Mi cuñado y mi ex

Capítulo 14


No hizo falta que dijera nada.

Arrodillada en medio de aquella habitación sofocante, con el pelo pegado a las mejillas, los pezones y sus grandes aureolas color canela duros como piedras y los muslos aún brillantes por la humedad que nosotros mismos habíamos provocado antes.

Ni siquiera nos miró directamente. Solo dejó que su cuerpo hablara por ella: rodillas abiertas, espalda erguida, manos descansando sobre los muslos, sexo chorreante. Como una diosa cansada de dar órdenes. Como una loba lista para que sus machos se pelearan por lamerle la piel.

Yo tragué saliva. Dani resopló. Los dos desnudos de pie ante ella, con nuestras pollas erectas vacilantes.

Y ella, por fin, alzó la mirada.

—Venid. Quiero ver hasta dónde sois capaces de llegar juntos.

No hubo vacilación. Dani y yo dimos un paso a la vez. Yo notaba el calor aún ardiéndome en los labios por el último beso furtivo con ella. Él, en cambio, caminaba como quien va a una guerra: los hombros tensos, el cuerpo erguido, el ceño fruncido.

Pero la erección le marcaba el camino.

Nos inclinamos sobre ella. Lo hicimos sin mirarnos, sin hablarnos.

Yo me lancé directo a su pecho izquierdo, el más redondeado, el que siempre me había fascinado por cómo se erguía al menor suspiro. Dani fue al derecho, sin rodeos, como un animal con hambre. Nuestras bocas se encontraron en el centro, rozándose sin querer, escapándose por obligación. Ella jadeó, echando el cuello hacia atrás, ofreciéndose sin reservas.

—Así… así os quería —murmuró.

Yo sentí su pezón endurecerse bajo mi lengua. Lo rodeé con lentitud, lo acaricié con el borde de los labios antes de atraparlo entre ellos. Su piel olía a sudor, a deseo y a perfume barato mezclado con el calor de la tarde.

Dani, a mi lado, gruñía en voz baja. Lo escuchaba sorber, morder, arrastrar la lengua por el contorno de su pecho. Como si la estuviera devorando. Como si ella fuera un premio.

Mi mano bajó por inercia. Sentí el vientre de Ana temblar, su pelvis moverse. Me deslicé entre sus muslos abiertos y toqué con los dedos lo que ya imaginaba: estaba empapada.

La acaricié con suavidad, apenas con la yema de dos dedos, abriendo sus labios con cuidado, buscando su clítoris sin prisa, con respeto.

Fue entonces cuando la mano de Dani golpeó la mía. Sin querer… o queriendo.

Había metido ya dos dedos en su interior, con una decisión brutal.

Nos miramos de reojo. Fue un fogonazo de rabia y orgullo.

Ella se rió. Una risa rota, mezcla de placer y burla.

—¿Os peleáis por mi coño? Qué ternura.

–Zorra. ¡Puta! –gimió Dani, cabreado consigo mismo por no poder contener su excitación ante lo que estaba sucediendo. Le introdujo más los dedos y ella se quebró de placer con un gemido –¡Qué cachondo me pones, carroña!

Mi mano se quedó arriba, acariciándole el clítoris con movimientos lentos y circulares, mientras los dedos de Dani entraban y salían con un ritmo torpe pero insistente.

Nuestros cuerpos se rozaban. Nuestras respiraciones se mezclaban. Nuestros celos también.

Pero Ana no se peleaba. Ana flotaba.

Su respiración se volvía más errática. Sus caderas se movían, primero con sutiles empujones, después con espasmos más violentos. Sus manos se aferraban a nuestras nucas como un ancla. Nos mantenía ahí, atrapados entre sus pechos, como si no pudiera soportar que parásemos ni un segundo.

Su boca empezó a pronunciar nuestros nombres. Primero como una caricia. Luego como una súplica.

—Dani… Álex… no paréis… no paréis, mis machos…

Y no paramos.

