Un viaje inesperado
Capítulo 1 - El niño que escuchaba al fuego
La noche caía sobre la vasta hacienda de la familia Suryanarayanan como un manto de terciopelo negro tachonado de diamantes. La casa, de altos balcones labrados en piedra y maderas nobles traídas desde el sur, resplandecía bajo la luz cálida de decenas de lámparas de aceite. En el gran salón, los invitados - señores de turbantes enjoyados, damas con saris bordados en hilos de oro y algunos caballeros ingleses de levita y peluca empolvada - brindaban con copas de cristal tallado mientras discutían, en voz baja y con palabras precisas, sobre las últimas observaciones astronómicas y los misterios del firmamento.
Sobre una mesa de ébano, un astrolabio relucía como si aún guardara en su bronce el último rayo de sol. Mapas celestes, desplegados con esmero, servían de excusa para las conversaciones eruditas, y en el aire flotaba el aroma intenso del cardamomo y el sándalo.
- ¿Dónde está el niño? - preguntó, con voz grave y pausada, el padre de Vihaan, ajustándose la faja bordada con hilos de plata.
Su mirada, aguda como la de un halcón, se posó sobre su esposa, que sonrió con cierto desasosiego.
- No lo sé, Raghu. Dijo que salía a tomar el aire… pero ya hace rato de eso.
Un murmullo recorrió el grupo de invitados más cercanos, aunque pronto la conversación volvió a las constelaciones y a los cometas.
Mientras tanto, lejos de la fiesta, Vihaan deambulaba por los jardines. El césped húmedo crujía bajo sus pies descalzos y el perfume de jazmines y buganvillas se mezclaba con el olor más áspero de la tierra recién regada. El jardín, inmenso como un pequeño reino, se perdía en la penumbra, donde sólo unas pocas antorchas y braseros combatían la noche.
Desde muy pequeño, alzaba la vista al cielo, imitando a sus padres, guardianes silenciosos de las estrellas. Creía que aquellas luces lejanas no conocían la muerte, y ese pensamiento lo envolvía en una calma profunda. Brillaban mucho antes de que él viniera al mundo, antes de que el hombre aprendiera a llamarse hombre y a caminar erguido… y seguirían allí, inmóviles y pacientes, cuando su voz se apagara y la humanidad fuera solo un eco perdido en el tiempo.
Fue entonces cuando escuchó una voz grave, áspera por los años, que parecía salir de las mismas brasas. La siguió, con el corazón latiendo como un tambor de guerra, hasta encontrar un rincón oculto entre arbustos y palmeras. Allí, junto a una hoguera que chisporroteaba contra el viento nocturno, un viejo sirviente de barba blanca y turbante desteñido estaba sentado sobre un tapiz raído. Sus ojos, encendidos por el reflejo del fuego, parecían conocer secretos que los libros jamás podrían contar.
Vihaan se agachó detrás de un árbol para escuchar. Y se quedó quieto, absorto en las palabras del anciano. Pero algo más captó su atención: junto al fuego, sentados en círculo, había varios niños. Eran hijos de la servidumbre, rostros marcados por la pobreza, cuerpos delgados y ropa raída que apenas los cubría del frío nocturno. Sus ojos brillaban con el reflejo del fuego, pero también con la curiosidad y el hambre de historias que sólo las leyendas pueden saciar. Vihaan, vestido con finas telas y joyas, sintió el peso de su mundo dorado, tan distinto al de aquellos pequeños cuerpos endurecidos por la vida. Se ocultó tras un arbusto, sin querer interrumpir, pero su presencia no pasó desapercibida.
El anciano, con una sonrisa suave y profunda, levantó la mano y habló en voz alta, clara y cálida:
- Venid, hijos del viento y la tierra, no hay diferencia bajo el abrazo de la noche ni el brillo de esta hoguera.
Vihaan contuvo la respiración. Entonces el anciano añadió, con voz firme y sin titubeos:
- Y tú, que escondes tus pasos tras las hojas y la sombra, no temas acercarte. Que la curiosidad no conoce estirpes ni linajes. Acércate y únete a nosotros.
El niño, sin dudar, dejó atrás el arbusto y se sentó junto al grupo. El calor del fuego y la acogida del anciano lo envolvieron, borrando por un momento la distancia que la fortuna había impuesto entre él y aquellos niños.
El viejo sirviente palmeó suavemente el suelo para indicar un lugar junto a él y empezó de nuevo:
- Escuchad bien, pues la historia que os contaré no es solo de dioses, sino del mar y de la vida, del poder y de la traición...
Vihaan supo entonces que esa noche no solo escucharía una leyenda, sino que iniciaría un viaje que lo marcaría para siempre.
- Muchachos… - dijo el anciano, sin mirarlos, como si hablara al aire o a la noche misma - En el principio, sólo existía Mahadya, el Gran Horizonte, señor de todo cuanto es y será. De su aliento nació la tierra, y de sus lágrimas, el océano.
El fuego crepitó, lanzando chispas que ascendieron como pequeñas estrellas huyendo hacia el cielo.
