Mi cuñado y mi ex

Capítulo 5


A la mañana desperté hacia las ocho de la mañana. Por un momento tuve que pensar si todo lo que recordaba había ocurrido de verdad. Y debía ser cierto, porque jamás habría llegado a fantasear si quiera con la mitad de todo lo vivido en solo unas horas.

Me levanté desnudo de la cama y me puse una camiseta, unos pantalones de deportes y las zapatillas. En la casa no se escuchaba un ruido, aunque es posible que sí hubiera ya gente activa en la planta de abajo.

Pasé por la cocina y me preparé un café antes de enfilar escaleras abajo hacia el jardín. Estaba a dos pasos de pisar el césped cuando mi cuñado giró la esquina de la casa y ambos nos sobresaltamos.

-Ey, Dani, ¡qué susto! Buenos días, tío.

Él me miró con recelo antes de saludarme con una voz gruesa por el sueño y el primer cigarro de la mañana. Yo no di importancia a su actitud y señalé la mochila que llevaba al hombro.

-¿Os vais de ruta a la sierra? -pregunté.

-Me voy yo con los colegas. A Ana no le apetece.

-Vaya, pues nada, que lo paséis bien. Hoy parece que no hará tanto calor como ayer.

Dani se limitó a mirarme una extraña mueca en su cara. Después asintió y pasó de largo de camino a la calle.

-Serás gilipollas… -musité mientras lo veía alejarse.

Le di un sorbo a mi café y me interné en el jardín para disfrutar del poco fresco que aún hacía y que pronto barrería el dichoso calor. Pasé de largo de la casetilla de la cocina y fui a la zona de las hamacas. Di otro sorbo al café y dejé la taza sobre un escalón. Me estiré a conciencia mientras suspiraba, y luego metí la mano bajo los holgados pantalones de deporte y me acaricié el capullo, que aún estaba sensible por la excitación vivida. Mmmm… qué sensación tan rica.

-Déjala descansar, que la vas a desgastar, salidorro.

Aquella voz, dado lo inapropiado de mi postura, me hizo dar un respingo. A mi espalda, oculta a mi visión por unos arbustos, estaba Ana, acomodada en una tumbona, aprovechando los primeros rallos de sol.

-Muy buenos días -dije mientras me acercaba a ella.

-Desde luego para ti lo son -respondió.

-¿Y eso?

-Bueno, tú verás.

Me encogí de hombros y agité la cabeza.

-No sé qué os pasa esta mañana a Dani y a ti que estáis tan raros -dije.

-¿Dani?

-Sí, me lo he cruzado ahora cuando salía, y me ha mirado…

-Jajajaja… Te ha mirado cabreado, ¿verdad?

-No sé si cabreado, pero sí parecía molesto. ¿Qué coño le pasa?

-Pues que anoche no le sentó nada bien la sesión que te marcaste con su hermana ahí a pleno pulmón. Decía que ya te valía cortarte un poco, que sus padres no tenían por qué escucharos haciendo guarradas. Y eso de escuchar cómo disfrutas a costa de su hermana… pues ya sabes cómo sois los tíos.

-¿Tanto se nos escuchó?

Ana sonrió.

-Ay, Alex, si es que cuando estás a tono eres como un niño, te dejas ir por completo. Enhorabuena a tu señora, se ve que tiene talento para hacerte feliz.

-Bueno, bueno, no hablemos de talentos, que diez minutos antes no era yo el que estaba a tu espalda mugiendo como un mulo.

Ana me observó y se estiró en la hamaca como una gata.

-Te pusiste cachondo, ¿eh?

-¿Y tú no?

-¿Yo?

-Bueno, digo yo que si no hubiera sido así le hubieras dicho a Dani que yo estaba allí.

-Sí, claro, para que te matara.

Sonreí y me llevé la mano a la entrepierna. El cosquilleo en el capullo se acentuaba y comenzaba a notar cómo la polla empezaba a endurecerse.

-Vaya, veo que no llevas nada debajo de ese pantalón de deporte, algo está campaneando.

-Lo siento -dije-, la naturaleza…

Anita sonrió y bajo la vista. Se incorporó en la hamaca hasta quedar sentada justo delante de mí. Levantó la cabeza y me lanzó una de esas miradas traviesas que me desarmaban.

-Anda -dijo-, sube un poco la tela que le eche un vistazo, ¿no? Que recuerde cómo era. Hace mucho que no veo a mi pequeñita…

Dios, fue escuchar eso y notar cómo la polla me daba un respingo y hacía agitarse el pantalón de algodón. Me volví hacia la casa para comprobar que no había nadie a la vista. Entonces, despacio, comencé a subir la pernera derecha del pantalón corto, hasta que el capullo comenzó a asomar y, con él, la polla ya erecta y los huevos. Por mi parte, no podía apartar los ojos de Ana y aquel vicio desbordante de su mirada.

-¡Hola, bonita! ¡Cuánto tiempo! -le dijo a mi polla-. ¿Me has echado de menos? -Y levantando la cabeza-: ¿Me ha echado de menos?

-Desde luego -dije.

-Mmmmmm… ¿Puedo comprobar una cosa.

-Adelante.

Anita bajó la cabeza y llevó su mano despacio hasta agarrar mi polla. Suave al principio, pero apretando cada vez con más rotundidad.

-Mmmm… No sé qué decirte -dijo mientras retiraba el prepucio con cuidado hasta dejar todo el glande al descubierto. Observó el miembro con atención científica, moviéndolo a un lado y al otro-. No estoy segura.

Yo estaba desbordado de excitación pero también extrañamente avergonzado ante lo raro de la situación.

-¿Qué pasa? -dije.

-Nada, la estaba comparando con la de Dani. Creo que la tiene igual de pequeña que tú, aunque la suya… sí, definitivamente es algo más gruesa.

Sonreí y agité la cabeza.

-¡Qué puta eres! -dije.

-Eh, guapo, no te pases conmigo.

-Te encanta dar caña.

-Aha -asintió-, y en vista de lo dura que la tienes creo que a ti te sigue encantando. Venga, va, deja que me asegure -se inclinó un poco hacia delante sin soltarme la polla y de pronto se detuvo y alzó la mirada-. Esto es solo una prueba, ¿eh? ¿Sabes lo que voy a hacer? Voy a chuparte la polla como se la comí ayer a tu cuñado. Lo voy a hacer cerrando los ojos e imaginando que eres él. A ver cuál es la sensación.

-Yo no sé si eh… -antes de que pudiera decir nada Anita había apartado la mano y se había metido toda mi polla en su boca. ¡Diosssss qué sensación! Con sus labios enterrados en mi pubis, me dejó sentir su lengua alrededor de mi sexo, jugando con ella adelante y atrás, a un lado y a otro. Entonces fue retrocediendo hasta que fue el glande lo único que quedó dentro de su boca. Esta parecía arder, calentando una saliva que resbalaba por mi tronco hasta mojarme los huevos. Anita succionó el capullo a conciencia. Abrió los ojos y los levantó. Aquello era demasiado. Creo que era consciente de que me estaba llevando al límite porque entonces lanzó ambas manos a mis caderas, se afianzó bien y comenzó a mamármela con brío, adelante y atrás, adelante y atrás.

Perdí el equilibrio. Tuve que inclinarme para apoyarme en sus hombros. La mezcla de placer físico y excitación erótica era una combinación arrolladora. Entonces sacó la polla de su boca y comenzó a masturbarme a mayor velocidad.

-Estás cachondo, ¿eh? ¿Cuántas veces te has pajeado imaginando que volvía a comerte la polla?

-Muchas, muchas…

-Mmmm… joder, qué dura se te ha puesto, Alex. Aunque es cierto que no es tan gorda como la de Dani. ¿Te pone imaginarme comiéndole la polla a tu cuñadito? Ayer te pusiste cachondo al vernos, ¿eh? Y luego tu pobre mujercita tuvo que aliviarte.

Ana seguía pajeándome con ritmo, y apretaba cada vez más la mano como queriendo estrangularme la polla. Yo estaba tan excitado que esta empezó a babear.

-¿Y cómo vas de leche? Tu cuñadito también es un toro con eso, no le dejo que se corra en mi boca porque me desborda. ¿Y tú, precioso? Creo recordar que no eras muy lechero.

-Ana, si sigues así yo…

-¿Cómo me has llamado? -dijo acelerando aún más la paja.

-¡Anita, Anita!

-Anita, ¿qué?

-Que me voy a correr, Anita. Si sigues así me voy a correr…

-A ver, ayer Dani me dio la leche antes de dormir y hoy su cuñadito me va a dar la del desayuno.

Y dicho eso, se metió la polla en la boca sin dejar de pajear, girando la mano alrededor del tronco mientras lo hacía. Con la otra mano me agarró los huevos y comenzó a masajearlos.

Me apoyé sobre los hombros de Ana y apreté las manos sobre estos. La excitación me llevó a ponerme de puntillas mientras escuchaba los ruidos que ella emitía, como quien no puede hablar por tener la boca llena. Había llegado a mi límite.