Yo sentía cómo su clítoris latía bajo mis dedos. Dani aumentaba la presión. Yo jugueteaba con su entrada. Él empujaba con rabia. Yo lamía el canal entre sus senos. Él mordía.

Éramos un solo cuerpo, dos bocas, cuatro manos.

Y una mujer desbordándose en el centro.

Y entonces llegó. Primero el gemido. Luego, el estremecimiento. Después, el grito.

Y, por fin, el colapso.

Ana se derrumbó entre jadeos. Su espalda arqueada, sus piernas temblando, el rostro enrojecido. Su coño palpitaba entre nuestras manos, caliente, viscoso, vivo.

Sus ojos se abrieron como si despertara de un sueño.

Y su sonrisa…

Era la de alguien que lo había conseguido todo.

Nos apartamos sin decir nada.

Nos incorporamos a la vez.

Yo con el pecho subiendo y bajando como si me faltara el aire.

Dani, con la mandíbula tensa y el ceño fruncido.

Ella, aún de rodillas, nos miró con una calma que daba miedo.

Se levantó lentamente, sin prisa. Primero posó la mirada en mí. Bajó los ojos hasta mi vientre.

La curva de mi barriga.

Mi sexo, aún duro, pero más pequeño, más tímido.

—Tú siempre tan tierno, tan sumiso… tan delicioso —susurró, como quien acaricia con la voz.

Después giró hacia Dani.

Lo escaneó con descaro.

El torso musculado. Los brazos tensos. El pene grueso, erecto, con los testículos colgando pesadamente entre los muslos.

—Y tú tan salvaje, tan seguro… tan mío también.

Yo tragué saliva. Dani resopló.

—No os engañéis —añadió Ana, dando un paso entre los dos—. Os tengo donde quiero. Y os encanta.

Nos cruzamos la mirada.

Y por un segundo, ambos supimos que tenía razón.

Nos quedamos ahí, los tres, en una escena que olía a sexo, sudor y orgullo callado.

Ana se incorporó con lentitud. Estaba empapada, desbordante, con la piel aún enrojecida por el orgasmo, pero su mirada no mostraba cansancio. Mostraba hambre. La de una mujer que ya ha comido… pero quiere repetir.

Nos observó como quien evalúa el ganado en una subasta. Primero a Dani, con sus músculos tensos y la erección desafiante apuntando al techo. Después a mí, con mi cuerpo más blando, mi pecho cubierto de vello y mi polla, más pequeña, menos firme… pero también erguida.
Una sonrisa le cruzó los labios.

—Curioso… —dijo, pensativa—. Tan distintos. Y sin embargo, aquí estáis… los dos igual de duros por mí.

Dani frunció el ceño. Yo bajé la vista.

Ella se acercó. Nos tomó con calma, con dominio, como si ya nos hubiera convertido en sus marionetas.

Y entonces, lo hizo.

Extendió ambas manos, una para cada uno. Sin prisa, sin pedir permiso, nos acarició las pollas con las palmas abiertas.

A Dani se la sopesó, firme, pesada. La rodeó con los dedos y la levantó como si fuera una antorcha.

Con la otra mano me acarició a mí. Su tacto fue distinto: más suave, casi tierno. Pero no menos excitante.

—Aquí tengo el hierro —dijo mirando a Dani—. Y aquí… la miel —añadió, mirándome.

Yo tragué saliva. Dani no dijo nada, pero le tembló un músculo en la mandíbula.

Ana se arrodilló de nuevo.

—Ahora… dejadme saborearos.

Y comenzó.

Primero se llevó mi polla a su boca. Su lengua, tibia, me rodeó el glande con un mimo casi maternal. Me acarició la base con los labios, se la metió entera, despacio, sin apartar la vista de la cara de Dani.

Su mano derecha, mientras tanto, no dejaba de acariciar el pene de él, lento, provocador, como si le hiciera esperar a propósito.

Luego cambió.

Soltó la mía y se abalanzó sobre la de Dani.

