Un viaje inesperado

Capítulo 5 - Un pacto es de por vida: El Perro y la Víbora.

Grace no podía dormir. A su lado, su mejor amiga y hermana de aventuras, descansaba profundamente, respirando con la calma de quien se siente segura. Entre ambas, Gipsy mascullaba en sueños, quizá persiguiendo lingotes de oro y diamantes en bruto por algún paraíso selvático imaginario.

En el piso de abajo, el leve murmullo de canciones marineras y voces roncas seguía flotando en el aire, desafiando a la noche y al cansancio.
Con cuidado, la capitana se liberó del brazo que Yara le había echado por encima con ternura. Se incorporó, calzó sus viejas botas y salió al angosto pasillo de madera. Miró a ambos lados. A su derecha, la luz de un farol bañado en ámbar iluminaba la figura del joven astrónomo, apoyado contra la barandilla del balcón, con la mirada perdida en el firmamento.
  • No puedes dormir, ¿verdad? Yo tampoco - dijo Grace, sonriendo mientras se acercaba a él.
Vihaan se giró levemente para mirarla. Llevaba puesta solo una camisa blanca, suelta, caída de un hombro, dejando entrever la silueta femenina de su cuerpo joven y hermoso. El farol hacía brillar sus pecas como diminutas chispas sobre su piel.
  • Me gusta mirar las estrellas - respondió él con serenidad - Con el tiempo, se ha convertido en una especie de obsesión… que tengo desde que era un crío.
  • ¿Por qué? - preguntó Grace, apartando un mechón rebelde de su rostro y colocándolo detrás de la oreja.
  • No sabría explicarlo con palabras… Es como… es como si me apaciguaran el alma, ¿sabes? El mundo cambia constantemente, gira sin cesar, nunca descansa… pero ellas… - alzó la vista - ellas siempre están ahí. Inamovibles. Pacientes. Eternas.
  • Vaya! Para no saber explicarte con palabras, lo has hecho bastante bien - sonrió amablemente la pelirroja - Hablas como un auntentico poeta, ¿Eres consciente?. ¿No te habrás equivocado de profesión? - dijo imitando su gesto y alzando la vista al cielo, sintiendo que el corazón se le encogía ante semejante majestuosidad.
  • ¡Ya! Quizás tengas razón… pero en mi tierra, uno no escoge lo que desea ser. Nací con mi futuro escrito, planeado… nunca me preguntaron por mis anhelos, o por mis sueños.
Grace escuchó las palabras del joven astrónomo y sonrió con cierta melancolía.
  • Eso no sucede solo en tu tierra, Vihaan - dijo, apoyando los brazos sobre la barandilla - Yo también nací con el futuro escrito… quizá no por las mismas razones, pero sí sentenciada a vivir una vida que no había escogido.
Vihaan la observó de perfil, como si quisiera grabar cada línea de su rostro. Dudó un momento, pero luego se armo de valor y se atrevió a decir lo que sentía.
  • Me alegra haberte conocido, Grace - su voz sonó más baja, como si confesara un secreto - Desde el primer momento que te vi… sentí… sentí una conexión especial. Como si desde que nacimos estuviéramos destinados a encontrarnos algún día.
Él dio un paso más cerca, inclinándose hacia sus labios. Grace no se movió, pero en su mente se encendió una alerta. Estaba acostumbrada a tratar con hombres, y sabía que muchos harían cualquier cosa por llevarse a una mujer a la cama. Esa experiencia la había vuelto rápida para detectar la intención antes de que ocurriera. Con un gesto suave pero firme, le puso una mano en el pecho para detenerlo. Vihaan retrocedió un paso, el calor subiéndole al rostro.
  • Perdóname… - dijo con sincera vergüenza - No pretendía… No quise faltarte al respeto. Lo lamento.
Por un instante, solo se escuchó el rumor distante de las olas golpeando el muelle. Vihaan apartó la mirada, como si buscara algo en la negrura del horizonte, mientras Grace jugueteaba con el borde de la barandilla, todavía con una sonrisa leve en los labios. Entonces, casi sin pensarlo, él levantó la mano hacia el cielo.
  • ¿Ves esa estrella de ahí?
Grace alzó la vista y soltó una breve risa.
  • Vihaan… el cielo está lleno de “esas de ahí”.
Él sonrió, agradeciendo que la tensión se disolviera un poco, y se acercó para guiarle la mirada.
  • Sigue la línea de esas tres… ¿la ves? Ahora baja un poco, a la izquierda… justo encima de esa nube pequeña. La que brilla ligeramente más que las demás.
Grace entrecerró los ojos, hasta que finalmente la localizó.
  • La veo.
  • En mi tierra la llamamos Nayani.
  • Nayani… - repitió la peliroja - que nombre más bonito.
  • Dicen que es el ojo de una antigua diosa del mar. Según la leyenda, observa a los navegantes en la noche para guiar a los que tienen el corazón puro… y confundir a los que viajan con malas intenciones.
Grace lo escuchó en silencio, con una media sonrisa, mientras la brisa nocturna agitaba sus cabellos. Entonces, mientras Vihaan aún le señalaba la estrella, Grace volvió a reparar en el anillo que llevaba en la mano, aquel que le había devuelto después de que Gipsy se lo robara.
  • Ese anillo… - dijo, ladeando un poco la cabeza, con una sonrisa que ocultaba más de lo que mostraba - ¿Es de compromiso?
Ya sabía la respuesta. Quizá por eso lo había apartado antes, cuando intentó besarla. Vihaan bajó lentamente la mano, dejando escapar un suspiro, y miró el aro dorado como si pesara más que el propio cielo. Dudó unos segundos antes de contestar.
  • Sí… estoy casado.
  • Me lo imaginaba…
  • Pero no fue por amor - añadió enseguida, como queriendo que ella lo supiera - Fue una decisión impuesta. Un pacto entre familias, nada más.
Grace no pudo evitar reír suavemente al escuchar esa palabra.
  • Amor… - repitió, casi con desprecio - Esa ilusión que se disfraza de eternidad, pero que siempre termina en abandono. Que te deja con un hueco en el pecho y un nombre que ya no puedes pronunciar sin sentir que te ahogas.
Vihaan la observó, cada palabra de ella encendiendo en su interior un fuego extraño, como si quisiera responder no con razones, sino con acciones.
  • Puede ser eso, sí… - dijo con voz grave - Puede romperte el corazón, hundirte como un navío que choca contra los escollos, incluso hacerte desear la propia muerte.
  • Entonces… tampoco crees en el amor?
  • Pero - continuó, acercándose apenas - también puede empujar a un hombre a cruzar travesías imposibles, a realizar hazañas que desafían la razón… incluso a retar a los mismísimos dioses si fuera necesario.
Grace sintió un vuelco en su interior. Era como si las palabras del joven opacaran la belleza de su rostro moreno, de sus ojos oscuros, de sus labios carnosos, de su cabello lacio y fuerte.
  • Confundes el amor con el deseo, amigo poeta - replicó con un tono que pretendía sonar burlón, pero que llevaba un matiz que ni ella supo disimular. Se giró para volver al interior de la taberna.
  • Espera, Grace - la voz de Vihaan fue un ancla que la detuvo.
La sujetó suavemente de la muñeca, pero con una firmeza que no dejaba lugar a dudas, y la atrajo hacia él. Sus cuerpos se encontraron en un instante que pareció detener al mundo. El mar, que hasta entonces había susurrado tranquilo, pareció enfurecerse, golpeando el muelle con más violencia.
Sus miradas se enfrentaron: el rojo intenso de ella contra el negro profundo de él. Era como una batalla sangrienta en medio del oscuro océano. Rojo y negro, Fuego y Oscuridad. Sus rostros se acercaban, despacio pero con la certeza de una tempestad inevitable. El latido de ambos era un tambor en sus pechos, sincronizados en ritmo, retumbando cada vez más rápido.

Los labios estaban a un suspiro, cuando…
  • Disculpe, señor - La voz llegó como un cañonazo seco.
Desde el marco de la puerta que daba acceso al pequeño balcón, Bhagirath se mantenía firme, con las manos enlazadas a la espalda, recto como el mástil principal de un navío y con la barriga orgullosamente adelantada.
  • Tiene el baño listo, como había ordenado.
Vihaan se separó de Grace como quien despierta de un sueño. Murmuró un agradecimiento y desapareció por el pasillo, medio avergonzado. Grace volvió a apoyarse en la barandilla, dándole la espalda al sirviente, negando suavemente con la cabeza, aunque con una sonrisa traviesa dibujada en el rostro.

Bhagirath avanzó hasta colocarse a su lado, aún con las manos detrás, la vista fija en el horizonte.
  • ¿Puedo hablar con usted un momento, señorita O’Malley?
Ella se giró hacia él, recostándo el codo sobre la barandilla, mirándolo de arriba abajo.
  • Venga, diga lo que tenga que decirme y terminemos de una vez - soltó, casi gritando, con una mezcla de enfado y burla - ¿Qué será ahora? ¿Que solo me interesa el dinero? ¿Que soy una fulana roba esposos? ¿Qué? No se corte, mi estimado señor, sea claro de una vez.
Bhagirath ladeó apenas la cabeza, sin perder su porte solemne.
  • Quería disculparme con usted.
  • ¿Cómo dice? - frunció el ceño, genuinamente sorprendida.
  • Verá… después de nuestra discusión, de la que me lamento haberme excedido, la señorita Yara vino a hablar conmigo - Sus manos se movieron con lentitud tras su espalda, como si ordenara sus pensamientos mientras hablaba - Me contó acerca de su pasado… de todo lo que tuvo que sufrir, de las vicisitudes que tuvo que afrontar.
Grace se incorporó, cruzando los brazos.
  • No me gusta la condescendencia, señor. Nunca he querido causar lástima a nadie. No es precisamente mi estilo.
Bhagirath soltó una carcajada breve, que agitó levemente las puntas de su bigote perfectamente recortado.
  • No, no es eso, señorita. Lo que quiero decirle… es que yo también fui un niño de la calle. Aunque la edad y el paso del tiempo a veces me hagan olvidarlo - por un momento, su voz perdió la rigidez marcial - Crecí en Calcuta. Jamás conocí a mis padres. Dormía donde podía, unas noche bajo los soportales del mercado, otras en los muelles, a veces incluso en barcos que partían antes de que amaneciera. Robaba fruta, cargaba sacos de arroz por unas monedas, y aprendí rápido que el hambre no espera. Un día, un sargento me reclutó como sepoy. Fue mi salida… y mi condena al mismo tiempo. Tuve que matar a mis compatriotas a cambio de mi propia vida - cuando recordó esa etapa de su vida, unas lágrima cristalinas se formaron dentro de sus ojos - Pero con los años, encontré mi lugar. Dejé las armas para servir… pero nunca, jamás, olvidé de dónde vengo.
Se giró hacia ella con una expresión que, por primera vez, dejaba ver una grieta en su armadura de disciplina. La sinceridad y simpatía aparecieron en su rostro.
  • Entiendo por qué hace lo que hace, señorita O’Malley. Yo mismo tuve que hacerlo en el pasado. Eso es lo que quiero decirle. Y además… - bajó un poco la voz - desearía hacer las paces con usted y dejar atrás nuestras desavenencias. Puede contar conmigo, mi señora. Defenderé su honor con mi propia vida.
Bhagirath le ofreció la mano con fuerza. Pero la capitana se avalanzó sobre él abrazandolo con ternura y una sonrisa en su rostro.
  • No quiero sirvientes a mi lado, Bigotes - sonrió con cariño mientras le sujetaba ambos hombros - Solo fieles amigos dispuestos a combatir hombro con hombro, espalda contra espalda, bajo el fuego de los cañones.
Él asintió con una reverencia llena de verdad y compromiso.
  • Lo tendré presente. Ahora, si me disculpa… debo bañar a mi señor.
Grace lo observó alejarse por el pasillo, erguido como siempre, las manos enlazadas detrás, el paso firme. Una sonrisa se le escapó sin querer.
  • Ah, se me olvidaba - dijo Baghirath, girándose con un tono cordial - Si me lo permite, estaría encantado de enseñarle modales. No le vendrían mal ciertos consejos al respecto.
Grace, apoyada en la barandilla, esbozó una sonrisa.
  • Allá donde vamos, señor, no creo que necesite aprender a comportarme como una señorita de alta alcurnia…
  • Nunca desprecie la oportunidad de aprender, señorita Grace. Está claro que sabe navegar, eso es indiscutible. Pero por muchas tormentas que logre evadir o vientos huracanados que consiga sortear, hay un océano aún más peligroso: el de la alta sociedad.
  • ¡Ya! Bueno… me lo pensaré, señor Baghirath. Que pase buena noche.
  • Buenas noches, señorita Grace. Que descanse.
La mañana despertó en la Isla del Perro como lo hacía desde hacía generaciones, sin prisa, pero con la firmeza de quien conoce su rutina. El sol asomó tímido por el horizonte, arrancando destellos dorados a la cresta de las olas que rompían contra las recias rocas del espigón. Las gaviotas, siempre madrugadoras y descaradas, revoloteaban sobre el puerto en busca de algún resto olvidado por los pescadores. En la taberna, aún quedaban ecos apagados de ron y canciones desafinadas; resacas que se arrastraban con pasos pesados, buscando agua o perdón. Y desde el pequeño río que serpenteaba hasta el mar, llegaban las voces cantadas de las mujeres que lavaban la ropa, entonando melodías antiguas que olían a sal y a jabón.

Frente a la puerta de la taberna, Grace y Yara esperaban. Cada una sostenía una humeante taza de café - un lujo que llegaba de contrabando desde las colonias - apurándolo como quien bebe no por el sabor, sino para espantar el frío de la mañana.
  • Me recuerda a Bristol - murmuró Yara, mirando hacia el muelle.
  • ¿El puerto?
  • Si, los mercaderes, el ruido, el amanecer… ¿te acuerdas del viejo de los arenques?
Grace sonrió al instante.
  • ¿El que nos pilló metiendo piedras en su balanza para que marcara más peso?
  • Ese mismo. Se volvió morado de rabia y nos persiguió hasta el callejón de los curtidores.
  • Y luego te caíste dentro del barril de tintura azul.
  • ¡Por tu culpa!, imbécil.
  • Por tu falta de equilibrio, querrás decir.
Las dos rieron, lo suficiente para que el vapor del café se mezclara con sus carcajadas en el aire frío de la costa escarpada irlandesa. Entonces apareció O’Driscoll, con su inseparable pipa colgándole de los labios, echando bocanadas que parecían marcar el paso de sus zancadas. Detrás, como su sombra más fiel, venía Snatch “la Hiena”, viejo, calvo y con unas gafas tan grandes que parecían tragarse la mitad de su cara.
  • ¡Buenos días, preciosas damas de inglaterra! - saludó O’Driscoll con una sonrisa amplia y una reverencia mal interpretada - Preciosa mañana, ¿no creen?
La amabilidad de aquel viejo zorro hizo que ambas intercambiaran una mirada rápida; esa simpatía desbordada no era habitual en él, y lo sabían.
  • Síganme, por favor - continuó - seguro que estarán deseando conocer a sus hombres…
O’Driscoll soltó una carcajada profunda y se alejó por el camino, dejando tras de sí una estela de humo. Grace y Yara lo siguieron, los tacones de sus botas chapoteando en el barro.

