La noche que cambió a Carmen

klous111

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El tren de alta velocidad surcaba los campos castellanos rumbo a Barcelona, y Carmen, sentada junto a la ventanilla, sentía un cosquilleo que no reconocía desde hacía años. Había sido un impulso, una rebeldía silenciosa contra la monotonía de su vida en la multinacional y las noches vacías de su matrimonio. Por primera vez en mucho tiempo, no se puso el traje soso de ejecutiva. En su lugar, eligió un vestido negro ajustado que abrazaba su figura, con un escote sutil que dejaba entrever la curva delicada de sus pechos pequeños. Sus tacones altos resonaban como un manifiesto, y su melena rubia, suelta y salvaje, completaba la transformación. A sus 41 años, estaba harta de ser invisible. (Cansada pero responsable)

El viaje de trabajo era una convención anual, una excusa para reuniones interminables y presentaciones vacías. Pero esa noche, en el hotel de lujo donde se alojaban, había un cóctel. Carmen entró al salón con paso firme, el roce del vestido contra su piel recordándole que aún estaba viva. Las miradas se giraron, pero ella solo vio a uno: Javier, de la delegación de Zaragoza. Más joven, quizá treinta y pocos, con una sonrisa canalla y unos ojos oscuros que la desnudaron en segundos.
Él se acercó con una copa en la mano, ofreciéndosela como si fuera un pacto tácito. “No te había visto antes así”, dijo, su voz baja, cargada de intención. Carmen sonrió, dejando que sus dedos rozaran los de él al tomar la copa. “Porque no me habías visto de verdad”, respondió, y el aire entre ellos se volvió denso, eléctrico. Se intecambiaron teléfonos y ella volvió en tren a Madrid
 
El teléfono vibró sobre la mesa de la cocina, sacando a Carmen de su ensimismamiento. Era un martes por la tarde, el sol apenas se colaba por las cortinas de su piso en Madrid, y ella, con una taza de café entre las manos, intentaba no pensar demasiado en lo que había pasado en Barcelona. Habían pasado cinco días desde el cóctel, desde Javier, desde ese rincón oscuro donde se había permitido ser otra. El número en la pantalla no estaba guardado, pero algo en su pecho dio un vuelco. Lo sabía. Era él.
Descolgó, su voz salió más firme de lo que esperaba.
Carmen: "¿Sí? ¿Quién es?"
Una risa suave al otro lado, confiada, casi insolente.
Javier: "No me digas que ya te olvidaste de mí, Carmen. Soy Javier. Zaragoza ¿te suena?"
Ella se mordió el labio, un destello de aquella noche atravesándola como un relámpago. Se apoyó en la encimera, el pulso acelerándose.
Carmen: "¿Cómo conseguiste mi número?"
Javier: "Soy de recursos, ¿recuerdas? Pregunté por ahí. No podía dejar que te escaparas tan fácil después de lo de la otra noche."
Un silencio breve. Carmen sintió el calor subirle por el cuello, pero no iba a ceder tan rápido.
Carmen: "Fue una noche, Javier. Un viaje de trabajo. No significa nada."
Javier: "¿Nada? No me lo creo. No te vi dudar cuando me miraste. Ni después, en ese pasillo. Te temblaban las piernas, pero no de arrepentimiento."
Ella sonrió a su pesar, apretando la taza con más fuerza. Él era directo, desvergonzado, y eso la desarmaba.
Carmen: "Eres un atrevido, ¿lo sabías? Estoy casada, tengo una vida aquí. No puedes simplemente llamar y..."
Javier: "¿Y qué? ¿Recordarte que por una noche dejaste de ser la ejecutiva perfecta? Te vi, Carmen. Ese vestido, esa mirada. No eras la mujer cansada que dices ser. Eras fuego."
Carmen cerró los ojos, la voz de Javier deslizándose por su piel como un eco de sus manos aquella noche. Quería colgar, pero no lo hizo.
Carmen: "Eso no cambia las cosas. Fue algo puntual. No va a repetirse."
Javier: "Eso lo decides tú. Pero te voy a confesar algo: no he dejado de pensar en cómo te movías contra mí, en cómo respirabas en mi oído. Dime que tú no has pensado en eso."
Silencio. Ella tragó saliva, las imágenes irrumpiendo sin permiso: sus manos subiendo por sus muslos, el roce urgente, el sabor de su boca.
Carmen: "Pensar no es actuar. No soy tan libre como crees."
Javier: "Nadie es libre todo el tiempo. Pero tú lo fuiste conmigo, aunque sea un rato. Y sé que lo quieres otra vez. Si no, ya habrías colgado."
Carmen se rió, una risa corta, nerviosa. Él tenía razón, y lo odiaba por eso.
Carmen: "Eres un peligro, Javier. ¿Qué quieres? ¿Que tire todo por la borda por un polvo en un hotel?"
Javier: "No. Quiero que te acuerdes de quién eres cuando no estás agotada de esa vida que llevas. No te pido nada más... por ahora. Solo dime que no te arrepientes."
Ella dudó, mirando el anillo en su dedo. Luego suspiró, rendida a medias.
Carmen: "No me arrepiento. Pero no me llames otra vez, ¿vale? No lo hagas más difícil."
Javier: "No prometo nada. Cuídate, Carmen. Y si cambias de idea, ya sabes dónde encontrarme."
La llamada terminó con un clic, dejándola en un silencio que pesaba demasiado. Se quedó quieta, el café frío entre sus manos, el corazón latiendo con una mezcla de culpa y deseo. Javier había abierto una grieta, y cerrarla no iba a ser tan fácil. Pero se abrieron muchas dudas, Javier de Zaragoza volvía a sentir viva a Carmen.
 