-Me corro, Anita. ¡Me voy a correr en tu bocaaaaa!

Y descargué con todo lo que había rellenado mis pelotas en aquellos escasos pero intensos minutos de conversación.

Anita lo recibió con sonidos de placer y succionando con suavidad. La escuché tragar en dos golpes seguidos de garganta. Luego apartó la mano de la polla y dedicó ambas a masajear mis huevos mientras seguía chupando cada vez más despacio. Siguió haciéndolo un buen rato, con mucho cuidado, hasta que mi polla comenzó a decrecer dentro de su boca y acabó por sacarla, dándole un beso en el capullo antes de retirarse. Después levantó la mirada y fingió limpiarse con los dedos la comisura de los labios. Solo lo fingió, porque había tragado hasta la última gota.

-Sí, definitivamente Dani es más macho que tú. Me da más caña, la tiene más gorda, me da más leche…

Yo estaba en tal estado de éxtasis que me daba igual todo.

-¿Ah, sí? Mira qué bien, pues me alegro por ti.

-Ya, y por ti, porque creo que me vas a servir.

La miré extrañado mientras recolocaba mi pantalón.

-He estado hablando con él sobre ti y se ve que no te tiene en mucha estima -me dijo Ana.

-Ya supongo, el sentimiento es mutuo.

-Por eso eres perfecto -dijo-. Un tipo al que considera un creído pusilánime y que encima es menos macho que él. Desde luego eres el candidato ideal.

-¿Yo, ideal para qué?

Anita sonrió y se dejó caer sobre la tumbona.

-Para hacerlo cornudo -anunció.

Aquella frase no tenía sentido. No refiriéndose a alguien como Dani, autentico cuñado machista y homófogo de manual. O esa era la imagen que daba. Claro que la capacidad de Anita para hacer lo que quería con los hombres estaba fuera de toda duda para mí. La fantasía de liarse con un tío que va de dominante y descubrir que ansiaba ser dominado podía resultar verdaderamente potente.

-Te has quedado mudo -dijo Anita-. Algo raro en ti.

Al reclinarse más, separó las piernas desnudas, apenas tapada por el escueto pantalón del pijama. Llevó las manos a sus rodillas y comenzó a subirlas por el interior de ambos muslos.

-Me has puesto cachonda, Alex. Va a ser verdad que echaba de menos tu pollita.

-¿Ah, sí?

-Pues sí. Últimamente todo han sido pollones, y ya sabes que me resulta entrañable tener una churrita de niño entre las manos.

-¡Qué zorra estás hecha, Anita! ¿A Dani también le gusta que lo humillen así?

-¿También? Es decir, que a ti te gusta…

Sonreí y recordé nuestros juegos de antaño.

-Ya sabes que sí.

Entonces Anita echó a un lado el pantalón del pijama y las braguitas que llevaba debajo, dejando a la vista su glorioso coño peludo, una delicia sonrosada rodeada de un pelaje negro azabache reluciente que me hizo babear al instante como al puto perro de Pavlov.

-Y tú, ¿no tienes ganas de desayunar? -dijo moviendo las piernas sutilmente a un lado y a otro-. Hay otra cosa que me gustaría comprobar.

-¿Sí, el qué? -respondí llevándome la mano a la polla para controlar los brincos que comenzaba a dar.

Anita se puso en pie y se acercó a mí. Echó un vistazo a la casa y luego bajó el brazo hasta alcanzar mi mano y llevarla a su entrepierna.

-Quiero comprobar que tú sigues siendo el mejor comecoños de todos los tíos con los que he estado. Incluyendo a Dani.

Resoplé y tomé aire. Por fortuna no padecía dolencias cardiacas, porque aquel nivel de excitación tal vez no fuera del todo sano.

Miré hacia la casa para comprobar que seguía sin haber movimientos. Entonces eché un vistazo alrededor y tuve una idea. Agarré a Ana del brazo y eché a andar tirando de ella.

-Ven conmigo, anda -dije.

Fuimos hasta la casetilla de la cocina. Entramos y abrí la ventana opuesta a la de la otra noche, la que daba a la casa. Desde allí podríamos ver acercarse a cualquiera y nos daría tiempo a reaccionar.

Tras hacerlo, me volví y quedé frente a Ana. Nos miramos un instante y mi excitación tomó posesión de mi voluntad. Le lancé las manos a las tetas, que agarré por encima de la camiseta del pijama. ¡Dios, qué ricas esas tetas! Levanté la camiseta y las volvía a agarrar. En cierto modo se parecían a las de Lucía, aunque algo más pequeñas y firmes en el caso de Ana, muy turgentes.

-¿Te alegras de verlas? -preguntó.

A modo de respuesta me lancé a comerlas. Primero una, luego otra y finalmente metí la cara entre ambas. Mordí, lamí, chupé… Estaba jadeando de excitación y la escuchaba a ella disfrutar del mismo modo. Entonces me incorporé y le comí la boca por unos segundos. Añoraba el sabor de aquella boca tanto como el de esas tetas. Y esperaba seguir recuperando sabores exquisitos.

Me separé de sus labios y le di la vuelta de forma abrupta. La dejé de cara a la ventana. Con una mano la rodeé a la altura del pecho, para poder masajear ambas tetas, mientras que la otra la introduje bajo el pijama y las bragas hasta alcanzar su coño y ese sedoso vello público; lo tenía empapado. Empecé a jugar con él mientras trabajaba las tetas, y el cuerpo de Anita comenzó a retorcerse. No pasaron más de unos segundos antes de que se pusiera a implorar; más bien a ordenar:

-Cómemelo… ¡Cómemelo, joder!

Le agarré ambas muñecas y la incliné hacia delante, hasta hacerla quedar apoyada con ambas manos en el marco de la ventana, con sus tenazas colgando, de cara a la casa donde aún despertaba la familia de su novio y de mi mujer. Entonces, de un golpe, le bajé el pijama y las bragas en un movimiento violento que hizo soltar un gemido casi felino de placer. Le liberé una pierna de la ropa y metí mi pie entre los suyos para hacer que los separara dándole golpecitos a un lado y otro. Con las piernas abiertas como columnas de un templo griego, la tomé de las caderas y se las levanté, haciéndole bajar la columna. Entonces me arrodillé y vi que tenía el desayuno servido.

Despacio, me metí entre sus piernas y alargué la lengua, bien empapada en saliva. La posé sobre su clítoris y subí, despacio pero con la presión suficiente, a lo largo de todo su coño hasta terminar en su culo. Aquello la hizo dar un respingo. Decidí recalar un poco allí, así que comencé a rodear su ano con mi lengua, cada vez más próximo al punto clave. Entonces, despacio, comencé a penetrarla analmente con la punta empapada de mi lengua.

Anita se retorcía. Encogía las piernas, se estiraba, volvía a recogerse… Bajé hacia su coño y repasé todos sus pliegues con mi lengua mientras llevaba un dedo a su ano y proseguía la estimulación alrededor.

-Méteme el dedo -suplicó-. ¡Méteme el dedo en el culo, por favor!

Obedecí, naturalmente. Recogí un poco de saliva con mis dedos y humedecí la zona antes de introducir el dedo corazón. Al mismo tiempo, dejé que el dedo pulgar de la misma mano se fuese aproximando a la entrada de su coño hasta sumergirse en su interior. Y así, con un dedo en cada orificio en un célebre candado, concentré mis esfuerzos en el juego de mi lengua a lo largo y ancho de su coño, rodeando su clítoris, acariciándolo, mordiéndolo, chupándolo… hasta que los movimientos del cuerpo de Anita se tornaron sacudidas propias de una película de exorcismos.

-Sigue, Alex, sigue… ¡Qué bueno eres, cabrón! Nadie me ha comido el coño como tú, nene. Sigue por el culo, mueve ese dedo. Ay…

Anita lanzó las manos hacia atrás para agarrarme la cabeza y enterrar mi cara en su culo, como si quisiera colarme en su interior.

-Sigue, sigue… Me voy a correr… Ah, me corro… Dani te va a matar… Dani te va a matar… Qué bien me lo comes… ¡Qué bien me lo comes! Me corro, Alex, ¡me corroooo…!

Anita perdió entonces el control sobre sus piernas y estas se plegaron por completo, dejándola en cuclillas, casi en posición fetal, mientras respiraba con dificultad y su cuerpo describía pequeñas convulsiones.

-¿Alguien quiere churros, familia?

Era la voz del primo de Lucía la que llegaba desde el exterior de la casa. Yo podía verlo desde nuestra posición pero era evidente que él miraba hacia todos lados, ignorando nuestra presencia.

-Mira, parece que tenemos desayuno -dije observando a Ana mientras seguía disfrutando del momento.

Despacio, se puso en pie, aunque sin poder dejar de mantener un punto de apoyo.

-Me has hecho que me temblaran las piernas, cabrón -me dijo.

-Gracias, supongo.