Se la metió hasta el fondo. Él jadeó. Cerró los ojos. Se le escapó un “joder…” entre dientes.

Ana rió con la boca llena. Se apartó un instante, escupió sobre su miembro y volvió a metérselo.

Luego volvió a cambiar. Me tomó a mí de nuevo.

Y así, durante minutos.

Una alternancia hipnótica, lenta, salivada, húmeda, deliciosa.

Yo no podía dejar de mirarla. Ni de mirar a Dani.

Él me miraba también, como si no supiera si odiarme o suplicar que no parara aquello.

Ana nos miró a ambos, sin dejar de chupar.

Y luego, con un movimiento firme, nos juntó.

Literalmente.

Agarró nuestras pollas como quien agarrad dos cuerdas y las juntó, las colocó una contra la otra, piel con piel. Yo sentí el calor del cuerpo de Dani rozándome el glande. Él resopló como si le hubieran golpeado. Sentía su aliento a tabaco que me asquea y excitaba a un tiempo

—¿Qué haces…? —dijo entre dientes.

—Shhh… calla. No pienses. Siente —dijo Ana, y se las metió juntas en la boca.

Yo gemí. Dani soltó un gruñido.

Sus testículos colgaban pesados, los míos apenas se agitaban. Su glande rozaba el mío. Sus venas marcadas acariciaban mi piel. Era humillante… y tan excitante que me costaba respirar.

Ana tenía las mejillas infladas, los ojos cerrados. Las manos sujetaban nuestros culos con fuerza.
Y entonces…

Primero fue una caricia. Luego una presión.

Un dedo que se deslizaba entre mis nalgas.

Otro, entre las suyas.

Yo temblé.

Dani gruñó.

—¿Pero qué haces…?

—Calla —dijo ella—. Solo estoy… jugando.

Y lo hizo.

Metió un dedo en mi ano.

Y, al mismo tiempo, uno en el de Dani.

Yo me rendí al instante. Sentí el temblor eléctrico que subía desde ahí hasta el estómago. Dani, en cambio, intentó apartarse. Pero Ana le apretó los glúteos, sujetándolo en su sitio.

Dani rugió. No dijo nada más. Pero se dejó hacer.

Ana seguía con nuestras pollas en la boca, entrando y saliendo, alternando las succiones, mirando hacia arriba con las pupilas dilatadas.
Yo estaba al borde del colapso. Dani también, aunque no lo reconociera jamás.

—Quiero que os corráis —murmuró ella, sacándoselas un instante—. En mi boca. A la vez. Quiero sentiros dentro, llenándome, mezclándoos en mí. Venga, niños. Daos ese gustazo.

Y no pudimos resistir.

Sentí mi cuerpo tensarse. Noté el de Dani estremecerse al mismo tiempo. Fue como un disparo compartido.

Y la boda de Ana se inundó.

Intentó aguantar, pero el chorro de Dani era demasiado. Sentí mi polla bañada por un líquido caliente y espeso. Ana se apartó un segundo, con el semen chorreándole por la comisura. Luego se metió mi polla hasta el fondo y terminó de ordeñarme mientras recogía con una mano los restos que se escapaban.

Cuando terminó, tenía los pechos empapados, la boca roja y los ojos brillantes.

Nos miró a los dos.

—Así me gusta. Mis chicos… juntos. Y míos. Para siempre.
 
CAPÍTULO 15

Seguíamos desnudos. Los tres. Pero algo había cambiado.

El sudor se había enfriado sobre nuestras pieles.

La respiración ya no jadeaba: ahora era densa, contenida.

Los cuerpos se habían tensado otra vez, no por la excitación del momento, sino por algo más inquietante: el silencio.

Ana fue la primera en moverse. Caminó descalza por la habitación, recogiendo con los dedos mechones de su cabello húmedo y retirándolos de la cara con aire distraído, como si estuviera ordenando un ritual después de la misa.

Nos miró con media sonrisa.