El móvil de Carmen vibró sobre el escritorio de su oficina en la multinacional, rompiendo el monótono tecleo de la tarde. Era un jueves, y el cansancio de su vida rudimentaria ya le pesaba en los hombros. Miró la pantalla: otro número desconocido. Pero esta vez, el mensaje era directo, sin rodeos. “Soy Javier. Estaré en Madrid mañana por trabajo. ¿Nos vemos?” Su pulso se aceleró al instante, como si su cuerpo recordara antes que su mente.
Habían pasado dos semanas desde aquella llamada, desde sus palabras atrevidas que aún resonaban en ella. No respondió de inmediato. Se levantó, cerró la puerta de su despacho y, con el teléfono en la mano, marcó su número. No iba a dejar que él tuviera todo el control esta vez.
Carmen: "¿Qué significa esto, Javier? ¿Madrid por trabajo o es una excusa?"
La voz de él llegó con esa mezcla de seguridad y picardía que la descolocaba.
Javier: "Hola, preciosa. Te echaba de menos. Y no, no es una excusa. Tengo que cerrar unas gestiones con la delegación de aquí. Pero ya que estoy, ¿por qué no aprovechar? Una cena, un rato. Tú decides cuánto."
Carmen se apoyó en la ventana, mirando el tráfico de Madrid sin verlo realmente. Su melena rubia rozó su mejilla mientras apretaba el teléfono.
Carmen: "No soy una cita improvisada, Javier. Tengo una vida, un marido, un trabajo que me tiene harta pero que no puedo ignorar."
Javier: "Lo sé. Y no te pido que dejes nada. Solo te pido una noche. Una más. ¿O me vas a decir que no te apetece volver a sentir lo que sentimos en Barcelona?"
Ella cerró los ojos, la memoria traicionándola con flashes de aquella noche: el vestido subiendo por sus muslos, el calor de sus manos, el sabor de lo prohibido.
Carmen: "Eso fue un desliz. No debería repetirse. Y tú lo sabes."
Javier: "Un desliz que no te arrepientes de haber tenido, me lo dijiste tú misma. Mira, Carmen, estaré en el hotel NH de Paseo del Prado. Llego mañana a las seis. Si quieres, pásate después de trabajar. Sin presión. Si no vienes, lo entenderé. Pero algo me dice que sí lo harás."
Un silencio denso se instaló. Ella quería colgar, poner fin a esa locura, pero su voz salió baja, casi rendida.
Carmen: "¿Y si voy? ¿Qué esperas que pase?"
Javier: "Lo que tú quieras que pase. Una copa, una charla... o algo más. No te mientas, Carmen. Estás cansada de lo mismo de siempre. Yo soy lo contrario a eso. Piénsalo."
Carmen se mordió el labio, el corazón latiéndole en las sienes. Él tenía una habilidad exasperante para meterse bajo su piel.
Carmen: "No te prometo nada. Tengo una reunión a última hora. Si voy, será tarde. Y solo una copa, Javier. Nada más."
Él rió, un sonido cálido que la hizo estremecer.
Javier: "Una copa suena perfecto. Pero los dos sabemos cómo acabamos la última vez con una en la mano. Te espero en el bar del hotel. Ponte guapa, aunque contigo eso no cuesta."
Carmen: "Eres imposible. Hasta mañana, Javier. O no. Ya veremos."
Javier: "Eso es lo que me gusta de ti. Hasta mañana, Carmen."
Colgó, y ella se quedó mirando el teléfono, atrapada entre la razón y el deseo. Al día siguiente, mientras se arreglaba frente al espejo —un vestido rojo que no usaba desde hacía años, tacones que hacían eco en su cabeza—, supo que la decisión ya estaba tomada. Una copa, se dijo. Solo una. Pero en el fondo, sabía que con Javier nunca era tan simple.
 