- Mahadya tomó por esposa a Suryani, la dama del amanecer, y de su unión nacieron tres hijos. El mayor, Vraj, fuerte como la roca y severo como el monzón. El segundo, Amara, sabia como las aguas profundas y paciente como las mareas. Y el tercero… ah, el tercero… fue Kāmara - dijo bajando la voz - joven como la espuma del mar, travieso como el viento que cambia de rumbo, y capaz de conceder deseos a los mortales.
El anciano tomó un puñado de arena y lo dejó caer lentamente en el fuego, que chisporroteó como si protestara.
- Pero Kāmara no escuchaba a sus hermanos. Regalaba tesoros, prometía glorias y cumplía caprichos que sólo traían desgracia. Y así fue como, Vraj y Amara decidieron encerrarlo en el Sundra-kalash, el cofre sin tiempo, y lo arrojaron a las aguas más profundas del mundo…
El viejo hizo una pausa, y su mirada se perdió en las llamas.
- Dicen que aún viaja, de ola en ola, esperando que unas manos imprudentes lo liberen… y entonces, muchachos, el mar entero será su reino.
Vihaan, con los ojos abiertos como platos, sintió que el fuego parecía susurrarle, invitándolo a seguir escuchando. El murmullo de la fiesta, allá en la casa, parecía un mundo lejano.
Aquella historia del Dios Mono que concedía deseos, encerrado en una prisión por sus hermanos y perdido en el vasto océano, lo acompañaría hasta el último suspiro de su vida, convirtiéndose en una auténtica obsesión.
En aquel entonces no lo sabía aún; era apenas un niño escuchando una historia a la luz temblorosa de una hoguera. Pero, dentro de muchos años, la leyenda de Kāmara y el Sundra-kalash seguirían ocupando su memoria, y hasta su propia razón.
Vihaan ya tenía su futuro trazado: la mujer con quien debería casarse, su profesión, el lugar donde viviría. Sin embargo, nada de eso le importaba lo más mínimo. Su mente estaba fija, inquebrantable, en desentrañar cada secreto de aquella historia.
Fue precisamente el acuerdo matrimonial con Nalini lo que empujó a Vihaan a tomar la decisión más crucial de toda su vida.
La primera vez que la vió y supo de su existencia fue durante una elegante recepción en la casa de su familia, entre risas contenidas, joyas que brillaban bajo la luz de los candelabros y el murmullo de conversaciones entre familias de alto linaje.
Nalini, de apenas dieciséis años, destacaba no solo por su belleza serena, sino por una mirada intensa, orgullosa y desafiante, que desmentía la aparente calma de sus movimientos. Su piel clara, tersa como el pétalo de un loto, y sus ojos oscuros parecían contener secretos que ningún niño de su edad debería cargar.
Vihaan la observó de reojo, sin atreverse a cruzar palabra, consciente de que aquella joven, hija de otra familia noble, era la prometida que sus padres ya habían elegido para él.
No hubo saludo ni presentación. Cuando la noticia del compromiso fue anunciada por sus padres, ambos sintieron un choque brutal: dos jóvenes arrojados a un destino impuesto, sin voz ni voto.
Sus miradas se encontraron una vez, fugazmente, llenas de incredulidad y silenciosa rebeldía, como si en ese instante entendieran la injusticia de aquel acuerdo que les robaba la libertad. No era amor lo que los unía, sino la obligación, una tradición tan rígida que aplastaba cualquier resquicio de deseo o voluntad propia.
Vihaan, acostumbrado a buscar respuestas en los cielos y en los libros, se encontró sin ellas en la mirada de Nalini, y supo que ese encuentro sería el preludio de un viaje mucho más tormentoso que cualquiera de sus exploraciones científicas.
Tan cierto como el sol nace por oriente y se oculta por occidente, tan inevitable como Vishnú sostiene el orden del universo con cada una de sus manos, la joven pareja acabó casándose.
Sin demasiadas dificultades, ambos recibieron un hogar propio y un servicio dedicado que los atendería con esmero hasta el fin de sus días. Vihaan se sumergió en sus estudios, mientras, a escondidas de aquel mundo de falsedades y apariencias, seguía indagando en la enigmática leyenda de Kāmara.
Nalini, resignada ante su cruel destino, aguardaba con paciencia una descendencia que parecía negarse a llegar. El sexo entre ellos era más una formalidad que un acto de deseo, cumplía el mismo propósito por el que se habían unido: contentar a sus familias y perpetuar la tradición.
Los años transcurrían y los hijos no llegaban. No les faltaba nada: casa, dinero, comodidades... salvo lo más esencial: el amor.
Vihaan ya había cumplido los veinte, y su vida seguía estancada en aquella carrera a contrarreloj que nunca había pedido correr. ‘¿Cuándo tendréis hijos?’ le espetaban con insistencia, como un martillo implacable. ‘¿Cuándo nos regalaréis nietos?’ añadían, siempre con la sombra de Dharini, la diosa de la procreación y la fertilidad, rondando en sus palabras, una presencia que parecía exigirles una respuesta que ninguno podía dar.
