Capítulo 14 - La última prueba: El oso contra el tigre
La noche había caído sobre la aldea como un manto de seda oscura. Solo la luna llena y las hogueras mantenían a raya la penumbra, tiñendo de oro y sombras los rostros expectantes. El aire helado olía a humo, sal y tensión.
Los piratas, extranjeros en tierra ajena, miraban con ojos muy abiertos, conscientes de estar siendo testigos de algo más grande que una simple prueba. Grace, de pie junto a Yara, se mantenía en silencio, sus manos crispadas contra el manto de piel que la cubría. Halcón observaba cada detalle con esa quietud inquietante que lo caracterizaba. Mordisquitos, por primera vez en mucho tiempo, no hacía broma alguna. Hasta Bum-Bum y Gipsy habían callado, contagiados por la solemnidad que envolvía la plaza.
De pronto, la Vieja Misteriosa apareció en medio del círculo de tierra batida. La multitud se apartó en cuanto su silueta encorvada surgió entre las sombras. El pilar tallado en forma de oso quedaba justo a su espalda, como si el espíritu del animal la acompañara y la protegiera.
Sus dos ayudantes avanzaron tras ella, cargando dos cántaros llenos de un líquido espeso y oscuro como la brea, quizás sangre o aceite extraído de las ballenas. Con movimientos calculados y ceremoniales, comenzaron a derramarlo en la tierra, dibujando un círculo perfecto que encerraría a los combatientes. El hedor era fuerte, casi metálico, y cuando pasaron cerca de los piratas, Grace inclinó la cabeza con respeto. Sintió cómo el líquido viscoso se extendía cerca de sus pies, marcando el límite entre lo sagrado y lo profano.
En un extremo de la plaza, MacFarlane apoyaba las manos en los hombros de Bhagirath, masajeándolos con fuerza.
- Hazlo como tú sabes, Bigotes - gruñó el escocés, con la voz ronca pero firme - No hay gigante en la tierra que pueda con tu corazón indomito.
Bhagirath permanecía erguido, inmóvil como una estatua. Sus ojos no se apartaban de Skarde, que esperaba desde el otro extremo del círculo con el ceño fruncido y los dientes apretados, la rabia contenida latiendo en sus venas. Dos mundos opuestos a punto de chocar.
Cuando las dos mujeres terminaron su tarea, se apartaron en silencio y con la cabeza gacha. Entonces la vieja misteriosa se quitó la capucha com delicadeza, dejando al descubierto un rostro consumido por la edad. La piel arrugada parecía roca castigada por mil inviernos, y de sus cuencas emergían dos ojos completamente blancos, ciegos, pero llenos de un conocimiento que trascendía al tiempo y a la propia vida. Elevó los brazos hacía el cielo y habló en su lengua, palabras antiguas que se mezclaban con el viento y parecían rebotar en las paredes congeladas del fiordo. La voz, quebrada y profunda, arrastraba ecos que nadie comprendía del todo, pero que todos sintieron dentro de sus huesos.
Al final de su letanía, bajó los brazos lentamente y giró su rostro hacia los dos contendientes. Con un gesto mínimo, les indicó que entrasen en el círculo. Skarde dio un paso al frente, despojándose de la capa de pieles y mostrando su torso desnudo. Era un hombre enorme, con músculos tallados por la violencia y la supervivencia. Sus cicatrices eran trofeos, su cuerpo un muro de fuerza bruta.
Bhagirath se quitó también su capa, mostrando un físico distinto: no tan vasto ni desmesurado, pero firme, fibroso, templado por la disciplina y la voluntad. Un contraste marcado: la brutalidad contra la determinación.
La anciana se acercó a ambos, inclinándose hacia el primero y susurrándole algo que solo él escuchó. Luego hizo lo mismo con el segundo. Sus palabras eran como un secreto cargado de peso, un juramento que nadie más sabría. Después, salió del círculo con pasos lentos, ceremoniales. Elevó la mano huesuda… y de pronto la dejó caer en una palmada seca, tan fuerte que resonó como un trueno en la plaza. El círculo se encendió de golpe, el líquido oscuro ardiendo en una llamarada que se elevó hacia las estrellas. Los tambores comenzaron a sonar, golpeando con fuerza, marcando un ritmo ancestral que hacía temblar el suelo. Bhagirath cerró los ojos un instante, inspiró hondo y apretó los puños. Al abrirlos, solo había fuego en su mirada. Ya no había vuelta atrás.
El silencio se extendía como una mortaja sobre la aldea. Nadie osaba hablar, ni moverse, ni siquiera respirar demasiado fuerte. Solo los tambores, graves y rítmicos, marcaban el compás de lo inevitable, acompañados por el murmullo constante de las olas del mar al golpear contra las rocas del fiordo.
Dentro del círculo, separados apenas por unos pasos, Bhagirath y Skarde se miraban fijamente. No había insultos, no había bravuconadas. Solo miradas. Dos hombres midiendo su voluntad en un silencio más ensordecedor que cualquier grito de guerra.
Vihaan, al otro lado de las llamas, observaba a su amigo con los ojos muy abiertos. Veía la tensión en sus músculos, el ritmo acelerado de su respiración, el fuego que ardía en sus pupilas. Le recordó a las viejas historias que de niño escuchaba en su hogar, a los relatos de Bhima, el héroe del Mahabharata, firme ante los demonios, imbatible en su temple. En ese instante, Bhagirath no era un simple hombre: era la encarnación de un guerrero legendario en tierras extrañas.
Skarde rompió la quietud primero. Se agachó lentamente, hasta quedar en cuclillas. Bajó la cabeza y cerró los ojos. Con su enorme mano arrancó un puñado de arena helada del suelo, apretándola como si quisiera fundirla en su puño. Murmuró unas palabras, tan bajas que nadie alcanzó a comprenderlas, salvo quizás los dioses a los que invocaba. Después, alzó la vista al cielo y, con un gesto abrupto, lanzó la arena hacia arriba. Los granos brillaron un instante en la luz de las hogueras, como si fueran chispas, antes de perderse en la oscuridad.