El móvil de Carmen vibró sobre el escritorio de su oficina en la multinacional, rompiendo el monótono tecleo de la tarde. Era un jueves, y el cansancio de su vida rudimentaria ya le pesaba en los hombros. Miró la pantalla: otro número desconocido. Pero esta vez, el mensaje era directo, sin rodeos. “Soy Javier. Estaré en Madrid mañana por trabajo. ¿Nos vemos?” Su pulso se aceleró al instante, como si su cuerpo recordara antes que su mente.
Habían pasado dos semanas desde aquella llamada, desde sus palabras atrevidas que aún resonaban en ella. No respondió de inmediato. Se levantó, cerró la puerta de su despacho y, con el teléfono en la mano, marcó su número. No iba a dejar que él tuviera todo el control esta vez.
Carmen: "¿Qué significa esto, Javier? ¿Madrid por trabajo o es una excusa?"
La voz de él llegó con esa mezcla de seguridad y picardía que la descolocaba.
Javier: "Hola, preciosa. Te echaba de menos. Y no, no es una excusa. Tengo que cerrar unas gestiones con la delegación de aquí. Pero ya que estoy, ¿por qué no aprovechar? Una cena, un rato. Tú decides cuánto."
Carmen se apoyó en la ventana, mirando el tráfico de Madrid sin verlo realmente. Su melena rubia rozó su mejilla mientras apretaba el teléfono.
Carmen: "No soy una cita improvisada, Javier. Tengo una vida, un marido, un trabajo que me tiene harta pero que no puedo ignorar."
Javier: "Lo sé. Y no te pido que dejes nada. Solo te pido una noche. Una más. ¿O me vas a decir que no te apetece volver a sentir lo que sentimos en Barcelona?"
Ella cerró los ojos, la memoria traicionándola con flashes de aquella noche: el vestido subiendo por sus muslos, el calor de sus manos, el sabor de lo prohibido.
Carmen: "Eso fue un desliz. No debería repetirse. Y tú lo sabes."
Javier: "Un desliz que no te arrepientes de haber tenido, me lo dijiste tú misma. Mira, Carmen, estaré en el hotel NH de Paseo del Prado. Llego mañana a las seis. Si quieres, pásate después de trabajar. Sin presión. Si no vienes, lo entenderé. Pero algo me dice que sí lo harás."
Un silencio denso se instaló. Ella quería colgar, poner fin a esa locura, pero su voz salió baja, casi rendida.
Carmen: "¿Y si voy? ¿Qué esperas que pase?"
Javier: "Lo que tú quieras que pase. Una copa, una charla... o algo más. No te mientas, Carmen. Estás cansada de lo mismo de siempre. Yo soy lo contrario a eso. Piénsalo."
Carmen se mordió el labio, el corazón latiéndole en las sienes. Él tenía una habilidad exasperante para meterse bajo su piel.
Carmen: "No te prometo nada. Tengo una reunión a última hora. Si voy, será tarde. Y solo una copa, Javier. Nada más."
Él rió, un sonido cálido que la hizo estremecer.
Javier: "Una copa suena perfecto. Pero los dos sabemos cómo acabamos la última vez con una en la mano. Te espero en el bar del hotel. Ponte guapa, aunque contigo eso no cuesta."
Carmen: "Eres imposible. Hasta mañana, Javier. O no. Ya veremos."
Javier: "Eso es lo que me gusta de ti. Hasta mañana, Carmen."
Colgó, y ella se quedó mirando el teléfono, atrapada entre la razón y el deseo. Al día siguiente, mientras se arreglaba frente al espejo —un vestido rojo que no usaba desde hacía años, tacones que hacían eco en su cabeza—, supo que la decisión ya estaba tomada. Una copa, se dijo. Solo una. Pero en el fondo, sabía que con Javier nunca era tan simple.
Venga sigue 🤤
 
Carmen apagó la alarma a las siete en punto, como cada mañana. El sonido del despertador rebotaba en las paredes del piso en Chamberí, un eco que marcaba el inicio de otro día igual al anterior. A su lado, Luis, su marido, gruñó algo ininteligible y se dio la vuelta, hundiendo la cara en la almohada. Llevaban doce años casados, y lo que antes fue cariño ahora era una coreografía silenciosa: él en su lado de la cama, ella en el suyo, un abismo invisible entre ambos.

Se levantó, descalza, y caminó hacia la cocina. El ritual era siempre el mismo: café en la cafetera italiana, tostadas que apenas tocaba, y el murmullo de la radio llenando el vacío. Luis aparecería después, con su camisa planchada y un “Buenos días” automático, antes de salir rumbo a su despacho de contabilidad. Era un hombre bueno, predecible, con el pelo ya salpicado de gris y una rutina que nunca cuestionaba. Pero esa mañana, mientras el café gorgoteaba, Carmen no podía concentrarse en él. Su mente estaba en otro lugar, en otro hombre.

Javier. Su nombre se colaba como un susurro traicionero, trayendo consigo el recuerdo de Barcelona: el roce de sus manos, el calor de su aliento contra su cuello, la forma en que la había hecho sentir viva. Se miró las manos, aún sosteniendo la taza, y por un instante imaginó que eran las de él, deslizándose por su piel. Sacudió la cabeza, intentando volver al presente, pero el pulso ya se le había acelerado.
Luis entró en la cocina, ajustándose la corbata. “¿Qué tal la reunión de ayer?” preguntó, sin levantar la vista del móvil.
“Bien”, mintió ella, su voz neutra. “Larga, como siempre.” No mencionó que había terminado temprano, que se había quedado frente al espejo probándose un vestido rojo, debatiendo si ir al hotel de Javier. Al final no fue, pero la idea seguía quemándole por dentro.
La vida con Luis no era mala, solo insípida. Trabajaba en la multinacional desde hacía 15 años, y él la apoyaba a su manera: pagaban la hipoteca, cenaban juntos viendo series que ninguno elegía con entusiasmo, y los domingos paseaban por el Retiro como si aún tuvieran algo que decirse.

Él no era frío, pero tampoco apasionado. El sexo, cuando ocurría, era mecánico, un trámite más en la lista de cosas que hacían por costumbre. Carmen, con sus 41 años, su melena rubia y sus pechos pequeños que él apenas miraba ya, se sentía como una sombra de la mujer que había sido.
Pero Javier... Javier era un incendio. Desde su última llamada, cada rincón de su rutina estaba teñido de él. Mientras fregaba los platos, imaginaba su voz susurrándole al oído, desafiándola a soltarse. En la ducha, el agua caliente traía el recuerdo de sus manos subiendo por sus muslos, y tenía que cerrar los ojos para no gemir. Incluso en la oficina, rodeada de papeles y plazos, su mente divagaba hacia el hotel NH, hacia esa copa que no llegó a tomar, hacia lo que podría haber pasado si hubiera cruzado la puerta.
Luis se acercó a darle un beso en la frente antes de salir. “Nos vemos esta noche”, dijo, y ella asintió, esbozando una sonrisa que no sentía. Cuando la puerta se cerró, Carmen se quedó sola, el silencio amplificando sus pensamientos. Sabía que Javier volvería a Madrid algún día —lo había dicho, entre bromas y promesas—, y la idea la aterrorizaba tanto como la excitaba. Quería resistir, aferrarse a la estabilidad que Luis le ofrecía, pero su cuerpo y su alma gritaban por algo más. Por él.

