La habitación de al lado (Compartir piso con mi hermana universitaria)

David Lovia

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Hola!

Llevo unos meses trabajando en un nuevo proyecto junto a otra escritora de erótica, Lilith Durán. Se trata de una historia que ya publiqué hace años, titulada Compartir piso con mi hermana universitaria. Al final la hemos reescrito casi entera y de lo que era un relato, ha salido una novela bastante extensa.

Esperamos que os guste como ha quedado la historia.
 

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1 (Parte Uno)​




Con 18 años recién cumplidos no es fácil empezar la universidad. Alejarte casi por completo de lo que has vivido siempre, es una dura prueba. Separarte de tus padres, de tus amigos, de todo lo conocido, incluso de esa panadería que está debajo de tu casa y que visitabas cada día…, en fin, de todo lo que te rodea.

Por suerte o por desgracia, depende de cómo lo mire cada uno, no iba a estar solo en esta nueva aventura. Tuve, por así llamarlo, una compañera que me custodiaría en este viaje y se trataba, ni más ni menos, que de Paula. Mi flamante hermana mayor y con la que compartiría piso.

Lo sentía como un puesto de avanzadilla, mi atalaya en medio de una llanura sin explorar, puesto que ella, ya llevaba tres años viviendo en uno de los varios pisos que mis padres tenían en propiedad.

Bueno… quizá tenga que explicar eso, porque no todo el mundo puede decir que dispone de varios pisos a su nombre. Nosotros vivimos en una localidad grande de Castilla-La Mancha, de más o menos, unos 50.000 habitantes, aunque mi progenitor, pasa la mayoría del tiempo a caballo entre Madrid y nuestro pueblo porque es un conocido arquitecto.

Es alguien de renombre, una persona muy respetada en el gremio y, por ende, ha logrado que seamos una familia… con recursos. La palabra ricos nunca me ha gustado y trato de no usarla, aunque es inevitable que muchos nos traten como tal. Ahora que os he puesto un poco en contexto, creo que entendéis por qué tanto Paula como yo, estudiamos arquitectura, ¿verdad?

Allí llegué al piso de mi hermana, con el par de maletas que me preparó mi madre con tanto esmero y cierta humedad en sus ojos por desprenderse de su pequeño. Es cierto que apenas me iba a unos 150 kilómetros de distancia y con una llamada me podía ver todos los días, pero supongo, que no es fácil para una madre ver cómo su nido se vacía.

Por supuesto, Paula vivía sola, nada de compartir un piso con otros cuatro estudiantes y turnarse en la ducha. Era un piso bien acomodado y con varias habitaciones que me parece que se le hacía enorme, aunque nunca puso ninguna pega.

―Ya estás aquí ―me saludó con un gesto muy normal, casi idéntico a que si abriera la puerta al fontanero.

―Sí, papá y mamá me han dejado abajo, no había sitio para aparcar… ―casi me cortó.

―Entra.

Nada más cerró la puerta a mi espalda, mis ojos se colocaron en ese zapatero tan pulcro y bien ordenado que estaba a la entrada. No me extraña que fuera así, Paula siempre fue muy ordenada y responsable, tanto que mis padres no se preocupaban de avisar a la familia que teníamos por la zona, porque confiaban mucho en su hija. Estoy seguro de que si me hubiera ido yo solo… me hubieran atado más en corto.

De primeras, la emoción que me asoló fue la de que invadía su casa. Que ese hogar que compró mi padre años atrás, la pertenecía y, de cierta manera, yo era el intruso que perturbaba su paz. Era una tontería, Paula no había hecho ni siquiera un gesto que me hiciera creer eso, pero… siendo el hermano pequeño al que había cuidado en bastantes ocasiones… ¿Qué iba a sentir?

―Ven.

No llegó a ser seco, pero lo noté igual que esas órdenes que me daba cuando vivíamos en casa de nuestros padres. Se giró sobre sus zapatillas de casa cubiertas de pelo, haciendo ondear su pelo largo moreno que casi me golpeó igual que millones de látigos de seda.

Anduvo por el hogar con ese porte perfecto que siempre mantenía. Desde pequeña fue doña perfecta, estudiante de matrícula de honor y el orgullo de mis padres; por supuesto, en eso no nos parecíamos, porque yo era un poco la oveja negra de la familia.

A ella siempre le fue bien y con la carrera no era diferente. A sus veintiún años estaba a punto de terminarla con increíbles notas y esperando ser la primera de su promoción. “Igual que yo…”, suspiré con resignación, siguiendo su estela por el pasillo, aunque también, de manera más metafórica.

Toda la vida fue una niña educada, lista, trabajadora y además… una auténtica belleza, pero no de esas chicas guapas de barrio que salen a la gran ciudad y son totalmente opacadas, no. Paula era una verdadera mujer, con todos los rasgos perfectos para distanciarse de cualquiera que le quisiera hacer sombra.

―Esta será tu habitación. ―Paula movió sus carnosos labios para dictaminar su orden, y yo, no objeté.

Me metí con el par de maletas, mientras me contemplaba apoyada en el marco de la puerta con unos ojos que podían quitar el hipo a cualquiera. Dejé el equipaje en el centro de mi nueva habitación, suspirando después de un viaje algo agotador y observando que mi hermana no se iba. Quizá esperase porque le agradeciera su hospitalidad o para soltarme unas cuantas reglas… no sabía.

―Espero que lo pases bien en la universidad, es una etapa muy bonita. ―me sorprendió aquella frase y me quedé esperando por más― Si necesitas algo, me dices. Ahora que no están papá y mamá para cuidarte, me encargaré de que no te falte de nada.

―Vale.

Fue una respuesta algo simple, pero no pude decir nada más, porque me había pillado totalmente en fuera de juego. Me esperaba una Paula más estricta, más mandona, sin embargo, allí estaba ofreciéndome un poco de esa dulzura que siempre mostraba a cuentagotas.

Aunque lo que seguía allí, era otra cosa, un punto del que me di cuenta desde que empezó a desarrollarse como mujer. Su precioso cuerpo no era ajeno para nadie, ni siquiera para mí, y gracias a los genes que se transmitían en la familia, Paula heredó un busto increíble.

Por línea materna, la sucesión de mujeres que conformaban la familia, habían tenido la suerte de poseer unos pechos dignos de mención. Mi hermana no era la excepción, sino la cúspide de dicha herencia, sin dudas, la que mejores tetas tenía entre todas ellas.

No me gustaría que sonara muy raro, no es que fuera mirando como un pervertido los pechos a todos mis familiares, solo que un chico tiene curiosidad y se va informando, nada más. La conclusión, era una…

¡¡Sus tetas eran perfectas!!

Paula se separó del marco, retirando los antebrazos de debajo de sus senos y provocando que no estuvieran tan subidos como antes. Me arrebató sin quererlo esa gloriosa visión, de la cual, tampoco debía pedir más, porque al fin y al cabo…, era mi hermana.

