El Profe

Abel Santos

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Tras mi último relato (EVA, ESTUDIANTE PROMISCUA), a continuación publico otra de mis historias, que espero que os guste igualmente. Publicaré un capítulo semanal más o menos.

El título es EL PROFE, aunque en la jungla se publicó como LAS CHICAS DE LA FP.

Carlos entra a trabajar de forma temporal en un centro de FP de grado superior, donde debe luchar para evitar las tentaciones que le provocan las estudiantes que le rodean. Mientras tanto, su amigo Nacho, subdirector del centro y gran play-boy en sus tiempo jóvenes, hace de las suyas. Lo que Carlos no sabe es que Nacho guarda un secreto que afecta a Paula, su amada esposa....

Cualquier comentario será bienvenido y respondido si viene al caso. (y)

Espero que la disfrutéis... :tetas2::follar1::lamidaculo1:

Portada FP 5.jpg
 
PRÓLOGO


La historia que voy a contaros tuvo lugar mientras trabajaba en un centro privado de Formación Profesional. Fueron solo unos meses, pero la experiencia no podré olvidarla mientras viva. Imposible es olvidar unos acontecimientos que hicieron tambalearse mi matrimonio, mi vida y mi reputación.

Para quien le resulte desconocido el escenario, le diré que lo bueno de trabajar en un centro de estudios de FP de grado superior es que las jovencitas ya tienen más de dieciocho años. De hecho, bastantes de ellas cuentan los veinte o los sobrepasan.

Lo malo es que, si das clases como yo hacía en un centro privado dirigido por monjas, las chicas aún visten uniforme colegial como si siguieran en la edad del pavo. Y, claro, trabajando entre feromonas femeninas enfundadas en faldas tableadas —que enseñan más muslos de los que tapan— y camisas blancas con corbata —a juego con las medias hasta la rodilla—, no podía evitar mantenerme empalmado casi toda la jornada laboral.

Esto me hacía llegar a casa como un toro bravo. Paula, mi mujer, llevaba una temporada que no se creía que saliéramos a polvo diario —por lo menos— y que a veces la empotrara en el mismo recibidor de la casa, sin dejarla llegar al dormitorio.



*



Aunque un poco tarde, dejadme que me presente. Me llamo Carlos A., y no soy profesor, maestro, ni nada que se le parezca. En realidad soy Ingeniero Industrial. Lo que pasa es que en aquella época una fusión de empresas me había pillado descolocado y acabé en la calle con un talón que, no por ser jugoso, era menos humillante. Después de dedicarle diez años a una multinacional de campanillas, me encontraba en la cola del paro, como tantos otros de mis compañeros.

Por cosas del Karma o por puro azar, resultó que poco después de mi despido me reencontré con Nacho, uno de mis mejores amigos desde la tierna infancia y uno de los mayores puteros que he conocido jamás.

Nacho trabajaba en un centro de estudios religioso como subdirector. De director, en realidad, porque la monjita que presidía el consejo del colegio era un carcamal que solo ejercía de figurante, mientras mi amigo soportaba el peso del día a día del centro. Esto le permitía a Nacho llevar un tren de vida que era de envidiar.

Al conocer mis problemas laborales, Nacho me ofreció un puesto como profesor sustituto. En esas circunstancias, y aunque al principio me resistí, no pude por menos que aceptar la propuesta de mi amigo.

La asignatura que me adjudicó Nacho fue la de matemáticas, y algunas horas sueltas en las de física y dibujo. De esta manera, le ayudaba a ponerle un parche al agujero que le había producido la jubilación anticipada del anterior profesor hasta que encontrara un recambio definitivo.

—Será solo por seis meses, hasta que acabe el curso escolar, te lo prometo —me había asegurado mi amigo—. Para esa fecha ya habré conseguido un nuevo profesor con mayor vocación que la tuya.

—Seis meses y ni un día más —le había advertido yo con una sonrisa.

—Por supuesto, Carlitos, no te preocupes. Tú de momento ponte a la faena y prepara a mis chicas para que al menos aprueben, aunque sean con un cinco pelón, que las muy bobas solo piensan en follar y el que paga el pato ante el ministerio por el bajo rendimiento somos el colegio y yo mismo.

Cuando hablaba de «yo mismo», se refería al bonus que llevaba asociado el éxito o fracaso escolar de sus alumnas —que doblaban en número a los alumnos masculinos—. Y cuando decía que las muy bobas «solo pensaban en follar», me daba por preguntarme cómo sabría él en lo que pensaban las chicas. Y prefería no ahondar en el tema, mejor no estar al tanto de a qué se dedicaba el gran playboy en su tiempo libre, encontrándose entre tanta jovencita.

Total, que allí me hallaba yo aquella mañana de mayo, mientras las chicas —la gran mayoría— y los chicos —apenas media docena— reflexionaban sesudamente sobre las preguntas que les había puesto para el examen mensual.

Miraba a los examinados, sobre todo a las alumnas, desde mi mesa frente a la clase y de vez en cuando me veía obligado a cambiar de postura para evitar que mi paquete se pasara de llamativo. Pocas semanas atrás, mientras el frío apretaba, al menos los leotardos tapaban aquellos muslos imberbes. Ahora que el calor comenzaba a aparecer, los leotardos se habían esfumado, las faldas se habían ido acortando, y era imposible mirar hacia otro lado que no fuera la parte inferior de las mesas donde los muslos asomaban en todas las posiciones imaginables, mostrando bajo las faldas más braguitas de las que hubiera deseado.

Cuando ya pensé que me iba a ser imposible mantener la entereza, el timbre de fin de la clase resonó martilleante, liberándome de la esclavitud de las visiones pecadoras. Un segundo antes me había casi rendido y estaba dispuesto a correr hacia el baño a meneármela desesperado.

Por fortuna el timbre llegó antes.

La mayor culpable de mi desesperación había sido Sonia, una empollona delgaducha que solía sentarse en la primera fila. La chica llevaba todo el examen cruzando y descruzando las piernas y enseñándome lo que había al final de sus finos muslos: un tanga que no llegaba a cubrir la piel y los rizos que se suponía que debería de tapar. Estaba seguro de que la chica había sido puesta allí por sus compañeros para mantener mis ojos ocupados durante el examen y poder copiar a sus anchas.

Un viejo truco sacado de la película Instinto básico.

Y a fe que lo habían conseguido. No me había movido de mi asiento ni un solo segundo, con tal de no perderme aquel libidinoso paisaje. Ese día Paula, mi mujer, iba a llevarse un polvo de campeonato. Si no lo remediaba nadie, en el recibidor de nuestra casa iba a arder Troya, porque a la habitación no creía que pudiéramos llegar con el ardor que me quemaba entre las piernas.


***




EL RESULTADO DEL EXAMEN


Dos días después, tras entregar las notas del examen, se desencadenó el melodrama que habría de hacerme bajar a los mismísimos infiernos.

La mayoría de la gente encaja bien los resultados. A todos nos ha pasado que nos cateen un examen cuando estudiábamos, y lo hemos llevado como hemos podido. Son las reglas del juego y nos ayudan a madurar. Pero aquella chica, Ari, no había dejado de lloriquear desde el momento en que le había comunicado su nota.

Y, lo peor de todo, una vez se hubo vaciado la clase, última del día, Ari y su amiga Eva seguían en la última fila, murmurando entre ellas y mirándome de reojo de cuando en cuando.

Eva había aprobado por los pelos, así que tampoco tenía mucho de qué presumir. Pero la veía esforzarse en consolar a su amiga, sin por lo visto conseguirlo. Cuando dirigían sus miradas hacia mí, cuchicheando, yo me hacía el despistado y miraba hacia otro lado. Ari movía la cabeza negando lo que fuera que Eva le decía y yo empezaba a impacientarme.

Sin saber cómo acabar con aquello, decidí simular que leía un libro de texto a la espera de que ellas se fueran primero. No quería dejarlas a solas por si el asunto que las mantenía allí fuera algo tan grave que, como su profesor que era, me obligara a entrar en escena.

No parecía, sin embargo, que tuvieran intención de marcharse, se diría que pensaran quedarse a dormir allí mismo.

Quince minutos después de finalizar la clase, observé movimiento entre las chicas. Eva se levantaba de su pupitre y se dirigía sin titubeos hacia mí.

Mi mesa se hallaba sobre una plataforma de unos diez centímetros por encima del resto de la clase. Por ello, al plantarse la joven frente a mí, parecía más baja de lo que en realidad era, alrededor del uno setenta.

Eva se situó en una posición erguida, las manos a la espalda, las piernas unidas y los pies en «V». Una postura que se me antojó infantil. Un ligero y continuo movimiento de cadera hacía volar ligeramente su falda hacia uno y otro lado de forma constante. Sus ojos burlones y su media sonrisa se habían quedado fijos en mí. Y se mantenía callada.

—¿Querías algo, Eva? —le dije tras un angustioso minuto de silencio. Ari nos miraba desde su pupitre con ojos enrojecidos. Se había metido las manos unidas entre los muslos y su imagen se asemejaba a la de un cervatillo asustado.

—Si, profesor…

La voz de Eva sonaba melosa y suave. Estaba claro que iba a pedirme algo.

—Ya os he dicho que podéis llamarme Carlos —repliqué amistoso—. No sois niñas de primaria.

—Pues eso, Carlos —se corrigió—. Quiero hablarte de mi amiga Ari.

Se giró hacia ella y la chica del fondo no movió ni un músculo. Parecía haberse quedado congelada.

—Como le digo es por mi amiga Ari —repitió Eva volviendo a hablarme de usted—. Usted la ha suspendido y se encuentra desolada.

—Vaya, ¿y no puede venir ella a hablar por sí misma? —repliqué, esta vez menos amistoso—. Por cierto, Ari se ha llevado un cuatro y medio, pero tú has aprobado por los pelos. Tu cinco coma uno no es para tirar cohetes.

—Sí, pero bueno, al menos yo he aprobado y mis padres no me castigarán, que no es su caso… —carraspeó—. Pero de lo que quiero hablarle no es de eso.

—Ah, ¿no? —me extrañé. No sabía por dónde iban los tiros, así que esperé a que terminara su diatriba.

—No… —Volvió a girarse hacia su amiga haciendo volar su falda de colegiala. Ari abrió mucho los ojos, adiviné que Eva estaba a punto de soltar una bomba—. Lo que yo quiero es explicarle por qué Ari no ha podido hacer un examen mejor.

Me costaba tragar saliva. Aquella escena la había visto yo en más de un video de Internet. Y el final acababa con menos ropa de la que todos llevábamos en ese momento. Cambié de posición para que mi paquete no se mostrara tan evidentemente crecido, aunque no estuve muy seguro de haberlo conseguido.

—Tu… dirás… —fue lo único que conseguí articular.

La chica tomó aire y soltó el mensaje que llevaba preparado.

—Ari no ha podido estudiar más para el examen porque está enamorada de usted. Tanto le ama que no le resulta posible concentrarse.

Soltó y se quedó mirándome tan sonriente como si no hubiera roto un plato en su vida.

—¿¡Qué!? —El aire se solidificó a mi alrededor y se negó a entrar en mis pulmones por unos segundos. Mi corazón se saltó un latido. Aquella frase sonaba a excusa barata, pero era imposible que no te calara muy adentro. Al menos muy adentro de la entrepierna.

—Pues eso, profe… perdón… Carlos… —insistió Eva—. Que Ari está por usted y no hay manera de que se concentre. Por más que estudie, a la hora del examen no consigue recordar lo que ha estudiado.

Estaba claro. Todas las señales iban dirigidas hacia el mismo punto. En cualquier momento me iba a proponer alguna «cochinada» a cambio de las cinco décimas que le faltaban para el aprobado raspón.

Apostaba lo que fuera sin miedo a perder.

Lo que no tenía muy claro era cual debería ser mi respuesta.


Continuará...
 
Pues yo sería muy desconfiado. Revisaría si tienen algún dispositivo que me esté grabando.
 
Me equivoqué de plano.

Eva siguió hablando, pero en ningún momento insinuó que le subiera la nota a su amiga a cambio de algún «favor». Y yo me mosqueaba más a cada segundo que pasaba. «Carlitos —me decía—, tienes que dejar de ver porno».

Tras un tenso nuevo minuto, Eva volvió a hablar.

—Ya, ya sé… —aflautaba la voz para parecer más joven, pero yo sabía que los veintidós no los cumplía, mientras que Ari ya contaba con veinte—. Sé que usted está casado y que, además, si se pasa con alguna alumna le pueden echar del colegio…

Tosí y no dije nada. Tenía la boca tan seca que no era capaz de hablar.

—…Pero si al menos le diera unos achuchones, pues a lo mejor a mi amiga se le pasaba… —continuó Eva—. Ya sabe, alguna caricia, algún besito… Estas cosas nos han sucedido a todas, y al final se nos pasa en cuanto afrontamos la realidad. Justo cuando comprendemos que no es amor lo que sentimos, sino calentura. Así que he pensado que si usted la hiciera caso durante unos minutos, seguro que se le pasaría la tontería. Y el próximo examen lo haría mejor sin la presión del amor. Seguro que usted lo entiende, ¿a que sí?

Hice un esfuerzo supremo y conseguí decir mis primeras palabras en varios minutos.

—Mira, Eva, coge a Ari y salid las dos de clase. Te prometo que me olvidaré del tema y nadie sabrá lo que ha ocurrido hoy aquí.

—¿Está seguro, prof… digo, Carlos? —la sonrisa lobuna de Eva expresaba que había visto mi paquete y que el mensaje de mi entrepierna se contradecía con mis palabras—. Mire que se trata de solo unos besitos… Nada especial…

—Ni hablar… Venga, llama a Ari y marchaos las dos.

Eva hizo una señal a su amiga, que se levantó, colocó los libros contra su pecho, y se acercó hacia la mesa con la mirada baja.

Enseguida las dos jovencitas enfilaban el camino hacia la puerta. No habían llegado a ella, cuando Eva se volvió y susurró una frase que se me clavó en el cerebro.

—Por si cambia de opinión, estaremos un rato en el baño de las chicas… A estas horas ya no queda nadie y la señora de la limpieza no llega hasta las ocho.

Instintivamente miré el reloj. Eran las seis y media. Parecía que los tiempos habían sido estudiados por Eva y su amiga. Aunque Ari no había soltado ni media palabra en todo el tiempo, por lo que no podía estar seguro de si estaba en el ajo, o si se trataba de una broma inventada en exclusiva por Eva.





El comienzo del lío​





En cuanto me quedé a solas, comencé a pensar en las dos chicas. Ambas eran guapas, cada una a su manera. Eva era morena y alta, de pechos generosos y piernas trigueñas y musculadas, como de gimnasio. Era guapa y sus ojos oscuros eran una tentación, pero no llegaba a la belleza serena de Ari.

Esta, rubita y de larga melena, era algo más baja que su amiga y tenía un aire infantil. Sus ojos azul oscuro, casi añil, la piel clara y su expresión tímida la hacían deseable a rabiar por la inocencia que desprendía. Sin contar con que sus muslos, más tiernos y blandos que los de Eva, llamaban a ser el primero en acariciarlos, en besarlos, incluso en morderlos, tal era la inexperiencia que emanaba de ellos. Aunque dudaba mucho de que fuera virgen, ni mucho menos. Apostaba a que la más inocente de las chicas a las que daba clase se habría acostado con tres o cuatro chicos, de ahí para arriba. Y no solo una vez con cada uno. Era lo normal en los tiempos modernos y no tenía nada que objetar.

Estos pensamientos eran peligrosos y no me estaba dando cuenta. Porque me llevaban a dejarme arrastrar por el torbellino de emociones iniciado por Eva. Lo que vulgarmente se llama pillarse un calentón. Poco a poco yo solito me iba hundiendo en el fango, con mis testículos hinchándose sin prisa, pero sin pausa.

Y, como era de esperar, tras darle más de mil vueltas a la propuesta de Eva —en el tiempo record de cinco minutos—, sucumbí a la tentación. Al menos podía echar un vistazo a lo que me habían preparado, eso no atentaba contra ninguna norma, ¿no?

Me puse en pie decidido a darme una vuelta por los lavabos. En principio no sería raro ir por allí. Todo el mundo tiene necesidad de pasarse por los baños de vez en cuando. Bastaría con entrar en los de los chicos y echar una relajante meada, cosa normal tras más de una hora sin moverme de la clase. Después, si las cosas no estaban claras, saldría por la puerta y me iría a casa para descargar la próstata entre las piernas de mi querida Paula.

Ella lo agradecería, como siempre, y hasta era posible que abriéramos una botella de vino para celebrar el polvazo que pensaba echarle por culpa de aquellas dos chicas de la FP.



*​



Llegué a los baños a paso lento y tratando de no hacer ruido. El lugar me era familiar, habida cuenta de que siempre he sido de muelle flojo. La puerta de entrada daba paso a un pequeño hall donde, a la izquierda, se encontraba el aseo de los chicos y, a la derecha, el de las chicas. La puerta de los baños masculinos se hallaba abierta completamente, cosa habitual, mientras que la del femenino se hallaba entornada.

Asomé la cabeza en el baño de los chicos y agucé el oído. Como esperaba, la soledad y el silencio era la tónica reinante en el lugar. La luz diurna de la calle entraba por los ventanales del fondo.

En el baño de las chicas, al menos desde el exterior, tampoco se intuía presencia alguna. Comencé a sospechar que había sido engañado por Eva y que allí no encontraría a la parejita. Aunque, mientras no entrara al interior, no podría estar seguro.

Abrí la puerta y asomé la cabeza, como había hecho unos segundos antes en el baño de los chicos. Soledad y silencio, igualmente. Estaba claro, me habían dado gato por liebre. Era hora de irse a casa.

Me giraba para abandonar el lugar cuando oí los susurros.

—Chhhsss… profesor… —Adiviné que era Eva la que hablaba en susurros—. Estamos aquí…

Me di la vuelta y observé la puerta del cubículo de discapacitados que se hallaba entornada, a falta de una raya de dos centímetros por la que asomaba un ojo y una nariz. También adiviné, más que vi, el cabello oscuro de Eva.

Salí un segundo al pasillo exterior para detectar cualquier presencia. Al ver que no había moros en la costa, entré como una flecha y me colé en el cubículo.



*​



De repente me encontré en medio de una escena que había visto en vídeos para adultos. Yo en mitad del reservado; Eva a mi espalda, afanada en atrancar la puerta con el seguro interior que parecía resistirse; y Ari en un lateral mirándome pudorosa.

La rubita se apoyaba en el lavabo y mantenía los brazos cruzados. Se había anudado la chaqueta de punto en la cadera y parecía una quinceañera con su aspecto juvenil. La mirada ya no era tan baja como antes, pero la timidez de sus ojos seguía siendo notable.

Por fin, Eva terminó de cerrar la puerta y se dirigió hacia Ari, tomándola de los dos brazos desde su espalda.

—Bueno, pues vosotras diréis… —hablé más por no estar callado que por otra cosa.

Por supuesto, fue Eva la que respondió.

—Pues eso, profesor, como le he dicho antes Ari está deseando que usted le preste atención y que le dé mimos, ¿verdad Ari?

La rubita hizo un ligero gesto afirmativo y volvió la cabeza para evitar mis ojos.

—Pero siéntese, profesor —prosiguió la morena obviando mi petición de que me llamara por mi nombre—. Baje la tapa del váter y póngase cómodo sobre ella.

Así lo hice y me senté frente a las chicas. Eva empujó a su amiga hacia mí, quien hizo gesto de leve resistencia, hasta que la situó a la distancia suficiente para que pudiera tocarla si extendía el brazo.

—Como le decía hace un rato… —volvió a hablar la morena—, Ari le ha cogido mucho cariño y necesita saber que usted la aprecia… al menos un poquito. Mire, mire, yo le enseño lo bonita que es mi amiga para que usted se decida.

»Vea este pelo, suave y sedoso —Eva acariciaba la melena de Ari y extendía algún mechón con el supuesto objeto de que yo apreciara su belleza—. Y mire sus ojos… Ufff… y qué labios… ¿Se ha fijado en sus labios, profesor? ¿No se da cuenta cómo le piden a gritos que los bese?

Ari se veía intimidada, pero no osaba interrumpir el discurso de su compañera de clase.

—Mi amiga le desea tanto, que es incapaz de estudiar. Pero si usted la mima un ratito, esté seguro de que en el próximo examen sacará notable. ¿Verdad Ari? Anda, acaricia la cara al profesor, que se dé cuenta de cuanto lo amas.

Notaba cierta guasa, tanto en el rostro como en las palabras de Eva, pero opté por callar.

Con ayuda de la morena, Ari recorrió mi rostro con una de sus manos. Cuando lo hubo hecho, Eva detuvo la palma de la mano de su amiga sobre mis labios para que la besara, cosa que hice levemente mientras observaba el siguiente movimiento de la chica.

Esta, siempre a la espalda de Ari, le desanudó las mangas del jersey y lo dejó sobre el lavabo. Luego le desabrochó los botones de la blusa uno a uno hasta dejarla abierta por completo y tiró de ella para sacarla de debajo de la cinturilla de la falda. El sujetador de la chica cubría unos pechos pequeños, pero firmes, que parecían temblar con cada respiración.