El pueblo se desplegaba como un puñado de casas de piedra esparcidas sin orden. Los caminos embarrados se retorcían entre arbustos y zarzas, y más allá, el bosque se cerraba como un telón oscuro. No era una ciudad como Bristol, con sus muelles ordenados y su bullicio constante; aquí todo era más agreste, más salvaje, como el terco y afilado carácter irlandés de la gente que lo habitaba. Habían muchas famílias y muchos niños. La Isla del Perro no era solamente el avispero donde llegaban a parar todos los hombres de mala reputación, como las malas lenguas decían; era también el hogar de muchos hombres y mujeres que habían decidido empezar una nueva vida, huyendo de la justicia, de las deudas y de la pobreza. Gente ruda y valiente que encaraba el difícil camino hacía la libertad.

Llegaron a lo que parecía un campo de tiro improvisado: una explanada de tierra apisonada, con muñecos de paja al fondo, coronados por sombreros viejos y remendados. En fila, veinte hombres aguardaban, erguidos y en silencio, como si fueran reclutas esperando al coronel de la armada.
  • Adelante, capitana… - dijo el Perro, apoyándose en una mesa cubierta de armas y munición. Mientras con una mano jugaba con unas balas de mosquete, haciéndolas rodar entre los dedos; con la otra, mantenía la pipa siempre encendida - Observe a su nueva tripulación. Por favor…
Grace se acercó al extremo de la fila, seguida de Yara, y empezó a escudriñarlos uno por uno. Algunos eran demasiado viejos para volver a ver mar abierto, otros tan jóvenes que ni siquiera habían sentido aún el calor de una mujer. En general, aquello parecía más una banda de holgazanes y pendencieros que una tripulación de confianza. Algunos se tambaleaban borrachos, apenas capaces de mantener los ojos abiertos; a la mayoría les faltaba una pierna, una mano o un brazo.

Y entonces lo vio. El viejo gordo del muelle, el que se les cruzó el día anterior. Estaba ahí, firme, con su parche en el ojo y un tatuaje de halcón que asomaba por el cuello de su camisa mugrienta.
  • Halcón, ¿verdad? - dijo Grace con tono serio - ¿Es así como te llaman?, marinero.
Mientras hablaba, Yara había dejado de escucharla. Sus ojos se habían posado en los pectorales de un enorme africano que sobresalía por encima de todos los demás, vestido apenas con unos viejos pantalones raídos y un collar alrrededor de su cuello, formado de dientes de cocodrilo o caimán.
  • ¡Si mi capitana! Así me llaman - respondió Halcón, inflando el pecho con orgullo.
  • ¿Y cuál es tu labor, Halcón? Dime… ¿Qué puedes aportar a mi navío?
  • ¡Soy vigía, mi señora! Y sin querer ser pretencioso, diría que poseo los mejores ojos que podría encontrar en los siete mares.
Grace arqueó una ceja, avanzó un paso y, sin previo aviso, levantó el parche del gordo marinero. La cicatriz mal curada allí donde debería haber un ojo le devolvió la mirada vacía. Lo dejó caer con un chasquido.
  • Un vigía con un solo ojo… Ya veo.
  • Lo perdí hace años, en el Caribe, cerca de Jamaica, en una cruel batalla contra la armada española - contestó Halcón con una sonrisa ladeada - Calipso creyó oportuno arrebatármelo… suponiendo que con uno me bastaba para seguir siendo el mejor vigía que existe.
  • Demúestraño entonces. Si tan preciso es tu único ojo…
Grace se giró hacia el acantilado y señaló el faro que se alzaba en la otra punta de la isla, apenas visible entre la bruma matinal.
  • Dime qué ves ahí.
Halcón, sin titubeo, respondió:
  • Veo al farero adormilado, capitana. En su mano una botella que esconde como si fuera oro. Whisky escocés, mi capitana, como no podía ser de otro modo, de Bushmills - hizo una pausa, sonriendo. - Y también veo, capitana, que me esperan grandes aventuras a su lado. Sus ojos arden con la misma furia de la mujer de la que lleva su nombre. Ansío desplegar velas y luchar a su lado.
Grace soltó una sonora carcajada, mientras O’Driscoll aplaudía desde la mesa de munición, tosiendo entre palmada y palmada por culpa de sus pulmones podridos.
  • Me gusta señor Halcón, creo que nos llevaremos bien - le dijo sonriendo.
  • Mientras usted mande y yo obedezca, así será. No le quepa duda alguna, mi capitana.
La pelirroja asintió y se giró hacia Yara, que acariciaba con casi devoción los abdominales del coloso africano. Se paro enfrente de aquel alto hombre, más negro que el carbón y más alto que un día sin pan.
  • ¿Y tú, cómo te llamas, marinero? - preguntó Grace.
El hombre no respondió. Fue el individuo que estaba a su lado, un tipo con una cicatriz que le atravesaba desde la frente hasta desaparecer bajo el cuello, quien habló con voz grave y un brillo salvaje en los ojos. Al decir que al enorme africano le cortaron la lengua, hizo un gesto loco: sacó la lengua hacia fuera y la movió como si siguiera viva, como un reptil que se retuerce.

El Perro intervino desde atrás, con media sonrisa y un tono burlón:
  • Nosotros lo llamamos “Mordisquitos”. Es un esclavo liberado de Dahomey, y lo que dice el loco de MacFarlane es cierto: los esclavistas le arrancaron la lengua.
  • ¡Por todos los santos! - exclamó la yoruba, con una sonrisa maliciosa hacia su amiga - Menos mal que sólo le cortaron la lengua.
Grace empezó a reír al ver cómo la mano de Yara se deslizaba con descaro hacia la entrepierna de aquella escultura de ébano. Mordisquitos sonrió a su vez, revelando una dentadura completamente forrada en metal que le daba un aura diabólica y temeraria.
Dejó que su amiga siguiera disfrutando un rato más de las grandes cualidades de aquel imponente africano y, con paso firme, se dirigió hacia O’Driscoll, que limpiaba su pata de palo con un trapo húmedo y sucio.
  • ¿Y bien? - preguntó él, con una sonrisa ladeada en los labios.
  • Espero que estés bromeando, Perro - replicó Grace, mirando con desdén a aquella panda de ineptos que tenía delante - es esto lo mejor que puedes ofrecerme?
  • No subestimes a estos hombres por su apariencia. No es inteligente juzgar un libro por su portada. Conozco a cada uno de ellos, llevan surcando los mares mucho antes de que tú dejaras de mearte en los pantalones, joven capitana.
  • Espero que no me estés dando gato por liebre, Perro. No querría tener que volver a tu isla solo para decirte que estabas equivocado.
El Perro soltó una carcajada entre el humo espeso de su pipa. La arrogancia y descaro de aquella joven le resultaban irresistibles, casi atractivas.
  • Por muy malos que sean, capitana, sin duda son mejores que tu actual tripulación - dijo, señalando con un gesto hacia la lejanía.
Allí, en fila india y a cierta distancia, esperaban los tres hombres del lejano oriente. De izquierda a derecha y por orden de peso: el gordo, el delgado y el extremadamente desnutrido.
  • Ya sabes lo que dicen, pelirroja. En el país de los ciegos…
  • El tuerto es rey. Ya lo sé - interrumpió Grace con una sonrisa torcida - Está bien, viejo zorro. Está bien… Trato hecho. Les daré una oportunidad. Aunque tú tampoco deberias subestimar a mis hombres, te sorprenderias de lo valiosos que pueden llegar a ser.
La capitana estrechó la mano del contrabandista. Un simple gesto de puertas para afuera. Pero algo mucho más profundo en sus corazones. No estaban simplemente cerrando un trato, aquel apretón de manos significó algo más. Y los dos lo sabían perfectamente. Seamus, incluso, ya lo sabía antes de que conociera a Grace cuando desembarcó el día anterior en su isla.

La mañana era perfecta para navegar. El viento soplaba de barlovento, fresco y constante, y el cielo estaba despejado, extendiéndose como un lienzo azul sin una sola nube. O’Driscoll, con su sonrisa torcida, les había provisto víveres para dos semanas en alta mar y aseguró que guardaría el secreto del robo del Red Viper a toda costa.

Grace palmeó el timón con ambas manos, intentando grabar ese momento en su memoria. Alzó la vista y vio a su tripulación en cubierta, expectante y lista para actuar. Entonces, algo cambió en ella. Su rostro se transformó y comenzó a dar órdenes, rápidas y duras, sin dejar margen a la pereza.
  • ¡Halcon! - llamó, señalando el mástil mayor - Sube a la cofa y vigila bien, que no se nos acerque nadie.
  • ¡Sí, mi capitana! - respondió firme el marinero.
Gipsy, sin esperar instrucciones, trepó ágil y decidido por las cuerdas, instalándose en la cofa como si el puesto fuese suyo . Grace giró hacia MacFarlane, el loco escocés, que se encontraba junto a las jarcias.
  • MacFarlane, revisa las cuerdas y asegúrate de que las velas estén listas para izar. Nada de excusas.
  • A sus órdenes, capitana - respondió el hombre con voz segura poniendose a trabajar y hablando solo como un auténtico lunático.
Luego, sus ojos se posaron en Mordisquitos, el africano robusto y silencioso, que observaba el horizonte con mirada profunda.
  • Tú, Mordisquitos - dijo Grace - sube a ese balcón lateral. Necesito que asegures las velas del costado.
El hombre no habló pero asintió con determinación. Para llegar a las velas, agarró con firmeza a Yara por la cintura, elevándola con suavidad, mientras la yoruba miraba sonriente a su amiga, con una expresión de picardia.

Grace negó con la cabeza, sin dejar de sonreir, pero no dijo nada.
  • ¡Despierten, panda de vagos y borrachos! - rugió - Esto no es un barco de recreo, ¡esto es el maldito Red Viper, y tenemos que zarpar ya!
La tripulación respondió al unísono, fuerte y clara:
  • ¡Sí, mi capitana!
Grace esbozó una sonrisa contenida. Aquellos hombres, de quienes no esperaba mucho, parecían moverse con rapidez y eficiencia, y eso le dio un atisbo de esperanza.
  • ¡Jensen! - ordenó - Ve al camarote y revisa que las provisiones estén bien almacenadas.
  • Enseguida, capitana —contestó el joven.
  • ¡O’Neil! - continuó - Limpia la cubierta y prepara las bombas de achique. No quiero sorpresas en mitad del viaje.
  • A la orden, mi capitana - dijo el marinero mientras se ponía en marcha.
  • Y tú, Callum - llamó - asegúrate que los cabos estén bien amarrados y en buen estado. Cualquier fallo, y nos hundimos.
  • No le fallaré, capitana - respondió el hombre con determinación.
Grace respiró hondo y siguió observando la cubierta, repartiendo órdenes rápidas, cortas y claras, como una loba que prepara a su manada para la batalla Mientras el Red Viper partía, Snatch bajó corriendo por el camino empedrado que llevaba al puerto.
  • ¡Jefe! ¡Jefe! - repetía alarmado, mientras sujetaba sus gafas sobre el puente de su nariz puntiaguda.
  • ¿Qué sucede ahora, viejo imbécil? - contestó O’Driscoll sin desviar la vista, aún fumando su pipa. Con su mirada clavada en el horizonte.
Snatch, jadeando, recuperó el aliento junto al contrabandista.
  • El whisky… - dijo casi sin aliento - Esa maldita mujer… nos ha timado… los barriles están llenos de agua de mar.
O’Driscoll sonrió con una mezcla de cariño y orgullo al ver la cabellera roja de la pirata ondear al viento, mientras daba órdenes firmes y claras como todo buen capitán debe hacer.
  • ¿Me oye, señor? - insistió Snatch con urgencia - ¡Hay que dar la voz de alarma, debemos ir tras ella!
De repente, la huesuda mano del Perro cayó sobre la nuca del viejo, haciendo que sus gafas cayeran sobre los tablones del muelle.
  • ¡Calla, imbécil! - le espetó sin mirarlo - Ya sabía que los barriles no tenían whisky, antes incluso de que tus vagos e inútiles hombres los descargaran del barco.
  • Pero no lo entiendo, señor - murmuró el cachorro apaleado, recogiendo sus gafas rotas del suelo - ¿No va a hacer nada al respecto?
O’Driscoll volvió a sonreír, entre una cortina de humo.
  • Esa mujer… está destinada a hacer grandes cosas. Tiene más pelotas que todos los hombres de esta maldita isla.
Luego, como si hablara para sí mismo, o quizá para la misma Grace, añadió:
  • Sé que nos volveremos a ver, Grace O’Malley. No sé cuándo ni cómo, pero nuestros caminos se cruzarán de nuevo. Y quiero que recuerdes que aquí tienes un amigo.
El Red Viper se perdió en el horizonte, esfumándose entre el apacible oleaje.
Los cánticos de los marineros a bordo resonaban vibrantes a lo lejos, hablando de mujeres, patria, velas y olores.

Grace se había ganado el respeto de aquel hombre despiadado. Ese apretón de manos era mucho más que un simple trato; era un pacto sellado en la sal y el viento. Entre un Perro y una Víbora. Quizás un acuerdo de no agresión, quizás una promesa silenciosa de auxilio cuando las tormentas arremetieran, o simplemente el reconocimiento profundo entre dos capitanes que conocen el peso del hierro y la soledad del mar.

El Perro llevaba años navegando contra tempestades y enemigos, forjando su nombre a base de desobediencia y furia, arrebatando a los poderosos lo que nunca tendrían la dignidad de compartir. Despiadado, sí. Cruel, por supuestopero. Pero no por placer ni diversión, sino porque la vida misma le había encadenado a esa dureza.

La Víbora, apenas comenzaba a tallar su propio destino entre las olas, a esculpir su leyenda con la fuerza indómita de quien no teme a los abismos. Pero el viejo contrabandista vio en los ojos de ella la misma llama que ardía en la la leyenda de la pirata de sangre irlandesa, la auténtica Grace O’Malley, aquella mujer forjada en el fuego y el acero. Y cuando un marinero curtido en mil batallas, como el Perro, ve esa llama, sabe que más vale tenerla a tu lado, como aliada feroz, antes que tener que cruzarse en su camino y sentir la mordida cruel de su espada.

Por eso sonreía. Pues nadie mejor que él, sabía que hay almas que no pueden ser encadenadas. Debes dejarlas marchar, que surquen los mares en libertad y tan solo esperar que el día en que se cruzen de nuevo los caminos, luchen a tu lado con la fuerza de un leviatán.

En la cabina de Vihaan, iluminada tenuemente por la luz mortecina que se filtraba entre las tablas, él y el anciano repasaban los manuscritos robados a la Compañía de las Indias Orientales. El viejo, frágil y enjuto como un saco de huesos, deslizaba con reverencia la punta de sus dedos sobre las letras gastadas del pergamino, como intentando palpar la esencia misma del pasado que encerraban. Murmuraba en un idioma antiguo, olvidado por el tiempo, sus palabras flotaban entre susurros que parecían un eco lejano de eras perdidas.

