Hedonista78
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Capítulo 14
No hizo falta que dijera nada.
Arrodillada en medio de aquella habitación sofocante, con el pelo pegado a las mejillas, los pezones y sus grandes aureolas color canela duros como piedras y los muslos aún brillantes por la humedad que nosotros mismos habíamos provocado antes.
Ni siquiera nos miró directamente. Solo dejó que su cuerpo hablara por ella: rodillas abiertas, espalda erguida, manos descansando sobre los muslos, sexo chorreante. Como una diosa cansada de dar órdenes. Como una loba lista para que sus machos se pelearan por lamerle la piel.
Yo tragué saliva. Dani resopló. Los dos desnudos de pie ante ella, con nuestras pollas erectas vacilantes.
Y ella, por fin, alzó la mirada.
—Venid. Quiero ver hasta dónde sois capaces de llegar juntos.
No hubo vacilación. Dani y yo dimos un paso a la vez. Yo notaba el calor aún ardiéndome en los labios por el último beso furtivo con ella. Él, en cambio, caminaba como quien va a una guerra: los hombros tensos, el cuerpo erguido, el ceño fruncido.
Pero la erección le marcaba el camino.
Nos inclinamos sobre ella. Lo hicimos sin mirarnos, sin hablarnos.
Yo me lancé directo a su pecho izquierdo, el más redondeado, el que siempre me había fascinado por cómo se erguía al menor suspiro. Dani fue al derecho, sin rodeos, como un animal con hambre. Nuestras bocas se encontraron en el centro, rozándose sin querer, escapándose por obligación. Ella jadeó, echando el cuello hacia atrás, ofreciéndose sin reservas.
—Así… así os quería —murmuró.
Yo sentí su pezón endurecerse bajo mi lengua. Lo rodeé con lentitud, lo acaricié con el borde de los labios antes de atraparlo entre ellos. Su piel olía a sudor, a deseo y a perfume barato mezclado con el calor de la tarde.
Dani, a mi lado, gruñía en voz baja. Lo escuchaba sorber, morder, arrastrar la lengua por el contorno de su pecho. Como si la estuviera devorando. Como si ella fuera un premio.
Mi mano bajó por inercia. Sentí el vientre de Ana temblar, su pelvis moverse. Me deslicé entre sus muslos abiertos y toqué con los dedos lo que ya imaginaba: estaba empapada.
La acaricié con suavidad, apenas con la yema de dos dedos, abriendo sus labios con cuidado, buscando su clítoris sin prisa, con respeto.
Fue entonces cuando la mano de Dani golpeó la mía. Sin querer… o queriendo.
Había metido ya dos dedos en su interior, con una decisión brutal.
Nos miramos de reojo. Fue un fogonazo de rabia y orgullo.
Ella se rió. Una risa rota, mezcla de placer y burla.
—¿Os peleáis por mi coño? Qué ternura.
–Zorra. ¡Puta! –gimió Dani, cabreado consigo mismo por no poder contener su excitación ante lo que estaba sucediendo. Le introdujo más los dedos y ella se quebró de placer con un gemido –¡Qué cachondo me pones, carroña!
Mi mano se quedó arriba, acariciándole el clítoris con movimientos lentos y circulares, mientras los dedos de Dani entraban y salían con un ritmo torpe pero insistente.
Nuestros cuerpos se rozaban. Nuestras respiraciones se mezclaban. Nuestros celos también.
Pero Ana no se peleaba. Ana flotaba.
Su respiración se volvía más errática. Sus caderas se movían, primero con sutiles empujones, después con espasmos más violentos. Sus manos se aferraban a nuestras nucas como un ancla. Nos mantenía ahí, atrapados entre sus pechos, como si no pudiera soportar que parásemos ni un segundo.
Su boca empezó a pronunciar nuestros nombres. Primero como una caricia. Luego como una súplica.
—Dani… Álex… no paréis… no paréis, mis machos…
Y no paramos.
Yo sentía cómo su clítoris latía bajo mis dedos. Dani aumentaba la presión. Yo jugueteaba con su entrada. Él empujaba con rabia. Yo lamía el canal entre sus senos. Él mordía.
Éramos un solo cuerpo, dos bocas, cuatro manos.
Y una mujer desbordándose en el centro.
Y entonces llegó. Primero el gemido. Luego, el estremecimiento. Después, el grito.
Y, por fin, el colapso.
Ana se derrumbó entre jadeos. Su espalda arqueada, sus piernas temblando, el rostro enrojecido. Su coño palpitaba entre nuestras manos, caliente, viscoso, vivo.