El jóven astrónomo tenía una vida privilegiada que le permitía entregarse a sus estudios del cosmos sin tener que preocuparse por el trabajo. Contaba con una mujer hermosa que lo buscaba cada noche con deseo, aunque por razones ya conocidas, pues su unión era más una danza vacía que un encuentro de almas.
Una noche, después de hacer el amor, Nalini se levantó lentamente de la cama. Su cuerpo desnudo era una sinfonía de curvas delicadas y piel tersa, ligeramente bañada por la luz mortecina de las velas. Sus hombros suaves y firmes se elevaban con cada respiración, y sus manos recorrían con calma el borde del sari que reposaba a su lado.
Con movimientos pausados y elegantes, comenzó a vestirse con el sari de seda color marfil, bordado con hilos dorados que capturaban la luz con cada pliegue. La tela se deslizó sobre su figura, abrazando su cintura estrecha y cubriendo su pecho con la modestia propia de las mujeres de su estatus social.
Una vez vestida, caminó hacia el escritorio de Vihaan dónde este trabajaba sin descanso, dejando un leve aroma a jazmín tras de sí, y contempló los papeles esparcidos.
- ¿Qué estás leyendo? - preguntó, con curiosidad y un deje de cansancio.
- La leyenda de Kāmara y el Sundra-kalash, el cofín donde yace encerrado —respondió él, con la mirada fija en las viejas páginas.
- Ah! Al ver al mono, pensé que era Hanumán - musitó ella, esbozando una sonrisa leve, pero con un filo de reproche en la voz - Pensaba que le rezabas para que te otorgara fuerza y valentía, para que así pudiéramos contentar a nuestras familias.
En su tierra, Hanumán era símbolo de poder, devoción y coraje. Le imploraban protección en las batallas de la vida y valor para superar las pruebas, incluso para bendecir la fertilidad y la prosperidad del hogar. Pero allí estaban ellos, él perdido en viejas leyendas y ella esperando un milagro que nunca llegaba.
- ¿No conoces la historia de Kāmara acaso? —dijo Vihaan, sin prestar atención al agravio y levantando la cabeza con un brillo intenso en los ojos.
- ¿Historia dices? - replicó Nalini, apoyando su trasero en el escritorio, con una sonrisa de escepticismo - Dirás leyenda, ¿no?
Intrigada por el fuego que ardía en la mirada de su impuesto marido, permaneció allí, desafiante.
- No es una leyenda, Nalini... - insistió Vihaan, acercándose un poco más.
- ¿Cómo? - preguntó ella, entre divertida y escéptica.
- Que no es una leyenda, como la gente cree...
- ¡Pero qué sandeces dices! - rió ella, alzando una ceja - No estarás fumando charas o bebiendo alguna de esas pócimas que venden en los bazares, ¿verdad?
Vihaan sonrió negando con la cabeza y comenzó a rebuscar entre sus innumerables papeles desperdigados por el escritorio hasta que, finalmente, encontró lo que buscaba.
- Mira - le dijo, ofreciéndole un manuscrito envejecido, cuyas páginas amarillentas crujían al tacto - Lo tomé prestado la semana pasada en la biblioteca de la universidad de Calcuta. Allí guardan algunos textos raros y prohibidos, entre ellos colecciones de crónicas antiguas que pocos se atreven a leer.
Nalini sujetó el documento entre sus finas y engalanadas manos, adornadas con delicados anillos de oro y gemas, y se pasó un mechón de pelo detrás de la oreja, intrigada.
El manuscrito narraba un episodio poco conocido de la historia: una batalla naval librada en el siglo XVI en las aguas del Golfo de Bengala, donde un poderoso general indio - cuyo nombre había sido borrado por el tiempo - consiguió lo imposible. Su flota, inferior en número y armamento, se enfrentaba a un enemigo que parecía invencible, una fuerza extranjera que amenazaba con conquistar las costas de su tierra.
Pero la victoria llegó gracias a un artefacto místico, descrito en el texto como un antiguo cofre tallado con símbolos arcanos, cuya apertura desataba un poder desconocido capaz de cambiar el curso de la batalla. Aunque el manuscrito no nombraba directamente a Kāmara, hablaba de un ser encerrado dentro del Sundra-Kalash, un poder que concedía deseos y fuerzas más allá de la comprensión humana, y que sólo podía ser liberado por el más digno.
- Dicen que aquel artefacto fue la clave para la victoria - murmuró Vihaan - y que desapareció poco después, perdido en las profundidades del océano.
Nalini levantó la mirada, el brillo de la incredulidad mezclado con fascinación en sus ojos.
- ¿Por qué me miras así? - preguntó Vihaan, su voz cargada de una mezcla de desafío y tristeza.
- Miro a mi esposo, pero tan solo veo a un niño - respondió Nalini, arrojando el manuscrito sobre la mesa con un gesto que mezclaba cansancio y reproche. Vihaan sintió un nudo en el estómago, preocupado por su estado - Estás perdiendo el tiempo con cuentos y leyendas cuando deberías prestar atención a los asuntos serios de la vida.