Se miró en el espejo del pasillo, aún en pijama, y deslizó una mano por su cintura, imaginando que era Javier quien la tocaba. “Solo una vez más”, se dijo, como si repetir la mentira la hiciera verdad. Pero en el fondo, sabía que esos impulsos no se apagaban con café ni con promesas de fidelidad. Eran brasas, y Javier soplaba sobre ellas cada vez que irrumpía en su vida.
 
Carmen colgó el teléfono tras hablar con Luis. “Me retrasaré un poco, voy a merendar con Ana”, había dicho, su voz firme, casi convincente. Él apenas respondió con un “Vale, nos vemos luego”, perdido en su mundo de números y facturas. Ella dejó el móvil sobre la mesa del despacho y respiró hondo. Era mentira, pero no había culpa en su pecho, solo un nudo de anticipación. Esa tarde, después de semanas de lucha interna, había decidido cruzar la línea otra vez.

Frente al espejo del baño de la oficina, se había transformado. La falda de cuero negro se ajustaba a sus caderas como una segunda piel, subiendo lo justo para insinuar sin enseñar. Las botas altas de tacón, negras también, resonaban con cada paso, dándole una seguridad que no sabía que aún tenía. La blusa, de seda blanca, dejaba entrever la curva de sus pechos pequeños bajo la luz adecuada, un detalle que sabía que no pasaría desapercibido. Se soltó la melena rubia, dejó que cayera en ondas naturales, y se pintó los labios de un rojo oscuro que gritaba peligro. A sus 41 años, cansada de su vida rudimentaria, estaba lista para sentirse viva.

El trayecto al hotel NH en Paseo del Prado fue un borrón. El corazón le latía en las sienes mientras subía los escalones de la entrada, el eco de sus botas resonando en el vestíbulo. Sacó el teléfono y marcó el número de Javier, sus dedos temblando apenas lo suficiente para notarlo.

Carmen: "Hola, Javier. Estoy abajo. ¿Tomamos un café?"
La voz de él llegó al instante, cálida, con ese tono juguetón que la desarmaba.
Javier: "¿Abajo? Vaya, pensé que me plantarías otra vez. Sube al bar, estoy aquí. Y nada de café, prefiero algo más fuerte para celebrar que viniste."
Ella sonrió, a pesar de sí misma, ajustándose la falda mientras caminaba hacia el ascensor.
Carmen: "No celebres tan rápido. Solo es una copa, como la última vez. No te hagas ideas." Jajajaja

Javier: "La última vez empezamos con una copa y terminamos en un pasillo. No me culpes por soñar despierto. Te espero, guapa."

Colgó, y Carmen sintió el calor subirle por el cuello. El ascensor se detuvo en el último piso, y al salir, lo vio de inmediato. Javier estaba en el bar, apoyado en la barra, con una camisa oscura desabrochada en el primer botón y esa sonrisa canalla que la había atrapado en Barcelona. Sus ojos la recorrieron de arriba abajo, deteniéndose en las botas, la falda, la blusa.

“Joder, Carmen”, dijo, sin filtro. “Estás para parar el tráfico.”

Ella se acercó, consciente de cada paso, del roce del cuero contra sus muslos, del taconeo que cortaba el murmullo del bar. “Solo vine a verte, no a montar un espectáculo”, respondió, sentándose a su lado. Él pidió dos gin-tonics sin preguntarle, y cuando el camarero se alejó, Javier se inclinó hacia ella, su aliento rozándole la oreja.

“No sé si creerte. Con esa falda, parece que viniste a algo más que a charlar.”

Carmen tomó la copa que le ofrecían, dejando que el frío del cristal calmara el fuego que empezaba a arder dentro de ella. “Tal vez”, admitió, mirándolo por encima del borde. “Pero si pasa algo, será porque yo lo decida, no tú.”
Javier rió, un sonido grave que vibró entre ellos. “Me parece justo. Pero déjame decirte que esas botas me están matando, y no creo que aguante mucho siendo un caballero.”
La charla fluyó, cargada de indirectas, de miradas que decían más que las palabras. El bar se volvía un telón de fondo borroso mientras sus rodillas se rozaban bajo la mesa, un contacto eléctrico que ella no apartó. Terminaron las copas, y Javier dejó dinero en la barra, sus ojos fijos en los de ella.
“Hay un reservado al fondo”, susurró. “Más tranquilo. Si quieres, claro.”

Carmen le dio un piquito a Javier y le prometió......."la próxima vez, más". Volvió a casa y a su rutina
 
“Tengo que irme. Nos vemos, Javier.”

Salió del hotel sin mirar atrás, el taconeo de sus botas resonando en el pasillo, El trayecto a casa fue un torbellino de pensamientos. El deseo por Javier aún ardía en su cuerpo, sus palabras y su tacto hacia ella como una segunda piel. Pero también estaba Luis, su marido, el ancla de su vida rudimentaria, y una parte de ella necesitaba volver a ese terreno conocido, aunque fuera por una noche.