―Te dejo para que te aclimates. Cualquier cosa, me dices.

―Gracias, Paula ―pude agradecerle antes de que se diera la vuelta.

Mis ojos saltaron a su parte trasera, pasando del pelo moreno que le caía liso como una tabla hasta la mitad de la espalda. Su aroma impregnaba el ambiente, con una mezcla de frutas y vainilla que eran una delicia, y mi visión, se paró en su trasero, que aunque no era perfecto, encajaba con armonía con el resto de su cuerpo.

Tuve que obligarme a retirar la visión y a morderme el labio inferior para calmar una lujuria que no debía salir con esa mujer delante. Me di la vuelta, abriendo la primera de las maletas y empezando a desempaquetar todo. Me quedaba tarea por delante y cuanto antes la terminase… mejor.



2​




Para mi sorpresa, el recibimiento no fue un espejismo, sino que Paula, me acogió de manera sublime en el piso, comportándose como una hermana mayor con cada una de las letras.

Obviamente, desde el primer día hubo ciertas reglas para que la convivencia fuera perfecta, sobre todo, en las tareas de casa. Ella se encargaba de las tareas más difíciles para mí, vamos, lo que no había hecho en mi puñetera vida, es decir; la comida, poner la lavadora y planchar. Y me relegó los asuntos más sencillos, como la limpieza, recoger y fregar los platos… ya veis, me podría herniar con todo ese trabajo.

Durante esas primeras semanas del curso, las cosas fueron fantásticas en casa y también en la universidad. Rápido congenié con unos pocos chicos de clase y en un par de días, podía decir que tenía montado mi primer grupo de amigos. Por supuesto, mi padre tuvo cierta culpa, porque al conocer mi apellido, algunas personas rápidamente me asociaron a él. No pasaba nada, estaba más acostumbrado a que me trataran más de “hijo de” que por mi propio nombre.

Entre las personas que conocí en la facultad de arquitectura, con uno de ellos me llevé especialmente bien. Se llamaba Jaime y la verdad era que nos parecíamos bastante en nuestra forma de ser. Aunque lo que más me gustaba, era que nunca sacaba el tema de quién era mi padre y eso, siempre me encantaba en las personas. Prefería que me conocieran por mí mismo y punto.

―¿A ti te mola esta? ―Jaime me sacó del partido de tenis que estaba viendo en la televisión de la cafetería que había en la universidad y donde nos solíamos juntar entre horas de clase.

Miré con cierto cansancio, esa noche no había dormido bien y las dos pajas que me hice no lograron que encontrara el sueño. Contemplé la pantalla de su móvil, donde una chica posaba en la playa con el sol calentando una piel que ojalá pudiera devorar.

―Está muy bien. ―no quería parecer un salido y decirle que me la comería de los pies a la cabeza.

―Estudia aquí, estoy a ver si la encuentro un día y logró meterle alguna ficha.

―En tus sueños… ―otro de nuestros amigos escuchó mi comentario y la risa pobló la mesa en la que estábamos sentados, aunque no pude seguir riendo porque me levanté al alzar la mirada.

Al otro lado de la cafetería se encontraba una mujer preciosa con dos amigas pidiendo algo en la barra. Era evidente que la conocía y, por mucho que fuera mi hermana, me enorgullecía que bastantes miradas se centraran en ella.

Era espectacular.

Me aproximé a ella después de que me hiciera un gesto con la mano y cuando estuve a mitad de camino, Paula lo acortó con dos zancadas rápidas. Su ropa de marca la moldeaba el cuerpo a la perfección, una modelo en su propia pasarela que parecía mostrarse solo para mí.

Quieto, me quedé contemplando la obra completa que lograron mis padres y, en especial, en una zona que me deja los pelos de punta. Su camisa blanca, de a saber qué precio, estaba algo abierta. Uno de los botones enseñaba más de lo que le gustaría a Paula y quizá ni ella misma sabía que lo tenía desabotonado. No importaba, porque yo… escudriñé ese escote que se asomaba.

En los dos pasos que dio, sus botines resonaron en el suelo y la carne de los pechos tembló igual que dos flanes en manos de un camarero manazas. Contuve el aliento, porque aquellas tetas eran la perdición de cualquier hombre, un canto de sirena que conducía a las naves a los acantilados.

―Voy a llegar algo más tarde a casa ―comentó con su dulce voz a la par que su aroma me bañaba por completo―. ¿Puedes pasar por la frutería y comprar unos plátanos, unas peras o algo así?

―Claro.

―Gracias, David. ―me lanzó una media sonrisa que hizo brillar unos labios preciosos― Luego nos vemos en casa.

Nos separamos sin más que añadir y, cuando volví a la mesa, yo todavía seguía pensando en esa nota mental en la que estaba escrito “comprar fruta” con letras de neón. Sin embargo, rápido me la quitaron de la cabeza, porque Jaime me apretó el antebrazo y, con la mirada de los demás sobre mí, murmuró.

―¿¡Quién es esa!? ―marcó cada sílaba.

―Pues… mi hermana.

Hubo un silencio, uno de esos que dice mucho más que cualquier palabra. Jaime miró a Paula desde la distancia y después a mí, lo hizo por segunda vez, seguramente, queriendo corroborar que no le mentía.

―¿Me lo dices en serio? ―asentí con una sonrisa― ¡Si es una diosa!

―No sé… es mi hermana… ―solté a modo de broma, porque no tenía otra cosa que decir.

Observé a Paula y su grupo de amigas, que me levantaba la mano desde la distancia, para despedirse de mí. En mi cabeza resonaron esas palabras de Jaime, porque… sí que era una diosa.

Mi hermana no solo era guapa, sino que también era un estudiante modelo. Además, en casa lo tenía todo impoluto, siempre estaba atenta a lo que faltase en la nevera y la comida le salía casi tan bien como a mamá. Incluso sacaba tiempo para cuidarse, porque no solía faltar a sus clases en el gimnasio. Iba a algo como bodypump y spinning, cosas de ese estilo con nombres anglosajones. Hacía de todo y… todo bien. Era increíble.

―No me lo creo, tío… ―Jaime suspiraba y los otros dos escuchaban con atención.

―No te miento. ―solté una carcajada, porque esas emociones que provocaba Paula, no eran una novedad para mí. En el colegio había escuchado de todo…

―La tienes que conocer de algo…

―Sí, bueno… de que trabaja en una discoteca por aquí cerca los viernes y los sábados.

Fue algo que me sorprendió de ella, pues tampoco necesitaba el dinero, pero según lo que me dijo, era para no depender tanto de nuestros padres. Eso la honraba y la definía como una mujer que se quería hacer así misma, muy alejada de mi forma de ver las cosas, que cogía el dinero de mis padres sin mirar atrás.

