1 (Parte Uno)
Con 18 años recién cumplidos no es fácil empezar la universidad. Alejarte casi por completo de lo que has vivido siempre, es una dura prueba. Separarte de tus padres, de tus amigos, de todo lo conocido, incluso de esa panadería que está debajo de tu casa y que visitabas cada día…, en fin, de todo lo que te rodea.
Por suerte o por desgracia, depende de cómo lo mire cada uno, no iba a estar solo en esta nueva aventura. Tuve, por así llamarlo, una compañera que me custodiaría en este viaje y se trataba, ni más ni menos, que de Paula. Mi flamante hermana mayor y con la que compartiría piso.
Lo sentía como un puesto de avanzadilla, mi atalaya en medio de una llanura sin explorar, puesto que ella, ya llevaba tres años viviendo en uno de los varios pisos que mis padres tenían en propiedad.
Bueno… quizá tenga que explicar eso, porque no todo el mundo puede decir que dispone de varios pisos a su nombre. Nosotros vivimos en una localidad grande de Castilla-La Mancha, de más o menos, unos 50.000 habitantes, aunque mi progenitor, pasa la mayoría del tiempo a caballo entre Madrid y nuestro pueblo porque es un conocido arquitecto.
Es alguien de renombre, una persona muy respetada en el gremio y, por ende, ha logrado que seamos una familia… con recursos. La palabra ricos nunca me ha gustado y trato de no usarla, aunque es inevitable que muchos nos traten como tal. Ahora que os he puesto un poco en contexto, creo que entendéis por qué tanto Paula como yo, estudiamos arquitectura, ¿verdad?
Allí llegué al piso de mi hermana, con el par de maletas que me preparó mi madre con tanto esmero y cierta humedad en sus ojos por desprenderse de su pequeño. Es cierto que apenas me iba a unos 150 kilómetros de distancia y con una llamada me podía ver todos los días, pero supongo, que no es fácil para una madre ver cómo su nido se vacía.
Por supuesto, Paula vivía sola, nada de compartir un piso con otros cuatro estudiantes y turnarse en la ducha. Era un piso bien acomodado y con varias habitaciones que me parece que se le hacía enorme, aunque nunca puso ninguna pega.
―Ya estás aquí ―me saludó con un gesto muy normal, casi idéntico a que si abriera la puerta al fontanero.
―Sí, papá y mamá me han dejado abajo, no había sitio para aparcar… ―casi me cortó.
―Entra.
Nada más cerró la puerta a mi espalda, mis ojos se colocaron en ese zapatero tan pulcro y bien ordenado que estaba a la entrada. No me extraña que fuera así, Paula siempre fue muy ordenada y responsable, tanto que mis padres no se preocupaban de avisar a la familia que teníamos por la zona, porque confiaban mucho en su hija. Estoy seguro de que si me hubiera ido yo solo… me hubieran atado más en corto.
De primeras, la emoción que me asoló fue la de que invadía su casa. Que ese hogar que compró mi padre años atrás, la pertenecía y, de cierta manera, yo era el intruso que perturbaba su paz. Era una tontería, Paula no había hecho ni siquiera un gesto que me hiciera creer eso, pero… siendo el hermano pequeño al que había cuidado en bastantes ocasiones… ¿Qué iba a sentir?
―Ven.
No llegó a ser seco, pero lo noté igual que esas órdenes que me daba cuando vivíamos en casa de nuestros padres. Se giró sobre sus zapatillas de casa cubiertas de pelo, haciendo ondear su pelo largo moreno que casi me golpeó igual que millones de látigos de seda.
Anduvo por el hogar con ese porte perfecto que siempre mantenía. Desde pequeña fue doña perfecta, estudiante de matrícula de honor y el orgullo de mis padres; por supuesto, en eso no nos parecíamos, porque yo era un poco la oveja negra de la familia.
A ella siempre le fue bien y con la carrera no era diferente. A sus veintiún años estaba a punto de terminarla con increíbles notas y esperando ser la primera de su promoción. “Igual que yo…”, suspiré con resignación, siguiendo su estela por el pasillo, aunque también, de manera más metafórica.
