunque un poco tarde, dejadme que me presente. Me llamo Carlos A., y no soy profesor, maestro, ni nada que se le parezca. En realidad soy Ingeniero Industrial. Lo que pasa es que en aquella época una fusión de empresas me había pillado descolocado y acabé en la calle con un talón que, no por ser jugoso, era menos humillante. Después de dedicarle diez años a una multinacional de campanillas, me encontraba en la cola del paro, como tantos otros de mis compañeros.

Por cosas del Karma o por puro azar, resultó que poco después de mi despido me reencontré con Nacho, uno de mis mejores amigos desde la tierna infancia y uno de los mayores puteros que he conocido jamás.

Nacho trabajaba en un centro de estudios religioso como subdirector. De director, en realidad, porque la monjita que presidía el consejo del colegio era un carcamal que solo ejercía de figurante, mientras mi amigo soportaba el peso del día a día del centro. Esto le permitía a Nacho llevar un tren de vida que era de envidiar.

Al conocer mis problemas laborales, Nacho me ofreció un puesto como profesor sustituto. En esas circunstancias, y aunque al principio me resistí, no pude por menos que aceptar la propuesta de mi amigo.

La asignatura que me adjudicó Nacho fue la de matemáticas, y algunas horas sueltas en las de física y dibujo. De esta manera, le ayudaba a ponerle un parche al agujero que le había producido la jubilación anticipada del anterior profesor hasta que encontrara un recambio definitivo.

—Será solo por seis meses, hasta que acabe el curso escolar, te lo prometo —me había asegurado mi amigo—. Para esa fecha ya habré conseguido un nuevo profesor con mayor vocación que la tuya.

—Seis meses y ni un día más —le había advertido yo con una sonrisa.

—Por supuesto, Carlitos, no te preocupes. Tú de momento ponte a la faena y prepara a mis chicas para que al menos aprueben, aunque sean con un cinco pelón, que las muy bobas solo piensan en follar y el que paga el pato ante el ministerio por el bajo rendimiento somos el colegio y yo mismo.

Cuando hablaba de «yo mismo», se refería al bonus que llevaba asociado el éxito o fracaso escolar de sus alumnas —que doblaban en número a los alumnos masculinos—. Y cuando decía que las muy bobas «solo pensaban en follar», me daba por preguntarme cómo sabría él en lo que pensaban las chicas. Y prefería no ahondar en el tema, mejor no estar al tanto de a qué se dedicaba el gran playboy en su tiempo libre, encontrándose entre tanta jovencita.

Total, que allí me hallaba yo aquella mañana de mayo, mientras las chicas —la gran mayoría— y los chicos —apenas media docena— reflexionaban sesudamente sobre las preguntas que les había puesto para el examen mensual.

Miraba a los examinados, sobre todo a las alumnas, desde mi mesa frente a la clase y de vez en cuando me veía obligado a cambiar de postura para evitar que mi paquete se pasara de llamativo. Pocas semanas atrás, mientras el frío apretaba, al menos los leotardos tapaban aquellos muslos imberbes. Ahora que el calor comenzaba a aparecer, los leotardos se habían esfumado, las faldas se habían ido acortando, y era imposible mirar hacia otro lado que no fuera la parte inferior de las mesas donde los muslos asomaban en todas las posiciones imaginables, mostrando bajo las faldas más braguitas de las que hubiera deseado.

Cuando ya pensé que me iba a ser imposible mantener la entereza, el timbre de fin de la clase resonó martilleante, liberándome de la esclavitud de las visiones pecadoras. Un segundo antes me había casi rendido y estaba dispuesto a correr hacia el baño a meneármela desesperado.

Por fortuna el timbre llegó antes.

La mayor culpable de mi desesperación había sido Sonia, una empollona delgaducha que solía sentarse en la primera fila. La chica llevaba todo el examen cruzando y descruzando las piernas y enseñándome lo que había al final de sus finos muslos: un tanga que no llegaba a cubrir la piel y los rizos que se suponía que debería de tapar. Estaba seguro de que la chica había sido puesta allí por sus compañeros para mantener mis ojos ocupados durante el examen y poder copiar a sus anchas.

Un viejo truco sacado de la película Instinto básico.

Y a fe que lo habían conseguido. No me había movido de mi asiento ni un solo segundo, con tal de no perderme aquel libidinoso paisaje. Ese día Paula, mi mujer, iba a llevarse un polvo de campeonato. Si no lo remediaba nadie, en el recibidor de nuestra casa iba a arder Troya, porque a la habitación no creía que pudiéramos llegar con el ardor que me quemaba entre las piernas.


***




EL RESULTADO DEL EXAMEN


Dos días después, tras entregar las notas del examen, se desencadenó el melodrama que habría de hacerme bajar a los mismísimos infiernos.

La mayoría de la gente encaja bien los resultados. A todos nos ha pasado que nos cateen un examen cuando estudiábamos, y lo hemos llevado como hemos podido. Son las reglas del juego y nos ayudan a madurar. Pero aquella chica, Ari, no había dejado de lloriquear desde el momento en que le había comunicado su nota.

Y, lo peor de todo, una vez se hubo vaciado la clase, última del día, Ari y su amiga Eva seguían en la última fila, murmurando entre ellas y mirándome de reojo de cuando en cuando.

Eva había aprobado por los pelos, así que tampoco tenía mucho de qué presumir. Pero la veía esforzarse en consolar a su amiga, sin por lo visto conseguirlo. Cuando dirigían sus miradas hacia mí, cuchicheando, yo me hacía el despistado y miraba hacia otro lado. Ari movía la cabeza negando lo que fuera que Eva le decía y yo empezaba a impacientarme.

Sin saber cómo acabar con aquello, decidí simular que leía un libro de texto a la espera de que ellas se fueran primero. No quería dejarlas a solas por si el asunto que las mantenía allí fuera algo tan grave que, como su profesor que era, me obligara a entrar en escena.

No parecía, sin embargo, que tuvieran intención de marcharse, se diría que pensaran quedarse a dormir allí mismo.

Quince minutos después de finalizar la clase, observé movimiento entre las chicas. Eva se levantaba de su pupitre y se dirigía sin titubeos hacia mí.

Mi mesa se hallaba sobre una plataforma de unos diez centímetros por encima del resto de la clase. Por ello, al plantarse la joven frente a mí, parecía más baja de lo que en realidad era, alrededor del uno setenta.

Eva se situó en una posición erguida, las manos a la espalda, las piernas unidas y los pies en «V». Una postura que se me antojó infantil. Un ligero y continuo movimiento de cadera hacía volar ligeramente su falda hacia uno y otro lado de forma constante. Sus ojos burlones y su media sonrisa se habían quedado fijos en mí. Y se mantenía callada.

—¿Querías algo, Eva? —le dije tras un angustioso minuto de silencio. Ari nos miraba desde su pupitre con ojos enrojecidos. Se había metido las manos unidas entre los muslos y su imagen se asemejaba a la de un cervatillo asustado.

—Si, profesor…

La voz de Eva sonaba melosa y suave. Estaba claro que iba a pedirme algo.

—Ya os he dicho que podéis llamarme Carlos —repliqué amistoso—. No sois niñas de primaria.

—Pues eso, Carlos —se corrigió—. Quiero hablarte de mi amiga Ari.

Se giró hacia ella y la chica del fondo no movió ni un músculo. Parecía haberse quedado congelada.

—Como le digo es por mi amiga Ari —repitió Eva volviendo a hablarme de usted—. Usted la ha suspendido y se encuentra desolada.

—Vaya, ¿y no puede venir ella a hablar por sí misma? —repliqué, esta vez menos amistoso—. Por cierto, Ari se ha llevado un cuatro y medio, pero tú has aprobado por los pelos. Tu cinco coma uno no es para tirar cohetes.

—Sí, pero bueno, al menos yo he aprobado y mis padres no me castigarán, que no es su caso… —carraspeó—. Pero de lo que quiero hablarle no es de eso.

—Ah, ¿no? —me extrañé. No sabía por dónde iban los tiros, así que esperé a que terminara su diatriba.

—No… —Volvió a girarse hacia su amiga haciendo volar su falda de colegiala. Ari abrió mucho los ojos, adiviné que Eva estaba a punto de soltar una bomba—. Lo que yo quiero es explicarle por qué Ari no ha podido hacer un examen mejor.

Me costaba tragar saliva. Aquella escena la había visto yo en más de un video de Internet. Y el final acababa con menos ropa de la que todos llevábamos en ese momento. Cambié de posición para que mi paquete no se mostrara tan evidentemente crecido, aunque no estuve muy seguro de haberlo conseguido.

—Tu… dirás… —fue lo único que conseguí articular.

La chica tomó aire y soltó el mensaje que llevaba preparado.

—Ari no ha podido estudiar más para el examen porque está enamorada de usted. Tanto le ama que no le resulta posible concentrarse.

Soltó y se quedó mirándome tan sonriente como si no hubiera roto un plato en su vida.

—¿¡Qué!? —El aire se solidificó a mi alrededor y se negó a entrar en mis pulmones por unos segundos. Mi corazón se saltó un latido. Aquella frase sonaba a excusa barata, pero era imposible que no te calara muy adentro. Al menos muy adentro de la entrepierna.

—Pues eso, profe… perdón… Carlos… —insistió Eva—. Que Ari está por usted y no hay manera de que se concentre. Por más que estudie, a la hora del examen no consigue recordar lo que ha estudiado.

Estaba claro. Todas las señales iban dirigidas hacia el mismo punto. En cualquier momento me iba a proponer alguna «cochinada» a cambio de las cinco décimas que le faltaban para el aprobado raspón.

Apostaba lo que fuera sin miedo a perder.

Lo que no tenía muy claro era cual debería ser mi respuesta.


Continuará...
 
Pues yo sería muy desconfiado. Revisaría si tienen algún dispositivo que me esté grabando.
 
Me equivoqué de plano.

Eva siguió hablando, pero en ningún momento insinuó que le subiera la nota a su amiga a cambio de algún «favor». Y yo me mosqueaba más a cada segundo que pasaba. «Carlitos —me decía—, tienes que dejar de ver porno».

Tras un tenso nuevo minuto, Eva volvió a hablar.