¡Buaaa…! ―sonó igual que un niño pequeño― Si es verdad… Deberíamos ir. ¿Trabaja de stripper? ―no fue una broma, sino que lo preguntó por pura información.

―¡No, joder! ―me reí sin contenerme― Es camarera, nada más.

―¿Nos llevas un día a esa discoteca? ―señaló a toda la mesa y, claramente, asentí.

―Sin problemas, me vendrá bien despejarme un poco con unas copas.

Dicho y hecho, apenas tardamos en calentarnos y decidir que esa misma semana iríamos al bar de mi hermana. La idea de ver a Paula acabó siendo secundaria y solo nos movía ese afán adolescente por cogernos una buena borrachera y quizá, ligar con quien nos aceptase.

Aquel mismo sábado quedamos varios de la universidad y nos fuimos a esa discoteca después de unas copas en un bar cercano. Yo ya iba con el punto de alcohol en mi cuerpo y Jaime, no se separaba de mí con la esperanza de poder ver de cerca a esa diosa que seguía sin creerse que fuera mi hermana. “No habéis salido del mismo lado…”, me repetía una y otra vez a modo de broma, algo que le permitía por lo bien que me caía.

Entramos con la música a tope y la gente rozándose sin parar. Antes de que nos asentásemos en un lugar, cogí del antebrazo a Jaime y le acerqué a la barra. Pasamos entre varios grupos que nos obstaculizaban el paso, a la par que un extraño sentimiento se apoderaba de mi pecho.

En el fondo, parecía que estaba mostrando a Paula, enseñando lo bella que era mi hermana a un amigo, que solo portaba intenciones lujuriosas en su cuerpo. Sin embargo, no me importó, porque yo… también quería verla lejos de su rectitud y sus caros ropajes.

Llegamos a la barra a duras penas, haciéndonos un hueco entre otros dos chicos y mirando a las guapas camareras que estaban sirviendo vasos. La encontré de manera rauda, porque Paula brillaba con luz propia.

Una sensación bastante potente me sacudió de inmediato, porque era muy extraño lo que veía. A mi hermana siempre la vistieron con vestidos preciosos, zapatos caros y unas ropas dignas de cualquier princesa de la realeza. Ese bar era en el último lugar donde me imaginaba encontrarla; no obstante, allí estaba, sirviendo bebidas a borrachos como una más.

Sin embargo, lo que más llamó mi atención, fue contemplarla con su melena recogida en una bella coleta morena, enfundada en unos vaqueros apretados que marcaban claramente su culo y con esa camiseta corta que tenía un escote en palabra de honor. No estaba enseñando demasiado, pero la silueta que marcaban sus dos pechos era clara.

―¡La polla, David…! ―murmuró Jaime en mi oído―. Es que no me creo que sea tu hermana, tío. ¿¡Tú la has visto!? ¡Es increíble!

Mi amigo babeaba con la visión de Paula y como él otros cuantos a lo largo de toda la barra del bar. En mi caso, estaba acostumbrado a verla, incluso en bikini cuando años atrás íbamos de vacaciones a la playa. Sin embargo, en ese instante, me causó un vuelco en el centro de mi vientre.

―No es para tanto… ―mentí con claridad y justo, contacté con ella mediante nuestras miradas.

Nos colamos de todos, porque Paula se acercó a nosotros con una sonrisa de oreja a oreja que no portaba en casa, seguro que la tenía ensayada para todos aquellos babosos. No la sorprendió encontrarme allí, porque le había comentado que iríamos de fiesta y ella misma me recomendó su lugar de trabajo.

Sin decir nada, se apoyó en la barra y, dando un pequeño saltito, alcanzó mi mejilla para regalarme un beso muy cálido en una de mis mejillas. Noté cada mirada de oído de todos esos tíos que estaban esperando y, por raro que fuera, en ese instante me vi idéntico a un dios intocable.

―¿Qué os pongo? ―nos señaló a ambos y Jaime se sintió en la gloria solo con eso.

―Dos copas, ron con cola. Del que quieras.

Me acabó guiñando el ojo y Jaime la siguió con mirada, algo que copié, centrándome en unas nalgas bien apretadas y que marcaban la mitad de aquel tremendo monumento.

―Tío, es que es increíble. ―mi amigo me observaba casi sin creerse que la conociera― Es perfecta. Me parece tan irreal que sea tu hermana, es que no os parecéis. ―sí que nos parecíamos, pero no de la manera que él deseaba.

―Lo que tienes que hacer, es venirte un día a casa y comprobarlo con tus propios ojos. ―solté una carcajada a modo de broma, pero a él le gustó la idea.

―¿En serio? ―se vio bastante salido y recapacitó― O sea, que no voy solo para verla, eh. Digo que, si quieres, puedo acercarme un día a tu casa.

―Claro, tío. Ven mañana mismo a comer, si quieres. Paula no trabaja los domingos, es como Dios que, el último día, descansa y suele echarse la siesta. ―nos reímos y recibimos los cubatas de manos de mi hermana. No hubo que pagar y, con un beso al aire, se perdió en la barra para atender a más personas― ¿Te apetece?

―Venga. Acepto.


****​




Pese a la leve resaca que me acosaba, nuestro plan no se disolvió como esa aspirina que esperaba que me quitara un poco de dolor de cabeza. Avisé a Paula para las doce de la mañana y, como buena anfitriona, preparó la comida para los tres sin poner ninguna pega.

Jaime llegó a la hora, con un ligero nerviosismo que no pudo quitarse y que se acrecentó un poco más al recibir los dos besos de mi hermana. Paula portaba su pijama habitual, un short corto que le quedaba algo holgado y una camiseta de tirantes normal, sin embargo, poseía ese toque pijo del que no se podía desprender.

Mi amigo apenas soltó unos cuantos monosílabos durante la comida y yo, no paraba de sonreír por verle de esa manera. Estaba acobardado frente a Paula, totalmente cohibido por una chica que parecía adorar.

Me encantó el rato que pasamos los tres y, en especial, verle sufrir de esa forma a mi amigo. Al final, Paula se ofreció a limpiar todo, comentando que luego iría al cuarto a estudiar. No creía que fuera así, ya que su siesta no iba a faltar, pero no querría quedar mal delante de nuestro invitado.

Me metí con Jaime en el cuarto, reposando en la cama un cuerpo que también necesitaba una ligera cabezada que pagase las horas de sueño perdidas por la fiesta.

―¡Es perfecta, tío! ¡Una diosa! Creo que me he enamorado. ―no supe si exageraba o no, porque lo decía bastante en serio― Es que lo tiene todo. Es guapísima, saca buenas notas, tiene dinero, simpática… incluso hace una comida que te cagas. ―eso era cierto― ¿Piensas que tendrá novio?