Toda la vida fue una niña educada, lista, trabajadora y además… una auténtica belleza, pero no de esas chicas guapas de barrio que salen a la gran ciudad y son totalmente opacadas, no. Paula era una verdadera mujer, con todos los rasgos perfectos para distanciarse de cualquiera que le quisiera hacer sombra.
―Esta será tu habitación. ―Paula movió sus carnosos labios para dictaminar su orden, y yo, no objeté.
Me metí con el par de maletas, mientras me contemplaba apoyada en el marco de la puerta con unos ojos que podían quitar el hipo a cualquiera. Dejé el equipaje en el centro de mi nueva habitación, suspirando después de un viaje algo agotador y observando que mi hermana no se iba. Quizá esperase porque le agradeciera su hospitalidad o para soltarme unas cuantas reglas… no sabía.
―Espero que lo pases bien en la universidad, es una etapa muy bonita. ―me sorprendió aquella frase y me quedé esperando por más― Si necesitas algo, me dices. Ahora que no están papá y mamá para cuidarte, me encargaré de que no te falte de nada.
―Vale.
Fue una respuesta algo simple, pero no pude decir nada más, porque me había pillado totalmente en fuera de juego. Me esperaba una Paula más estricta, más mandona, sin embargo, allí estaba ofreciéndome un poco de esa dulzura que siempre mostraba a cuentagotas.
Aunque lo que seguía allí, era otra cosa, un punto del que me di cuenta desde que empezó a desarrollarse como mujer. Su precioso cuerpo no era ajeno para nadie, ni siquiera para mí, y gracias a los genes que se transmitían en la familia, Paula heredó un busto increíble.
Por línea materna, la sucesión de mujeres que conformaban la familia, habían tenido la suerte de poseer unos pechos dignos de mención. Mi hermana no era la excepción, sino la cúspide de dicha herencia, sin dudas, la que mejores tetas tenía entre todas ellas.
No me gustaría que sonara muy raro, no es que fuera mirando como un pervertido los pechos a todos mis familiares, solo que un chico tiene curiosidad y se va informando, nada más. La conclusión, era una…
¡¡Sus tetas eran perfectas!!
Paula se separó del marco, retirando los antebrazos de debajo de sus senos y provocando que no estuvieran tan subidos como antes. Me arrebató sin quererlo esa gloriosa visión, de la cual, tampoco debía pedir más, porque al fin y al cabo…, era mi hermana.
―Te dejo para que te aclimates. Cualquier cosa, me dices.
―Gracias, Paula ―pude agradecerle antes de que se diera la vuelta.
Mis ojos saltaron a su parte trasera, pasando del pelo moreno que le caía liso como una tabla hasta la mitad de la espalda. Su aroma impregnaba el ambiente, con una mezcla de frutas y vainilla que eran una delicia, y mi visión, se paró en su trasero, que aunque no era perfecto, encajaba con armonía con el resto de su cuerpo.
Tuve que obligarme a retirar la visión y a morderme el labio inferior para calmar una lujuria que no debía salir con esa mujer delante. Me di la vuelta, abriendo la primera de las maletas y empezando a desempaquetar todo. Me quedaba tarea por delante y cuanto antes la terminase… mejor.
2
Para mi sorpresa, el recibimiento no fue un espejismo, sino que Paula, me acogió de manera sublime en el piso, comportándose como una hermana mayor con cada una de las letras.
Obviamente, desde el primer día hubo ciertas reglas para que la convivencia fuera perfecta, sobre todo, en las tareas de casa. Ella se encargaba de las tareas más difíciles para mí, vamos, lo que no había hecho en mi puñetera vida, es decir; la comida, poner la lavadora y planchar. Y me relegó los asuntos más sencillos, como la limpieza, recoger y fregar los platos… ya veis, me podría herniar con todo ese trabajo.
Durante esas primeras semanas del curso, las cosas fueron fantásticas en casa y también en la universidad. Rápido congenié con unos pocos chicos de clase y en un par de días, podía decir que tenía montado mi primer grupo de amigos. Por supuesto, mi padre tuvo cierta culpa, porque al conocer mi apellido, algunas personas rápidamente me asociaron a él. No pasaba nada, estaba más acostumbrado a que me trataran más de “hijo de” que por mi propio nombre.