Bhagirath se acercó con paso medido y respetuoso, llevando una ración de pan y aceite proviniente de las provisiones cargadas en la Isla del Perro y una taza de té humeante que aún desprendía aroma a especias lejanas.
  • ¿Qué dicen los manuscritos, señor? - preguntó, la curiosidad brillando en sus ojos.
  • No lo sé, fiel amigo - respondió Vihaan con el ceño fruncido - No consigo descifrarlos. Están escritos en un dialecto oriental, antiquísimo, ininteligible para mi formación científica.
  • ¿Y el sabio? ¿Por qué no le pide que los traduzca?
  • Ya lo intenté, Bhagirath - musitó Vihaan, con un dejo de frustración y desesperación - Pero no habla. Parece haber hecho un voto de silencio. Llevo intentando que pronuncie palabra desde que partimos del puerto de Bristol, sin éxito alguno.
  • Eso es un problema, joven señor. Un grave problema - respondió el Shudra, enrollando las puntas de su majestuoso bigote con gravedad.
De repente, a Vihaan se le ocurrió una idea, una locura quizá, pero podría funcionar. Salió disparado de la cabina, atravesando los estrechos pasillos del barco como un torbellino, chocando con marineros que iban y venían, atareados en sus quehaceres: uno limpiaba el suelo con esmero, otro revisaba cuerdas enredadas, un tercero afinaba las velas. El ajetreo era constante y no cesaba.
  • ¡Perdón, por favor! - decía Vihaan mientras sorteaba cuerpos y objetos, esquivando barriles y cajas apiladas, sin perder un segundo.
Al llegar a las escaleras que conducían a la cubierta, se detuvo abruptamente. Allí, bloqueando el paso, estaba Mordisquitos. El africano estaba en plena faena, ofreciendo los frutos más exóticos y jugosos de sus tierras natales a una joven yoruba, que soltaba gritos entre gemidos de placer al probarlos.

Vihaan carraspeó y, con una mezcla de respeto y urgencia, pidió permiso para pasar.
  • Con permiso - musitó, esperando a que Mordisquitos se apartara para poder continuar su camino hacia la cubierta.
El robusto africano mostró su dentadura plateada, una mandíbula capaz de arrancar de cuajo la cabeza de un hombre si se lo propusiera. Sin contemplaciones, agarró a Yara entre sus poderosos brazos y la llevó consigo, moviendo su trasero al aire con los pantalones a la altura de los tobillos, marcando cada paso con una fuerza brutal.
  • ¡Nos vemos, Vihaan! - gritó Yara, con una sonrisa traviesa, mientras Mordisquitos la empotraba sin piedad contra la madera ennegrecida del barco.
Uno de los tres caballos que descansaban cerca relinchó espantado, perturbado por aquella salvaje y sonora demostración de fornicio. Vihaan les devolvió los buenos días con una sonrisa y les dejó la poca intimidad que podían tener en aquel barco repleto de hombres que iban y venían sin descanso.

Al salir a cubierta, todo seguía igual: hombres más fieros que el hambre trabajando bajo un sol que no daba tregua. Canciones marineras resonaban, evocando tiempos mejores y amores perdidos en puertos lejanos. Parecía que todos danzaban al unísono, mientras una capitana férrea y tenaz gobernaba el navío con mano de hierro.
  • Ah, hola Vihaan, ¿qué sucede? - preguntó Grace sin dejar de vigilar a sus hombres - ¿Sabemos ya hacia dónde debemos marcar el rumbo?
  • Verás, Grace… digo, capitana…
  • ¡No seas idiota! Puedes llamarme Grace o Red si así lo prefieres, pero no corras la voz, ¿eh? Tengo una reputación que mantener…
Los dos soltaron una risa contenida. Ninguno podía olvidar aquel casi beso que compartieron la noche anterior, tan cercano y fugaz como el viento en el mar.
  • Está bien, Grace... referente a nuestro destino, verás… tenemos… un pequeño problema.
  • ¿Cuál? - de repente Grace gritó a un joven que enredaba torpemente unas cuerdas - ¡Tira esa soga bien, perro perezoso!
  • Sí, mi capitana - respondió el tripulante, apurando el nudo.
  • Perdona, ¿decías? - volvió a la conversación sin quitarle el ojo al torpe marinero.
  • El viejo... no habla - dijo Vihaan con gesto preocupado, frotándose la barbilla.
  • ¿No habla porque es mudo o porque no quiere? - Grace volvió a gritar al mismo chico, que ahora casi tropieza con el cabrestante - ¡Concentración, idiota, que aquí no estamos para jugar!
  • No creo que sea mudo... lo escuché murmurar hace un momento. Pero hay que hacer algo. No puedo leer los manuscritos, están escritos en un lenguaje tan antiguo que es imposible descifrarlos. El único que puede hacerlo es él.
Grace sonrió, reconociendo el buen trabajo del joven marinero. Él, tímido e inexperto, apenas pudo balbucear un agradecimiento antes de volver a sus tareas con renovado ímpetu.

Luego, sus ojos se posaron en Vihaan, serios y decididos.
- Desde el puerto más lejano de las cálidas tierras de Oriente, hasta las frías tabernas de las costas de Occidente - dijo Grace con voz alegre y animada - hay solo dos maneras para que un hombre ceda... y abra la boca como un libro. Apuntarle a las pelotas con tu pistola… o ahogarlo en algohol… supongo que te decantarás por la segunda, ¿verdad?

Vihaan asintió sonriendo, mostrando que había pensado lo mismo.
  • He pensado lo mismo, pero necesitamos algo fuerte, Grace. Un brebaje que le haga hablar sin reservas - respondió - ¿Tienes algo idóneo?
Grace meditó un instante, los ojos brillando con una chispa astuta.
  • MacFarlane, toma las riendas del timón y sigue el rumbo marcado - ordenó con autoridad - Vihaan, sígueme a mi camarote. Tengo justo el brebaje que necesitamos para despertar la lengua a ese sabio silencioso.
Mientras bajaban las escaleras, Yara y Grace se cruzaron en el estrecho pasillo. La yoruba aún llevaba la expresión de placer en el rostro, sus dedos jugueteaban distraídos sobre la boca metálica de Mordisquitos, que no se apartaba ni un instante de su lado.
  • ¿Estuvo bien, eh? - dijo la capitana con una sonrisa ladeada - Qué suerte la tuya, Yara.
La yoruba rio con complicidad y siguió acariciando a su Dios de ébano, mientras Grace se dirigía a su camarote. No era ostentoso, al contrario, la madera envejecida del barco se sentía en cada rincón, pero todo estaba dispuesto con pulcra practicidad. En el centro, una mesa robusta sostenía esparcidos mapas náuticos y cartas de mareas. Los ventanales traseros, orientados a popa, dejaban entrar los rayos del sol, iluminando tenuemente el espacio y pintando líneas doradas sobre el suelo de tablones.

Grace rebuscó dentro de un baúl gastado, sus manos hurgando entre paños y frascos hasta que, finalmente, exclamó: - Aquí está!
Se levantó, sosteniendo con reverencia una botella de cristal oscuro, con la etiqueta gastada y apenas legible. La ofreció a Vihaan, que contemplaba absorto el inmenso mapa desplegado sobre la mesa.
  • ¿Qué es? - preguntó, mientras descorchaba la botella con un gesto firme y vertía un poco en un vaso. Al probarlo, lanzó la cabeza hacia atrás y exclamó - ¡Por Vishnu! Esto levantaría hasta a un muerto de su tumba.
  • Se llama Arrack de Ceilán - sonrió Grace, con una chispa de orgullo en la voz - Se destila con la savia fermentada de la flor de palma, en las junglas profundas de las islas del caribe, donde pocos se atreven a llegar. Es raro, potente y puro fuego en líquido. Y sí... podría levantar a los muertos.
Grace intentó tomar la botella para dar un sorbo, pero antes de que sus dedos la tocaran, las manos de Vihaan se cerraron suavemente sobre las suyas. El contacto fue electrizante, un instante suspendido en el tiempo.

Sus miradas se encontraron, profundas, intensas, conscientes de todo lo que había quedado sin decir entre ellos. La tensión creció, palpable, como una ola a punto de romper. Sin mediar palabra, Grace cerró la puerta del camarote con un suave movimiento, asegurándose de que nadie pudiera interrumpirlos esta vez.

Vihaan retiró la botella con delicadeza y la dejó sobre la mesa. Se acercaron lentamente, el calor de sus cuerpos envolviéndolos como un manto. Sus labios, por fin, se encontraron en un beso apasionado, firme y urgente. Las manos exploraban sus curepos con prisas, descubriendo cada rincón, desatando un deseo imposible de contener.

Grace apoyó una rodilla sobre la mesa, entre las cartas náuticas que ya no importaban, y Vihaan acarició su muslo con cierta reverencia. La madera fría contrastaba con la calidez de sus pieles entrelazadas. La respiración se aceleraba, las caricias se volvían más atrevidas, sus cuerpos comunicaban historias de tormentas y calmas, de batallas ganadas y amores furtivos.
  • ¿Es verdad lo que cuentan… - decía Grace quitandole la ropa a Vihaan, sin cesar de besarlo - de que los hombres de oriente son tan buenos amantes?
  • Ka…kama…Kamasutra! - contestó Vihaan acariciando los pechos de Gracey besando sus pezones.
  • ¿Qúe demonios es eso?
  • El libro sagrado del sexo, nosotros lo inventamos!
Vihaan agarró por la cintura el cuerpo desnudo de Grace y la tiro sobre la mesa, sin dejar de mirarla a los ojos, empezó a besarla, empezando por sus labios y bajando lentamente por su cuello, sus pechos, su vientre. Al llegar a su pelvis, ella abrió sus piernas y agarró su oscuro cabello, entregandose entera a los placeres del lejano y misterioso oriente.

Entre susurros y gemidos contenidos, la capitana y el astrónomo se entregaron a la lujúria, dejando que el mundo exterior se desvaneciera y solo quedara ese instante de fuego y pasión.

No muy lejos de ese camarote, a varias millas naúticas de distancia. Un hombre de mirada severa y ambiciosa, observaba el puerto de la Isla del Perro, cada vez más lejos. Permanecía quieto, enfrente del enorme casco de popa de aquella fortaleza naútica, mientras a su espalda sus oficiales preparaban los últimos detalles antes de atacar.

Surcando el mar, tres Galeones inmensos, de cincuenta metros de eslora. Armados con sesenta cañones cada uno y doscientos hombres de tripulación, esperaban ansiosos el momento de la orden, bajo las ondeantes velas de la Compañia de las Indias Orientales.

  • Todo listo Sir Reginald! En cuanto desee… - le dijo el oficial al mando con cierto tono de pavor en sus palabras.
Continuará…
 
Menos mal que en el final del capítulo no llego el amigo a fastidiar el momento romántico.
Creo que ya he detectado quien es aquí el Capitán Barbosa.
 
En el siguiente capítulo voy a centrarlo en un tripulante del Red Viper. Te reto a que adivines de que película lo he sacado y en que personaje me he basado. Y como hoy me siento generoso ;) te dejo una pista: Mel Gibson.
¿Quién seráaaa? Jajajaja
 
Capítulo 6 - Conociendo a la tripulación: Macfarlane, el loco escocés

No había pasado ni un día desde el incidente en los muelles de Bristol, aquel que había provocado el intento de sublevación por parte de los marineros contra la imponente y casi omnipresente Compañía de las Indias Orientales. Y las historias ya corrían como pólvora encendida.

En el Flying Pig, la mejor taberna del puerto, los hombres repetían sin cesar los hechos de aquella mañana bañada en sangre y muerte. Alzaban la voz con el pecho hinchado, recordando la valentía de aquella mujer de cabellos rojos como el fuego y su valiente tripulación.

La historia se convirtió en leyenda en cuestión de horas, animada por el alcohol y empujada por el ansia de libertad de aquellos corazones encarcelados. Hablaban de un hombre indio, de estrafalario bigote negro, con las puntas encendidas como mechas de un cañón; un guerrero de fuerza y resistencia sobrehumanas que luchaba despacio, sereno… pero mortal. De una santera, venida de las lejanas islas del Caribe, a la que las balas no podían alcanzar, pues los dioses antiguos la habían bendecido con la inmortalidad. Mencionaban también a un mono fiero como el demonio, de dentadura afilada y mordida venenosa… y a una capitana feroz, de cabellos rojizos tintados por la sangre que arrancaba sin piedad de los cuerpos sin vida de sus enemigos.

Alrededor de esos cuentos - contados con pasión y adornados de esperanza - los borrachos marineros sonreían, con sus miradas cansadas y sus almas soñadoras, huyendo por unas instantes de sus malditos futuros sin salida.

Pero no eran los únicos que escuchaban.

En el mismo momento en que Sir Reginald Hargrave perdió al viejo que podía mostrarle el camino hacia aquel misterioso cofre, movilizó a sus soldados para que buscaran información en los bajos fondos de la ciudad. Nada era imposible para un hombre con su poder. No le costó saber el nombre del barco robado, ni quiénes eran sus dueños, ni hacia dónde se disponían a entregar la mercancía que llevaban cargada en la bodega. En pocas horas ya conocía el lugar dónde debía mandar su temida flota. Sin esfuerzo alguno.

Esa era la historia de su vida: obtener todo lo que quería sin esfuerzo. No por pereza, sino porque jamás había necesitado esmerarse. Nacido en una familia que había amasado su fortuna en el negocio de esclavos, nunca le faltó el dinero. Cuando decidió casarse, las damas más bellas de la ciudad llamaron a su puerta por decenas; cuando quiso entrar en la marina, se licenció con honores sin apenas pisar una cubierta; cuando fijó la mirada en la Compañía de las Indias Orientales, le entregaron el trono sin exigirle demostrar su valía. Incluso la mismísima condecoración de Sir parecía un regalo… comprado, por supuesto, con el sucio dinero manchado de sangre de su familia.

Ajenos a la tempestad que se cernía sobre sus cabezas, los marineros del Red Viper surcaban el mar con tranquilidad, sin saber aún hacia dónde se dirigían. Cuando la capitana salió de su camarote - aún con la piel tibia y la respiración serena tras un placentero encuentro con Vihaan - se topó de frente con Yara.

La yoruba estaba apoyada justo al lado de la puerta, brazos cruzados, hombro recostado contra la madera, y una sonrisa pícara que delataba que lo había escuchado todo… o, al menos, que lo intuía.
  • Al juzgar por tu cara… diría que ha ido bien. ¿Me equivoco?
  • Ahora no… —susurró la capitana, mientras Vihaan salía del camarote con la misma expresión satisfecha—. Hablamos luego...
  • Toma! - le susurró sacando de su zurrón unas ramas de salvia.
  • ¿En serio, ahora? - contestó la capitana.
  • ¿Te lo ha echado dentro o no? - preguntó Yara insistiendo - Pues mastícalas si no quieres un pequeño niño indio de pelos rojizos correteando por el barco.
  • Ah, hola Yara, ¿cómo estás? —sonrió el astrónomo.
  • Bien, aunque creo que no tan bien como tú, guapo —replicó ella, guiñándole un ojo.
Grace le dio un codazo disimulado, pero sin perder la sonrisa en su cara pecosa. Los tres empezaron a andar por el estrecho pasillo que se balanceaba con el vaivén de las olas.
  • Escucha, ¿podrías subir a cubierta? He dejado al escocés al timón. Me gustaría que te asegures de que no nos lleva a la deriva. Temo que acabe estampando el barco contra las rocas… o algo peor.
  • No te preocupes, amiga, yo me encargo —dijo Yara, apretando el paso—. Y no creas que te vas a librar… me debes una conversación —añadió, alejándose.
Cuando pasó por detrás de Vihaan, que se había detenido frente a su cabina, le dio una palmada en el trasero y le lanzó un beso descarado. El astrónomo la miró con una mezcla de sorpresa y felicidad en el rostro.
  • Bueno… vamos allá —dijo Grace, deteniéndose a su lado—. A ver si el arrack surte efecto.
Vihaan asintió y abrió la puerta. Dentro, en la pequeña cabina, Bhagirath estaba sentado en el catre, con la mirada fija en el sabio, que seguía murmurando ante los viejos pergaminos.
  • Señor —dijo el sirviente poniéndose en pie—, ¿ha averiguado ya cómo vamos a hacerle hablar?
Grace sostuvo la botella del fuerte licor entre los dedos, mostrándosela al sirviente con una sonrisa ladeada, mientras cerraba la puerta tras ellos. El leve sonido del cerrojo resonó como un susurro de complicidad en la pequeña cabina. Tomó un vaso, volcó sobre el suelo, sin miramientos, el té que quedaba en él y vertió el líquido ámbar, cuyo aroma llenó el aire con un calor prometedor.