—Qué guapos estáis así… —murmuró—. Con las pollas aún húmedas, los ojos turbios, los pechos hinchados de la respiración aún excitada… y el orgullo en carne viva.

Ninguno de los dos respondió.

Dani seguía de pie, como una estatua de mármol con mandíbula de acero.

Yo, sentado en el borde de la cama, sentía el peso de mi propia desnudez con una mezcla de calor y vergüenza.

Ana se detuvo entre nosotros.

Extendió una mano. Tomó a Dani del hombro.

—Siéntate.

Él dudó. No le gustaba recibir órdenes. Menos aún le gustaba estar desnudo a mi lado. Pero se sentó. Despacio, como si cada centímetro que descendía fuera una renuncia.

Luego me miró.

—Tú, quédate como estás –advirtió Ana–. No te muevas.

Yo asentí.

No hacía falta fingir resistencia.

Anita se colocó frente a nosotros, de pie, desnuda, erguida como una reina tribal.

Sus pezones seguían erectos. El vello de su pubis brillaba por el jugo reciente de nuestra última batalla. Sus piernas, aún temblorosas, parecían firmes ahora como columnas de un templo griego.

—Quiero que os miréis —ordenó.

Dani resopló. Yo alcé la vista, con cautela.

—Vamos. A la cara. No al suelo. No a mis tetas. Miraos entre vosotros.

Y lo hicimos.

Nos miramos.

Dani tenía los ojos enrojecidos, la mandíbula tensa, la barba poblada. Yo sabía lo que pensaba. Creo que él también intuía lo que yo pensaba.
Pero no dijimos nada.

—¿Sabéis lo que más me gusta de esta situación? —preguntó Ana, paseándose frente a nosotros como una gata en celo—. Que por mucho que os moleste, por mucho que os pique el orgullo… estáis aquí. Conmigo. Juntos. Después de todo lo que habéis hecho.

Se inclinó hacia Dani, casi rozándole los labios con la voz:

—Tú, mi toro. Que siempre hablas de lealtad, de hombría, de respeto. Que mirabas a Álex como si fuera una cucaracha. Y ahora lo tienes aquí. Con tu polla aún salpicada de su corrida. Obedeciendo mis órdenes. Un auténtico macho español doblegado por una mujer ante la polla de un listillo. Mmmm... ¿no es el colmo del morbo?

Dani tensó el cuello, apretó los puños y ahogó un gruñido.

Ana se giró hacia mí.

—Y tú, mi chiquitín. Siempre tan inteligente, tan correcto, tan culto. Tan resbaladizo como un secreto. Y aquí estás, con las piernas abiertas, las mejillas rojas y los huevos encogidos de deseo.

Me mordí el labio. No por provocación. Por necesidad. De lo contrario tal vez habría gemido de placer.

—Decidme la verdad —dijo, y se agachó entre nosotros, apoyando una mano en cada rodilla—. ¿Qué pensáis el uno del otro?

Dani la miró, desconcertado.

—¿Qué mierda es esta? ¿Una terapia barata?

—De barata nada, cielo, que cuando quiero soy una zorra de las caras, y eso te encanta. –Ana miró fijamente a su novio hasta que él agachó la mirada como reconocimiento. —Quiero que habléis. Que me digáis qué sentís, qué veis, qué os provoca esta situación. Y no vale decir “nada”.

Silencio.

—Empieza tú —dijo, mirando a Dani.

Él bufó. Se pasó la mano por el pelo, cada vez más nervioso. Cada vez más incómodo.

—¿Qué quieres que diga? ¿Que tengo a este capullo delante? Que no entiendo cómo hemos acabado en esto. ¿Que me jode pero… –hizo un silencio tenso y doliente como una promesa incumplida– …pero que me pone?

Ana sonrió.

—¿Por qué te jode?

—Porque no soy así —gruñó—. Porque yo no me meto en estas mierdas. Porque no me va… tocar a otro tío. Porque no quiero pensar en lo que está pasando aquí.