Entre las personas que conocí en la facultad de arquitectura, con uno de ellos me llevé especialmente bien. Se llamaba Jaime y la verdad era que nos parecíamos bastante en nuestra forma de ser. Aunque lo que más me gustaba, era que nunca sacaba el tema de quién era mi padre y eso, siempre me encantaba en las personas. Prefería que me conocieran por mí mismo y punto.
―¿A ti te mola esta? ―Jaime me sacó del partido de tenis que estaba viendo en la televisión de la cafetería que había en la universidad y donde nos solíamos juntar entre horas de clase.
Miré con cierto cansancio, esa noche no había dormido bien y las dos pajas que me hice no lograron que encontrara el sueño. Contemplé la pantalla de su móvil, donde una chica posaba en la playa con el sol calentando una piel que ojalá pudiera devorar.
―Está muy bien. ―no quería parecer un salido y decirle que me la comería de los pies a la cabeza.
―Estudia aquí, estoy a ver si la encuentro un día y logró meterle alguna ficha.
―En tus sueños… ―otro de nuestros amigos escuchó mi comentario y la risa pobló la mesa en la que estábamos sentados, aunque no pude seguir riendo porque me levanté al alzar la mirada.
Al otro lado de la cafetería se encontraba una mujer preciosa con dos amigas pidiendo algo en la barra. Era evidente que la conocía y, por mucho que fuera mi hermana, me enorgullecía que bastantes miradas se centraran en ella.
Era espectacular.
Me aproximé a ella después de que me hiciera un gesto con la mano y cuando estuve a mitad de camino, Paula lo acortó con dos zancadas rápidas. Su ropa de marca la moldeaba el cuerpo a la perfección, una modelo en su propia pasarela que parecía mostrarse solo para mí.
Quieto, me quedé contemplando la obra completa que lograron mis padres y, en especial, en una zona que me deja los pelos de punta. Su camisa blanca, de a saber qué precio, estaba algo abierta. Uno de los botones enseñaba más de lo que le gustaría a Paula y quizá ni ella misma sabía que lo tenía desabotonado. No importaba, porque yo… escudriñé ese escote que se asomaba.
En los dos pasos que dio, sus botines resonaron en el suelo y la carne de los pechos tembló igual que dos flanes en manos de un camarero manazas. Contuve el aliento, porque aquellas tetas eran la perdición de cualquier hombre, un canto de sirena que conducía a las naves a los acantilados.
―Voy a llegar algo más tarde a casa ―comentó con su dulce voz a la par que su aroma me bañaba por completo―. ¿Puedes pasar por la frutería y comprar unos plátanos, unas peras o algo así?
―Claro.
―Gracias, David. ―me lanzó una media sonrisa que hizo brillar unos labios preciosos― Luego nos vemos en casa.
Nos separamos sin más que añadir y, cuando volví a la mesa, yo todavía seguía pensando en esa nota mental en la que estaba escrito “comprar fruta” con letras de neón. Sin embargo, rápido me la quitaron de la cabeza, porque Jaime me apretó el antebrazo y, con la mirada de los demás sobre mí, murmuró.
―¿¡Quién es esa!? ―marcó cada sílaba.
―Pues… mi hermana.
Hubo un silencio, uno de esos que dice mucho más que cualquier palabra. Jaime miró a Paula desde la distancia y después a mí, lo hizo por segunda vez, seguramente, queriendo corroborar que no le mentía.
―¿Me lo dices en serio? ―asentí con una sonrisa― ¡Si es una diosa!
―No sé… es mi hermana… ―solté a modo de broma, porque no tenía otra cosa que decir.
Observé a Paula y su grupo de amigas, que me levantaba la mano desde la distancia, para despedirse de mí. En mi cabeza resonaron esas palabras de Jaime, porque… sí que era una diosa.
