Un par de días más tarde volvimos a casa. Silvia se comportaba de manera completamente normal y yo no lograba entenderlo pero no me atrevía a reconocer que había sido espectador pasivo de aquellos dos episodios. Unas semanas más tarde empezó a tener nauseas y vómitos y me confirmó que se le había retrasado la regla. Rápidamente hicimos un test de embarazo y dió positivo. Por fin, después de tantos meses, se había quedado embarazada. Silvia estaba inmensamente feliz y yo me dejaba contagiar de su alegría pero en privado no podía alejar la punzante sospecha sobre la paternidad del niño que Silvia llevaba en su interior. Concluímos que el mágico momento de la concepción había sido ese polvo mañanero después de dos noches de fiebre pero era imposible obviar que la matriz de Silvia había recibido el día anterior aportaciones de semen seguramente mucho más abundantes por parte de Alberto y su padre.
Nueve meses más tarde nació Juan y se parecía muchísimo a mi. Es algo que se dice de todos los recién nacidos pero en el caso de Juan había unanimidad. Incluso una amiga nuestra genetista me confirmó que el lóbulo de la oreja unido era un rasgo heredado del padre y Juan tenía el lóbulo como el mío. Y cosas de la memoria, en ese momento me vino un fogonazo de mi tío Paco cogiéndome en brazos cuando yo era pequeño y recordé que me sorprendió ver cuán grande y colgante era su lóbulo. Y por fin pude relajarme un poco.
Nunca olvidaría lo que había pasado aquel verano pero de alguna forma, el hecho de que fuera mi semilla la que hubiese preñado a Silvia le quitaba trascendencia a todo el episodio. Y conforme fue pasando el tiempo y esa personita fue creciendo aquello se convirtió en un recuerdo lejano, como aquellos que no sabes si realmente has vivido o te lo han contado.
Cuando Juan tenía 5 años se murió mi tío Paco. A pesar de lo humillado que me sentía no pude convencer a mi madre de que no era necesario que yo fuera al entierro. “La familia es la familia”, me dijo y ahí se acabó el asunto. Bajamos del tren y nos esperaba el hermano pequeño de mi padre y de tío Paco en la estación y nos llevó directamente al tanatorio. Mi madre le preguntó cómo había pasado y tío José nos dijo que en la cama. Eso a mi madre le pareció una manera muy tranquila de irse, durmiendo en la propia cama, pero mi tío la corrigió: no, no estaba durmiendo y tampoco estaba en su cama. A buen entendedor pocas palabras bastan.
En el tanatorio mi tío Paco estaba de cuerpo presente. Siempre me ha parecido un espectáculo excesivo pero debíamos presentar nuestras condolencias a la familia y despedirnos del fallecido. Y allí estaba yo, ante el cadáver del hombre de setenta y pico que unos pocos años antes se había tirado a mi novia de forma brutal con la polla más grande que yo haya visto y que me había dado las peores noches de mi vida temiendo que hubiera sido su esperma el que hubiera preñado a Silvia. Pero no, el lóbulo de la oreja le descartaba, ese lóbulo grande y colgante, bajo el que aún se distinguía la marca de una cicatriz…
Rápidamente busqué a mi madre y la arrastré hasta el féretro. - ¿Qué es esa cicatriz? - le dije nervioso. - ¿Eso? Tu tío de joven era muy presumido y no le gustaba como tenía pegados los lóbulos de las orejas, tu padre siempre me contaba que de pequeños le tomaban el pelo porque era el único que los tenía unidos. Un día se cansó y se los rajó con un cuchillo de pelar patatas. - De pronto todos los temores volvieron en una ola de pánico que me dejó congelado. Mi madre se alejó a cotillear con algún conocido y yo tardé una eternidad en salir de la sala donde estaba expuesto el cuerpo de tío Paco. Ya fuera me encontré con Alberto que parecía muy afectado por la muerte de su padre. Él también tenía los lóbulos unidos. Y no sólo él, los dos hijos de tío José también, a pesar de que su padre no los tenía y también el hijo de diez años de mi prima Ana.
¡Por Dios! ¡No podía ser verdad! El hijo de puta de tío Paco, igual que su hijo, se había pasado toda la vida follándose todo lo que se le ponía a tiro dejando un rastro de hijos bastardos. No había tenido reparo en tirarse a su sobrina y tampoco a sus cuñadas. ¡Por favor! ¡Yo mismo podría ser hijo suyo! Estuve a punto de desmayarme… mi hijo… mi propio hijo, quizá fuera en realidad mi hermano…
Al volver a casa removí cielo y tierra para conseguir que me hicieran una prueba de fertilidad. Me peleé con los de la mútua y me hice el loco para que me firmaran el consentimiento, pero es que mi salud mental necesitaba saberlo. El día de la muestra no le dije nada a Silvia. Me sentí fatal cerrado en esa sala beige, con un potecito en la mano y material pornográfico para todos los gustos repartido por la mesa. Temí que me fuera imposible eyacular en esas condiciones pero entonces, mientras me masturbaba, me vino a la mente la escena junto al río. Recordé las descomunales pollas de Alberto y su padre. Yo no había heredado ese rasgo. Durante muchos años había visto las caras de las chicas al ver el falo de Alberto, desde la lujuria más desenfrenada hasta un terror físico. Siempre había tratado de imaginar cómo debía ser tener un instrumento con el que hacerlas sentir llenas hasta lo imposible. Un instrumento que esas chicas recordarían el resto de su vida, cada vez que intentasen volver a sentir esa sensación de plenitud absoluta con alguien menos dotado, alguien como yo. ¿Cómo se debía sentir Silvia? Esa tarde junto al río la había visto sufrir de dolor, pero no luchar, no rechazarlos. Jamás me había comentado nada pero yo lo había notado cada vez que hacíamos el amor, aunque me lo negara a mi mismo. Esa tarde Alberto y su padre habían tomado posesión del sexo de mi novia y yo jamás lo recuperaría. Silvia jamás había vuelto a sentir algo como aquello, jamás había vuelto a notar como las paredes de su sexo se dilataban para acoger aquellos miembros tan hermosos, como todo su cuerpo se había concentrado en notar cada centímetro cúbico de carne que la penetraba, como su matriz se había llenado con el ardiente fruto de sus huevos.
El resultado fue negativo. Mis espermatozoides no eran aptos para concebir.