—Ya, ya sé… —aflautaba la voz para parecer más joven, pero yo sabía que los veintidós no los cumplía, mientras que Ari ya contaba con veinte—. Sé que usted está casado y que, además, si se pasa con alguna alumna le pueden echar del colegio…

Tosí y no dije nada. Tenía la boca tan seca que no era capaz de hablar.

—…Pero si al menos le diera unos achuchones, pues a lo mejor a mi amiga se le pasaba… —continuó Eva—. Ya sabe, alguna caricia, algún besito… Estas cosas nos han sucedido a todas, y al final se nos pasa en cuanto afrontamos la realidad. Justo cuando comprendemos que no es amor lo que sentimos, sino calentura. Así que he pensado que si usted la hiciera caso durante unos minutos, seguro que se le pasaría la tontería. Y el próximo examen lo haría mejor sin la presión del amor. Seguro que usted lo entiende, ¿a que sí?

Hice un esfuerzo supremo y conseguí decir mis primeras palabras en varios minutos.

—Mira, Eva, coge a Ari y salid las dos de clase. Te prometo que me olvidaré del tema y nadie sabrá lo que ha ocurrido hoy aquí.

—¿Está seguro, prof… digo, Carlos? —la sonrisa lobuna de Eva expresaba que había visto mi paquete y que el mensaje de mi entrepierna se contradecía con mis palabras—. Mire que se trata de solo unos besitos… Nada especial…

—Ni hablar… Venga, llama a Ari y marchaos las dos.

Eva hizo una señal a su amiga, que se levantó, colocó los libros contra su pecho, y se acercó hacia la mesa con la mirada baja.

Enseguida las dos jovencitas enfilaban el camino hacia la puerta. No habían llegado a ella, cuando Eva se volvió y susurró una frase que se me clavó en el cerebro.

—Por si cambia de opinión, estaremos un rato en el baño de las chicas… A estas horas ya no queda nadie y la señora de la limpieza no llega hasta las ocho.

Instintivamente miré el reloj. Eran las seis y media. Parecía que los tiempos habían sido estudiados por Eva y su amiga. Aunque Ari no había soltado ni media palabra en todo el tiempo, por lo que no podía estar seguro de si estaba en el ajo, o si se trataba de una broma inventada en exclusiva por Eva.





El comienzo del lío​





En cuanto me quedé a solas, comencé a pensar en las dos chicas. Ambas eran guapas, cada una a su manera. Eva era morena y alta, de pechos generosos y piernas trigueñas y musculadas, como de gimnasio. Era guapa y sus ojos oscuros eran una tentación, pero no llegaba a la belleza serena de Ari.

Esta, rubita y de larga melena, era algo más baja que su amiga y tenía un aire infantil. Sus ojos azul oscuro, casi añil, la piel clara y su expresión tímida la hacían deseable a rabiar por la inocencia que desprendía. Sin contar con que sus muslos, más tiernos y blandos que los de Eva, llamaban a ser el primero en acariciarlos, en besarlos, incluso en morderlos, tal era la inexperiencia que emanaba de ellos. Aunque dudaba mucho de que fuera virgen, ni mucho menos. Apostaba a que la más inocente de las chicas a las que daba clase se habría acostado con tres o cuatro chicos, de ahí para arriba. Y no solo una vez con cada uno. Era lo normal en los tiempos modernos y no tenía nada que objetar.

Estos pensamientos eran peligrosos y no me estaba dando cuenta. Porque me llevaban a dejarme arrastrar por el torbellino de emociones iniciado por Eva. Lo que vulgarmente se llama pillarse un calentón. Poco a poco yo solito me iba hundiendo en el fango, con mis testículos hinchándose sin prisa, pero sin pausa.

Y, como era de esperar, tras darle más de mil vueltas a la propuesta de Eva —en el tiempo record de cinco minutos—, sucumbí a la tentación. Al menos podía echar un vistazo a lo que me habían preparado, eso no atentaba contra ninguna norma, ¿no?

Me puse en pie decidido a darme una vuelta por los lavabos. En principio no sería raro ir por allí. Todo el mundo tiene necesidad de pasarse por los baños de vez en cuando. Bastaría con entrar en los de los chicos y echar una relajante meada, cosa normal tras más de una hora sin moverme de la clase. Después, si las cosas no estaban claras, saldría por la puerta y me iría a casa para descargar la próstata entre las piernas de mi querida Paula.

Ella lo agradecería, como siempre, y hasta era posible que abriéramos una botella de vino para celebrar el polvazo que pensaba echarle por culpa de aquellas dos chicas de la FP.



*​



Llegué a los baños a paso lento y tratando de no hacer ruido. El lugar me era familiar, habida cuenta de que siempre he sido de muelle flojo. La puerta de entrada daba paso a un pequeño hall donde, a la izquierda, se encontraba el aseo de los chicos y, a la derecha, el de las chicas. La puerta de los baños masculinos se hallaba abierta completamente, cosa habitual, mientras que la del femenino se hallaba entornada.

Asomé la cabeza en el baño de los chicos y agucé el oído. Como esperaba, la soledad y el silencio era la tónica reinante en el lugar. La luz diurna de la calle entraba por los ventanales del fondo.

En el baño de las chicas, al menos desde el exterior, tampoco se intuía presencia alguna. Comencé a sospechar que había sido engañado por Eva y que allí no encontraría a la parejita. Aunque, mientras no entrara al interior, no podría estar seguro.

Abrí la puerta y asomé la cabeza, como había hecho unos segundos antes en el baño de los chicos. Soledad y silencio, igualmente. Estaba claro, me habían dado gato por liebre. Era hora de irse a casa.

Me giraba para abandonar el lugar cuando oí los susurros.

—Chhhsss… profesor… —Adiviné que era Eva la que hablaba en susurros—. Estamos aquí…

Me di la vuelta y observé la puerta del cubículo de discapacitados que se hallaba entornada, a falta de una raya de dos centímetros por la que asomaba un ojo y una nariz. También adiviné, más que vi, el cabello oscuro de Eva.

Salí un segundo al pasillo exterior para detectar cualquier presencia. Al ver que no había moros en la costa, entré como una flecha y me colé en el cubículo.



*​



De repente me encontré en medio de una escena que había visto en vídeos para adultos. Yo en mitad del reservado; Eva a mi espalda, afanada en atrancar la puerta con el seguro interior que parecía resistirse; y Ari en un lateral mirándome pudorosa.

La rubita se apoyaba en el lavabo y mantenía los brazos cruzados. Se había anudado la chaqueta de punto en la cadera y parecía una quinceañera con su aspecto juvenil. La mirada ya no era tan baja como antes, pero la timidez de sus ojos seguía siendo notable.

Por fin, Eva terminó de cerrar la puerta y se dirigió hacia Ari, tomándola de los dos brazos desde su espalda.

—Bueno, pues vosotras diréis… —hablé más por no estar callado que por otra cosa.

Por supuesto, fue Eva la que respondió.

—Pues eso, profesor, como le he dicho antes Ari está deseando que usted le preste atención y que le dé mimos, ¿verdad Ari?

La rubita hizo un ligero gesto afirmativo y volvió la cabeza para evitar mis ojos.

—Pero siéntese, profesor —prosiguió la morena obviando mi petición de que me llamara por mi nombre—. Baje la tapa del váter y póngase cómodo sobre ella.

Así lo hice y me senté frente a las chicas. Eva empujó a su amiga hacia mí, quien hizo gesto de leve resistencia, hasta que la situó a la distancia suficiente para que pudiera tocarla si extendía el brazo.

—Como le decía hace un rato… —volvió a hablar la morena—, Ari le ha cogido mucho cariño y necesita saber que usted la aprecia… al menos un poquito. Mire, mire, yo le enseño lo bonita que es mi amiga para que usted se decida.

»Vea este pelo, suave y sedoso —Eva acariciaba la melena de Ari y extendía algún mechón con el supuesto objeto de que yo apreciara su belleza—. Y mire sus ojos… Ufff… y qué labios… ¿Se ha fijado en sus labios, profesor? ¿No se da cuenta cómo le piden a gritos que los bese?

Ari se veía intimidada, pero no osaba interrumpir el discurso de su compañera de clase.

—Mi amiga le desea tanto, que es incapaz de estudiar. Pero si usted la mima un ratito, esté seguro de que en el próximo examen sacará notable. ¿Verdad Ari? Anda, acaricia la cara al profesor, que se dé cuenta de cuanto lo amas.

Notaba cierta guasa, tanto en el rostro como en las palabras de Eva, pero opté por callar.

Con ayuda de la morena, Ari recorrió mi rostro con una de sus manos. Cuando lo hubo hecho, Eva detuvo la palma de la mano de su amiga sobre mis labios para que la besara, cosa que hice levemente mientras observaba el siguiente movimiento de la chica.

Esta, siempre a la espalda de Ari, le desanudó las mangas del jersey y lo dejó sobre el lavabo. Luego le desabrochó los botones de la blusa uno a uno hasta dejarla abierta por completo y tiró de ella para sacarla de debajo de la cinturilla de la falda. El sujetador de la chica cubría unos pechos pequeños, pero firmes, que parecían temblar con cada respiración.

Eva no necesitó quitárselo, bastó un suave tirón para alzarle las copas y los pechos quedaron al aire. Una punzada de deseo me recorrió la espina dorsal. Mi entrepierna palpitaba enloquecida. Las tetas de Ari mostraban unas areolas pequeñas y rosadas, con dos botones centrales hinchados como canicas. Aquello demostraba que Ari, a pesar de su pasividad, se estaba calentando, y este detalle me tranquilizó. Saber que Eva no la estaba forzando a hacer aquello contra su voluntad me reconfortaba.

Tras unos segundos sin que yo hiciera otra cosa que mirar aquellos pequeños pechos, Eva me azuzó.

—Puede tocar si quiere… —me dijo, y luego se dirigió a Ari—. Díselo tú, Arita, que el profesor parece tímido.

La rubia tragó saliva y se atrevió a hablar por primera vez.

—¿No quiere tocarme… profesor?

Eva no desaprovechó la ocasión para quedar por encima.