Sus ojos se abrieron como si despertara de un sueño.
Y su sonrisa…
Era la de alguien que lo había conseguido todo.
Nos apartamos sin decir nada.
Nos incorporamos a la vez.
Yo con el pecho subiendo y bajando como si me faltara el aire.
Dani, con la mandíbula tensa y el ceño fruncido.
Ella, aún de rodillas, nos miró con una calma que daba miedo.
Se levantó lentamente, sin prisa. Primero posó la mirada en mí. Bajó los ojos hasta mi vientre.
La curva de mi barriga.
Mi sexo, aún duro, pero más pequeño, más tímido.
—Tú siempre tan tierno, tan sumiso… tan delicioso —susurró, como quien acaricia con la voz.
Después giró hacia Dani.
Lo escaneó con descaro.
El torso musculado. Los brazos tensos. El pene grueso, erecto, con los testículos colgando pesadamente entre los muslos.
—Y tú tan salvaje, tan seguro… tan mío también.
Yo tragué saliva. Dani resopló.
—No os engañéis —añadió Ana, dando un paso entre los dos—. Os tengo donde quiero. Y os encanta.
Nos cruzamos la mirada.
Y por un segundo, ambos supimos que tenía razón.
Nos quedamos ahí, los tres, en una escena que olía a sexo, sudor y orgullo callado.
Ana se incorporó con lentitud. Estaba empapada, desbordante, con la piel aún enrojecida por el orgasmo, pero su mirada no mostraba cansancio. Mostraba hambre. La de una mujer que ya ha comido… pero quiere repetir.
Nos observó como quien evalúa el ganado en una subasta. Primero a Dani, con sus músculos tensos y la erección desafiante apuntando al techo. Después a mí, con mi cuerpo más blando, mi pecho cubierto de vello y mi polla, más pequeña, menos firme… pero también erguida.
Una sonrisa le cruzó los labios.
—Curioso… —dijo, pensativa—. Tan distintos. Y sin embargo, aquí estáis… los dos igual de duros por mí.
Dani frunció el ceño. Yo bajé la vista.
Ella se acercó. Nos tomó con calma, con dominio, como si ya nos hubiera convertido en sus marionetas.
Y entonces, lo hizo.
Extendió ambas manos, una para cada uno. Sin prisa, sin pedir permiso, nos acarició las pollas con las palmas abiertas.
A Dani se la sopesó, firme, pesada. La rodeó con los dedos y la levantó como si fuera una antorcha.
Con la otra mano me acarició a mí. Su tacto fue distinto: más suave, casi tierno. Pero no menos excitante.
—Aquí tengo el hierro —dijo mirando a Dani—. Y aquí… la miel —añadió, mirándome.
Yo tragué saliva. Dani no dijo nada, pero le tembló un músculo en la mandíbula.
Ana se arrodilló de nuevo.
—Ahora… dejadme saborearos.
Y comenzó.
Primero se llevó mi polla a su boca. Su lengua, tibia, me rodeó el glande con un mimo casi maternal. Me acarició la base con los labios, se la metió entera, despacio, sin apartar la vista de la cara de Dani.
Su mano derecha, mientras tanto, no dejaba de acariciar el pene de él, lento, provocador, como si le hiciera esperar a propósito.
Luego cambió.
Soltó la mía y se abalanzó sobre la de Dani.
Se la metió hasta el fondo. Él jadeó. Cerró los ojos. Se le escapó un “joder…” entre dientes.
Ana rió con la boca llena. Se apartó un instante, escupió sobre su miembro y volvió a metérselo.
Luego volvió a cambiar. Me tomó a mí de nuevo.
Y así, durante minutos.
Una alternancia hipnótica, lenta, salivada, húmeda, deliciosa.
Yo no podía dejar de mirarla. Ni de mirar a Dani.
Él me miraba también, como si no supiera si odiarme o suplicar que no parara aquello.
Ana nos miró a ambos, sin dejar de chupar.
Y luego, con un movimiento firme, nos juntó.
Literalmente.
Agarró nuestras pollas como quien agarrad dos cuerdas y las juntó, las colocó una contra la otra, piel con piel. Yo sentí el calor del cuerpo de Dani rozándome el glande. Él resopló como si le hubieran golpeado. Sentía su aliento a tabaco que me asquea y excitaba a un tiempo
—¿Qué haces…? —dijo entre dientes.