―Pues…

Rebusqué en mi mente y no encontré nada que me diera una pista de ello. Tampoco era yo de preguntar sobre esas cosas y eso que llevábamos más de un mes viviendo juntos. Durante ese tiempo no había traído ningún chico a casa y tampoco me comentó nada al respecto.

Recordé algún noviete de esos que tenía en el pueblo, el típico tío con suerte que le habría robado unos besos en un coche viejo o en las fiestas de uno de los barrios. Pero desde hacía tiempo, no tenía noticias sobre hombres en su vida.

―Pues que yo sepa, nada ―concluí.

―¿En serio?

―Me parece que no tiene tiempo para novios, o está estudiando, o haciendo deporte, o trabajando… Está demasiado atareada para pensar en eso.

―Si fuera su novio… ―Jaime se tumbó a mi lado y miró al techo para soñar despierto― No me importaría que no tuviera tiempo para mí, con un rato me sería suficiente para estar feliz toda la semana.

―¡Qué exagerado, macho! ―me reí con ganas y acabé por añadirle― ¿Te gustaría ser mi cuñado?

―De momento, me conformaría con ser su amigo. ―debió notar un gesto de duda en mi rostro, porque añadió de la misma― Agregarla en alguna red social o algo similar. ¿Tiene *********?

―Sí, pero apenas lo usa. No recuerdo que me haya saltado una notificación de que subiera una foto…

―¿Me lo das?

Lo medité por unos segundos, en el que no sabía muy bien si era ético o no. Aunque prevaleció la lógica, Jaime estuvo comiendo con nosotros y, podía ser totalmente normal, que le pidiera amistad después de eso.

―Tú mismo… Aunque ya te digo que no te vas a comer ni un rosco. ―sonrió con picardía, creyéndose que tendía alguna oportunidad. Buscándola en mi móvil, le puse de cara su usuario― Aquí lo tienes.

Lo guardó con mimo en su móvil y continuamos hablando de otros temas, dejando a un lado el enamoramiento de Jaime por mi hermana. La verdad era que no me sentaba mal, en muchas ocasiones mis amigos se quedaban prendados de Paula, o sea que, no era nada nuevo. Lo que no me agradaba tanto, era la imagen que guardaba en el cerebro de mi hermana en aquel antro y vestida de forma tan suculenta, puesto que… me gustaba.

Luego de dos horas, Jaime se fue y pasé el rato recluido en el cuarto, mirando unos cuantos libros de la carrera. Eso sí, parando entre lección y lección para azuzar un poco al ganso que lo tuvo bastante desatendido durante ese día.

El tiempo pasó volando y cuando la noche cayó en la ciudad, el sonido de la puerta me alertó igual que si hubiera entrado un ladrón. Era Paula la que asomaba la cabeza entre la madera y el marco, dejando que su coleta morena cayera a un lado de forma preciosa.

―Oye… ―el gesto extraño anunciaba una pregunta― tu amigo Jaime. Me ha mandado una solicitud para el Insta.

―¡Vaya…! ―me hice el sorprendido, aunque el verdadero asombro se encontraba en que lo hiciera a la noche y no según se lo di― Pues, si quieres, agrégale. Creo que le va a hacer ilusión, me parece que está enamorado de ti ―comenté en plan jocoso y Paula soltó una risita nasal que recorrió el cuarto.

―¿Le tengo que agregar por pena? ―en su sonrisa había malicia y su ceja en alto indicaba que ella no era para mortales. Me encantó― ¿Es el mismo que estaba en el bar anoche, no?

―Exacto. Hazle el favor. ―me giré con un lápiz dando vueltas entre los dedos y puse mi cara de hermano pequeño― Harás feliz a un pobre muchacho. ¿No te pone contenta?

―¡Bobo…!

Se fue con la misma sonrisa, dejándome en esa penumbra que solo iluminaba la lamparilla de la mesa de estudio. Me quedé pensativo, construyendo la cara de alegría que pondría Jaime si mi hermana le agregaba. No pasaron ni cinco minutos que me vibró el teléfono y leí el mensaje que me mandaba mi amigo.

―Me ha agregado como amigo, tío. Seguro que le has dicho tú, ¿no? ¡Eres el puto amo!

Me carcajeé para mí mismo delante de esos libros tan pesados que no me producían ni una alegría. Escuché justo la voz de mi hermana llamándome para que fuera a cenar y levantándome de un salto, le dije a la soledad de mi cuarto.

―No te has visto en una igual, amigo mío…​
 
Pues el original es mi relato favorito de Lovia. Deseando leer el nuevo
 

3​




El tiempo transcurría de una manera normal, porque la universidad me estaba dando menos problemas de los que esperaba y mi situación en casa era deliciosa. Mi madre me llamaba cada tres días y lo único que le podía decir era que estaba muy bien junto a Paula. Por supuesto, se lo endulzaba un poco y le comentaba que les echaba mucho de menos, aunque… era mentira.

Al parecer, por lo que me contaba Jaime, estaba haciendo progresos con mi hermana. Contaba que le hablaba todas las semanas y ella le contestaba, en ocasiones, con iconos llenos de sonrisas que le hacían perder la cordura.

Yo solamente podía asentir y decirle que siguiera, que continuara con sus esfuerzos, que trataría de ablandar a mi hermana de alguna forma. No… no lo intentaba, puesto que si él hacía sus progresos con Paula, yo hacía lo mismo en esas noches que alternábamos en los bares de la zona, incluido en el que trabajaba mi familiar.

Durante un mes y medio, logré ligar con dos chicas que no estaban del todo mal, algo que me llenó de ilusión, porque en mi pueblo era una tarea compleja conseguir una mujer guapa.

Cierto es que sí que conseguí estar con cinco chicas antes de irme de mi pueblo para estudiar en la universidad, no es que fuera un follador, pero es para que sepáis, que tampoco era un novato en las artes amatorias.

En este caso, no pasé de los besos con ninguna de las dos chicas sin conseguir un triste tocamiento, ni una mala paja fuera de un portal o en una esquina llena de meado, nada. Eso me causaba un malestar intenso, echando de menos lo directas que eran en el pueblo y me hacían recordar esa última mamada que me hizo Valeria en la cama de sus padres.

Como buen adolescente en plena ebullición, iba más caliente que un mandril en celo. Aquellos dos ligues me habían dejado los huevos morados y no quería que volviera a suceder. Me puse manos a la obra, tomando el tema con seriedad y echándome una novia lo antes posible para saciar un hambre que empezaba a desbordarme.

Era consciente de que, siendo guapete y poseyendo esa fama de ser “hijo de…”, seguramente me traería mujeres en algún momento, casi sin buscarlas. Pero el caso era que la sed sexual apremiaba y me estaba aburriendo de tanta espera.