Mi hermana no solo era guapa, sino que también era un estudiante modelo. Además, en casa lo tenía todo impoluto, siempre estaba atenta a lo que faltase en la nevera y la comida le salía casi tan bien como a mamá. Incluso sacaba tiempo para cuidarse, porque no solía faltar a sus clases en el gimnasio. Iba a algo como bodypump y spinning, cosas de ese estilo con nombres anglosajones. Hacía de todo y… todo bien. Era increíble.
―No me lo creo, tío… ―Jaime suspiraba y los otros dos escuchaban con atención.
―No te miento. ―solté una carcajada, porque esas emociones que provocaba Paula, no eran una novedad para mí. En el colegio había escuchado de todo…
―La tienes que conocer de algo…
―Sí, bueno… de que trabaja en una discoteca por aquí cerca los viernes y los sábados.
Fue algo que me sorprendió de ella, pues tampoco necesitaba el dinero, pero según lo que me dijo, era para no depender tanto de nuestros padres. Eso la honraba y la definía como una mujer que se quería hacer así misma, muy alejada de mi forma de ver las cosas, que cogía el dinero de mis padres sin mirar atrás.
―¡Buaaa…! ―sonó igual que un niño pequeño― Si es verdad… Deberíamos ir. ¿Trabaja de stripper? ―no fue una broma, sino que lo preguntó por pura información.
―¡No, joder! ―me reí sin contenerme― Es camarera, nada más.
―¿Nos llevas un día a esa discoteca? ―señaló a toda la mesa y, claramente, asentí.
―Sin problemas, me vendrá bien despejarme un poco con unas copas.
Dicho y hecho, apenas tardamos en calentarnos y decidir que esa misma semana iríamos al bar de mi hermana. La idea de ver a Paula acabó siendo secundaria y solo nos movía ese afán adolescente por cogernos una buena borrachera y quizá, ligar con quien nos aceptase.
Aquel mismo sábado quedamos varios de la universidad y nos fuimos a esa discoteca después de unas copas en un bar cercano. Yo ya iba con el punto de alcohol en mi cuerpo y Jaime, no se separaba de mí con la esperanza de poder ver de cerca a esa diosa que seguía sin creerse que fuera mi hermana. “No habéis salido del mismo lado…”, me repetía una y otra vez a modo de broma, algo que le permitía por lo bien que me caía.
Entramos con la música a tope y la gente rozándose sin parar. Antes de que nos asentásemos en un lugar, cogí del antebrazo a Jaime y le acerqué a la barra. Pasamos entre varios grupos que nos obstaculizaban el paso, a la par que un extraño sentimiento se apoderaba de mi pecho.
En el fondo, parecía que estaba mostrando a Paula, enseñando lo bella que era mi hermana a un amigo, que solo portaba intenciones lujuriosas en su cuerpo. Sin embargo, no me importó, porque yo… también quería verla lejos de su rectitud y sus caros ropajes.
Llegamos a la barra a duras penas, haciéndonos un hueco entre otros dos chicos y mirando a las guapas camareras que estaban sirviendo vasos. La encontré de manera rauda, porque Paula brillaba con luz propia.
Una sensación bastante potente me sacudió de inmediato, porque era muy extraño lo que veía. A mi hermana siempre la vistieron con vestidos preciosos, zapatos caros y unas ropas dignas de cualquier princesa de la realeza. Ese bar era en el último lugar donde me imaginaba encontrarla; no obstante, allí estaba, sirviendo bebidas a borrachos como una más.
Sin embargo, lo que más llamó mi atención, fue contemplarla con su melena recogida en una bella coleta morena, enfundada en unos vaqueros apretados que marcaban claramente su culo y con esa camiseta corta que tenía un escote en palabra de honor. No estaba enseñando demasiado, pero la silueta que marcaban sus dos pechos era clara.
―¡La polla, David…! ―murmuró Jaime en mi oído―. Es que no me creo que sea tu hermana, tío. ¿¡Tú la has visto!? ¡Es increíble!
Mi amigo babeaba con la visión de Paula y como él otros cuantos a lo largo de toda la barra del bar. En mi caso, estaba acostumbrado a verla, incluso en bikini cuando años atrás íbamos de vacaciones a la playa. Sin embargo, en ese instante, me causó un vuelco en el centro de mi vientre.