Eva no necesitó quitárselo, bastó un suave tirón para alzarle las copas y los pechos quedaron al aire. Una punzada de deseo me recorrió la espina dorsal. Mi entrepierna palpitaba enloquecida. Las tetas de Ari mostraban unas areolas pequeñas y rosadas, con dos botones centrales hinchados como canicas. Aquello demostraba que Ari, a pesar de su pasividad, se estaba calentando, y este detalle me tranquilizó. Saber que Eva no la estaba forzando a hacer aquello contra su voluntad me reconfortaba.

Tras unos segundos sin que yo hiciera otra cosa que mirar aquellos pequeños pechos, Eva me azuzó.

—Puede tocar si quiere… —me dijo, y luego se dirigió a Ari—. Díselo tú, Arita, que el profesor parece tímido.

La rubia tragó saliva y se atrevió a hablar por primera vez.

—¿No quiere tocarme… profesor?

Eva no desaprovechó la ocasión para quedar por encima.

—No le llames, profesor, llámale Carlos, que si no se enfada… Anda, pídeselo otra vez, a ver si se anima…

Pero Ari no repitió la frase. No hizo falta porque en ese momento desperté de mi letargo. De alguna manera, me decía, al final sí se estaba produciendo la escenita típica de las películas subidas de tono. Y aunque una voz interior me decía que aquello estaba mal, me fue imposible resistirme a actuar como protagonista masculino.

Levanté las dos manos y comencé a sobarle las tetas a la jovencita. Se las amasé unos segundos antes de pellizcarle los pezones.

—Auuuu… —se quejó Ari levemente.

—Uy, perdona, cielo, ha sido sin querer… —me disculpé.

—Venga, Carlos… —respingó Eva—. Déjese de historias… Apriete bien y chupe esos pezones gordezuelos, que lo está deseando. Y Ari se muere por que se los muerda. ¿Verdad, Ari?

Continuará...
 
Aquello fue como un disparo de salida. Aunque me hallaba sentado, mi metro ochenta me ayudaba a alcanzar aquellas tetas con la boca para lamerlas a placer. Unas tetitas suaves como solo la piel de una veinteañera puede serlo. Perdido el pudor, le chupé, lamí, mordí y salivé aquellos pechos impúberes hasta sentirme ahíto. Ari suspiraba con cortos gemidos y Eva, por detrás, la sujetaba para que no retrocediera ni se dejara caer sobre mí por el temblor de las rodillas que hacía que se le doblaran las piernas de tanto en tanto.

Tras unos minutos que se me antojaron excesivamente cortos, Eva volvió a la carga. Me empujó suavemente para que me echara hacia atrás y entonces levantó la falda de Ari para mostrarme su interior.

—Mire, profe, mire que muslitos…

Yo babeaba mirando las piernas suaves de Ari, pero mucho más imaginando lo que habría tras aquellas braguitas de algodón blanco. Eva pareció leerme la mente.

—Anda, Ari, bájate las bragas para que el profesor te vea el coñito. Ya verá, profesor, no ha visto una rajita más bonita en toda su vida.

Ari giró la cabeza y miró a su amiga con poco convencimiento, pero esta le hizo un gesto y se mordió el labio antes de aceptar la orden. A continuación, se bajó las bragas hasta la mitad de los muslos, dejando su vulva a la vista.

Os puedo jurar que aquel coñito es el más hermoso que he visto en mi vida. Cerrado como se hallaba, semejaba una pequeña hendidura en el centro de un melocotón. El vello, ralo y tan rubio que parecía blanco, daba la impresión de no existir, dando al chochito la apariencia de un conejito de muñeca.

—Ábrete la rajita, nena… —ordenó más que sugirió Eva a su amiga—, que el profe vea tu agujerito.

Ari pareció sopesarlo unos segundos y después obedeció de nuevo. Con los dedos de ambas manos, se abrió los labios del chochito y me mostró una piel sonrosada que reclamaba a gritos ser acariciada.

De nuevo Eva se adelantó a mis pensamientos.

—Ande, profesor, toque, no sea tímido. Acaricie a mi amiga el conejito para que se sienta feliz. Lo está deseando la muy putilla.

Me asombré por este apelativo, pero al no notar cambio alguno en la expresión de Ari, lo dejé pasar.

Acerqué mis manos y, separando los labios, acaricié la piel más hermosa del universo: la piel del coño de una veinteañera. Subí los dedos por la hendidura repetidamente y acariciaba el clítoris con movimientos circulares cada vez que llegaba hasta él. Los suspiros de Ari iban en aumento.

—Vamos, profe, no se corte… ese agujerito está pidiendo un dedo… Mire, mire como se va humedeciendo.

Hice caso del consejo de la morena y acerqué uno de mis dedos hacia la entrada del coño de Ari. Antes de hundirlo en su interior, lo lleve a la boca y lo salivé, Luego se lo introduje despacio, con mimo, mientras la rubia abría las piernas para dejarme ángulo.

Estuve saliendo y entrando de ella durante unos segundos. Cuando noté que la humedad era suficiente, acerqué un segundo dedo e intenté meterlo acompañando al primero.

Ari se echó hacia atrás impidiendo la maniobra y la miré extrañado.

—No, profesor, no me meta los dos que me hace daño —dijo y me detuve.

Eva, ante la interrupción de la escena, volvió a tomar el mando.

—Vamos, nena, siéntate sobre el profesor. Deja que te dé unos besitos.

La rubia se subió las bragas y, sin mayor preámbulo, se sentó a horcajadas sobre mis piernas y me arrimó la boca. Lo primero que hice al notar sus labios frente a los míos fue lamerlos con suavidad. Luego intenté abrírselos para introducirle la lengua en aquella boca que notaba que ardía incluso por fuera.

Pero de nuevo Ari se negó. Por más que forzaba la situación para que abriera la boca, ella se empeñaba en no hacerlo, dejándose besar pero con los labios apretados. Pensé que quizá tuviera mal aliento, aunque no era normal en mí, pero no me dio tiempo a darle muchas vueltas.

Por el rabillo del ojo, observé como Eva agarraba por el pelo a Ari y tiraba de él. Con un pequeño quejido, la rubia abrió la boca y aproveché para colarme dentro y saborear el aliento que brotaba de ella.

Durante los siguientes minutos le comí la boca a Ari con todas las ansias del mundo. La babeaba sin pudor y con la lengua le recorría su interior con lujuria. La sujetaba del cuello mientras lo hacía y le acariciaba el pelo con la mano libre. A veces la chica intentaba escabullirse, pero entonces Eva la sujetaba firmemente por la cabeza y no se lo permitía.

Comencé a sospechar que entre aquellas chicas había un juego secreto. Pero mi excitación y el calor que emanaba de la boca de aquella chavala me impedían pensar.

Y seguí a lo mío.

Mientras le babeaba la boca, mis manos abandonaron su cuello y se perdieron por debajo de la falda. Las introduje dentro de las bragas y le amasé el culo con avaricia; un culo pequeño pero apretado como una pelota de goma maciza. Ari se quejaba con pequeños suspiros dentro de mi boca, pero yo hacía oídos sordos y volvía a apretarle con tal de oír sus gemidos.



*​



Me dolía la boca de comerle la suya a Ari, cuando Eva dio un giro de tuerca a la situación. Tomó a la rubia de debajo de los brazos y la alejó de mi unos centímetros.

—Venga… —le dijo a Ari—. Ahora es el momento de… lo otro… Ponte de rodillas.

No tenía ni idea de lo que podía ser «lo otro», pero por la cara que puso Ari no debía de ser nada agradable. Al menos para ella. La rubia negó brevemente a Eva con la cabeza, pero esta insistió.

—Vamos, cariño, no te hagas la remolona… —le dijo—. Si lo estás deseando…

Como Ari no hiciera nada, Eva la empujó a mis pies, antes de agarrarla de las manos y llevarlas a mi cintura.

—Venga, nena, empieza… que no tenemos toda la tarde…

Con expresión de angustia, Ari estiró ambas manos y comenzó a soltar mi cinturón. Tragué saliva dos veces. Por la cabeza se me pasó la fugaz idea de que debía escapar de allí. Una cosa era magrear a la jovencita y otra era permitir que me la chupara. ¿Qué vendría después? ¿Iba Eva a obligar a su amiga a dejarse follar?

Mientras pensaba en esto, Ari ya me había desabrochado el cinturón y bajaba la cremallera de mi bragueta.

—Ahora viene lo mejor, profesor… —susurró Eva con sonrisa perversa—. Ari está como loca por besarle el soldadito. Pero levante el culete, don Carlos, deje que Ari tire del pantalón y los bóxer.

En efecto, Ari ya tiraba de ambas prendas, aunque con una cara de pavor indisimulable. Y ya no tuve la menor sospecha: Ari no estaba haciendo aquello por motu proprio, sino obligada por su amiga.

El móvil que vislumbré en las manos de Eva parecía confirmarlo: la morena nos estaba grabando.

No obstante, antes de que pudiera reaccionar, Ari ya había extraído mi polla del interior de la ropa y la sujetaba con la mano derecha mirándola despavorida. Y yo era incapaz de exigirle a Eva que apagara el teléfono.

—Vamos, querida —le animó Eva—. Mueve ese soldadito arriba y abajo para que se ponga firme…

Y soltó una risotada que resonó en las paredes de los baños.

Ari me pajeó sin ganas durante un par de minutos, tiempo más que suficiente para que mi polla se pusiera a punto de reventar. Creo poder afirmar que no la he tenido tan dura en toda mi vida. Yo la miraba sin pestañear, casi más asustado que ella.

—Hale, guapa… —volvió a ordenar Eva—. Deja de mirarla y toda para adentro…

Y Ari, sumisa, sacó la lengua y recorrió con suavidad el círculo de mi glande, provocando un calambrazo en mis testículos que me puso la carne de gallina. Antes de introducírsela en la boca, sin embargo, escupió sobre ella varias veces. La ensalivó cuanto pudo, extendiendo la saliva por todo el tronco con los dedos y se acercó con la boca abierta dispuesta a tragársela hasta la campanilla.

Y en ese momento se encendieron las luces.

Continuará...
 
—¿¡Quién anda por aquí a estas horas!?

La tarde había ido cayendo y la penumbra reinaba en los lavabos antes de que la voz de la monja resonara en las paredes del lugar y los fluorescentes se encendieran todos a la vez.

Ari dio un respingo y se echó hacia atrás, cayendo de culo sobre el suelo.

—¡Es sor Inés…! —susurró con expresión de pavor girando la cabeza hacia la puerta.

—¡Hostia, claro que es ella, la muy cabrona…! —replicó Eva acongojada.

Me puse en pie de un salto y me arreglé la ropa a toda velocidad. En efecto, yo también había reconocido la voz de sor Inés, la vieja bruja y directora del colegio. Aquella zorra no había estado muy de acuerdo con mi fichaje por parte de Nacho. Si me pillaba encerrado con aquellas chicas, no solo iba a despedirme, sino que me perseguiría por toda la ciudad para hundir mi reputación y que nadie me volviera a dar trabajo.

Miré a Eva con la histeria pintada en los ojos. No me lo podía creer, pero le estaba pidiendo que me ayudara a buscar una salida. Solo podía confiar en sus artes como alumna perversa para escapar de aquel atolladero.

—Joder, ¿qué hago…? —le susurré cogiéndola por los dos brazos.

Eva puso un dedo en sus labios y luego acercó la boca a mi oído.

—Intente escalar por la pared y pásese al cubículo de al lado —susurró—. Pero tenga cuidado de que no esté abierta la puerta, si no la habremos cagado… Yo mientras intento entretenerla.

Ari seguía sentada en el suelo, los ojos enrojecidos por el susto, y no pude por menos que sentir pena por ella. La jovencita —a pesar de sus veinte primaveras— se había metido en aquel fregado sin comerlo ni beberlo. A saber qué juego se traía su amiga Eva para obligarla a mamársela al profesor de Mates. No tenía ni idea de lo que había originado aquel embrollo, pero estaba dispuesto a aclararlo. Aunque el asunto debía esperar, lo primero era salir vivo de allí.

Mientras las chicas se apretujaban detrás de la puerta del cubículo, yo escalaba la pared de madera subiéndome al inodoro y trepando tan ligero como no había sido capaz de hacerlo en mi vida.

—¿Es que no me oís? —escuchaba a la directora de fondo mientras rezaba por lo bajo y me descolgaba hacia el otro lado de la pared—. ¿Quiénes estáis ahí dentro? Ya no son horas de andar por aquí. ¿No estaréis fumando? Sabéis que está totalmente prohibido en todo el recinto del colegio. Como no tengáis una buena excusa os la vais a cargar. ¡Estoy dispuesta a expulsaros!

Me asomé al cubículo contiguo y vi que la puerta no estaba cerrada, sino tan solo entornada. Desde su posición la bruja podría verme, así que necesitaba una buena actuación por parte de Eva para centrar en ella su atención, si no quería acabar de patitas en la calle y con mi esposa pidiéndome el divorcio por acosador. Yo, que en mi vida había osado ponerle los cuernos a Paula, me había dejado llevar al huerto por dos putillas que a saber lo que buscaban de mí.

—Somos Ari y yo, Eva… señora directora —oí hablar a la morena mientras me dejaba caer con un pie sobre la cisterna del váter y cerraba la puerta con el otro lo más despacio que podía—. Es que Ari se ha puesto mala y la estaba ayudando a vomitar.

—¿¡Y por qué no abrís la puerta!? —vociferaba la vieja, ahora dando golpes con la mano abierta.

—Es que… se ha atascado —dijo Eva y supe que en eso no mentía. El ruido del cerrojo atestiguaba que, aunque pretendía abrirlo, no lo conseguía. Le estaba dando los mismos problemas que había tenido para cerrarlo.

—A ver, yo te ayudo —dijo la bruja mientras yo ya cerraba la puerta del todo y me sentaba en el inodoro a la espera de acontecimientos—. Estoy empujando la puerta hacia ti, a ver si se abre…

—Vale, ahora pruebo…

Al sentirme casi a salvo, respiré aliviado. De buena me estaba librando. Pocos minutos después, las tres mujeres abandonaban los baños entre las explicaciones de Eva, que eran imposibles de tragar, y las amenazas de sor Inés. Ari seguía sin abrir la boca, quizá haciéndose la enferma.



*​



Esperé otros diez minutos, acojonado porque la bruja pudiera volver y, cuando di por concluido el peligro, escapé de los baños con todo el sigilo del mundo.

Después, a la carrera, recogí mis bártulos de la clase y me dirigí hacia la salida del colegio. Saludé a sor Juanita, la única que se encontraba en la portería a aquella hora, y me apresuré hacia el parking.

Según me acercaba a mi coche, descubrí de repente a una Eva relajada y sonriente. Fumaba tranquila sentada en un banco y parecía estar esperándome.

—Hola, profesor, ¿todo bien? —me soltó con sorna.

—Casi todo … —dije serio—. Pero esto que me habéis hecho es una canallada y no puede volver a repetirse.

—Ah, ¿sí? —dijo sin abandonar la ironía—. ¿Alguien le ha puesto una pistola en la cabeza, don Carlos?

Me estaba mirando el paquete al decir esto y me ruboricé. Quizá la historia se había terminado, pero era evidente que mi calentón se mantenía, y mi entrepierna era incapaz de mentir. Mi querida Paula no sabía lo bien que le iba a sentar aquella calentura cuando la pillara minutos más tarde.

—No sé qué juego os traéis, pero que sepas que no me vais a volver a engatusar.

Eva le dio una profunda calada al cigarro y formó unos aros con el humo antes de responder.

—Pues no estoy yo tan segura… —replicó sonriente—. Porque a Ari le queda mucho amor que darle…

Y lanzó una carcajada.

No entendía las bromas de Eva, pero sí veía claro que se estaba cachondeando de mí… Y tal vez también de Ari. Era mejor plegar velas y salir de allí cuanto antes. Al día siguiente lo vería todo más claro y sabría cómo afrontar la situación.

Guardé silencio ante su comentario y eché a andar hacia mi coche. Apenas había dado tres pasos, cuando divisé a Ari con un chico de su edad. El muchacho estaba sentado en el capó de un coche y la joven, metida entre sus piernas, le comía la boca como si quisiera tragársela mientras él le sobaba el culo por debajo de la falda, justo lo que yo había hecho unos minutos antes.

Me volví hacia Eva con expresión alucinada.

—¿Quién es ese?

—¿Quién, ese…? —repuso volviendo a expulsar una bocanada de humo—. Pues es un tal Chovi, el novio de Ari. ¿Por qué?

Intenté reprimir mi estupor, aunque probablemente no lo conseguí.

—Ah, ¿pero Ari tiene novio?

—Bueno, novio, novio… —respondió la morena—. En realidad es el tercer chico de este mes, tampoco es que se vaya a casar con él…

Tragué saliva, sin saber qué responder.

—Pero tranquilo, don Carlos… —soltó otra de sus risitas—. Que a quien Ari ama de verdad es a usted. Ya lo verá…

Y, sin decir nada más, se levantó y salió a buen paso en dirección contraria a donde la parejita se relamían los labios y resegaban sus entrepiernas con tanta ansia que estaba seguro de que no andaban muy lejos de correrse a dúo.





Las cosas de Nacho​



Dos días después, a la hora del recreo, me encontraba desayunando con Nacho en la cafetería frente al centro de estudios. Mi amigo se mantenía en plena forma, duro de gimnasio, y se permitía unos desayunos pantagruélicos, mientras yo apenas me tomaba un café con sacarina y leche desnatada.

Aquella mañana repasábamos las semanas que llevaba en el colegio. Él me preguntaba si me sentía a gusto, tras mis primeros momentos de dudas. Yo le sonreía y le confirmaba que así era, cosa en la que no mentía. Los comienzos habían sido un tanto titubeantes, pero a medida que pasaban los días me iba sintiendo más seguro como profesor y hasta empezaba a cogerle el gusto.

Cuando casi acabábamos con los restos del café, una jovencita se plantó en la puerta de la cafetería y, tras echar un vistazo a todos lados, fijó la mirada en nuestra mesa.

Se trataba de Ari, que se había quedado parada tras entrar en el bar y al localizarme me miraba con sonrisa pícara. Tuve que reconocer que estaba incluso más bella que dos días atrás, durante nuestra aventura en los baños. La acompañaba una de sus amigas a la que no reconocí, pero esta se despidió de ella y se fue hacia uno de los extremos de la barra.

No había visto a Ari desde la tarde fatídica, y la observaba tan embobado que no pude evitar que nuestras miradas se encontraran. Tragué saliva y traté de disimular. Por el rabillo del ojo la seguía observando, sin embargo. Ella no retiraba su mirada. Muy al contrario, la mantenía fijamente en mí. Nacho estaba justo a mi derecha y no se había percatado del duelo visual. Esperaba que la chica no hiciera ninguna locura. Un numerito de colegiala encaprichada sería mi ruina.

¡Joder, aunque fuera mayor de edad, Ari era casi una niña! ¡Y yo estaba casado y le doblaba los años! Podía perder muchas cosas a la vez: el trabajo, la amistad de Nacho y mi matrimonio. Sin contar con mi reputación.

«Ostras, Ari —le decía con los ojos, al borde del infarto—, vete con tus amigas y deja de jugar.»

Giré la cabeza hacia Nacho, que había alzado los ojos y parecía haber detectado a la joven. Tardé solo un segundo en volver la vista, pero al mirar de nuevo hacia la puerta Ari ya no estaba allí. La busqué por el local angustiado, hasta que la descubrí a unos cinco metros de nuestra posición. Había sorteado algunas mesas y venía directamente hacia mí. Sonreía con sus pícaros ojos y parecía tener prisa por llegar.

Deseé que la tierra me tragara. Miré hacia todos lados, pero no vi una vía de escape. Haría más ruido si intentaba huir que si me arrugaba y capeaba el temporal con alguna excusa en el caso de que Ari hiciera alguna locura. La chica ya estaba a menos de tres metros… menos de dos… a solo un metro…

Cerré los ojos, la tensión era insoportable.

Cuando imaginaba que me diría algo, Ari me bordeó y, lanzándose hacia Nacho, comenzó a abrazarle y a besuquearle como si entre ellos existiera una gran confianza.

«¡No me jodas! —pensé indignado—. ¡No me fastidies que el cabrón de Nacho se ha tirado a la chiquilla!»

—¡Papá! Qué alegría verte… —dijo Ari tras soltar su abrazo, sentándose en las rodillas de mi amigo.

Mis ojos no hubieran podido abrirse más. ¿Había dicho «papá»?

—Uy, Ari, qué miedo me das… —repuso Nacho con sonrisa de pillo—. A ver qué me quieres sacar ahora…

—¿Quién, yo…? —dijo la chica fingiendo enojo—. Con lo que yo te quiero y lo mal que me lo pagas…

—Jajaja… —reía Nacho, orgulloso, mientras la chica le besaba en la cara con aquellos labios que había saboreado yo en los lavabos pocos días antes y la lengua que me había recorrido el capullo para ensalivarlo.