Fue de esa manera en la que conocí a Sofía, una chica de mi clase con la que coincidí en una fiesta y acabamos liándonos un tanto borrachos. Esa noche no pasó nada más, pero Sofía me gustó mucho, pues era tímida, educada y muy simpática, con una carita aniñada y morbosa, que incitaba a seguirla conociendo.

Enseguida descubrí que Sofía era virgen y quería ir despacio. Y a mí me pareció bien. Unas semanas más tarde la masturbé por primera vez, aprovechando la oscuridad de un parque que había cerca de su casa, dejando su rostro aniñado con una rojez muy golosa que me puso los pelos de punta. Dos meses más tarde, llegó el gran momento y follamos por primera vez.

Me imaginaba que Sofía iba a ser algo modosita, pero cuando se lanzó… descubrí en mi nueva novia una fogosidad que no me esperaba.

Me encantaba cuando se montaba encima de mí, bailando de manera frenética y haciendo que su pelo moreno danzase en el aire de una forma hipnótica. Su culo siempre botaba igual que una pelota, con esa redondez tan perfecta y una dureza digna de mención. Cierto que los pechos eran menudos, de esos que caben en una mano, pero degustarlos a la par que se corría, era una auténtica delicia.

Una vez pasamos esa etapa, el sexo fluyó de manera normal en dos jóvenes de dieciocho años en la flor de la vida, sobre todo, en época de exámenes, en los cuales la tensión me provoca más ganas de follar y teníamos que quedar todos los viernes y los sábados por la noche. Era lo bueno de disponer de una casa libre, porque Paula no nos molestaba mientras estaba trabajando en el bar.

A las pocas semanas, le presenté a Sofía. No es que me apeteciera en exceso o que supiera que fuera a ser mi futura mujer, sino porque con tantas idas y venidas a casa, en algún momento coincidirían. Mejor evitar la sorpresa, aunque para sorpresa… la que me llevé yo.

Recuerdo a la perfección ese día en el que me quedé sin palabras. Se trataba de un domingo frío, casi gélido, de esos en lo que no apetece ni siquiera salir de la cama. El día era gris, con nubes que dejaban chubascos varios sin permitir que el sol asomara ni un ápice.

Mi hermana llegó a casa después de ir a dar una vuelta por la zona, lo que no sabía y ni siquiera intuía, era con quien lo hacía. Yo estaba en la sala, tirado en el sofá con una manta que tapaba esa mano que me amasaba la polla con gusto. Estaba demasiado bien, a las puertas de comenzar una paja que me sacara toda la leche disponible, pero el caso era que, Paula, no venía sola.

―Hola, David. ―me sonrió desde la puerta, y me senté de golpe observando la figura que había a su espalda.

―¡Ey…! ―me salió de manera muy idiota.

Me puse en pie de la misma, observando la cabeza de ese chico que venía con ella y que nunca vi antes. Tenía el pelo rizo, de un color rubio que me recordó a cualquier niño rico repelente de las series. El tipo era alto, más que mi hermana, que se acerca al uno setenta de estatura.

―Te presento a Fernando… ―y le tocó en el pecho―. Es mi novio.

―¿¡Novio!? ―me brotó solo, con un asombro incalculable, daba por hecho que estaba soltera.

―Eso es, llevamos juntos dos años.

―¡Me estás vacilando…! ―musité para mí mismo, aunque la mirada tan azul de Paula no mentía.

―Es que… ―se giró hacia su chico y le explicó lo que debería haberme dicho a mí― No se lo he dicho, hace poco que está viviendo aquí y tampoco era tema de airearlo.

―No pasa nada ―sentenció el muchacho con cara de buena gente.

―David, acércate… ―pidió Paula esperando que no la humillase con gestos de poca educación.

Le tendí la mano, la misma que me había sobado la polla durante más de media hora en el sofá. El chico la apretó con gusto y me sonrió con unos dientes tan blancos que hubieran dado algo de luz a ese día tan gris.

―¿Te apetece venir a comer con nosotros? Estaría bien. ―eso último lo entendí, quería decir: ven y pórtate como una persona.

―Sí, claro… Estará bien…

Pasamos un rato agradable en la cocina, donde Fernando se limitaba a escuchar a mi hermana y soltar algún que otro comentario de vez en cuando. El chaval me cayó bien a la primera, se le veía reservado y serio, algo que valoraba, aparte de que si mi hermana seguía con él después de dos años, era una buena señal.

Lo que no entendía era cómo podían estar juntos, si mi hermana pasaba tanto tiempo entre estudio, gimnasio y trabajo… aunque la voz de Jaime me dio la respuesta: ¡Es una diosa! Me llevé la mano a la boca para no reírme de mis propios pensamientos y continuamos la conversación sin que se me notase nada.

Acabamos y me eché una siesta en mi habitación, aunque antes me hice una paja, fantaseando con sodomizar por primera vez el bonito culo de Sofía.

Al despertar, me fui con pasos cansados y los ojos todavía dormidos hacia la sala, donde me sorprendió ver a la pareja acurrucados en el sofá y viendo una película. No me lo esperaba, pensaba que Paula lo habría despachado ya para tomarse su rato de descanso a solas, pero me equivocaba.

―¡Vaya! No sabía que estabais aquí ―comenté por no quedarme callado en la puerta.

―Puedes sentarte, estamos viendo una película. ―miré su mano golpeando el sofá a su lado y supe que Paula nunca me pediría que me largase. Obviamente, entendí que sobraba y jugué rápido mis cartas.

―No, no, tranquila, si yo voy a salir un rato a dar una vuelta. Me he echado una siesta demasiado larga y necesito que me dé un poco el aire.

―Abrígate, que hace frío. ―una frase que bien me la pudo decir mamá.

Salí antes de que se dieran cuenta, con el abrigo y una bufanda que me protegían de aquel gélido clima. Estuve tentado de llamar a Sofía, pero seguro que estaba estudiando y para cuando se terminase de preparar, a mí me apetecería volver a casa.

Deambulé por la ciudad, por esa nueva urbe que empezaba a conocer tan bien como mi pueblo. Paré a comprarme unos churros y, de la misma, me apoyé en una plaza a ver unos niños que jugaban con alegría pese al frío que les envolvía.

―Seguro que los que lo pasan peor son los padres… ―solté, creando un vaho denso que manó de mis pulmones.

El tiempo pasó y los dedos de los pies ya se empezaban a congelar, por lo que tomé la sabia decisión de regresar a mi hogar. Habían pasado dos horas y rezaba porque Paula hubiera mandado a su novio de vuelta a su casa para poder relajarme en el sofá como un marajá.

Nada más pasar la puerta, olí el aroma de una rica cena y el sonido de la cocina llegó hasta mis oídos, anunciándome dónde se hallaba mi hermana. Fui allí después de deshacerme del abrigo, contemplando a Paula sentada a la mesa y mirando la televisión con gesto aburrido.