―No es para tanto… ―mentí con claridad y justo, contacté con ella mediante nuestras miradas.
Nos colamos de todos, porque Paula se acercó a nosotros con una sonrisa de oreja a oreja que no portaba en casa, seguro que la tenía ensayada para todos aquellos babosos. No la sorprendió encontrarme allí, porque le había comentado que iríamos de fiesta y ella misma me recomendó su lugar de trabajo.
Sin decir nada, se apoyó en la barra y, dando un pequeño saltito, alcanzó mi mejilla para regalarme un beso muy cálido en una de mis mejillas. Noté cada mirada de oído de todos esos tíos que estaban esperando y, por raro que fuera, en ese instante me vi idéntico a un dios intocable.
―¿Qué os pongo? ―nos señaló a ambos y Jaime se sintió en la gloria solo con eso.
―Dos copas, ron con cola. Del que quieras.
Me acabó guiñando el ojo y Jaime la siguió con mirada, algo que copié, centrándome en unas nalgas bien apretadas y que marcaban la mitad de aquel tremendo monumento.
―Tío, es que es increíble. ―mi amigo me observaba casi sin creerse que la conociera― Es perfecta. Me parece tan irreal que sea tu hermana, es que no os parecéis. ―sí que nos parecíamos, pero no de la manera que él deseaba.
―Lo que tienes que hacer, es venirte un día a casa y comprobarlo con tus propios ojos. ―solté una carcajada a modo de broma, pero a él le gustó la idea.
―¿En serio? ―se vio bastante salido y recapacitó― O sea, que no voy solo para verla, eh. Digo que, si quieres, puedo acercarme un día a tu casa.
―Claro, tío. Ven mañana mismo a comer, si quieres. Paula no trabaja los domingos, es como Dios que, el último día, descansa y suele echarse la siesta. ―nos reímos y recibimos los cubatas de manos de mi hermana. No hubo que pagar y, con un beso al aire, se perdió en la barra para atender a más personas― ¿Te apetece?
―Venga. Acepto.
****
Pese a la leve resaca que me acosaba, nuestro plan no se disolvió como esa aspirina que esperaba que me quitara un poco de dolor de cabeza. Avisé a Paula para las doce de la mañana y, como buena anfitriona, preparó la comida para los tres sin poner ninguna pega.
Jaime llegó a la hora, con un ligero nerviosismo que no pudo quitarse y que se acrecentó un poco más al recibir los dos besos de mi hermana. Paula portaba su pijama habitual, un short corto que le quedaba algo holgado y una camiseta de tirantes normal, sin embargo, poseía ese toque pijo del que no se podía desprender.
Mi amigo apenas soltó unos cuantos monosílabos durante la comida y yo, no paraba de sonreír por verle de esa manera. Estaba acobardado frente a Paula, totalmente cohibido por una chica que parecía adorar.
Me encantó el rato que pasamos los tres y, en especial, verle sufrir de esa forma a mi amigo. Al final, Paula se ofreció a limpiar todo, comentando que luego iría al cuarto a estudiar. No creía que fuera así, ya que su siesta no iba a faltar, pero no querría quedar mal delante de nuestro invitado.
Me metí con Jaime en el cuarto, reposando en la cama un cuerpo que también necesitaba una ligera cabezada que pagase las horas de sueño perdidas por la fiesta.
―¡Es perfecta, tío! ¡Una diosa! Creo que me he enamorado. ―no supe si exageraba o no, porque lo decía bastante en serio― Es que lo tiene todo. Es guapísima, saca buenas notas, tiene dinero, simpática… incluso hace una comida que te cagas. ―eso era cierto― ¿Piensas que tendrá novio?
―Pues…
Rebusqué en mi mente y no encontré nada que me diera una pista de ello. Tampoco era yo de preguntar sobre esas cosas y eso que llevábamos más de un mes viviendo juntos. Durante ese tiempo no había traído ningún chico a casa y tampoco me comentó nada al respecto.