Se acercó al viejo saco de huesos que, ajeno a todo, continuaba inclinado sobre los pergaminos, moviendo los labios como si recitara un conjuro. La luz de la lámpara oscilaba sobre su rostro enjuto, arrancando sombras profundas en sus arrugas.

Pero antes de que el vaso llegara a su destino, una mano firme se cerró sobre su brazo. En el rostro de Vihaan se dibujaba una duda que no había mostrado antes.
  • Espera… —murmuró, como si la palabra pesara.
Grace lo observó, arqueando una ceja.
  • ¿Qué sucede?
  • No creo que sea buena idea.
  • Pero no habíamos acordado que…
  • Lo sé, Grace, pero es que…
Ella, sin perder el gesto, dejó que su mano se deslizara hacia el cinturón.
  • Si quieres, probamos con la otra opción —dijo, sacando su pistola con un brillo travieso en los ojos.
  • No, no… —Vihaan empezó a reír, alzando las manos—. No quiero que le dispares en las pelotas, por favor, guarda el arma.
La capitana sonrió con picardía y, en lugar de insistir, se dejó caer sobre el catre. La madera crujió bajo su peso mientras apoyaba una bota embarrada sobre el colchón. Se llevó el vaso a los labios y lo vació de un trago, sirviéndose otro de inmediato. Vihaan se sentó a su lado, y Bhagirath, con la dignidad de un mayordomo, reposó su enorme trasero junto a su señor.
  • ¿Qué te preocupa? —preguntó Grace, mientras giraba el vaso entre sus dedos.
  • ¿Y si le sienta mal el licor? Míralo, Grace… —sus ojos se posaron con cierta lástima en el cuerpo esquelético del sabio—. No creo ni que pudiera aguantar un misero trago.
  • ¡Ya! —exclamó ella, vaciando el segundo vaso con un giro rápido de muñeca—. Una lástima, la verdad… una tremenda lástima —añadió, sirviéndose un tercero, esta vez con una sonrisa maliciosa.
Los tres quedaron en silencio unos segundos, como si el barco mismo escuchara. El golpeteo lejano de las olas contra el casco marcaba un ritmo grave.
  • Puedo hacerte una pregunta, Vihaan? —rompió al fin la capitana.
  • Por supuesto.
  • ¿Por qué es tan importante ese tesoro para ti?
  • ¿El Sundra-Kalash dices?
  • Sí… eso.
  • No es un tesoro, Grace. Al menos no como lo entendéis los occidentales. Ese cofre contiene un poder inmenso… el poder que todo ser humano desea desde que nace.
  • ¿Dinero?
  • Eso y más… —Vihaan clavó los ojos en los suyos—. El dios que reside en su interior…
  • Kāmara, ¿verdad?
  • Sí… Kāmara. Él tiene el poder de conceder deseos.
Grace lo miró con incredulidad, pero había algo en su voz, una certeza tan densa que parecía hundir el aire. Por un instante, la leyenda se sintió real.
  • ¿Y tú? —preguntó despacio—. ¿Qué deseo pedirás cuando lo encontremos?
  • ¿Yo?… —Vihaan se detuvo, como si la pregunta lo hubiera alcanzado en un punto vulnerable. Antes de que respondiera, Bhagirath estalló en carcajadas.
  • ¿De qué te ríes, bigotes? —preguntó Grace, asomando la cabeza por detrás de Vihaan.
  • No se ofenda, mi capitana, pero… da por hecho que lo encontraremos… y no sabemos ni por dónde empezar. Ni siquiera si ese cofre existe en realidad.
  • ¿Acaso dudas de mi palabra?
Bhagirath dejó de reír al instante. Sus ojos se endurecieron.
  • Jamás… No dudo de usted. Dudo de que esa historia sea cierta… pero, como le dije ayer, puede contar conmigo. Hasta que nos cansemos de buscarlo… o hasta que la muerte separe nuestros caminos.
Capitana y sirviente asintieron al unísono. En sus miradas había camaradería, respeto y una convicción silenciosa. Entonces, Vihaan sonrió con un deje extraño.
  • Es curioso…
  • ¿El qué? —preguntó Grace.
  • Llevo toda mi vida obsesionado con encontrar el Sundra-Kalash, pero jamás había pensado qué haría cuando lo tuviera frente a mí.
  • Pues yo, en cambio, tengo muy claro qué pediría… —dijo Grace con una sonrisa enigmática.
  • Yo también lo tengo muy claro, señorita Grace —replicó Bhagirath, devolviéndole la sonrisa.
  • Sé lo que está pensando, y se equivoca esta vez, señor…
Grace se incorporó del catre con un movimiento decidido. Abrió la puerta, pero antes de cruzar el umbral se giró hacia ellos. Aún sostenía la botella, y en su mirada brillaba una convicción casi feroz.
  • Si solo pudiera pedir un deseo… pediría que cualquier ser humano fuera libre de decidir su destino. Ya hay demasiados Bhagirath en el mundo… y demasiados Vihaan… y demasiadas Grace —añadió con una ternura insospechada—. ¿No creen?
No les dio oportunidad de responder; simplemente salió, cerrando la puerta tras de sí con un leve chasquido.
  • Realmente… —murmuró Bhagirath, mirándola desaparecer— es una mujer excepcional.
Vihaan se giró hacia él, con cierta complicidad en la mirada.
  • ¿Y tú, fiel amigo? ¿Qué deseo pedirías?
  • ¿Yo? —preguntó el bigotudo, dibujando una sonrisa mientras se levantaba del catre—. Que Kāmara le trajera un nuevo traje, mi señor. El que lleva está hecho un asco… Creo que tengo una camisa que podría servirle. Espere un momento…
Vihaan rió, negando con la cabeza, y se incorporó también. Ambos comenzaron a discutir en tono ligero sobre el lamentable estado de sus ropas. Sin embargo, un leve movimiento interrumpió la charla: el viejo sabio, hasta entonces absorto en sus pergaminos, alzó la cabeza con una lentitud casi solemne. Su silla crujió como si también despertara de un sueño milenario.
  • ¡Hola! —dijo de pronto, su rostro arrugado iluminado por una sonrisa extraña. Su voz era hueca, resonante, como si viniera de un cofre cerrado durante siglos.
Vihaan parpadeó, atónito.
  • ¿Puedes… hablar? - preguntó, acercándose hasta quedar a escasos pasos de él.
  • Hablar… escuchar… callar… - dijo el sabio, entonando cada palabra como si fueran campanadas - Tres hermanos que siempre viajan juntos.
  • Pero… ¿por qué no lo hiciste antes? - insistió Vihaan.
  • ¿Acaso un río habla cuando el viajero aún no ha llegado a su orilla? - respondió el anciano, ladeando la cabeza - Todo a su tiempo… y el tiempo no siempre lo elije uno.
En el Red Viper, un viejo sabio empezaba a hablar después de mucho tiempo, con la calma y la serenidad de alguien que no tiene nada que ocultar. En la Isla del Perro, en cambio, un contrabandista había decidido cerrar la boca, con la prisa y la urgencia de quien corre por su vida.

Al viejo bribón de Seamus O’Driscoll no lo tomó por sorpresa la llegada de los galeones de la Compañía. Sabía que vendrían incluso antes de que Sir Reginald diera la orden de partir de Bristol. También sabía que era necesario tener una embarcación lista y bien escondida entre los peñascos de su isla, preparada para huir cuando los cañones empezaran a retumbar. Crecer entre la pobreza y entre hombres despiadados te enseña que, si no guardas un as bajo la manga, eres perro muerto.

Tal y como juró, no delató a Grace cuando Sir Reginald le preguntó por el Red Viper. Podría ser malvado, despiadado, injusto quizá - según a quién le preguntaras -, pero tenía palabra. Una virtud que, por desgracia, parecía cada vez menos frecuente en aquel mundo cubierto de aguas traicioneras.

Por supuesto, al ambicioso hijo de esclavistas, aquello no le hizo ni pizca de gracia.

El estruendo de los cañones rompío el silencio de la isla como un rugido infernal que desgarraba el aire. La Compañía de las Indias Orientales no tenía piedad. Sus galeones, imponentes y amenazadores, escupían fuego y destrucción sin descanso, arrasando con todo a su paso. Casas de madera y paja ardían en llamas voraces, mientras el humo negro se alzaba como una lápida oscura sobre la tierra que hasta ayer había sido un hogar.

Los gritos de mujeres y niños se mezclaban con el crujir de los árboles partidos y el estrépito de las explosiones. Los hombres del pueblo, desesperados, corrían entre escombros y cenizas hacia la pequeña embarcación oculta entre los acantilados. Sus miradas reflejaban la derrota y el horror de perderlo todo: sus casas, sus tierras, sus recuerdos, todo reducido a ruinas por la avaricia y la crueldad de unos hombres que no conocían otra ley que la del terror.

Snatch, ‘La hiena’, con el rostro surcado por arrugas profundas, sus ojos ardientes bajo las gafas desgastadas, observaba impotente cómo su mundo se desmoronaba. A su lado, el viejo Perro, con su pata de palo golpeando la madera del navío, la pipa humeante entre los labios y una expresión cargada de resentimiento, mascullaba entre dientes palabras de venganza.
  • No quedará piedra sobre piedra… - susurraba O’Driscoll con voz ronca - Sonrie ahora que puedes, porqué esto no termina aquí…
Mientras la embarcación se alejaba, el humo y las llamas quedaban atrás, un testimonio cruel de la injusticia que la Compañía había impuesto. El cachorro se giró hacia la madre perra y, con el brillo de un fuego inextinguible en sus ojos, escuchó aquella promesa:
  • Volveré, bastardo desalmado! Y cuando lo haga, no estaré solo… no. - sonrió apretando el puño con fuerza - Volveré para reclamar lo que es mío, por la fuerza si es necesario. Y no descansaré hasta que el filo de mi espada atraviese tu sucia garganta.
En el horizonte, los galeones de la Compañía se fundían con el cielo grisáceo, dejando tras de sí una isla mutilada y un pueblo huérfano de esperanza.

Vihaan ascendía las escaleras hacia la cubierta, sus pasos retumbando como golpes de martillo sobre yunque, en el estrecho pasillo. Se abría paso a codazos entre marineros ensimismados en sus faenas, dejando tras de sí un rastro de disculpas atropelladas. Al empujar la puerta, el sol del crepúsculo le golpeó el rostro con la fuerza de un cañonazo ardiente, pintando el cielo de rojo sangre.
  • ¡Grace, Grace! - vociferaba, sus palabras escapando entre jadeos mientras subía los peldaños hacia el puesto de mando - El viejo... el viejo ha comenzado a...
  • ¡Capitanaaaa! - la voz de Halcón retumbó desde lo alto de la cofa, cortando el aire como un sable desenvainado - A poniente, se perfila un galeón, armado hasta los dientes, una amenaza viva que corta las olas con la furia de un huracán...
  • ¿Amigo o enemigo? - la capitana respondió, su voz firme y helada, sin apartar la mano del timón que parecía fundirse con su voluntad.
  • Lleva la bandera de la Compañía de las Indias Orientales... - dijo Halcón, como si anunciara el aliento de la muerte misma.
Vihaan sintió cómo el rugido del bergantín bajo sus pies y el clamor de la batalla que se avecinaba se clavaban en su pecho como dagas heladas. Jamás fue un hombre de armas ni de guerras; su espíritu se había forjado entre los astros y el silencio de los cielos, no en la vorágine del combate. Mientras la nave se preparaba para la huida, su mente se perdía en pensamientos que solo él podría entender, buscando refugio en la serenidad de la ciencia y el conocimiento.

Con paso pesado y resignado, descendió a su cabina, lejos del inminente caos, buscando la seguridad del aislamiento. Pero Bhagirath, con su barrigón y su bigote rocambolesco, con su punto rojo en la frente y el turbante bien ajustado, subió la escalinata con paso firme. De su cintura colgaba una espada curva que parecía tan antigua como las leyendas del mar, y al hombro llevaba un mosquete que brillaba bajo el sol poniente, listo para disparar con la precisión de un tirador experto, no dudó ni un instante. Ascendió decidido hacia la cubierta, cuando oyó el grito del vigía, dispuesto a prestar ayuda y a dar su vida por Grace si fuera necesario, en la inminente trifulca que amenazaba con estallar entre el rápido bergantín y el imponente galeón.

La persecución no daba tregua. El Red Viper cortaba las olas con fiereza, más rápido que su perseguidor, pero el trueno de la artillería del galeón no tardó en alcanzarlos. Las balas de cañón caían a su alrededor, levantando columnas de agua salada que mojaban la cubierta y hacían crujir el casco como si fuera de cristal. Grace no dejaba de mirar hacia atrás: cada brazada del viento los alejaba del monstruo de madera, pero no de sus cañones.

Entre el estrépito, MacFarlane subió corriendo al puesto de mando, con los cabellos alborotados por el viento y la mirada encendida.
  • ¡Capitana, ordene que reduzcamos velas! - bramó con su acento escocés, la voz atravesando el ruido de los cañonazos como un hacha en un tronco.
Grace lo miró como si hubiera pedido arrojar el timón por la borda.
  • ¡Loco escocés! ¿Pretendes que nos rindamos?
MacFarlane soltó una carcajada profunda, una risa que helaba la sangre, y de pronto se cortó en seco. Levantó la cabeza al cielo, con los ojos encendidos como brasas.
  • ¡Sí, padre, eso intento, joder!
Grace frunció el ceño, desconcertada, pero el caos no dio respiro. Los marineros corrían de un lado a otro, asegurando cabos, cargando mosquetes, y el aire estaba impregnado de humo y saladas perlas de agua. En el mar, los restos de la pólvora flotaban como cadáveres de una batalla invisible.

Sin previo aviso, un cañonazo estalló a pocos metros del puesto de mando, destrozando parte del costado y arrancando astillas del suelo. Grace perdió estabilidad y cayó, rodando sobre las tablas. Sin pensarlo, MacFarlane se lanzó al timón y lo aferró con una fuerza sobrehumana, girándolo contra el viento.
  • ¡Maldita sea, padre, ahora no es buen momento! - rugió, sin apartar la vista del horizonte.
Grace, levantándose con esfuerzo, gritó:
  • ¿Con quién demonios estás hablando?
Otro proyectil impactó contra el mástil mayor, haciéndolo crujir como un gigante herido. En la cofa, Halcón y Gipsy se abrazaron, temiendo caer al mar.
  • ¡Si no frenamos este barco, acabaremos en el fondo del océano! - replicó el escocés, sin apartar las manos del timón.
Grace miró a su alrededor: la cubierta era un hormiguero de confusión. Recordó a De la Vega, su mentor, enseñándole cada secreto de la navegación… excepto cómo librar una batalla naval. Y ahora, en su primer día con tripulación, tenía un motín a medio cocer. Su mirada volvió al loco escocés y a la cicatriz que cruzaba su rostro como un relámpago congelado. En ese instante decidió cederle el mando. Se aferró a él como un náufrago a un tablón.

