Carmen colgó el teléfono tras hablar con Luis esa mañana de jueves. “Tengo que ir a Lleida este fin de semana”, le había dicho, su voz tranquila, ensayada. “Es por unas cuestiones de tierras de la familia, papeleo que hay que resolver en persona.” Luis, perdido en sus facturas como siempre, apenas levantó la vista. “Vale, avísame si necesitas algo. Conduce con cuidado.” Ella asintió, guardando el móvil, y una chispa de excitación le recorrió el cuerpo.
Era mentira, una mentira perfecta. Había nacido en Barcelona, sí, pero su familia era de un pueblo perdido en Lleida, una masía rodeada de campos de tomates, olivos y silencio. Nadie estaría allí esos días —se había asegurado de eso con una llamada discreta a su primo—, y ahora, con Luis engañado, el camino estaba libre para Javier.
Sentada en la cocina, con el café aún caliente, marcó su número. Después de la noche desenfrenada de Javier con Carlos y July, y los días de silencio que la habían dejado tambaleándose, necesitaba oírlo. El tono sonó una, dos veces, y justo cuando empezaba a dudar, él contestó, su voz ronca, como si acabara de despertar.
Carmen: "¿Cómo está mi nene zaragozano?"
El alivio y la ilusión se colaron en su tono, y Javier rió, un sonido grave que la envolvió como un recuerdo de sus noches juntas.
Javier: "Hola, guapa. Mejor ahora que te oigo. ¿Y tú, mi catalana? ¿Qué te trae tan contenta?"
Carmen se mordió el labio, caminando hacia el dormitorio con el teléfono pegado al oído. Estaba radiante, la idea del fin de semana encendiéndola por dentro.
Carmen: "Tengo una propuesta. Este fin de semana voy a Lleida, a la masía de mi familia. Un pueblo tranquilo, tomates, olivos, todo eso. Estaremos solos, Javier. ¿Te vienes conmigo? Te recojo en Zaragoza con mi Audi mañana por la tarde."
Un silencio breve al otro lado, y luego la voz de él, más despierta, cargada de interés.
Javier: "¿Solos en una masía? Joder, Carmen, eso suena a pecado. ¿Estás segura?"
Carmen: "Completamente. Luis cree que voy por trabajo, y no habrá nadie más. Solo tú y yo, sin prisas. ¿Qué dices?"
Javier: "Digo que sí, guapa. Me tomo el viernes libre y te espero. ¿Dónde nos vemos?"
Carmen: "Cerca de la plaza del Pilar, a las cinco. Llevaré el Audi gris. No me hagas esperar, mi nene."
Javier: "Allí estaré. Y Carmen... prepárate, porque no voy a contenerme esta vez."
Colgó, y Carmen dejó el teléfono sobre la cama, el corazón latiéndole en las sienes. La tensión sexual era un cable vivo entre ellos, y la idea de tenerlo para ella sola en la masía la hacía temblar de anticipación. Pasó el resto del día planeando: empacó una maleta pequeña con la falda de cuero, las botas altas y una blusa de seda que sabía que lo volvería loco. A Luis le dejó una nota en la cocina —“Vuelvo el domingo, un beso”—, y el viernes por la mañana salió de Madrid con el Audi, la carretera abriéndose ante ella como una promesa.
Llegó a Zaragoza a las cuatro y media, el sol todavía alto sobre la ciudad. Aparcó cerca de la plaza del Pilar, el murmullo de la gente y el río Ebro llenando el aire. Se miró en el retrovisor: melena rubia suelta, labios rojos, un vestido ajustado que dejaba entrever sus curvas bajo una chaqueta ligera. Estaba guapa, renovada, y lo sabía. A las cinco en punto, lo vio. Javier salió de una esquina, con unos vaqueros oscuros y una camisa desabrochada en el primer botón, su sonrisa canalla iluminándole la cara. Cargaba una mochila al hombro, y cuando sus ojos se encontraron, la tensión sexual que habían tejido por teléfono estalló en el aire.
Subió al coche, el olor de su colonia llenando el espacio. “Joder, Carmen, estás increíble”, dijo, su mano rozándole el muslo apenas un segundo antes de que ella arrancara.
“No te pases aún, que tenemos una hora hasta Lleida”, respondió ella, riendo, pero el roce ya había encendido algo dentro. Condujo con una mezcla de calma y urgencia, el Audi deslizándose por la autopista mientras charlaban, coqueteaban, y las miradas se volvían más largas. Javier puso una mano en su rodilla, subiendo despacio hasta el borde del vestido, y ella lo apartó con un gesto juguetón. “Pórtate bien, mi nene, que llegaremos pronto.”
El pueblo apareció al caer la tarde, un puñado de casas entre campos rojizos. La masía estaba apartada, una construcción de piedra con un porche rodeado de tomates maduros y olivos retorcidos. Aparcaron, y el silencio los envolvió, roto solo por el crujir de la grava bajo sus pies. Carmen abrió la puerta, el aire fresco del interior oliendo a madera y pasado. “Bienvenido”, susurró, girándose hacia él. Javier dejó la mochila en el suelo, la atrajo por la cintura y la besó, un beso profundo, hambriento, que hizo crujir la tensión de días.
“Esto es nuestro, guapa”, murmuró contra sus labios, sus manos ya buscando el borde del vestido. Ella rió, apartándose un paso. “Primero una copa, luego lo que quieras.” Pero ambos sabían que no habría mucho esperar. La masía era suya, y esa noche, con Luis a cientos de kilómetros y el mundo fuera de alcance, Carmen y Javier se perderían el uno en el otro como nunca antes.