Cuando llegó al piso en Chamberí, la luz de la cocina estaba encendida. Luis estaba allí, en pijama, calentando algo en el microondas. “¿Qué tal con Ana?” preguntó, su tono casual, despreocupado. Carmen dejó el bolso en la mesa, el eco de su mentira aún fresco. “Bien, lo de siempre. Charla y un café.” Él asintió, sin sospechar nada, y por un momento ella lo odió por su ingenuidad, por no verla realmente.

Pero entonces Luis se acercó, su mano rozándole la cintura mientras le daba un beso en la mejilla. “Te ves diferente hoy”, murmuró, casi como un pensamiento en voz alta. Carmen lo miró, sorprendida, y por primera vez en meses notó un brillo en sus ojos, algo que no era solo rutina. Tal vez fue el subidón de adrenalina de su encuentro con Javier, o el contraste entre el peligro y la seguridad, pero algo en ella se encendió. “¿Diferente cómo?” preguntó, su voz más suave, casi juguetona.

“No sé, más... viva”, respondió él, y antes de que ella pudiera procesarlo, la besó en los labios, un beso torpe pero inesperado. Carmen cerró los ojos, y en lugar de apartarlo, se dejó llevar. La falda de cuero seguía puesta, las botas aún en sus pies, y mientras las manos de Luis subían por su espalda, ella imaginó por un instante que eran las de Javier. Pero no lo eran, y eso la sorprendió aún más: con Luis, esa noche, no fue mecánico.
Se deslizaron al dormitorio en un silencio roto solo por respiraciones entrecortadas. Él desabrochó la blusa con dedos inseguros, marvelado por la visión de sus pechos pequeños bajo la seda, como si los viera por primera vez en años.

Ella lo guió, más segura de lo habitual, el cuero de la falda arrugándose cuando él la subió con un apuro que no reconocía en él. Fue rápido, intenso, diferente. No era Javier, con su descaro y su pasión cruda, sino Luis, con una ternura torpe que la pilló desprevenida. Cuando terminaron, jadeantes sobre las sábanas, él la abrazó, y ella se quedó quieta, atrapada entre dos mundos.

A la mañana siguiente, mientras el café gorgoteaba en la cafetera, Carmen se miró en el espejo del baño. La falda y las botas estaban en el suelo, la blusa arrugada en una silla. Había vuelto a su rutina, pero no del todo. Javier seguía en su cabeza, susurrándole promesas de “la próxima vez”, mientras Luis, dormido aún en la cama, le había recordado que su vida no estaba tan muerta como creía. Se pintó los labios de rojo otra vez, no por nadie, sino por ella misma, y salió a enfrentar el día con una certeza: no sabía cuánto podría resistir antes de volver a llamar a Javier.
 
Habían pasado diez días desde aquella noche en el hotel NH, desde el piquito que Carmen le dio a Javier con esa promesa susurrada de “la próxima vez, más”. Diez días de silencio.

El teléfono no vibraba con su nombre, no llegaba ningún mensaje descarado ni llamada sorpresa. Y eso, más que cualquier otra cosa, la estaba destrozando. Cada mañana, mientras preparaba el café en su piso de Chamberí, revisaba el móvil con una mezcla de esperanza y rabia, solo para encontrar notificaciones de trabajo o mensajes insulsos de Luis. Nada de él.

Se miraba en el espejo del baño, aún con la melena rubia despeinada por la noche, y se preguntaba si había sido un juego para Javier. La falda de cuero seguía colgada en el armario, las botas altas guardadas como un recuerdo que quemaba. Aquella noche con Luis había sido un paréntesis inesperado, un destello de algo real en su matrimonio, pero no apagaba el fuego que Javier había encendido. Lo quería, lo odiaba, lo necesitaba. Y su silencio la dejaba atrapada en un limbo de dudas. ¿Se habría aburrido de ella? ¿Habría sido solo un capricho pasajero para él, mientras ella, a sus 41 años, se deshacía por dentro?

En la oficina de la multinacional, el tiempo se arrastraba. Carmen tecleaba informes con dedos mecánicos, pero su mente estaba en el reservado del hotel, en el roce de sus rodillas, en el sabor de ese gin-tonic que no llegó a más. Se sorprendía a sí misma imaginándolo: Javier apareciendo en Madrid otra vez, llamándola con esa voz grave que la desarmaba, proponiéndole una cita que no podría rechazar. Pero el teléfono seguía mudo, y cada día sin noticias era un nudo más en su pecho.

Lo que Carmen no sabía, lo que no podía ni sospechar, era que Javier no la había olvidado. En Zaragoza, a cientos de kilómetros, él también vivía atrapado en ella. Cada noche, en la penumbra de su apartamento, Javier se dejaba caer en la cama, la imagen de Carmen invadiéndolo sin permiso. Cerraba los ojos y la veía: la falda de cuero subiendo por sus muslos, las botas altas marcando cada paso, la blusa de seda cediendo bajo sus dedos imaginarios.

Se masturbaba pensando en ella, en el piquito que le había dado, en esa promesa que no había cumplido aún. Su respiración se volvía pesada, sus manos rápidas, mientras murmuraba su nombre en la oscuridad, un ritual secreto que lo mantenía atado a ella.
No la llamaba porque no sabía cómo. Quería más, mucho más que un polvo rápido en un hotel, pero temía que ella lo viera solo como eso. Carmen era fuego, peligro, una mujer que lo había descolocado desde Barcelona, y él, a sus treinta y pocos, no estaba seguro de cómo manejar el torbellino que ella despertaba. Así que se contenía, noche tras noche, dejando que su deseo se consumiera en soledad mientras ella, en Madrid, lo maldecía en silencio.