—¿Y qué está pasando? —insistió Ana.

Dani respiró hondo.

—Que me estoy empalmando de nuevo. ¡Y no me gusta, joder! ¡Eres una hija de…!

Anita se lanzó a besarlo para silenciarlo. Un beso largo y tórrido en el que sus lenguas batallaron durante un largo rato.

Después ella se retiró y, sin dejar de mirarle a él, se fue volviendo hacia mí.

—¿Y tú, Álex? Habla.

Me humedecí los labios.

—Yo… no sé. Todo esto me confunde.

Me temblaba la voz.

—Pero no puedo evitarlo, me excita la situación. El morbo. Lo prohibido. Me excita estar contigo… y al mismo tiempo, con él.

–Puto listillo maricón –murmuró Dani bajando la cabeza.

Anita sonrió mirándole, sintiéndose victoriosa. Después alzo sus cejas hacia mí pidiendo más.

—Me excita que me mires así —continué—. Que me compares. Que nos pongas frente a frente –tragué saliva–. Me pone que me humilles… que le ensalces a él mientras me rebajas a mí.

Ana jadeó levemente.

Se acercó.

Nos puso una mano en la nuca a cada uno y, con su boca entre ambos, habló en voz baja, como un susurro venenoso:

—¿Y si esta vez os tocáis entre vosotros?

Nos quedamos congelados.

Dani tragó saliva. Yo noté cómo mi erección revivía, como una respuesta involuntaria.

Ana nos miró. Primero a mí. Luego a él.

—No os pido que os beséis. No os pido que os améis. Solo… que me regaléis ese momento de veros daros placer mezclando el odio de uno con el deseo reprimido de otro.

—¡Que putísima eres! –logró decir esta vez Dani, agitando la cabeza mientras su polla daba brincos espasmódicos como un caballo desbocado.
 
Capítulo 16


¿Conocéis esa sensación de pasar la yema del dedo por el borde de un cuchillo recién afilado, conscientes de que la menor presión podría desencadenar un desastre? Pues así nos sentíamos Dani y yo en aquel momento. Anita, por supuesto, era el cuchillo.

Jugaba con el borde del deseo como quien acaricia un abismo con los dedos: dejándonos al borde, rozándonos, provocándonos, empujándonos con su voz, con su mirada, con sus manos que sabían perfectamente cómo dosificar el placer.

Nos tenía a los dos desnudos, de pie frente a ella. Yo con mi piel erizada y mi polla dura aunque algo más tímida, tensa, expectante. Dani con su cuerpo más ancho, más rotundo, ese gesto entre la desconfianza y la excitación, y su polla enorme colgando como si lo tuviera todo bajo control… aunque yo sabía que no.

Ana se agachó entre los dos. Nos miró desde abajo, con una sonrisa ladeada, encantada con su posición. No decía nada, pero en sus ojos había orden, estrategia, dominio absoluto. Sus manos se movieron despacio, con esa parsimonia que roza la crueldad. Primero la mía, luego la de él. Unas caricias suaves, apenas un roce de uñas. Lo suficiente para mantenernos alerta.

—Me encanta esta escena —dijo al fin—. Tan distintos… tan parecidos. El niño bueno y el macho cabrío.

Me ardieron las mejillas. Dani soltó una risa seca, nerviosa. No sabía si reír o gruñir.

—Míralos —siguió Ana—. Uno con esta cosita... —me agarró con dos dedos, como si analizara una fruta exótica—. Delicada, fina, dulce. Casi elegante. Y el otro con esta bestialidad... —cerró la mano sobre el sexo de Dani—. Gruesa, morena, pura arrogancia. Qué maravilla.

Dani se movió apenas, entre molesto y orgulloso. Yo me quedé quieto. Por dentro, me retorcía.

Ana se puso en pie y se colocó tras nosotros.