MacFarlane, el hombre que conversaba con fantasmas, asintió con gravedad. Giró el timón con un bramido de esfuerzo, mientras Grace corría a soltar las velas y ajustar los cabos. El Red Viper giró sobre sí mismo, frenando en seco con un chapoteo atronador que levantó espuma a estribor y a babor. Las balas de cañón comenzaron a caer lejos, inútiles.

El galeón, incapaz de prever la maniobra, apareció por babor, quedando paralelo al bergantín. MacFarlane alzó la voz, un rugido que recorrió el barco de proa a popa:
  • ¡Hombres, preparaos para el abordaje!
Y en la cubierta del Red Viper, el miedo se transformó en fuego.
Los bravos marineros se lanzaron al ataque como una jauría desatada. Con manos expertas, arrojaron garfios de abordaje, las pesadas garras de hierro volaron por el aire y se aferraron al costado del galeón enemigo con un sonido seco, como múltiples brazos de un pulpo hambriento sujetando a su presa.

El oficial de la Compañía, vestido con casaca azul y sombrero emplumado, alzó la espada y rugió una orden. Cincuenta soldados perfectamente uniformados se asomaron tras la borda del inmenso navío, alineados como un muro de acero, los mosquetes en alto, listos para escupir muerte.

Grace, con el cabello al viento y la mirada encendida como un faro en la tormenta, dio un paso al frente sobre la borda del Red Viper. La luz del sol poniente pintaba su silueta de misticismo, y su voz, grave y clara, cortó el rugido del mar:
  • ¡Hombres del Red Viper! ¡Hoy no huimos, hoy no nos arrodillamos! ¡Ni la Compañía, ni sus cañones, ni la mismísima muerte nos arrancarán la libertad!
Un rugido sonó más fuerte que todos los cañones de ese coloso navío disparando al mismo tiempo.
  • ¡Somos hijos del océano! ¡Hijos de tormentas y mareas! ¡Y hoy, las olas no nos llevarán como presas… sino como conquistadores!
Otro rugido, hombres pisoteando la cubierta mojada, nerviosos, ansiosos por entrar en batalla.
  • ¡Si hemos de caer, que sea con el viento en la cara, la sal en los labios y el sabor dulce de la muerte en nustros corazones! ¡Que nos recuerden como la tripulación que hizo temblar a los poderosos… y les robó su orgullo a punta de espada!
Un último rugido atronador brotó de las gargantas salvajes de la tripulación. Las armas se alzaron, y el estrépito de sus voces se confundió con el bramido del mar. Corrieron al abordaje, esquivando la lluvia de plomo que descendía sobre ellos. Algunos cayeron al agua con un chapoteo mortal, pero la mayoría avanzaba con la fiereza de bestias poseídas, cada uno con un demonio con sed de sangre en su interior.

Grace encabezaba la carga. A su izquierda, Bhagirath gritaba como un demonio hindú invocando a Kali, el mosquete con cuchillo en la punta ardiendo entre sus manos como si portara un estandarte de guerra, y a su costado, la hoja brillante de un talwar reflejaba la luz del sol.

A su derecha, Yara entonaba un canto yoruba, frio, gutural, repetitivo:
"Ògún, má bà wa lára, má bà wa nínú ogun…"

Sus ojos se tornaron completamente blancos, y su cabello flotaba en el aire como las serpientes de Medusa. Sus palabras parecían envenenar el viento; las balas perdíeron fuerza como si atravesaran el agua, y el temple de los soldados rivales comenzaba a quebrarse.

En la cofa, Halcón, con su único ojo centelleante, abatía enemigo tras enemigo con una puntería sobrehumana, mientras Gipsy recargaba sus tres mosquetes sin pausa, pasándoselos como un armero en plena batalla.

Los garfios tensos acercaron los cascos. Con un salto imposible, Grace fue la primera en pisar la cubierta del galeón. Blandía sable y pistola como una tempestad hecha mujer, derribando rivales con fuerza bruta y precisión letal.

Yara, ágil como un espíritu de la selva, se movía entre los enemigos con dos pistolas, cada disparo acompañado de un giro o un paso ligero, como si danzara al compás de la muerte.

Bhagirath, erguido y tranquilo, manejaba el talwar con calma mortal; cada corte era un final certero, cada estocada, una sentencia inapelable.

Mordisquitos, el gigante de piel oscura y dientes de metal, no llevaba armas, pues no precisaba de ellas. Sus puños golpeaban con la fuerza de mil martillos y su mordida, era un presidio sin escapatoria. A cada embestida, varios soldados salían volando o quedaban tirados sobre el suelo, horrorizados y sin aliento.

Los soldados de la Compañía caían a su paso, pero por cada uno que caía, otros cinco surgían de las entrañas del galeón. La superioridad numérica comenzaba a pesar como una losa. El avance de la víbora roja se detuvo; los mosquetes seguían escupiendo fuego, mientras la cubierta se llenaba de humo, sangre y gritos.

Entonces, entre la bruma de pólvora, apareció MacFarlane… corriendo completamente desnudo como un poseso, pero entonando con voz calmada una vieja tonada de pesca, como si estuviera en un plácido lago una tarde de domingo: “Oh, las aguas traen paz, y el sol calienta el alma…”

El contraste era demencial. Blandía dos cuchillo cortos, uno en cada mano, y no combatía como un soldado… sino como un perro de muelle. Mordía, pateaba, golpeaba con la culata de sus armas, embestía con el hombro, daba codazos, apuñalaba por la espalda. Sucio y traicionero, sin un ápice de honor… pero con una eficacia escalofriante.

La sangre le salpicaba el rostro y parecía enloquecerlo más; su mirada perdida estaba fija en un punto que nadie más podía ver. En su frenesí, incluso sus propios compañeros debían apartarse, pues el filo no distinguía amigo de enemigo.

A su paso, los soldados vacilaban. Algunos huían, otros caían sin comprender de dónde venía el golpe. Grace, aún combatiendo, lo miró de reojo, sin saber si agradecer su presencia… o temerla.
La capitana se batía como una furia, el sable describiendo arcos de luz en la humareda. El sudor y la sangre le nublaban la vista, pero sus pies no cedían un palmo. Un grito detrás de ella la hizo girar, demasiado tarde.

La culata de un mosquete le golpeó la espalda con tal fuerza que el aire se le escapó en un jadeo. El dolor le atravesó la columna, y sus rodillas cedieron. La cubierta se le vino encima y el mundo se redujo al rostro crispado de un soldado enemigo. No era mucho más que un niño, la piel aún lisa, el bigote apenas insinuado. Sus manos temblaban al apuntar el mosquete hacia su rostro.

Grace vio en sus ojos el miedo...
El joven inhaló hondo, listo para disparar.

Y entonces, como una sombra salida de las entrañas del infierno, MacFarlane apareció detrás de él, saltando sobre la espalda del muchacho. Sus cuchillos se hundieron en el pecho del soldado con un chasquido sordo. El jóven no tuvo tiempo de gritar. MacFarlane lo abrazó desde atrás y, con un giro brutal de cabeza, le arrancó la yugular de un mordisco. La sangre brotó en un chorro caliente que le cubrió media cara.

El cuerpo sin vida cayó a un lado de Grace. Ella, jadeante, alzó la vista… y se encontró con el rostro de MacFarlane, cubierto de sangre, trozos de piel aún entre sus dientes. Una cicatriz retorcida le cruzaba el torso, desde la frente hasta perderse bajo su cintura, como un tajo que el tiempo no había conseguido borrar.

El loco escocés, con los ojos vidriosos y el pecho agitado, miró hacia el cielo y gritó con todas sus fuerzas:
- ¡¡Gracias, padre!!

Grace, aún tumbada, parpadeó. La situación era grotesca, absurda… y contagiosa. Una risa nerviosa, primero tímida y luego creciente, le brotó de la garganta.
  • ¿Y qué te ha dicho ahora tu padre? - preguntó, con la voz rota entre la risa y el jadeo.
MacFarlane se inclinó sobre ella, dejando que su aliento caliente y metálico le rozara la mejilla. Era más bestia que hombre. Sonrió con una locura tan pura que parecía un niño travieso… o un demonio satisfecho.
  • Que yo saldré vivo de esta… pero que tú… - y soltó una carcajada salvaje - ¡lo tienes muy jodido!
Se incorporó de un salto y volvió a lanzarse al combate, apuñalando muslos, pateando entrepiernas, mordiendo caras, y dejando un rastro de caos que ni el mar podría borrar.

Grace, aún en el suelo, se sorprendió a si misma sonriendo mientras se levantaba. Algo en aquella locura… tenía sentido.
La irrupción de MacFarlane fue como arrojar un lobo hambriento en medio de un rebaño. Su canto suave, casi infantil, contrastaba con la carnicería que dejaba a su paso. Mordía, apuñalaba, arrancaba trozos de carne con la boca, y cada nuevo muerto parecía encender más su frenesí.

Los hombres del Red Devil, al principio desconcertados, comenzaron a rugir. Algo en aquella locura los prendió como pólvora húmeda que, de pronto, se secó bajo el sol mortecino. Los mosquetes se disparaban más rápido, las espadas cortaban más hondo, y el grito de guerra de Grace resonaba como un martillo en la voluntad de sus enemigos.

Yara, seguía bailando; cada movimiento que hacía era sensual y mortal al mismo tiempo, como si la propia muerte se hubiera convertido en una bailarina, parecía que los collares se su cuello pudieran drenar la fuerza de los soldados de la Compañía, que fallaban disparos y retrocedían como si un peso invisible los empujara.

Baghirath se movía con la calma letal de un tigre de Bengala, su talwar describiendo círculos perfectos que partían hombres en dos. Halcón, desde la cofa, abatía blancos con precisión de verdugo. Y Mordisquitos reía mientras aplastaba cráneos contra la borda.

Poco a poco, la cubierta del galeón se tiñó de rojo. Los gritos de los heridos se confundían con el choque de acero y el crepitar de las mechas de mosquete. Los soldados, superados y sin nadie que los reorganizara, comenzaron a ceder terreno… hasta que, uno a uno, soltaron las armas.

Ahora estaban allí, de rodillas, con las manos atadas a la espalda, una fila de derrotados bajo la mirada de los piratas, que pasaban entre ellos lanzando insultos y puntapiés. Algunos escupían, otros reían con la voz rota por la fatiga y la adrenalina.

Grace, con el pecho aún agitado por la batalla, se acercó a un barril junto al mástil mayor. Sumergió las manos en el agua turbia y se lavó el rostro; el agua se tiñó de un rojo oscuro antes de volver a gotear sobre la cubierta.
Yara se aproximó en silencio, su canto ya apagado, el cabello volviendo a caer sobre sus hombros.
  • ¿Cuántos hemos perdido? - preguntó Grace, sin apartar la mirada del agua.
  • La mitad - respondió Yara, sin adornos.
Grace apretó la mandíbula y, con un rugido de rabia, golpeó el mástil con el puño cerrado. Las maldiciones brotaron de su boca como disparos.
Se giró de golpe, sus botas resonando en la madera mojada, y caminó hacia el final de la fila de prisioneros. El oficial de la Compañía, aún con la dignidad clavada en los ojos, la miró desafiante. El filo del talwar de Baghirath reposaba en su garganta, pero él no pestañeaba.

Grace se detuvo frente a él, la sombra de la vela mayor cubriéndolos a ambos. La sangre aún le corría por la sien. Y en ese instante, el silencio que siguió al combate parecía más denso que el humo de la pólvora.
  • ¿Cómo demonios nos habéis encontrado? - preguntó, con la voz baja pero afilada como acero.
El oficial, con el uniforme manchado de sangre y el mentón en alto, respondió sin titubear:
  • Sir Reginald mandó barcos en todas direcciones desde la isla del Perro. Una simple orden: navegar tres días con rumbo fijo y volver a Bristol si no encontrabamos a nadie.
Grace entrecerró los ojos, se inclinó y se arrodilló hasta quedar a la altura de su rostro.
  • ¿Has dicho isla del Perro?
El oficial sonrió con desprecio.
  • Sí… aunque ya no quede mucho de ella.
La mandíbula de Grace se tensó.
  • ¿Qué quieres decir con eso, escoria?
El oficial hinchó el pecho, orgulloso:
  • La hemos arrasado, puta! No quedó piedra sobre piedra… ni mujer, ni niño alguno.
Un silencio pesado se apoderó de la cubierta. La mirada de Grace se volvió un abismo.
La isla del Perro no era simplemente una roca perdida en el mar, llena de piratas y contrabandistas; era un santuario para almas libres, una tierra donde hombres y mujeres habían conquistado su libertad con sudor, esfuerzo y la férrea voluntad de no someterse jamás.

Sus gentes, irlandeses duros y sencillos, mostraban en sus rostros una bondad serena, la luz tranquila de quienes viven alejados de la opresión, cultivando con dedicación su paz y su autonomía. No eran guerreros violentos ni conquistadores, sino un pueblo firme y orgulloso que había labrado su destino con trabajo incansable y respeto por la tierra y el mar que los sustentaban.

Para Grace, la idea de que ese refugio, ese remanso de humanidad libre, hubiese sido arrasado y aniquilado era un golpe tan profundo que desató en ella una furia imparable, la ira de quien sabe que la injusticia ha pisoteado lo más sagrado.
Sin pensarlo, sacó de su cinto un pequeño cuchillo y, con un movimiento rápido y preciso, se lo hundió en el cuello. El hombre se atragantó con su propia sangre, sus manos atadas intentando inútilmente detener el flujo. Grace lo sostuvo de la mirada hasta que cayó de rodillas, muerto.

A unos metros, MacFarlane comenzó a aplaudir con lentitud, una sonrisa torcida en el rostro, la sangre seca cuarteada sobre su piel. Rió nervioso, casi infantil, y volvió a susurrar algo al cielo, como si conversara con un fantasma que solo él podía oír.

Grace limpió con frialdad el filo del cuchillo en la casaca manchada de sangre del oficial caído. Se irguió lentamente, como quien domina una tempestad, y con desprecio escupió sobre el uniforme ensangrentado. Luego, clavó su mirada de fuego en los pocos soldados que aún quedaban con vida, temblorosos y vencidos.
  • Os perdono la vida - dijo, con voz firme y resonante - pues sé que no soys más que piezas en este juego ruin de la escoria que gobierna desde las sombras.
Un silencio pesado cayó sobre los soldados, roto solo por la respiración entrecortada de aquellos valientes marineros.
  • Quien quiera alzarse conmigo bajo la bandera de la libertad, quien ansíe romper las cadenas que lo atan, será bienvenido entre nosotros.
Los ojos de su tripulación brillaron con un fuego indomable.
  • Y a quienes prefieran regresar a Bristol, que lleven un mensaje claro y feroz a Sir Reginald: que aquí, en estos mares, aún arde el espíritu indomable de una tripulación que jamás conocerá la rendición. Que desafía la muerte, que se ríe del destino y que luchará hasta el último aliento.
Un murmullo, como un eco de tormenta, recorrió la cubierta.
  • Ahora caballeros! - ordenó con voz de trueno a sus hombres - saqueen este galeón y carguen todo lo que valga la pena. Lo que pueda alimentar nuestra lucha, lo que mantenga viva nuestra llama.
Se volvió entonces hacia MacFarlane, que la esperaba con esa sonrisa salvaje, esa mirada de loco sin redención.
  • Escocés! - dijo con autoridad - preciso hablar con usted, en privado.
El salvaje animal asintió, la locura bailando aún en sus ojos, y siguió a la capitana de regreso al Red Viper, dejando tras de sí el eco de una batalla que el mar mismo jamás olvidaría.