Joder, me dije, pues era verdad, ¡Nacho era el padre de Ari! ¿Cómo no la había reconocido? Si en realidad conocía a aquella nena desde que no levantaba un palmo del suelo.

—Espera, deja de besuquearme… que te presento a mi amigo Carlos… —dijo Nacho.

—Bah, papá… pero qué me vas a presentar… —replicó ella—, si es mi profe de mates, el que no me quiere subir medio punto la nota… Yo que tú le hacía pagar el desayuno.

—Ah, ¿sí? —me miró mi amigo con asombro—. ¿Pero también das clase a los mayores?

—Por dios, Nacho, no me escuchas… —le amonesté—. Te dije que sor Inés me había encasquetado unas suplencias con los mayores por la baja de Lucía, ¿no lo recuerdas?

—Ah, pues ni idea… —rió mi amigo—. Pero si tú lo dices…

Ari me miraba con expresión de guasa, se lo debía de estar pasando en grande.

—Pero… —dije yo tragando saliva. Aún no había digerido que aquella chica a la que había medio follado con un dedo pudiera ser la hija de mi amigo—. ¿Tanto tiempo ha pasado? Pero si la última vez que vi a tu niña… tan solo gateaba o poco más.

—Pues aquí la tienes… —replicó orgulloso—. Esta es la misma pequeñaja con coletas que se te subía encima y no te dejaba ver el fútbol. ¡Fíjate lo mayor que está ahora! ¿Cuántos has cumplido, Ari? ¿Diecinueve o Veinte?

—Pero, papá —se enojó la chica—. ¿No me digas que no recuerdas mi edad?

—Bueno, qué más da… —se disculpó Nacho—. Toma los cincuenta euros que venías a sacarme y déjanos a Carlos y a mí tranquilos. Anda, corre con tus amigas, que me tienes tan embobado que me sacas lo que quieres, jodía

La chica cogió el billete al vuelo y salió a la carrera. Antes de desaparecer de nuestra vista, me guiñó un ojo sin que su padre lo notara.

Yo me había quedado pensativo. El recuerdo del que había hablado Nacho retornaba a mi memoria y yo quería morirme. Había sobado y morreado a aquella muchacha con la avaricia que provoca la lujuria. Y le había acariciado el coño por fuera y por dentro. Una jovencita a la que no había visto desde hacía años, pero que había conocido en otro tiempo, cuando Paula y yo estábamos muy unidos a Nacho y su mujer. La bilis me subía y me bajaba del estómago a la garganta y viceversa.

—Bueno, tío —cortó Nacho mis pensamientos—, ¿de que estábamos hablando? Ah, sí, de la comida que tenemos que hacer en mi casa para celebrar nuestro reencuentro después de tanto tiempo. Creo que la estamos postergando demasiado.



Continuará...
 
A última hora de la mañana me tocaba clase en el aula de Eva y Ari. Estuve acojonado hasta que el timbre señaló el final. Tuve suerte, sin embargo, ninguna de las dos tuvo una salida de tono, ni de palabra ni de obra, y el tiempo transcurrió sin percances.

No obstante, cuando dejaba el colegio para ir a comer, Eva me tomó el paso en la explanada del parking y me sorprendió una vez más.

—Oiga, profe, ¿qué tal el viernes por la tarde?

—¿Qué…? —no tenía ni idea de a qué se refería. O, mejor dicho, prefería no tenerla.

—Pues ya sabe… —replicó chistosa—. Para terminar la faena con Ari. La chica tiene aún mucho amor que darle y con la interrupción de la bruja se quedó a medias la pobre.

Tosí atragantado. No sabía qué responder. Había supuesto que la broma se habría evaporado como una tormenta de verano, pero al parecer no era así.

—Mira, Eva —conseguí decir—. Esto se ha terminado. Ni tiene ningún sentido, ni me apetece seguir con el juego. Así que olvídalo y dejadme en paz.

Eva, mirando sin pudor a mi entrepierna, decidió burlarse una vez más de mi erección incipiente.

—Vaya, pues parece que su soldadito opina lo contrario.

Me ruboricé sin poder evitarlo. La jovencita siempre iba por delante, por lo visto. ¡Una puñetera cría de veintidós años!

—Te voy a decir algo —tomé aire—. El padre de Ari es mi jefe. Si se entera de lo que ha pasado, no solo me despedirá, sino que me matará. Sin contar con lo que me hará mi mujer… y con razón.

Hablaba totalmente en serio. Estaba acojonado. Pero Eva no se rendía fácilmente.

—¿Y quién se lo va a decir? —me retó con la mirada—. ¿Usted?

—Eva…

—Espere… —me cortó—. Antes de tomar una decisión, piense en las tetitas de Ari. Tan pequeñas, tan suaves, tan blancas… con esos pezoncitos sonrosados. Y la nena loca por que usted se las sobe y se las muerda…

Hizo un gesto de león mostrándome los dientes y mi entrepierna dio un salto bajo los pantalones.

Soltó una carcajada al ver que me estremecía y luego prosiguió.

—Y esos muslos… —dijo insinuante y mi erección ya era indisimulable, hasta el punto de que tuve que taparla con la cartera para evitar que la notara todo el que pasaba—. ¿No me diga que no ha soñado con los muslos de Ari y con ese chochito tan cerradito al final de ellos después de lo de la otra tarde? Venga, profesor, déjese de monsergas y láncese a la piscina. Carpe diem, profe, que una oportunidad como esta no la va a tener a menudo. Usted la disfruta, Ari se libera de su capricho, y después como si no hubiera pasado nada.

Me mordí la lengua. No podía aceptar, pero la golfilla me había puesto tan cachondo que apenas podía respirar. Así que solo solté un gruñido y, aunque no dije que sí, tampoco que no, al menos con palabras.

Y Eva lo tomó como una afirmación.

—Pues nada, el viernes nos vemos a la salida de las clases de la tarde —soltó alegre—. Iremos a casa de mis abuelos, que están de viaje por Australia. En su barrio pasaremos desapercibidos. Es una zona de chalets muy discreta y tranquila. Ya verá que bien lo pasamos, profe, no se arrepentirá.



*​



Cuando llegué a casa por la tarde, Paula me esperaba con un picardías nuevo que acababa de estrenar. Sin embargo, con todo el lío que me traía a cuenta de la golfilla de Eva, tuve que rechazar su ofrecimiento.

Mi mujer, que se había acostumbrado a mis sesiones de sexo de media tarde, notó que algo ocurría. Y, por supuesto, preguntó.

—¿Qué te pasa? —preguntó tras abrirme una cerveza sobre la mesita del salón—. No me dirás que tienes problemas en el colegio. Si te despiden de nuevo vamos a seguir tirando de los ahorros, y ya no nos queda tanto. No me gustaría volver a lo que nos pasó hace años.

No podía decirle que tenía problemas de acoso sexual por parte de una alumna perversa, por lo que tuve que mentir.

—Oh, no, todo va bien… —me disculpé y le di un trago a la botella—. Lo que pasa es que estoy cansado. Verás como se me pasa y otro día te hago un estreno de ese picardías por todo lo alto.

Paula siempre se mostraba comprensiva conmigo, y esta vez no lo fue menos.

—Bueno, tampoco pasa nada, lo podemos estrenar cuando quieras. Total, se trata solo de quitármelo…

Reímos la broma y, tras un trago de la botella, comencé a relajarme.

Era el momento de comentarle lo de la invitación de Nacho para comer en su casa. Sabía que la idea no iba a hacerle gracia. Por alguna razón que desconocía, Eva y Nacho no se llevaban excesivamente bien. Pero Nacho, además de mi amigo, ahora era mi jefe y había que corresponder a su invitación. La vieja historia de quedar bien con tus superiores y esas cosas.

—Tengo algo que decirte, es una noticia excelente.

Paula me miró con aire de mosqueo. Me conocía demasiado bien como para venderle una moto. No debía haber empezado con una frase tan entusiasta, se me había notado demasiado que intentaba colarle una trola.

—¿Te han subido el sueldo? —bromeó ella sin muchas ganas.

—Uy, ya quisiera… —reí para hacer tiempo—. Pero como profesor no creo que me vayan a subir el sueldo muy a menudo.

—¿Entonces?

—Pues, verás… —tomé aire y solté la «buena nueva»—. ¡Nacho nos ha preparado una comida en su casa para celebrar nuestro reencuentro!

—¿¡Qué!? —sus ojos se agrandaron como espantados.

—Pues eso, que quiere que nos juntemos de nuevo las dos parejas. Dice que no entiende cómo pudimos separarnos con lo unidos que estábamos en otro tiempo.

—No me jodas… —dijo Paula con expresión de desagrado.

—Tiene razón, yo tampoco lo entiendo —repliqué—. Y mira si el tío es majo, que está preparando la piscina del chalet para que pasemos el día todos juntos. Y así aprovechamos el veranillo adelantado que estamos teniendo. Primero nos bañamos, luego comemos y, tras la sobremesa, nos tomamos unas copas.

Paula se puso de pie. Se cruzó de brazos y comenzó a dar paseos alrededor del salón. Se la veía mosqueada.

La miraba ir y venir con el picardías transparente que apenas le cubría la mitad del cuerpo y mi instinto depredador comenzaba a resucitar. Aquellos muslos y aquellas tetas no parecían los de una mujer de cuarenta años. Ninguna de sus nuevas amigas la echaban más de treinta y cinco y ella no las contradecía, a sabiendas de que estaba todavía más que aprovechable, muy lejos del estándar de las mujeres de su edad.

—No quiero ir… —fueron sus palabras tras varios minutos de silencio—. Búscate una excusa creíble y líbrate del compromiso, te lo ruego.

—Pero, por dios, Paula… —me quejé—. Puedo buscar una excusa para un día, quizá para dos… pero no puedo buscar excusas para todos los días del año…

Paula dio una patadita al suelo, enfadada.

—Ya sabía yo que no debías aceptar la oferta de trabajo de ese tío… Me imaginaba que acabaría así.

—¿Pero por qué dices «ese tío»? ¿Qué bicho te ha picado? —Ahora era yo el que empezaba a mosquearse—. ¿Pero qué te ha hecho? Además, ahora que lo pienso, si nos distanciamos de él y de Laura fue por ti. Hasta hoy no me había dado cuenta, pero ahora lo veo claro.

Me miró fijamente. Luego saltó como una gata enjaulada.

—Sí, fui yo la que te fue alejando de Nacho. Primero animándote a que aceptaras el trabajo en el sur. Y luego cambiando nuestros números de teléfono para que no nos encontraran.

—¿Qué…?

—Lo que oyes… —confirmó ante mi estupor—. ¿Y sabes por qué?

—Joder, ni idea…

—Tu amigo Nacho es un putero asqueroso, eso lo sabes, ¿no?

—Pues claro, ¿y…?

—A ver, hijo, que parece que estás ciego… —suspiró antes de soltar la bomba—. Pues que sepas que el muy cabrón siempre me ha mirado con mirada sucia.

—¿Mi… mirada… sucia? —No podía creer lo que oía—. ¿Qué quieres decir con mirada sucia?

—Joder, está claro, ¿no…? —se impacientaba—. El muy cerdo se pasaba todo el tiempo tirándome indirectas, que si yo era demasiado guapa para ti, que si él me podría hacer su reina. Vamos… que no te enteras… que se moría por follarme, so bobo…

La boca se me había resecado.

—No me lo puedo creer…

—Pues créetelo… —respiró agitada—. Y tú no te dabas ni cuenta cuando me tocaba el culo cada vez que pasaba a mi lado.

Le eché un trago a la botella de cerveza para deshacer la bola que se me había formado en la garganta.

—¿No… serían imaginaciones tuyas…? —le dije en cuanto pude hablar—. No sé… a lo mejor lo malinterpretaste.

Me echó una mirada furibunda.

—Ah, ¿sí? ¿Eso es lo que crees? —dijo con el tono subido—. ¿Quieres que te cuente lo que pasó la última noche que nos vimos? Estuvimos en aquella disco de moda del centro, ¿recuerdas?

—Sí, claro que recuerdo… —repuse pensativo—. Ahora que lo dices, fue días después de esa noche cuando empezaste a insistir que aceptara el trabajo en Málaga.

—Eso es… ¿Y sabes por qué fue? ¿Quieres que te lo cuente?

Me estaba empezando a acojonar, incluso más que con Eva y Ari.

Y solo pude confirmar con un movimiento de cabeza.

Continuará...
 
La miré con el estupor pintado en la cara y Paula se arrancó con la historia.

—Pues resultó que a eso de la una de la mañana, cuando yo estaba loca por irme a casa, se me ocurrió ir al baño porque me meaba viva. Pero parecía que en aquella discoteca era hora punta, porque el baño de las chicas tenía una cola que casi llegaba a la pista de baile.

Tragué saliva. Y empecé a visualizar el relato de Paula. La imagen de la disco se mostró clara en mi mente a pesar del paso de los años.

—Desesperada como estaba, Nacho se me acercó y me ofreció una solución: Como el baño de los chicos apenas estaba ocupado, me reservaría un cubículo y me ayudaría a pasar dentro sin que ningún tío me molestara. Además, él vigilaría en la puerta mientras terminaba.

»Sospeché algo, pero no estaba para discusiones, así que acepté. ¡Joder, Carlos, era tu amigo, cómo iba a dudar de él! Hicimos como había planeado y, tras sentarme en la taza, me sentí aliviada. Antes de terminar, sin embargo, noté ruidos en la cerradura. Me tapé como pude, estaba con las bragas a media pierna, pero con la falda me cubrí los muslos.

—Hostia, Paula, ¿estás hablando en serio? —la interrumpí.

—Totalmente en serio —respondió—. ¿Quieres saber lo que pasó o lo dejo?

—Sí… sigue… —repuse sin muchas ganas. Hubiera preferido no saber, pero no podía quedarme a medias, la duda se me clavaría como una espina y sería mucho peor.

Y Paula continuó con su historia

—Cuando entró no noté nada, pero enseguida me di cuenta de que llevaba la polla en la mano.

—¿¡Qué!?

—Pues eso, el muy cerdo se la había sacado por la bragueta. Pasmada por la sorpresa, solo pude echarme hacia atrás. Pero él se me lanzó encima y me la arrimó a los labios, al tiempo que me rogaba que me la metiera en la boca. Se le notaba fuera de sí de puro cachondo. Yo me asusté con sus malos modos, así que intenté levantarme para salir de allí.

Al ponerme en pie, sin embargo, se lo dejé a huevo. Primero comenzó a morrearme y luego me metió la mano bajo la falda. Antes de poder quejarme, ya me había metido dos dedos en el coño. En eso sí que es bueno tu amiguito, por lo visto, sabe encontrar el agujero en un segundo hasta con los ojos cerrados.

—¿Seguro que no estaba… borracho? —conseguí decir atragantado como me hallaba.

—Pues qué sé yo… Achispado sí que estaba, como todos… Pero lo que estaba era que se subía por las paredes de lo caliente que se había puesto. Ya te he dicho que me tenía muchas ganas, y no se cortaba un pelo en decírmelo en cuanto tú no estabas cerca. Sabía el muy cerdo que yo no te iría con el cuento por el pudor y la vergüenza que sentía.

Me estaba cagando en todos los muertos de Nacho por lo bajo, pero no sabía qué decir. Cualquier exabrupto se quedaría corto. Al final dije la primera bobada que se me ocurrió.

—Y… cuando empezó a tocarte bajo la falda… ¿No pudiste pararle con las manos?

—Imposible, te lo juro, me faltaban manos para tapar todos los frentes. Así que lo único que hice fue empujarle lo más que pude. Por suerte, cuando peor estaba la cosa, la voz de Laura me salvó.

—¿Laura? ¿Cómo?

—Pues sí, Laura debía de haberme visto entrar en el lavabo de los tíos y, al ver que tardaba, metió la cabeza para llamarme y preguntar si me iba bien. Nacho se llevó un buen susto y me dejó libre. Yo me subí las bragas como pude y salí del cubículo a la carrera.

—Joder… —dije atragantado y volví a beber de la botella.

Paula suspiró y soltó la moraleja.

—Pues eso… ya sabes ahora por qué me cae mal tu amiguito Nacho.

Trataba de razonar lo que había oído, y encontrar respuestas en la medida de lo posible. Parecía imposible, pero tenía que intentar no enervarme. Si me dejaba llevar por la mala leche, solo podría provocar más problemas.

—¿Pero, y tú…? —dije tras reflexionar—. ¿Por qué no me dijiste nada?

Tomó mi botella de cerveza y le dio un largo trago. Luego respondió.

—No quise armar más bulla. Ya te lo he dicho, bastante vergüenza tenía yo encima. Y, además, tendría que luchar contra vuestra incredulidad, la tuya y la de Laura… A saber lo que hubierais pensado los dos. Es lo que está ocurriendo ahora, que no te lo puedes creer.

—Será cabrón el muy…

—Así que opté por la solución más fácil: convencerte para largarnos de esta ciudad. Maldita la hora en la que hemos vuelto.

Tras unos minutos de intentar calmarnos, no llegamos a ninguna conclusión sobre qué hacer con la celebración en casa de Nacho.

—No sé… —dije yo al cabo—. ¿Te parece si lo dejamos por hoy y lo hablamos con calma más adelante? Yo le iré dando largas hasta que no se pueda más y lo vamos pensando mientras, ¿te parece?

Paula estuvo de acuerdo y dejamos el asunto aparcado para mejor ocasión.

En cuanto a lo que hacer con Nacho, decidí que tenía que darle alguna vuelta al asunto antes de decidirme a hacer algo. De ninguna de las maneras aquella afrenta podía quedar impune. Pero la venganza tendría que esperar, la dejaría enfriar como dice el proverbio y luego golpearía con todas mis fuerzas. Eso sí, dejaría a Paula al margen, bastante tenía la pobre con soportar la vergüenza de lo que le había pasado con el tipejo para hacerla revivir todo de nuevo.

El muy hijo de su madre se iba a enterar de quién era yo.

¡Vaya si se enteraría!



La casa de los abuelos​



La tarde del viernes me encontraba tan nervioso que apenas di pie con bola. Al acabar la última clase, bajaba aterrado las escaleras del colegio que daban al parking. Miraba hacia la explanada con miedo a encontrarme con Eva o Ari. La morena había dicho que me buscaría a la salida y tenía la sensación de que cumpliría su palabra.

Por si eso ocurría, me había hecho el firme propósito de negarme a seguirle el rollo, por mucho que insistiera. Era solo una cría un par de años mayor que Ari, ¿por qué iba a dejarme manipular por ella?

De todas formas, por si al final la chica era capaz de enredarme, le había soltado a Paula un rollo como excusa. En mi trola había incluido una reunión con los padres de un alumno, una mesa de profesores para las notas de los trimestrales y alguna cosilla más.

Caminé con cautela y, al no ver a ninguna jovencita esperándome en el parking, suspiré aliviado y me relajé. El bicho de Eva debía de haber renunciado a seguir con sus jueguecitos. Eso, o quizá Ari se había negado a seguirle la corriente a la pirada de su amiga.

Era una suerte, bufé feliz, podría irme a casa y jugar con Paula, que llevaba tiempo pidiéndome estrenar el picardías y aún no había sido capaz de complacerla.

Dejé la cartera en el asiento trasero del Volvo y arranqué el motor. Tras mover la palanca del cambio automático hacia adelante, el coche se desplazó suavemente por el descampado que daba salida a la avenida principal. Cuando llegaba casi al cruce, bajé la vista para conectar la radio. Enseguida comenzaría la final de baloncesto de la Eurocopa y podría escuchar el partido camino a casa.

Solo me despisté un segundo, pero apenas moví los ojos escuché un golpe en la chapa que me hizo levantar la cabeza después de pisar el freno a fondo.

—¡Joder, profe, que casi me atropella! —soltó Eva airada acercándose a la ventanilla tras golpear con sus manos el capó—. ¿Es que no me ve?

Carraspeé espantado. Había faltado un milímetro para llevarme por delante a la chica, aunque a aquella velocidad no habría sido para tanto, pensé como auto excusa.

Bajé la ventanilla y le pregunté mosqueado.

—¿Y tú qué haces aquí en medio, si se puede saber? —dije, aunque conocía de sobra la respuesta. Mis piernas comenzaban a temblar.

—Joder, profe, habíamos quedado para ir a casa de mis abuelos… ¿Se acuerda o le hago un mapa? —dijo bajando el tono—. ¿Y no pensará que le vamos a esperar a la puerta del colegio para que las monjas nos vean entrar en su coche?

La chica había hablado en plural, y me temí lo peor. Giré la cabeza hacia la derecha y allí, en efecto, se encontraba Ari plantada con los libros sobre el pecho. Su expresión era serena, menos asustada que el día de los baños. Mascaba un chicle y hacía globitos con él estirando los labios como en un beso.

Enseguida pasé a la acción. Eva tenía razón, no podía dejarme ver con las dos chicas subiéndose a mi coche. Abrí las puertas y las urgí a subir. Ya discutiría con ellas en un lugar que estuviera menos a la vista de todo el mundo.

—Yo le guío, profe… —tomó el mando Eva en cuanto el Volvo enfiló la calle principal—. Gire a la derecha en aquel semáforo.

