Luis llegó al bar de Legazpi con el paso apresurado pero el ánimo ligero, confiado en que la cita con Ana sería una charla amable sobre el cumpleaños de Carmen. El sol brillaba en Madrid con una calidez inusual para la época, bañando las calles en una luz dorada que contrastaba con el torbellino que pronto lo envolvería. Entró al local a las 12:30 en punto, el aroma a café tostado y aperitivos flotando en el aire. Allí estaba Ana, sentada en la barra, un refresco con hielo entre las manos, su melena oscura recogida en un moño limpio. Se saludaron con un abrazo breve pero cálido, y ella sonrió, señalándole el taburete a su lado. “Qué bueno verte, Luis,” dijo, y él asintió, acomodándose con esa tranquilidad suya que pronto se desmoronaría.
Pidió un café —“tócalo con whisky, como siempre,” bromeó él, y el camarero sonrió—, y Ana comenzó a hablar del cumpleaños de Carmen, que sería pronto. “Estoy pensando en un catering sencillo pero elegante, algo de picoteo, unos canapés, quizás un pastel de esos que le gustan con crema,” explicó, trazando planes en el aire con las manos. Luis escuchaba, imaginando la fiesta, sintiendo que sería algo bonito para Carmen, un gesto que tal vez le sacara de esa rareza que llevaba semanas notando. “Me parece perfecto, ella se lo merece,” respondió, con un brillo de cariño en los ojos.
Pero entonces, en un giro que Luis no vio venir, Ana cambió el tono. Sus dedos tamborilearon el vaso, y una sombra de duda cruzó su rostro. Tomó aire, como si midiera cada palabra, y se lanzó. “Oye, Luis, ¿tú has notado algo extraño en Carmen últimamente?” La pregunta cayó como una piedra en un estanque quieto, y el corazón de Luis dio un vuelco. La miró, frunciendo el ceño, su calma empezando a resquebrajarse. “¿A qué te refieres?” dijo, la voz más aguda de lo que pretendía. Ana dudó, atrapada entre la cautela y la necesidad de hablar. “Debo contarte algo. No quiero que me malinterpretes ni nada por el estilo, no es mi vida, pero creo que estoy en la obligación de al menos preguntarte.”
El pulso de Luis se aceleró, un latido sordo resonándole en las sienes. Ana continuó, sus ojos fijos en él. “¿Tú sabes que Carmen tiene un amigo con el que se ve habitualmente? Es de Zaragoza, sé que han quedado alguna vez que él vino a Madrid. Creo que trabaja en la delegación de allí de su empresa. Me lo contó ella, pero no sé nada más.” No dio detalles —no mencionó los hoteles, los gritos, el sexo—, pero dejó caer suficiente para que la mente de Luis empezara a girar. La confesión lo atravesó como una lanza, un dolor agudo clavándose en su pecho. “No sé nada de ese amigo,” respondió, la voz temblorosa, las manos sudándole mientras las apretaba contra la barra. De pronto, piezas sueltas del rompecabezas de los últimos meses encajaron: las salidas, los días de gimnasio extra, las noches en que llegaba agotada pero distinta, más viva.
Su imaginación saltó al peor escenario posible: Carmen con otro hombre, risas compartidas, cuerpos entrelazados. El mareo lo golpeó como una ola, la sangre abandonándole el rostro. Se tambaleó en el taburete, y Ana lo notó al instante. “Luis, Luis… tranquilo,” exclamó, levantándose para sostenerlo por la espalda. “¡Un vaso de agua, por favor!” gritó al camarero, que se apresuró a traerlo. Ella se lo dio, su mano firme en su hombro mientras él bebía, el agua fría calmándole apenas el nudo en la garganta. “Perdóname por decirte esto, ¿estás mejor?” preguntó, su voz cargada de culpa. Luis asintió, aunque no era cierto, recomponiéndose lo justo para no derrumbarse allí mismo.
Ana respiró hondo, midiendo sus siguientes palabras. “Es posible que no haya ido a más, pero tampoco me parece correcto que Carmen te lo haya ocultado. No le digas nada, comprende la situación en la que me dejarías a mí, pero creo que debías saberlo y por eso te consulté antes.” Luis la miró, los ojos húmedos, un brillo de lágrimas que no llegó a caer. Agarró las llaves del coche del bolsillo, las manos temblando tanto que casi se le escapan. “Debo volver a la oficina,” murmuró, la voz rota, poniéndose en pie con torpeza. Pero Ana actuó rápido, arrancándole las llaves con un gesto firme. “Tranquilízate, pero tú en este estado no estás para conducir. Coge un taxi y lo mismo para volver a casa. Yo te devolveré las llaves el finde o el lunes, donde me digas, pero no voy a dejarte agarrar el coche así.”
Luis no protestó; no tenía fuerzas. Asintió, perdido en un torbellino de pensamientos, y salió del bar con pasos lentos, el sol golpeándole la cara como una burla. Ana se quedó en la barra, el refresco intacto, un nudo de culpa apretándole el pecho. No era venganza contra Carmen lo que le había movido —quería proteger a Luis, o eso se decía a sí misma—, pero ahora veía el caos que había desatado. Abrió la caja de los truenos, y el eco de sus palabras resonaba en su cabeza mientras él, en un taxi rumbo a la oficina, intentaba procesar una verdad que aún no podía nombrar.
Carmen, en su rutina, seguía tejiendo excusas, sin saber que Luis, sudando y temblando tras el café con Ana, empezaba a mirar su matrimonio con ojos nuevos, heridos, confusos.