—Ahora quiero ver cómo os tocáis. Los dos. Uno al otro. Quiero que sientas, Álex, lo que es tener en la mano una polla de verdad, una taladradora, un miembro hecho para el placer femenino –Dani se hinchó de orgullo–. Y tú, Dani, cariño… quiero que sepas lo que es agarrar algo que parece de juguete.

—¿Estás de coña? —murmuró Dani, sorprendido–. No pienso tocarle la polla a este

—¿Parezco de coña? —le espetó Ana, seria—. Vamos. No es tan difícil. ¡Si casi no la vas a notar! –dijo traviesa con una carcajada mientras me miraba.

Me temblaban las manos. Apreté los dientes, pero las levanté.

Dani bufó, miró al techo y murmuró algo que no entendí. Pero también levantó la mano.

Y nos tocamos.

No sé cómo describirlo. No era sólo piel, carne o tamaño. Era el vértigo de saber que Ana nos miraba, nos juzgaba, nos guiaba como si fuésemos sus marionetas. Agarré “aquello” y me invadió un calor inesperado. Sentía en mi mano el peso, el calor, la firmeza del sexo de Dani… y notaba en la suya cómo el mío quedaba casi oculto entre sus dedos. Me sentí pequeño. Y de pronto imaginé cómo sería para Ana sentir aquel rabo imposible dentro de ella. ¿Y dentro de mi mujer? Evidentemente no ese rabo de su hermano pero, de otro hombro. Imaginar a Lucía llena de un trozo de carne así me excitó sobremanera.

Ana caminó despacio a nuestro alrededor, nos acariciaba a ratos, nos daba órdenes suaves, casi como quien dicta una receta.

—Pajearos despacio. Más lento. Miraos a los ojos. Sí, así. Quiero veros con hambre y con rabia.

Dani no me miraba, al menos no al principio. Pero acabó haciéndolo. Con esa mezcla de asco, de rabia, de desafío. Y yo… yo me sentía como una llama prendida.

–Dani, míralo. Don inteligente. ¿Sientes esa colita de niño perdida entre tus dedos? ¿Se te ocurre mayor forma de humillación que apretarla mientras siente cómo su mano es incapaz de cubrir si quiera la mitad de tu verga palpitante?

Ana nos rodeó y se detuvo delante de su novio. Lo miró. Me miró. Y volvió a él. Entonces le agarró la cabellera y se acercó para comerle la boca. Casi como si de verdad quisiera devorarla. Escuché la respiración de Dani agitándose y sentí cómo su polla se ponía aún más dura. Parecía una puñetera barra de hierro.

–Te mereces un buen final, cariño. Un final de auténtico macho en el que me trates como a una puta como te gusta y sometas a tu cuñadito a la humillación definitiva. ¿Qué te parece?

–Ana, creo que ya… –intenté decir.

–¡Sí, joder! –dijo Dani, mientras se giraba una mirada con la que parecía decirme “Sea lo que sea, ahora te vas a enterar, cabrón”.

Ana vino entonces hacia mí, me miró de manera casi protocolaria y lanzó una orden que yo sabía que era inútil discutir.

–Túmbate en la cama. La cabeza a pies.

La miré un instante, tratando de adivinar sus planes. Pero eso, con Anita, era siempre imposible.

Me senté a los pies de la cama e hice girar mi cuerpo despacio hasta quedar tumbado con los pies sobre la almohada. Los observé a ambos desde esa posición.

Ana se movió entonces. Se colocó ante mí, con su frondoso coño justo sobre mi cabeza, y se inclinó hasta colocar ambas rodillas a ambos lados de mi cabeza, apoyando sus manos junto a mis pies.

–Fóllame, animal –Le dijo a Dani–. Dame caña como a ti te gusta. Y mientras, tú –dijo ladeando la cabeza para mirarme– vas a comerme bien el coño y a lamerle a él las pelotas. Y vas a esmerarte, pollita de niño, hasta que ambos nos muramos de placer.