Entonces, se levantó con una fuerza repentina y salió disparado contra su rival. Sus pasos eran golpes sobre la tierra helada, cada uno haciendo temblar el suelo como si un animal salvaje hubiera sido liberado. Su rugido desgarró la noche: era el clamor de las bestias marinas, el estrépito de las olas rompiendo contra los acantilados, el hielo crujiendo en los inviernos más crueles. Su cuerpo era furia pura, una avalancha imposible de contener.
Bhagirath, en cambio, no se movió. Permaneció firme, erguido, los puños apretados y la mirada fija en el gigante que se le venía encima. Sabía que era más bajo, más ligero, que no podría competir en fuerza. Su única esperanza era la calma, la disciplina, la concentración que había aprendido en mil días de entrenamiento y meditación. Como el mástil de un navío en medio de la tormenta, debía resistir sin quebrarse.
Las reglas eran claras: el Blótvaka prohibía derramar sangre. El combate era un tributo, no una carnicería. Solo había un objetivo: empujar al otro fuera del círculo sagrado. Era fuerza contra fuerza, voluntad contra voluntad. Pero Bhagirath sabía algo que Skarde no: no todo era fuerza. Y en esa verdad reposaba su oportunidad.
La tripulación del Red Viper contuvo el aliento al ver la embestida del coloso. Mordisquitos apretaba sus dientes metálicos, Grace cerró los puños sobre su regazo, MacFarlane gruñó algo entre dientes pero no se atrevió a romper el silencio. Ninguno se movió, ninguno gritó. El ambiente era demasiado solemne, demasiado sagrado. Sentían que cualquier palabra podría enfurecer al mismísimo Odín.
El choque era inminente.
La bestia nórdica alzó los brazos, extendiendo sus manos enormes para atrapar al hindú. El aire entre ambos se volvió denso, eléctrico, como si el mismo universo contuviera la respiración. Sus rostros quedaron tan cerca que Bhagirath pudo sentir el aliento helado de Skarde, cargado de rabia y fiereza.
Y en ese instante, cuando el golpe parecía inevitable, Bhagirath sonrió.
Una sonrisa tranquila, serena, imposible de comprender en medio de aquel caos.
El hindú desapareció.
Skarde cerró los brazos con toda la furia de un oso en plena embestida, pero solo abrazó el vacío. Su mirada, desorbitada, buscó sin entender cómo su presa se había desvanecido. Se detuvo en seco, jadeante, a apenas un paso de las llamas que marcaban el límite del círculo. El fuego lamió la punta de su barba trenzada, y algunos de los colgantes de hueso y dientes de foca comenzaron a chisporrotear al contacto con el calor.
Un murmullo recorrió el círculo de espectadores. Nadie había visto nada parecido.
Bhagirath emergió detrás de él, ágil y firme, tras haber pasado como una sombra bajo sus piernas. Dio un par de pasos atrás, contemplando aquella espalda ancha, castigada por años de trabajo, guerra y mares helados. Su corazón golpeaba con fuerza, pero no dudó.
Corrió.
Corrió con la determinación de un ariete que derriba la puerta de un castillo. Cada músculo, cada pensamiento, cada recuerdo de su tierra y de su amor lo impulsaron hacia delante. Impactó contra la espalda de Skarde con un golpe brutal, un estruendo seco que sacudió el círculo como si un rayo hubiera caído en la arena.
El gigante se tambaleó.
Su cuerpo, enorme, perdió el equilibrio por un instante. La multitud contuvo el aliento; los ojos de los piratas se abrieron de par en par, creyendo que aquella montaña de carne y músculo iba a desplomarse sobre el fuego.
Pero Skarde no cayó.
Se mantuvo firme, clavado en la tierra como una roca milenaria, como una montaña que nunca había cedido al viento ni a la tormenta. Sus pies, enormes, parecían hundirse en la arena hasta enraizarse en ella. El fuego crepitaba a su lado, quemando la punta de su barba y ennegreciendo algunos abalorios que colgaban de ella, pero su mirada no titubeaba.
Se giró lentamente, buscando con sus ojos azules y feroces a su rival. Una sonrisa malvada se dibujó en sus labios. Era la sonrisa de un hombre que había estado a un paso de la derrota, pero que ahora había despertado con el doble de furia.
Bhagirath retrocedió unos pasos más, manteniendo la distancia, respirando con calma forzada. Sabía que había rozado la gloria, pero también que había despertado algo aún más peligroso. Era consciente de la verdad: en el instante en que aquella bestia lo atrapara entre sus brazos, estaría perdido.
Perdería la prueba. Perdería su honor.
Y lo más importante, perdería a Yrsa.
Por eso no podía dejarse alcanzar.
Por eso debía seguir luchando.
El aire estaba cargado de expectación, una tensión espesa que parecía flotar sobre la arena. Nadie respiraba con normalidad; nadie se atrevía a hablar. Solo el fuego crepitaba y los tambores retumbaban en lo profundo de los pechos, como si fueran los latidos de un dios oculto observando la contienda. El silencio del público era absoluto, y esa ausencia de voces hacía aún más feroz el duelo: todo lo que existía eran los dos hombres en el círculo, y el eco de su choque resonando en los huesos de cada testigo.
Skarde dio un rugido ronco y salió de nuevo al ataque. Esta vez no había contención ni medida: era la furia pura del norte desatada. Corrió más rápido, con el cuerpo inclinado hacia adelante, los músculos tensos como los de un toro desbocado. La arena volaba bajo sus pies, y cada zancada parecía un trueno golpeando contra la tierra helada del fiordo.
Bhagirath esperó el momento exacto. Cuando los brazos del gigante se abrieron como las garras de un oso para encerrarlo en un abrazo letal, giró el torso y escapó de milagro, sintiendo en su piel el roce ardiente del hombro musculado de su rival. El contacto lo sacudió; su turbante se aflojó peligrosamente mientras retrocedía. Volvió a alejarse, con la respiración entrecortada, acomodándose el lienzo con prisa. Pero Skarde no le dio tregua: volvió a abalanzarse con la brutalidad de una tormenta.
El nudo del turbante cedió y la tela cayó al suelo.