—No le llames, profesor, llámale Carlos, que si no se enfada… Anda, pídeselo otra vez, a ver si se anima…

Pero Ari no repitió la frase. No hizo falta porque en ese momento desperté de mi letargo. De alguna manera, me decía, al final sí se estaba produciendo la escenita típica de las películas subidas de tono. Y aunque una voz interior me decía que aquello estaba mal, me fue imposible resistirme a actuar como protagonista masculino.

Levanté las dos manos y comencé a sobarle las tetas a la jovencita. Se las amasé unos segundos antes de pellizcarle los pezones.

—Auuuu… —se quejó Ari levemente.

—Uy, perdona, cielo, ha sido sin querer… —me disculpé.

—Venga, Carlos… —respingó Eva—. Déjese de historias… Apriete bien y chupe esos pezones gordezuelos, que lo está deseando. Y Ari se muere por que se los muerda. ¿Verdad, Ari?

Continuará...
 
Aquello fue como un disparo de salida. Aunque me hallaba sentado, mi metro ochenta me ayudaba a alcanzar aquellas tetas con la boca para lamerlas a placer. Unas tetitas suaves como solo la piel de una veinteañera puede serlo. Perdido el pudor, le chupé, lamí, mordí y salivé aquellos pechos impúberes hasta sentirme ahíto. Ari suspiraba con cortos gemidos y Eva, por detrás, la sujetaba para que no retrocediera ni se dejara caer sobre mí por el temblor de las rodillas que hacía que se le doblaran las piernas de tanto en tanto.

Tras unos minutos que se me antojaron excesivamente cortos, Eva volvió a la carga. Me empujó suavemente para que me echara hacia atrás y entonces levantó la falda de Ari para mostrarme su interior.

—Mire, profe, mire que muslitos…

Yo babeaba mirando las piernas suaves de Ari, pero mucho más imaginando lo que habría tras aquellas braguitas de algodón blanco. Eva pareció leerme la mente.

—Anda, Ari, bájate las bragas para que el profesor te vea el coñito. Ya verá, profesor, no ha visto una rajita más bonita en toda su vida.

Ari giró la cabeza y miró a su amiga con poco convencimiento, pero esta le hizo un gesto y se mordió el labio antes de aceptar la orden. A continuación, se bajó las bragas hasta la mitad de los muslos, dejando su vulva a la vista.

Os puedo jurar que aquel coñito es el más hermoso que he visto en mi vida. Cerrado como se hallaba, semejaba una pequeña hendidura en el centro de un melocotón. El vello, ralo y tan rubio que parecía blanco, daba la impresión de no existir, dando al chochito la apariencia de un conejito de muñeca.

—Ábrete la rajita, nena… —ordenó más que sugirió Eva a su amiga—, que el profe vea tu agujerito.

Ari pareció sopesarlo unos segundos y después obedeció de nuevo. Con los dedos de ambas manos, se abrió los labios del chochito y me mostró una piel sonrosada que reclamaba a gritos ser acariciada.

De nuevo Eva se adelantó a mis pensamientos.

—Ande, profesor, toque, no sea tímido. Acaricie a mi amiga el conejito para que se sienta feliz. Lo está deseando la muy putilla.

Me asombré por este apelativo, pero al no notar cambio alguno en la expresión de Ari, lo dejé pasar.

Acerqué mis manos y, separando los labios, acaricié la piel más hermosa del universo: la piel del coño de una veinteañera. Subí los dedos por la hendidura repetidamente y acariciaba el clítoris con movimientos circulares cada vez que llegaba hasta él. Los suspiros de Ari iban en aumento.

—Vamos, profe, no se corte… ese agujerito está pidiendo un dedo… Mire, mire como se va humedeciendo.

Hice caso del consejo de la morena y acerqué uno de mis dedos hacia la entrada del coño de Ari. Antes de hundirlo en su interior, lo lleve a la boca y lo salivé, Luego se lo introduje despacio, con mimo, mientras la rubia abría las piernas para dejarme ángulo.

Estuve saliendo y entrando de ella durante unos segundos. Cuando noté que la humedad era suficiente, acerqué un segundo dedo e intenté meterlo acompañando al primero.

Ari se echó hacia atrás impidiendo la maniobra y la miré extrañado.

—No, profesor, no me meta los dos que me hace daño —dijo y me detuve.

Eva, ante la interrupción de la escena, volvió a tomar el mando.

—Vamos, nena, siéntate sobre el profesor. Deja que te dé unos besitos.

La rubia se subió las bragas y, sin mayor preámbulo, se sentó a horcajadas sobre mis piernas y me arrimó la boca. Lo primero que hice al notar sus labios frente a los míos fue lamerlos con suavidad. Luego intenté abrírselos para introducirle la lengua en aquella boca que notaba que ardía incluso por fuera.

Pero de nuevo Ari se negó. Por más que forzaba la situación para que abriera la boca, ella se empeñaba en no hacerlo, dejándose besar pero con los labios apretados. Pensé que quizá tuviera mal aliento, aunque no era normal en mí, pero no me dio tiempo a darle muchas vueltas.

Por el rabillo del ojo, observé como Eva agarraba por el pelo a Ari y tiraba de él. Con un pequeño quejido, la rubia abrió la boca y aproveché para colarme dentro y saborear el aliento que brotaba de ella.

Durante los siguientes minutos le comí la boca a Ari con todas las ansias del mundo. La babeaba sin pudor y con la lengua le recorría su interior con lujuria. La sujetaba del cuello mientras lo hacía y le acariciaba el pelo con la mano libre. A veces la chica intentaba escabullirse, pero entonces Eva la sujetaba firmemente por la cabeza y no se lo permitía.

Comencé a sospechar que entre aquellas chicas había un juego secreto. Pero mi excitación y el calor que emanaba de la boca de aquella chavala me impedían pensar.

Y seguí a lo mío.

Mientras le babeaba la boca, mis manos abandonaron su cuello y se perdieron por debajo de la falda. Las introduje dentro de las bragas y le amasé el culo con avaricia; un culo pequeño pero apretado como una pelota de goma maciza. Ari se quejaba con pequeños suspiros dentro de mi boca, pero yo hacía oídos sordos y volvía a apretarle con tal de oír sus gemidos.



*​



Me dolía la boca de comerle la suya a Ari, cuando Eva dio un giro de tuerca a la situación. Tomó a la rubia de debajo de los brazos y la alejó de mi unos centímetros.

—Venga… —le dijo a Ari—. Ahora es el momento de… lo otro… Ponte de rodillas.

No tenía ni idea de lo que podía ser «lo otro», pero por la cara que puso Ari no debía de ser nada agradable. Al menos para ella. La rubia negó brevemente a Eva con la cabeza, pero esta insistió.

—Vamos, cariño, no te hagas la remolona… —le dijo—. Si lo estás deseando…

Como Ari no hiciera nada, Eva la empujó a mis pies, antes de agarrarla de las manos y llevarlas a mi cintura.

—Venga, nena, empieza… que no tenemos toda la tarde…

Con expresión de angustia, Ari estiró ambas manos y comenzó a soltar mi cinturón. Tragué saliva dos veces. Por la cabeza se me pasó la fugaz idea de que debía escapar de allí. Una cosa era magrear a la jovencita y otra era permitir que me la chupara. ¿Qué vendría después? ¿Iba Eva a obligar a su amiga a dejarse follar?

Mientras pensaba en esto, Ari ya me había desabrochado el cinturón y bajaba la cremallera de mi bragueta.

—Ahora viene lo mejor, profesor… —susurró Eva con sonrisa perversa—. Ari está como loca por besarle el soldadito. Pero levante el culete, don Carlos, deje que Ari tire del pantalón y los bóxer.

En efecto, Ari ya tiraba de ambas prendas, aunque con una cara de pavor indisimulable. Y ya no tuve la menor sospecha: Ari no estaba haciendo aquello por motu proprio, sino obligada por su amiga.

El móvil que vislumbré en las manos de Eva parecía confirmarlo: la morena nos estaba grabando.

No obstante, antes de que pudiera reaccionar, Ari ya había extraído mi polla del interior de la ropa y la sujetaba con la mano derecha mirándola despavorida. Y yo era incapaz de exigirle a Eva que apagara el teléfono.

—Vamos, querida —le animó Eva—. Mueve ese soldadito arriba y abajo para que se ponga firme…

Y soltó una risotada que resonó en las paredes de los baños.

Ari me pajeó sin ganas durante un par de minutos, tiempo más que suficiente para que mi polla se pusiera a punto de reventar. Creo poder afirmar que no la he tenido tan dura en toda mi vida. Yo la miraba sin pestañear, casi más asustado que ella.

—Hale, guapa… —volvió a ordenar Eva—. Deja de mirarla y toda para adentro…

Y Ari, sumisa, sacó la lengua y recorrió con suavidad el círculo de mi glande, provocando un calambrazo en mis testículos que me puso la carne de gallina. Antes de introducírsela en la boca, sin embargo, escupió sobre ella varias veces. La ensalivó cuanto pudo, extendiendo la saliva por todo el tronco con los dedos y se acercó con la boca abierta dispuesta a tragársela hasta la campanilla.

Y en ese momento se encendieron las luces.

Continuará...
 
—¿¡Quién anda por aquí a estas horas!?

La tarde había ido cayendo y la penumbra reinaba en los lavabos antes de que la voz de la monja resonara en las paredes del lugar y los fluorescentes se encendieran todos a la vez.

Ari dio un respingo y se echó hacia atrás, cayendo de culo sobre el suelo.

—¡Es sor Inés…! —susurró con expresión de pavor girando la cabeza hacia la puerta.

—¡Hostia, claro que es ella, la muy cabrona…! —replicó Eva acongojada.

Me puse en pie de un salto y me arreglé la ropa a toda velocidad. En efecto, yo también había reconocido la voz de sor Inés, la vieja bruja y directora del colegio. Aquella zorra no había estado muy de acuerdo con mi fichaje por parte de Nacho. Si me pillaba encerrado con aquellas chicas, no solo iba a despedirme, sino que me perseguiría por toda la ciudad para hundir mi reputación y que nadie me volviera a dar trabajo.