—Shhh… calla. No pienses. Siente —dijo Ana, y se las metió juntas en la boca.
Yo gemí. Dani soltó un gruñido.
Sus testículos colgaban pesados, los míos apenas se agitaban. Su glande rozaba el mío. Sus venas marcadas acariciaban mi piel. Era humillante… y tan excitante que me costaba respirar.
Ana tenía las mejillas infladas, los ojos cerrados. Las manos sujetaban nuestros culos con fuerza.
Y entonces…
Primero fue una caricia. Luego una presión.
Un dedo que se deslizaba entre mis nalgas.
Otro, entre las suyas.
Yo temblé.
Dani gruñó.
—¿Pero qué haces…?
—Calla —dijo ella—. Solo estoy… jugando.
Y lo hizo.
Metió un dedo en mi ano.
Y, al mismo tiempo, uno en el de Dani.
Yo me rendí al instante. Sentí el temblor eléctrico que subía desde ahí hasta el estómago. Dani, en cambio, intentó apartarse. Pero Ana le apretó los glúteos, sujetándolo en su sitio.
Dani rugió. No dijo nada más. Pero se dejó hacer.
Ana seguía con nuestras pollas en la boca, entrando y saliendo, alternando las succiones, mirando hacia arriba con las pupilas dilatadas.
Yo estaba al borde del colapso. Dani también, aunque no lo reconociera jamás.
—Quiero que os corráis —murmuró ella, sacándoselas un instante—. En mi boca. A la vez. Quiero sentiros dentro, llenándome, mezclándoos en mí. Venga, niños. Daos ese gustazo.
Y no pudimos resistir.
Sentí mi cuerpo tensarse. Noté el de Dani estremecerse al mismo tiempo. Fue como un disparo compartido.
Y la boda de Ana se inundó.
Intentó aguantar, pero el chorro de Dani era demasiado. Sentí mi polla bañada por un líquido caliente y espeso. Ana se apartó un segundo, con el semen chorreándole por la comisura. Luego se metió mi polla hasta el fondo y terminó de ordeñarme mientras recogía con una mano los restos que se escapaban.
Cuando terminó, tenía los pechos empapados, la boca roja y los ojos brillantes.
Nos miró a los dos.
—Así me gusta. Mis chicos… juntos. Y míos. Para siempre.
No hizo falta que dijera nada.
Arrodillada en medio de aquella habitación sofocante, con el pelo pegado a las mejillas, los pezones y sus grandes aureolas color canela duros como piedras y los muslos aún brillantes por la humedad que nosotros mismos habíamos provocado antes.
Ni siquiera nos miró directamente. Solo dejó que su cuerpo hablara por ella: rodillas abiertas, espalda erguida, manos descansando sobre los muslos, sexo chorreante. Como una diosa cansada de dar órdenes. Como una loba lista para que sus machos se pelearan por lamerle la piel.
Yo tragué saliva. Dani resopló. Los dos desnudos de pie ante ella, con nuestras pollas erectas vacilantes.
Y ella, por fin, alzó la mirada.
—Venid. Quiero ver hasta dónde sois capaces de llegar juntos.
No hubo vacilación. Dani y yo dimos un paso a la vez. Yo notaba el calor aún ardiéndome en los labios por el último beso furtivo con ella. Él, en cambio, caminaba como quien va a una guerra: los hombros tensos, el cuerpo erguido, el ceño fruncido.
Pero la erección le marcaba el camino.
Nos inclinamos sobre ella. Lo hicimos sin mirarnos, sin hablarnos.
Yo me lancé directo a su pecho izquierdo, el más redondeado, el que siempre me había fascinado por cómo se erguía al menor suspiro. Dani fue al derecho, sin rodeos, como un animal con hambre. Nuestras bocas se encontraron en el centro, rozándose sin querer, escapándose por obligación. Ella jadeó, echando el cuello hacia atrás, ofreciéndose sin reservas.
—Así… así os quería —murmuró.
Yo sentí su pezón endurecerse bajo mi lengua. Lo rodeé con lentitud, lo acaricié con el borde de los labios antes de atraparlo entre ellos. Su piel olía a sudor, a deseo y a perfume barato mezclado con el calor de la tarde.
Dani, a mi lado, gruñía en voz baja. Lo escuchaba sorber, morder, arrastrar la lengua por el contorno de su pecho. Como si la estuviera devorando. Como si ella fuera un premio.
Mi mano bajó por inercia. Sentí el vientre de Ana temblar, su pelvis moverse. Me deslicé entre sus muslos abiertos y toqué con los dedos lo que ya imaginaba: estaba empapada.