Grace descendió por la escalera que conducía al camarote, pero antes de poner un pie dentro se volvió hacia su navío. El Red Viper, su orgullo, estaba maltrecho: un boquete enorme en el puesto de mando, la madera astillada, cabos rotos, manchas de pólvora y sangre por doquier. La batalla había dejado cicatrices visibles, y otras que tardarían más en sanar.
  • Necesitamos un ingeniero, urgentemente… - se dijo para sí misma.
En cubierta, sus hombres transportaban a toda prisa el botín del galeón capturado: barriles de pólvora y munición, sacos de harina, queso curado y carne salada, cajas de ron, cofres de especias y dos baúles repletos de telas finas.
  • Reparad los daños - ordenó con voz firme, midiendo cada palabra.
Tres de los soldados enemigos, aquellos a los que había perdonado la vida minutos antes, se adelantaron con las manos en alto.
  • ¡Nosotros nos ocuparemos, mi capitana! - gritaron al unísono, como quien busca redimirse y ganarse un lugar.
Grace, con una media sonrisa que no dejaba adivinar si era burla o aprobación, asintió y bajó a bodega. Al abrir la puerta de su camarote, se encontró a Vihaan de espaldas, con ambas manos apoyadas sobre la mesa donde reposaban el gran mapa del mundo y las cartas náuticas manchadas de salitre. Al escuchar sus pasos, se giró con una expresión radiante y, sin mediar palabra, corrió a abrazarla con tanta fuerza que casi la derribó. La levantó del suelo y la hizo dar saltos, riendo como un niño.
  • ¡Basta, basta! - dijo Grace, divertida pero intentando recuperar el equilibrio.
Fue entonces cuando MacFarlane, con su sonrisa de loco, se lanzó sobre ambos, envolviéndolos en un abrazo que olía a sudor, pólvora y sangre.
  • Es suficiente, ¡maldita sea! - rió Grace, separándose al fin - ¿A qué viene tanta felicidad?
Vihaan, aún agitado, tomó aire y pronunció con solemnidad:
  • Ya sé a dónde debemos ir… El sabio ha hablado.
Los ojos de Grace se abrieron como un faro en la noche.
  • ¿Dónde? ¡Dímelo!
Corrió hacia la mesa, apoyando las manos sobre el mapa, inclinándose hacia él. Vihaan se acercó, bajó la voz como si temiera que las paredes escucharan, y colocó un dedo sobre una región en el extremo norte, donde las aguas se volvían heladas y el mundo conocido terminaba.
Vihaan mantenía el dedo firme sobre el punto del mapa, en aquel extremo septentrional que parecía querer salirse del pergamino.
Grace, sin apartar la mirada, se volvió hacia MacFarlane.
  • Y tú, escocés… si fueras yo, ¿qué harías? ¿Qué ruta tomarías?
MacFarlane arqueó una ceja y, tras un segundo de silencio, respondió con su voz grave y calmada:
  • Esa decisión no me corresponde tomarla a mí, capitana.
Grace sonrió de lado y tendió la mano hacia él.
  • Quizás un contramaestre sí podría contestar a esa pregunta… Necesito un segundo al mando. Alguien capaz de dirigir a los hombres cuando yo no lo sea. Alguien lo suficientemente loco como para decidir abordar un galeón… y, por qué no decirlo, alguien del que pueda aprender.
El escocés dejó escapar una breve risa y aceptó el gesto, estrechándole la mano con fuerza.
  • Será para mí un placer aceptar el puesto que la Víbora Roja me ofrece.
  • No… Las gracias te las debo yo - replicó Grace, manteniendo el apretón - Sin tu mano al timón y tu furia en la batalla, ahora mismo estaríamos todos en el fondo del mar.
MacFarlane hizo una reverencia torpe, casi burlona, y se inclinó sobre el mapa, examinando con atención las líneas y corrientes, como si ya estuviese trazando la ruta en su mente.
  • Vihaan - dijo Grace, sin apartar la vista del escocés - Trae al sabio. Quiero conocer a ese hombre.
Vihaan la miró fijamente un segundo más de lo necesario, con una media sonrisa, antes de salir del camarote. Grace siguió con los ojos su silueta hasta que la puerta se cerró… y no pudo evitar pensar que tenía ganas de volver a repetir aquellas posturas extravagantes sobre la mesa de su camarote.

Continuará…
 
Capítulo 7 - Los restos de un naufragio: Bum-Bum, el niño sin rostro

La noche había caído sobre el mar como un manto de terciopelo oscuro. El Red Viper reposaba anclada en una pequeña cala, oculta entre paredes de roca y sombras que la protegían de miradas indeseadas. La reciente victoria contra la Compañía de las Indias Orientales aún ardía en los pechos de la tripulación, y en cubierta estalló una fiesta que hizo temblar la madera del bergantín.

Dicen que después de la tormenta llegaba la calma… pero no para los piratas, al contrario. Para ellos la calma se llamaba música, gritos, y botellas de ron golpeando contra las mesas. MacFarlane tocaba una gaita desafinada, Mordisquitos golpeaba un barril a modo de tambor, y Halcón, desde lo alto de la cofa, cantaba como si el mundo entero lo escuchara.

Grace, con las mejillas encendidas por el alcohol, bailaba con Yara, cruzando los brazos y saltando como dos niñas que hubieran olvidado las desgracias pasadas. Las risas se mezclaban con los coros, las botas golpeaban las tablas, y el ron corría como un río desbocado.

Hasta que la capitana, con más botellas que equilibrio en el cuerpo, tropezó y cayó al suelo en medio de carcajadas. Yara intentó levantarla, pero terminó cayendo encima de ella. Las dos se retorcían de risa, sin fuerzas para ponerse en pie, mientras los marineros aplaudían y les arrojaban flores robadas del Galeón saqueado.

Entre resuello y carcajada, Yara, con su voz melosa y musical, susurró:
  • Es hora de irse a la cama, capitana… Vamos!
Las dos viejas amigas bajaron hacia el camarote, agarrándose mutuamente para no acabar rodando por la escalera. Aunque el Red Viper estuviera amarrado, caminaban como si el mar estuviera embravecido y el oleaje quisiera tragárselas.
  • Dime una cosa… - balbuceó Yara, con los ojos entornados y una sonrisa de medio lado - ¿Cómo es Vihaan en la cama?
Grace, sin detenerse, ladeó la cabeza, hizo un gesto exagerado con las manos y soltó una mueca de puro placer.
  • Espectacular… - murmuró - Su gente tiene un libro sagrado del sexo, ¿lo sabías? - Yara la miró, intrigada - Hicimos una postura… mira, ya verás… ponte así…
Entre risas, intentaron replicar la posición, torpes por el ron y el vaivén imaginario del mar dentro de sus perjudicadas mentes. Al segundo intento, perdieron el equilibrio y acabaron desplomándose, otra vez, en el suelo, riendo a carcajadas, con miradas de complicidad que decían más que las palabras.

Yara, todavía tumbada, asintió lentamente, como si estuviera calibrando una jugada.
  • Pues me gustaría probarlo - dijo, sin vergüenza.
Grace se volvió hacia ella con una carcajada - ¡Ah, sí? - y, acercándose, le susurró al oído - Me parece bien… siempre que tú compartas a Mordisquitos.

Ya estaban frente a la puerta del camarote. Yara sonrió, con ese brillo travieso que no presagiaba nada bueno.
- ¿Vas en serio? - preguntó Grace, medio incrédula. Como si pudiera leer sus pensamientos.

Yara no contestó. Solo sonrió más.
  • Ay, madre mía… - soltó Grace, tapandose la boca que olía a fondo de barril.
La yoruba rompió a reír, casi doblándose de la risa.

- ¿Está dentro?, ¿Ahora mismo? - preguntó la peliroja señalando su camarote, con la voz ronca por el alcohol.

Su amiga, tan solo arqueó una ceja y abrió la puerta.
Dentro, sobre la cama, Mordisquitos estaba completamente desnudo, las manos cruzadas detrás de la cabeza, la sonrisa metálica brillando contra la luz de luna… y su miembro viril erguido como el mástil mayor.

Yara, sin dejar de sonreír, se inclinó para besar la mejilla de su amiga y le susurró:
  • Este es mi regalo, capitana… por la gran victoria de hoy.
Grace cerró la puerta de un golpe tras de sí, aislando del mundo exterior el calor y el olor a sexo que impregnaban el camarote. Mientras caminaba hacia la cama, comenzó a desnudarse, dejando caer cada prenda como si fueran fragmentos de la batalla que quedaba atrás.

Yara ya estaba tumbada, despojada de sus coloridas ropas, la sonrisa dibujada en sus labios y el cuerpo ardiente, emanando un calor casi palpable, como si su piel soltase humo, evaporandose y mezclandose con la penumbra de la íntima estancia. La yoruba no apartaba los ojos de su amiga, y con gesto travieso, puso su brazo junto al “mástil mayor” de Mordisquitos, a modo de comparación, demostrando con descaro las ‘gigantes cualidades’ de su amante. El esclavo liberado sonreía con su dentadura metálica brillando más reluciente, mientras su erección parecía ganar vigor con cada mirada que lo recorría.

Como buenas y viejas amigas, compartieron al hércules de ebano, sumergiéndose sin pensarlo en aquella noche de pura lujuria y placer, sin atender a nada más que a la música de sus propios cuerpos, viajando, en cierto modo, al misterioso continente africano.

Pero no estaban tan solas como creían. Desde la puerta entreabierta, dos ojos negros, profundos como el universo mismo, observaban en silencio. Eran los mismos que días atrás habían seguido cada curva de Grace mientras se bañaba, los mismos que aquella misma mañana, sin que ella lo supiera… se habían enamorado. Como había quedado de manifiesto en aquella conversación entre Vihaan y Grace a la luz de las estrellas, en la isla del Perro, ambos no compartían la misma visión del amor. Pero el viaje debía continuar.

El Red Viper ponía rumbo hacia la desconocida isla de Svalbard, hacia las inhóspitas tierras del norte, donde el mar y el cielo se confunden en un abrazo helado. Tras inclinarse sobre la carta náutica y estudiarla en silencio, MacFarlane había escogido una ruta segura: seguir la costa este de Inglaterra hacia el norte, aprovechar las corrientes favorables del Mar del Norte y, al llegar a Escocia, virar hacia las islas Orcadas para reabastecerse antes de cruzar el temible Mar de Noruega.
  • Si vamos directos por mar abierto desde aquí - dijo golpeando la carta con un dedo calloso - las corrientes nos comerán vivos. Pero si nos pegamos a la costa y subimos con paciencia, llegaremos enteros… o al menos con todas las manos aún pegadas a sus brazos.
La travesía sería de unas tres a cuatro semanas si el clima respetaba, aunque MacFarlane advertía que en esas aguas, el clima nunca respeta.
Los primeros días, aún entre Inglaterra y el viejo continente, el paisaje estaba pintado de verdes colinas y acantilados que se desmoronaban sobre playas de guijarros. Bandadas de gaviotas seguían el barco, esperando las sobras de la cocina de Bhagirath, que por el bien de todos había tomado las riendas de ella. El viento era suave, y el salitre se mezclaba con el aroma a hierba fresca que llegaba desde la costa.

Yara aprovechaba las horas tranquilas del barco para inventar un lenguaje de signos con el que poder comunicarse en secreto con Mordisquitos. Gestos, guiños y movimientos apenas perceptibles que solo ellos entendían, como un pequeño código que les pertenecía.
Pero cuando la noche caía sobre el mar y la cubierta quedaba en sombras, aquel lenguaje se transformaba. Entre susurros, risas y jadeos, hablaban el lenguaje universal del deseo, donde cada mirada, cada roce y cada movimiento contaba historias que ningún otro podría comprender.

A medida que avanzaban hacia el norte, las nubes se volvían más densas, el mar más oscuro y la brisa más cortante. Los verdes acantilados se transformaron en murallas de piedra desnuda, y las aldeas se volvían más escasas, sustituidas por páramos solitarios donde sólo los faros parecían vigilar el horizonte.

En cubierta, los hombres empezaban a sentir el frío calarles hasta los huesos. Las risas de las noches cálidas en el sur se habían convertido en historias contadas al calor de una lámpara, mientras las olas golpeaban el casco como si quisieran comprobar la resistencia del Red Viper antes de dejarlo entrar en los dominios del hielo.

Macfarlane intentaba subir los ánimos de sus marineros, contando divertidas historias para ahuyentar el temible frío del norte. La que más gustaba a la capitana era aquella que narraba cómo se hizo su enorme cicatriz. Al parecer, muchos años atrás, un circo ambulante gitano llegó a Glenbrae, un pequeño y rudo pueblo perdido en las Highlands escocesas. Macfarlane se apostó, con uno de los gitanos, una jarra de cerveza a que podía vencer a un oso en combate. Entre risas y gritos del público, el entonces joven escocés se lanzó al desafío, esquivando zarpazos y forcejeando con el animal como podía. El oso, más astuto y fuerte de lo esperado, logró rasgarle, dejando la cicatriz que aún lucía orgullosamente: un recuerdo que le recorría desde la frente hasta la cintura.

Nunca dejaba del todo claro quién había ganado la pelea, y eso era parte del encanto de la historia. Cada vez que la contaba, la capitana sonreía con ese brillo entre diversión y asombro. Para todos los presentes, la cicatriz ya no era solo un recuerdo doloroso, sino un símbolo de audacia y locura que animaba hasta al marinero más frío y temeroso.

Mientras unos marchaban hacia el norte, los soldados a los que Grace había perdonado la vida regresaron a Bristol como barcos a la deriva, temblando bajo el peso del miedo y la verguenza de la derrota. Sir Reginald, furioso ante la ineptitud de sus hombres, los mandó fusilar de inmediato y sin piedad, como quien arroja al mar la carga innecesaria. Sin dejar de meditar su siguiente movimiento, comprendía que así era el mundo para un hombre de su calaña: una partida de ajedrez donde los peones caen sin valor, siempre que el rey consiga doblegar a la reina. Lo que era incapaz de comprender ese despreciable ser, es que al final de cada partida, tanto el rey como el peón siempre vuelven a la misma caja.

Al mismo tiempo, en el Flying Pig, la mejor taberna del puerto, sucedía lo de siempre.
La noticia de la victoria de la Víbora Roja se había corrido como pólvora encendida. El humo del tabaco y el olor del ron flotaban densos entre los murmullos de los marineros, que se apretaban unos contra otros, atentos a cualquier palabra que pudiera encender su ánimo.

Un viejo, bajito y feliz por el alcohol, subió a la mesa tambaleante. Se agarró a la pared para no caer y, con los ojos brillantes, bajo un candelabro viejo y ruinoso, comenzó a hablar:
  • ¡Escuchadme! - gritó, golpeando la madera con la palma de la mano - Os voy a contar la historia de la Víbora Roja y su tripulación, la historia de cómo desafiaron al poder y se rieron de la propia muerte.