Los cabellos de Bhagirath se liberaron, largos, negros y ondulados, cayendo sobre sus hombros como una cascada oscura que brillaba bajo el fuego del círculo. Un murmullo recorrió entre los presentes. No era solo un hombre el que quedaba al descubierto, sino algo más profundo, algo que hasta entonces había permanecido contenido. Enjaulado.
Algo cambió, el hombre quedó atrás, la fiera mostró sus colmillos.
Su rostro se endureció, los músculos de la mandíbula se tensaron bajo el bigote inmóvil, y entre los labios asomaron los dientes, apretados como los colmillos de un depredador. Sus ojos, fijos en Skarde, ardieron en un fuego abrasador, imposible de apagar. Una brisa extraña recorrió el círculo, haciendo que las llamas se inclinaran hacia un lado como si los dioses respondieran al despertar de ese poder.
Skarde era un oso salvaje, pura fuerza bruta, una roca envuelta en carne y rabia.
Pero Bhagirath…
Bhagirath parecía haber desatado en su interior al tigre de Bengala, feroz y elegante, cuya furia dormida por fin encontraba salida.
Yrsa lo miraba entre la multitud. Su pecho se agitaba con una mezcla de respeto y una excitación latente, recordando el calor de las aguas termales, cuando lo había visto sin las cadenas de la contención. El turbante, comprendía ahora, no era un simple adorno ni un símbolo de devoción: era un sello divino, la última barrera que mantenía encarcelado al demonio salvaje que habitaba en él. Y ese sello acababa de romperse.
El círculo ardía como un sol nocturno. Los tambores golpeaban más rápido, más fuerte, como si marcaran el pulso de los dos guerreros. Por fin, la multitud rompió el silencio con gritos y exclamaciones, incapaces de contener la emoción ante la brutalidad que presenciaban.
El oso contra el tigre.
Skarde cargaba de frente, sin miedo al choque, como si cada embestida fuese capaz de arrancar árboles de raíz. Bhagirath esquivaba, se movía en círculos, atacaba en los flancos y retrocedía con la astucia de un felino que conoce las debilidades de su presa. La arena se levantaba bajo sus pies, el fuego lamía sus sombras deformándolas en la tierra, y cada choque arrancaba rugidos y jadeos que se confundían con los tambores y los gritos.
Cualquier paso en falso, un instante de duda, significaría la derrota para cualquiera de los dos.
Los cuerpos se empujaban, se arrastraban, golpeaban cerca de las llamas, tan cerca que el fuego parecía querer decidir por ellos quién sería el vencedor. Skarde era incansable, sus ataques eran como martillazos sobre un yunque, cada vez más feroces y potentes. Bhagirath respondía con la velocidad, con giros imposibles, con estallidos repentinos de fuerza y astucia, sin dejar nunca de moverse.
Pero en un instante, la montaña incansable lo atrapó.
Los brazos de Skarde, gruesos como ramas de roble, se cerraron alrededor del hindú y lo levantaron en el aire. La multitud contuvo la respiración al verlo suspendido, con las llamas reflejadas en su cuerpo desnudo. El gigante avanzó hacia el borde del círculo, dispuesto a arrojarlo fuera. El fuego lamía los talones de Bhagirath, que peleaba como una fiera acorralada.
Entonces rugió.
Un grito inhumano, desgarrador, que atravesó la noche y heló la sangre de todos los presentes. Era la furia de un tigre salvaje, el clamor de un espíritu que no aceptaba la derrota ni la esclavitud. Un grito capaz de someter, por si solo, la voluntad de un ejército entero.
Su cuerpo se sacudió con una fuerza imposible y, contra toda lógica, se liberó del abrazo del coloso. Cayó al suelo de pie, flexionando las rodillas, las llamas acariciando su espalda.
En un latido, se impulsó de nuevo. Saltó a la espalda del gigante, clavando sus brazos alrededor de él con la ferocidad de una mordida. Skarde rugió, trató de sacudirlo, golpearse contra el aire, pero en esa posición su fuerza no tenía la misma ventaja.
Bhagirath acercó sus labios a su oído, su voz grave como una sentencia:
- Eres un hombre formidable, fiero y decidido. Pero ella será libre esta noche. Jamás volverás a golpearla, jamás volverá a obedecerte.
El nórdico no entendió las palabras pero si la amenaza. Él luchaba por su tradución, por su cultura y su história. En cambio Bhagirath luchaba por amor, un sentimiento tan puro y sagrado que resultaba imposible vencerlo. Un rodillazo brutal golpeó los riñones del nórdico. El coloso, que parecía inquebrantable, cayó de rodillas sobre la arena, gritando de dolor. Bhagirath saltó al suelo, los cabellos oscuros cubriéndole el rostro diabólico, iluminado por el fuego. Skarde, aún con honor, intentó levantarse, decidido a seguir. Eternamente si hubiera sido necesario.
Pero el tigre no le dio tregua. Con una patada devastadora en la espalda lo empujó fuera del círculo.
El pecho del gigante cayó sobre las llamas, que se apagaron bajo su peso como si el hielo de su piel las hubiera sofocado. El estruendo del impacto resonó como un trueno entre las rocas del fiordo.
Un cuerno sonó, fuerte, etéreo, como la voz misma de los dioses.
Y entonces Svalbard entero estalló en gritos.
Nórdicos y piratas cruzaron el círculo, olvidando al derrotado, celebrando solo al vencedor. Bhagirath, el tigre de Bengala, había conquistado el corazón de la isla. No había gloria para los vencidos. La multitud irrumpió en el círculo como un río desbordado. Pasaban junto al cuerpo abatido de Skarde como si fuese parte de la arena, como si nunca hubiese existido. Nadie lo ayudó, nadie lo miró. El coloso yacía a un lado, aún jadeando, con el humo de sus barbas chamuscadas elevándose hacia la noche.
Todos los ojos, todos los brazos, todos los gritos eran para Bhagirath.
El tigre.
El héroe.