Me pareció escuchar un sonido salir de la garganta de Dani, no se si un amago de risa o algo parecido. El caso es que no tardó en obedecer y posicionarse. Aunque la primera en colocarse, claro, fue Ana. Bajó la cadera al tiempo que me acercaba una almohada para que pudiera elevar mi cabeza, y de pronto me vi con mi nariz enterrada en su vello púbico.

–Come, precioso –susurró–. Mátame de placer mientras mi novio me mata a pollazos.

Aquella puntualización me pareció interesante.

Saqué lengua y la pasé un par de veces por el sexo hinchado y encharcado de Anita. Iba hacerlo una tercera vez cuando vi aproximarse aquel ariete dispuesto a penetrarla. Desde aquella perspectiva se veía gigantesco.

Dani entró despacio, abriendo el coño de Anita como quien descorre a ambos lados una cortina. Ella gimió a medida que aquella parte de su cuerpo se dilataba. Poco a poco, la polla de Dani se perdió por completo dentro del cuerpo de mi ex, y entonces sus huevos pasaron sobre cara hasta quedar al alcance de mi boca. ¿Qué iba a hacer?

Lancé la lengua primero y los recorrí. Eran gordos y colgantes. Entonces, de manera natural, no tuve más remedio que lanzarme a chuparlos. Me metí uno de ellos en la boca al tiempo que Dani comenzaba a retirarse, pero logré mantenerlo conmigo hasta que lanzó su envestida. Entonces, cuando mi cuñado se convirtió en bestia y comenzó las maniobras de empeoramiento, fue imposible chupar nada. Fui alternando. Le lamía, chupaba y comía el coño a Ana y de vez en cuando lanzaba mi lengua para tratar de lamer los cojones calientes de Dani. Ella gemía. Él gruñía, mugía. Parecía una máquina taladradora automática que golpeaba a su chica cada vez con más fuerza, como si quisiera limpiar con aquella follada todo lo ocurrido antes y recordarnos a ambos que él era un auténtico macho.

Anita estaba disfrutando de verdad. Con sus manos me acariciaba las piernas y jugaba con mi polla, empequeñecida en ese momento, dándole con el dedo como quien se divierte con un juguetito.

Dani aceleraba cada vez más el ritmo. Y de pronto, el capullo silencioso, habló:

–¡Voy a daros leche, cabrones! ¡Voy a daros leche a los dos, joder!

Sí, no cabía duda de que se estaba tomando aquella follada como una venganza por todo lo sucedido antes. Entonces, lo noté.

Sentí cómo Dani se asía con más firmeza a las caderas de Ana y como sus embestidas se volvían más secas y rotundas. Golpe duro, profundo. Pausa para coger fuerzas. Y otro golpe duro, profundo. Otro. Otro más. Hasta que un gemido gutural se adelantó al último golpe, que Anita recibió con un grito.

Sobre mí, vi los huevos de Dani contraerse. La base de su polla, lo poco que no había quedado dentro de Anita, me permitió ver los movimientos espasmódicos de su miembros mientras descargaba. Lo escuché respirar con dificultad, recuperando el resuello.

Tras unos segundos, poco a poco, fue saliendo de ella. Cuando el capullo apareció, resplandeciente, cubierto de líquido, un goterón de semen calló sobre mi cara. Ana se incorporó entonces un poco sobre mí dejando su coño sobre mi boca, e instantes después comenzó a caer un hilo de leña blanca, espesa y caliente, como el agua brotando de una fuente de la sierra.

Tenía mi lengua extendida, recogiendo de manera instintiva aquella leche, cuando de pronto el capullo del capullo invadió mi boca.

–Límpiamela bien, cuñadito. Es esto lo que te gusta, ¿no? Pues límpiamela bien.

¡Qué cabrón! Al final había entrado en el juego. ¿Qué iba a hacer yo? Pues engullir aquel pollón aún babeante mientras, con el rabillo del ojo, observaba la expresión de satisfacción y placer de Anita a través de sus tetas bamboleantes.

–Mmmmm… mis chicos. ¡Cómo me gusta que os llevéis bien!
 
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