Miré a Eva con la histeria pintada en los ojos. No me lo podía creer, pero le estaba pidiendo que me ayudara a buscar una salida. Solo podía confiar en sus artes como alumna perversa para escapar de aquel atolladero.

—Joder, ¿qué hago…? —le susurré cogiéndola por los dos brazos.

Eva puso un dedo en sus labios y luego acercó la boca a mi oído.

—Intente escalar por la pared y pásese al cubículo de al lado —susurró—. Pero tenga cuidado de que no esté abierta la puerta, si no la habremos cagado… Yo mientras intento entretenerla.

Ari seguía sentada en el suelo, los ojos enrojecidos por el susto, y no pude por menos que sentir pena por ella. La jovencita —a pesar de sus veinte primaveras— se había metido en aquel fregado sin comerlo ni beberlo. A saber qué juego se traía su amiga Eva para obligarla a mamársela al profesor de Mates. No tenía ni idea de lo que había originado aquel embrollo, pero estaba dispuesto a aclararlo. Aunque el asunto debía esperar, lo primero era salir vivo de allí.

Mientras las chicas se apretujaban detrás de la puerta del cubículo, yo escalaba la pared de madera subiéndome al inodoro y trepando tan ligero como no había sido capaz de hacerlo en mi vida.

—¿Es que no me oís? —escuchaba a la directora de fondo mientras rezaba por lo bajo y me descolgaba hacia el otro lado de la pared—. ¿Quiénes estáis ahí dentro? Ya no son horas de andar por aquí. ¿No estaréis fumando? Sabéis que está totalmente prohibido en todo el recinto del colegio. Como no tengáis una buena excusa os la vais a cargar. ¡Estoy dispuesta a expulsaros!

Me asomé al cubículo contiguo y vi que la puerta no estaba cerrada, sino tan solo entornada. Desde su posición la bruja podría verme, así que necesitaba una buena actuación por parte de Eva para centrar en ella su atención, si no quería acabar de patitas en la calle y con mi esposa pidiéndome el divorcio por acosador. Yo, que en mi vida había osado ponerle los cuernos a Paula, me había dejado llevar al huerto por dos putillas que a saber lo que buscaban de mí.

—Somos Ari y yo, Eva… señora directora —oí hablar a la morena mientras me dejaba caer con un pie sobre la cisterna del váter y cerraba la puerta con el otro lo más despacio que podía—. Es que Ari se ha puesto mala y la estaba ayudando a vomitar.

—¿¡Y por qué no abrís la puerta!? —vociferaba la vieja, ahora dando golpes con la mano abierta.

—Es que… se ha atascado —dijo Eva y supe que en eso no mentía. El ruido del cerrojo atestiguaba que, aunque pretendía abrirlo, no lo conseguía. Le estaba dando los mismos problemas que había tenido para cerrarlo.

—A ver, yo te ayudo —dijo la bruja mientras yo ya cerraba la puerta del todo y me sentaba en el inodoro a la espera de acontecimientos—. Estoy empujando la puerta hacia ti, a ver si se abre…

—Vale, ahora pruebo…

Al sentirme casi a salvo, respiré aliviado. De buena me estaba librando. Pocos minutos después, las tres mujeres abandonaban los baños entre las explicaciones de Eva, que eran imposibles de tragar, y las amenazas de sor Inés. Ari seguía sin abrir la boca, quizá haciéndose la enferma.



*​



Esperé otros diez minutos, acojonado porque la bruja pudiera volver y, cuando di por concluido el peligro, escapé de los baños con todo el sigilo del mundo.

Después, a la carrera, recogí mis bártulos de la clase y me dirigí hacia la salida del colegio. Saludé a sor Juanita, la única que se encontraba en la portería a aquella hora, y me apresuré hacia el parking.

Según me acercaba a mi coche, descubrí de repente a una Eva relajada y sonriente. Fumaba tranquila sentada en un banco y parecía estar esperándome.

—Hola, profesor, ¿todo bien? —me soltó con sorna.

—Casi todo … —dije serio—. Pero esto que me habéis hecho es una canallada y no puede volver a repetirse.

—Ah, ¿sí? —dijo sin abandonar la ironía—. ¿Alguien le ha puesto una pistola en la cabeza, don Carlos?

Me estaba mirando el paquete al decir esto y me ruboricé. Quizá la historia se había terminado, pero era evidente que mi calentón se mantenía, y mi entrepierna era incapaz de mentir. Mi querida Paula no sabía lo bien que le iba a sentar aquella calentura cuando la pillara minutos más tarde.

—No sé qué juego os traéis, pero que sepas que no me vais a volver a engatusar.

Eva le dio una profunda calada al cigarro y formó unos aros con el humo antes de responder.

—Pues no estoy yo tan segura… —replicó sonriente—. Porque a Ari le queda mucho amor que darle…

Y lanzó una carcajada.

No entendía las bromas de Eva, pero sí veía claro que se estaba cachondeando de mí… Y tal vez también de Ari. Era mejor plegar velas y salir de allí cuanto antes. Al día siguiente lo vería todo más claro y sabría cómo afrontar la situación.

Guardé silencio ante su comentario y eché a andar hacia mi coche. Apenas había dado tres pasos, cuando divisé a Ari con un chico de su edad. El muchacho estaba sentado en el capó de un coche y la joven, metida entre sus piernas, le comía la boca como si quisiera tragársela mientras él le sobaba el culo por debajo de la falda, justo lo que yo había hecho unos minutos antes.

Me volví hacia Eva con expresión alucinada.

—¿Quién es ese?

—¿Quién, ese…? —repuso volviendo a expulsar una bocanada de humo—. Pues es un tal Chovi, el novio de Ari. ¿Por qué?

Intenté reprimir mi estupor, aunque probablemente no lo conseguí.

—Ah, ¿pero Ari tiene novio?

—Bueno, novio, novio… —respondió la morena—. En realidad es el tercer chico de este mes, tampoco es que se vaya a casar con él…

Tragué saliva, sin saber qué responder.

—Pero tranquilo, don Carlos… —soltó otra de sus risitas—. Que a quien Ari ama de verdad es a usted. Ya lo verá…

Y, sin decir nada más, se levantó y salió a buen paso en dirección contraria a donde la parejita se relamían los labios y resegaban sus entrepiernas con tanta ansia que estaba seguro de que no andaban muy lejos de correrse a dúo.





Las cosas de Nacho​



Dos días después, a la hora del recreo, me encontraba desayunando con Nacho en la cafetería frente al centro de estudios. Mi amigo se mantenía en plena forma, duro de gimnasio, y se permitía unos desayunos pantagruélicos, mientras yo apenas me tomaba un café con sacarina y leche desnatada.

Aquella mañana repasábamos las semanas que llevaba en el colegio. Él me preguntaba si me sentía a gusto, tras mis primeros momentos de dudas. Yo le sonreía y le confirmaba que así era, cosa en la que no mentía. Los comienzos habían sido un tanto titubeantes, pero a medida que pasaban los días me iba sintiendo más seguro como profesor y hasta empezaba a cogerle el gusto.

Cuando casi acabábamos con los restos del café, una jovencita se plantó en la puerta de la cafetería y, tras echar un vistazo a todos lados, fijó la mirada en nuestra mesa.

Se trataba de Ari, que se había quedado parada tras entrar en el bar y al localizarme me miraba con sonrisa pícara. Tuve que reconocer que estaba incluso más bella que dos días atrás, durante nuestra aventura en los baños. La acompañaba una de sus amigas a la que no reconocí, pero esta se despidió de ella y se fue hacia uno de los extremos de la barra.

No había visto a Ari desde la tarde fatídica, y la observaba tan embobado que no pude evitar que nuestras miradas se encontraran. Tragué saliva y traté de disimular. Por el rabillo del ojo la seguía observando, sin embargo. Ella no retiraba su mirada. Muy al contrario, la mantenía fijamente en mí. Nacho estaba justo a mi derecha y no se había percatado del duelo visual. Esperaba que la chica no hiciera ninguna locura. Un numerito de colegiala encaprichada sería mi ruina.

¡Joder, aunque fuera mayor de edad, Ari era casi una niña! ¡Y yo estaba casado y le doblaba los años! Podía perder muchas cosas a la vez: el trabajo, la amistad de Nacho y mi matrimonio. Sin contar con mi reputación.

«Ostras, Ari —le decía con los ojos, al borde del infarto—, vete con tus amigas y deja de jugar.»

Giré la cabeza hacia Nacho, que había alzado los ojos y parecía haber detectado a la joven. Tardé solo un segundo en volver la vista, pero al mirar de nuevo hacia la puerta Ari ya no estaba allí. La busqué por el local angustiado, hasta que la descubrí a unos cinco metros de nuestra posición. Había sorteado algunas mesas y venía directamente hacia mí. Sonreía con sus pícaros ojos y parecía tener prisa por llegar.

Deseé que la tierra me tragara. Miré hacia todos lados, pero no vi una vía de escape. Haría más ruido si intentaba huir que si me arrugaba y capeaba el temporal con alguna excusa en el caso de que Ari hiciera alguna locura. La chica ya estaba a menos de tres metros… menos de dos… a solo un metro…

Cerré los ojos, la tensión era insoportable.

Cuando imaginaba que me diría algo, Ari me bordeó y, lanzándose hacia Nacho, comenzó a abrazarle y a besuquearle como si entre ellos existiera una gran confianza.

«¡No me jodas! —pensé indignado—. ¡No me fastidies que el cabrón de Nacho se ha tirado a la chiquilla!»

—¡Papá! Qué alegría verte… —dijo Ari tras soltar su abrazo, sentándose en las rodillas de mi amigo.

Mis ojos no hubieran podido abrirse más. ¿Había dicho «papá»?

—Uy, Ari, qué miedo me das… —repuso Nacho con sonrisa de pillo—. A ver qué me quieres sacar ahora…

—¿Quién, yo…? —dijo la chica fingiendo enojo—. Con lo que yo te quiero y lo mal que me lo pagas…

—Jajaja… —reía Nacho, orgulloso, mientras la chica le besaba en la cara con aquellos labios que había saboreado yo en los lavabos pocos días antes y la lengua que me había recorrido el capullo para ensalivarlo.