―Siéntate, te he preparado la cena. ―me señaló un plato que tenía una pinta deliciosa.

―¿Fernando? ―antes de que me contestase, ya estaba comiendo.

―Se fue hace rato. ―pinchó un trozo de carne y lo movió en el aire― Gracias por lo de antes, por dejarnos solos. Apenas pasamos tiempo a solas y se agradece. ¿Te ha parecido majo?

―No es nada, se hace lo que se puede. ―ese “favor”, me había costado congelarme los genitales― Me ha caído bien, aunque ha sido una sorpresa. No tenía ni idea.

―Ya… es que… ya sabes, no me gusta contar mis cosas.

―Oye… ―paré un momento y ella me dedicó una mirada cariñosa con esos ojos azules que eran una delicia― ya sabes que no soy tonto, Pau. Si quieres… ―puso un gesto extraño en el rostro― Me refiero a que, si quieres pasar tiempo con él, me avisas y punto. No tengo problemas en salir de casa o, si me lo comentas con tiempo, quedo con Sofía y ya.

―No tienes por qué irte, David. Esta es tan casa tuya como mía. ―siguió comiendo con la mirada perdida en el plato.

―Venga, Paula, que te lo digo en serio. Somos hermanos y debemos tener esa confianza… esa complicidad. Si no la tienes conmigo, ¿con quién la vas a tener? ―cuando la saqué una sonrisa, me encantó. Estaba preciosa― Os dejo a solas y hacéis lo que queráis.

―David… ―una risita que apenas salió de su boca― ¡No seas bobo…! ―negó con la cabeza, haciendo danzar la coleta morena en su nuca― Bueno, pues la próxima vez, te aviso. Eso sí, no te creas que el haberte ido de casa para dejarnos solos, te va a salvar de limpiar los platos. ―una simple broma que encajé con gusto.

―¡Sin problemas, a sus órdenes, mi señora! ―me cuadré delante de ella y se rio a carcajada limpia.

Negando con la cabeza, dejó el plato en la fregadera, esperando porque mis manos le dieran una buena fregada. De pronto, noté su presencia a mi espalda, una que llegó junto a ese olor natural que parecía un perfume.

Sus brazos me rodearon levemente, con mucha suavidad, igual que haría con una flor en el campo. Sin embargo, algo me quitó el aliento, un peso que me tocó en el hombro hasta acomodarse de buena gana sobre mi cuerpo.

Su enorme pecho ejerció una ligera presión sobre uno de mis hombros, y miento si digo que no disfruté de esa placentera y morbosa sensación que estaba experimentando. Fue entonces cuando se inclinó un poco más, apartándose la coleta y soltando un aliento muy cálido que golpeó mi mejilla hasta ponerme todo el vello de punta.

―Gracias…

Fue lo último que murmuró antes de darme un cariñoso beso en la mejilla que me provocó un cortocircuito en todo el sistema. Al segundo siguiente, sus carnosos labios ya no estaban sobre mi piel y el dulce tacto de sus tetas en mi cuerpo, se desdibujó.

Me quedé petrificado, con la vista puesta en la lavadora mientras los acolchados pasos de Paula se perdían en la casa. Pude suspirar unos segundos después, sabiendo que mi hermana no era más que eso… mi hermana, pero con una extraña sensación que se acrecentaba en mi vientre.

Sí, era una belleza, de eso no cabía duda. Eran veintiún años de pura hermosura que no pasaban desapercibidos para nadie, y menos, para mis amigos de la universidad, en especial, Jaime. Sin embargo, por mucho que sus tetas pudieran salir en la portada de una revista como Playboy, nuestra sangre prevalecía en mi cabeza.

Y para mí, seguía siendo Paula, mi hermana mayor…​

4​




Supongo que, inconscientemente, algo ya se había despertado en mí, aunque yo todavía no me había dado cuenta. Tampoco ayudaban mis amigos de la universidad, que no paraban de sacar el tema de mi hermana y ya no solo se quedaba en la cafetería, sino que también acabamos con frecuencia en el bar donde trabaja Paula cuando salíamos los viernes y los sábados.

Mis colegas no se tapaban, creo que por mi culpa, porque tampoco corté aquello cuando comenzó. Comentaban sobre sus curvas y, en especial, sobre esas tetazas que les encantan a todos. Hasta que no me ponía realmente serio, no paraban.

―Ya está, cabrones. Ya vale del tema por hoy… ―comenté con gesto aburrido a los cuatro que estábamos en la mesa.

Sin embargo, ese día, no me hicieron mucho caso, quizá porque nos habíamos pedido una cerveza después de las clases, o porque simplemente, el asunto era demasiado goloso.

―¡¡Joder…!! ―exclamó Jaime sin cortarse con los ojos bien abiertos delante del móvil― ¿¡Has visto qué foto ha subido Paula!? Mira.

―¡Quita eso de mi cara, tío! Paso de verla, si estoy con ella todos los días. ―le aparté el teléfono que me había puesto en los morros y se lo enseñó a los demás.

―¡Eres un suertudo, macho! ―me comentó otro de mis amigos con los ojos fijos en mi hermana― ¡Menudo bombón! ¡Es perfecta…!

―Mi futura esposa, chaval ―soltó con chulería Jaime, que sonreía con picardía.

No le había contado lo de mi hermana con Fernando, aunque no creo que le importase, ya que Paula era un amor platónico para él, algo inalcanzable. Aunque no estaba seguro del todo, me parecía que ya no hablaban a través del **********

―Sí, tu mujer… ¡Sueña despierto, Jaime! ―le contestó otro y, mirándome a mí, añadió― Lo que hace este cabrón es pajearse sin parar con las fotos de Paula, nada más.

Esperé con calma a que los tres la admirasen y no quise darle vueltas a ese comentario, porque seguro que era cierto.

¡Buuuf…! ―Jaime resopló como un animal en celo― Ahora hago un pantallazo, recorto y la paso al grupo.

―¡No, no, no…! ―comenté sin mucha convicción, entrando en una batalla que estaba perdida antes de iniciarla― Ni se os ocurra. Ya solo me faltaba que empecéis también a mandar fotos de Paula en el grupo de WhatsApp. Os parecerá poco las fotos guarras de esas tetonas que estáis enviando todo el día… ¡Cómo mandéis fotos de Paula, me salgo, os lo digo en serio!

―Tampoco te quejas de esas tetonas, ¡eh, David! ―eso era cierto y hasta yo me reí.

Es verdad que no puse demasiado empeño en prohibir lo que iban a hacer y creo que, de poner un poco más de ganas, les hubiera detenido, quizá… mi conciencia, no quisiera hacerlo.