-Bueno, dame dos minutos que me recupere.

-Tranquila -dije señalándole la tienda de campaña bajo mi pantalón de deporte-. Por ahora no creo que pueda ir a ninguna parte.

Y ambos nos reímos.

Estábamos tan nerviosos y excitados que no reparamos en el movimiento que hubo en el exterior de la casetilla, cuando un testigo de excepción de lo que había ocurrido allí se escabullía para no ser descubierto.
 
Siempre he odiado ir a la casa de verano de la familia de mi mujer. Es un viejo casoplón en la siérrala norte de Madrid, con un jardín inmenso, un cobertizo lleno de herramientas, un trastero lleno de porquería inservible… pero, sobre todo, la casa tiene a la familia. Allí se reúnen las tías casadas, las tías solteronas, los primos, mis cuñados, mis suegros… Vaya, una feria. Sin embargo, el pasado verano ocurrió algo que lo hizo especial. Ocurrió algo que hubiera imaginado en mis fantasías más locas… ni en las más húmedas. Se presentó mi cuñado con su nueva novia. Y su nueva novia, era mi ex. Pero dejad que os ponga en antecedentes.

Mi nombre es Alex, tengo 46 años y llevo nueve años con mi chica. Estuvimos saliendo tres años y luego nos casamos. Todo bien entre nosotros. Lucia es una chica guapa y a sus 48 tiene un cuerpo de escándalo, con unos pechos que no me canso de devorar. Es cierto que desde que tenemos una hija -tiene cinco años-, el ritmo de relaciones sexuales no es el mismo, pero la cadencia no es lo más preocupante, sino la monotonía. Digamos que Ana es muy sexual pero una vez metida en faena. Eso significa que hay que lavarse los dientes, apagar las luces, echar el cerrojo de la casa, ponerse el pijama y entonces, metidos en la cama, se pone al asunto. Lo de un aquí te pillo aquí te mato en el sofá o la cocina, ni pensarlo. Pero bueno, ya digo que no me quejo. Aunque a veces, por qué negarlo, sí he cerrado los ojos mientas me la comía y he fantaseado con Ana, Anita, como lo gustaba que la llamara cuando estábamos metidos en harina; mi ex.

Anita era hipersexual. En realidad era hipertodo, por eso rompimos; demasiado intensa. Para que os hagáis una idea, os contaré una anécdota. Un verano, en la playa, nos estábamos vistiendo para ir a cenar. Ella tardaba mucho y yo empezaba a quejarme. Es cierto que me asomaba al baño y cada vez la veía más guapa. Era alta, esbelta, con un cabello moreno brillante, mirada felina y una media sonrisa socarrona que desarmaba ejércitos, con un simpático diente ligeramente superpuesto que asomaba a modo de saludo. El caso es que yo empecé a decir que íbamos a perder la reservar y que a ver entonces qué hacíamos con todo lleno. “Tranquilo, yo conozco un sitio que siempre está abierto para ir a comer”, dijo ella mientras pasaba al dormitorio a coger el bolso. “Mira, ven”, dijo a continuación. Al entrar, me la encontré tirada en la cama, con el vestido remangado hasta la cintura y su floreciente sexo, tan moreno como su cabellera, expuesto para mí. Sobre este, sostenía Anita un papel en el que había escrito “Abierto”. Levanté la mirada y me encontré con aquella media sonrisa cautivadora y con un gesto de sus ojos ante el que solo pude soltar las llaves del coche y lanzarme a devorarla.

Aquello ocurrió durante nuestros mejores días, pero dejadme que os cuente nuestra última anécdota juntos. Ocurrió cuando yo ya estaba saliendo con Lucía, mi actual mujer. Anita y yo habíamos roto meses atrás pero habíamos seguido quedándoosla alguna vez a comer o a tomar algo, en una relación cordial. Pero entonces Anita había empezado a salir con otro chico y dijo que lo mejor era que dejáramos de quedar, por muy amigos que fuéramos Vale, me pareció bien. O no, no sé; en realidad, tampoco le di tanta importancia. El caso es que, al despedirnos, en medio de una plaza pública un viernes por la tarde, a Anita le vino un calentón. Lo digo porque me cogió la mano en lo que parecía ser una despedida nostálgica y comenzó a enumerar cosas que ya no podríamos hacer. Y no, no habló de paseos por el parque, rutas de senderismo o noches acurrucados en el sofá viendo Netflix, sino de comerme la polla, de hacerle candados (no un dedo en el coño y otro en el culo), de follar en mi terraza… A medida que hablaba yo empezaba a ponerme más nervioso y a mirar a mi alrededor, y mi tensión se acentuó cuando su otra mano agarró también mi muñeca y con ambas llevó mi mano hacia su entrepierna. Me abrace entonces a ella y la hice retroceder hacia una de las columnas de aquella centenaria plaza porticada, donde no estábamos tan expuestos a la multitud. Y sin reparar en más, Anita metió mi mano bajo su pantalón hasta que pude sentir sus bragas empapadas. ¡Dios! Lo recuerdo tantos años después y aún me provoca una erección brutal.

En fin, pues esa era Anita, amigos. Puro fuego, un alma salvaje. Demasiado salvaje. Os he contado solo un par de las “buenas” historias. Las malas han quedado en el olvido porque no gana uno nada con conservarlas. De hecho, solo sirven para enturbiar los buenos recuerdos.

El caso es que un día de julio del pasado verano andaba toooooda la familia de mi mujer reunida en el jardín. Yo andaba metido en la pequeña casetilla que tienen con una vieja chimenea donde hacemos arroces, asados y demás. En este caso estaba preparando costillas de cordero, chorizos y morcillas. Le daba un sorbo a mi enésima cerveza helada cuando alguien gritó: “¡Ahí viene el niño!”. El niño, claro, el hermano de mi mujer, que como buen cuñado, era un auténtico gilipollas. El tipo que todo lo sabía, el que a todas se las follaba, el que a todos se enfrentaba, el que remataba cada frase con un “por mis huevos” o un “me va a comer la polla”. Un macho español en toda regla. Un cuñado, vaya, al que la novia le había puesto las maletas en la calle seis meses atrás y había tenido que volver a casa de los padres con 47 palos con una explicación a prueba de bombas: “Es que no voy a tirar el dinero cogiéndome un piso para mí solo”. Con un par.

Salí de la casetilla secándome el sudor de la frente (os recuerdo: julio, cocinando en lecha metido entre ladrillos). Yo solo llevaba puesto unos viejos vaqueros cortos y unas viejas zapatillas de montaña. Con lo sudorosos que tenía el pecho velludo y la espalda empapaba cualquier prenda con solo tocarla.

“Anda, mira, viene con Ana”, dijo mi mujer al pasar al lado mía de camino a saludar a su hermano.

En aquel momento yo no sabía quién era esa Ana. Lucía me había comentado varias semanas atrás que su hermano llevaba un tiempo saliendo con una chica, pero como todas las cosas que me cuenta sobre el gilipollas, no le presté mucha atención. “Pobre chica”, debí pensar. Y poco más.

Así que, mientras me limpiaba las gafas de sol con un pañuelo, comenzó yo también a acercarme a saludar al heredero, el hijo pródigo. Allí andaban todos en corro alrededor del coche, hablándonoslas unas ayudando con las bolsas otros… “Bueno, venga, no seáis pesados”, dijo Daniel, mi cuñado: “Esta es Ana, pero no la agobiéis”. El aquelarre de tías se lanzó a besuquear al la muchacha, que desde mi posición y con los primos por medio yo no alcanzaba a ver. El besamanos fue avanzando hasta que le tocó a mi mujer saludarla, y al terminar y verme a su espalda, se volvió y anunció sonriente: “Mira, Ana, este es Alex, mi marido”.

No sé si alguien de la familia se percató, pero hubo unos segundos, que a mí se me tornaron horas, como en una de esas malas películas donde ralentizan las caídas, en las que Ana y yo nos quedamos mirándonos sin saber cómo reaccionar. Porque aquella Ana, claro, era Anita. Y yo, el tipo del que se había despedido para siempre haciéndole meterle los dedos en el coño en la Plaza Mayor de Madrid.

No nos dio tiempo a balbucear. No sé qué me llevó a tomar aquella decisión, pero el caso es que me lancé a darle dos besos mientras decía: “Hola, Ana. encantado”. Lucía se había percatado de aquella extraña pausa pero no acertó a intuir el motivo: “Hijo, que ya iba a darte una colleja. Perdónalo, Ana, es que se mete ahí a cocinar y se toma las cervezas como agua”. Pero Ana creo que ni la escuchó. Se limitaba a mirarme sin saber cómo reaccionar, hasta que no pudo más que balbucear un: “Encantada”. Mi cuñado la agarró entonces del brazo y la condujo, cargado de bolsas, hacia la escalera exterior que daba acceso a la primera planta, donde estaban los dormitorios. En el camino, Anita se giró y me buscó con la mirada, con una expresión de total desconcierto.