Joder, me dije, pues era verdad, ¡Nacho era el padre de Ari! ¿Cómo no la había reconocido? Si en realidad conocía a aquella nena desde que no levantaba un palmo del suelo.

—Espera, deja de besuquearme… que te presento a mi amigo Carlos… —dijo Nacho.

—Bah, papá… pero qué me vas a presentar… —replicó ella—, si es mi profe de mates, el que no me quiere subir medio punto la nota… Yo que tú le hacía pagar el desayuno.

—Ah, ¿sí? —me miró mi amigo con asombro—. ¿Pero también das clase a los mayores?

—Por dios, Nacho, no me escuchas… —le amonesté—. Te dije que sor Inés me había encasquetado unas suplencias con los mayores por la baja de Lucía, ¿no lo recuerdas?

—Ah, pues ni idea… —rió mi amigo—. Pero si tú lo dices…

Ari me miraba con expresión de guasa, se lo debía de estar pasando en grande.

—Pero… —dije yo tragando saliva. Aún no había digerido que aquella chica a la que había medio follado con un dedo pudiera ser la hija de mi amigo—. ¿Tanto tiempo ha pasado? Pero si la última vez que vi a tu niña… tan solo gateaba o poco más.

—Pues aquí la tienes… —replicó orgulloso—. Esta es la misma pequeñaja con coletas que se te subía encima y no te dejaba ver el fútbol. ¡Fíjate lo mayor que está ahora! ¿Cuántos has cumplido, Ari? ¿Diecinueve o Veinte?

—Pero, papá —se enojó la chica—. ¿No me digas que no recuerdas mi edad?

—Bueno, qué más da… —se disculpó Nacho—. Toma los cincuenta euros que venías a sacarme y déjanos a Carlos y a mí tranquilos. Anda, corre con tus amigas, que me tienes tan embobado que me sacas lo que quieres, jodía

La chica cogió el billete al vuelo y salió a la carrera. Antes de desaparecer de nuestra vista, me guiñó un ojo sin que su padre lo notara.

Yo me había quedado pensativo. El recuerdo del que había hablado Nacho retornaba a mi memoria y yo quería morirme. Había sobado y morreado a aquella muchacha con la avaricia que provoca la lujuria. Y le había acariciado el coño por fuera y por dentro. Una jovencita a la que no había visto desde hacía años, pero que había conocido en otro tiempo, cuando Paula y yo estábamos muy unidos a Nacho y su mujer. La bilis me subía y me bajaba del estómago a la garganta y viceversa.

—Bueno, tío —cortó Nacho mis pensamientos—, ¿de que estábamos hablando? Ah, sí, de la comida que tenemos que hacer en mi casa para celebrar nuestro reencuentro después de tanto tiempo. Creo que la estamos postergando demasiado.



Continuará...
 
A última hora de la mañana me tocaba clase en el aula de Eva y Ari. Estuve acojonado hasta que el timbre señaló el final. Tuve suerte, sin embargo, ninguna de las dos tuvo una salida de tono, ni de palabra ni de obra, y el tiempo transcurrió sin percances.

No obstante, cuando dejaba el colegio para ir a comer, Eva me tomó el paso en la explanada del parking y me sorprendió una vez más.

—Oiga, profe, ¿qué tal el viernes por la tarde?

—¿Qué…? —no tenía ni idea de a qué se refería. O, mejor dicho, prefería no tenerla.

—Pues ya sabe… —replicó chistosa—. Para terminar la faena con Ari. La chica tiene aún mucho amor que darle y con la interrupción de la bruja se quedó a medias la pobre.

Tosí atragantado. No sabía qué responder. Había supuesto que la broma se habría evaporado como una tormenta de verano, pero al parecer no era así.

—Mira, Eva —conseguí decir—. Esto se ha terminado. Ni tiene ningún sentido, ni me apetece seguir con el juego. Así que olvídalo y dejadme en paz.

Eva, mirando sin pudor a mi entrepierna, decidió burlarse una vez más de mi erección incipiente.

—Vaya, pues parece que su soldadito opina lo contrario.

Me ruboricé sin poder evitarlo. La jovencita siempre iba por delante, por lo visto. ¡Una puñetera cría de veintidós años!

—Te voy a decir algo —tomé aire—. El padre de Ari es mi jefe. Si se entera de lo que ha pasado, no solo me despedirá, sino que me matará. Sin contar con lo que me hará mi mujer… y con razón.

Hablaba totalmente en serio. Estaba acojonado. Pero Eva no se rendía fácilmente.

—¿Y quién se lo va a decir? —me retó con la mirada—. ¿Usted?

—Eva…

—Espere… —me cortó—. Antes de tomar una decisión, piense en las tetitas de Ari. Tan pequeñas, tan suaves, tan blancas… con esos pezoncitos sonrosados. Y la nena loca por que usted se las sobe y se las muerda…

Hizo un gesto de león mostrándome los dientes y mi entrepierna dio un salto bajo los pantalones.

Soltó una carcajada al ver que me estremecía y luego prosiguió.

—Y esos muslos… —dijo insinuante y mi erección ya era indisimulable, hasta el punto de que tuve que taparla con la cartera para evitar que la notara todo el que pasaba—. ¿No me diga que no ha soñado con los muslos de Ari y con ese chochito tan cerradito al final de ellos después de lo de la otra tarde? Venga, profesor, déjese de monsergas y láncese a la piscina. Carpe diem, profe, que una oportunidad como esta no la va a tener a menudo. Usted la disfruta, Ari se libera de su capricho, y después como si no hubiera pasado nada.

Me mordí la lengua. No podía aceptar, pero la golfilla me había puesto tan cachondo que apenas podía respirar. Así que solo solté un gruñido y, aunque no dije que sí, tampoco que no, al menos con palabras.

Y Eva lo tomó como una afirmación.

—Pues nada, el viernes nos vemos a la salida de las clases de la tarde —soltó alegre—. Iremos a casa de mis abuelos, que están de viaje por Australia. En su barrio pasaremos desapercibidos. Es una zona de chalets muy discreta y tranquila. Ya verá que bien lo pasamos, profe, no se arrepentirá.



*​



Cuando llegué a casa por la tarde, Paula me esperaba con un picardías nuevo que acababa de estrenar. Sin embargo, con todo el lío que me traía a cuenta de la golfilla de Eva, tuve que rechazar su ofrecimiento.

Mi mujer, que se había acostumbrado a mis sesiones de sexo de media tarde, notó que algo ocurría. Y, por supuesto, preguntó.

—¿Qué te pasa? —preguntó tras abrirme una cerveza sobre la mesita del salón—. No me dirás que tienes problemas en el colegio. Si te despiden de nuevo vamos a seguir tirando de los ahorros, y ya no nos queda tanto. No me gustaría volver a lo que nos pasó hace años.

No podía decirle que tenía problemas de acoso sexual por parte de una alumna perversa, por lo que tuve que mentir.

—Oh, no, todo va bien… —me disculpé y le di un trago a la botella—. Lo que pasa es que estoy cansado. Verás como se me pasa y otro día te hago un estreno de ese picardías por todo lo alto.

Paula siempre se mostraba comprensiva conmigo, y esta vez no lo fue menos.

—Bueno, tampoco pasa nada, lo podemos estrenar cuando quieras. Total, se trata solo de quitármelo…

Reímos la broma y, tras un trago de la botella, comencé a relajarme.

Era el momento de comentarle lo de la invitación de Nacho para comer en su casa. Sabía que la idea no iba a hacerle gracia. Por alguna razón que desconocía, Eva y Nacho no se llevaban excesivamente bien. Pero Nacho, además de mi amigo, ahora era mi jefe y había que corresponder a su invitación. La vieja historia de quedar bien con tus superiores y esas cosas.

—Tengo algo que decirte, es una noticia excelente.

Paula me miró con aire de mosqueo. Me conocía demasiado bien como para venderle una moto. No debía haber empezado con una frase tan entusiasta, se me había notado demasiado que intentaba colarle una trola.

—¿Te han subido el sueldo? —bromeó ella sin muchas ganas.

—Uy, ya quisiera… —reí para hacer tiempo—. Pero como profesor no creo que me vayan a subir el sueldo muy a menudo.

—¿Entonces?

—Pues, verás… —tomé aire y solté la «buena nueva»—. ¡Nacho nos ha preparado una comida en su casa para celebrar nuestro reencuentro!

—¿¡Qué!? —sus ojos se agrandaron como espantados.

—Pues eso, que quiere que nos juntemos de nuevo las dos parejas. Dice que no entiende cómo pudimos separarnos con lo unidos que estábamos en otro tiempo.

—No me jodas… —dijo Paula con expresión de desagrado.

—Tiene razón, yo tampoco lo entiendo —repliqué—. Y mira si el tío es majo, que está preparando la piscina del chalet para que pasemos el día todos juntos. Y así aprovechamos el veranillo adelantado que estamos teniendo. Primero nos bañamos, luego comemos y, tras la sobremesa, nos tomamos unas copas.

Paula se puso de pie. Se cruzó de brazos y comenzó a dar paseos alrededor del salón. Se la veía mosqueada.

La miraba ir y venir con el picardías transparente que apenas le cubría la mitad del cuerpo y mi instinto depredador comenzaba a resucitar. Aquellos muslos y aquellas tetas no parecían los de una mujer de cuarenta años. Ninguna de sus nuevas amigas la echaban más de treinta y cinco y ella no las contradecía, a sabiendas de que estaba todavía más que aprovechable, muy lejos del estándar de las mujeres de su edad.

—No quiero ir… —fueron sus palabras tras varios minutos de silencio—. Búscate una excusa creíble y líbrate del compromiso, te lo ruego.

—Pero, por dios, Paula… —me quejé—. Puedo buscar una excusa para un día, quizá para dos… pero no puedo buscar excusas para todos los días del año…

Paula dio una patadita al suelo, enfadada.

—Ya sabía yo que no debías aceptar la oferta de trabajo de ese tío… Me imaginaba que acabaría así.

—¿Pero por qué dices «ese tío»? ¿Qué bicho te ha picado? —Ahora era yo el que empezaba a mosquearse—. ¿Pero qué te ha hecho? Además, ahora que lo pienso, si nos distanciamos de él y de Laura fue por ti. Hasta hoy no me había dado cuenta, pero ahora lo veo claro.