Miré por el retrovisor. Ari mascaba su chicle con aire indiferente. Eva, en el asiento del copiloto, no paraba de darme indicaciones, que yo seguía por inercia. No era momento de disputas, sino de salir de allí lo antes posible.

Mientras avanzábamos entre los coches, vigilaba a Ari por el rabillo del ojo. Darme cuenta de que aquella muchacha podría estar desnuda ante mí en los próximos minutos empezaba a surtir efecto entre mis piernas. Mi erección no había dejado de crecer desde que habíamos perdido de vista el colegio.

Y no podía dejar de sentirme culpable. Aquella criatura había jugado sobre mis rodillas no hacía tanto. Aunque había que decir que a sus veinte ya no se parecía a la niña que conocí, precisamente.

—¿Tú estás de acuerdo con esto? —le pregunté mirándola a los ojos a través del espejo.

Ari se encogió de hombros como si no fuera con ella.

—¿Qué pasaría si se enterara tu padre? Ya sabes que somos amigos…

—Venga, profe, no sea muermo —interrumpió Eva—. ¿Por qué se va a enterar su padre? ¿Se lo va a decir usted?

Las excusas de Eva no evolucionaban, se repetía de forma constante. Todo lo que sabía decir era que nadie se iba a enterar. Pero ¿y si no era así? ¿Quién las iba a pasar canutas, ellas o yo? Ignoré a la morena y volví a la carga con Ari.

—¿No dices nada? ¿Te da igual? ¿Le quieres poner los cuernos a tu novio?

Ari volvió la cabeza y miró por la ventanilla hacia ninguna parte. No respondió, parecía que pasaba de todo. O que estaba totalmente manipulada por su amiga.

—Joder, profe, que Ari no tiene novio… —soltó Eva en su lugar.

—¿Cómo que no? —protesté —. Si lo vi el otro día con mis propios ojos…

—Ah, se refiere a Chovi —replicó Eva—. Ni caso, profe, Chovi y Ari han roto ayer. Ari prefiere centrarse en su amor por usted. Al menos hasta que haya podido superarlo y concentrarse en los estudios. ¿No querrá usted privar a la chica de sacar un notable en el examen de recuperación, no?

Yo me rebelaba ante el silencio de la hija de Nacho e insistía.

—Joder, Ari, ¿se te ha comido la lengua el gato? ¿Por qué callas y aceptas todo lo que dice Eva?

Pero no hubo forma de sacarla de su silencio.



*​



Tras cuarto de hora de seguir las indicaciones de Eva, entramos en una zona de chalets antiguos, rodeados de muros rebosantes de vegetación que los aislaban del exterior. Las calles se hallaban en completa calma. Había pocos coches y menos transeúntes. Tuve que aceptar que Eva había elegido el sitio adecuado para mantener el secreto de lo que íbamos a hacer allí.



Continuará...
 
Hola, buenas noches

La venganza promete, pero suele traer consecuencias... veremos.

Saludos y gracias por el trabajo bien hecho.

Hotam
 
Al llegar a una zona de arbolado, Eva me pidió que me detuviera.

—Mire, profe, aparque en esa calle que cruza y luego venga andando hasta el chalet de la puerta amarilla. Es la de mis abuelos. Ari y yo vamos por delante para que no nos vean juntos.

Suspiré enfadado. Durante el trayecto había ido reflexionando sobre lo que haría. Y había decidido finalmente que no iba a dejarme manipular por dos jovencitas como si fuera un adolescente salido.

—Ni de coña —repuse—. Fin del trayecto. Aquí os dejo a las dos y yo me voy para mi casa.

Eva puso expresión de guasa. Me hubiera parecido mejor que hubiera sido una expresión de enfado, pero al parecer la chica prefería moverse en la ironía que en la disputa.

—Venga, profe, no me vacile… —dijo burlona.

—No te estoy vacilando, que sepas que no pienso entrar en la casa de tus abuelos…

La golfilla no se arredró con mis palabras, sino que acrecentó la chanza. Para ello le bastó con señalar a mi entrepierna y repetir con sorna:

—Pues a mí me parece que su soldadito sigue opinando lo contrario, como siempre.

Una vez más había utilizado la excusa que yo le ponía a huevo. Me enfurecí conmigo mismo por dejárselo tan fácil.

Y es que mi erección había superado los límites de la decencia. Eva no necesitaba esforzarse mucho para convencerme. Solo con mirar hacia atrás y ver la falda arremangada de Ari sobre aquellos muslos lechosos podía obrar el milagro. Y lo estaba obrando, al menos con mi «soldadito», como lo llamaba ella.

—Pues haga lo que quiera, profe —sentenció la morena bajando del coche—. Nosotras vamos para allá y le esperamos. Voy sacando unas copas para que no diga que soy mala anfitriona. Vamos, Ari, deja de mirar a las musarañas, que tienes que ponerte guapa para don Carlos.



*​



Me quedé observando como movían sus caderas, los libros contra el pecho, en dirección al chalet de la puerta amarilla. Aquellas putillas sabían lo que se hacían. Me habían puesto a más de cien con solo enseñar las piernas bajo la falda, que se movía a un lado y al otro al ritmo de sus pasos. Sus pechos núbiles, además, parecían estar llamando a ser babeados bajo la fina camisa blanca del uniforme, cosa que sería capaz de volver loco a cualquiera, mucho más a un cuarentón como yo.

Pero había tomado la determinación de que iba a marcharme. Esta vez no ocurriría como la tarde en los baños, cuando me dejé arrastrar por la lujuria y perdí la cabeza. Arrancaría el coche y saldría de allí a la carrera, antes de que la tentación pudiera conmigo.

Puse el Volvo en marcha y empujé la palanca del cambio automático. Moví el volante para salir de la plaza de aparcamiento y, de pronto, una imagen se dibujó sobre el parabrisas.

En la imagen se podía ver a una mujer sentada sobre el inodoro de un baño de discoteca. Un hombre, de espaldas, intentaba besarla a toda costa mientras le metía las manos por debajo de la falda. Las bragas de encaje, que antes se sujetaban sobre los muslos, ahora caían a plomo a sus pies. Cuando el hombre conseguía apoderarse de su interior, la mujer, intentando huir de él, se levantaba la falda sin querer y podía verse la mano del cerdo moverse adelante y atrás, sus dedos entrando y saliendo del coño de ella.

El hombre era Nacho. Y la mujer, Paula, ¡mi esposa!

«¡Me cago en su p…!», blasfemé para mí. Mi amigo del alma había intentado aprovecharse de Paula. Y si no hubiera sido por su mujer, Laura, tal vez lo habría conseguido».

Lo vi claro, aquella afrenta clamaba venganza. Y qué mejor venganza que follarme a su propia hija. Total, si como decía Eva, Ari era una golfilla de tres novios por mes, la chica debía de tener el coño como la boca del metro. Una polla más o menos no la iba a afectar ni para bien ni para mal.

Este pensamiento me obligó a ajustarme el instrumento bajo los pantalones, tan empalmado me encontraba a esas alturas.

Apagué el motor decidido, me bajé del coche a toda prisa, y en pocos segundos me aferraba a las verjas de la puerta amarilla. Esta se abrió sin necesidad de esforzarme. Eva cuidaba los detalles y la había dejado entornada, sabiendo que al final sucumbiría a la tentación.

«¡A la mierda con todo! —me dije— se acabaron los remilgos». Me tomaría un par de copas para darme valor y me follaría a la rubia. Eso, al menos. Porque si la cosa se me ponía a tiro me las iba a follar a las dos, se pusieran como se pusieran.

Por zorras.



*​



Desde la valla exterior, crucé un camino de losetas hasta llegar a la puerta del chalet —más bien una casa baja de las de antes, con un solo piso— y comprobé que su puerta se encontraba igualmente abierta. Entré en el recibidor y me dirigí hacia lo que parecía el salón, de unas dimensiones bastante espaciosas para tratarse de una casa más bien modesta.

Las dos chicas se encontraban allí y mezclaban coca-cola con diferentes licores en tres copas repletas de hielo. Al parecer Eva había cumplido la promesa de que me esperarían con la copa preparada.

—¿Gin? —pregunto la morena, mirándome por el rabillo del ojo.

—No, prefiero ron negrita, si tienes —respondí.

Los primeros momentos —brindis, tragos cortos y miradas alrededor de la sala— fueron un tanto timoratos por parte de los tres. Luego Eva tomó el control y propuso bailar al ritmo de una música que llamó «movidita» y que había puesto en un viejo aparato reproductor de CD. Comenzamos a movernos cada uno a su bola y, tras los primeros tragos, se notaba que nos íbamos soltando poco a poco.

El ritmo del baile fue acelerando tras los primeros instantes. Cuando acabé mi primera copa y empecé con la segunda, la chaqueta, la corbata y hasta los zapatos habían volado hasta una vieja mecedora al lado del televisor. Eva reía a carcajadas viéndome moverme como un «pingüino pirado», según sus propias palabras, al son de la música.

Tenía que reconocer que los apodos de Eva solían ser acertados y de lo más divertido.

Ari, la más apocada de todos, nos miraba a Eva y a mí rebuscar el mejor rock entre los discos de su abuelo, un tipo marchoso y «viejo rockero de los que nunca mueren», según su nieta.

Finalmente, la morena cambió de tercio y pasó de la música marchosa a otra lenta, más bailable en pareja que por separado. Se veía su maniobra para ir entrando en faena. Ari se mostró arisca a la hora de inaugurar el baile lento y Eva, siempre en vanguardia, se abrazó a mí para iniciarlo.

Tanto pegaba su cuerpo al mío mientras girábamos suavemente, que por obligación tenía que estar sintiendo la dureza de mi polla sobre su bajo vientre.



*​



EVA

Parecía que el viejo bribón ya no podía estar más cachondo. ¡Como se resegaba contra mí, el muy asqueroso, que decía una cosa con su boquita, pero con su polla la contraria! Si hubiera seguido bailando con él, cabía la posibilidad de que se lanzara a desnudarme enloquecido. O, como mínimo, se habría corrido en los pantalones rozándose conmigo, lo que habría constituido un inconveniente serio.

Porque la cosa esta vez no iba de mí, sino de Ari. Así que tras bailar los primeros temas lentos, me separé del profe y tiré del brazo de mi amiga, que se había sentado sobre el sillón de tres plazas de mis abuelos. En ese momento pasaba uno tras otro los CD de la caja donde criaban polvo haciéndose la despistada y me miró desganada. Le devolví la mirada con un reproche y ella aceptó mi reprimenda en silencio.

Le desabroché tres botones del escote de la camisa del uniforme, antes de entregársela al profesor, que la recibió asiéndola por las caderas y pegando la entrepierna a su vientre. Con los zapatos de ligero tacón de ella, y descalzo como se hallaba él, la diferencia de altura no era tan acusada. Calculé que podrían magrearse de pie a conciencia, antes de pasar al siguiente acto sobre el sofá.

—Así, bien juntitos, como buenos chicos… —les dije con una pizca de picardía.

Una vez unidos y en pleno baile, tiré de las mangas de la chaqueta de punto de mi amiga y en pocos segundos Ari se encontraba en las mismas condiciones que el profe: la camisa al aire y por fuera de la cintura. Por los botones desabrochados del escote se mostraban las copas de un sujetador mini, que podía ser retirado de allí con solo empujarlo hacia arriba.

Por un momento, mi amiga se separó unos centímetros del profesor. Una alarma se activó en mi cerebro. Y, vigilante como me hallaba, les empujé fuertemente para que sus cuerpos se pegaran como lapas. Por un lado, no podía permitir que la erección del profesor se enfriara. Por el otro, necesitaba que Ari comenzara a cocerse en su propia salsa. Sin prisa, pero sin pausa. Si no, no conseguiríamos aquello para lo que estábamos allí.

Pasaron dos canciones antes de que me mosqueara por la ausencia de besos. Una nueva alarma se activó. Y mientras bailaba a su lado abrazada a un cojín, tomé de la melena a Ari y le levanté la cabeza.

—Abre esa boquita de puta, cariño —le susurré a mi amiga al oído.

Ari soltó un ligero quejido por el tirón del pelo, pero acató mi orden sin rechistar.

Cuando el profe comenzó a comerle la boca y ella abrió los labios para dejarse invadir por su lengua, suspiré. La cosa no iba tan mal. Lo que tenía que pasar, tenía que pasar. Y cuanto antes ocurriera, mejor. No teníamos toda la tarde.

Tras los primeros besos, el profesor se vino arriba y comenzó a alzarle la falda por detrás. Le apretaba las dos nalgas con ansia mientras su lengua jugaba con la de mi amiga entrando y saliendo de su boca. Ari le había pasado los brazos por el cuello y ahora ella también le comía la boca a don Carlos.

Una vez más constaté que la cosa iba por buen camino. Ari era más que calentona, si seguía así, se pondría a cien enseguida y en menos de media hora se habría cumplido el objetivo.

El siguiente paso consistía en que se sentaran sobre el sofá. Hacerlo así facilitaría mucho la tarea de mi amiga. Les empujé hacia él con suavidad hasta que se dejaron caer sin oposición.

—Hale, a quererse con comodidad… —les dije con suavidad, aunque ninguno dio síntomas de haberme oído. Más bien seguían con el magreo mutuo y lamiéndose la boca por turnos.

Las piernas de ambos se habían enroscado, al profe le faltaban manos para sobarle a Ari las tetas, el culo, y hasta el coño por encima de las bragas. Aproveché para soltarle la camisa a mi amiga y levantarle el sujetador sin que casi se diera cuenta. En cuanto las tetitas de Ari salieron al aire, el profesor comenzó a sobarlas y a chuparlas con ganas.

Mi amiga jadeaba como si le faltara el aire. ¡Genial!, me dije. Con ese nivel de calentura sería capaz de hacer cualquier cosa que le pidiera, incluso «aquello». No había duda, estaba a punto.

Así que decidí dedicarme al profesor.

Desabroché el cinturón de don Carlos, luego le abrí la bragueta y, tirando de los bóxer hacia abajo, saqué su polla al exterior. Se gastaba un buen pollón el profe para pasar de los cuarenta, tenía que reconocerlo. Y se encontraba duro como una piedra. Con no mucho trabajo por parte de Ari, la faena podría terminar en pocos minutos.

Conseguí manipular a mi amiga, que seguía comiéndole la boca al profe como si no hubiera un mañana, para que con su mano derecha aferrara su instrumento. La guie un par o tres de veces para menear la piel de aquel pollón con su mano y, cuando vi que ya se la meneaba sin mi intervención, la dejé seguir sin ayuda.

Sus ojos abiertos de par en par denotaban la misma expresión de admiración que yo había experimentado poco antes por aquel pedazo de polla. Oscura, larga y gruesa, sin contar las innumerables venas que la recorrían, ofrecía una imagen muy masculina. Aunque ambas la habíamos visto en los lavabos del colegio, la interrupción de sor Inés no nos había permitido observarla con detenimiento.

Por un momento envidié a su esposa, que la gozaría cada noche en la cama.

Cerré los ojos y respiré profundo. Tenía que olvidarme de aquel instrumento magnífico y centrarme en mi papel. Miré el reloj. Nos quedaban como máximo cuarenta minutos. Había que apurar, aunque estaba segura de que nos sobraría tiempo.

En los instantes siguientes, Ari pajeó al profesor con suavidad, mientras este metía y sacaba dos dedos del coño de mi amiga con una facilidad que demostraba lo mojada que estaba la puñetera.

«Está ya está cocinada, la muy guarra. Mucho decir que no, que no, y al final mira cómo se lo pasa la zorrita», me dije. Y comencé a diseñar el siguiente paso.

Conseguí que separaran las bocas y empujé la cabeza de Ari poco a poco sobre la entrepierna del profesor. Don Carlos me miraba alucinado, adivinando lo que iba a ocurrir a continuación. Ari nos miró a ambos por turnos un instante y después abrió la boca para recibir aquel pollón en su interior.

El profe apretó los ojos, bufó por un segundo, y luego comenzó a gruñir como un cerdito. Parecía que el cabronazo estaba disfrutando de la sesión. Otro que se había hecho el pudoroso hasta que había sucumbido. En eso me recordaba a don Juan, el profe de Economía laboral, aunque a aquel nos costó más tiempo llevarle al huerto. Debo decir en su favor, sin embargo, que tratándose de un cura de sesenta tacos, había sido todo un «milagro» conseguir que se bajara los pantalones.

Mientras recordaba experiencias pasadas, observaba como el asunto iba viento en popa. Ari succionaba con deleite el glande de aquel pollón —que conseguía hacer correr hormiguitas por mi estómago—, cuando decidí que ya podía relajarme y correr al lavabo.

Llevaba media hora con ganas de mear, pero me había aguantado para no dejar a solas a los tortolitos. No me fiaba de lo que pudiera ocurrir si lo hacía. Pero mi vejiga estaba a punto de reventar, y la sesión estaba ya encarrilada, así que no temí abandonarles. Al fin y al cabo solo me ausentaría un par de minutos.

Me puse en pie y salí a la carrera.

—Vuelvo enseguida —les dije—. Ari, tú a lo tuyo, ya sabes…

Ari me miró por el rabillo del ojo y siguió mamando con los ojos semicerrados, expresando un deleite que quizá no era tal, pero que daba el pego de maravilla.



*


EVA

Me alivié con una meada que no bajó de los tres minutos. Tras tirar de la cadena, el timbre del móvil me sobresaltó. Busqué el origen de la llamada y comprobé que se trataba de mi madre. Podía haber hecho como siempre, pasar de ella y no responder. Pero la última vez que lo hice me quedé sin móvil durante una semana. No era cuestión de repetir.

—Hola mamá… —dije tras pulsar el icono verde—. ¿Todo bien?

—Sí, mira, es que necesito que me traigas algo del súper de camino a casa. Por cierto, ¿dónde estás?, ¿vas a tardar mucho en venir?

Maldita pesada. A mis veintidós años aún tenía que aguantar sus manías persecutorias. Pero, claro, como vivía bajo su techo y comía de su plato —frase que repetía a menudo—, pues eso… Se hacía urgente buscarme un trabajo —uno decente, quería decir— para disponer de mi propio dinero y largarme de casa lo antes posible.

—Estoy en casa de una amiga, mamá…

—¿De Ari?

—No, mamá, de otra amiga. Tengo muchas amigas, ya te lo he dicho. No conoces a todas…

—Bueno, pues apunta lo que necesito…

Tomé nota mental de la lista de la compra y colgué. Miré el reloj. Joder, mi madre me había entretenido diez minutos. Demasiado tiempo. Aunque me tranquilicé al pensar que todo debía de estar yendo como se había planeado. Con lo avanzada que había dejado la cosa, era imposible que se fuera a torcer.

Salí confiada del baño y me dirigí al salón a paso ligero. Esperaba encontrármelos tirados en el sofá, la polla del profe hecha un guiñapo y Ari limpiándose la lefada del cerdito sobre su cara. Así que crucé la puerta y… ¡allí no había nadie!

¡Joder!, ¿dónde estaban aquellos dos?


Continuará...
 

EVA


—¿Ari? —llamé desesperada sin elevar el tono. No podían estar muy lejos, quizá se habían ido a la cocina para prepararse otra copa después de la mamada—. ¿Profesor?

No hubo respuesta.

¿Cómo era posible?, les había dejado solo por unos minutos. No sabía por qué, pero mi instinto me lo había estado avisando, por eso no les había dejado ni a sol ni a sombra hasta que no pude aguantar más.

¿Dónde coños se habrían metido aquellos dos? Ari sabía de sobra que no debían salir del salón, la zona donde se hallaban las cámaras.

Salí corriendo al pasillo y agucé la oreja.

—¿Ari?, ¿profesor? —volví a preguntar.

Temiéndome lo peor me dirigí hacia las habitaciones. Apliqué el oído en la primera y no escuché ningún sonido. Lo mismo ocurrió con la segunda. Finalmente llegué a la habitación principal, al final del pasillo y tras girar en un recodo. No necesité aplicar la oreja. Los jadeos de Ari y los gruñidos del profesor eran lo suficientemente expresivos como para saber lo que ocurría allí dentro.

¡El muy cabrón se la estaba follando! ¡Joder, no! ¡Ese no era el plan!

Agarré el pomo de la puerta y lo giré, pero los muy cerdos la habían asegurado por dentro. No querían ser molestados. ¡Aquello no era solo un calentón, era una puta caldera al rojo vivo!

La había cagado por no haber previsto que algo así podía ocurrir. Sabía que Ari era más bien fría… hasta que cogía carrerilla. Luego era capaz de follarse a un equipo de fútbol al completo. Y lo que estaba sucediendo dentro de la habitación de mis abuelos era simplemente inadmisible.

En primer lugar porque el plan de nuestro incipiente negocio consistía en grabar mamadas. M-a-m-a-d-a-s, no folladas.

Habíamos abierto hacía unos meses un canal en *******s y nos iba bastante bien. Al principio solo hacíamos cosas suaves. Desnudarnos, tocarnos un poco, besuquearnos entre nosotras… La cosa comenzó a funcionar, sacábamos unos quinientos al mes. Pero al poco los ingresos comenzaron a desinflarse. Demasiada competencia y con contenido más explícito.