Saltaban a su alrededor, lo tocaban, gritaban su nombre como si al pronunciarlo se invocara la fuerza de un dios. Y sin embargo, entre la marea de voces y cuerpos exaltados, Bhagirath buscó y encontró una única mirada: la única que le importaba, la mirada de Yrsa.
Ella permanecía quieta, sola fuera del tumulto, los ojos clavados en él.
Él no celebró, no levantó los brazos, no rugió con la multitud. No buscaba fama, ni gloria.
No quería reconocimientos, tan solo la quería a ella.
Solo sostuvo esa mirada profunda y eterna como el amor verdadero.
Una chispa de esperanza y gratitud cruzó entre ambos. Un silencio compartido en medio del estruendo. No hubo palabras, ni gestos grandilocuentes. Solo un leve asentimiento. Y bastó. Ambos entendieron. Ambos comprendieron.
Grace irrumpió entre los marineros, lo abrazó con fuerza, casi sofocándolo:
- Has estado impresionante!!!! - gritó con todas sus fuerzas.
Bhagirath sonrió, calmado, con esa serenidad que le era propia tras la tormenta:
- Gracias por sus palabras mi capitana…
Bishnu apareció entonces, siempre sonriente, extendiéndole su turbante.
Bhagirath lo tomó con reverencia, inclinando la cabeza en señal de agradecimiento. Con movimientos tranquilos volvió a cubrir sus cabellos oscuros, encerrando otra vez a la fiera que dormía bajo su piel.
Vihaan se abrió paso entre el gentío. No necesitó abrazos ni discursos. Solo le ofreció su mano.
- Sabía que lo conseguirías, viejo amigo. Enhorabuena.
Bhagirath la estrechó con firmeza, devolviéndole una sonrisa de hermano.
Fue entonces cuando la luna se oscureció. Una sombra gigantesca se proyectó sobre ellos. El bullicio se detuvo. Todos se giraron.
Skarde estaba de pie.
Su pecho ennegrecido por las llamas, su piel aún humeante, los puños apretados, el rostro gélido. Avanzó un paso, y por un instante todos contuvieron el aliento, temiendo lo peor: un combate a muerte, sin reglas ni dioses que lo detuvieran, esta vez. Pero el nórdico se detuvo frente a Bhagirath. Su gesto no cambió. Sin decir nada, tendió hacia él su enorme mano, callosa, quemada, pero firme.
El hindú lo miró a los ojos, sostuvo el silencio, y aceptó el apretón.
No hubo palabras, ni gritos, ni alardes. El oso dio media vuelta, alejándose cabizbajo entre las sombras. El tigre, en cambio, permaneció de pie en el centro del círculo, con la multitud aclamándolo, la sonrisa en su rostro y el brillo de los dioses en sus ojos.
La noche de Svalbard ya tenía a su vencedor.
Y Odín sonreía desde el Valhalla.
En el mundo terrenal, los hombres celebraron durante toda la noche, hasta altas horas de la madrugada. El estrépito de los cuernos de hidromiel se confundía con las risas, las hogueras ardían como soles en miniatura, y las canciones se mezclaban entre lenguas distintas, en una hermandad forjada por la victoria y el exceso. Nórdicos y piratas, locales y extranjeros, todos bebieron, cantaron y danzaron hasta caer rendidos sobre la arena húmeda o en las cubiertas de los barcos.
La mañana, sin embargo, llegó como una losa.
Grace abrió los ojos entre la penumbra de su camarote. El mareo era insoportable, la boca le sabía a hierro y humo, y en su cabeza aún retumbaban tambores lejanos. Se giró despacio y encontró a Vihaan, desnudo y dormido como un niño satisfecho, con una sonrisa inconsciente en los labios.
Ella frunció el ceño, aún aturdida, y con un esfuerzo que pareció titánico se levantó. El suelo se le movía bajo los pies. Se vistió como pudo y salió de la estancia tambaleándose. Al llegar a cubierta, la claridad del día la golpeó sin piedad. El tímido sol que intentaba abrirse paso entre las nubes grises le pareció un enemigo cruel. Entrecerró los ojos hasta que, con la vista por fin algo más nítida, los vio: Bhagirath y Yrsa, en la proa del barco, hablando con ternura, riendo suavemente, ajenos a todo lo demás.
- Buenos días, mi capitana - dijo Bhagirath con una sonrisa franca, inclinando levemente la cabeza - ¿Cómo se encuentra?
- Mal… - respondió ella, llevándose una mano a la frente - No consigo recordar nada de la noche de ayer…
Yrsa soltó una carcajada breve, como un chasquido de acero alegre.
- Yo avisar. Hidromiel de Svalbard duro. Demasiado fuerte para ingleses.
Grace quiso replicar, pero apenas abrió la boca un retortijón le cortó la palabra. Se tapó la boca de inmediato, dio media vuelta y salió corriendo hacia estribor. Se inclinó sobre la barandilla y vomitó con todas sus fuerzas, mientras detrás, Bhagirath y Yrsa estallaban en risas cristalinas, cómplices en su nueva intimidad.
Bum-Bum tiró suavemente de los pantalones de Grace.
Ella, aún tambaleante, bajó la cabeza y lo vio allí, inmóvil, el pequeño niño sin rostro. Sus pequeñas manos extendían un cuenco de madera que contenía una mezcla espesa: miel oscura, zumo de frutos rojos fermentados, raíces machacadas y un toque acre de hierbas árticas. Un remedio natural contra la resaca, amargo y dulce a la vez, capaz de despertar el cuerpo y calmar el estómago.
- Tómatelo, Grace - dijo Yara apareciendo tras él, con su sonrisa luminosa - Te sentará bien… y te arreglará esa cara de perro muerto que llevas.
La capitana la miró con ojos cansados, le dio las gracias y se bebió de un trago aquel brebaje, deseando que el mareo pasara rápido, como un marinero que aguarda que una tormenta se disipe en el horizonte.
- Hace un día precioso para navegar, ¿no cree, capitana? - tronó la voz de Macfarlane, que se acercaba con paso firme.
- Tanto como maravilloso… - contestó Grace, mirando el cielo gris y encapotado con una mueca - Y por favor… no grites. Me va a estallar la cabeza.