Jaime la mandó un par de minutos más tarde y cuando mi móvil vibró dentro de mis pantalones, supe que en el grupo de WhatsApp ya estaba circulando la foto que mi hermana había subido a su **********

Es curioso porque, en ese instante, no la abrí para mirarla, pero cuando estuve en casa, la observé de refilón para saber de lo que hablaban. Un gusto curioso me invadió el cuerpo y cerré el móvil con velocidad para no sentir nada más, pero… no borré la foto.



****​




El punto de inflexión con Paula sucedió en estas fechas, pero creo que todo se inició con esa dichosa foto que no quise borrar. Desde ahí en adelante, empezó a cambiar mi relación con Paula. En especial, por un suceso en concreto…

Durante la semana, ella solía regresar de la facultad sobre las 14:30 y justo ese día, yo me había escapado un rato de la universidad porque no había dormido bien. Necesitaba descansar, aunque según llegué a casa, mi cuerpo me pidió otra cosa.

Es lo que os imagináis, no nos vamos a engañar. Estaba delante del ordenador portátil, haciéndome una paja. Eran las dos pasadas y, más o menos, tenía la hora controlada. Todavía disponía de un rato más para estar a gusto.

El plan era claro: correrme, limpiar todo y calentar la comida que había dejado preparada Paula la noche anterior para quedar bien llenos. Sin embargo, estaba tan absorto en la gran paja que me estaba haciendo, que no fui consciente de que las llaves tintinearon en la puerta de fuera.

Los pasos corrían el pasillo y yo me azuzaba la polla con frenesí mientras el porno resonaba en los cascos. Los gemidos de cualquier actriz rebotaban contra mis oídos, al igual que las tetas de Paula cada vez que daba un paso.

Fue entonces cuando alcanzó mi cuarto, retirando la puerta y diciéndome algo que, por supuesto, no escuché. Aunque el grito de asombro sí que traspasó el porno que me taladraba el oído.

―¡¡DAVID!!

Me giré de inmediato, todavía agarrando con fiereza un pene rojizo a punto de explotar y con la pantalla reflejándose en mis ojos. Vi la expresión de temor y vergüenza en su rostro, con una mirada que pillaba por primera vez a su hermana pequeño masturbándose como un enfermo.

Me es imposible describir mis sentimientos en ese instante, todas las emociones que me recorrieron el cuerpo y, a la vez, la sensación de vacío que asoló mi alma. Hubo un segundo de silencio, de mudez absoluta, en el que todo el planeta tierra se detuvo esperando por nuestras reacciones.

―¡¡Perdón…!!

Su vergüenza fue absoluta y antes de taparse el rostro, vi con claridad que sus ojos azules se movían a mi mano, que seguía agarrando mi polla.

Escapó con premura, dejando la puerta entreabierta y a mí, con la misma erección y el sonido del porno rebotando sin parar.

―¡Mierda! ―mascullé con la erección empezando a decrecer y el gusto diluyéndose por completo.

Me vestí todo lo rápido que pude, apagando el portátil y dejando todo ordenado como si eso fuera a cambiar algo. La realidad era que me había pillado de pleno, en mitad del asunto con la punta de mi polla más roja que una tea. Solo pude taparme la cara con la camiseta, queriendo meterme en cama y no salir en lo que me restase de vida.

―¡Qué vergüenza…! ¡Joder, qué puta vergüenza…! ―me repetía una y otra vez maldiciendo mi mala fortuna― ¿Ahora con qué cara salgo a comer con Paula…?

Me levanté de la cama y deambulé por la habitación unos cuantos minutos, dando vueltas como si estuviera montado en una noria. No me atrevía, mi cuerpo no me lo permitía y traté de buscar todo tipo de excusas que… cada una parecía más patética que la anterior.

Pero en un instante, me percaté de una cosa, parándome de pleno en mitad del cuarto y mirando hacia abajo. Era tan evidente, que me sentí tonto por no advertirlo antes… el caso era que… seguía empalmado.

Estaba abochornado y para nada excitado, o eso pensaba yo, ya que mi polla no había perdido un ápice de dureza y lo último que se me pasaba por la cabeza en ese momento, era terminarme la paja.

―No es el momento de esto… ―le susurré a mi polla por si se le ocurría obedecer, pero no hubo manera.

Al final, no me quedó más remedio que salir a comer con Paula cuando al cerebro de mi entrepierna le dio por bajar un poco la erección. Y… ¿Sabéis lo que pasó?, pues nada, no pasó absolutamente nada. Según nos encontramos en la mesa, mi hermana no hizo mención de nuestro pequeño incidente y yo tampoco dije ni mu, es que ni se me ocurría sacar el tema. Comimos como cualquier día normal y ahí quedó la cosa.

Sin embargo, algo se había despertado en mi interior. No sabía muy bien lo que era, por lo que traté de darle vueltas igual que a los espaguetis en el tenedor, pero no conseguía hallar una respuesta.

Era obvio que la solución a mis dilemas estaba delante de mis narices, pero no fui capaz de verlo, hasta la próxima vez que me quedé a solas en casa. El ritual fue el mismo, portátil, cascos y la soledad que me daba la oportunidad de una paja gloriosa. Esta vez… con la puerta cerrada.

El calentón era perfecto, el instante de apretar y culminar con una buena fiesta de semen, no obstante, algo ocurrió que no me esperaba. Se me vino a la cabeza el incidente con mi hermana, esa imagen tan clara en mi mente de ella observándome en plena paja con la mano estrangulando mi polla.

Quise quitármela de inmediato, sacar a Paula de esa ecuación por muy bella que fuera. Sin embargo, no me fue posible y, con el efervescente calentón que me encontraba, dejé que mi imaginación tomara el mando y… comenzase a fantasear.

―¿¡Qué hago…!? ―murmuré para mi conciencia, pero daba lo mismo.

Mi mente voló por páramos desconocidos, abriendo puertas que no conocía y descorchando una botella que jamás había saboreado. Continuaba en mi cuarto, sentado en mi silla y masturbándome con pasión. La película en mi cabeza era idéntica a la realidad, pero con una pequeña variación: Paula estaba en la puerta y me volvía a pillar.

En esta ocasión, se quedaba allí, mirándome sin taparse ni un ápice y yo seguía con la polla dura en la mano sin parar de meneármela hasta que levantaba la cabeza y nuestras miradas se cruzaban.

El azul de sus ojos heredado de mamá, me mataba. Me azotaba con violencia un culo que estaba apretado para soltarlo todo. No era capaz de aguantarme, el placer era tal que mi corazón latía con un frenesí incontrolable. Estaba en el sumun del placer, en un momento que iba a cambiarme por completo, porque estaba conociendo el gusto que me ofrecía Paula.

―¡La puta! ¡Joder, Paula, sí! ―solté al aire con una presión incalculable en cada tendón de mi ser.