Así que habíamos decidido publicar grabaciones «más fuertes», para ver que ocurría, e ideamos lo de grabar mamadas. ¡Solo mamadas! Para hacer más atractivos aquellos vídeos, bastaba con meter en el ajo —sin que ellos lo supieran— a tíos mayores que fueran profesores o que lo parecieran. La mezcla de vejetes con jovencitas de uniforme daba mucho juego y atraía muchos abonados.

Primero lo hicimos con un cura sesentón. Fue un rotundo éxito. El primer mes sacamos dos mil euros. Después vino un cincuentón barrigudo. ¡Cuatro mil! Y ahora le había tocado a don Carlos, profe sustituto… y amigo del padre de Ari, por añadidura. El pedazo de minga que se gastaba el tipo seguro que podría proporcionarnos un subidón aún mayor en los ingresos.

No existía peligro de ser reconocidos, ya que solo publicábamos en América Latina. Pero, por si la cosa se destapaba, habíamos acordado no grabar sexo duro. A pesar de que éramos mayores de edad, mejor no meter en líos a los pobres profes en el caso de que la cosa se torciera.

En las primeras experiencias me había tocado a mí ser la que mamaba los rabos de los profes, mientras Ari hacía de «gancho». A Ari lo de mamar no le hacía mucha gracia, así que yo me había sacrificado, haciéndome coletas para parecer más impúber.

Y ahora que había conseguido que Ari se «bajara al nabo», como le pedían muchos de nuestros seguidores, la cosa se había torcido. Y se podía liar una buena.

Porque, entre otras cosas, le había mentido al profesor y Ari sí que tenía novio: Chovi, el chico al que había visto don Carlos magreando a mi amiga en el parking. Llevaban tres años juntos, desde el último curso de instituto.

Y, mucho peor, Chovi era mi hermano.

¡Joder! Mi hermano no sabía nada de nuestros negocios… ¡Y estaba a punto de llegar a la casa de mis abuelos! Había quedado con él para que nos recogiera con el coche a Ari y a mí, ya que el viejo chalet de nuestros abuelos se hallaba bastante lejos de casa.

Chovi no era de los que hacían favores. Pero con tal de darle un repaso a su chica antes de hacer de taxista, había accedido sin problemas. Y mi hermano era celoso. Muy celoso. Si llegaba y se encontraba una escena como la que sabía que se estaba desarrollando en la habitación de mis abuelos, el profe iba a acabar en el hospital… Y Ari y yo sin un solo pelo en la cabeza.



*


EVA

Miré el reloj. Quedaban diez minutos para que Chovi apareciera por la puerta, y tenía llaves. Mi hermano solía ser puntual, así que si no hacía nada, en poco tiempo se iba a montar la marimorena.

Reflexioné un instante. Tenía que hacer algo. Llamar a la puerta era un intento inútil. Con el nivel de calentura que llevaba, el profesor no iba a abandonar a su presa hasta que no plantara la bandera y vaciara los testículos. «Piensa, Eva, piensa», me decía desesperada.

De pronto una idea surgió en mi mente. ¡Lo tenía!

Salí a la calle y giré por el borde de la casa hasta llegar a la ventana de la habitación de mis abuelos. Empujé una de las hojas y… ¡eureka!, la ventana se hallaba entreabierta. Bendito mi abuelo que aseguraba que dormía con la ventana abierta en verano y en invierno, a causa de sus calores. Manías de viejo con «pitopausia», decía mi abuela, palabra que yo nunca había entendido del todo.

Empujé la persiana hacia arriba de la forma más sigilosa que pude y conseguí abrir un hueco para colarme por él. Una vez dentro, me quedé escondida detrás de las cortinas. Los tortolitos se encontraban en la cama a lo suyo y no se habían percatado de mi incursión en su nidito de amor.

Me giré despacio hacia ellos —había entrado de espaldas— y me encontré la escena en toda su crudeza. Aunque, para mi alivio, el pollón del profe se encontraba aún fuera de la madriguera. No pude por menos que suspirar.

Ari se hallaba totalmente despatarrada sobre la cama. La falda le había volado y descansaba sobre el suelo, justo encima de las bragas, de las que se veía asomar un extremo por debajo. El profesor se encontraba sobre Ari y le comía la boca, sosteniéndose sobre un brazo para no dejarse caer sobre mi amiga. En esa posición le lamía la cara, la boca y los ojos como un poseso. Gruñía como un cerdito a punto de recibir la puntilla, mientras le amasaba las tetas con la mano libre.

Ari, la muy guarra, se dejaba sobar y babear, mientras con las dos manos gesticulaba en las zonas bajas del profesor, cuyo pantalón y bóxer se hallaban colgando del viejo sillón de orejas de mi abuelo. Sabía que don Carlos no se estaba follando a mi amiga porque en ese caso estaría totalmente tumbado sobre ella y la culearía como un animal, pero no podía adivinar lo que ocurría entre las piernas de la parejita.

Tuve que moverme hacia un lado para ganar en perspectiva y descubrir el secreto. Y vaya si lo descubrí. Ari, con una mano se abría los labios del coño, y con la otra agarraba el pollón del profesor. ¡Se estaba pajeando con él, clamé con alivio! Como había supuesto, no se lo había introducido en el orificio sagrado, sino que se resegaba el clítoris con la punta de seta totalmente amoratada, a la búsqueda de un inminente orgasmo. Un orgasmo que parecía que iba a ser brutal, por los jadeos que lanzaba mi amiga con los ojos y los dientes apretados.

—Vamos, zorrita, vamos… —oí susurrar al profesor, que seguía sin percatarse de mi presencia—. Córrete de una puta vez, que me muero por metértela. Te voy a dejar ese conejito más abierto que el túnel de Guadarrama, por zorra.

El jodido profesor farfullaba en susurros. Estuve segura de que no hablaba para Ari, sino para sí mismo. El muy asqueroso se la iba a follar a traición, estaba convencida. Y se relamía al ver llegar el momento.

¡Pedazo de cabrón! Me jodía reconocer que el muy cerdo se había aprovechado de la ocasión y que, de víctima de dos zorritas, había pasado a lobo feroz. Claro que la culpa era nuestra, se lo habíamos puesto a huevo y él solo nos había seguido la corriente. Lo que no me explicaba era como Ari, tan habitualmente pudorosa con alguien que no fuera su novio, se había prestado a abrirse de piernas con el viejo buitre.

—Me corro, profe… me corro… —comenzó a susurrar Ari mordiéndose el labio y doblando la cabeza hacia adelante, traspasada por el gusto que aquella polla le estaba proporcionando—. Dios… dios… me corro… me corro…aaahh… aaahh…

Y comenzó a convulsionarse. El profesor la acompañaba en los espasmos, aunque ahora se preocupaba más de taparle la boca para que sus gritos no escaparan de la habitación. Menudo idiota, la única que había en la casa era yo y por mucho que se la tapara de poco le iba a servir.

Entonces ocurrió lo que me temía. El profesor se tumbó sobre Ari, quien abrió las piernas hasta una posición casi imposible, y enterró el pollón entre las paredes húmedas de mi amiga.

«Joder —protesté interiormente—, ¿se la va a follar sin condón el muy hijo de su madre…? Es una follada traicionera, como me imaginaba.»

Apenas los huevos de don Carlos tocaban los labios del coño de mi amiga, soltando un bufido de satisfacción, unos golpes secos resonaron en la puerta de la habitación.



*


EVA

—¡Ari, ¿estás ahí?!

El vozarrón de mi hermano era inconfundible. Salí de detrás de las cortinas y en tres saltos me planté ante ellos. Había recogido de paso la ropa de los tortolitos y se la lancé encima de la cama. El profesor se había salido de dentro de mi amiga y su polla comenzaba a encogerse a toda velocidad.

—¡Vamos, capullos, vestiros…! —grité en susurros—. ¡Que ha llegado Chovi!

El profesor me miraba atolondrado, por lo que tuve que darle un empujón para que espabilara.

—Joder, profe, déjese de hostias si quiere salir vivo de aquí. Salte por la ventana y vístase en la calle. Luego pírese a toda mecha que a mi hermano le sobran músculos y mala leche.

—Pero, Eva… ¿dónde estabas? —balbuceaba don Carlos atragantado—. ¿Y quién es ese que grita?

—Es mi novio, profesor… —le dijo Ari subiéndose las bragas sobre la cama.

—Calle y corra, mecagüentodo… —le dije a mi vez y le empujé hacia la ventana. En pocos segundos, el profe había desaparecido con los pantalones en la mano y solo se oían los gritos de mi hermano.

—¡Ari, coño, sé que estás ahí…! ¡Abre de una puta vez!

Mi amiga ya estaba casi vestida, pero le quedaba ponerse los zapatos y abrocharse la camisa del uniforme.

—Date prisa, yo le entretengo… —le susurré.

Los nuevos golpes en la puerta me acojonaron. Preferí soltar una excusa antes de seguir callada.

—Espera, Chovi, no seas capullo… —dije sin mirar atrás, confiando que Ari estuviera vestida antes de que mi hermano consiguiera entrar—. Que se ha atascado el pasador de la puerta y no hay manera.

Era mi excusa preferida, la solía utilizar en ocasiones parecidas, y siempre funcionaba. Hacía gruñir el pasador como si se estuviera resistiendo. Pero no hizo falta que llegara a soltarlo. La puerta se abrió como una exhalación y Chovi entró en el cuarto de perfil, mostrando el hombro con el que se había cargado la cerradura. Tuve suerte de saltar hacia atrás justo a tiempo.

—¿¡Qué coños pasa aquí, a qué viene tanto misterio!? —soltó enfurecido nada más poner los pies dentro de la habitación.

Cerré los ojos y no quise mirar detrás de mí. Si Ari estaba aún sin vestir del todo la habíamos cagado. Chovi me empujó a un lado y se acercó a la cama de mis abuelos. Por fin me giré y me atreví a mirar, rezando para que todo estuviera bien.

Ari, tumbada boca abajo sobre la cama y jugando como una niña con las piernas dobladas hacia su espalda, simulaba leer un libro que había sacado de vete a saber dónde. Se las había apañado, además, para estirar un poco la colcha, aunque imaginaba que la camisa seguiría desabrochada debajo de ella.

—Aquí no pasa nada… ¿Qué esperabas? —le espeté simulando extrañeza.

—Ni de coña, no me lo trago… —dijo, y buscó por todo el cuarto con la mirada.

Tras la inspección ocular, se fue hacia la ventana, que se había quedado de par en par, y asomando la cabeza atisbó hacia todos lados. Luego volvió al cuarto y se acercó a mí, me agarró del hombro y me soltó un exabrupto.

—¡Dime que estabais haciendo y con quien o te parto el brazo!

No tuve que fingir el quejido que escapó de mis labios, en verdad me había hecho daño el muy animal. Y más que me iba a hacer si no se me ocurría algo creíble. Por fin tuve una idea.

—Joder, Chovi, ¿Has venido tu solo? —susurré para dar credibilidad a la escena.

—¿Qué…? ¿Qué coños pasa?

Imaginaba que la sorpresa le haría soltarme, como así fue. Luego asomé la cabeza al pasillo y fingí otear el ambiente. Finalmente, cerré la puerta y me puse en jarras. Entonces no me corté y yo también elevé la voz.

—¡Pues lo que pasa es que nos has jodido la función! —le solté—. ¡Eso pasa!

—¿Qué función? —su cara de no entender nada era todo un poema.

—Pues qué va a ser, subnormal, que Ari y yo nos estábamos liando un buen peta y que nos has jodido, pedazo de idiota…

Me elevé sobre los empeines, estirándome todo lo que podía. A pesar de ser dos años menor que yo, mi hermano me sacaba una cabeza.

—¿Un peta? —se extrañó—. ¿Y qué coño hacéis fumando un peta en la habitación de los abuelos?

—Joder, hermanito, que no te enteras… La hierba se la hemos mangado al abuelo. Estaba en una bolsita entre las páginas del libro que está leyendo Ari. No hemos querido perder el tiempo. Aquí te pillo, aquí te mato…

—¿El abuelo… es un fumao…? —su cara de estupor lo decía todo.

—Pues yo qué sé, supongo… Porque no creo que el peta fuera de la abuela.

La expresión de Chovi se relajó.

—Joder con el abuelo… menudo pibe, el tío es una caja de sorpresas…

—Ya te digo… —concluí, suspirando aliviada. Se había tragado la trola.

Pero Chovi era mucho Chovi, y aún tenía que darle una vuelta de tuerca al asunto, para variar.

—Bueno, pues saca el peta y vamos a fumárnoslo entre los tres, ¿no? —soltó con chulería—. Que uno no es de piedra…

Joder, me había pillado. ¿Qué podía decir ahora? De nuevo la mente se me iluminó.

—Sí, ahora, no te fastidia… En cuanto has empezado a dar golpes, lo he tirado todo por el váter, ¿cómo iba a estar segura de que no estabas con nadie, pedazo de melón?

Mientras Chovi se lamentaba por el «peta perdido», le hice una seña a Ari para que se lo llevara al cuarto de invitados y lo entretuviera. Tenía que rescatar las tres cámaras GoPro colocadas de forma estratégica en el salón para grabar la función de la tarde. Esperaba que al menos las imágenes fueran de interés para nuestros fans. Nuestros sudores nos habían costado. Aunque se iban a quedar sin corrida en la jeta de Ari.

Después, mientras esperaba a que aquellos dos apagaran sus ganas en la habitación de invitados, me entretuve hojeando unas revistas de mi abuela.

Ari no pudo reprimirse y mientras se corría por segunda vez aquella tarde, soltó una sarta de palabrotas en las que incluyó algún «profe» que otro, sin que al parecer el idiota de mi hermano se diera cuenta.


Continuará...
 

Lamentos por la derrota​



CARLOS

De pronto, y sin saber cómo, me encontraba en el jardín de aquella casa antigua, desnudo de medio cuerpo y con la ropa en la mano. Un momento antes había conseguido introducirle la polla a aquella criatura celestial, y al segundo siguiente empecé a escuchar imprecaciones, a recibir empujones y al final acabé como el típico amante de los chistes descubierto en plena faena, con la diferencia de que yo no había acabado dentro de un armario.

Menuda putada. Con lo bien que había planeado el guion para follarme a la rubita… ¡al final no lo había conseguido!

Todo había empezado cuando Eva se ausentó para ir, según ella, al lavabo. Ari mamaba de mi polla con un deleite que al principio creí fingido. Pero cuando entreabrí los ojos y noté como miraba el rabo la muy zorra, supe que de fingido nada. Era admiración lo que encontré en aquellos ojos, como si estuviera cumpliendo un sueño.

—Te gusta mi «soldadito», como lo llama tu amiga, ¿eh?

La sonrisa de Ari se iluminó.

—Me encanta… —dijo y le dio una lametada al capullo haciéndome ver las estrellas.

Le había echado una mano por detrás y le había introducido dos dedos por el coñito, que se hallaba tan caliente y mojado que casi chorreaba.

—¿No te gustaría sentirlo aquí dentro? —dije moviendo los dedos en su interior, a lo que ella respondió con un saltito sobre el sillón.

—Ande, profe, no sea guarro —respondió con una risita nerviosa—. De follar, nada, que si se entera mi padre, nos mata a los dos.

Entonces se me ocurrió emplear la frase más utilizada por Eva.

—¿Y quién se lo va a decir a tu padre? ¿Tú?

La chica sonrió abiertamente, antes de hacer un rizo con su lengua sobre mi glande en forma de seta que estaba tan hinchado que amenazaba con reventar. De hecho, hacía varios segundos que respiraba profundo para evitar eyacular de forma descontrolada.

—No me tiente, no me tiente… —dijo y volvió a agachar la cabeza.

Ari cerró los ojos y volvió a meterse el tronco de la polla hasta la garganta. Yo seguía hurgando en su interior, haciéndola vibrar con mis jueguecitos.

—Lo digo en serio, preciosa —insistí. Me extrañó notarme tan lanzado, recordaba que a la salida del colegio sentía pánico por dejarme seducir por aquellas dos crías. Pero a esas alturas, entre la calentura y el alcohol, había perdido todas las inhibiciones.

La chica se incorporó a medias, me echó las manos al cuello y me dio un piquito en los labios.

—No creo que lo diga en serio, profe… —susurró—. Ese pollón no me cabe en el coñito ni loca… Qué callado se lo tenía, tiene usted una polla que parece la de un negro.

—¿Ah, sí?

—Sí…

—¿Has visto la polla de muchos negros?

—Algunas…

—¿Algunas? —casi me atraganté al oírla, ¿pero qué clase de putilla era aquella chavala?

—En el porno, claro… —replicó y suspiré aliviado.

Se hizo un silencio entre los dos. Ahora ella no chupaba, pero me pajeaba suave, subiendo y bajando la piel hasta cubrir el glande con ella, y dándole toquecitos con el dedo pulgar de cuando en cuando.

—Y, dime… ¿Te gusta mucho? —dije para romper el silencio.

La sonrisa de Ari crecía cada vez más. Se había ruborizado y el color de sus mejillas era de lo más excitante.

—Sí, mucho, ya se lo he dicho…

—¿Cómo de mucho?

—Pues no sé, un montón.

—Del uno al diez.

—Doce… —repuso y se echó a reír.

—¿Y de verdad no te gustaría sentirla dentro?

Se echó un mechón de su bonito pelo por detrás de la oreja.

—No puedo, si nos pilla Eva se enfadaría… Y con razón.

—¿Y eso por qué, es tu dueña?

La chica no respondió a mi pregunta.

—Aunque si hay una cosa que me gustaría… —dijo en su lugar—. Y no creo que enfadara a Eva. Me parece a mí, vamos…

Empecé a relamerme. Aquella preciosidad podía decir lo que quisiera, pero en cuanto empezara a jugar con lo que tuviera en la cabeza, me la iba a terminar follando, se pusiera como se pusiera. Es más, me iba a pedir de rodillas que se la metiera y le partiera el coño en dos.

—¿Y que es esa cosa que te gustaría? —dije para no detener el juego del gato y el ratón.

Acercó sus lindos labios a mi oreja y me susurró lo que tenía en mente. No pude evitar un silbido. Y una lombriz recorrió mi estómago. Cada vez veía más probable follarla como se merecía.

—Pero no puede ser aquí… —susurró, como si temiera que alguien la oyera—, tiene que ser en una habitación. Estoy muy cachonda, no tardaría en correrme, así que no creo que Eva se entere. Se le ha oído hablar por el móvil en el baño, si se ha liado a charlar con alguno de sus novios, tiene para rato.

—O sea… —repetí para ver si lo había entendido—. Nos vamos a un cuarto, hacemos eso que… te gustaría… Y luego nos venimos de nuevo al salón.

—Eso es… —sus ojos brillaban de lujuria.

—¿A terminar de chupármela?

—Sí, a eso precisamente… a chuparle hasta que me llene la cara de leche… ¿No le gustaría?

Tragué saliva. Era imposible estar más cachondo de lo que ya estaba, pero es que aquella muñeca podría volverme loco si seguía hablando de sexo con la inocencia con la que lo hacía.

—No sé, si tú lo dices… —pensaba en voz alta mientras casi estaba a punto de aceptar—. Pero, ¿por qué no lo hacemos aquí? ¿Para qué tanto ir y venir?

Su sonrisa volvió a ensancharse y sacó la lengua con un gesto infantil.

—Es un secreto… no puedo decírselo…

El color de su cara era cada vez más parecido a la grana. Aquella muchacha estaba super caliente, a punto de reventar. Lo había reconocido ella, pero es que lo llevaba pintado en la frente.

—Venga, profe, no sea malo… no me apruebe si no quiere, pero hágame ese favor…

Sí, tenía razón, un favor sí que me apetecía hacerle, pero quizá otro «tipo» de favor.

Acepté y Ari no se lo pensó dos veces. Se levantó del sillón y tiró de mí hacia un cuarto que se encontraba al final del pasillo, tras un recodo. Al entrar en él, cerró el pestillo interior de la puerta y comenzó a desnudarse de la falda y las bragas. Yo hice lo mismo con mis pantalones y mis bóxer, lo que extrañó a la chica.

—No, no hace falta que usted se desnude, profesor… basta con que lo haga yo…

—Ah, bueno… —me excusé con la primera bobada que se me ocurrió—. Tú tranqui, es solo para estar más cómodo.

Segundos después, la zorrita se maltrataba el clítoris con la punta de mi polla, mientras yo le relamía la suave piel de la cara y la boca, al tiempo que le amasaba las tetitas, tan suaves como la seda. Mi plan era claro: en cuanto la chica perdiera el norte al correrse, la iba a meter el pollón hasta que no le entrara más. Si le cabía entero como si solo le entraba la mitad, se la iba a clavar hasta el útero. A esas alturas era impensable que se resistiera, cachonda como estaría y adormilada por el orgasmo que se le avecinaba y que la iba a dejar para el arrastre. Una tormenta de emociones en toda regla, a tenor por las caras que ponía.

Y así fue.

