Los días siguientes al encuentro en el apartamento dejaron a Carmen en un estado de euforia contenida. Estaba brillante, sus ojos verdes encendidos con una luz que no se apagaba, como si Javier hubiera encendido un fuego que ahora alimentaba cada rincón de su ser. Cada mañana, se levantaba temprano y conducía hasta el gimnasio, decidida a esculpir su cuerpo con una determinación feroz. Corría en la cinta, levantaba pesas, hacía sentadillas frente al espejo, siempre pensando en él: en cómo sus manos habían recorrido sus muslos, en cómo la miraba cuando la desnudaba. Sus músculos se tensaban bajo la piel, su figura se afinaba, y ella se imaginaba a Javier susurrándole al oído, “Joder, guapa, estás para comerte.”
Su manera de vestir también había cambiado, volviéndose brillante y atrevida, un reflejo de la mujer que se sentía por dentro. En el trabajo, en la multinacional, dejaba atrás los trajes sosos por blusas de escote sutil que marcaban su clavícula, faldas lápiz que se ajustaban a sus caderas, o leggings deportivos que llevaba al salir del gym, combinados con tops cortos y zapatillas de diseño. En casa, paseaba con camisetas ajustadas y shorts que dejaban sus piernas al descubierto, o pijamas de satén que resbalaban por su cuerpo como una caricia. Luis lo notaba, claro que sí. Sus ojos se detenían en ella más de lo habitual, siguiendo el contorno de su silueta con una mezcla de sorpresa y deseo.
Seguía sintiendo atracción por ella, ahora todavía más, pero el sexo entre ellos era casi inexistente. Carmen siempre tenía una excusa: “Estoy cansada del gym”, “Tengo una reunión mañana temprano”, “Me duele la cabeza.” Él aceptaba, resignado, aunque la chispa en su mirada no se apagaba.
Esa tarde, Carmen llegó a casa tras una sesión intensa en el gimnasio, vestida de manera que cortaba el aliento. Llevaba unos leggings grises de cintura alta, tan pegados que parecían una segunda piel, resaltando el culo firme que había trabajado pensando en Javier. Encima, un crop top negro con tirantes finos dejaba al descubierto su abdomen plano y un piercing discreto en el ombligo que había rescatado de sus años más salvajes. Las zapatillas blancas tenían detalles neón, y su melena rubia, suelta tras quitarse la coleta, caía en ondas desordenadas sobre sus hombros. Entró por la puerta con una bolsa de deporte al hombro, sudor brillando en su piel, y Luis, que estaba en el salón con un café, se quedó inmóvil.
“Estás... increíble”, dijo él, poniéndose de pie, su voz cargada de una necesidad que no disimulaba. Antes de que ella pudiera responder, se acercó, sus manos encontrando su cintura, y la besó con una urgencia torpe pero intensa. Sus labios buscaron los de ella, su aliento oliendo a café mientras apretaba su cuerpo contra el suyo. “Vamos a la cama, por favor”, murmuró, casi suplicando, sus manos deslizándose por los leggings, tanteando la curva de su espalda. Carmen lo miró, sus ojos apagados por dentro a pesar del brillo exterior. No tenía ganas, no con él, pero sabía que como esposa debía pasar ese trámite. “Vale”, dijo, seca, forzando una media sonrisa, y lo siguió al dormitorio.
El acto fue mecánico, un eco triste de lo que había vivido con Javier. Luis la desnudó con prisas, quitándole el crop top y bajándole los leggings con dedos ansiosos, marvelado por la visión de su piel tersa y su cuerpo trabajado. La tumbó en la cama, besándole el cuello mientras se desvestía él mismo, su erección evidente pero incapaz de encenderla. Carmen se dejó hacer, participando lo justo: un par de movimientos de cadera, sus manos descansando inertes en sus hombros, los ojos fijos en el techo. “Vamos, cariño”, jadeó él, penetrándola con un ritmo desigual, buscando un placer que ella no compartía. Ella actuó como una autómata, esperando que se corriera cuanto antes, contando los segundos en su cabeza.
No gritó, no jadeó, solo dejó escapar un suspiro fingido para apurarlo. Luis terminó rápido, un gruñido bajo escapando de su garganta mientras se vaciaba dentro de ella, y luego se desplomó a su lado, satisfecho pero ciego a su indiferencia.
“Ha estado bien, ¿no?” preguntó él, buscando su mirada, pero Carmen ya se había girado, alcanzando su móvil en la mesita. “Sí, claro”, mintió, su voz plana, mientras se levantaba para ponerse una camiseta larga y volver al salón. Más tarde, cenaron frente al televisor, un plato de pasta recalentada que Luis había preparado.
Él hablaba de su día, de un cliente pesado, pero ella apenas escuchaba, asintiendo por cortesía. Su atención estaba en el móvil, que sostenía en una mano bajo la mesa, la pantalla oscura pero lista para vibrar. Cada pocos minutos lo miraba, esperando un mensaje de Javier, un “mi nene” que le devolviera la vida que Luis no podía tocar. La televisión zumbaba de fondo, pero Carmen estaba en otro lugar, brillante por fuera, vacía por dentro, atrapada entre la rutina y el hombre que la hacía arder a cientos de kilómetros de distancia.
Luis, ajeno a todo, recogió los platos, sus cuernos creciendo invisibles, mientras la mentira de Carmen se alzaba como un gigante que él nunca vería.