- ¡No me extraña, capitana! - rugió el escocés, incapaz de modular su tono - Tal y como bebía ayer noche, parecía decidida a terminar con todas las reservas de hidromiel de la isla.
- No me acuerdo de nada, si te digo la verdad…
- Mejor así, capitana. Créame… a veces es mejor olvidar que arrepentirse.
Grace suspiró, apoyándose contra la barandilla.
- Ya… supongo que llevas razón, escocés. Bien, deberíamos ir preparándonos para la partida.
- ¿Tenemos destino?
- Sí… - respondió Yara con calma - Vamos hacia el Ártico. En realidad, lo cruzaremos.
- ¿¡Al Ártico!? ¡Genial! - rió el contramaestre, como si aquello fuera un juego de niños, aunque la idea rozara la locura - ¿Quiere que me encargue de organizar a los hombres?
- Sí, me harías un favor enorme. Y pídele a Yrsa que se ponga a trabajar con el casco. Debemos repararlo antes de adentrarnos en el hielo.
- ¡Así se hará, capitana! - rugió el escocés.
Y, girándose hacia la tripulación, empezó a repartir órdenes como buen pirata.
- ¡Vosotros dos, a revisar las jarcias, no quiero un cabo suelto cuando sople el viento del norte!
- ¡Tú, sube esos barriles a bodega, que no quiero perder ni una gota del regalo de los nórdicos!
- ¡Los demás, a reforzar el timón, que en el hielo será nuestra salvación!
Su voz retumbaba en cubierta, y los hombres se movían con presteza, obedeciendo con disciplina casi militar.
Grace, mientras tanto, volvió a sentir el estómago retorcerse. Se llevó la mano al vientre, mientras Bum-Bum, aún abrazado a su pierna, parecía consolarla con su extraño calor. Yara se apoyó junto a ella, acariciándole un mechón de su cabello rojizo.
- Tranquila… en unos momentos estarás mejor. ¿Y Vihaan?
- Durmiendo… - Grace la miró a los ojos - ¿Estás segura, Yara?
- ¿Segura de qué?
- De si debemos cruzar el Ártico. Es una locura… nadie lo ha intentado nunca.
- Nadie que conozcamos, amiga. El mundo es muy grande y misterioso. Seguro que alguien lo intentó antes…
- ¿Alguien igual de loco que nosotros?
- Exacto - rió la yoruba - Además, es hacia donde debemos ir. Bishnu ayer se excedió con la bebida, ¿sabes?
- ¿Ah sí? ¿Y cantó?
- ¿Que si cantó? Vaya si lo hizo. Creo que no había hablado tan claro en su vida. Ese hombre… - se detubo, con gesto intrigado - sabe mucho más de lo que cuenta.
Mientras ellas conversaban, la tripulación se puso a trabajar con energía. Subieron las provisiones que los nórdicos habían regalado en señal de respeto: carne seca, pieles, barriles de cerveza fuerte, lámparas de aceite y herramientas de hierro. Un grupo de diez balleneros nórdicos se presentó en cubierta. Yrsa, con el martillo en mano, tradujo mientras no dejaba de golpear los tablones del casco.
- ¡Ofrecer como voluntarios, capitana! - gritó - Decir querer seguir a mujer de cabellos rojos y a su feroz tripulación, para encontrar gloria a su lado.
Grace los miró con seriedad. Eran hombres curtidos por el mar, con brazos como troncos y mirada de acero. Serían un regalo de los dioses. Asintió con firmeza, aceptándolos en su barco sin dudarlo. Cuando todo estuvo listo, el pueblo entero de Svalbard se reunió junto el muelle. Los vítores y despedidas llenaban el aire. Solo Skarde se mantenía aparte, con semblante serio y los brazos cruzados, como una montaña de hielo.
Gapitana y Herrera se acercaron a la anciana ciega, la mujer misteriosa de la isla. Ella tomó las manos de la capitana entre las suyas y le habló en su lengua ancestral.
- Suerte en viaje, mujer de fuego - tradujo Yrsa con solemnidad - Desear tú encontrar gloria y ganar respeto de dioses. Ofrecer amuleto para que guíe pasos y proteja de malos espíritus.
Grace inclinó la cabeza y la anciana colocó sobre su cuello un collar hecho de colmillos de foca, cuentas de hueso tallado y un fragmento de ámbar que brillaba como fuego atrapado en hielo. Ella sonrió y dio las gracias.
- Siempre ser bienvenidos a hogar nuestro - continuó Yrsa - Siempre contar con cálido fuego de hogueras y cuernos de hidromiel.
- Acepto lo primero con gratitud, anciana - rió Grace - De lo segundo creo… - se acarició el estomago - creo que ya he tenido suficiente.
La anciana sonrió mientras la capitana volvía a su barco. Luego susurró algo en su lengua antigua al oído de Yrsa, que sonrió y asintió como si hubiera recibido su bendición. El Red Viper comenzó a zarpar entre vítores y despedidas. El pueblo los aclamaba, y los niños agitaban sus brazos como si despidieran a héroes. Aquel extraño e inesperado grupo, habían demostrado ser auténticos nórdicos, y se habían ganado un lugar en sus corazones de hielo.
De repente, la voz de unos niños rompió el bullicio:
- Björn! Björnar! - gritaban en nórdico, señalando hacia el bosque.
Al escucharlo, Yrsa dejó caer el martillo y corrió hasta la popa.
- Gláfuuuuur! - rugió con todas sus fuerzas.
El oso polar apareció entre los árboles. Corría desbocado, arrollando tenderetes, apartando a la gente con su inmensidad blanca. La multitud, aterrada, le abrió paso. Sin detenerse, la bestia se lanzó al mar con un gran chapoteo y empezó a nadar con desesperación hacia el barco.
- Kom igjen, venn! Skynd deg! - gritaba Yrsa, con lágrimas en los ojos al ver la cabeza del animal surcando las olas.
Bhagirath abandonó su puesto en la arboladura, donde revisaba las velas, y corrió hasta ella. Se inclinó junto a Yrsa, observando cómo el oso trataba de agarrarse al casco con sus garras.