—Hale, guapa —le susurré en el momento álgido—, sube al cielo que ahora voy contigo…

Mientras Ari perdía el control de su cuerpo, me volqué sobre ella y le metí la polla de una sola embestida. No necesité de más, porque aquel conejito ansioso se la tragó entera como si se la quisiera comer. Siempre me ha sorprendido la fisionomía femenina, y en ese momento me extrañó que mi pollón pudiera caberle a una chica con un abdomen tan delgado.

Sin embargo, en el momento en que la punta de mi aparato tocaba su útero, un ciclón recorrió la habitación y, sin comerlo ni beberlo, acabé en la calle y medio desnudo.



*​



Me libré por los pelos de la inspección que el tal Chovi realizó sacando medio cuerpo por la ventana. Me tuve que hacer un ovillo en un rebaje de la pared de la casa, pero por suerte funcionó. Luego corrí despavorido hacia la salida, poniéndome la ropa por el camino. Debí marcar un record de velocidad al atravesar aquel jardín.

Una vez en el coche y camino de casa, golpeaba el volante encolerizado. Me sentía furioso por haber perdido la oportunidad de follarme a la muchachita más hermosa que haya conocido. Aquel chochito, tan suave y cerrado, había sido el lugar más delicioso donde jamás había estado en mi vida.

Yo nunca he sido de mucho ligar, pero había tenido dos novias antes de casarme con Paula. Me había acostado con todas antes del primer mes de estar juntos —a Paula la había desvirgado en el asiento trasero del coche de mi padre—, pero puedo asegurar que jamás había conocido un conejito a la altura del que había probado aquella tarde aciaga.

Y mi cólera crecía al recordar que me habían engañado al decirme que Ari no tenía novio. ¿Por qué diablos lo harían? ¿Y a qué venía tanto teatro para seducirme? Demasiado fácil me lo habían puesto, me repetía una y otra vez, asustado.

¡Era un perfecto idiota!, me decía. El estómago se me retorcía cuando sospechaba que habrían grabado la escena del salón y que a partir de ese momento me harían chantaje. Aunque algo no cuadraba en la historia. Si estaban grabando lo que hacíamos en el salón, ¿por qué Ari no permitió que se grabara la escena para la que me llevó a la habitación? ¿Mamar se aceptaba, pero pajearse con la punta de mi polla, no? ¿Qué coño significaba todo aquello?

De lo que sí estaba casi seguro era de que no iba a tener una segunda oportunidad con Ari. Y eso era casi peor que saber que mi vida y mi reputación caminaban sobre el filo de la navaja.

Llegué a casa antes de lo que Paula esperaba y le pedí que se pusiera el picardías. Se encontraba cansada después de un día difícil en el trabajo, pero debió olerse que yo andaba cachondo como un perro porque no dudó en complacerme.

Y todo el fuego que había encendido Ari dentro de mí por la tarde lo descargué en el coño de mi mujer… tres veces. Cuando acabé con ella, la pobre se durmió como un pajarillo al que hubieran apaleado.




Preludios de la quedada​



La semana siguiente transcurrió sin mucha novedad. El lunes lo pasé todo el día agarrotado, temiendo que en cualquier momento se me acercara Eva a comunicar sus condiciones para no difundir la grabación de la casa de su abuela.

Pero no vi a ninguna de las chicas ese día ni al siguiente. Las dos se saltaron mis clases al alimón. Eso me relajó bastante. El miércoles coincidimos en el aula y volvieron los temblores. La hora de clase, sin embargo, transcurrió sin que ninguna de las dos llegara siquiera a mirarme desde el fondo de la sala.

Una semana más tarde, al no recibir novedades, llegué a la conclusión de que mis temores eran infundados. Me había cruzado varias veces con ellas por el patio y había coincidido con una o con las dos en mis clases, y casi ni me habían saludado.

Dos semanas después ocurrió algo que me causó más emoción que sorpresa. Paseando por el patio del colegio me había cruzado con las dos chicas, acompañadas por otras amigas. Tanto Eva como Ari bajaron las cabezas para que nuestras miradas no se cruzaran.

Al sobrepasarlas, noté por el rabillo del ojo que Ari se volvía hacia mí. Como un acto reflejo, giré la cabeza igualmente y nuestras miradas conectaron. Fue solo una fracción de segundo, pero en ese corto espacio de tiempo sentí que Ari me decía muchas cosas. Parecía decirme, por ejemplo, que lo que había sucedido entre nosotros no era casualidad. Ni tampoco solo algo físico. Que había algo más.

Fue como un fogonazo de comprensión mutua. Por un momento sentí la tentación de ir a su encuentro y llevarla a algún rincón del patio para charlar de cualquier cosa. De las notas, del próximo examen, de lo que fuera… ya me inventaría cualquier excusa con tal de intercambiar unas palabras y entender si sentíamos el mismo gusanillo en el estómago.

Pero no hubo suerte. Su amiga Eva —debería decir su «perro guardián»—, dándose cuenta del juego de miradas, tiró de la chica rubia y la alejó de mí a toda velocidad.

Y a partir de ese día las tornas cambiaron. Si hasta entonces me había sentido vigilado y perseguido, ahora era yo el que vigilaba y perseguía a la rubita a la menor ocasión. Cuando explicaba en clase, lo hacía solo para Ari. La miraba en todo momento, y Eva no conseguía evitar que ella me escuchara embobada.

El sumun del atrevimiento llegó cuando el día antes de un examen le pasé, a escondidas, una nota con las preguntas que iban a caer. Por supuesto, el examen lo bordó. Y, mucho mejor aún, Eva lo suspendió. Eso significaba que Ari se había callado nuestro secreto. Y mi pecho comenzó a inflamarse cada vez que la veía pasar cerca de mí, especialmente si Eva no se encontraba a su alrededor.

Me estaba viniendo arriba, así que tomé una decisión arriesgada, al tiempo que valiente: tenía que llegar a ella, tenía que seducirla… y tenía que terminar la faena que se había quedado a medias la tarde que pasamos en la casa de la abuela de Eva.

Y, por supuesto, tenía que hacer todo aquello en venganza de lo que Nacho le había hecho a Paula. Así que urdí una estrategia y la puse en marcha de inmediato.


Continuará...
 
A la primera ocasión en que coincidí con Nacho en el bar del desayuno, entre charla y charla mencioné el plan de pasar el día juntos en su «super chalet», como él lo llamaba. Nacho había sacado el tema en varias ocasiones, pero yo le había dado largas como había acordado con Paula. Ahora, en plena efervescencia para poder conquistar a Ari, era yo el que insistí en que no podíamos dejar pasar más tiempo.

Hicimos un planteamiento de posibles fechas y quedamos en comentarlo con nuestras mujeres para que ellas eligieran la que más les cuadraba.

Aquella tarde lo comenté con Paula, y de nuevo volvieron sus reticencias.

—Por dios, Carlos, te dije que no aceptaras, que yo no quiero verle la cara a ese… a ese…

—Bueno, mujer… —intenté calmarla—, si al fin y al cabo es solo un día…

—¿Cómo que un día? —protestó—. ¿Pero no íbamos a quedar solo para comer?

Tragué saliva. Me estaba jugando el todo por el todo. Necesitaba todo un día para desarrollar mi plan. Si al final se plantaba y solo aceptaba ir a comer, todo el esfuerzo hasta el momento habría sido en vano.

—Bueno, al principio, sí… —carraspeé—. Luego alguien habló de pasar la tarde en la piscina… Ya te lo dije, ¿recuerdas?... Y al final una cosa ha llevado a la otra… Total, que nos hemos dicho que por qué no pasar el día juntos. Pero todo el día tampoco es… Desde las doce o así, no me digas que es para tanto…

—Que no, Carlos, que no… —repetía y no se bajaba del burro.

Viendo que no colaban mis explicaciones, pasé al modo «llorón».

—Anda, cielo, haz esto por mí… no seas mala… —ronroneé como un gatito meloso—. Que no puedo decirle que no a mi jefe… Ya sabes que aún no me ha salido ninguna oportunidad de trabajo, igual tengo que pedirle el favor de que me renueve el contrato otros seis meses hasta ver qué pasa.

—Joder, Carlos, eres un asqueroso, no me vengas con lloriqueos de adolescente.

Me había pillado de plano, aunque era lo natural después de tantos años juntos.

—Anda, mujer, si solo tienes que cerrar los ojos por un día y luego se acabó… Te prometo que no vuelvo a quedar con ellos nunca más.

La discusión prosiguió durante una hora. Pero al fin me salí con la mía. Un día de amistad, sol y piscina a cambio de la paz familiar. Tan solo un día no era un precio tan alto, ¿no?

De haberlo sabido, jamás hubiera forzado aquella reunión de amigos. No tenía ni idea de que estaba a punto de meterme en el mayor lío de mi vida.





La quedada​



El día en que se había fijado la reunión fue un domingo. Yo había peleado en la sombra para conseguir que se eligiera ese día de la semana. Y lo había conseguido.

La elección del domingo no era casual. Como tampoco era «casual» que yo hubiera puesto un examen de repaso para el lunes posterior. Un truco de viejo profesor, a pesar de mi escasa experiencia en el cargo. Y, por supuesto, en esta ocasión no le había pasado la lista de preguntas a Ari, quien me había interrogado con la mirada sin entender por qué no lo hacía.

La respuesta era clara. Teniendo en cuenta que Ari tendría que preparar el examen ese domingo, había cerrado la posibilidad de que la chica saliera y desapareciera de la casa.

Llegado el día, Paula y yo arribamos al super chalet de Nacho y Laura algo antes de las doce. A las doce y cuarto ya nos encontrábamos en sendas tumbonas junto a la piscina. Un cubo de hielo daba cobijo a multitud de cervezas y otras bebidas refrescantes. En una mesita se había repartido una variedad de aperitivos a cada cual más exquisito.

Laura y Nacho lo habían preparado todo como buenos anfitriones.

Las primeras conversaciones, como era de esperar, versaron sobre los viejos tiempos, cuando nos veíamos a menudo. Y nadie parecía entender cómo se había enfriado nuestra amistad.

Por supuesto, las miradas de los hombres se volcaron sobre las mujeres, y viceversa. Todos nos encontrábamos en bañador —las chicas en bikini— y en estas condiciones los cuerpos no podían esconderse.

Y el cerdo de Nacho no podía evitar su despliegue de los aires de ligón que había tenido desde chaval. De «putero», en versión de Paula.

Mi mujer hacía rato que había notado, al igual que yo mismo, cómo el asqueroso de mi amigo la recorría con la mirada sin apartarla de ella ni un segundo. Y buscaba mis ojos con los suyos para reprochármelo. «Ves cómo sigue con su persecución como en los viejos tiempos», parecía decir sin hablar.

Había que reconocer que Paula estaba de muy buen ver para su edad, rondando casi la cuarentena. Su pelo largo y castaño —aún sin tintes artificiales—, sus ojos claros y sus labios carnosos eran una tentación para los sentidos. Si a eso le sumabas un cuerpo aún duro, delgado y sin atisbo de celulitis, no era tan extraño que Nacho se relamiera los labios al contemplarla.

Al lado de Paula, la pobre Laura parecía una mamá de serie cómica. Gordita, con el pelo de varios colores y con una celulitis que no habría podido disimular ni vestida con un chándal de dos tallas mayores a la suya, la pobre no tenía ningún encanto que atrajera a un hombre.

No era raro que Nacho tuviera «hambre». Ese tipo de hambre que no le era posible saciar en casa y que tenía que buscar en la calle. Ni por un segundo dudé de que mi amigo le pusiera los cuernos a su mujer. Menudo cabronazo. Seguro que se estaba tirando a la mitad de las chicas de la FP. Si hasta lo había intentado con mi pobre Paula, el muy hijo de…

Mis ansias de venganza no solo no se habían disipado con la cortés acogida de nuestros amigos en su casa, sino que se iba acrecentando a medida que transcurría la mañana.



*​



Sería casi la una cuando Paula se quejó del calor y me pidió que le pusiera crema solar.

—Tranqui —saltó Nacho dando un bote en su tumbona—. Yo mismo te la pongo. ¿Dónde la tienes?

La mirada que le lanzó Paula hubiera derretido a un esquimal. Y Nacho recogió velas. Eso sí, mientras yo embadurnaba las piernas, el dorso y el pecho de mi mujer, el cerdo de mi amigo no se perdió ripio de la operación. Quizá fuera una sospecha infundada, pero el hecho de que colocara un plato de aperitivos sobre su entrepierna me pareció demasiada casualidad. El muy cerdo se había empalmado como un burro mirando a mi mujer.

El estómago me dio un vuelco, aunque conseguí contenerlo. Aquel cabrón me las iba a pagar tarde o temprano, me lo juré en ese momento.

Tras extenderle la crema, nos volvimos a acomodar cada uno en su tumbona. Y en ese instante surgió la primera buena noticia de la mañana: Ari hizo acto de aparición en el jardín. En ningún momento me había atrevido a preguntar por ella, pero intuía que se encontraba en casa. No hubiera sido extraño que la chica hubiera salido por la mañana y tuviera el plan de estudiar por la tarde. Pero para mi fortuna no había sido así.

Consulté el reloj para hacerme el despistado, pero vigilé su grácil caminar descalza por el rabillo del ojo. Eran poco más de la una. La chica se había hecho esperar menos de una hora.

Ari cruzó ante nosotros camino de la piscina. Llevaba una toalla al hombro y mostraba su atractivo cuerpo, con un mini bikini que mostraba más de lo que conseguía cubrir.

—¿Dónde vas, nena? —le preguntó su madre.

No pareció que a Ari le hiciera mucha gracia el apelativo de «nena», por lo que torció el gesto.

—Voy a bañarme, hace mucho calor… —replicó sin volverse.

—¿Cómo llevas la preparación del examen? —intervino su padre, quizá por obligarla a detenerse y mostrarse educada con sus invitados.

—Bien… —respondió, esta vez aún más seca.

—¿Lo entiendes todo…? —volvió a meter baza su madre—. Mira que aquí tienes al profesor… Si tienes alguna duda, siempre puedes preguntarle.

—Eso se llama tráfico de influencias —soltó Nacho con sorna.

Ari se volvió levemente, y respondió evasiva sin mirar a nadie.

—Déjame en paz, mamá… —protestó—. Ya sé yo lo que tengo que hacer… Y lo entiendo todo perfectamente.

—Es que es una chica tímida —la excusó su madre ante nosotros—. Y muy orgullosa.

La joven dejó caer la toalla que la envolvía sobre la hierba y saltó de cabeza dentro del agua. Luego comenzó a nadar arriba y abajo de la piscina, con un estilo impecable.

Sentí que era mi oportunidad. Ahora o nunca.

—Vuestra hija tiene razón —dije resoplando—. Hace un calor de mil demonios, yo también voy a darme un baño. ¿Alguno de vosotros se anima?

Recé para que nadie más se apuntara y gané el premio gordo. Todos estaban demasiado a gusto en las tumbonas, y más ahora que la sombra las había cubierto. Lo de esforzarse en el agua no parecía ir con ellos.

—Ve tú —dijo Nacho—, que siempre has sido el mejor nadador entre los colegas. Y a ver si de paso le cuentas a la niña alguna de las preguntas que van a caer.

Entré en la piscina bajando por la escalerilla —lo de tirarse de cabeza ya no me pegaba— y comencé a retozar. El frescor del agua me aliviaba el calentón que recorría mi cuerpo con solo mirar a la chica.

De vez en cuando, entre disimulos, me acercaba lo más posible a la línea que llevaba Ari al ir y venir con sus brazadas. Necesitaba al menos una mirada por su parte, algo que me mostrara una conexión.

Pero no lo conseguí. En ningún momento posó sus ojos en los míos y eso me destrozaba. Mi autoestima caía sin freno. No entendía como había podido hacerme ilusiones. Acababa de cumplir los cuarenta y uno, estaba muy lejos de mi mejor forma y las primeras canas empezaban a clarear mis sienes.

¡Era estúpido pensar que una cría de su edad pudiera sentirse atraída por mí! «Menudo gilipollas estoy hecho», pensé.

Diez minutos más tarde, la chica se dirigió hacia la escalerilla y, tal como había venido, se esfumó entrando por el ventanal del salón. La hubiera seguido hasta el mismo infierno. Necesitaba hablarle a toda costa. Pero no podía salir a la carrera tras ella, ni que me hubiera vuelto loco.

Reflexioné un instante. Era ese día o nunca más, no podía dejarlo pasar sin pelear. Así que tracé un nuevo plan y lo puse en marcha.

Lo primero era esperar un poco más dentro de la piscina para no mostrarme apresurado. Lo segundo volver a la tumbona y seguir bebiendo cerveza mientras me secaba con mi toalla. Lo tercero…

—Joder, con tanta cerveza me han entrado unas ganas de mear de la leche… —dije dando saltitos para reforzar la broma.

Nacho hizo un chiste sobre mi eterno «muelle flojo» —había hecho el mismo chascarrillo soso desde tiempo inmemorial— y a continuación actuó de anfitrión diligente.

—No vayas al aseo de la planta baja, ese que has visto a la entrada. Está en reparación con los jodíos fontaneros que no acaban nunca. Mejor sube a la planta de arriba y en el pasillo de la derecha está el baño de invitados.

—Sí, y no intentes entrar en el baño de nuestro cuarto por nada del mundo —soltó chistosa Laura—. Tengo la habitación como una leonera y no está para visitas.

Reímos la gracieta al unísono y me perdí por el ventanal por el que había desaparecido Ari pocos minutos antes.



*​



No tenía ni idea de la configuración de la casa —ni Nacho ni Laura habían tenido la deferencia de hacernos un recorrido—, pero preferí primero echar la meada y ya me preocuparía de buscar a Ari después. Lo que le diría si conseguía encontrarla era un misterio para mí. Había decidido que me dejaría llevar e improvisaría sobre la marcha.

Subí hasta la primera planta por una amplia escalera —por el lujo y el tamaño de sus componentes comprendí que lo de «super chalet» no era un farol— y al llegar a la planta superior miré a todos lados. En la inmensa claridad que provenía de dos claraboyas, descubrí tres pasillos y en cada uno de ellos varias puertas. Recordé que Nacho había mencionado el pasillo de la derecha y hacia él me dirigí.

En pocos segundos me hallaba ante la primera puerta. Intenté abrirla pero se encontraba cerrada con llave. Caminé hacia la siguiente y esta vez se abrió sin dificultad.

Solo pensaba en mi vejiga que pedía clemencia, de modo que sin preocuparme de nada más, entré en el espacioso baño y me volví para cerrar la puerta.

Al girarme apresurado me llevé la gran sorpresa: Ari se secaba el cuerpo con una gran toalla después de haberse duchado. Y me miraba con los ojos abiertos como platos.

El susto que me llevé fue mayúsculo. En otras circunstancias me habría mostrado de otra manera, tal vez altanero, seductor. Pero mi estúpida interrupción de la ducha de la jovencita me dejó tan cortado que no supe reaccionar.

—Uy, perdón… —dije e intenté volver sobre mis pasos.

—Espere, profesor, no se vaya…

Carraspeé a modo de disculpa y, bajando la mirada, volví a cerrar la puerta. Ni en sueños la hubiera mirado de frente, me sentía avergonzado y mantuve la cabeza girada hacia un lado. No habría hecho falta, sin embargo, porque Ari se había cubierto por completo con la toalla.

—Lo… siento… —repetí balbuceante—. No imaginaba que estuvieras aquí, si no te aseguro que yo… Es que no conozco la casa y claro… Soy un idiota…

—Oh, no, profesor… —dijo ella mordiéndose el labio—. La culpa ha sido mía por no haber cerrado con el pestillo.

Nos miramos breves segundos en silencio. Luego ella volvió a hablar.

—Quisiera hacerle una pregunta… Si a usted no le importa…

Comenzaba a relajarme al notar en su tono cierta cordialidad. La misma que había estado buscando desde hacía días sin encontrarla.

—Tú dirás… —suspiré feliz por su deseo de hablar conmigo.

—Es por… el examen… —se mostraba cohibida, así que la animé a que continuara. El tema no era el que más me apetecía, pero era un comienzo—. Es porque… a ver… profesor… es que no entiendo por qué no me ha pasado las preguntas como en el anterior.

Así que era eso. Vaya con la jovencita. Empezaba a dudar quien se quería aprovechar de quien. Pero como era una pregunta profesional, me permitía tomar el control de la conversación.

—Bueno, verás… —improvisé—. Es que el examen no será especialmente difícil, estoy seguro de que lo sacarás sin ayuda.

—¿Está seguro, profesor…? —¿Había hablado en tono meloso o solo me lo había parecido?

—Sí, totalmente —confirmé—. El que será más difícil es el final, dentro de poco. Pero no te preocupes, para ese sí que te pasaré las preguntas, te lo prometo.

Su rostro se iluminó. Acababa de ganarme un tanto.

—Oh, gracias, profe… —dijo y comenzó a tutearme, cosa que me provocó un hormigueo de placer—. Eres un tipo genial, ¿te lo han dicho alguna vez?