- No lo entiendes, mujer - replicó él con firmeza - No se trata de una leyenda… tengo pruebas. Muchas… Escucha!
Durante años, el jóven astrónomo había recopilado indicios, relatos y documentos dispersos que hablaban, entre susurros, del Sundra-Kalash y su influencia en la historia de su tierra y sus mares.
Por ejemplo, en 1498, en la costa de Malabar, el gobernador local, Raja Krishnadeva, logró repeler una invasión portuguesa gracias a lo que describieron como un “objeto de poder escondido en una caja sagrada”, que inspiró a sus marineros y alteró el curso de la batalla naval de Kozhikode. Las crónicas hablaban de extrañas luces sobre el agua y un canto que levantó la moral de sus tropas.
Más tarde, en 1565, durante la batalla de Talikota, que selló el destino del imperio Vijayanagara, un embajador persa registró en sus memorias la existencia de un cofre legendario, custodiado por sacerdotes en las playas cercanas a Hampi, que podía conceder “favores divinos a quien supiera invocarlos”. Aunque nadie supo de su paradero después del caos, algunos creen que el Sundra-Kalash fue la clave para las victorias temporales de los reyes hindúes.
Y en 1602, poco antes de la era actual, un marinero árabe llamado Farid al-Basri relató en su diario un encuentro con un anciano sabio cerca de la costa de Gujarat. El anciano le habló de un dios joven, travieso y poderoso, encerrado en un cofre místico llamado Sundra-Kalash, que concedía deseos y podía decidir el destino de quienes se atrevieran a buscarlo en alta mar.
- Todo apunta a que el Sundra-Kalash no solo es real - concluyó Vihaan - sino que su poder y misterio han marcado siglos de historia oculta entre las olas y la arena.
Nalini guardó silencio, mientras sus ojos exploraban la habitación, como buscando algo tangible a lo que aferrarse, pero sus labios se negaban a pronunciar palabras de esperanza.
Conocía a su joven esposo casi como si fuera Savitri, la diosa que ve el destino de los mortales y sus secretos más profundos. Ese fuego en su mirada era la señal indiscutible de que jamás se detendría hasta descubrir si la historia del dios mono Kāmara era realidad o tan solo una leyenda.
La jóven esposa, se levantó del escritorio y se acercó a la ventana. La abrió de par en par, dejando que el aire nocturno de Calcuta entrara en la estancia, invadiendo el hogar con la frescura y el misterio de la noche, y el aroma lejano de las hogueras encendidas en honor a Diwali, la festividad de las luces que iluminaba los corazones y las calles de la ciudad.
- ¿Y cuándo marcharás? - preguntó ella, mirando las lejanas hogueras titilar como centellas en la oscuridad.
- ¿A qué te refieres? - respondió Vihaan, con una ligera sombra de evasión.
- Conozco ese fuego en tu mirada, esposo… lo posees desde que te conocí, y lo seguirás conservando hasta que te mueras - Nalini sabía que jamás desistiría - ¿Cuándo partirás?
Vihaan bajó la mirada, quizás arrepentido por no haber sido el marido que sus padres ni su mujer esperaban. Pero sincero, como siempre.
- Cuanto antes, mejor…
- ¿Hacia dónde?
- Inglaterra…
- ¿Por qué Inglaterra? ¿Por qué recorrer medio mundo? - preguntó Nalini, con una mezcla de curiosidad y preocupación.
Vihaan suspiró y se acercó a la ventana, mirando también hacia las lejanas luces que anunciaban el Diwali y al mismo tiempo la expansión del imperio británico.
En el siglo XVII, Inglaterra emergía como una potencia naval y comercial sin igual. Su flota de barcos de vela dominaba los océanos, extendiendo el alcance de la Corona británica a los confines del mundo conocido. En aquellas décadas, la Compañía Inglesa de las Indias Orientales se consolidaba como la punta de lanza de un imperio en expansión, transformando la India en un territorio bajo su control efectivo, aunque velado bajo el manto de acuerdos y tratados.
La India, rica en recursos y saberes ancestrales, se convirtió en un objeto de codicia para los invasores. Más allá de la extracción de especias, sedas y metales preciosos, los ingleses se apoderaron de la herencia cultural y científica que había prosperado durante milenios en aquellas tierras. Bibliotecas milenarias, manuscritos sagrados, textos de alquimia, astronomía y mitología fueron saqueados y llevados a Inglaterra, donde se guardaban celosamente en archivos y colecciones privadas.
Entre esos documentos robados se encontraban relatos velados, piezas de un rompecabezas ancestral sobre el dios mono Kāmara y el Sundra-Kalash, un artefacto de poder legendario. El expolio no solo era material, sino también espiritual: arrancar de raíz las raíces del conocimiento para someter a un pueblo a través del olvido y la ignorancia.
Vihaan comprendía que para desentrañar la verdad y recuperar esa historia olvidada, debía atravesar medio mundo y enfrentarse al corazón mismo del imperio que había despojado a su tierra de su memoria. Inglaterra no era solo un destino, sino el epicentro donde convergían las piezas del misterio, custodiadas entre pasillos oscuros y estanterías polvorientas.