Se paseó de un lado a otro de la mesa, balanceándose como si siguiera el ritmo de los combates que describía.
  • Dicen que su capitana… - levantó el puño, luego señaló al techo como si clavara allí la figura de la mujer - es la reencarnación de la mismíssima Grace O’Malley… es una reina pirata, de cabellos rojizos como la sangre que derrama en cada combate. Mirada de fuego, penetrante como el ahullido de un lobo. Valiente, despiadada, que se lanza al combate con su espada mordiendo como serpiente venenosa. Quienes la han visto… aseguran que no hay hombre en la faz de la tierra que la pueda detener.
Se inclinó, bajando la voz, y la multitud se acercó un poco más, conteniendo el aliento.
  • Y su tripulación… no se queda atrás… acercaros y os lo contaré - extendió ambos brazos como abarcando toda la taberna - Junto a ella, viaja un misterioso hombre de Oriente, ágil como un tigre de Bengala, que salta, gira y arremete sobre sus enemigos con la calma de un depredador sigiloso. Los proteje una santera, una bruja inmortal… capaz de detener el tiempo y envenenar la mente de sus enemigos, cuentan que presenta batalla sumergida en un suave baile, con los ojos en blanco y cantando mientras sus dioses la protejen y el mundo se quiebra a su alrededor.
Se frotó la barbilla, haciendo un gesto como si calculase los movimientos de un combate invisible.
  • Con ellos, lucha también un loco escocés - dijo, tambaleándose hacia delante, simulando su rugido - cuentan que prefiere entrar en combate desnudo, y que la espuma brota de su boca como un perro rabioso, lanzando golpes como un oso salvaje, arrasando todo lo que encuentra como un torbellino. Y, ¿qué me decís del gigante de ebano? Un hombre oscuro como el fondo del mar, de sonrisa metálica, que no necesita armas para arrebatar vidas, pues solo de sus manos se basta. Mientras ese gigante arranca cabezas, desde la lejanía, oculto entre las sombras, un marinero de un solo ojo… - apuntó a la multitud, casi como retándolos - …certero con su mosquete, implacable como la mismísima muerte, alcanza su objetivo donde otros solo ven niebla…
Mientras hablaba, algo comenzó a encenderse entre los presentes. Miradas vidriosas se cruzaban, la piel se erizaba de golpe. Una mecha pequeña, chispeante entre humo y penumbra, comenzaba a arder: un atisbo de rebelión. Hombres y mujeres que habían dicho basta, hartos de ser peones, sentían que las batallas de la Víbora Roja eran también las suyas. Sus hazañas, sus riesgos, su furia… eran un estandarte que hondeaba contra el viento, con orgullo, encendiendo el fuego que corría por sus venas.

El viejo levantó ambas manos al cielo, su voz temblando de emoción y de ron:
  • ¡Que viva la Víbora Roja!
Un grito estalló entre la multitud, y por un instante, todos la vieron allí, entre ellos, respirando la libertad, lista para devorar el mundo. Pero un murmullo nervioso también recorrió la taberna: hablar de Grace O’Malley no era seguro. Era buscada por la ley, y cualquier relación con ella podía atraer problemas. Aun así, la mecha estaba encendida, y el fuego de la libertad ardía en cada corazón. Nada volvería a ser lo mismo.
  • ¡Buenos días, capitana! - gruñó Macfarlane, ahora contramaestre, con un guiño burlón al verla temblar - Parece que los Jötnar nos han prestado su viento helado para recibir el alba.
Grace subió al puesto de mando, cada paso sobre la cubierta crujía bajo sus botas mientras el frío mordía su rostro y se colaba por todas las capas de ropa. El escocés le lanzó una botella de ron con un gesto seguro, casi juguetón; ella la atrapó al vuelo, sonriendo con una mezcla de desafío y diversión.
  • Aún es muy temprano para beber - dijo, apoyando la botella sobre la madera helada del timón.
  • Mejor borracho a las cinco de la mañana que muerto de frío - replicó él con un encogimiento de hombros - Aquí tienes el mando, capitana. Yo me retiro a la cabina, a tomarme un merecido descanso.
  • ¿Cúanto queda para llegar a Ørnes? Urge rebastecernos antes de entrar a mar abierto!
  • Si el tiempo no empeora, llegaremos al atardecer.
  • ¿Empeorar? ¿Es que acaso puede hacerlo?
  • El Norte es así mi capitana! Siempre puede ir a peor - MacFarlane rió mientras se refugiaba en el interior del barco y seguía hablando con sus fantasmas.
Grace tembló y tomó el timón entre sus manos. La madera estaba fría, pero firme, un ancla de control en medio del viento cortante. Se inclinó ligeramente hacia delante, sintiendo el crujido del casco y el balanceo constante del Red Viper. Cada ola lanzaba un golpe húmedo contra la proa, salpicando espuma helada que se convertía en escarcha al instante. A lo lejos, el extremo del continente se desplegaba como un muro de hielo y roca, coronado por montañas nevadas que parecían centinelas del norte. Glaciares que descendían hasta el mar rugían con cada choque de olas, recordándole que estaban entrando en un territorio donde el mar y el hielo eran los dueños absolutos.

El aire era frío, cortante como una daga. Cada respiración de Grace era un fuego que trataba de calentar los pulmones. La tripulación, aún somnolienta, se movía con precisión mecánica: ajustaban velas, revisaban cabos y sogas, achicaban agua, como si cada acción fuera un ritual para mantenerse despiertos frente al frío y el peligro. Sus miradas se cruzaban de vez en cuando, reflejando temor y una chispa de preocupación.

El sol apenas comenzaba a elevarse, pintando los mástiles con un brillo tenue y helado. Grace giró el timón con delicadeza, sintiendo cómo el Red Viper respondía al viento y a la corriente, avanzando directo hacia Sbalvard. Un cosquilleo recorrió su espalda: vértigo y libertad, el latido de lo desconocido que esperaba al otro lado del horizonte. Se apoyó un instante sobre la barandilla, dejando que el viento la golpeara de frente. Cada ola, cada espuma, cada crujido del casco parecía susurrarle que lo que buscaban estaba cerca, pero aún escondido. El Sundra-Kalash, esa pista que los había llevado hasta la soledad del norte, parecía reírse de ellos con cada ola que rompía a sus pies.

Grace cerró los ojos por un instante, dejando que la brisa le despeinara los cabellos rojizos y el frío le nublara las mejillas. Sintió la tensión de la travesía, la mezcla de miedo y desconocimiento que la hacía sentir viva. Todo estaba en movimiento: el barco, el viento, las olas… y su tripulación, que confiaban en ella para guiarlos a través del límite del mundo conocido.

La capitana apretó los dientes, ajustó el timón, y el Red Viper siguió cortando las aguas del norte, avanzando firme y decidido, mientras un frío cortante la atravesaba de pies a cabeza. Bajó de nuevo la mirada hacia la cubierta y vio a Vihaan con los tres caballos negros, cepillándolos con paciencia, dejándolos relinchar y correr unos pasos para airearse. Cada movimiento suyo era delicado, casi reverente, como si cada crin y cada músculo de los animales contara una historia que solo él podía leer.

De repente, sus miradas se cruzaron, y por un instante todo lo demás desapareció: el rugido del mar, el crujido del bergantín, incluso el frío cortante del norte. Yara, ajustando cabos cerca de la borda, notó la chispa entre ellos. Con un gesto discreto se acercó a Grace:
  • Yo me encargo del timón un rato - dijo - Para qué habléis tranquilos.
Grace asintió, le dió un beso en los labios y se acercó a Vihaan, empezando a acariciar la crin de uno de los caballos:
  • Son tres animales majestuosos - dijo - Tienen suerte de tenerte como cuidador.
Vihaan sonrió suavemente y respondió:
  • Les he puesto nombre - dijo, pensativo - Este es Sirius, brillante y dominante; aquel, Rigel, oscuro y fiero; y el tercero, Betelgeuse, poderoso y lleno de misterio. Cada uno refleja fuerza y negrura, como la noche misma.
  • Perfectas elecciones - dijo Grace, admirando los caballos - Poderosos e imponentes…
La mano de la capitana buscó la entrepierna del astrónomo, pero la mente de Vihaan estaba en otro lugar. Su mirada se ensombreció, recordando lo que había visto hacía varias noches en el camarote de ella. No dijo nada, solo la intensidad de su expresión delataba lo que lo perturbaba. Grace, percibiendo esa sombra, frunció ligeramente el ceño:
  • ¿Te molesto, acaso? - preguntó, directa.
  • No es eso Grace, es solo que… no puedo quitarme de la cabeza lo que ví en tu camarote. Cuando Yara, tú y Mordis…
  • ¿En serio? - interrumpió la capitana navegando entre el enfado y la risa - ¿Otra vez? ¿Acaso es tradición en Oriente espiar a los demás?
Vihaan no respondió con palabras, pero su silencio y su expresión eran suficientes. Entonces Grace, con una sonrisa desafiante y los ojos brillando, se inclinó y lo besó con pasión, encendiendo al astrónomo de inmediato. Al separarse, susurró con voz suave y firme:
  • La libertad no entiende de amor, Vihaan… solo de deseo.
  • El deseo es peligroso, Grace. Puede hacerte perder la cabeza, despeñar un navío por culpa de los cantos de las sirenas, traicionar a tu propio hermano, es la luz que te ciega hasta la muerte.
  • Puede… pero tambien es el que nos hace escribir canciones, el que nos hace sentir vivos, la luz que nos muestra el camino, enpujandonos en la oscuridad… y además es excitante, ¿no crees, ‘Avispa’?
Con esa rebeldía que la caracterizaba, regresó al timón, dejando a Vihaan junto a sus caballos. Él se quedó allí, sonriendo, incapaz de decir o pensar. Observó a Grace y a Yara hablar entre susurros, sonrisas y miradas que decían más de lo que cualquier palabra podría expresar. Un calor extraño comenzó a acumularse en su cuerpo, recordándole que la libertad también puede ser amor, y el amor provocación. Que algunas verdades solo se sienten, no se explican.

Vihaan venía de un mundo clásico, donde todo estaba marcado, donde las tradiciones eran ley y la formalidad era un imperativo: un hijo de familia adinerada, de modales impecables y conducta intachable. Siempre había caminado erguido, con la espalda recta y la palabra medida, un caballero en cada gesto. Pero algo dentro de él comenzaba a cambiar. Poco a poco, aquel hombre elegante se estaba convirtiendo en pirata, y la causa no era otra que el amor.

Si amarla significaba rendirse al caos, a la pasión desbocada, Vihaan estaba dispuesto a despojarse de todas sus normas: arrancarse las ropas, maldecir a los dioses y blandir la espada sin miedo, solo para permanecer a su lado.
Y esa transformación ya había comenzado, especialmente en lo que a luchar se refería. Sucedió unos días atrás y el detonante fue el enfrentamiento contra el galeón de la Compañía de las Indias Orientales. Durante la refriega, la vergüenza lo golpeó con fuerza: mientras sus compañeros y la mujer que amaba se jugaban la vida, él se había refugiado, temblando como un niño, escondido en su cabina. Cada rugido de cañón y cada grito de batalla eran un recordatorio de su cobardía, un espejo cruel que le mostraba lo lejos que estaba de ser el hombre que ella necesitaba a su lado.

Pero aquel fracaso fue también un punto de inflexión. Algo en él se había quebrado y al mismo tiempo despertado: entendió que si quería seguir a Grace, debía dejar atrás su mundo rígido. La vida de pirata, el caos, la libertad… todo aquello se mezclaba con su deseo y su amor, y cada día que pasaba, sentía más cómo esas cadenas de la sociedad clásica se deshacían, trozo a trozo, ante la fuerza de lo prohibido y lo salvaje que la Víbora Roja representaba.

Vihaan había decidido aprender a luchar, y para ello pidió ayuda a su fiel sirviente, Baghirath. Pero el ciejo Shudra no fue duro con él; era incapaz de hacerle daño y mucho menos, derrotarlo. Sus movimientos eran precisos, pero suaves, y Vihaan se encontraba una y otra vez en la misma situación, sin lograr ponerse realmente a prueba. Desde el timón, Grace los observaba con una sonrisa que se iba ensanchando con cada torpe intento del joven y la condescencia de su maestro. Hasta que de repente gritó:
  • ¡Deberías buscar un adversario más digno! Bhagirath te ataca como una niñita educada.
El astrónomo, encendido por la necesidad de demostrar su hombría, aceptó el reto sin dudar y agarró el sable con firmeza. Grace, divertida, llamó a Mordisquitos, el enorme negro de fuerza brutal y dentadura de hierro. El gigante entró en el corro, empujando a los demás, abriendose paso con una enorme maza entre sus manos. En pocos segundos, con un solo movimiento desarmó a Vihaan y lo tiró al suelo con facilidad, provocando las carcajadas de los marineros. Baghirath lo ayudó a incorporarse, murmurando algo sobre “paciencia y equilibrio”.
Entonces Macfarlane apareció por encima del corrillo, agarrandose al mástil con una media sonrisa.
  • Creo que sus delicadas manos, señorito… lucharían mejor con una fina arma - sonrió, lanzandole una rapier Flor de Lys.
Vihaan la atrapó al vuelo y sus ojos se iluminaron: era idéntica a la espada que usaba de niño en sus clases de esgrima. Un hálito de confianza lo recorrió, y armado de valor, se lanzó de nuevo contra Mordisquitos. Esta vez, sus movimientos eran ágiles y certeros, y pronto fue él quien dominaba la pelea, obligando al gigante a retroceder. Los marineros aplaudían y reían, maravillados por la transformación del joven caballero en un pirata de verdad.
  • MacFarlane, ¡Toma el timón! - gritó Grace, bajando del puesto de mando para entrar en el corro.
Sus hombres le dejaron paso mientras ella desenvainaba su espada y lo retaba, los ojos brillando de desafío:
  • A ver si puedes contra tu capitana… Pirata!
Vihaan asintió, decidido, y comenzó un juego ágil de estocadas y fintas. La pelea empezó como un juego, pero se fue endureciendo, incluso por un momento parecía que iba a acabar en tragedia; los marineros se miraban entre sí, convencidos de que Grace sería la derrotada, pues el hindú cada vez ganaba más terreno, casi la tenía acorralada.
  • No está mal Vihaan, no está nada mal - sonreía Grace mientras esquivaba las estocadas rápidas de él - atacas como una avispa, rápido y certero, bien hecho!
Pero entonces ella ejecutó una jugada sucia: fingió un tropiezo, como si se hubiera torzido el tobillo, haciendo que Vihaan cesara en su ataque, preocupado. Aprovechando su desconcentración, le golpeó fuertemente en la boca del estómago con la empuñadura de la espada, desestabilizándolo por completo y dejándolo sin aire. Con un rápido movimiento, lo derribó y apoyó el filo de su arma sobre su cuello.
  • Eso es trampa! - gritó el derrotado desde el suelo.
  • Lección número uno… nunca te fíes de un pirata… y menos si es mujer - dijo con una sonrisa ladeada.
El astrónomo, jadeante y con la adrenalina aún recorriendo su cuerpo, no pudo más que reír. Grace lo ayudó a incorporarse, y la tripulación estalló en aplausos y risas. Bhagirath, con los brazos cruzados asentía, pues creyó que era el mejor consejo que podían darle a su jóven señor. Incluso Vihaan y Grace compartieron una mirada cómplice, sabiendo que aquel día, entre golpes y espadas, habían reforzado algo más que su habilidad en combate.