—No muchas —fingí humildad—, pero si tú lo dices…

Estábamos iniciando un tonteo que tal vez nos llevara más lejos poco a poco, pero había algo que no podía esperar.

—¿Por qué te mueves tanto, profe? —dijo al darse cuenta de mi inquietud—. ¿Tienes algún problema?

No intenté disimular, no valía la pena. Me arriesgaba a mearme en el bañador y a quedar como un imberbe idiota.

—Es… la vejiga… —reí avergonzado—. La tengo a punto de reventar. Demasiada cerveza, ya sabes…

Se apoyó en el lavabo de espaldas a él y me señaló el camino hacia el inodoro.

—Pues no te cortes, mea sin problemas… Ahí tienes el váter.

Me moví lentamente hacia el inodoro y me situé frente a él. Pero había algo que me cortaba: Ari no se había movido ni un milímetro y me miraba descarada. Sonreía encantada con la situación.

—¿No vas a… salir…? —balbuceé—. O… al menos volverte de espaldas.

Ari rió mostrando su bonita dentadura y me soltó sin cortarse ni un pelo:

—Oh, no… ¿Para qué? Al fin y al cabo ya se la he visto antes. No creo que me vaya a asustar.

Su expresión de guasa me avergonzaba como a un mozalbete. Pero la próstata dolía a esas alturas como si fuera a estallar. No tenía escapatoria. Y, al fin y al cabo, ¿no estaba allí para eso?

Así que me bajé el bañador hasta medio muslo y comencé a mear con chorro grueso y fuerte, y con expresión de alivio en el rostro, los ojos cerrados por el placer.

Mientras desaguaba a toda presión, sentí una presencia en mi costado izquierdo. Abrí los ojos y me encontré a Ari pegada a mí. No se había soltado la toalla, pero esta no le cubría ya los pechos. Sus adolescentes pezones me miraban curiosos, hinchados quizá por el roce de la toalla. O quizá por algo más, prefería suponer.

En ningún momento había dejado de sonreír la hija de mi amigo Nacho.



*​



No sabía qué pretendía la muchachita, aunque no tardé en averiguarlo.

Ari se apretó el nudo de la toalla y pasó su brazo derecho por detrás de mi cintura. Su mano izquierda se extendió y rozó suavemente con sus dedos el tronco de mi polla. Con lo que estaba pasando, mi erección ya había comenzado a aparecer hacía rato, pero con el suave roce de su mano, la bandera se irguió para intentar mirar hacia el techo.

—Espera, Ari… —intenté detenerla—. Se va a poner todo perdido.

Efectivamente, mi chorro no disminuía y, si la manguera se izaba del todo, la que se iba a liar era macanuda. Y ni por el mejor de los polvos quería tener que enfrentarme a la madre de Ari a causa de la limpieza doméstica.

—Tranqui, profe, no te preocupes… tú solo relájate —susurró la jovencita.

Recordé el proverbio que reza «no digas a nadie que se relaje cuando quieres que se relaje», y mi polla cabeceó alterada. El proverbio era totalmente cierto.

Pero Ari no se asustó. Apartó mis manos y sujetó mi polla fuertemente para doblarla hacia abajo. Lo consiguió lo suficiente y mantuvo la postura hasta que el chorro desapareció por completo.

Una vez acabada la faena, la chica comenzó a mover la piel arriba y abajo. Lo hacía con gran lentitud, casi con mimo. Yo la dejaba hacer, disfrutando de las sensaciones. Calambres de gusto recorrían mi vientre y mi espina dorsal. Mis huevos se balanceaban al ritmo de su paja suave.

Al ver a Ari tan receptiva, no dudé en dar el siguiente paso. Le pasé el brazo izquierdo por el hombro y, tomándole de la mandíbula, levanté su cara. El pelo lo tenía aún húmedo, pero su tacto no era menos sedoso por ello.

Cuando su boca estuvo a mi altura, le introduje el pulgar para que la abriera. Luego acerqué la mía y le di un suave beso, casi un aleteo de mariposa sobre los labios.

El segundo beso no fue tan casto. Mi lengua entró en su boca como un torbellino y se la comí a placer mientras con la mano libre le sobaba las dos tetas a la vez. Ella me devolvía el beso jugando con una lengua voraz cargada de babas. Estaba en la gloria. Pero aún quedaba lo mejor.

—Ay, profe… —susurró jadeante dentro de mi boca—. Necesito terminar lo que empecé el otro día.

Tragué saliva. No estaba seguro de a qué se refería.

—Lo que tú quieras —le respondí jadeante.

—Voy a chupártela si no te importa… ¿me dejas, porfa?

Mi polla cabeceo a modo de respuesta.

—Es tarde… —intenté ser juicioso—. Tus padres se estarán preguntando qué hago aquí arriba tanto tiempo.

—No me hagas esto, profe… Si no quieres, no pasa nada, puedes decírmelo. Pero no me pongas excusas, que me muero de ganas…

—¿Pero cómo no voy a querer, chiquilla?

Me lamió los labios antes de responder.

—Pues déjame que te lo haga, por favor…

Joder, estaba a punto de explotar. Con que me arrimara los labios iba a correrme a mares. No creía poder durar más de unos segundos. Tardando tan poco tiempo tal vez no era mala idea pintarle la cara a la muñequita antes de volver a la piscina. Así podría mirar a Nacho con sonrisa triunfal, sin que él supiera a qué se debía.

—Vale, pero vamos hacia el lavabo que no quiero ponerlo todo perdido.

—Joder, qué miradito eres, hijo… —aceptó mordiéndome el labio inferior.

Nos movimos sin separarnos y, una vez en posición, Ari me dio un piquito y luego comenzó a arrodillarse. Mi polla reaccionó con un cabeceo de satisfacción. No le quedaban muchos segundos para convertirse en una fuente de esperma.

Pero la rubita no llegó a terminar el gesto.

Porque la voz de Eva detrás de la puerta nos sobresaltó.


Continuará...
 
—¡Ari!, ¿estás ahí?

La antipática Eva no había esperado a recibir una respuesta. Al mismo tiempo que soltaba la frase ya estaba empujando la puerta.

Ari se levantó de un salto y yo me subí el bañador lo más rápido que pude. No fue suficiente, el mal ya estaba hecho.

Mecagüenlaleche, Ari… ¿¡Se puede saber lo que estás haciendo!?

La hija de mi amigo Nacho bajó la mirada como pillada en falta, al tiempo que se subía la toalla para taparse los pechos, avergonzada.

—Joder, Eva —exclamé—. ¿A ti no te han enseñado a llamar a las puertas?

En realidad estaba más enfadado conmigo mismo que con ella. Con el subidón que me había provocado la presencia de Ari al entrar en el baño, me había olvidado de asegurar la puerta con el pasador.

—Venga, Eva, no te enfades… —pidió la rubita—. Al fin y al cabo no ha llegado a pasar nada.

Pero para mí ese era el problema, que no había pasado nada. Menuda putada. Me sentí con derecho a protestar.

—No sé quién te crees tú que eres para darle órdenes a Ari todo el tiempo, ni que fueras su madre…

La cabeza de Eva pareció echar humo.

—¿Qué quién soy yo, profesor? —espetó airada y poniéndose en jarras—. Pues soy nada menos que la futura cuñada de esta zorrita. Y me jode un montón que a mi hermano le pongan los cuernos, ¿se entera? ¿Qué quiere, que vaya ahí abajo y le diga a sus padres lo que acabo de encontrarme, a ver qué les parece?

—Eva, no te pases, no fastidies… —suplicó Ari—. Que ya sabes que mi padre me mata…

La cara de espanto de Ari no era fingida. Pero menos lo era mi gesto de estupor.

Mecagüentodo, Eva —le copié el exabrupto a la morena y me sonó bastante bien—. ¿Pero de qué vas? Te recuerdo que fuiste tú la que me pusiste a Ari en bandeja para que le hiciera guarradas. ¿Ahora te pones exquisita con lo que tú misma has provocado? ¿A qué venía todo el teatro del lavabo del colegio y de casa de tu abuela, si no? ¿Qué es lo que eres, una calientapollas que usa a sus amigas en lugar de hacerlo por sí misma? A ver, explícate, me gustaría saberlo…

Las dos chicas se miraron. Había temor en sus ojos. No decían nada, pero sus miradas hablaban algún código que solo ellas conocían.

—¿No le habrás contado nada? —le espetó Eva a la rubita—. No me jodas, Ari, ¿no se te habrá ocurrido…?

—¡Calla, joder…! —le increpó Ari. Y Eva se llevó las manos a la boca. Se había pasado de frenada.

No necesité más. Como había imaginado la historia entre Ari y yo, con el empujón de Eva, tenía un objetivo. Y el estómago comenzó a arrugárseme.

—¿Queréis chantajearme, verdad?

Las dos chicas negaban con la cabeza, pero eran incapaces de decir nada.

—Pues que sepáis que no os hacía falta —continué—. Que pensaba poneros buena nota a las dos en el examen final.

Me hacía el ofendido, pero lo que estaba era acojonado.

—No es eso, profe, te lo juro —consiguió decir Ari—. Además, no conseguimos grabar nada, las cámaras del salón no funcionaron.

¿¡Cámaras!? Ahora sí que habían conseguido ponerme al borde del infarto. Las dos chavalas me estaban complicando la vida y yo me estaba dejando como un imbécil.

—Joder… Así que es verdad, teníais cámaras… —bufé.

—Sí… —admitió Ari con la mirada baja—. Pero te juro que no se grabó nada, ya te lo he dicho.

Me sentí aliviado por la noticia, aunque no sabía si podía creerla. En cualquier caso, estaba atrapado. No me quedaba otra que jugarme el todo por el todo. Así que decidí huir hacia adelante.

—A ver, ¿qué nota queréis? ¿Un ocho, un nueve…?

Eva miraba a Ari desconcertada y esta se encogió de hombros. Al final se sobrepuso y fue la primera en hablar.

—A mí con un siete me vale, si no mis padres van a sospechar.

—Yo necesito un ocho —apuntó Eva—, tengo que subir la nota media si quiero tener vacaciones este año.

Tragué saliva. Era el momento de huir.

—Pues ya lo tenéis —dije con aire digno—. Y ahora me voy. Espero que todos cumplamos nuestra palabra.

Salí del baño dando un portazo. En pocos segundos me hallaba junto al resto de los adultos al borde de la piscina. Tuve que inventar una trola sobre un apretón de tripas para justificar el tiempo empleado, pero no observé sospechas por parte de nadie.



La comida y la sobremesa​


Una vez sentados a la mesa, Laura llamó a su hija por el móvil. Enseguida aparecieron Ari y Eva trotando por la escalera. Asustado por la presencia de la morena, me sentí incómodo.

—¿Va a quedarse Eva a comer con nosotros? —pensé y me sobresalté al darme cuenta de que lo había dicho en alto.

—A saber… —respondió Laura—. Estas dos son imprevisibles. Hacen lo que les da la gana y cuando les apetece. Menuda juventud. Por mí si se quiere quedar, que se quede. Tenemos comida de sobra.

Afortunadamente, Eva se disculpó y tras despedirse desapareció por el ventanal del salón. Suspiré aliviado al verla marchar, aunque en ningún momento había dado motivos para pensar que pudiera delatarme.

Comimos en un ambiente de cordialidad. «Demasiada» cordialidad, me dije. Aquello no parecía una amistosa comida entre amigos, sino más bien una tirante reunión de compromiso. Notaba a Paula algo nerviosa y muy por la labor de que las conversaciones fluyeran por temas superficiales, como no queriendo entrar en asuntos personales.

La única que no habló durante la comida fue Ari, quien apartó la mitad de lo que su madre le había puesto en el plato —ahora entendía el motivo de su tipo perfecto—, y se pasó mirando hacia ninguna parte la media hora que compartió con nosotros. Entre bocado y bocado, parecía que le daba pereza tener que mover el brazo para llegar hasta el plato y luego llevar el tenedor a la boca. Aquella boca que sabía a arándanos con nata.

Yo la miraba de forma descarada, regodeándome en sus formas, en su pelo, en su piel… Aquella piel que había acariciado minutos antes, y aquella boca que había besado a placer y que me había comido la polla con estilo exquisito.

Era una pena que ese día Eva la hubiera interrumpido, que la cosa acabara así, sin sentir su aliento entre mis muslos. Me habría vuelto loco de placer al derramar mi semen por su carita de niña buena.

Y lo habría deseado más por su padre que por ella misma. Por aquel cerdo que se creía irresistible, y que había atacado a Paula con el total convencimiento de que mi mujer cedería a sus exigencias. Que se dejaría follar como una vulgar zorra. Maldito hijo de su madre…

Estos pensamientos se diluyeron en el mismo momento en que Ari se levantó y, excusándose como una jovencita educada, se perdió escaleras arriba hacia su habitación. Tenía la perfecta excusa de la necesidad de estudiar para el examen y no la desaprovechó. Yo era el único de los cuatro que sabía que aquella tarde no abriría un libro, segura como estaba de que aprobaría sin dar golpe.

Su sensual balanceo de caderas al subir las escalinatas iba dedicado a mí en exclusiva, de eso estaba seguro

*

Acabada la comida, Nacho propuso que pasáramos al salón. Allí tomaríamos el café y los gin-tonic que mi amigo se ofreció a preparar según su «fórmula especial».

Cuando los dos esposos se fueron hacia la cocina a preparar las bebidas, Paula y yo nos quedamos solos por primera vez en todo el día.

—¿Qué tal? —le dije para romper el hielo que notaba en su expresión—. ¿A qué no es para tanto?

—Mira, si tú eres feliz, pues bueno está —dijo entre dientes—. Pero no me pidas que esté a gusto. Está claro que entre nosotros ya no hay feeling. Así que te pido por favor que no alarguemos la tarde.

—No sé qué quieres que haga, no depende de mí —protesté suave para no enfadarla—. Tampoco es plan de tomarnos el café y la copa y salir a la carrera. Deja que ellos conduzcan la conversación, que nos enseñen fotos o lo que quieran. Tú hazte la loca y bebe un poco del gin-tonic, así te relajarás, ya lo verás. Cuando te quieras dar cuenta, ya estaremos saliendo por la puerta y se acabó.

Paula suspiró, no parecía muy convencida. De pronto cambió de tema.

—Una cosa… —se detuvo un segundo antes de continuar, lo que me puso en guardia—. ¿Esas chicas son dos de tus alumnas?

—Sí, ya lo sabes, te comenté que Ari es alumna mía.

—Sí, Ari ya lo sabía… ¿Pero la otra?

—También, son compañeras inseparables.

Carraspeó antes de proseguir.

—Es que… ¿No son… demasiado mayores para ir todavía al colegio?

Solté una risotada. Paula nunca había sido celosa, pero no me extrañó que se mostrara suspicaz al ver a aquellas chicas tan sexys. En cualquier caso, reconocí que no iba desencaminada.

—Estás fuera de juego, querida —le dije, intentando desviar su imaginación hacia asuntos menos… «eróticos»—. Hoy en día la FP está casi equiparada a la universidad. Al menos los grados medios y superiores. Los alumnos tienen unas edades que son cualquier cosa menos «colegiales».

—Y… —siguió con sus dudas—. ¿Tienes muchas alumnas como ellas?

De nuevo volví a carcajear. Le había dado a mi mujer un repente que no conocía de antes. Con lo caliente que andaba por haberme quedado a la mitad con Ari y con aquellos celos que me estaban excitando, aquella noche íbamos a tener fiesta en casa. Una fiesta con cohetes y traca final, de eso me encargaba yo.

—No fastidies, Paula, ¿tanto te preocupa que tenga alumnas guapas?

—No es que me preocupe, es mera curiosidad…

—Sí, ya…

Ahora era ella la que sonreía.

—¿Pero por qué no respondes? ¿Tienes algo que ocultar?

—Ah, vale, vas en serio… —me hice el ofendido—. Pues te diré que no todas las chicas son así. Las hay altas, bajitas, gorditas, guapas, feas… Y, además, también hay chicos. Y, bueno, yo de belleza masculina no entiendo mucho. Quizá te apetezca darte una vuelta por el colegio para darme tu opinión.

Iba a responder algo Paula cuando Laura y Nacho entraron por la puerta con sendas bandejas.

—¿De qué hablabais? —preguntó Nacho indiscreto tras repartir los gin-tonic.

Por supuesto que no me apetecía hablar de lo buena que estaba su hija y de lo celosa que se había puesto Paula por ello. Así que despejé lo más lejos que pude.

—Hablábamos de los grados de FP que impartimos en el colegio —dije serio y profesional—. Le estaba explicando cómo funciona actualmente la FP. Y también le comentaba que en nuestro centro impartimos casi veinte de esos grados.

—Vaya, igual tengo que derivarte al departamento de Marketing —replicó Nacho guasón y reímos todos la ocurrencia.

A partir de ese instante, la conversación derivó en monográfico por los derroteros de la formación profesional, tema en el que a mi amigo se le veía como pez en el agua, y los minutos comenzaron a desgranarse entre trago y trago.

Unos minutos después, sin que nadie lo esperara, una figura apareció por la escalera que comunicaba el salón con la planta superior. Alcé la vista y descubrí a Ari que nos miraba silenciosa, como temerosa de interrumpir. Tenía las manos entrelazadas por delante, en un ademán tímido e infantil.

Unos minishorts veraniegos y un top que siluetaba el perfil de sus impúberes pezones eran todo su atuendo, a excepción de unos calcetines rosa que le daban un toque tan sensual que no pude evitar empalmarme de golpe.


Tarde de estudio​

Ari nos miraba desde la escalera con aire de niña que no ha roto un plato. Los cuatro adultos la observamos durante un minuto sin decir nada. Parecía que todos esperábamos que fuera ella la que hablara.

—¿Pasa algo, nena? —dijo al fin su madre al ver que no se arrancaba.

Ari tragó saliva y por fin se atrevió a hablar.

—Sí… bueno, no sé si debo… A lo mejor os interrumpo… —esta vez la chica no parecía haberse molestado por el apelativo infantil de su madre.

Nacho quiso hacerse el padre molón y la animó a pedir lo que fuera.

—Venga, cielo, dinos… ¿en qué podemos ayudarte?

Yo empecé a sospechar por donde iban los tiros y me ruboricé sin poder evitarlo. Desde que la había descubierto en la escalera me había colocado una servilleta sobre la entrepierna, pero más difícil iba a resultarme disimular la excitación que se había pintado en mi rostro.

Al cabo Ari se decidió a ir al grano.

—Es por unos ejercicios del examen… —musitó con tono avergonzado—. Por más vueltas que les doy no consigo entenderlos… Y he pensado que como esta mañana me dijisteis que le preguntara al profesor si no pillaba algo, pues…

Iba a poner alguna excusa. No podía volver a ausentarme y dejar sola a Paula con una pareja a la que no tragaba, a riesgo de que se terminara de cabrear del todo. Pero el padre de la chica se me adelantó.

—Pues, claro, cariño… —dijo cogiéndome de un brazo y animándome a ponerme en pie—. Mi amigo Carlos te ayudará a que entiendas esos problemas, ¿verdad, colega? Tranqui, peque, que tú mañana apruebas el examen porque vas a ser la mejor preparada de todos.

Me levanté sin muchas ganas y me dirigí hacia la escalera. Miré a Paula y me encogí de hombros. ¿Qué otra cosa podía hacer? No podía decir que no a Nacho. La mirada de mi mujer advertía claramente: «No tardes».

No tenía ni idea de a qué iba a la habitación de Ari, porque a estudiar era claro que no. Así que lo que iba a pasar era para mí una incógnita. Una incógnita que hacía crecer el bulto dentro de mis pantalones.

Seguí a Ari escaleras arriba gozando de la vista de sus piernas y de lo que se podía atisbar por debajo del pantaloncito, que dejaba a la vista el nacimiento de sus redondeadas nalgas. Una visión celestial.

Me esperó bajo el marco de la puerta y en cuanto entré la cerró y le echó el pestillo interior. Una señal más de que algo no iba bien. O de que iba genial, según como se quisiera ver.

Me acerqué hacia su mesa de estudio, donde descansaban los libros y el ordenador, pero ella se subió a la cama y se cruzó de piernas al estilo indio en el borde inferior.

La miré estupefacto. Su descaro no tenía límites. Sabía que no me necesitaba como profesor, pero no sabía exactamente lo que buscaba. Y las palabras se me atragantaron. De nuevo, como horas antes en el baño, no sabía por dónde empezar. Y en esta ocasión, a diferencia de por la mañana, ella no me ayudaba.

—Bueno —dije cansado del silencio—. ¿Qué es lo que quieres que te explique?

Se lo pensó un instante, y su respuesta no me sorprendió.

—Pues… es que… en realidad no quiero que me expliques nada.

—Ah, ¿no? —dije yo de forma irónica—. Qué extraño… teniendo en cuenta de que ya estás aprobada de antemano…

Me moví hasta situarme delante de ella. Me quedé de pie, las manos en los bolsillos. Ella se había dado cuenta de que le miraba entre las piernas, donde el pantaloncito mostraba más de lo que tapaba. Con admiración creí distinguir que debajo del mini short no llevaba bragas.