Esa tarde, Carmen salió del trabajo más temprano de lo habitual. El cansancio de su vida rudimentaria pesaba, pero también la inquietud. Pasó por el Paseo del Prado, casi sin pensar, y se detuvo frente al hotel NH. Miró las ventanas del último piso, recordando el bar, el reservado, el momento en que pudo haberlo tenido todo. Sacó el móvil, el número de Javier a un toque de distancia. Dudó, el pulso latiéndole en las sienes. Quería gritarle, exigirle una explicación, o quizás solo escuchar su voz y rendirse otra vez.
Pero no llamó. Guardó el teléfono, se ajustó el abrigo y caminó hacia casa. Esa noche, Luis la recibió con una cena improvisada, y ella sonrió por cortesía, dejando que él hablara de su día. Mientras comían, su mente estaba en Zaragoza imaginando a Javier, sin saber que en ese mismo instante él la recreaba en su cabeza, perdido en un placer solitario que ella nunca conocería. El silencio entre ellos era un abismo, y sin embargo, los unía más de lo que ambos podían imaginar.
 
De repente llegó la llamada esperada:

Carmen: "¿Sí? ¿Quién es?"

Al otro lado, un silencio breve, y luego esa risa baja, confiada, que la atravesó como una corriente.

Javier: "Hola, guapa. ¿Me echabas de menos? Soy Javier. Te llamo desde Zaragoza."

Carmen se levantó del sofá, el pulso acelerándose mientras caminaba hacia la ventana. Intentó sonar indiferente, pero las palabras le quemaban en la lengua.

Carmen: "Pensé que te habías olvidado de mí. No has dado señales de vida en semanas."

Javier: "Olvidarte, imposible. He estado liado, pero no creas que no pienso en ti. En esa falda de cuero, en esas botas... Joder, Carmen, me tienes loco y lo sabes."

Ella se mordió el labio, el recuerdo de aquella noche en el reservado irrumpiendo sin permiso. Se apoyó en el marco de la ventana, la ciudad extendiéndose ante ella, pero su mente estaba en él.

Carmen: "¿Y por qué no llamaste antes? Me dejaste colgada después de prometerte más."

Javier: "Porque no quiero solo un rato contigo. Quiero más, pero no sé cómo pedírtelo sin cagarla. Ahora mismo estoy en Zaragoza, mirando el Ebro, y solo pienso en cómo sonaría tu voz si estuvieras aquí conmigo."

La tensión se coló en el aire, espesa, casi tangible. Carmen sintió un calor subirle por el cuello, sus dedos apretando el teléfono.
Carmen: "No digas esas cosas. Estoy casada, Javier. Mi vida no es tan sencilla como la tuya."

Javier: "Lo sé. Pero también sé que no estás feliz con esa vida. ¿O me vas a decir que no te mueres por subirte a un tren y venir a verme? Imagínatelo, Carmen: tú y yo, una habitación, sin prisas esta vez. Te quitaría esa blusa despacio, te haría olvidar todo lo demás."

Ella cerró los ojos, su respiración volviéndose irregular. Podía verlo: Javier en una habitación de hotel, su camisa desabrochada, sus manos firmes recorriéndola como en sus fantasías. La falda de cuero estaba en el armario, a solo unos pasos, y por un instante se imaginó poniéndosela para él.

Carmen: "Para. No puedo... No debería ni escucharte."

Javier: "Pero lo estás haciendo. Y apuesto a que estás pensando en lo mismo que yo. Dime que no te tiemblan las piernas ahora mismo, que no te mueres por sentirme"

Silencio. Carmen se giró, apoyando la frente en el cristal frío de la ventana. Su voz salió baja, casi un susurro.
Carmen: "Eres un cabrón, Javier. Sabes cómo meterme en líos. ¿Qué quieres de mí?"

Javier: "Todo. Pero me conformo con verte. Estoy en Madrid el viernes que viene. Si quieres, te paso a buscar. O vienes tú. Sin excusas esta vez. Solo dime que sí, y te juro que no te arrepentirás."

La tensión era un cable a punto de romperse. Carmen imaginó su melena rubia cayendo sobre los hombros de Javier, sus pechos pequeños bajo sus manos, el cuero de la falda arrugándose otra vez. Quería colgar, pero no podía.
Carmen: "No te prometo nada. Tengo que pensarlo. Pero... no dejes de llamarme, ¿vale? Me mata tu silencio."

Javier: "Nunca más. Y mientras piensas, imagina esto: yo aquí, solo, pensando en ti cada noche, tocándome con tu nombre en la boca. No estás sola en esto, Carmen."
Ella tragó saliva, el calor extendiéndose por su cuerpo. (No sabía que él se masturbaba pensando en ella, pero sus palabras lo insinuaban todo, y eso la dejó temblando).

Carmen: "Eres imposible. Hablamos el viernes. Cuídate, Javier."

Javier: "Tú también, guapa. Sueña conmigo."