A ojos de la familia, éramos unos completos desconocidos. Al pensar en ello, mientras cada cual volvía a sus quehaceres, me pareció terriblemente excitante.

Fue entonces cuando supe que aquel iba a ser un verano interesante...
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Capítulo 5


A la mañana desperté hacia las ocho de la mañana. Por un momento tuve que pensar si todo lo que recordaba había ocurrido de verdad. Y debía ser cierto, porque jamás habría llegado a fantasear si quiera con la mitad de todo lo vivido en solo unas horas.

Me levanté desnudo de la cama y me puse una camiseta, unos pantalones de deportes y las zapatillas. En la casa no se escuchaba un ruido, aunque es posible que sí hubiera ya gente activa en la planta de abajo.

Pasé por la cocina y me preparé un café antes de enfilar escaleras abajo hacia el jardín. Estaba a dos pasos de pisar el césped cuando mi cuñado giró la esquina de la casa y ambos nos sobresaltamos.

-Ey, Dani, ¡qué susto! Buenos días, tío.

Él me miró con recelo antes de saludarme con una voz gruesa por el sueño y el primer cigarro de la mañana. Yo no di importancia a su actitud y señalé la mochila que llevaba al hombro.

-¿Os vais de ruta a la sierra? -pregunté.

-Me voy yo con los colegas. A Ana no le apetece.

-Vaya, pues nada, que lo paséis bien. Hoy parece que no hará tanto calor como ayer.

Dani se limitó a mirarme una extraña mueca en su cara. Después asintió y pasó de largo de camino a la calle.

-Serás gilipollas… -musité mientras lo veía alejarse.

Le di un sorbo a mi café y me interné en el jardín para disfrutar del poco fresco que aún hacía y que pronto barrería el dichoso calor. Pasé de largo de la casetilla de la cocina y fui a la zona de las hamacas. Di otro sorbo al café y dejé la taza sobre un escalón. Me estiré a conciencia mientras suspiraba, y luego metí la mano bajo los holgados pantalones de deporte y me acaricié el capullo, que aún estaba sensible por la excitación vivida. Mmmm… qué sensación tan rica.

-Déjala descansar, que la vas a desgastar, salidorro.

Aquella voz, dado lo inapropiado de mi postura, me hizo dar un respingo. A mi espalda, oculta a mi visión por unos arbustos, estaba Ana, acomodada en una tumbona, aprovechando los primeros rallos de sol.

-Muy buenos días -dije mientras me acercaba a ella.

-Desde luego para ti lo son -respondió.

-¿Y eso?

-Bueno, tú verás.

Me encogí de hombros y agité la cabeza.

-No sé qué os pasa esta mañana a Dani y a ti que estáis tan raros -dije.

-¿Dani?

-Sí, me lo he cruzado ahora cuando salía, y me ha mirado…

-Jajajaja… Te ha mirado cabreado, ¿verdad?

-No sé si cabreado, pero sí parecía molesto. ¿Qué coño le pasa?

-Pues que anoche no le sentó nada bien la sesión que te marcaste con su hermana ahí a pleno pulmón. Decía que ya te valía cortarte un poco, que sus padres no tenían por qué escucharos haciendo guarradas. Y eso de escuchar cómo disfrutas a costa de su hermana… pues ya sabes cómo sois los tíos.

-¿Tanto se nos escuchó?

Ana sonrió.

-Ay, Alex, si es que cuando estás a tono eres como un niño, te dejas ir por completo. Enhorabuena a tu señora, se ve que tiene talento para hacerte feliz.

-Bueno, bueno, no hablemos de talentos, que diez minutos antes no era yo el que estaba a tu espalda mugiendo como un mulo.

Ana me observó y se estiró en la hamaca como una gata.

-Te pusiste cachondo, ¿eh?

-¿Y tú no?

-¿Yo?

-Bueno, digo yo que si no hubiera sido así le hubieras dicho a Dani que yo estaba allí.

-Sí, claro, para que te matara.

Sonreí y me llevé la mano a la entrepierna. El cosquilleo en el capullo se acentuaba y comenzaba a notar cómo la polla empezaba a endurecerse.

-Vaya, veo que no llevas nada debajo de ese pantalón de deporte, algo está campaneando.

-Lo siento -dije-, la naturaleza…

Anita sonrió y bajo la vista. Se incorporó en la hamaca hasta quedar sentada justo delante de mí. Levantó la cabeza y me lanzó una de esas miradas traviesas que me desarmaban.

-Anda -dijo-, sube un poco la tela que le eche un vistazo, ¿no? Que recuerde cómo era. Hace mucho que no veo a mi pequeñita…

Dios, fue escuchar eso y notar cómo la polla me daba un respingo y hacía agitarse el pantalón de algodón. Me volví hacia la casa para comprobar que no había nadie a la vista. Entonces, despacio, comencé a subir la pernera derecha del pantalón corto, hasta que el capullo comenzó a asomar y, con él, la polla ya erecta y los huevos. Por mi parte, no podía apartar los ojos de Ana y aquel vicio desbordante de su mirada.

-¡Hola, bonita! ¡Cuánto tiempo! -le dijo a mi polla-. ¿Me has echado de menos? -Y levantando la cabeza-: ¿Me ha echado de menos?

-Desde luego -dije.

-Mmmmmm… ¿Puedo comprobar una cosa.

-Adelante.

Anita bajó la cabeza y llevó su mano despacio hasta agarrar mi polla. Suave al principio, pero apretando cada vez con más rotundidad.

-Mmmm… No sé qué decirte -dijo mientras retiraba el prepucio con cuidado hasta dejar todo el glande al descubierto. Observó el miembro con atención científica, moviéndolo a un lado y al otro-. No estoy segura.

Yo estaba desbordado de excitación pero también extrañamente avergonzado ante lo raro de la situación.

-¿Qué pasa? -dije.

-Nada, la estaba comparando con la de Dani. Creo que la tiene igual de pequeña que tú, aunque la suya… sí, definitivamente es algo más gruesa.

Sonreí y agité la cabeza.

-¡Qué puta eres! -dije.

-Eh, guapo, no te pases conmigo.

-Te encanta dar caña.

-Aha -asintió-, y en vista de lo dura que la tienes creo que a ti te sigue encantando. Venga, va, deja que me asegure -se inclinó un poco hacia delante sin soltarme la polla y de pronto se detuvo y alzó la mirada-. Esto es solo una prueba, ¿eh? ¿Sabes lo que voy a hacer? Voy a chuparte la polla como se la comí ayer a tu cuñado. Lo voy a hacer cerrando los ojos e imaginando que eres él. A ver cuál es la sensación.

-Yo no sé si eh… -antes de que pudiera decir nada Anita había apartado la mano y se había metido toda mi polla en su boca. ¡Diosssss qué sensación! Con sus labios enterrados en mi pubis, me dejó sentir su lengua alrededor de mi sexo, jugando con ella adelante y atrás, a un lado y a otro. Entonces fue retrocediendo hasta que fue el glande lo único que quedó dentro de su boca. Esta parecía arder, calentando una saliva que resbalaba por mi tronco hasta mojarme los huevos. Anita succionó el capullo a conciencia. Abrió los ojos y los levantó. Aquello era demasiado. Creo que era consciente de que me estaba llevando al límite porque entonces lanzó ambas manos a mis caderas, se afianzó bien y comenzó a mamármela con brío, adelante y atrás, adelante y atrás.

Perdí el equilibrio. Tuve que inclinarme para apoyarme en sus hombros. La mezcla de placer físico y excitación erótica era una combinación arrolladora. Entonces sacó la polla de su boca y comenzó a masturbarme a mayor velocidad.

-Estás cachondo, ¿eh? ¿Cuántas veces te has pajeado imaginando que volvía a comerte la polla?

-Muchas, muchas…

-Mmmm… joder, qué dura se te ha puesto, Alex. Aunque es cierto que no es tan gorda como la de Dani. ¿Te pone imaginarme comiéndole la polla a tu cuñadito? Ayer te pusiste cachondo al vernos, ¿eh? Y luego tu pobre mujercita tuvo que aliviarte.

Ana seguía pajeándome con ritmo, y apretaba cada vez más la mano como queriendo estrangularme la polla. Yo estaba tan excitado que esta empezó a babear.

-¿Y cómo vas de leche? Tu cuñadito también es un toro con eso, no le dejo que se corra en mi boca porque me desborda. ¿Y tú, precioso? Creo recordar que no eras muy lechero.

-Ana, si sigues así yo…

-¿Cómo me has llamado? -dijo acelerando aún más la paja.

-¡Anita, Anita!

-Anita, ¿qué?

-Que me voy a correr, Anita. Si sigues así me voy a correr…

-A ver, ayer Dani me dio la leche antes de dormir y hoy su cuñadito me va a dar la del desayuno.

Y dicho eso, se metió la polla en la boca sin dejar de pajear, girando la mano alrededor del tronco mientras lo hacía. Con la otra mano me agarró los huevos y comenzó a masajearlos.