La acaricié con suavidad, apenas con la yema de dos dedos, abriendo sus labios con cuidado, buscando su clítoris sin prisa, con respeto.
Fue entonces cuando la mano de Dani golpeó la mía. Sin querer… o queriendo.
Había metido ya dos dedos en su interior, con una decisión brutal.
Nos miramos de reojo. Fue un fogonazo de rabia y orgullo.
Ella se rió. Una risa rota, mezcla de placer y burla.
—¿Os peleáis por mi coño? Qué ternura.
–Zorra. ¡Puta! –gimió Dani, cabreado consigo mismo por no poder contener su excitación ante lo que estaba sucediendo. Le introdujo más los dedos y ella se quebró de placer con un gemido –¡Qué cachondo me pones, carroña!
Mi mano se quedó arriba, acariciándole el clítoris con movimientos lentos y circulares, mientras los dedos de Dani entraban y salían con un ritmo torpe pero insistente.
Nuestros cuerpos se rozaban. Nuestras respiraciones se mezclaban. Nuestros celos también.
Pero Ana no se peleaba. Ana flotaba.
Su respiración se volvía más errática. Sus caderas se movían, primero con sutiles empujones, después con espasmos más violentos. Sus manos se aferraban a nuestras nucas como un ancla. Nos mantenía ahí, atrapados entre sus pechos, como si no pudiera soportar que parásemos ni un segundo.
Su boca empezó a pronunciar nuestros nombres. Primero como una caricia. Luego como una súplica.
—Dani… Álex… no paréis… no paréis, mis machos…
Y no paramos.
Yo sentía cómo su clítoris latía bajo mis dedos. Dani aumentaba la presión. Yo jugueteaba con su entrada. Él empujaba con rabia. Yo lamía el canal entre sus senos. Él mordía.
Éramos un solo cuerpo, dos bocas, cuatro manos.
Y una mujer desbordándose en el centro.
Y entonces llegó. Primero el gemido. Luego, el estremecimiento. Después, el grito.
Y, por fin, el colapso.
Ana se derrumbó entre jadeos. Su espalda arqueada, sus piernas temblando, el rostro enrojecido. Su coño palpitaba entre nuestras manos, caliente, viscoso, vivo.
Sus ojos se abrieron como si despertara de un sueño.
Y su sonrisa…
Era la de alguien que lo había conseguido todo.
Nos apartamos sin decir nada.
Nos incorporamos a la vez.
Yo con el pecho subiendo y bajando como si me faltara el aire.
Dani, con la mandíbula tensa y el ceño fruncido.
Ella, aún de rodillas, nos miró con una calma que daba miedo.
Se levantó lentamente, sin prisa. Primero posó la mirada en mí. Bajó los ojos hasta mi vientre.
La curva de mi barriga.
Mi sexo, aún duro, pero más pequeño, más tímido.
—Tú siempre tan tierno, tan sumiso… tan delicioso —susurró, como quien acaricia con la voz.
Después giró hacia Dani.
Lo escaneó con descaro.
El torso musculado. Los brazos tensos. El pene grueso, erecto, con los testículos colgando pesadamente entre los muslos.
—Y tú tan salvaje, tan seguro… tan mío también.
Yo tragué saliva. Dani resopló.
—No os engañéis —añadió Ana, dando un paso entre los dos—. Os tengo donde quiero. Y os encanta.
Nos cruzamos la mirada.
Y por un segundo, ambos supimos que tenía razón.
Nos quedamos ahí, los tres, en una escena que olía a sexo, sudor y orgullo callado.
Ana se incorporó con lentitud. Estaba empapada, desbordante, con la piel aún enrojecida por el orgasmo, pero su mirada no mostraba cansancio. Mostraba hambre. La de una mujer que ya ha comido… pero quiere repetir.
Nos observó como quien evalúa el ganado en una subasta. Primero a Dani, con sus músculos tensos y la erección desafiante apuntando al techo. Después a mí, con mi cuerpo más blando, mi pecho cubierto de vello y mi polla, más pequeña, menos firme… pero también erguida.
Una sonrisa le cruzó los labios.
—Curioso… —dijo, pensativa—. Tan distintos. Y sin embargo, aquí estáis… los dos igual de duros por mí.
Dani frunció el ceño. Yo bajé la vista.
Ella se acercó. Nos tomó con calma, con dominio, como si ya nos hubiera convertido en sus marionetas.