Así, aquel joven astrónomo sabía que su viaje no sería una mera travesía científica o aventurera, sino una misión cargada de riesgos y desafíos, donde la historia y la injusticia se entrelazaban en cada ola del mar que debía surcar.
Tres días. Fue lo acordado. Tiempo suficiente para que él preparase su viaje, y para que ella siguiera insistiendo en que la semilla brotara dentro de su vientre. Vihaan vivió aquellos días entre el cansancio extremo y la presión creciente. Durante el día, debía enfrentarse a la burocracia incesante: obtener permisos y visados para salir del territorio, gestionar la documentación con los oficiales de la Compañía de las Indias Orientales y buscar un navío dispuesto a llevarlo a Inglaterra. No era tarea fácil; en el bullicioso puerto de Calcuta, entre el aroma a salitre y especias, negociaba con capitanes y comerciantes, cruzando miradas desconfiadas y estrechando manos sudorosas para asegurar su pasaje en uno de los barcos que surcaban el vasto océano.
Por la noche, sin embargo, debía cumplir con otra obligación, una que la tradición imponía con fuerza: satisfacer a su esposa. Nalini, con la determinación de quien quiere asegurar un futuro, mantenía viva la costumbre ancestral. La joven pareja se entregaba a la exploración de las artes amorosas, practicando todas las posturas del Kamasutra con una mezcla de fervor y ocasional torpeza.
Entre risas contenidas y alguna que otra queja de sus músculos, probaron la “Garuda extendida” - un equilibrio delicado que los dejó al borde del colapso - y la “Tortuga invertida”, que más que placer provocaba mareos. Sin olvidar la “Serpiente enroscada”, que terminó con Vihaan enredado como si hubiera luchado contra una anaconda.
Pero no importaba el cansancio ni las dificultades: cada gesto, cada suspiro, era un ritual que mantenía vivo el vínculo entre ellos, incluso cuando el destino parecía jugar en contra.
Al amanecer del cuarto día, esposa y padres acudieron al puerto para despedir al intrépido explorador. Nalini era la única que conocía el verdadero propósito de su viaje y guardó celosamente aquel secreto ante los padres de Vihaan, quienes ni lo habrían entendido ni, por supuesto, aprobado, pues aquella expedición era tan peligrosa como inaudita.
La despedida fue de pocas palabras, más racional que sentimental. No hubo lágrimas ni pañuelos ondeando al viento, tan solo el deseo firme de que volviera sano y salvo, junto con algunos regalos cuidadosamente escogidos.
Su esposa le entregó un amuleto sagrado, un pequeño Kalash de cobre adornado con filigranas de plata, lleno de agua bendita de un río sagrado y unidas por las hojas de mango, símbolo de buena fortuna y protección según la tradición hinduista. “Llévalo siempre contigo - le dijo - para que las aguas peligrosas no te arrastren y los vientos fríos del mar te sean favorables.”
Los padres, en cambio, haciendo honor a su estatus y clase social, le regalaron un sirviente para que le acompañara y asistiera durante el viaje.
Se llamaba Bhagirath, un hombre de complexión robusta, casi corpulenta, con un turbante impecablemente enrollado sobre su cabeza, un punto carmesí marcado en la frente y un bigote largo y rocambolesco que parecía contar sus propias historias. Pertenecía a la casta Shudra, dedicada tradicionalmente a los servicios y labores de asistencia.
Bhagirath era conocido por su carácter bondadoso y su paciencia infinita, un alma humilde y servicial que no dudaba en ofrecer su ayuda con una sonrisa cálida. Su presencia transmitía tranquilidad, y aunque pocos lo decían en voz alta, todos sabían que aquel hombre de aspecto sencillo era un pilar invisible y firme, un compañero que se volvería indispensable para el joven Vihaan en la aventura que estaba a punto de comenzar.
El barco que aguardaba al jóven aventurero en el puerto de Calcuta era un robusto navío inglés, una fragata de vela pesada y casco ennegrecido por el tiempo y la sal del mar. Sus mástiles altísimos y las velas hinchadas parecían desafiar al cielo despejado, mientras la bandera de la Compañía de las Indias Orientales ondeaba con arrogancia.
La tripulación estaba compuesta en su mayoría por irlandeses, hombres de rostros curtidos y ojos chispeantes, acostumbrados al frío y a las tormentas del Atlántico. Rudos y de pocas palabras, eran también famosos por sus bromas pesadas y su buen humor en medio de la dureza del mar. Decían que un irlandés sin una cerveza y un buen chiste era como un barco sin velas: destinado a quedarse varado. Pero no por ello dejaban de ser feroces en el trabajo, y menos con los extraños a bordo. Transportaban especias, tejidos y mercancías de valor, pero también secretos que no se hablaban en voz alta.
El trayecto prometía ser largo y arduo: casi dos meses atravesando océanos, luchando contra tormentas y mareas, cruzando rutas aún poco exploradas.