- ¡Rápido, necesitamos un cabo! - gritó.
Tres de los balleneros reaccionaron al instante. Prepararon una cuerda gruesa y la lanzaron al mar. Con esfuerzo titánico tiraron de ella, y finalmente lograron subir a la cubierta al gigantesco Gláfur, que sacudió su pelaje empapado mientras rugía, arrancando vítores y carcajadas de la tripulación.
Cuando el oso polar por fin pisó la cubierta y rugió con su voz profunda, tanto algunos piratas como algunos balleneros nórdicos cayeron de rodillas, murmurando plegarias en sus lenguas. Las gentes del muelle guardaron silencio, como si hubieran presenciado un prodigio.
Yrsa, con los ojos brillantes de lágrimas, levantó las manos al cielo.
- Los dioses decidir - gritó - ¡Resplandor helado viajar con nosotros!
El murmullo se convirtió en clamor. Los ancianos del pueblo, incluso Skarde con su rostro severo, inclinaron la cabeza en señal de respeto. Nadie osaría dudar: la mujer del fuego, su tripulación y el Red Viper estaban protegidos. Grace, aún con el estómago revuelto, acarició el húmedo pelaje de Gláfur. El animal la miró con sus ojos oscuros y nobles, como si la aceptara al fin como su nueva manada. En ese instante, la capitana sintió que todo estaba unido: el mar, el hielo, los vientos del norte y el destino.
Mientras el Red Viper se alejaba entre las aguas frías, los gritos de despedida resonaban en el aire.
- ¡Que los dioses os acompañen!
- ¡Traed la gloria a estas tierras!
Gritaban los nórdicos en su idioma ancestral. El amuleto de ámbar en el cuello de Grace brilló con un reflejo ardiente, como si confirmara aquella bendición. De repente un trueno sacudió el cielo y una leve y agradable lluvía empezó a caer.
La fama y la gloria la aguardaban en la inmensidad blanca del Ártico.
Mientras el Bergantín se alejaba, la brisa del norte agitaba las velas y el pelaje de Gláfur, Grace se inclinó hacia Yrsa y le preguntó:
El silencio se hizo un instante, profundo, cargado de respeto. Entonces, la voz de los aldeanos comenzó a elevarse, primero en susurros, luego en un cántico que retumbaba entre las rocas y la bruma.
"Vindr ok íss fylgja yðr,
Æsir ok Vanir vaka yfir þér.
Dýrð ok hreysti fylki vegur yðr,
Haf ok fjöll vernda yðr á leið.
Stjörnur skína yfir yðr,
Og sálir hetja fylgja yðr á ævi."
Yrsa sonrió, aún con lágrimas en los ojos, y le explicó.
- Ser oración antigua, palabras de despedida y respeto. Nórdicos llamar a los dioses para que protejan a quienes se van, pero también reconocer a héroes que demostrar valor y honor. Cada palabra significa: “Que vientos del norte guíen, que dioses cuiden, y que gloria os siga siempre”.
Grace escuchaba, fascinada, mientras los sonidos de las voces del pueblo se elevaban por encima de las olas del mar. Incluso sin entender cada matiz de su lengua, sentía la fuerza de la bendición y la solemnidad del momento.
- Es hermoso - susurró - Nunca había sentido algo así en mi vida.
Yrsa asintió.
- Así ser Sbalvard. Canciones no solo ser palabras. Ser aliento del hielo, del mar y de dioses que habitan tierra nuestra. Hoy, ellos reconocer tú valía, tuya y de tripulación.
Y mientras la lluvia abrazaba la isla, el cántico continuó, acompañando al Red Viper y a sus héroes hacia el horizonte blanco del Ártico. Grace sintió un escalofrío recorrer su espalda. Nunca había sentido un ritual tan poderoso, tan conectado con la tierra y el mar. La tripulación se arremolinaba alrededor de ellas dos, algunos abrazándose, otros levantando los brazos al cielo, despidiendose de sus nuevos amigos, mientras los vikingos, desde el puerto, asentían respetuosamente, orgullosos de sus invitados extranjero y de los piratas que los habían conquistado a todos con su valor y audacia.
El Red Viper cortó finalmente las aguas del fiordo, avanzando hacia el horizonte. El sol iluminaba la cubierta, las llamas de las antorchas se reflejaban en la madera húmeda, y el cántico seguía flotando, mezclándose con el crujido del barco, el rugido del mar y los latidos de los corazones que se habían convertido en testigos de una leyenda. Bhagirath se inclinó ligeramente hacia Yrsa, intercambiando una mirada que no necesitaba palabras. Todo estaba dicho: habían ganado respeto, habían ganado la libertad y, sobre todo, habían sido bendecidos por la tierra y los dioses.
El viento del norte silbaba entre los cabos y el timón crujía bajo las manos de Grace. El bergantín dejaba atrás las aguas tranquilas del fiordo, abriéndose paso hacia la mar abierta. A su lado, el contramaestre se acomodó la casaca gastada y miró al horizonte, donde el cielo se confundía con un resplandor blanquecino.
- Así que nos dirigimos hacia el muro blanco… - masculló MacFarlane, con voz grave, mientras mantenía la mirada fija en la bruma del norte.
- Así es, contramaestre. - Grace no apartó las manos del timón - Ese es nuestro destino.
- Entiende, capitana, que es una locura lo que pretende hacer, ¿verdad?
- ¿Llegar al Ártico, dices? - replicó ella con una media sonrisa - He estudiado los mapas de navegación; en menos de tres días alcanzaremos el hielo, y tenemos provisiones de sobra.
MacFarlane se acarició la barba espesa, pensativo, y frunció el ceño.
- No hablo de llegar… - dijo, bajando el tono, como si compartiera un secreto - Hablo de cruzarlo. ¿Cómo diablos vamos a hacerlo?
- Pues navegando, escocés. ¿Cómo si no? - respondió Grace con cierta ironía.
Él soltó un resoplido y chasqueó la lengua.
- Ya… pero, ¿y si no hay agua? ¿Y si todo es hielo sólido? Avanzamos hacia lo desconocido, mi capitana.