Y entonces, lo hizo.
Extendió ambas manos, una para cada uno. Sin prisa, sin pedir permiso, nos acarició las pollas con las palmas abiertas.
A Dani se la sopesó, firme, pesada. La rodeó con los dedos y la levantó como si fuera una antorcha.
Con la otra mano me acarició a mí. Su tacto fue distinto: más suave, casi tierno. Pero no menos excitante.
—Aquí tengo el hierro —dijo mirando a Dani—. Y aquí… la miel —añadió, mirándome.
Yo tragué saliva. Dani no dijo nada, pero le tembló un músculo en la mandíbula.
Ana se arrodilló de nuevo.
—Ahora… dejadme saborearos.
Y comenzó.
Primero se llevó mi polla a su boca. Su lengua, tibia, me rodeó el glande con un mimo casi maternal. Me acarició la base con los labios, se la metió entera, despacio, sin apartar la vista de la cara de Dani.
Su mano derecha, mientras tanto, no dejaba de acariciar el pene de él, lento, provocador, como si le hiciera esperar a propósito.
Luego cambió.
Soltó la mía y se abalanzó sobre la de Dani.
Se la metió hasta el fondo. Él jadeó. Cerró los ojos. Se le escapó un “joder…” entre dientes.
Ana rió con la boca llena. Se apartó un instante, escupió sobre su miembro y volvió a metérselo.
Luego volvió a cambiar. Me tomó a mí de nuevo.
Y así, durante minutos.
Una alternancia hipnótica, lenta, salivada, húmeda, deliciosa.
Yo no podía dejar de mirarla. Ni de mirar a Dani.
Él me miraba también, como si no supiera si odiarme o suplicar que no parara aquello.
Ana nos miró a ambos, sin dejar de chupar.
Y luego, con un movimiento firme, nos juntó.
Literalmente.
Agarró nuestras pollas como quien agarrad dos cuerdas y las juntó, las colocó una contra la otra, piel con piel. Yo sentí el calor del cuerpo de Dani rozándome el glande. Él resopló como si le hubieran golpeado. Sentía su aliento a tabaco que me asquea y excitaba a un tiempo
—¿Qué haces…? —dijo entre dientes.
—Shhh… calla. No pienses. Siente —dijo Ana, y se las metió juntas en la boca.
Yo gemí. Dani soltó un gruñido.
Sus testículos colgaban pesados, los míos apenas se agitaban. Su glande rozaba el mío. Sus venas marcadas acariciaban mi piel. Era humillante… y tan excitante que me costaba respirar.
Ana tenía las mejillas infladas, los ojos cerrados. Las manos sujetaban nuestros culos con fuerza.
Y entonces…
Primero fue una caricia. Luego una presión.
Un dedo que se deslizaba entre mis nalgas.
Otro, entre las suyas.
Yo temblé.
Dani gruñó.
—¿Pero qué haces…?
—Calla —dijo ella—. Solo estoy… jugando.
Y lo hizo.
Metió un dedo en mi ano.
Y, al mismo tiempo, uno en el de Dani.
Yo me rendí al instante. Sentí el temblor eléctrico que subía desde ahí hasta el estómago. Dani, en cambio, intentó apartarse. Pero Ana le apretó los glúteos, sujetándolo en su sitio.
Dani rugió. No dijo nada más. Pero se dejó hacer.
Ana seguía con nuestras pollas en la boca, entrando y saliendo, alternando las succiones, mirando hacia arriba con las pupilas dilatadas.
Yo estaba al borde del colapso. Dani también, aunque no lo reconociera jamás.
—Quiero que os corráis —murmuró ella, sacándoselas un instante—. En mi boca. A la vez. Quiero sentiros dentro, llenándome, mezclándoos en mí. Venga, niños. Daos ese gustazo.
Y no pudimos resistir.
Sentí mi cuerpo tensarse. Noté el de Dani estremecerse al mismo tiempo. Fue como un disparo compartido.
Y la boda de Ana se inundó.
Intentó aguantar, pero el chorro de Dani era demasiado. Sentí mi polla bañada por un líquido caliente y espeso. Ana se apartó un segundo, con el semen chorreándole por la comisura. Luego se metió mi polla hasta el fondo y terminó de ordeñarme mientras recogía con una mano los restos que se escapaban.
Cuando terminó, tenía los pechos empapados, la boca roja y los ojos brillantes.
Nos miró a los dos.
—Así me gusta. Mis chicos… juntos. Y míos. Para siempre.