La despedida fue fría, tensa, como un adiós envuelto en pragmatismo. No hubo abrazos, ni lágrimas, solo miradas escuetas y manos que se soltaron con una firmeza casi mecánica. Aquellos que observaban desde la orilla guardaban en el pecho una mezcla de esperanza y temor, conscientes del peligro que acechaba más allá del horizonte.
Cuando el barco comenzó a alejarse, cortando las aguas con su proa afilada, el sol comenzaba a despuntar en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos dorados y anaranjados.
Vihaan, firme en la cubierta, no podía apartar la mirada del rumbo marcado hacia el infinito. Recordó aquel niño que tantos años atrás escuchaba atento el crepitar del fuego junto a un viejo ciego, y cómo aquella leyenda le había encendido el alma. Así como antaño aquella hoguera iluminaba la noche, el sol del amanecer ahora lo impulsaba a probarse a sí mismo, a vivir la aventura que el destino le había marcado.
El mar se abría ante él, prometiendo misterios y respuestas, y Vihaan sentía el latir de la leyenda ardiendo en su pecho, más vivo que nunca.
Llevaban un par de horas de trayecto y nuestro astrónomo no se había movido de la proa. No podía dejar de mirar el horizonte, que parecía imperturbable, como un sueño al que jamás pudieras alcanzar. A su lado, Bhagirath le atendía en silencio y con cierta devoción, ofreciéndole agua, comida o simplemente protegiéndolo del sol con un parasol de tela; pero Vihaan no respondía. Tan solo podía sonreír, sintiendo por primera vez en su vida que él sujetaba las riendas de su destino. Era libre, por fin.
De repente, la voz ruda de un marinero con marcado acento irlandés rompió sus ensoñaciones.
Un hombre corpulento, curtido por el salitre y el viento, se acercó con paso firme y mirada desafiante. Su rostro tenía cicatrices que hablaban de mil batallas en alta mar, y una barba rojiza que relucía bajo el sol.
- Vihaan Suryanarayanan, un placer — respondió nuestro protagonista con una leve inclinación de cabeza.
- ¡Por todo el oro de Escocia! ¿Por qué demonios vosotros, los sepoyes de mierda, tenéis que complicarlo todo siempre?
El científico no supo cómo responder ante aquella ofensa. Era la primera vez que salía de su mundo envuelto en una burbuja de cristal tallada en finos modales. El mundo real le golpeaba en la cara con la misma dureza con que las olas del mar rompían contra la quilla del barco.
- Perdone… siento si le he ofendido - dijo Vihaan con voz baja pero firme, tratando de mantener la compostura - No estamos acostumbrados a tratar con extranjeros.
- ¿Por qué no usáis apellidos más normales, como O’Connor, Murphy o Doyle? - replicó el irlandés con tono burlón - algo que todo el mundo pueda pronunciar sin romperse la lengua.
Bhagirath no pudo evitar sonreír al escuchar aquellos extraños nombres mientras pelaba con suave precisión un mango para su señor, sus dedos expertos desprendían la piel amarilla sin desperdiciar ni una gota del dulce jugo.
- ¿Y tú de qué te ríes, bigotes? - rugió el irlandés, frunciendo el ceño y apretando los puños - ¿Te parece gracioso lo que digo, eh?
Su rostro, curtido por el viento y el sol, se transformó en una máscara de desafío; sus ojos azules centelleaban con una mezcla de ira y diversión. Se acercó un paso más, dejando que el olor salino y el crujir de las maderas del barco llenaran el silencio tenso.
- Aquí yo no soy el extranjero - dijo el marinero pelirrojo, mostrando amenazante una navaja de hoja corta y afilada, que reflejaba la luz del sol - Así que mucho cuidado, gordo sepoy, ¡si no quieres acabar en el fondo del lecho marino ahora mismo!
Bhagirath apenas se inmutó. Con la calma y precisión de quien ha enfrentado mil tormentas, giró suavemente y, sin apenas esfuerzo, desarmó al irlandés. En un movimiento fluido y casi silencioso, se colocó a su espalda, deslizó el mismo cuchillo con el que pelaba el mango contra la garganta del marinero, susurrándole con voz profunda y serena:
- Los modales hacen al hombre, pero la paciencia lo hace invencible.
El marinero quedó paralizado, sintiendo la fría hoja rozar su piel, y en ese instante comprendió que había subestimado a aquel sirviente corpulento, que parecía tranquilo, pero guardaba en sí un temple de acero.
- Mi señor y yo tan solo deseamos disfrutar de un apacible viaje - dijo Bhagirath, mordisqueando el mango con calma- Vamos a estar muchos días juntos en un espacio muy reducido, irlandés. Será mejor para todos que guardemos las formas y nos respetemos mutuamente, ¿no crees?
El marinero tragó saliva, sintiendo el filo del cuchillo rozar su maltrecha y seca piel, y respondió con voz entrecortada:
- Sí… sí, por supuesto. ¡Lo que usted diga!
- Bien. Ahora, ¿sería usted tan amable de mostrarnos nuestra cabina? Desearíamos poder descansar, si es posible.