Me apoyé sobre los hombros de Ana y apreté las manos sobre estos. La excitación me llevó a ponerme de puntillas mientras escuchaba los ruidos que ella emitía, como quien no puede hablar por tener la boca llena. Había llegado a mi límite.

-Me corro, Anita. ¡Me voy a correr en tu bocaaaaa!

Y descargué con todo lo que había rellenado mis pelotas en aquellos escasos pero intensos minutos de conversación.

Anita lo recibió con sonidos de placer y succionando con suavidad. La escuché tragar en dos golpes seguidos de garganta. Luego apartó la mano de la polla y dedicó ambas a masajear mis huevos mientras seguía chupando cada vez más despacio. Siguió haciéndolo un buen rato, con mucho cuidado, hasta que mi polla comenzó a decrecer dentro de su boca y acabó por sacarla, dándole un beso en el capullo antes de retirarse. Después levantó la mirada y fingió limpiarse con los dedos la comisura de los labios. Solo lo fingió, porque había tragado hasta la última gota.

-Sí, definitivamente Dani es más macho que tú. Me da más caña, la tiene más gorda, me da más leche…

Yo estaba en tal estado de éxtasis que me daba igual todo.

-¿Ah, sí? Mira qué bien, pues me alegro por ti.

-Ya, y por ti, porque creo que me vas a servir.

La miré extrañado mientras recolocaba mi pantalón.

-He estado hablando con él sobre ti y se ve que no te tiene en mucha estima -me dijo Ana.

-Ya supongo, el sentimiento es mutuo.

-Por eso eres perfecto -dijo-. Un tipo al que considera un creído pusilánime y que encima es menos macho que él. Desde luego eres el candidato ideal.

-¿Yo, ideal para qué?

Anita sonrió y se dejó caer sobre la tumbona.

-Para hacerlo cornudo -anunció.

Aquella frase no tenía sentido. No refiriéndose a alguien como Dani, autentico cuñado machista y homófogo de manual. O esa era la imagen que daba. Claro que la capacidad de Anita para hacer lo que quería con los hombres estaba fuera de toda duda para mí. La fantasía de liarse con un tío que va de dominante y descubrir que ansiaba ser dominado podía resultar verdaderamente potente.

-Te has quedado mudo -dijo Anita-. Algo raro en ti.

Al reclinarse más, separó las piernas desnudas, apenas tapada por el escueto pantalón del pijama. Llevó las manos a sus rodillas y comenzó a subirlas por el interior de ambos muslos.

-Me has puesto cachonda, Alex. Va a ser verdad que echaba de menos tu pollita.

-¿Ah, sí?

-Pues sí. Últimamente todo han sido pollones, y ya sabes que me resulta entrañable tener una churrita de niño entre las manos.

-¡Qué zorra estás hecha, Anita! ¿A Dani también le gusta que lo humillen así?

-¿También? Es decir, que a ti te gusta…

Sonreí y recordé nuestros juegos de antaño.

-Ya sabes que sí.

Entonces Anita echó a un lado el pantalón del pijama y las braguitas que llevaba debajo, dejando a la vista su glorioso coño peludo, una delicia sonrosada rodeada de un pelaje negro azabache reluciente que me hizo babear al instante como al puto perro de Pavlov.

-Y tú, ¿no tienes ganas de desayunar? -dijo moviendo las piernas sutilmente a un lado y a otro-. Hay otra cosa que me gustaría comprobar.

-¿Sí, el qué? -respondí llevándome la mano a la polla para controlar los brincos que comenzaba a dar.

Anita se puso en pie y se acercó a mí. Echó un vistazo a la casa y luego bajó el brazo hasta alcanzar mi mano y llevarla a su entrepierna.

-Quiero comprobar que tú sigues siendo el mejor comecoños de todos los tíos con los que he estado. Incluyendo a Dani.

Resoplé y tomé aire. Por fortuna no padecía dolencias cardiacas, porque aquel nivel de excitación tal vez no fuera del todo sano.

Miré hacia la casa para comprobar que seguía sin haber movimientos. Entonces eché un vistazo alrededor y tuve una idea. Agarré a Ana del brazo y eché a andar tirando de ella.

-Ven conmigo, anda -dije.

Fuimos hasta la casetilla de la cocina. Entramos y abrí la ventana opuesta a la de la otra noche, la que daba a la casa. Desde allí podríamos ver acercarse a cualquiera y nos daría tiempo a reaccionar.

Tras hacerlo, me volví y quedé frente a Ana. Nos miramos un instante y mi excitación tomó posesión de mi voluntad. Le lancé las manos a las tetas, que agarré por encima de la camiseta del pijama. ¡Dios, qué ricas esas tetas! Levanté la camiseta y las volvía a agarrar. En cierto modo se parecían a las de Lucía, aunque algo más pequeñas y firmes en el caso de Ana, muy turgentes.

-¿Te alegras de verlas? -preguntó.

A modo de respuesta me lancé a comerlas. Primero una, luego otra y finalmente metí la cara entre ambas. Mordí, lamí, chupé… Estaba jadeando de excitación y la escuchaba a ella disfrutar del mismo modo. Entonces me incorporé y le comí la boca por unos segundos. Añoraba el sabor de aquella boca tanto como el de esas tetas. Y esperaba seguir recuperando sabores exquisitos.

Me separé de sus labios y le di la vuelta de forma abrupta. La dejé de cara a la ventana. Con una mano la rodeé a la altura del pecho, para poder masajear ambas tetas, mientras que la otra la introduje bajo el pijama y las bragas hasta alcanzar su coño y ese sedoso vello público; lo tenía empapado. Empecé a jugar con él mientras trabajaba las tetas, y el cuerpo de Anita comenzó a retorcerse. No pasaron más de unos segundos antes de que se pusiera a implorar; más bien a ordenar:

-Cómemelo… ¡Cómemelo, joder!

Le agarré ambas muñecas y la incliné hacia delante, hasta hacerla quedar apoyada con ambas manos en el marco de la ventana, con sus tenazas colgando, de cara a la casa donde aún despertaba la familia de su novio y de mi mujer. Entonces, de un golpe, le bajé el pijama y las bragas en un movimiento violento que hizo soltar un gemido casi felino de placer. Le liberé una pierna de la ropa y metí mi pie entre los suyos para hacer que los separara dándole golpecitos a un lado y otro. Con las piernas abiertas como columnas de un templo griego, la tomé de las caderas y se las levanté, haciéndole bajar la columna. Entonces me arrodillé y vi que tenía el desayuno servido.

Despacio, me metí entre sus piernas y alargué la lengua, bien empapada en saliva. La posé sobre su clítoris y subí, despacio pero con la presión suficiente, a lo largo de todo su coño hasta terminar en su culo. Aquello la hizo dar un respingo. Decidí recalar un poco allí, así que comencé a rodear su ano con mi lengua, cada vez más próximo al punto clave. Entonces, despacio, comencé a penetrarla analmente con la punta empapada de mi lengua.

Anita se retorcía. Encogía las piernas, se estiraba, volvía a recogerse… Bajé hacia su coño y repasé todos sus pliegues con mi lengua mientras llevaba un dedo a su ano y proseguía la estimulación alrededor.

-Méteme el dedo -suplicó-. ¡Méteme el dedo en el culo, por favor!

Obedecí, naturalmente. Recogí un poco de saliva con mis dedos y humedecí la zona antes de introducir el dedo corazón. Al mismo tiempo, dejé que el dedo pulgar de la misma mano se fuese aproximando a la entrada de su coño hasta sumergirse en su interior. Y así, con un dedo en cada orificio en un célebre candado, concentré mis esfuerzos en el juego de mi lengua a lo largo y ancho de su coño, rodeando su clítoris, acariciándolo, mordiéndolo, chupándolo… hasta que los movimientos del cuerpo de Anita se tornaron sacudidas propias de una película de exorcismos.

-Sigue, Alex, sigue… ¡Qué bueno eres, cabrón! Nadie me ha comido el coño como tú, nene. Sigue por el culo, mueve ese dedo. Ay…

Anita lanzó las manos hacia atrás para agarrarme la cabeza y enterrar mi cara en su culo, como si quisiera colarme en su interior.

-Sigue, sigue… Me voy a correr… Ah, me corro… Dani te va a matar… Dani te va a matar… Qué bien me lo comes… ¡Qué bien me lo comes! Me corro, Alex, ¡me corroooo…!

Anita perdió entonces el control sobre sus piernas y estas se plegaron por completo, dejándola en cuclillas, casi en posición fetal, mientras respiraba con dificultad y su cuerpo describía pequeñas convulsiones.

-¿Alguien quiere churros, familia?

Era la voz del primo de Lucía la que llegaba desde el exterior de la casa. Yo podía verlo desde nuestra posición pero era evidente que él miraba hacia todos lados, ignorando nuestra presencia.

-Mira, parece que tenemos desayuno -dije observando a Ana mientras seguía disfrutando del momento.