Me miró fijamente. Luego saltó como una gata enjaulada.

—Sí, fui yo la que te fue alejando de Nacho. Primero animándote a que aceptaras el trabajo en el sur. Y luego cambiando nuestros números de teléfono para que no nos encontraran.

—¿Qué…?

—Lo que oyes… —confirmó ante mi estupor—. ¿Y sabes por qué?

—Joder, ni idea…

—Tu amigo Nacho es un putero asqueroso, eso lo sabes, ¿no?

—Pues claro, ¿y…?

—A ver, hijo, que parece que estás ciego… —suspiró antes de soltar la bomba—. Pues que sepas que el muy cabrón siempre me ha mirado con mirada sucia.

—¿Mi… mirada… sucia? —No podía creer lo que oía—. ¿Qué quieres decir con mirada sucia?

—Joder, está claro, ¿no…? —se impacientaba—. El muy cerdo se pasaba todo el tiempo tirándome indirectas, que si yo era demasiado guapa para ti, que si él me podría hacer su reina. Vamos… que no te enteras… que se moría por follarme, so bobo…

La boca se me había resecado.

—No me lo puedo creer…

—Pues créetelo… —respiró agitada—. Y tú no te dabas ni cuenta cuando me tocaba el culo cada vez que pasaba a mi lado.

Le eché un trago a la botella de cerveza para deshacer la bola que se me había formado en la garganta.

—¿No… serían imaginaciones tuyas…? —le dije en cuanto pude hablar—. No sé… a lo mejor lo malinterpretaste.

Me echó una mirada furibunda.

—Ah, ¿sí? ¿Eso es lo que crees? —dijo con el tono subido—. ¿Quieres que te cuente lo que pasó la última noche que nos vimos? Estuvimos en aquella disco de moda del centro, ¿recuerdas?

—Sí, claro que recuerdo… —repuse pensativo—. Ahora que lo dices, fue días después de esa noche cuando empezaste a insistir que aceptara el trabajo en Málaga.

—Eso es… ¿Y sabes por qué fue? ¿Quieres que te lo cuente?

Me estaba empezando a acojonar, incluso más que con Eva y Ari.

Y solo pude confirmar con un movimiento de cabeza.

Continuará...
 
La miré con el estupor pintado en la cara y Paula se arrancó con la historia.

—Pues resultó que a eso de la una de la mañana, cuando yo estaba loca por irme a casa, se me ocurrió ir al baño porque me meaba viva. Pero parecía que en aquella discoteca era hora punta, porque el baño de las chicas tenía una cola que casi llegaba a la pista de baile.

Tragué saliva. Y empecé a visualizar el relato de Paula. La imagen de la disco se mostró clara en mi mente a pesar del paso de los años.

—Desesperada como estaba, Nacho se me acercó y me ofreció una solución: Como el baño de los chicos apenas estaba ocupado, me reservaría un cubículo y me ayudaría a pasar dentro sin que ningún tío me molestara. Además, él vigilaría en la puerta mientras terminaba.

»Sospeché algo, pero no estaba para discusiones, así que acepté. ¡Joder, Carlos, era tu amigo, cómo iba a dudar de él! Hicimos como había planeado y, tras sentarme en la taza, me sentí aliviada. Antes de terminar, sin embargo, noté ruidos en la cerradura. Me tapé como pude, estaba con las bragas a media pierna, pero con la falda me cubrí los muslos.

—Hostia, Paula, ¿estás hablando en serio? —la interrumpí.

—Totalmente en serio —respondió—. ¿Quieres saber lo que pasó o lo dejo?

—Sí… sigue… —repuse sin muchas ganas. Hubiera preferido no saber, pero no podía quedarme a medias, la duda se me clavaría como una espina y sería mucho peor.

Y Paula continuó con su historia

—Cuando entró no noté nada, pero enseguida me di cuenta de que llevaba la polla en la mano.

—¿¡Qué!?

—Pues eso, el muy cerdo se la había sacado por la bragueta. Pasmada por la sorpresa, solo pude echarme hacia atrás. Pero él se me lanzó encima y me la arrimó a los labios, al tiempo que me rogaba que me la metiera en la boca. Se le notaba fuera de sí de puro cachondo. Yo me asusté con sus malos modos, así que intenté levantarme para salir de allí.

Al ponerme en pie, sin embargo, se lo dejé a huevo. Primero comenzó a morrearme y luego me metió la mano bajo la falda. Antes de poder quejarme, ya me había metido dos dedos en el coño. En eso sí que es bueno tu amiguito, por lo visto, sabe encontrar el agujero en un segundo hasta con los ojos cerrados.

—¿Seguro que no estaba… borracho? —conseguí decir atragantado como me hallaba.

—Pues qué sé yo… Achispado sí que estaba, como todos… Pero lo que estaba era que se subía por las paredes de lo caliente que se había puesto. Ya te he dicho que me tenía muchas ganas, y no se cortaba un pelo en decírmelo en cuanto tú no estabas cerca. Sabía el muy cerdo que yo no te iría con el cuento por el pudor y la vergüenza que sentía.

Me estaba cagando en todos los muertos de Nacho por lo bajo, pero no sabía qué decir. Cualquier exabrupto se quedaría corto. Al final dije la primera bobada que se me ocurrió.

—Y… cuando empezó a tocarte bajo la falda… ¿No pudiste pararle con las manos?

—Imposible, te lo juro, me faltaban manos para tapar todos los frentes. Así que lo único que hice fue empujarle lo más que pude. Por suerte, cuando peor estaba la cosa, la voz de Laura me salvó.

—¿Laura? ¿Cómo?

—Pues sí, Laura debía de haberme visto entrar en el lavabo de los tíos y, al ver que tardaba, metió la cabeza para llamarme y preguntar si me iba bien. Nacho se llevó un buen susto y me dejó libre. Yo me subí las bragas como pude y salí del cubículo a la carrera.

—Joder… —dije atragantado y volví a beber de la botella.

Paula suspiró y soltó la moraleja.

—Pues eso… ya sabes ahora por qué me cae mal tu amiguito Nacho.

Trataba de razonar lo que había oído, y encontrar respuestas en la medida de lo posible. Parecía imposible, pero tenía que intentar no enervarme. Si me dejaba llevar por la mala leche, solo podría provocar más problemas.

—¿Pero, y tú…? —dije tras reflexionar—. ¿Por qué no me dijiste nada?

Tomó mi botella de cerveza y le dio un largo trago. Luego respondió.

—No quise armar más bulla. Ya te lo he dicho, bastante vergüenza tenía yo encima. Y, además, tendría que luchar contra vuestra incredulidad, la tuya y la de Laura… A saber lo que hubierais pensado los dos. Es lo que está ocurriendo ahora, que no te lo puedes creer.

—Será cabrón el muy…

—Así que opté por la solución más fácil: convencerte para largarnos de esta ciudad. Maldita la hora en la que hemos vuelto.

Tras unos minutos de intentar calmarnos, no llegamos a ninguna conclusión sobre qué hacer con la celebración en casa de Nacho.

—No sé… —dije yo al cabo—. ¿Te parece si lo dejamos por hoy y lo hablamos con calma más adelante? Yo le iré dando largas hasta que no se pueda más y lo vamos pensando mientras, ¿te parece?

Paula estuvo de acuerdo y dejamos el asunto aparcado para mejor ocasión.

En cuanto a lo que hacer con Nacho, decidí que tenía que darle alguna vuelta al asunto antes de decidirme a hacer algo. De ninguna de las maneras aquella afrenta podía quedar impune. Pero la venganza tendría que esperar, la dejaría enfriar como dice el proverbio y luego golpearía con todas mis fuerzas. Eso sí, dejaría a Paula al margen, bastante tenía la pobre con soportar la vergüenza de lo que le había pasado con el tipejo para hacerla revivir todo de nuevo.

El muy hijo de su madre se iba a enterar de quién era yo.

¡Vaya si se enteraría!



La casa de los abuelos​



La tarde del viernes me encontraba tan nervioso que apenas di pie con bola. Al acabar la última clase, bajaba aterrado las escaleras del colegio que daban al parking. Miraba hacia la explanada con miedo a encontrarme con Eva o Ari. La morena había dicho que me buscaría a la salida y tenía la sensación de que cumpliría su palabra.

Por si eso ocurría, me había hecho el firme propósito de negarme a seguirle el rollo, por mucho que insistiera. Era solo una cría un par de años mayor que Ari, ¿por qué iba a dejarme manipular por ella?

De todas formas, por si al final la chica era capaz de enredarme, le había soltado a Paula un rollo como excusa. En mi trola había incluido una reunión con los padres de un alumno, una mesa de profesores para las notas de los trimestrales y alguna cosilla más.

Caminé con cautela y, al no ver a ninguna jovencita esperándome en el parking, suspiré aliviado y me relajé. El bicho de Eva debía de haber renunciado a seguir con sus jueguecitos. Eso, o quizá Ari se había negado a seguirle la corriente a la pirada de su amiga.

Era una suerte, bufé feliz, podría irme a casa y jugar con Paula, que llevaba tiempo pidiéndome estrenar el picardías y aún no había sido capaz de complacerla.

Dejé la cartera en el asiento trasero del Volvo y arranqué el motor. Tras mover la palanca del cambio automático hacia adelante, el coche se desplazó suavemente por el descampado que daba salida a la avenida principal. Cuando llegaba casi al cruce, bajé la vista para conectar la radio. Enseguida comenzaría la final de baloncesto de la Eurocopa y podría escuchar el partido camino a casa.

Solo me despisté un segundo, pero apenas moví los ojos escuché un golpe en la chapa que me hizo levantar la cabeza después de pisar el freno a fondo.

—¡Joder, profe, que casi me atropella! —soltó Eva airada acercándose a la ventanilla tras golpear con sus manos el capó—. ¿Es que no me ve?

Carraspeé espantado. Había faltado un milímetro para llevarme por delante a la chica, aunque a aquella velocidad no habría sido para tanto, pensé como auto excusa.

Bajé la ventanilla y le pregunté mosqueado.