Bhagirath guardó el pequeño cuchillo con un movimiento suave y, sin apartar la mirada del irlandés, comenzó a guiar a Vihaan hacia la oscura y estrecha estancia que les esperaba a bordo.
- Así que es usted un sepoy - sonrió Vihaan mientras rebuscaba entre el equipaje.
La cabina era pequeña pero funcional, con paredes de madera oscura y un ventanuco que apenas dejaba pasar la luz. Un sencillo escritorio, un baúl gastado y una litera de tablones reforzaban el austero mobiliario, mientras el vaivén del mar hacía que todo pareciera moverse lentamente.
Bhagirath, con su característico turbante y el punto rojo en la frente, se apoyó en la puerta con una leve sonrisa.
- Así es, mi señor. Aunque esa etapa de mi vida, por fortuna, quedó atrás. Fuí sepoy del ejército de la Compañía de las Indias Orientales - explicó con voz tranquila - Aprendí a manejar la daga y el machete en la frontera del Deccan, donde las luchas eran constantes y la supervivencia una cuestión diaria. La disciplina y la lealtad me enseñaron que el honor reside más en el corazón que en el rango.
Vihaan asintió, impresionado por la calma y temple de su fiel sirviente.
- Veo que mis padres han elegido cuidadosamente a quien iba a acompañarme en mi viaje - dijo el señor, mirando a su siervo con una mezcla de respeto y cierto alivio.
Bhagirath inclinó ligeramente la cabeza y, con una reverencia pausada pero sincera, deslizó una mano hacia su pecho en señal de compromiso.
- Tan solo estoy aquí para hacer que su vida sea más sencilla, mi señor - respondió con voz firme pero humilde, mostrando la devoción que sentía hacia el apellido Suryanarayanan.
Vihaan sonrió, apoyando los codos sobre el pequeño escritorio y clavando la mirada en el enorme mostacho del sirviente.
- Ya lo veo - dijo con tono irónico - Y para salvarme de situaciones complicadas, visto lo visto.
Bhagirath asintió con una sonrisa discreta, sus ojos brillaban bajo el turbante mientras parecía meditar algo importante.
- Quizás debería avisarle de cómo es la gente en Inglaterra, mi señor y sobre todo de la visión que tienen de nosotros - murmuró con gravedad, como quien conoce bien los caminos que se avecinan.
- No deniego tu oferta, pues creo que me será de ayuda tu experiencia. Algo en mi interior me dice que eres un pozo de sabiduría, Bhagirath… - dijo Vihaan, esbozando una leve sonrisa que se perdió entre el vaivén del barco.
- Gracias, señor, me halaga su consideración - respondió el sirviente con humildad, el turbante ladeado y el gran bigote moviéndose ligeramente con su sonrisa.
Vihaan se acercó al diminuto escritorio, que parecía bailar con las olas, y desplegó cuidadosamente sus anotaciones. Sus dedos recorrían con delicadeza los manuscritos antiguos, mientras sus ojos buscaban la esencia de aquello que lo había llevado a partir.
- Pero antes… ¿Conoces la historia de Kamara y el Sundra-Kalash? - preguntó, su voz baja, casi un susurro, como si temiera despertar algo dormido en el mar.
El sirviente confesó que sí, que conocía aquellas viejas historias que le habían contado de niño junto al fuego. Se acercó al escritorio y empezó a leer los manuscritos con la misma - o incluso mayor - delicadeza que su señor, pasando las páginas como si fueran pétalos frágiles. Vihaan, entusiasmado, trataba de explicarle que todo aquello era real, que su viaje consistía en recopilar más información sobre el paradero de aquel gran poder, y que, con el tiempo, acabaría por encontrarlo. La emoción le tensaba la voz y le iluminaba el rostro como un amanecer en alta mar.
Bhagirath lo escuchaba incrédulo, aunque su expresión, como siempre, mostraba simpatía y aceptación. Cuando Vihaan terminó de hablar, el sirviente permaneció en silencio unos instantes, observando el vaivén del barco como si buscara las palabras adecuadas. Finalmente, se acomodó el turbante, sirvió un pequeño vaso de té especiado y lo dejó suavemente sobre la mesa frente a su señor.
- Mi señor… no soy quién para juzgar los sueños de un hombre. - Tomó aire y lo soltó despacio, como si dejara ir un pensamiento amargo - Pero incluso los mapas más precisos no muestran las tormentas que aguardan en el horizonte.
Vihaan sostuvo la mirada de Bhagirath mientras las palabras de su sirviente se posaban en su mente como anclas pesadas. La metáfora de las tormentas no se le escapó; entendía que no hablaba solo de vientos y olas, sino de gentes, prejuicios y peligros invisibles que acechaban más allá del mar.
Tomó el vaso de té, lo sostuvo entre las manos y dejó que el calor se filtrara en su piel. Durante un instante recordó los días de su niñez, cuando también él escuchaba historias a la luz de una hoguera, convencido de que todas terminaban bien. Ahora, sin embargo, empezaba a comprender que los relatos más memorables eran aquellos en los que el héroe regresaba cambiado… o no regresaba en absoluto.