Despacio, se puso en pie, aunque sin poder dejar de mantener un punto de apoyo.

-Me has hecho que me temblaran las piernas, cabrón -me dijo.

-Gracias, supongo.

-Bueno, dame dos minutos que me recupere.

-Tranquila -dije señalándole la tienda de campaña bajo mi pantalón de deporte-. Por ahora no creo que pueda ir a ninguna parte.

Y ambos nos reímos.

Estábamos tan nerviosos y excitados que no reparamos en el movimiento que hubo en el exterior de la casetilla, cuando un testigo de excepción de lo que había ocurrido allí se escabullía para no ser descubierto.
Muy buen relato y muy bien escrito! Mi enhorabuena!
 
Capítulo 6

El desayuno en el salón de abajo de la casa resultó tan caótico como todas las comidas que se repetían a lo largo del día, con gente sentándose y levantándose de la mesa según iban saliendo de su dormitorio, como en una comedia teatral. A medida que iban metiéndole mano a los churros, unos y otros hacían planes para la jornada. Los lunes había mercadillo, así que Lucía, su hermana Leticia y su prima Rosa anunciaron que lo tenían claro. A ella se les unió Isabel, la novia del primo Nacho. Isabel no era, lógicamente, prima carnal, pero se llamaban primas entre ellas igualmente; bueno, “primi”. Todo muy cuqui. Naturalmente, invitaron a Ana a que las acompañara, y con cara de poco entusiasmó, aceptó, tal vez en un intento de sentirse integrada y evitar más situaciones difíciles de explicar. Sobra decir que ella y yo no cruzamos una sola mirada durante el desayuno.

En cuanto a los chicos, Dani e Ismael, el novio de su hermana Leti, comentaron que irían al pueblo vecino a comprar unas herramientas para el jardín, mientras que el primo Nacho, Nachete, como le decían cuando querían reírse de él, se quedaría en la casa trabajando, conmigo haciéndole compañía tomando el sol en el jardín. Los padres, tíos y demás pensionistas andaban vociferando en la cocina sobre los habituales temas más peregrinos. Ellos no necesitaban hacer planes.

Estaba recogiendo algunos platos y tazas cuando se me acercó Isabel.

-¿No te importa que cambiemos a la tarde, primi?

Sí, a mí también me llamaba así por extensión al hecho de ser la pareja de Lucía. Su comentario me pilló por sorpresa.

-¿Por la tarde, el qué?

-¡Las clases de guitarra! -recordó Lucía desde el otro lado de la mesa con voz de estar cansada de mis despistes.

-¡Ah, verdad! -respondí-. Perdona, lo había olvidado. Desde luego, esta tarde nos sentamos un rato y repasamos esas canciones.

-Es un desastre -me disculpó Lucía ante Isabel.

-Pobrecito -respondió ella con su voz, mirada, sonrisa y hechuras de Lolita fatal-. Encima de que me está enseñando…

La miré y asentí, y allí me quedé, con los platos en la mano y mi cara de gilipollas, viendo como ambas salían del salón.

Con la “primi” Isabel en mente sí que habían caído unas cuantas pajas. A mis 46 años me sentía como un verdadero viejo verde consciente de sus 27, pero la chiquilla desprendía un morbo que no había cristiano que resistiera. No debía llegar al metro sesenta, pero todo lo tenía perfectamente proporcionado, salvo un culo fascinante, firme y respingón y unos pechos prominentes, sin llegar a ser excesivos, que eran un escándalo cuando se ponía en biquini. Y eso que como buena niña pija era muy recatada (o lo aparentaba). Esa era otra: el rollo niña pija “caga margaritas” -como le decía Daniel a sus espaldas–, para la que todo era chupi, guay, cuqui, mono… siempre con aquella sonrisa y aquellos ojazos casi tan relucientes como las citadas tetas, era algo que me ponía cardiaco. Su piel tostada y aquella larga melena del mismo tono terminaban de rematarme.

Solíamos hablar mucho juntos. Lejos de la imagen de niña tonta que ha podido desprender mi descripción, Isa era bastante inteligente, además de cariñosa y muy buena persona. Así que, en su conjunto, era irremediablemente seductora. A Dani, por supuesto, el rollo pija le sentaba fatal, él que iba siempre de anarquista de sofá. Aunque creo que hablaba siempre de ella con tanta rabia por no cepillarse él a ese bombón y sí su primo Nacho, al que tanta tirria le tenía desde chicos. La comparación era obvia: además de más joven que él -también 27-, Nacho era un bigardo tan alto como yo -1,92-, pero más ancho de espaldas, con cuerpo fuerte -era la única “tableta de chocolate” entre nuestras incipientes tripas cerveceras–, pelazo rubio para agarrarse en los momentos requeridos y con una enorme sonrisa perlada como la de un anuncio de dentífricos. Vaya, que el primo Nachete estaba para echarle un polvazo y mi cuñao, para calzarle una buena hostia. La pena es que tanto Isabel como Nacho tenían una pinta tan de modositos, de niños buenos -llevaban juntos desde los 16 años, ninguno había tenido otra pareja-, que me daba la impresión de que no pasaban de un misionero con la luz apagada sábado sí, sábado no.

Tras darme una ducha me puse unas bermudas y una camiseta, cogí las gafas de sol y un libro y bajé al jardín para instalarme, dispuesto a pasar una mañana tranquila. En todos los sentidos, al parecer. Lo del libro era un eufemismo: habían pasado demasiadas cosas en las últimas 24 horas como para que pudiera concentrarme en nada.

Y así transcurrió la mañana, entre pocas lecturas, muchas fantasías y alguna llamada al orden de mi Pepito Grillo particular, advirtiéndome de que debía andar con pies de plomo con Anita si no quería meterme en un follón, y no solo porque Lucía pudiera enterarse, sino porque los encaprichamientos de Ana eran peligrosos.

Las chicas pasaron cerca de tres horas fuera. Tras dar veinte vueltas al mercadillo para acabar no comprando nada, se sentaron en una terraza de la plaza del pueblo a darle al vermú y a los cotilleos. Y menudos cotilleos. Lo curioso es que el mayor damnificado por estos, fui yo.

Cuando aparecieron en el jardín de la casa yo estaba sin camiseta, tomando el sol con los auriculares puestos y escuchando un podcast. Me incorporé en la hamaca al verlas llegar y todas saludaron desde lejos sospechosamente sonrientes. La única que no sonreía era Lucía, que las dejó entrando en la casa y se encaminó hacia mí con cara de desear mi linchamiento en plaza pública.

-Hola, cariño -saludé-. ¿Habéis dejado algo en el mercadillo?

Lucía se detuvo al llegar hasta mí, resopló y dijo:

-Da gracias de que no te deje a ti.

-¿Y ahora que he hecho?

-¿Que qué has hecho? Pues ser un guarro y un salido, Alex, eso es lo has hecho.

¡Hostias! Aquello sonaba realmente feo. Intenté responder pero, con sinceridad, no se me ocurría por dónde salir. No podía creerme que Ana hubiese contado algo de lo ocurrido entre nosotros, ya fuera aquella mañana o diez años atrás.

-Es que, Alex, lo tuyo con el sexo es serio. ¡No respetas nada!

-Ya, cariño, yo…

-Ni yo ni nada. Que estamos en casa de mi familia, ¿a ti te parece normal?

Me puse de pie y traté de agarrarle las manos, pero las apartó.

-Cariño, es que la conozco desde… Verás, déjame hablar.

-¿Encima te vas a cachondear, Alex? Ya sé que la conoces, y tanto que la conoces, y bien que te gusta darle buenos meneos.

Yo empezaba a sentirme mal. El corazón me latía a mil por hora. Tenía una extraña sensación de ingravidez, como si el suelo hubiera desaparecido bajo mis pies pero fuera incapaz de caer. Porque aún me quedaba mucho por recibir.

-Lucía, no sé qué habéis hablado pero…

-Alex, por Dios, ¿qué quieres que hablemos? Si es que… de verdad… ¡Te juro que te la corto! Bueno, y Ana dice que mi hermano… Ya sabes lo burro que puede llegar a ser.

-Pero, nena, yo no había pensado…

-Desde luego que no lo pensaste, y así pasó lo que pasó. ¿Tú sabes la vergüenza que he pasado? Y tenías que ver la cara de todas, muertas de risa y diciendo de todo. Hasta Isa, con lo mosquita muerta es, diciendo que a ella no le importaría algo así.

-¿Que Isabel dijo qué?

-¡Que te calles y me escuches, Alex! Que nunca más, ¿me entiendes? Cuando estemos en Madrid es otra cosa, pero aquí en el pueblo, ni una más.

Torcí el gesto con una mueca sin saber cómo reaccionar.

-Cariño, yo… Ni en el pueblo ni en Madrid ni en ningún otro lado, te lo juro, Lucía.

Ella se me quedó mirando fijamente unos segundos hasta que acabó sonriendo y agitando la cabeza. Me lanzó un cachete a la mejilla y a continuación me cogió la cara para besarme en los labios.