Colgó, y Carmen se quedó inmóvil, el teléfono aún caliente en su mano. El deseo la consumía, pero también el miedo. Luis volvería pronto, con su rutina y su calma, y ella tendría que fingir otra vez. Pero ahora, con la voz de Javier resonando en su cabeza, sabía que el viernes sería un punto de no retorno. Se miró en el reflejo de la ventana, sus labios rojos entreabiertos, y por primera vez en semanas, sonrió. La tormenta estaba a punto de estallar.
 
Si, está muy bien. Estaba esperando para comentar .
Sinceramente creo que Carmen debería cortar cualquier contacto con Javier, antes de que sea demasiado tarde.
 
El teléfono sonó en la mano de Carmen mientras terminaba de retocarse el pintalabios frente al espejo del dormitorio. Era viernes por la tarde, y el mensaje de Javier llegó como un disparo: “Ya estoy en Madrid. ¿Quedamos en Callao a las 8? Mi hotel está al lado.” Su respiración se detuvo un segundo, el eco de su voz desde Zaragoza aún fresco en su memoria. No lo dudó esta vez. “Sí”, respondió, sus dedos temblando al teclear. “A las 8 en la cafetería de la plaza.”

Bajó el móvil y miró a Luis, que estaba en el salón revisando facturas en su portátil. “Cariño, hoy es el cumpleaños de Ana”, dijo, su voz firme, ensayada. “Voy a salir con ella y unas amigas, llegaré un poco tarde.” Él levantó la vista, apenas interesado, y asintió con un “Vale, diviértete. Salúdala de mi parte.” Carmen sonrió por cortesía, ocultando el torbellino que llevaba dentro. No había culpa, solo una urgencia que la empujaba hacia la puerta.

Subió al baño y se transformó. Se puso unos leggins negros ajustados que moldeaban sus piernas como una caricia, subiendo por sus caderas y marcando cada curva con precisión. Los combinó con unos zapatos de tacón con plataforma, altos, atrevidos, que hacían resonar sus pasos como un tambor de guerra. Eligió una blusa negra de escote profundo, lo suficientemente suelta para insinuar y lo bastante ceñida para prometer.

Se maquilló con cuidado: sombras oscuras que agrandaban sus ojos verdes, eyeliner afilado como un arma, y un rojo intenso en los labios que gritaba peligro. Su melena rubia cayó en ondas salvajes sobre los hombros, y al mirarse en el espejo, a sus 41 años, vio a una mujer que no reconocía del todo: viva, peligrosa, libre.

Salió de casa a las siete y media, el trayecto en metro hasta Callao un borrón de nervios y deseo. Llegó a la cafetería de la plaza justo a las ocho, el reloj marcando la hora exacta. Ella no lo pensó. Sus ojos buscaron a Javier entre las mesas, y allí estaba: camisa oscura, el primer botón desabrochado, esa sonrisa canalla que la deshacía. Él se levantó al verla, sus ojos recorriéndola de arriba abajo, deteniéndose en los leggins, los tacones, el maquillaje que la convertía en pura tentación.

“Joder, Carmen”, dijo, su voz baja, ronca. “¿Cómo pretendes que me comporte contigo así?” Ella se acercó, el taconeo resonando en la cafetería, y se sentó frente a él, cruzando las piernas con deliberada lentitud. “No pretendo que te comportes”, respondió, mirándolo por encima de la mesa. “Pero primero, una copa. Luego ya veremos.”

Pidieron dos gin-tonics, el hielo chocando contra el cristal como un preludio. La charla fluyó, pero las palabras eran secundarias; la tensión sexual se palpaba en cada roce accidental de sus manos, en cada mirada que se sostenía demasiado. Javier se inclinó hacia ella, su aliento rozándole la oreja. “Mi hotel está a dos calles. Podemos seguir esto allí, si quieres.” Carmen tomó un sorbo de su copa, dejando que el frío calmara el fuego que él encendía. “¿Y si quiero?”, susurró, desafiándolo.

No esperaron a terminar las copas. Salieron de la cafetería, el aire fresco de Madrid golpeándolos mientras caminaban hacia el hotel. Él la tomó de la mano, sus dedos entrelazándose con los de ella, y el contacto fue eléctrico. En el ascensor del hotel, apenas se cerraron las puertas, Javier la atrajo hacia sí, sus labios a un suspiro de los de ella. “Dime que pare si no estás segura”, murmuró. Ella no dijo nada, solo lo besó, un beso profundo, urgente, mientras los leggins se tensaban bajo sus manos y los tacones marcaban el ritmo contra el suelo.

La habitación era pequeña, funcional, pero no importó. La puerta se cerró tras ellos, y Javier la empujó contra la pared, sus manos subiendo por sus muslos, el tejido de los leggins cediendo bajo su tacto. La blusa cayó al suelo en un susurro, dejando al descubierto sus pechos pequeños, que él recorrió con una mezcla de hambre y reverencia. “Te he imaginado así cada noche”, confesó entre jadeos, y Carmen, perdida en él, no preguntó más. Los tacones quedaron puestos, el sonido de las plataformas contra el suelo acompañando cada movimiento mientras se entregaban, sin prisas esta vez, pero con una intensidad que los consumió.

A las once, mientras Luis encendía la tele en casa, ajeno a todo, Carmen yacía en la cama del hotel, el cuerpo aún temblando, Javier a su lado. No había promesas, solo un presente que sabía a libertad. Pero en el fondo, ella sabía que esto no acabaría ahí. Se besaron y apresuradamente Carmen volvió a casa
 
Os gusta el relato? me gustaría saberlo, impresiones, etc
Me encanta!!!
Si yo fuera Carmen .... Ya habría cogido ese tren. Y Javier... Joder, Javier tiene que ser un poquito más valiente, si sabe que la tiene en el bote. No me puedo creer que pueda estar semanas sin llamarla.
Ella deseando hablar con él...
Él deseando hablar con ella...
Y al final uno por otro se pueden perder!!!
 