- Bhagirath - dijo finalmente, con una leve sonrisa que ocultaba la tensión de sus pensamientos - si en mi horizonte hay tormentas, espero que tú seas mi brújula.
El sirviente inclinó la cabeza en una reverencia medida, su bigote arqueándose en una sonrisa tranquila.
- Y yo espero que usted sepa escucharla, mi señor.
Fuera, el golpeteo constante de las olas contra el casco acompañaba el silencio que siguió, como si el propio mar hubiera decidido guardar para sí el resto de la conversación.
Los días a bordo se deslizaron como cuentas en un rosario, cada uno similar al anterior y, sin embargo, distinto en matices. Vihaan y Bhagirath, unidos por un contrato y una despedida breve en el puerto de Calcuta, empezaron a conocerse más allá de la formalidad inicial. Al principio, sus conversaciones eran cortas, casi ceremoniosas; el sirviente siempre hablaba con la cautela de quien mide cada palabra, y el astrónomo mantenía esa cortesía distante propia de su educación.
Pero las largas jornadas en alta mar borraron poco a poco las fronteras. Hubo mañanas en las que Vihaan compartió con él cálculos y anotaciones, y otras en las que escuchó, fascinado, historias del bazar de Benarés o leyendas que el sirviente había heredado de su abuelo. Bhagirath, por su parte, aprendió a interpretar el brillo en los ojos de su señor: cuándo estaba inmerso en sus pensamientos y cuándo, por el contrario, deseaba compañía. El respeto mutuo se convirtió en complicidad, y la complicidad, en una amistad que ninguno habría imaginado.
Los dos meses de travesía fueron un vaivén de olas y confidencias. Entre maniobras y temporales, Vihaan y Bhagirath fueron descubriendo en el otro algo más que la fría formalidad que había marcado su primer encuentro. El respeto impuesto por el contrato se transformó en una amistad serena, como un hilo invisible que se tensaba y afianzaba con cada jornada en alta mar.
El paisaje acompañaba aquel cambio interior. En los primeros días, el cielo aún parecía beber de los colores de la India: amaneceres dorados, tardes que olían a mango y cardamomo, noches cálidas en cubierta bajo constelaciones que Vihaan conocía de memoria. Pero poco a poco, la luz fue perdiendo calor. Las aguas, antes turquesa, se tornaron de un gris profundo. El viento, más cortante, traía olores ajenos: sal fría, algas muertas, madera hinchada por la humedad.
Cuando por fin avistaron Inglaterra, la tierra les recibió con un puerto oscuro y atestado. Navíos mercantes y buques de guerra balanceaban sus mástiles como una foresta de madera y cuerdas. Los estibadores, con las manos ennegrecidas de brea, descargaban barriles de ron, fardos de lana y pescado salado, mientras el relincho de los caballos se mezclaba con el pregón de vendedores y el canto áspero de marineros ebrios. El aire era una mezcla de humo de chimeneas, cuero mojado y el acre olor de la marea baja.
Bajo el cielo plomizo de Bristol, Vihaan sintió ese calor interno que no provenía del clima. Era la misma llama que, de niño, había aprendido a escuchar en el crepitar de una hoguera, aquella que lo empujaba a buscar, a arriesgar, a vivir. No sabía que, a pocas calles del puerto, en un rincón hediondo del barrio marinero, otra persona albergaba un fuego distinto. Un fuego alimentado no por sueños, sino por ron barato y noches interminables.
En una taberna baja, oscura y saturada de humo, la capitana dormía recostada sobre una mesa grasienta, con la frente pegada a un charco de cerveza derramada. Su cabello, enmarañado, caía como un telón sobre su rostro, y el aliento espeso a alcohol era tan fuerte que parecía prender en el aire. A su alrededor, un coro de voces roncas de marineros, risas toscas y discusiones en varios idiomas componían la música del lugar. El suelo pegajoso, las paredes ennegrecidas por el hollín de las lámparas de aceite y el olor a pescado pasado daban testimonio de que allí, la decencia no era bienvenida.
Entre las sombras, un pequeño mono capuchino - de ojos vivaces y manos rápidas - se movía con la agilidad de un ladrón experimentado. Había sido ganado por la capitana en una apuesta a un grupo de gitanos, y desde entonces era su sombra y su cómplice. En silencio, recorría la barra y las mesas, deslizando pequeñas monedas y trozos de pan a su pequeña bolsa de cuero, con la misma naturalidad con la que un marinero respiraba el salitre.
En ese momento, el fuego de Vihaan y el de aquella mujer aún no se conocían, pero ambos ardían, destinados a encontrarse.
El fuego que una vez susurró a Vihaan que debía perseguir sus sueños, ardía también en el corazón de una mujer valiente, decidida a capitanear su propio destino en un mundo dominado por hombres. Ese mismo fuego los impulsaba a ambos, cada uno en su camino, sin que aún supieran que sus llamas estaban destinadas a fundirse. Porque, en ese entrecruzar de destinos y voluntades, comenzaba un viaje inesperado, uno que cambiaría sus vidas para siempre.
Continuará…