-Tampoco hay que exagerar, ¿no? -dijo cambiando por completo el tono a un susurro travieso-. Que a mí de vez en cuando me gusta que me toques de esa manera. Pero es que anoche nos pasamos tres pueblos y claro, todos se enteraron. En serio, Alex, no sabes qué vergüenza. Menos mal que donde mis padres creo que no se escucha nada. No veas el cachondeo de estas. Claro, aquí como siempre el que queda como un campeón es el tío. Te han soltado unos cuantos piropos…

Volví a sentir el suelo bajo mis pies, y también toda la gravedad del mundo empujando mis hombros hacia abajo. Por unos segundos eternos me veía ya preparando una mudanza y perdiendo a la mujer con la que había planeado envejecer. Me veía a Ana cobrándose todas las cuentas pendientes y deleitándose con la más gélida de las venganzas. Y al cabestro de mi cuñado persiguiéndome con el hacha que tiene en el cobertizo. ¡Y resulta que las muy cachondas lo que habían hecho es contarle a Lucía cómo nos habían escuchado la noche anterior metiéndonos mano!

-Anda, déjame que voy a subir a ver en qué se puede ayudar con la comida -dijo Lucía tras darme un nuevo beso-. Bajó la mirada hasta mi pecho desnudo y mi bañador, y sonrió-: Y yo que tú me taparía un poco, porque con el cachondeo que se traen estas, te lo pueden hacer pasar muy mal con sus indirectas si te ven así.



Al final no fue para tanto. Tal vez porque estaban todos los adultos presentes, las primas y la hermana de Lucía no hicieron ningún comentario malicioso. Eso sí, alguna mirada inocente crucé con ellas que perdió toda su inocencia ante las leves sonrisas y sutiles arqueamientos de cejas con los que me saludaron. No sabía qué habían hablado exactamente ni qué estaban pensando al estar ahora todos en torno a la mesa, pero me ponía cachondo como a un adolescente que un grupo de chicas, esas en concreto, hubiesen estado cotilleando sobre nuestra vida sexual. Tenía que sonsacarle a Lucía el contenido de esa singular tertulia.

Tras la comida, todos fuimos buscando los rincones más frescos para sobrellevar el inclemente calor de la sobremesa. Ana y Dani se fueron a dormir la siesta, o lo que quisiera que fueran a hacer en su cuarto. Lucía también decidió echarse un rato, aunque acordamos antes que al caer el sol iríamos a dar un paseo hasta el río; sería el momento perfecto para mi interrogatorio. El resto de la familia se concentró ante los dos televisores que había en la casa. Por mi parte, cogí mi guitarra acústica y la bolsa de cuero en la que guardaba los avíos de la marihuana y me bajé al jardín con un gintonic dispuesto a tener un rato de tranquilidad. Me ubique al fondo, en mi rincón habitual entre los arbustos, a la sombra del árbol más viejo de la finca, donde, de vez en cuando, podía sentirse algo de brisa.

Me preparé un canuto bien servido, sin tabaco, solo maría, y tras la primera calada le di un buen sorbo al gintonic. Me quité la camiseta, me recliné en la tumbona y cerré los ojos antes de ponerme a dibujar acordes sobre el mástil de la guitarra, apoyada esta sobre la pierna derecha que tenía doblada sobre el asiento. Así pasé no sé cuánto tiempo, disfrutando de una impagable placidez. Hasta que un crujido próximo rompió mi ensoñación.

Abrí los ojos y allí estaba la “primi” Isabel. Camiseta blanca de motivos florales, shorts rosas y zapatillas blancas con calcetines tobilleros a juego; todo lo necesario para realzar su piel morena. Y para provocarme una erección reventona.

Estaba plantada a un par de metros, basculando tímidamente su cuerpo a un lado y al otro. Tenía las manos a la espalda, en una postura que hacía destacar aún más su pecho. Ladeó la cabeza y sonrió.

-La peli que están viendo es un rollo -dijo finalmente.

-¿Y en la otra tele? -respondí.

-Seguramente también.

Aquello no podía estar pasándome a mí.

-¿Vas a dar un paseó? -pregunté.

-Como te vi coger la guitarra había pensado que tal vez pudieras darme ahora esa clase. -Bajó los ojos antes de alzarlos de nuevo con un mohín-. ¿Te apetece tocar algo?

Yo carraspeé por toda respuesta, incapaz siquiera de moverme.

-Eh, sí, claro, podemos repasar algunas canciones.

De pronto Isabel soltó una risita traviesa, rollo niña endemoniada de película. Ante mi cara de desconcierto, señaló a mi entrepierna.

-Cuidado que se te escapa -dijo.

De pronto caí en la cuenta de que, en mi posición, con una pierna levantada para apoyar la guitarra, aquellas viejas bermudas anchas dejaban en libre exposición mis vergüenzas.

-¡Joder, perdona, Isa! -dije incorporándome.

-¡No pasa nada, hombre! -respondió ella llegando hasta mí en dos saltos. Se sentó a mi izquierda y agarró la guitarra por el clavijero para que llevarme a empuñarla, quedando el mástil ante ella.

-¿Qué… qué quieres que toquemos? -dije, y carraspeé de nuevo antes de matizar-. ¿Qué canción quieres repasar?

-Mmmm… Pues no sé, primi. En realidad, me gustaría que lo repasaras… todo.

Desplegó una gran sonrisa y se echó sobre mi hombro a modo de empujón juguetón.

-Anda, no te pongas nervioso. Venga, toca esa canción de U2 que tocamos ayer. ¿Qué acordes eran?

-Pues… -estaba yo como para recordar canciones- empezamos en DO, así. Y luego, FA.

-¿A ver? Este acorde del dedo así es el que se me resiste.

Isabel colocó su mano izquierda sobre la mía para emular la posición de la nota sobre la guitarra. Pero su mano enseguida se relajó y se convirtió en una caricia a lo largo de mis dedos.

-Mmmm… No me extraña que Lucía esté tan feliz, con unas manos así…

Isabel, la “primi” Isa, la mosquita muerta, la pija “caga flores”, agarró entonces mi mano y la bajó hasta que colocarla sobre su muslo desnudo. Y yo no pude evitar apretarlo ligeramente para sentirlo en plenitud. Duro, caliente, con una piel tersa y suave. Al sentir mi presión, ella dejó escamar un ruidito tímido y dulce, casi como un inocente “¡Uh!” De animalito herido.

Agarré la guitarra y me puse en pie como impulsado por un resorte.

-Isabel, perdona, no te ofendas. No podemos…

-¡Ey, ¿dónde andáis?! -era la voz de Leticia, la hermana de Lucía, que se internaba en el jardín con Ismael y Rosa.

-¡Aquí, estamos aquí! -me apresuré a decir yo.

-En la tele es todo un rollo, nos vamos a la piscina, allí se está un poco más frescos. ¿Os venís?

-Yo sí -dijo Isabel sin dejar de mirarme.

-Eh… yo no, gracias -respondí.

-No me extraña -dijo Ismael-, anda que no te lo montas bien, aquí con tu gintonic y tu “petardo”.

Yo respondí con una sonrisa nerviosa, tratando de contener la erección “interruptus” y sin quitarle el ojo a Isabel ante la incertidumbre de lo que pudiera hacer o decir.

-Pues venga, vámonos -dijo Leticia.

Isabel dejó que se alejaran un poco antes de levantarse de la hamaca. Al pasar junto a mí, se agarró de mi hombro y se puso de puntillas para susurrarme:

-Tenemos la lección pendiente, primo Alex. Como la que le diste a Lucía anoche… y a la novia de Dani esta mañana en la casetilla.
 
El protagonista se está metiendo en un lio detrás de otro.
Ya no es solo Anita, que es peligrosa la linea roja que están cruzando, si no que también se le está insinuando su Prima.
Como no corte todo esto y se ande con cuidado, va a perder a Lucía.
 
A ver el chico no tiene la culpa, le vienen como la abeja a la miel o se va de la casa o se lo pasan todas por la piedra o por la guitarra, modo sarcástico on
 
El protagonista se está metiendo en un lio detrás de otro.
Ya no es solo Anita, que es peligrosa la linea roja que están cruzando, si no que también se le está insinuando su Prima.
Como no corte todo esto y se ande con cuidado, va a perder a Lucía.
Si se le, se ponen ellas misma ( o, se pone en suerte el mismo) como a Felipe II... lo lógico es que aproveche el tiempo.
La propaganda del mercadillo va a ser demoledora...
No te digo que te vistas... pero ahí tienes la ropa...
¡bueno, mas que vestir, desvestir....!
 