Grace alzó la vista hacia el horizonte, donde la neblina se teñía de un fulgor lechoso. Sonrió apenas y apretó con más firmeza la rueda del timón.
- No sé cómo lo vamos a lograr, MacFarlane. Pero estoy convencida que lo conseguiremos.
El contramaestre soltó una carcajada profunda que retumbó entre las jarcias.
- No me cabe la menor duda, mi capitana. Ni la menor duda…
El bergantín viró suavemente, dejando atrás los acantilados oscuros del fiordo. Las aguas profundas del Ártico se abrían ante ellos, y la tripulación, sumida en un silencio reverente, supo que navegaban ya hacia el fin del mundo conocido.
Los rumores no tardaron en correr entre la cubierta del Red Viper como el viento helado que arañaba las jarcias. Los marineros murmuraban en voz baja al pasar junto a los toneles y las brasas encendidas: confiaban en su capitana, que ya había logrado lo imposible, pero esta vez… esta vez lo que planeaba era un suicidio.
Aun así, nadie se atrevía a desafiarla de frente. Los hombres se limitaban a lanzarse miradas inquietas mientras las velas se tensaban rumbo al norte. Al amanecer del segundo día, Grace salió a cubierta con una taza humeante entre las manos, el té caliente que Bhagirath le había preparado. La brisa del Ártico le golpeó de inmediato el rostro, arrebatándole el aliento. Subió hasta el puente de mando, donde MacFarlane, con las cejas y la barba cuajadas de escarcha, mantenía el timón firme.
- Tómese el té tranquila, mi capitana - dijo el escocés, sonriendo a medias, con las manos aferradas a la rueda - Todavía puedo aguantar un rato más. Este maldito frío me mantiene despierto… y joven al mismo tiempo.
Grace le devolvió la sonrisa y le dio un par de palmadas en la espalda. Gipsy se encaramó a su hombro en busca de calor, hundiéndose entre sus cabellos rojizos.
- ¡Toma, pequeñín! - rió Grace, ofreciéndole un sorbo de la taza.
El animal bebió con cautela, mientras se acurrucaba temblando contra ella. Grace alzó la vista y distinguió a Yara cerca de la barandilla de babor. La mujer sujetaba al pequeño Bum-Bum que señalaba excitado hacia el horizonte.
- ¡Buenos días pequeñín! ¿Qué has visto? - preguntó Grace, acercándose a ellos y rodeándolos con un brazo.
- ¡Mira, Red! - exclamó Yara. Señalaba con entusiasmo hacia la inmensidad del mar - ¡Ballenas!
- Ba-lle-bas! - replicó Bum-Bum muy entusiasmado.
Grace entrecerró los ojos y pudo verlas: una joven pareja de colosos marinos emergía y se hundía con gracia, sus lomos oscuros brillando bajo la primera luz del día. Saltaban, se arqueaban y volvían a golpear el agua como si danzaran. Un espectáculo solemne y alegre a la vez.
- ¡Formidables criaturas! - dijo Grace, asombrada.
Un viejo ballenero, de rostro ajado por la sal y el frío, murmuró en nórdico, con voz ronca como las bisagras de un barco hundido:
- Ek myndi eigi segja svá, ef ek þyrfti at berjask við þau.
Grace, Yara y el niño lo miraron sin comprender. Pero Yrsa, la giganta vikinga, apareció en ese momento para traducir. Se había pasado la noche entera reparando las últimas planchas del casco dañado sin descanso, y buscaba a la capitana para contarselo. Con una media sonrisa tradujo:
- Hrafnkel decir ser criaturas hermosas… siempre que no tener pelear con ellas.
- ¡Buenos días, Yrsa! - saludó Grace, abrazándola con afecto - ¿Cómo va todo? ¿Te acostumbras ya a la vida en alta mar?
- Un poco marear, no negar - contestó la mujer, en su peculiar lenguaje - Pero ser feliz… ser libre al fin, gracias…
Grace negó con la cabeza, sonriendo.
- Creo que soy yo quien tiene que darte las gracias, amiga. He visto el formidable trabajo que hiciste en la cubierta.
Los ojos de Yrsa brillaron como los de una niña ilusionada.
- ¿De verdad gustar? Yo trabajar duro!
- Por supuesto que sí… tanto que… - Grace se puso de puntillas para rodear con un brazo el ancho hombro de la giganta - Ven, quiero enseñarte algo.
La condujo hasta la base del mástil menor. Allí, sobre un espacio reforzado con tablones, habían montado una pequeña forja de a bordo: un yunque macizo anclado con grilletes de hierro, un hogar de carbón protegido por planchas de cobre, fuelles improvisados con cuero de cabra y un conjunto de martillos, tenazas y limas perfectamente ordenados.
Yrsa se llevó las manos tatuadas al rostro tatuado. Su expresión, endurecida por el frío y el trabajo, se transformó en pura emoción. Aquello era más valioso que cualquier tesoro: un lugar donde volver a ser herrera.
- Espero que le saques partido - dijo Grace con orgullo - Bhagirath me contó que eres una forjadora formidable.
La mujer de hielo no respondió. Se abalanzó sobre Grace y la levantó del suelo en un abrazo feroz, mientras la capitana reía y pedía entre carcajadas que la bajara.
- ¡Yo forjar mejores armas para ti! ¡No fallar, yo jurar! - exclamó dejandola se nuevo sobre cubierta.
Grace, aún entre risas, la contempló mientras ella acariciaba las herramientas con una ternura reverente: pasaba los dedos por el filo de su martillo, recorría con la palma la superficie del yunque, olía el cuero de los fuelles. Era como si tocase viejos recuerdos con cada caricia, como si en cada hierro y cada cicatriz de las herramientas se escondiera un pedazo de su alma.
Abajo, la bodega olía a humo de carbón húmedo, a sal, a especias que habían sobrevivido al largo viaje desde Inglaterra y al fuerte aroma del café recién molido. En el rincón de la cocina, sobre un fogón improvisado con hierro y ladrillos, Bhagirath movía con mano diestra una gran olla de hierro donde hervía avena mezclada con pasas, miel y un toque de cardamomo que había guardado celosamente en un saquito de tela.