Cerré los ojos, notando que mi polla escupía sin parar un semen que salía en una cantidad considerable. Sentí el calor de la esencia cuando cayó en mis dedos y no me importó si manchaba la alfombra o no. En ese momento, el paraíso estaba ante mí y no podía hacer otra cosa que no fuera gozar.

―¡Aahh…! ¡Aahh…! ―dos sollozos ahogados que casi rompen mi garganta.

El orgasmo pasó dos minutos más tarde, en el que me serené y moví la cabeza igual que si saliera de un extraño sueño. No sabía lo que había hecho… bueno, lo sabía muy bien por qué todavía tenía el semen en mi mano, pero… no entendía el motivo de mis actos.

Quise decirme que eso no volvería a suceder, que jamás metería en mi mente a mi hermana para tales actos. Sin embargo, una voz algo maligna me susurró desde dentro de mi alma: Aquí comienza tu fantasía con Paula.​
 

5​




La situación en mi interior se volvió peculiar, por no decir… rara. Mi vida continuaba siendo tan rutinaria como de costumbre y cuando estaba con Paula en casa o viendo la televisión en el sofá, no me ponía en lo absoluto. Obviamente, la veía muy guapa, al igual que siempre, pero no pasaba de ahí.

Sin embargo, cuando llegaba a mi cuarto con un buen calentón, eso cambiaba al instante. Mi mente volaba, llevándome siempre a esa película arrinconada en mi cerebro que soltaba igual que a un perro por el jardín.

Sofía desaparecía de mi vida y la única protagonista era Paula. De nuevo parada en mi puerta, mirándome con esos ojos azules que derrochaban salvajismo mientras me acariciaba como loco, dispuesto a sacar hasta la última gota de semen.

Eran los mejores orgasmos, incluso mejores que los propios coitos con mi novia. La situación se me empezó a ir de las manos y ya no solo me quería imaginar a Paula pillándome de nuevo, sino que soñaba con que volviera a suceder otra vez en la vida real.

Me di cuenta de que ya no solo se debía a que fuera mi hermana, sino que en mi interior, anidaba una vertiente exhibicionista que trataba de salir. Era un morbo desconocido, uno del que había disfrutado de manera inconsciente toda mi vida. Puesto que los mejores polvos que recordaba haber tenido, siempre fueron en sitios públicos donde me pudieran pillar, como una vez en la discoteca de mi pueblo, donde me metí en los baños con una chica y únicamente me imaginaba que alguien tocase a la puerta. Aquella noche me corrí en menos de cinco minutos.

Esa emoción había nacido años atrás, pero ahora, la soltaba para que disfrutase de su libertad. No dudé de mis próximos pasos y pese a que Paula había tomado medidas para que no volviera a pasar y siempre avisaba con un grito de su llegada, yo no quería dejarlo así.

Empecé a masturbarme frecuentemente cuando mi hermana estaba en casa. Me daba mucho morbo saber que se encontraba pululando por cualquier estancia o metida en su habitación. Siempre lo hacía con la puerta cerrada, para que, de alguna forma, ella supiera lo que estaba haciendo.

Por supuesto, no echaba el cerrojo y Paula, no abría la puerta, pero en mi mente, soñaba con ello. Me pajeaba igual que un demente con la mirada fija en la puerta de mi habitación, deseando que mi amada hermana la abriera y me descubriera. No puedo mentir, de esa manera me pegaba unas corridas impresionantes.

Sin duda, las mejores eran a la hora de la comida. Me sacaba la polla y me ponía frente a la puerta mientras escuchaba a mi hermana poner la mesa y preparar todo. El sonido de los platos era una canción golosa y cuando tarareaba una canción, casi podía llegar a sentirla a mi lado.

Lo más guarro de todo ocurría cuando me llamaba y todavía estaba masturbándome. En el momento en que escuchaba una de sus frases como “la comida está lista” o “Venga, David, a comer”, era como si pulsase el botón de mi placer y la corrida saliera a propulsión. Esas ocasiones…, la miraba fijamente y la sangre me hervía al pensar que, hacía unos segundos, me había pajeado pensando en ella y Paula no sabía nada.

Dos meses pasaron de esa manera, con mis masturbaciones furtivas mientras deseaba que mi hermana me pillase. Obviamente, nunca volvió a suceder y no me frustraba, porque sabía que era eso… una fantasía.

Aunque lo que sí me pasaba, era que tenía dentro cierta quemazón, como si guardase un secreto que debía soltar. Confié en Jaime para narrarle mis secretos, creyendo de esa manera que me libraría de cierto peso. Fue un error, no por contarlo, sino por quién elegí, porque no pasaron ni cinco minutos en que lo soltó con los colegas sentados en la cafetería.

―¡Buaaa, chaval…! ―comentó uno de mis otros amigos― Es pensarlo y se me pone la piel de gallina. Tiene que ser la leche que te descubra Paula con la paja a medio acabar.

―Igual te ayuda… ―añadió Jaime, deseoso de que le pasase a él.

―¡No, joder! ―puse un poco cara de asco, aunque era fingida― Es mi hermana, tíos. No puedo pensar eso de ella. Fue un momento muy incómodo.

―Incómodo para ella, porque para ti… ―las risas se hicieron una entre ellos y yo, mantuve el rictus serio.

―Podría haber sido peor ―fue Jaime el que tomó la palabra y le miré intrigado, ¿Qué podía haber peor?―. Imagínate que estás un día en casa con Sofía. Empezáis a calentaros y venga, al tema. De pronto, cuando la tienes en el mejor momento, montándola ahí, a cuatro patas en el sofá, entra por la puerta Paula y os pilla.

―¡Dios, tío, qué guarro eres! ―respondí de una manera que no era cierta― Me moriría de la vergüenza. Creo que no voy a hacerlo con Sofía en el sofá nunca más…

Eso dijo mi boca, pero en mi mente germinó una idea muy suculenta. Era imposible que me pillase en otra paja, Paula había tomado medidas para ello, pero… en un polvo con Sofía… ¡Dios, qué bueno! Incluso estando allí con mis amigos, se me empezó a poner dura.

Volví a casa con un sol frío golpeándome la espalda y con la mano diestra metida en mi bolsillo hasta llegar a un pene que estaba por agrandar del todo. Me lo amasaba sin pensar en nada y mucho menos, importándome que la gente pudiera ver ese bulto notorio en mi vaquero.

La idea de que me pillase Paula con Sofía estaba dando vueltas en mi cabeza, construyendo unas cuantas imágenes que darían forma a un plan que… debía resultar. Lo de pajearme como un cerdo en algún lado de la casa y que me pillase, había pasado a segundo plano, porque el coito sorpresivo, era mucho mejor.

―¡Joder…! ―musité para mí mismo, mirando al horizonte donde mi casa me esperaba― ¡Cómo no se me ha ocurrido antes!​
 
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