Mi polla, que había renacido desde que la vi bajar por las escaleras, seguía su camino ascendente. Ella la miró igualmente y sonrió. En eso parecía que estuviéramos sincronizados.

—No, verás… —se explicó—, es que quería comentarte algo de lo que hemos hablado esta mañana, ¿recuerdas?

—No sé, esta mañana hemos hablado de muchas cosas… ¿A qué te refieres?

—Pues… a eso de las grabaciones… —hizo una mueca de niña buena—. Quería disculparme.

—Vale, te disculparé… pero solo cuando me lo hayas contado todo.

—¿Todo…?

—Todo.

—Vale…

—Pues venga, empieza por el principio.

—Verás…

Y comenzó a narrar una historia novelesca en la que se mezclaba la plataforma *********, los vídeos de unas jovencitas juguetonas —Eva y ella misma— y la necesidad de dar un salto de «sensualidad» en sus publicaciones. Por fortuna, las cámaras habían fallado todas a la vez. Las estrenaban ese día y las habían configurado de forma equivocada, así que el video no había sido grabado. Cuando Ari terminó, yo alucinaba «en colores».

—¿Entonces yo era el protagonista masculino de la escena subida de tono?

—Sí, más o menos… Pero no se trataba de tener sexo, no te rayes. Solo tenía que dejarme magrear un poco y chupártela hasta que te corrieras en mi cara.

La mandíbula se me descolgó del todo.

—¿Eso no te parece sexo?

—Bueno, algo de cochinada sí que es… lo reconozco… —sonrió pícara—. Pero sexo, lo que se dice sexo, tampoco…

No deseaba entrar en una discusión sobre cómo veíamos el sexo dos personas de generaciones tan diferentes, pero me quedaba pasmado con la visión del asunto por parte de una chica de su edad. Por otro lado, ahora entendía por qué no había querido que hiciéramos «lo otro» en el salón, donde se suponía que había un montón de cámaras —tres, por lo visto—. Aunque «lo otro» tampoco le debía de parecer «sexo, sexo». ¿O tal vez sí? A saber…

Cabía la opción de que previera que iba a querer follármela y que ella no se iba a poder resistir, así que mejor que no quedara grabado.

—Me preocupa mucho lo que pudiera haber ocurrido con mi imagen —le recriminé—. ¿Te imaginas que alguien me reconoce en un video de esos? Estaría acabado.

—Ah, por eso no te preocupes —soltó desenfadada—. Los vídeos los solemos «capar», añadiendo zonas veladas en las caras de los chicos, cuando los hay. Además, no publicamos en España, solo en Latinoamérica. Tampoco a nosotras nos mola que nos pillen, a ver que te crees...

Iba a indagar sobre el asunto, pero Ari no me permitió seguir con las elucubraciones.

Su cambio de tercio fue brutal.

Continuará...
 
—¡Ari!, ¿estás ahí?

La antipática Eva no había esperado a recibir una respuesta. Al mismo tiempo que soltaba la frase ya estaba empujando la puerta.

Ari se levantó de un salto y yo me subí el bañador lo más rápido que pude. No fue suficiente, el mal ya estaba hecho.

Mecagüenlaleche, Ari… ¿¡Se puede saber lo que estás haciendo!?

La hija de mi amigo Nacho bajó la mirada como pillada en falta, al tiempo que se subía la toalla para taparse los pechos, avergonzada.

—Joder, Eva —exclamé—. ¿A ti no te han enseñado a llamar a las puertas?

En realidad estaba más enfadado conmigo mismo que con ella. Con el subidón que me había provocado la presencia de Ari al entrar en el baño, me había olvidado de asegurar la puerta con el pasador.

—Venga, Eva, no te enfades… —pidió la rubita—. Al fin y al cabo no ha llegado a pasar nada.

Pero para mí ese era el problema, que no había pasado nada. Menuda putada. Me sentí con derecho a protestar.

—No sé quién te crees tú que eres para darle órdenes a Ari todo el tiempo, ni que fueras su madre…

La cabeza de Eva pareció echar humo.

—¿Qué quién soy yo, profesor? —espetó airada y poniéndose en jarras—. Pues soy nada menos que la futura cuñada de esta zorrita. Y me jode un montón que a mi hermano le pongan los cuernos, ¿se entera? ¿Qué quiere, que vaya ahí abajo y le diga a sus padres lo que acabo de encontrarme, a ver qué les parece?

—Eva, no te pases, no fastidies… —suplicó Ari—. Que ya sabes que mi padre me mata…

La cara de espanto de Ari no era fingida. Pero menos lo era mi gesto de estupor.

Mecagüentodo, Eva —le copié el exabrupto a la morena y me sonó bastante bien—. ¿Pero de qué vas? Te recuerdo que fuiste tú la que me pusiste a Ari en bandeja para que le hiciera guarradas. ¿Ahora te pones exquisita con lo que tú misma has provocado? ¿A qué venía todo el teatro del lavabo del colegio y de casa de tu abuela, si no? ¿Qué es lo que eres, una calientapollas que usa a sus amigas en lugar de hacerlo por sí misma? A ver, explícate, me gustaría saberlo…

Las dos chicas se miraron. Había temor en sus ojos. No decían nada, pero sus miradas hablaban algún código que solo ellas conocían.

—¿No le habrás contado nada? —le espetó Eva a la rubita—. No me jodas, Ari, ¿no se te habrá ocurrido…?

—¡Calla, joder…! —le increpó Ari. Y Eva se llevó las manos a la boca. Se había pasado de frenada.

No necesité más. Como había imaginado la historia entre Ari y yo, con el empujón de Eva, tenía un objetivo. Y el estómago comenzó a arrugárseme.

—¿Queréis chantajearme, verdad?

Las dos chicas negaban con la cabeza, pero eran incapaces de decir nada.

—Pues que sepáis que no os hacía falta —continué—. Que pensaba poneros buena nota a las dos en el examen final.

Me hacía el ofendido, pero lo que estaba era acojonado.

—No es eso, profe, te lo juro —consiguió decir Ari—. Además, no conseguimos grabar nada, las cámaras del salón no funcionaron.

¿¡Cámaras!? Ahora sí que habían conseguido ponerme al borde del infarto. Las dos chavalas me estaban complicando la vida y yo me estaba dejando como un imbécil.

—Joder… Así que es verdad, teníais cámaras… —bufé.

—Sí… —admitió Ari con la mirada baja—. Pero te juro que no se grabó nada, ya te lo he dicho.

Me sentí aliviado por la noticia, aunque no sabía si podía creerla. En cualquier caso, estaba atrapado. No me quedaba otra que jugarme el todo por el todo. Así que decidí huir hacia adelante.

—A ver, ¿qué nota queréis? ¿Un ocho, un nueve…?

Eva miraba a Ari desconcertada y esta se encogió de hombros. Al final se sobrepuso y fue la primera en hablar.

—A mí con un siete me vale, si no mis padres van a sospechar.

—Yo necesito un ocho —apuntó Eva—, tengo que subir la nota media si quiero tener vacaciones este año.

Tragué saliva. Era el momento de huir.

—Pues ya lo tenéis —dije con aire digno—. Y ahora me voy. Espero que todos cumplamos nuestra palabra.

Salí del baño dando un portazo. En pocos segundos me hallaba junto al resto de los adultos al borde de la piscina. Tuve que inventar una trola sobre un apretón de tripas para justificar el tiempo empleado, pero no observé sospechas por parte de nadie.



La comida y la sobremesa​


Una vez sentados a la mesa, Laura llamó a su hija por el móvil. Enseguida aparecieron Ari y Eva trotando por la escalera. Asustado por la presencia de la morena, me sentí incómodo.

—¿Va a quedarse Eva a comer con nosotros? —pensé y me sobresalté al darme cuenta de que lo había dicho en alto.

—A saber… —respondió Laura—. Estas dos son imprevisibles. Hacen lo que les da la gana y cuando les apetece. Menuda juventud. Por mí si se quiere quedar, que se quede. Tenemos comida de sobra.

Afortunadamente, Eva se disculpó y tras despedirse desapareció por el ventanal del salón. Suspiré aliviado al verla marchar, aunque en ningún momento había dado motivos para pensar que pudiera delatarme.

Comimos en un ambiente de cordialidad. «Demasiada» cordialidad, me dije. Aquello no parecía una amistosa comida entre amigos, sino más bien una tirante reunión de compromiso. Notaba a Paula algo nerviosa y muy por la labor de que las conversaciones fluyeran por temas superficiales, como no queriendo entrar en asuntos personales.

La única que no habló durante la comida fue Ari, quien apartó la mitad de lo que su madre le había puesto en el plato —ahora entendía el motivo de su tipo perfecto—, y se pasó mirando hacia ninguna parte la media hora que compartió con nosotros. Entre bocado y bocado, parecía que le daba pereza tener que mover el brazo para llegar hasta el plato y luego llevar el tenedor a la boca. Aquella boca que sabía a arándanos con nata.

Yo la miraba de forma descarada, regodeándome en sus formas, en su pelo, en su piel… Aquella piel que había acariciado minutos antes, y aquella boca que había besado a placer y que me había comido la polla con estilo exquisito.

Era una pena que ese día Eva la hubiera interrumpido, que la cosa acabara así, sin sentir su aliento entre mis muslos. Me habría vuelto loco de placer al derramar mi semen por su carita de niña buena.

Y lo habría deseado más por su padre que por ella misma. Por aquel cerdo que se creía irresistible, y que había atacado a Paula con el total convencimiento de que mi mujer cedería a sus exigencias. Que se dejaría follar como una vulgar zorra. Maldito hijo de su madre…

Estos pensamientos se diluyeron en el mismo momento en que Ari se levantó y, excusándose como una jovencita educada, se perdió escaleras arriba hacia su habitación. Tenía la perfecta excusa de la necesidad de estudiar para el examen y no la desaprovechó. Yo era el único de los cuatro que sabía que aquella tarde no abriría un libro, segura como estaba de que aprobaría sin dar golpe.

Su sensual balanceo de caderas al subir las escalinatas iba dedicado a mí en exclusiva, de eso estaba seguro

*

Acabada la comida, Nacho propuso que pasáramos al salón. Allí tomaríamos el café y los gin-tonic que mi amigo se ofreció a preparar según su «fórmula especial».

Cuando los dos esposos se fueron hacia la cocina a preparar las bebidas, Paula y yo nos quedamos solos por primera vez en todo el día.

—¿Qué tal? —le dije para romper el hielo que notaba en su expresión—. ¿A qué no es para tanto?

—Mira, si tú eres feliz, pues bueno está —dijo entre dientes—. Pero no me pidas que esté a gusto. Está claro que entre nosotros ya no hay feeling. Así que te pido por favor que no alarguemos la tarde.

—No sé qué quieres que haga, no depende de mí —protesté suave para no enfadarla—. Tampoco es plan de tomarnos el café y la copa y salir a la carrera. Deja que ellos conduzcan la conversación, que nos enseñen fotos o lo que quieran. Tú hazte la loca y bebe un poco del gin-tonic, así te relajarás, ya lo verás. Cuando te quieras dar cuenta, ya estaremos saliendo por la puerta y se acabó.

Paula suspiró, no parecía muy convencida. De pronto cambió de tema.

—Una cosa… —se detuvo un segundo antes de continuar, lo que me puso en guardia—. ¿Esas chicas son dos de tus alumnas?

—Sí, ya lo sabes, te comenté que Ari es alumna mía.

—Sí, Ari ya lo sabía… ¿Pero la otra?

—También, son compañeras inseparables.

Carraspeó antes de proseguir.

—Es que… ¿No son… demasiado mayores para ir todavía al colegio?

Solté una risotada. Paula nunca había sido celosa, pero no me extrañó que se mostrara suspicaz al ver a aquellas chicas tan sexys. En cualquier caso, reconocí que no iba desencaminada.

—Estás fuera de juego, querida —le dije, intentando desviar su imaginación hacia asuntos menos… «eróticos»—. Hoy en día la FP está casi equiparada a la universidad. Al menos los grados medios y superiores. Los alumnos tienen unas edades que son cualquier cosa menos «colegiales».

—Y… —siguió con sus dudas—. ¿Tienes muchas alumnas como ellas?

De nuevo volví a carcajear. Le había dado a mi mujer un repente que no conocía de antes. Con lo caliente que andaba por haberme quedado a la mitad con Ari y con aquellos celos que me estaban excitando, aquella noche íbamos a tener fiesta en casa. Una fiesta con cohetes y traca final, de eso me encargaba yo.

—No fastidies, Paula, ¿tanto te preocupa que tenga alumnas guapas?

—No es que me preocupe, es mera curiosidad…

—Sí, ya…

Ahora era ella la que sonreía.

—¿Pero por qué no respondes? ¿Tienes algo que ocultar?

—Ah, vale, vas en serio… —me hice el ofendido—. Pues te diré que no todas las chicas son así. Las hay altas, bajitas, gorditas, guapas, feas… Y, además, también hay chicos. Y, bueno, yo de belleza masculina no entiendo mucho. Quizá te apetezca darte una vuelta por el colegio para darme tu opinión.

Iba a responder algo Paula cuando Laura y Nacho entraron por la puerta con sendas bandejas.

—¿De qué hablabais? —preguntó Nacho indiscreto tras repartir los gin-tonic.

Por supuesto que no me apetecía hablar de lo buena que estaba su hija y de lo celosa que se había puesto Paula por ello. Así que despejé lo más lejos que pude.

—Hablábamos de los grados de FP que impartimos en el colegio —dije serio y profesional—. Le estaba explicando cómo funciona actualmente la FP. Y también le comentaba que en nuestro centro impartimos casi veinte de esos grados.

—Vaya, igual tengo que derivarte al departamento de Marketing —replicó Nacho guasón y reímos todos la ocurrencia.

A partir de ese instante, la conversación derivó en monográfico por los derroteros de la formación profesional, tema en el que a mi amigo se le veía como pez en el agua, y los minutos comenzaron a desgranarse entre trago y trago.

Unos minutos después, sin que nadie lo esperara, una figura apareció por la escalera que comunicaba el salón con la planta superior. Alcé la vista y descubrí a Ari que nos miraba silenciosa, como temerosa de interrumpir. Tenía las manos entrelazadas por delante, en un ademán tímido e infantil.

Unos minishorts veraniegos y un top que siluetaba el perfil de sus impúberes pezones eran todo su atuendo, a excepción de unos calcetines rosa que le daban un toque tan sensual que no pude evitar empalmarme de golpe.


Tarde de estudio​

Ari nos miraba desde la escalera con aire de niña que no ha roto un plato. Los cuatro adultos la observamos durante un minuto sin decir nada. Parecía que todos esperábamos que fuera ella la que hablara.

—¿Pasa algo, nena? —dijo al fin su madre al ver que no se arrancaba.

Ari tragó saliva y por fin se atrevió a hablar.

—Sí… bueno, no sé si debo… A lo mejor os interrumpo… —esta vez la chica no parecía haberse molestado por el apelativo infantil de su madre.

Nacho quiso hacerse el padre molón y la animó a pedir lo que fuera.

—Venga, cielo, dinos… ¿en qué podemos ayudarte?

Yo empecé a sospechar por donde iban los tiros y me ruboricé sin poder evitarlo. Desde que la había descubierto en la escalera me había colocado una servilleta sobre la entrepierna, pero más difícil iba a resultarme disimular la excitación que se había pintado en mi rostro.

Al cabo Ari se decidió a ir al grano.

—Es por unos ejercicios del examen… —musitó con tono avergonzado—. Por más vueltas que les doy no consigo entenderlos… Y he pensado que como esta mañana me dijisteis que le preguntara al profesor si no pillaba algo, pues…

Iba a poner alguna excusa. No podía volver a ausentarme y dejar sola a Paula con una pareja a la que no tragaba, a riesgo de que se terminara de cabrear del todo. Pero el padre de la chica se me adelantó.

—Pues, claro, cariño… —dijo cogiéndome de un brazo y animándome a ponerme en pie—. Mi amigo Carlos te ayudará a que entiendas esos problemas, ¿verdad, colega? Tranqui, peque, que tú mañana apruebas el examen porque vas a ser la mejor preparada de todos.

Me levanté sin muchas ganas y me dirigí hacia la escalera. Miré a Paula y me encogí de hombros. ¿Qué otra cosa podía hacer? No podía decir que no a Nacho. La mirada de mi mujer advertía claramente: «No tardes».

No tenía ni idea de a qué iba a la habitación de Ari, porque a estudiar era claro que no. Así que lo que iba a pasar era para mí una incógnita. Una incógnita que hacía crecer el bulto dentro de mis pantalones.

Seguí a Ari escaleras arriba gozando de la vista de sus piernas y de lo que se podía atisbar por debajo del pantaloncito, que dejaba a la vista el nacimiento de sus redondeadas nalgas. Una visión celestial.

Me esperó bajo el marco de la puerta y en cuanto entré la cerró y le echó el pestillo interior. Una señal más de que algo no iba bien. O de que iba genial, según como se quisiera ver.

Me acerqué hacia su mesa de estudio, donde descansaban los libros y el ordenador, pero ella se subió a la cama y se cruzó de piernas al estilo indio en el borde inferior.

La miré estupefacto. Su descaro no tenía límites. Sabía que no me necesitaba como profesor, pero no sabía exactamente lo que buscaba. Y las palabras se me atragantaron. De nuevo, como horas antes en el baño, no sabía por dónde empezar. Y en esta ocasión, a diferencia de por la mañana, ella no me ayudaba.

—Bueno —dije cansado del silencio—. ¿Qué es lo que quieres que te explique?

Se lo pensó un instante, y su respuesta no me sorprendió.

—Pues… es que… en realidad no quiero que me expliques nada.

—Ah, ¿no? —dije yo de forma irónica—. Qué extraño… teniendo en cuenta de que ya estás aprobada de antemano…

Me moví hasta situarme delante de ella. Me quedé de pie, las manos en los bolsillos. Ella se había dado cuenta de que le miraba entre las piernas, donde el pantaloncito mostraba más de lo que tapaba. Con admiración creí distinguir que debajo del mini short no llevaba bragas.

Mi polla, que había renacido desde que la vi bajar por las escaleras, seguía su camino ascendente. Ella la miró igualmente y sonrió. En eso parecía que estuviéramos sincronizados.

—No, verás… —se explicó—, es que quería comentarte algo de lo que hemos hablado esta mañana, ¿recuerdas?

—No sé, esta mañana hemos hablado de muchas cosas… ¿A qué te refieres?

—Pues… a eso de las grabaciones… —hizo una mueca de niña buena—. Quería disculparme.

—Vale, te disculparé… pero solo cuando me lo hayas contado todo.

—¿Todo…?

—Todo.

—Vale…

—Pues venga, empieza por el principio.

—Verás…

Y comenzó a narrar una historia novelesca en la que se mezclaba la plataforma *********, los vídeos de unas jovencitas juguetonas —Eva y ella misma— y la necesidad de dar un salto de «sensualidad» en sus publicaciones. Por fortuna, las cámaras habían fallado todas a la vez. Las estrenaban ese día y las habían configurado de forma equivocada, así que el video no había sido grabado. Cuando Ari terminó, yo alucinaba «en colores».

—¿Entonces yo era el protagonista masculino de la escena subida de tono?

—Sí, más o menos… Pero no se trataba de tener sexo, no te rayes. Solo tenía que dejarme magrear un poco y chupártela hasta que te corrieras en mi cara.

La mandíbula se me descolgó del todo.

—¿Eso no te parece sexo?

—Bueno, algo de cochinada sí que es… lo reconozco… —sonrió pícara—. Pero sexo, lo que se dice sexo, tampoco…

No deseaba entrar en una discusión sobre cómo veíamos el sexo dos personas de generaciones tan diferentes, pero me quedaba pasmado con la visión del asunto por parte de una chica de su edad. Por otro lado, ahora entendía por qué no había querido que hiciéramos «lo otro» en el salón, donde se suponía que había un montón de cámaras —tres, por lo visto—. Aunque «lo otro» tampoco le debía de parecer «sexo, sexo». ¿O tal vez sí? A saber…

Cabía la opción de que previera que iba a querer follármela y que ella no se iba a poder resistir, así que mejor que no quedara grabado.

—Me preocupa mucho lo que pudiera haber ocurrido con mi imagen —le recriminé—. ¿Te imaginas que alguien me reconoce en un video de esos? Estaría acabado.

—Ah, por eso no te preocupes —soltó desenfadada—. Los vídeos los solemos «capar», añadiendo zonas veladas en las caras de los chicos, cuando los hay. Además, no publicamos en España, solo en Latinoamérica. Tampoco a nosotras nos mola que nos pillen, a ver que te crees...

Iba a indagar sobre el asunto, pero Ari no me permitió seguir con las elucubraciones.

Su cambio de tercio fue brutal.

Continuará...
Joderrrrr ,puffff arggg,mmmm. Me corridooooo al leerlo. Quiero más!!
 
Jajaja bipolla, si ya estás en ese punto hasta el momento, en la siguiente dosis lo vas a poner todo perdido... 🤣🤣🤣
 
El profesor se está metiendo en buen lío y habrá que ver si las intenciones de Ari son buenas o solo se está aprovechando de él.
 
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