Vihaan, con la camisa remangada y gesto de incomodidad, sostenía un cuchillo de cocina como si fuera una daga. Frente a él había un montón de bacalao salado y algunas raíces congeladas de nabo y zanahoria.
- Con cuidado, señor - dijo Bhagirath sin levantar la vista de la olla - No es una espada, es un cuchillo. Debe cortarlo así… - y con un movimiento rápido demostró cómo hacer rodajas finas y firmes.
Vihaan lo imitó, pero la primera rodaja salió torcida, la segunda se le resbaló de los dedos, y la tercera fue tan gruesa que parecía más un pedazo de leña que una hortaliza.
- Por los dioses, Bhagirath, ¿cómo puedes hacerlo tan sencillo? - gruñó Vihaan, mirando con recelo el cuchillo, como si lo hubiera traicionado.
Bhagirath sonrió apenas, mientras removía la avena con una cuchara de madera ennegrecida por el fuego.
- Porque lo llevo haciendo toda la vida, mi señor. Cocinar es paciencia y repetición, no un don. Usted siempre ha tenido criados para estas tareas… es natural que le cueste.
Vihaan dejó caer el cuchillo con un bufido y se pasó la mano por la frente.
- En los salones de Calcuta jamás me pidieron cortar pescado ni remover gachas, es verdad. ¿Y dime, esto…? - señaló la olla, inclinándose con curiosidad - ¿Es lo que desayunarán nuestros hombres?
- Sí, señor. Avena dulce con miel y cardamomo. Les dará calor en el cuerpo. También pan duro remojado en grasa, y un poco de café mezclado con achicoria. Si tenemos suerte, podremos freír este bacalao en manteca.
Vihaan, ansioso por ayudar, tomó un trozo de bacalao y lo arrojó directamente a la sartén aún fría, con tal brusquedad que el pescado rebotó y fue a dar al suelo. Gipsy, atento como siempre, apareció de repente y trató de agarrarlo antes de que Bhagirath lo apartara con un gesto severo.
- ¡Señor! - dijo, reprimiendo la risa - Primero hay que calentar la sartén, luego la manteca, y después el pescado.
Vihaan, rojo de vergüenza, recogió el bacalao y lo miró como si hubiese cometido un sacrilegio.
- Bhagirath… tal vez el destino no me hizo para estas labores.
El sirviente le puso una mano en el hombro, con respeto.
- Usted nació para otras cosas, mi señor. Yo estoy aquí para servirle… y, si lo permite, para enseñarle. Hoy falló, mañana aprenderá. Como todo en la vida.
Vihaan lo miró un instante, esbozando una sonrisa sincera, humilde.
- Quizás tengas razón. Quizás hasta un noble pueda aprender algún día a sostener la cuchara como tu sostienes tu talwar.
Bhagirath soltó una carcajada breve, y volvió a volcar miel en la olla, mientras el dulce aroma se extendía por la cocina, despertando a la tripulación que ya se acercaba atraída por el olor del desayuno. El olor a gachas calientes impregnaba la cocina del Red Viper. Bhagirath, con la calma de quien domina cada gesto, vertía cucharones de avena en cubos de madera para la tripulación. Vihaan, todavía frustrado por su torpe manejo del cuchillo, trataba de sentirse útil acercando platos y ordenando las raciones.
- Señor - dijo Bhagirath, sin apartar la vista de la olla - le importaría bajar a la bodega y traer el saco de sal que dejamos junto a los toneles. La avena necesita un toque más para quedar en su punto.
Vihaan asintió, encantado de poder colaborar. Salió de la cocina y descendió por la escotilla hacia la penumbra de la bodega. El aire allí era más húmedo y olía a madera mojada, hierro oxidado y vino derramado. Se inclinó para buscar el saco, cuando de repente escuchó unas voces entre las sombras.
Dos marineros se habían refugiado junto a los barriles, hablando en un murmullo que el silencio de la bodega amplificaba.
- Digo yo que la capitana se ha vuelto loca… - murmuró uno, un hombre huesudo con las manos agrietadas por la sal.
- Loca del todo - respondió el otro, con voz ronca - Llevarnos al Ártico es condenarnos. Allí no hay gloria ni botín, sólo hielo y muerte.
Vihaan contuvo la respiración, agazapado entre los sacos. El primero prosiguió, con un deje de resentimiento:
- Los hombres confían en ella, pero esta vez… esta vez no saldremos con vida. ¿Y qué haremos cuando nos falte comida o empezemos a morir de frío? Más de uno empezará a pensar que otro timón nos guiaría mejor…
El segundo calló un instante, como midiendo sus palabras, y luego añadió con un siseo:
- Un motín sería lo más sensato.
A Vihaan se le heló la sangre. Sujetó con fuerza el saco de sal y retrocedió despacio, procurando no hacer ruido. Su mente noble, formada en la obediencia y el orden, se agitó como un mar embravecido. “¡Un motín! - pensó - ¡Ya lo planean! ¿Tan pronto? Esta nave no puede dividirse, no mientras buscamos el Sundra-Kalash.”
Subió las escaleras con pasos rápidos, intentando ocultar la agitación en su respiración. Al regresar a la cocina dejó el saco de sal sobre la mesa con brusquedad.
- Aquí está la sal, Bhagirath - dijo, forzando una calma que no sentía.
El sirviente lo observó de reojo, notando la tensión en sus manos.
- ¿Ocurre algo, señor?
- Sí… - Vihaan lo miró fijamente, la voz grave - He escuchado palabras peligrosas en la bodega. Hablan de que la capitana ha perdido la razón… de que vamos hacia la muerte… y de motín.
Bhagirath frunció el ceño, pero no dijo nada, dejando que su señor tomara la decisión. Vihaan apretó los labios, resuelto:
- Debo advertírselo a Grace. Ella tiene que saberlo antes de que esas serpientes siembren la discordia.
Y sin esperar respuesta, salió de la cocina con paso firme, dispuesto a subir al puente de mando y contarle a la capitana lo que había oído en las entrañas de su nave.
Continuará…