Esto dependerá de cómo lo vea cada uno y según que perspectiva.
Poniéndome en el lugar de Luis, sinceramente creo que no se merece lo que le está haciendo Carmen.
Si no quieres seguir con el, pues da por terminada la relación y te vas con ese tío, que es otro que deja mucho que desear, metiéndose en una relación de pareja.
 
Es que encima es una mentirosa y no va de cara. Le dice que va a estar con su amiga Ana, cuando en realidad ha ido con ese tipo.
La verdad, me parece muy muy muy mal por parte de Carmen. Al menos espero que muestre arrepentimiento y se lo diga a Luis y que esté decida.
 
Me encanta!!!
Si yo fuera Carmen .... Ya habría cogido ese tren. Y Javier... Joder, Javier tiene que ser un poquito más valiente, si sabe que la tiene en el bote. No me puedo creer que pueda estar semanas sin llamarla.
Ella deseando hablar con él...
Él deseando hablar con ella...
Y al final uno por otro se pueden perder!!!
Lo vemos de manera distinta.
A mí me parece muy mal su comportamiento.
Si estás en una relación de pareja, al menos termina esa relación si no lo quieres y luego ya libre, puedes hacer lo que quieras.
 
Esto dependerá de cómo lo vea cada uno y según que perspectiva.
Poniéndome en el lugar de Luis, sinceramente creo que no se merece lo que le está haciendo Carmen.
Si no quieres seguir con el, pues da por terminada la relación y te vas con ese tío, que es otro que deja mucho que desear, metiéndose en una relación de pareja.
Aún no ha terminado la historia... Vamos a ver cómo sigue.
 
Carmen abrió la puerta del piso en Chamberí con un sigilo que no necesitaba. Eran las 11:57 de la noche, y el trayecto desde el hotel había sido un torbellino de sensaciones que aún le zumbaban en la piel. El viernes había llegado, y con él, Javier. La llamada desde Zaragoza había sido la chispa, pero el encuentro de esa noche había sido el incendio. Habían quedado en el mismo bar del hotel, y lo que empezó con una copa terminó en una habitación, el cuero de sus leggins arrugados en el suelo, los zapatos junto a la cama.

Entró en el salón, el eco de sus tacones apagado por la alfombra. Luis estaba allí, desplomado en el sofá, la tele murmurando un programa que ya no veía. Sus ojos se entreabrieron al oírla, y por un segundo, la miró como si no la reconociera. Ella se había recompuesto lo mejor que pudo: los leggins ajustados a sus caderas, los zapatos de tacón, la blusa ligeramente arrugada pero abrochada. Su melena rubia caía en ondas desordenadas, y el rojo de sus labios estaba algo corrido, un detalle que Luis no notaría en su estado.

“Joder, qué guapa te has puesto para el cumple de Ana, ¿no?” dijo él, su voz pastosa por el sueño, incorporándose un poco. Sus ojos la recorrieron, deteniéndose con una risita: “Vas toda marcona. ¿Le diste recuerdos? Me voy a dormir, cariño.” Se levantó con esfuerzo, acercándose para darle un beso en la mejilla, un gesto torpe pero cálido que contrastaba con el fuego que aún ardía en ella.

Carmen se quedó quieta, dejando que sus labios rozaran su piel. “Sí, claro, le di recuerdos”, mintió, su voz suave, casi automática. El olor a gin-tonic y a Javier todavía estaba en ella, mezclado con el sudor de una noche que no podía borrar. “Duerme bien”, añadió, mientras él se dirigía al dormitorio con un bostezo, ajeno a todo.

Cuando la puerta del cuarto se cerró, Carmen se dejó caer en el sofá, el cuero de sus leggins crujiendo contra el tejido. Cerró los ojos, y el recuerdo de Javier la golpeó como una ola: sus manos firmes subiendo por sus muslos, sus jadeos contra su cuello, la forma en que la había mirado mientras la desvestía, como si fuera la única mujer en el mundo. Habían sido horas robadas, un paréntesis salvaje que terminó con él besándola en la puerta de la habitación, susurrando un “Esto no acaba aquí” que aún resonaba en sus oídos.

Se llevó una mano al pecho, sintiendo el latido acelerado bajo la blusa. Luis dormía a pocos metros, su marido, el hombre que seguía creyendo en sus excusas, mientras ella vivía una doble vida que la consumía y la encendía a partes iguales. La tensión sexual con Javier no se había apagado; al contrario, cada encuentro la ataba más a él, y el silencio de las últimas semanas solo había sido la calma antes de la tormenta.
Se levantó, quitándose los tacones con un suspiro. El reloj marcaba las 12:15, y el piso estaba en penumbra. Fue al baño, se miró en el espejo: los labios rojos desvaídos, los ojos brillantes de una mezcla de culpa y deseo. Se lavó la cara, intentando borrar las huellas de Javier, pero no podía quitárselo de la cabeza. Mientras Luis roncaba en la cama, ella sabía que no dormiría esa noche. Su cuerpo aún temblaba, su mente atrapada en el próximo “más” que Javier le había prometido, y que ella, a pesar de todo, anhelaba con una intensidad que la asustaba.
 

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