—¿Y tú qué haces aquí en medio, si se puede saber? —dije, aunque conocía de sobra la respuesta. Mis piernas comenzaban a temblar.

—Joder, profe, habíamos quedado para ir a casa de mis abuelos… ¿Se acuerda o le hago un mapa? —dijo bajando el tono—. ¿Y no pensará que le vamos a esperar a la puerta del colegio para que las monjas nos vean entrar en su coche?

La chica había hablado en plural, y me temí lo peor. Giré la cabeza hacia la derecha y allí, en efecto, se encontraba Ari plantada con los libros sobre el pecho. Su expresión era serena, menos asustada que el día de los baños. Mascaba un chicle y hacía globitos con él estirando los labios como en un beso.

Enseguida pasé a la acción. Eva tenía razón, no podía dejarme ver con las dos chicas subiéndose a mi coche. Abrí las puertas y las urgí a subir. Ya discutiría con ellas en un lugar que estuviera menos a la vista de todo el mundo.

—Yo le guío, profe… —tomó el mando Eva en cuanto el Volvo enfiló la calle principal—. Gire a la derecha en aquel semáforo.

Miré por el retrovisor. Ari mascaba su chicle con aire indiferente. Eva, en el asiento del copiloto, no paraba de darme indicaciones, que yo seguía por inercia. No era momento de disputas, sino de salir de allí lo antes posible.

Mientras avanzábamos entre los coches, vigilaba a Ari por el rabillo del ojo. Darme cuenta de que aquella muchacha podría estar desnuda ante mí en los próximos minutos empezaba a surtir efecto entre mis piernas. Mi erección no había dejado de crecer desde que habíamos perdido de vista el colegio.

Y no podía dejar de sentirme culpable. Aquella criatura había jugado sobre mis rodillas no hacía tanto. Aunque había que decir que a sus veinte ya no se parecía a la niña que conocí, precisamente.

—¿Tú estás de acuerdo con esto? —le pregunté mirándola a los ojos a través del espejo.

Ari se encogió de hombros como si no fuera con ella.

—¿Qué pasaría si se enterara tu padre? Ya sabes que somos amigos…

—Venga, profe, no sea muermo —interrumpió Eva—. ¿Por qué se va a enterar su padre? ¿Se lo va a decir usted?

Las excusas de Eva no evolucionaban, se repetía de forma constante. Todo lo que sabía decir era que nadie se iba a enterar. Pero ¿y si no era así? ¿Quién las iba a pasar canutas, ellas o yo? Ignoré a la morena y volví a la carga con Ari.

—¿No dices nada? ¿Te da igual? ¿Le quieres poner los cuernos a tu novio?

Ari volvió la cabeza y miró por la ventanilla hacia ninguna parte. No respondió, parecía que pasaba de todo. O que estaba totalmente manipulada por su amiga.

—Joder, profe, que Ari no tiene novio… —soltó Eva en su lugar.

—¿Cómo que no? —protesté —. Si lo vi el otro día con mis propios ojos…

—Ah, se refiere a Chovi —replicó Eva—. Ni caso, profe, Chovi y Ari han roto ayer. Ari prefiere centrarse en su amor por usted. Al menos hasta que haya podido superarlo y concentrarse en los estudios. ¿No querrá usted privar a la chica de sacar un notable en el examen de recuperación, no?

Yo me rebelaba ante el silencio de la hija de Nacho e insistía.

—Joder, Ari, ¿se te ha comido la lengua el gato? ¿Por qué callas y aceptas todo lo que dice Eva?

Pero no hubo forma de sacarla de su silencio.



*​



Tras cuarto de hora de seguir las indicaciones de Eva, entramos en una zona de chalets antiguos, rodeados de muros rebosantes de vegetación que los aislaban del exterior. Las calles se hallaban en completa calma. Había pocos coches y menos transeúntes. Tuve que aceptar que Eva había elegido el sitio adecuado para mantener el secreto de lo que íbamos a hacer allí.



Continuará...
 
Hola, buenas noches

La venganza promete, pero suele traer consecuencias... veremos.

Saludos y gracias por el trabajo bien hecho.

Hotam
 
Al llegar a una zona de arbolado, Eva me pidió que me detuviera.

—Mire, profe, aparque en esa calle que cruza y luego venga andando hasta el chalet de la puerta amarilla. Es la de mis abuelos. Ari y yo vamos por delante para que no nos vean juntos.

Suspiré enfadado. Durante el trayecto había ido reflexionando sobre lo que haría. Y había decidido finalmente que no iba a dejarme manipular por dos jovencitas como si fuera un adolescente salido.

—Ni de coña —repuse—. Fin del trayecto. Aquí os dejo a las dos y yo me voy para mi casa.

Eva puso expresión de guasa. Me hubiera parecido mejor que hubiera sido una expresión de enfado, pero al parecer la chica prefería moverse en la ironía que en la disputa.

—Venga, profe, no me vacile… —dijo burlona.

—No te estoy vacilando, que sepas que no pienso entrar en la casa de tus abuelos…

La golfilla no se arredró con mis palabras, sino que acrecentó la chanza. Para ello le bastó con señalar a mi entrepierna y repetir con sorna:

—Pues a mí me parece que su soldadito sigue opinando lo contrario, como siempre.

Una vez más había utilizado la excusa que yo le ponía a huevo. Me enfurecí conmigo mismo por dejárselo tan fácil.

Y es que mi erección había superado los límites de la decencia. Eva no necesitaba esforzarse mucho para convencerme. Solo con mirar hacia atrás y ver la falda arremangada de Ari sobre aquellos muslos lechosos podía obrar el milagro. Y lo estaba obrando, al menos con mi «soldadito», como lo llamaba ella.

—Pues haga lo que quiera, profe —sentenció la morena bajando del coche—. Nosotras vamos para allá y le esperamos. Voy sacando unas copas para que no diga que soy mala anfitriona. Vamos, Ari, deja de mirar a las musarañas, que tienes que ponerte guapa para don Carlos.



*​



Me quedé observando como movían sus caderas, los libros contra el pecho, en dirección al chalet de la puerta amarilla. Aquellas putillas sabían lo que se hacían. Me habían puesto a más de cien con solo enseñar las piernas bajo la falda, que se movía a un lado y al otro al ritmo de sus pasos. Sus pechos núbiles, además, parecían estar llamando a ser babeados bajo la fina camisa blanca del uniforme, cosa que sería capaz de volver loco a cualquiera, mucho más a un cuarentón como yo.

Pero había tomado la determinación de que iba a marcharme. Esta vez no ocurriría como la tarde en los baños, cuando me dejé arrastrar por la lujuria y perdí la cabeza. Arrancaría el coche y saldría de allí a la carrera, antes de que la tentación pudiera conmigo.

Puse el Volvo en marcha y empujé la palanca del cambio automático. Moví el volante para salir de la plaza de aparcamiento y, de pronto, una imagen se dibujó sobre el parabrisas.

En la imagen se podía ver a una mujer sentada sobre el inodoro de un baño de discoteca. Un hombre, de espaldas, intentaba besarla a toda costa mientras le metía las manos por debajo de la falda. Las bragas de encaje, que antes se sujetaban sobre los muslos, ahora caían a plomo a sus pies. Cuando el hombre conseguía apoderarse de su interior, la mujer, intentando huir de él, se levantaba la falda sin querer y podía verse la mano del cerdo moverse adelante y atrás, sus dedos entrando y saliendo del coño de ella.

El hombre era Nacho. Y la mujer, Paula, ¡mi esposa!

«¡Me cago en su p…!», blasfemé para mí. Mi amigo del alma había intentado aprovecharse de Paula. Y si no hubiera sido por su mujer, Laura, tal vez lo habría conseguido».

Lo vi claro, aquella afrenta clamaba venganza. Y qué mejor venganza que follarme a su propia hija. Total, si como decía Eva, Ari era una golfilla de tres novios por mes, la chica debía de tener el coño como la boca del metro. Una polla más o menos no la iba a afectar ni para bien ni para mal.

Este pensamiento me obligó a ajustarme el instrumento bajo los pantalones, tan empalmado me encontraba a esas alturas.

Apagué el motor decidido, me bajé del coche a toda prisa, y en pocos segundos me aferraba a las verjas de la puerta amarilla. Esta se abrió sin necesidad de esforzarme. Eva cuidaba los detalles y la había dejado entornada, sabiendo que al final sucumbiría a la tentación.

«¡A la mierda con todo! —me dije— se acabaron los remilgos». Me tomaría un par de copas para darme valor y me follaría a la rubia. Eso, al menos. Porque si la cosa se me ponía a tiro me las iba a follar a las dos, se pusieran como se pusieran.

Por zorras.



*​



Desde la valla exterior, crucé un camino de losetas hasta llegar a la puerta del chalet —más bien una casa baja de las de antes, con un solo piso— y comprobé que su puerta se encontraba igualmente abierta. Entré en el recibidor y me dirigí hacia lo que parecía el salón, de unas dimensiones bastante espaciosas para tratarse de una casa más bien modesta.

Las dos chicas se encontraban allí y mezclaban coca-cola con diferentes licores en tres copas repletas de hielo. Al parecer Eva había cumplido la promesa de que me esperarían con la copa preparada.

—¿Gin? —pregunto la morena, mirándome por el rabillo del ojo.

—No, prefiero ron negrita, si tienes —respondí.

Los primeros momentos —brindis, tragos cortos y miradas alrededor de la sala— fueron un tanto timoratos por parte de los tres. Luego Eva tomó el control y propuso bailar al ritmo de una música que llamó «movidita» y que había puesto en un viejo aparato reproductor de CD. Comenzamos a movernos cada uno a su bola y, tras los primeros tragos, se notaba que nos íbamos soltando poco a poco.

El ritmo del baile fue acelerando tras los primeros instantes. Cuando acabé mi primera copa y empecé con la segunda, la chaqueta, la corbata y hasta los zapatos habían volado hasta una vieja mecedora al lado del televisor. Eva reía a carcajadas viéndome moverme como un «pingüino pirado», según sus propias palabras, al son de la música.

Tenía que reconocer que los apodos de Eva solían ser acertados y de lo más divertido.