Recordé algún noviete de esos que tenía en el pueblo, el típico tío con suerte que le habría robado unos besos en un coche viejo o en las fiestas de uno de los barrios. Pero desde hacía tiempo, no tenía noticias sobre hombres en su vida.
―Pues que yo sepa, nada ―concluí.
―¿En serio?
―Me parece que no tiene tiempo para novios, o está estudiando, o haciendo deporte, o trabajando… Está demasiado atareada para pensar en eso.
―Si fuera su novio… ―Jaime se tumbó a mi lado y miró al techo para soñar despierto― No me importaría que no tuviera tiempo para mí, con un rato me sería suficiente para estar feliz toda la semana.
―¡Qué exagerado, macho! ―me reí con ganas y acabé por añadirle― ¿Te gustaría ser mi cuñado?
―De momento, me conformaría con ser su amigo. ―debió notar un gesto de duda en mi rostro, porque añadió de la misma― Agregarla en alguna red social o algo similar. ¿Tiene *********?
―Sí, pero apenas lo usa. No recuerdo que me haya saltado una notificación de que subiera una foto…
―¿Me lo das?
Lo medité por unos segundos, en el que no sabía muy bien si era ético o no. Aunque prevaleció la lógica, Jaime estuvo comiendo con nosotros y, podía ser totalmente normal, que le pidiera amistad después de eso.
―Tú mismo… Aunque ya te digo que no te vas a comer ni un rosco. ―sonrió con picardía, creyéndose que tendía alguna oportunidad. Buscándola en mi móvil, le puse de cara su usuario― Aquí lo tienes.
Lo guardó con mimo en su móvil y continuamos hablando de otros temas, dejando a un lado el enamoramiento de Jaime por mi hermana. La verdad era que no me sentaba mal, en muchas ocasiones mis amigos se quedaban prendados de Paula, o sea que, no era nada nuevo. Lo que no me agradaba tanto, era la imagen que guardaba en el cerebro de mi hermana en aquel antro y vestida de forma tan suculenta, puesto que… me gustaba.
Luego de dos horas, Jaime se fue y pasé el rato recluido en el cuarto, mirando unos cuantos libros de la carrera. Eso sí, parando entre lección y lección para azuzar un poco al ganso que lo tuvo bastante desatendido durante ese día.
El tiempo pasó volando y cuando la noche cayó en la ciudad, el sonido de la puerta me alertó igual que si hubiera entrado un ladrón. Era Paula la que asomaba la cabeza entre la madera y el marco, dejando que su coleta morena cayera a un lado de forma preciosa.
―Oye… ―el gesto extraño anunciaba una pregunta― tu amigo Jaime. Me ha mandado una solicitud para el Insta.
―¡Vaya…! ―me hice el sorprendido, aunque el verdadero asombro se encontraba en que lo hiciera a la noche y no según se lo di― Pues, si quieres, agrégale. Creo que le va a hacer ilusión, me parece que está enamorado de ti ―comenté en plan jocoso y Paula soltó una risita nasal que recorrió el cuarto.
―¿Le tengo que agregar por pena? ―en su sonrisa había malicia y su ceja en alto indicaba que ella no era para mortales. Me encantó― ¿Es el mismo que estaba en el bar anoche, no?
―Exacto. Hazle el favor. ―me giré con un lápiz dando vueltas entre los dedos y puse mi cara de hermano pequeño― Harás feliz a un pobre muchacho. ¿No te pone contenta?
―¡Bobo…!
Se fue con la misma sonrisa, dejándome en esa penumbra que solo iluminaba la lamparilla de la mesa de estudio. Me quedé pensativo, construyendo la cara de alegría que pondría Jaime si mi hermana le agregaba. No pasaron ni cinco minutos que me vibró el teléfono y leí el mensaje que me mandaba mi amigo.
―Me ha agregado como amigo, tío. Seguro que le has dicho tú, ¿no? ¡Eres el puto amo!
Me carcajeé para mí mismo delante de esos libros tan pesados que no me producían ni una alegría. Escuché justo la voz de mi hermana llamándome para que fuera a cenar y levantándome de un salto, le dije a la soledad de mi cuarto.
―No te has visto en una igual, amigo mío…