Siempre he odiado ir a la casa de verano de la familia de mi mujer. Es un viejo casoplón en la siérrala norte de Madrid, con un jardín inmenso, un cobertizo lleno de herramientas, un trastero lleno de porquería inservible… pero, sobre todo, la casa tiene a la familia. Allí se reúnen las tías casadas, las tías solteronas, los primos, mis cuñados, mis suegros… Vaya, una feria. Sin embargo, el pasado verano ocurrió algo que lo hizo especial. Ocurrió algo que hubiera imaginado en mis fantasías más locas… ni en las más húmedas. Se presentó mi cuñado con su nueva novia. Y su nueva novia, era mi ex. Pero dejad que os ponga en antecedentes.

Mi nombre es Alex, tengo 46 años y llevo nueve años con mi chica. Estuvimos saliendo tres años y luego nos casamos. Todo bien entre nosotros. Lucia es una chica guapa y a sus 48 tiene un cuerpo de escándalo, con unos pechos que no me canso de devorar. Es cierto que desde que tenemos una hija -tiene cinco años-, el ritmo de relaciones sexuales no es el mismo, pero la cadencia no es lo más preocupante, sino la monotonía. Digamos que Ana es muy sexual pero una vez metida en faena. Eso significa que hay que lavarse los dientes, apagar las luces, echar el cerrojo de la casa, ponerse el pijama y entonces, metidos en la cama, se pone al asunto. Lo de un aquí te pillo aquí te mato en el sofá o la cocina, ni pensarlo. Pero bueno, ya digo que no me quejo. Aunque a veces, por qué negarlo, sí he cerrado los ojos mientas me la comía y he fantaseado con Ana, Anita, como lo gustaba que la llamara cuando estábamos metidos en harina; mi ex.

Anita era hipersexual. En realidad era hipertodo, por eso rompimos; demasiado intensa. Para que os hagáis una idea, os contaré una anécdota. Un verano, en la playa, nos estábamos vistiendo para ir a cenar. Ella tardaba mucho y yo empezaba a quejarme. Es cierto que me asomaba al baño y cada vez la veía más guapa. Era alta, esbelta, con un cabello moreno brillante, mirada felina y una media sonrisa socarrona que desarmaba ejércitos, con un simpático diente ligeramente superpuesto que asomaba a modo de saludo. El caso es que yo empecé a decir que íbamos a perder la reservar y que a ver entonces qué hacíamos con todo lleno. “Tranquilo, yo conozco un sitio que siempre está abierto para ir a comer”, dijo ella mientras pasaba al dormitorio a coger el bolso. “Mira, ven”, dijo a continuación. Al entrar, me la encontré tirada en la cama, con el vestido remangado hasta la cintura y su floreciente sexo, tan moreno como su cabellera, expuesto para mí. Sobre este, sostenía Anita un papel en el que había escrito “Abierto”. Levanté la mirada y me encontré con aquella media sonrisa cautivadora y con un gesto de sus ojos ante el que solo pude soltar las llaves del coche y lanzarme a devorarla.

Aquello ocurrió durante nuestros mejores días, pero dejadme que os cuente nuestra última anécdota juntos. Ocurrió cuando yo ya estaba saliendo con Lucía, mi actual mujer. Anita y yo habíamos roto meses atrás pero habíamos seguido quedándoosla alguna vez a comer o a tomar algo, en una relación cordial. Pero entonces Anita había empezado a salir con otro chico y dijo que lo mejor era que dejáramos de quedar, por muy amigos que fuéramos Vale, me pareció bien. O no, no sé; en realidad, tampoco le di tanta importancia. El caso es que, al despedirnos, en medio de una plaza pública un viernes por la tarde, a Anita le vino un calentón. Lo digo porque me cogió la mano en lo que parecía ser una despedida nostálgica y comenzó a enumerar cosas que ya no podríamos hacer. Y no, no habló de paseos por el parque, rutas de senderismo o noches acurrucados en el sofá viendo Netflix, sino de comerme la polla, de hacerle candados (no un dedo en el coño y otro en el culo), de follar en mi terraza… A medida que hablaba yo empezaba a ponerme más nervioso y a mirar a mi alrededor, y mi tensión se acentuó cuando su otra mano agarró también mi muñeca y con ambas llevó mi mano hacia su entrepierna. Me abrace entonces a ella y la hice retroceder hacia una de las columnas de aquella centenaria plaza porticada, donde no estábamos tan expuestos a la multitud. Y sin reparar en más, Anita metió mi mano bajo su pantalón hasta que pude sentir sus bragas empapadas. ¡Dios! Lo recuerdo tantos años después y aún me provoca una erección brutal.

En fin, pues esa era Anita, amigos. Puro fuego, un alma salvaje. Demasiado salvaje. Os he contado solo un par de las “buenas” historias. Las malas han quedado en el olvido porque no gana uno nada con conservarlas. De hecho, solo sirven para enturbiar los buenos recuerdos.

El caso es que un día de julio del pasado verano andaba toooooda la familia de mi mujer reunida en el jardín. Yo andaba metido en la pequeña casetilla que tienen con una vieja chimenea donde hacemos arroces, asados y demás. En este caso estaba preparando costillas de cordero, chorizos y morcillas. Le daba un sorbo a mi enésima cerveza helada cuando alguien gritó: “¡Ahí viene el niño!”. El niño, claro, el hermano de mi mujer, que como buen cuñado, era un auténtico gilipollas. El tipo que todo lo sabía, el que a todas se las follaba, el que a todos se enfrentaba, el que remataba cada frase con un “por mis huevos” o un “me va a comer la polla”. Un macho español en toda regla. Un cuñado, vaya, al que la novia le había puesto las maletas en la calle seis meses atrás y había tenido que volver a casa de los padres con 47 palos con una explicación a prueba de bombas: “Es que no voy a tirar el dinero cogiéndome un piso para mí solo”. Con un par.

Salí de la casetilla secándome el sudor de la frente (os recuerdo: julio, cocinando en lecha metido entre ladrillos). Yo solo llevaba puesto unos viejos vaqueros cortos y unas viejas zapatillas de montaña. Con lo sudorosos que tenía el pecho velludo y la espalda empapaba cualquier prenda con solo tocarla.

“Anda, mira, viene con Ana”, dijo mi mujer al pasar al lado mía de camino a saludar a su hermano.

En aquel momento yo no sabía quién era esa Ana. Lucía me había comentado varias semanas atrás que su hermano llevaba un tiempo saliendo con una chica, pero como todas las cosas que me cuenta sobre el gilipollas, no le presté mucha atención. “Pobre chica”, debí pensar. Y poco más.

Así que, mientras me limpiaba las gafas de sol con un pañuelo, comenzó yo también a acercarme a saludar al heredero, el hijo pródigo. Allí andaban todos en corro alrededor del coche, hablándonoslas unas ayudando con las bolsas otros… “Bueno, venga, no seáis pesados”, dijo Daniel, mi cuñado: “Esta es Ana, pero no la agobiéis”. El aquelarre de tías se lanzó a besuquear al la muchacha, que desde mi posición y con los primos por medio yo no alcanzaba a ver. El besamanos fue avanzando hasta que le tocó a mi mujer saludarla, y al terminar y verme a su espalda, se volvió y anunció sonriente: “Mira, Ana, este es Alex, mi marido”.

No sé si alguien de la familia se percató, pero hubo unos segundos, que a mí se me tornaron horas, como en una de esas malas películas donde ralentizan las caídas, en las que Ana y yo nos quedamos mirándonos sin saber cómo reaccionar. Porque aquella Ana, claro, era Anita. Y yo, el tipo del que se había despedido para siempre haciéndole meterle los dedos en el coño en la Plaza Mayor de Madrid.

No nos dio tiempo a balbucear. No sé qué me llevó a tomar aquella decisión, pero el caso es que me lancé a darle dos besos mientras decía: “Hola, Ana. encantado”. Lucía se había percatado de aquella extraña pausa pero no acertó a intuir el motivo: “Hijo, que ya iba a darte una colleja. Perdónalo, Ana, es que se mete ahí a cocinar y se toma las cervezas como agua”. Pero Ana creo que ni la escuchó. Se limitaba a mirarme sin saber cómo reaccionar, hasta que no pudo más que balbucear un: “Encantada”. Mi cuñado la agarró entonces del brazo y la condujo, cargado de bolsas, hacia la escalera exterior que daba acceso a la primera planta, donde estaban los dormitorios. En el camino, Anita se giró y me buscó con la mirada, con una expresión de total desconcierto.

A ojos de la familia, éramos unos completos desconocidos. Al pensar en ello, mientras cada cual volvía a sus quehaceres, me pareció terriblemente excitante.

Fue entonces cuando supe que aquel iba a ser un verano interesante...
Empieza bien, un poco lioso quien era tu ex y quien tu mujer. Veremos cómo sigue.
 
Si se le, se ponen ellas misma ( o, se pone en suerte el mismo) como a Felipe II... lo lógico es que aproveche el tiempo.
La propaganda del mercadillo va a ser demoledora...
No te digo que te vistas... pero ahí tienes la ropa...
¡bueno, mas que vestir, desvestir....!
Si, pero como se entere su mujer, lo manda a paseo. Está jugando con fuego y de momento la Prima ya los ha pillado y quiere su parte.
 

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