Ari, la más apocada de todos, nos miraba a Eva y a mí rebuscar el mejor rock entre los discos de su abuelo, un tipo marchoso y «viejo rockero de los que nunca mueren», según su nieta.

Finalmente, la morena cambió de tercio y pasó de la música marchosa a otra lenta, más bailable en pareja que por separado. Se veía su maniobra para ir entrando en faena. Ari se mostró arisca a la hora de inaugurar el baile lento y Eva, siempre en vanguardia, se abrazó a mí para iniciarlo.

Tanto pegaba su cuerpo al mío mientras girábamos suavemente, que por obligación tenía que estar sintiendo la dureza de mi polla sobre su bajo vientre.



*​



EVA

Parecía que el viejo bribón ya no podía estar más cachondo. ¡Como se resegaba contra mí, el muy asqueroso, que decía una cosa con su boquita, pero con su polla la contraria! Si hubiera seguido bailando con él, cabía la posibilidad de que se lanzara a desnudarme enloquecido. O, como mínimo, se habría corrido en los pantalones rozándose conmigo, lo que habría constituido un inconveniente serio.

Porque la cosa esta vez no iba de mí, sino de Ari. Así que tras bailar los primeros temas lentos, me separé del profe y tiré del brazo de mi amiga, que se había sentado sobre el sillón de tres plazas de mis abuelos. En ese momento pasaba uno tras otro los CD de la caja donde criaban polvo haciéndose la despistada y me miró desganada. Le devolví la mirada con un reproche y ella aceptó mi reprimenda en silencio.

Le desabroché tres botones del escote de la camisa del uniforme, antes de entregársela al profesor, que la recibió asiéndola por las caderas y pegando la entrepierna a su vientre. Con los zapatos de ligero tacón de ella, y descalzo como se hallaba él, la diferencia de altura no era tan acusada. Calculé que podrían magrearse de pie a conciencia, antes de pasar al siguiente acto sobre el sofá.

—Así, bien juntitos, como buenos chicos… —les dije con una pizca de picardía.

Una vez unidos y en pleno baile, tiré de las mangas de la chaqueta de punto de mi amiga y en pocos segundos Ari se encontraba en las mismas condiciones que el profe: la camisa al aire y por fuera de la cintura. Por los botones desabrochados del escote se mostraban las copas de un sujetador mini, que podía ser retirado de allí con solo empujarlo hacia arriba.

Por un momento, mi amiga se separó unos centímetros del profesor. Una alarma se activó en mi cerebro. Y, vigilante como me hallaba, les empujé fuertemente para que sus cuerpos se pegaran como lapas. Por un lado, no podía permitir que la erección del profesor se enfriara. Por el otro, necesitaba que Ari comenzara a cocerse en su propia salsa. Sin prisa, pero sin pausa. Si no, no conseguiríamos aquello para lo que estábamos allí.

Pasaron dos canciones antes de que me mosqueara por la ausencia de besos. Una nueva alarma se activó. Y mientras bailaba a su lado abrazada a un cojín, tomé de la melena a Ari y le levanté la cabeza.

—Abre esa boquita de puta, cariño —le susurré a mi amiga al oído.

Ari soltó un ligero quejido por el tirón del pelo, pero acató mi orden sin rechistar.

Cuando el profe comenzó a comerle la boca y ella abrió los labios para dejarse invadir por su lengua, suspiré. La cosa no iba tan mal. Lo que tenía que pasar, tenía que pasar. Y cuanto antes ocurriera, mejor. No teníamos toda la tarde.

Tras los primeros besos, el profesor se vino arriba y comenzó a alzarle la falda por detrás. Le apretaba las dos nalgas con ansia mientras su lengua jugaba con la de mi amiga entrando y saliendo de su boca. Ari le había pasado los brazos por el cuello y ahora ella también le comía la boca a don Carlos.

Una vez más constaté que la cosa iba por buen camino. Ari era más que calentona, si seguía así, se pondría a cien enseguida y en menos de media hora se habría cumplido el objetivo.

El siguiente paso consistía en que se sentaran sobre el sofá. Hacerlo así facilitaría mucho la tarea de mi amiga. Les empujé hacia él con suavidad hasta que se dejaron caer sin oposición.

—Hale, a quererse con comodidad… —les dije con suavidad, aunque ninguno dio síntomas de haberme oído. Más bien seguían con el magreo mutuo y lamiéndose la boca por turnos.

Las piernas de ambos se habían enroscado, al profe le faltaban manos para sobarle a Ari las tetas, el culo, y hasta el coño por encima de las bragas. Aproveché para soltarle la camisa a mi amiga y levantarle el sujetador sin que casi se diera cuenta. En cuanto las tetitas de Ari salieron al aire, el profesor comenzó a sobarlas y a chuparlas con ganas.

Mi amiga jadeaba como si le faltara el aire. ¡Genial!, me dije. Con ese nivel de calentura sería capaz de hacer cualquier cosa que le pidiera, incluso «aquello». No había duda, estaba a punto.

Así que decidí dedicarme al profesor.

Desabroché el cinturón de don Carlos, luego le abrí la bragueta y, tirando de los bóxer hacia abajo, saqué su polla al exterior. Se gastaba un buen pollón el profe para pasar de los cuarenta, tenía que reconocerlo. Y se encontraba duro como una piedra. Con no mucho trabajo por parte de Ari, la faena podría terminar en pocos minutos.

Conseguí manipular a mi amiga, que seguía comiéndole la boca al profe como si no hubiera un mañana, para que con su mano derecha aferrara su instrumento. La guie un par o tres de veces para menear la piel de aquel pollón con su mano y, cuando vi que ya se la meneaba sin mi intervención, la dejé seguir sin ayuda.

Sus ojos abiertos de par en par denotaban la misma expresión de admiración que yo había experimentado poco antes por aquel pedazo de polla. Oscura, larga y gruesa, sin contar las innumerables venas que la recorrían, ofrecía una imagen muy masculina. Aunque ambas la habíamos visto en los lavabos del colegio, la interrupción de sor Inés no nos había permitido observarla con detenimiento.

Por un momento envidié a su esposa, que la gozaría cada noche en la cama.

Cerré los ojos y respiré profundo. Tenía que olvidarme de aquel instrumento magnífico y centrarme en mi papel. Miré el reloj. Nos quedaban como máximo cuarenta minutos. Había que apurar, aunque estaba segura de que nos sobraría tiempo.

En los instantes siguientes, Ari pajeó al profesor con suavidad, mientras este metía y sacaba dos dedos del coño de mi amiga con una facilidad que demostraba lo mojada que estaba la puñetera.

«Está ya está cocinada, la muy guarra. Mucho decir que no, que no, y al final mira cómo se lo pasa la zorrita», me dije. Y comencé a diseñar el siguiente paso.

Conseguí que separaran las bocas y empujé la cabeza de Ari poco a poco sobre la entrepierna del profesor. Don Carlos me miraba alucinado, adivinando lo que iba a ocurrir a continuación. Ari nos miró a ambos por turnos un instante y después abrió la boca para recibir aquel pollón en su interior.

El profe apretó los ojos, bufó por un segundo, y luego comenzó a gruñir como un cerdito. Parecía que el cabronazo estaba disfrutando de la sesión. Otro que se había hecho el pudoroso hasta que había sucumbido. En eso me recordaba a don Juan, el profe de Economía laboral, aunque a aquel nos costó más tiempo llevarle al huerto. Debo decir en su favor, sin embargo, que tratándose de un cura de sesenta tacos, había sido todo un «milagro» conseguir que se bajara los pantalones.

Mientras recordaba experiencias pasadas, observaba como el asunto iba viento en popa. Ari succionaba con deleite el glande de aquel pollón —que conseguía hacer correr hormiguitas por mi estómago—, cuando decidí que ya podía relajarme y correr al lavabo.

Llevaba media hora con ganas de mear, pero me había aguantado para no dejar a solas a los tortolitos. No me fiaba de lo que pudiera ocurrir si lo hacía. Pero mi vejiga estaba a punto de reventar, y la sesión estaba ya encarrilada, así que no temí abandonarles. Al fin y al cabo solo me ausentaría un par de minutos.

Me puse en pie y salí a la carrera.

—Vuelvo enseguida —les dije—. Ari, tú a lo tuyo, ya sabes…

Ari me miró por el rabillo del ojo y siguió mamando con los ojos semicerrados, expresando un deleite que quizá no era tal, pero que daba el pego de maravilla.



*


EVA

Me alivié con una meada que no bajó de los tres minutos. Tras tirar de la cadena, el timbre del móvil me sobresaltó. Busqué el origen de la llamada y comprobé que se trataba de mi madre. Podía haber hecho como siempre, pasar de ella y no responder. Pero la última vez que lo hice me quedé sin móvil durante una semana. No era cuestión de repetir.

—Hola mamá… —dije tras pulsar el icono verde—. ¿Todo bien?

—Sí, mira, es que necesito que me traigas algo del súper de camino a casa. Por cierto, ¿dónde estás?, ¿vas a tardar mucho en venir?

Maldita pesada. A mis veintidós años aún tenía que aguantar sus manías persecutorias. Pero, claro, como vivía bajo su techo y comía de su plato —frase que repetía a menudo—, pues eso… Se hacía urgente buscarme un trabajo —uno decente, quería decir— para disponer de mi propio dinero y largarme de casa lo antes posible.

—Estoy en casa de una amiga, mamá…

—¿De Ari?

—No, mamá, de otra amiga. Tengo muchas amigas, ya te lo he dicho. No conoces a todas…

—Bueno, pues apunta lo que necesito…

Tomé nota mental de la lista de la compra y colgué. Miré el reloj. Joder, mi madre me había entretenido diez minutos. Demasiado tiempo. Aunque me tranquilicé al pensar que todo debía de estar yendo como se había planeado. Con lo avanzada que había dejado la cosa, era imposible que se fuera a torcer.

Salí confiada del baño y me dirigí al salón a paso ligero. Esperaba encontrármelos tirados en el sofá, la polla del profe hecha un guiñapo y Ari limpiándose la lefada del cerdito sobre su cara. Así que crucé la puerta y… ¡allí no había nadie!

¡Joder!, ¿dónde estaban aquellos dos?


Continuará...
 
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