Justo cuando estaba recordando aquel momento y Yara se acercaba a él, con aquella extraña sonrisa en el rostro que no presentía nada bueno, Halcón, el vigía más certero de los siete mares y dueño de un único ojo, alzó su grito rasgado sobre el silbido del viento helado:
  • ¡Capitana! ¡Al noroeste, a trescientas brazas! ¡Allí… veo los restos de un naufragio!
Grace giró al instante el rostro hacia la dirección que indicaba, pero no distinguió nada entre la blancura cegadora del horizonte. Aun así, Halcón no cedía:
  • ¡Mi capitana! Dos figuras sobre un tablón… ¡dos almas a la deriva, os lo juro por los dioses del mar!
Gipsy, al lado del viejo tuerto, con un gruñido grave que imitaba los gestos y la tensión de Halcón, empezó a mover la cabeza hacia la misma dirección. Grace frunció el ceño, sus manos firmes sobre la rueda del timón.
  • ¡Virad, chicos! - ordenó con voz firme, dejando que la tripulación sintiera la urgencia en sus palabras. El Red Viper respondió a sus órdenes, cortando el frío aire de la mañana mientras se dirigía hacia lo que los vigías aseguraban ver.
  • ¿Qué demonios sucede? - MacFarlane volvió a aparecer en cubierta, despertado por los gritos y tan solo vestido con unos finos pantalones rotos, como si el frio no pudiera atravesar su aspera piel.
Poco a poco, entre la bruma, comenzaron a distinguirse los restos del naufragio sobre la helada agua y entre ellos, dos cuerpos sobre un tablón de madera, a merced del océano y rodeados de tiburones hambrientos. Eran dos hombres, uno adulto, el otro un niño, casi inconscientes y luchando solo por permanecer a flote. La tripulación contuvo la respiración mientras Grace maniobraba con precisión, acercándose con cuidado, el corazón latiéndole apresuradamente.

Los hombres lanzaron cabos y garfios, sumergiéndose parcialmente en el agua helada para asegurar el tablón y evitar que los tiburones se acercaran demasiado. Con esfuerzo conjunto, lograron izar primero al hombre adulto, que estaba rígido y empapado, y luego al niño, cuya ropa ligera parecía insuficiente frente al frío cortante del mar. La cubierta quedó salpicada de agua y espuma, mientras el viento azotaba los velámenes.

Yara se adelantó, con su prisa característica, y sacó de su zurrón un pequeño frasquito que olía a hierbas y alcohol. Lo pasó varias veces suavemente bajo la nariz de ambos. Primero el adulto tosió y parpadeó, luego el niño se movió lentamente, levantando su rostro cubierto por completo. Poco a poco, ambos recobraron el sentido, jadeando y temblando por el frío.

Grace los observaba atentamente. El hombre mayor tenía facciones robustas, piel clara y un gesto adusto, como acostumbrado a la disciplina inglesa. Pero al abrir la boca para hablar, su acento traicionaba sus raíces: era galés, con un timbre cálido y melódico que contrastaba con su apariencia severa.

El niño, en cambio, era un enigma. Su vestimenta recordaba a los trajes ligeros de los desiertos orientales: túnica de lino desgastado, cinturón de cuero y rostro parcialmente cubierto con un pañuelo que dejaba ver solo unos ojos oscuros e intensos. Cuando empezó a murmurar palabras entrecortadas en un idioma extraño, Grace frunció el ceño, tratando de entender. Los sonidos eran guturales y fluidos a la vez, con un ritmo que le resultaba completamente ajeno, como si el viento del desierto se hubiera colado en su boca. Era un idioma extraño, casi gutural, y cada sílaba parecía traer consigo historias de dunas lejanas y oasis escondidos.

Grace se inclinó hacia ellos, con la sensación de que aquel encuentro no era casual, y que sus vidas, aunque frágiles y perdidas en medio del océano, acababan de entrelazarse con la del Red Viper. Yara les indicó que se sentaran sobre unas mantas para entrar en calor, mientras permanecía a su lado, atenta a cualquier signo de debilidad. El hombre mayor se frotaba las manos, respirando con dificultad, y al fin murmuró su nombre.
  • Gra…gracias por… por…por… sacarnos del a…a..a…agua - dijo tartamudeando de frío - Me lla…lla…llamo Wi…William.
En cambio el niño permanecía silencioso, observando a todos con ojos grandes y cautelosos, mientras su rostro cubierto apenas revelaba expresión. Bhagirath se acercó con dos cuencos de madera llenos de sopa de cebolla humenate y se los ofreció a los dos desconocidos. Mientras Gipsy se colaba entre sus piernas, olfateando con cautela y curiosidad a los recién llegados. Grace se mantenía vigilante, consciente de que el mar aún podía depararles sorpresas. Miró al chico muy desconcertada, intentando saber que decían aquellos ojos.
  • ¿Entiendes mi idioma? - preguntó la capitana alzando la voz como si eso pudiera ayudarlos a entenderse - ¿Qué ha sucedido?
El pequeño muchacho, de tez oscura, oculto tras ese pañuelo sobre la cabeza, la miró desconcertado, sin entender ni una palabra.
  • No… no habla inglés - dijo el Galés tomando la sopa a grandes tragos, mientras se acurrucaba tembloroso bajo varias mantas.
  • ¿Entiendes algo de lo que digo? - inquirió la capitana, sosteniéndole la mirada mientras el niño luchaba por recomponerse.
El chico permaneció en silencio unos instantes, luego levantó la vista, y con voz suave pero clara, articuló en un extraño dialecto:
  • Ur ad tcrah d imi, tagnama… warg venus, tanemirt i netta, nek sḷāyigh.
Grace arqueó una ceja, sin entender nada. No obstante una nota de alarma resonó en su mente. La palabra “sḷāyigh” y la forma en que la pronunció, le sugirió algo oscuro, como pesado, como un vínculo impuesto. Pero aquel lenguaje musical, lejano y extraño para su Bristol natal, llevaba demasiadas incógnitas. Levantó su mirada hacía su amiga , con suavidad, mientras trataba de descifrar el trasfondo de aquella advertencia velada. El niño, con la mirada intensa tras su velo, parecía deslizar un secreto que resonaba en la cubierta del Red Viper.

Yara, con esa dulzura de madre, posó una mano sobre la del niño. Al tocarla, sintió el frío quemando su piel.

- Estás helado… Bhagirath, ¿puedes calentar agua? - preguntó sin apartar la mirada del chico.​

El sirviente asintió de inmediato y, sin decir palabra, salió disparado hacia la cocina.
Con paciencia, la yoruba ayudó al pequeño a ponerse en pie, sujetándole con firmeza pero sin brusquedad.
  • Vamos, pequeño… te voy a preparar un baño caliente - le dijo, con una sonrisa que pretendía arrancarle algo de confianza.
El niño, todavía envuelto en su túnica mojada color arena, dejó que la cubana lo guiara. A medio camino, se giró hacia la capitana y el resto de la tripulación, y soltó otra ráfaga de palabras rápidas en su lengua:
  • Ur asɛid ad tcemmegh… d imɣaren medden… ma yella tazmert!
Para los marineros en cubierta, aquel torrente sonoro no era más que un canto áspero, como un salmo roto en mitad de una tormenta. Algunos lo compararon con el murmullo de un rezo extraño; otros, con el silbido del viento colándose entre las rocas. Ninguno comprendió las palabras… pero todos sintieron, por el tono urgente y la dureza de las consonantes, que aquello no eran precisamente bendiciones.

El galés, aún pálido y con el aliento cargado de sal, miró al muchacho como si fuera una alimaña.
  • No se fíen de él… - dijo con voz áspera - Aunque se vea pequeño y de aire inocente, es un diablo.
Grace, con una ceja arqueada y las manos firmes sobre su cinturón, se inclinó apenas hacia él.
  • ¿Y qué ha pasado, marinero? ¿Qué os ha llevado a quedar tendidos sobre un tablón roto, en mitad de este mar helado?
El hombre tragó saliva, como si todavía sintiera el sabor a humo en la lengua.
  • Éramos parte de la tripulación de un mercante… - empezó a contar - comerciábamos con los nórdicos, cargados de bienes y provisiones. Entonces, ese maldito malnacido… - le lanzó otra mirada de odio - hizo volar el barco en mil pedazos. Mató a todos los que viajaban a bordo y mandó al fondo del mar el navío entero. Yo tuve la suerte de sobrevivir… y él también, desgraciadamente.
Grace no soltó carcajada alguna, sino una risa breve y baja, de esas que no se ofrecen al aire, sino que se guardan en la garganta como si supiera que aquellas palabras del galés ocultaban más de lo que decían.
  • Sea como fuere - dijo al fin, con voz calmada - aquí no se deja a un hombre morir a la deriva. Tendrá refugio en mi navío, almenos hasta que lleguemos a puerto.
Dos marineros lo tomaron de los brazos y lo ayudaron a incorporarse. Mientras lo llevaban hacia la escotilla, Grace se volvió hacia MacFarlane.
  • ¿Cuánto nos resta para tocar tierra, escocés?
El contramaestre alzó la vista al cielo encapotado, murmuró algo entre dientes como quien consulta a un viejo dios, y contestó:
  • Pronto, capitana. Muy pronto.
Grace asintió, y al pasar junto al galés, añadió:
  • En cuanto pongamos pie en Ørnes, os dejaré allí.
El hombre sonrió, pero aquella curva en sus labios tenía algo de extraño, como si guardara un secreto que nadie más podía ver. Gipsy, ágil como siempre, trepó por el cuerpo de Grace hasta acomodarse en su hombro. Con sus pequeñas manos, jugueteó con sus rizados cabellos. Ella le rascó la barbilla y murmuró:
  • Lo sé, pequeño ladronzuelo… lo sé. A mí tampoco me da buena espina.
En una estancia más cálida bajo cubierta, Yara vertía hierbas secas en el agua humeante de un gran barreño. El vapor se impregnaba del aroma dulce y terroso, mientras su voz entonaba susurros antiguos, cantos que viajaban desde las selvas y costas lejanas de su tierra.
El niño la observaba, sentado en el suelo en silencio. Su rostro permanecía oculto tras el tagelmust, el largo pañuelo con que los tuareg se protejen de la arena y el sol. No había miedo en sus ojos, sino una oscura curiosidad ante aquella magia desconocida.

Yara se giró hacia él y sonrió, extendiendo una mano invitadora. El muchacho vaciló un instante, pero el calor del agua y el perfume que se escapaba del barreño eran un llamado imposible de rechazar. Se despojó de sus ropas ligeras y, con un salto, cayó dentro, provocando una pequeña ola que mojó a la yoruba de pies a cabeza. Ella estalló en risas, chasqueando la lengua. Intentó, con suavidad, apartar el pañuelo para descubrir su rostro, pero el chico lo impidió, sujetando sus muñecas con determinación y negando con la cabeza de forma resuelta.

La puerta del camarote se abrió con un chirrido leve y la silueta de Grace se recortó contra la luz del pasillo.
  • ¿Cómo se encuentra nuestro joven pasajero? - preguntó, avanzando un par de pasos.
Yara, arrodillada junto al barreño, sonrió mientras observaba al chico chapotear. Con delicadeza, tomó su brazo y lo alzó fuera del agua para mostrárselo a su amiga. Grace frunció el ceño. La piel, curtida y quebradiza, estaba marcada por quemaduras antiguas y recientes. Se inclinó, con una mezcla de pena y rabia.
  • Por todos los santos… - susurró - Pequeño, ¿quién te hizo esto?
El niño alzó la mirada, y su voz grave para su edad respondió en su lengua:
  • Tazallit n wawal n umkliwin… n uflit akked imtufan.
Al notar que aquellas dos mujeres no comprendían, guardó silencio un instante. Luego comenzó a golpear el agua con las manos, imitando explosiones con la boca:
  • ¡Bum! ¡Bum! - añadió con un brillo en los ojos - Righ ad illi akk i tazult… Bum! bum!… ad ssawal s waman-iw, ad ssawal s yidammen-iw.
Yara y Grace intercambiaron una mirada y una sonrisa cómplice.
  • Bum-Bum… - repitió Grace con un leve gesto de asentimiento - ¿Así te llamas?
  • Bum! ¡Bum! - repetía el niño golpeando el agua humeante.
  • Bum-Bum, me gusta - sonrió Yara.
El niño les devolvió la sonrisa, por primera vez desde que lo sacaron del mar, aunque nadie la vió y volvió a chapotear, llenando de pequeñas gotas saladas las mejillas de ambas.

La resistente madera del Red Viper parecía no temer aquellas aguas inhóspitas. Seguía surcando el mar sin descanso. Las gaviotas eran más escasas que en el sur, pero el graznido grave de los cormoranes resonaba entre los acantilados, anunciando que Ørnes estaba cerca. El mar, gris y espeso como mercurio viejo, chocaba contra las rocas ennegrecidas por siglos de sal y viento. Las montañas nevadas se alzaban como murallas de hielo, y un aire cortante, cargado de olor a algas y madera húmeda, se colaba entre las ropas.

Al atracar en el pequeño muelle de vigas ennegrecidas, el bullicio era distinto al de un puerto inglés: no había pregones estridentes, sino voces graves y pausadas, con ese acento gutural que parecía forjado en las gargantas de hombres que han crecido hablando contra las ventiscas. Hombres y mujeres de anchas espaldas descargaban barriles y redes repletas de bacalao seco, mientras perros lanudos rondaban husmeando la mercancía.

Grace descendió la pasarela con paso firme, seguida por dos de sus hombres que cargaban cofres llenos de telas y plata arrebatadas del galeón vencido. El trueque fue rápido: pieles de zorro ártico, capas de lana gruesa y botas de cuero pasaron de las manos callosas de los nórdicos a la tripulación, a cambio de un puñado del botín. Era el precio para enfrentar el invierno que ya soplaba como cuchillas invisibles.

En el muelle, Grace se volvió hacia el galés. Sus ojos se encontraron un instante y ella, con una media sonrisa, dijo:
  • Suerte en tu viaje, marinero. Que los dioses de estas tierras os sean propicios.
El galés asintió, ocultando bajo la barba una sonrisa que no llegaba a los ojos. Detrás de él, el niño permanecía aferrado a la mano de Yara, negándose a seguirlo.
  • Ur sga-t-id! - exclamó con fuerza - Ur sga-t-id! Amqran agellid n wakal! Amqran agellid n wakal!
  • No entiendo lo que dices, pequeño… - Yara lo miró sin comprender.
El galés tiraba de la otra mano del chico, intentando llevarselo como si fuera su posesión. Como si fuera parte del cargamento y debiera entregarlo en algún lado. Fue entonces cuando una voz grave, cargada de años y misterio, se alzó por encima de ellas.
  • Dice… que la mano que hoy lo llama, ya lo sujeto antes. Que sus pasos conducen al hierro y a la sombra.
Las dos mujeres miraron hacía arriba. Allí, sobre la cubierta, estaba el viejo Vishnu Raman, el sabio. Con su inperturbable sonrisa y su rostro arrugado por el paso del tiempo y los ojos como dos pozos de noche. Al lado del galés, Vihaan, observaba en silencio la situación.
  • ¿Es eso lo que ha dicho el niño? - preguntó Grace, escrutando el rostro del anciano.
Vishnu inclinó la cabeza, pero su media sonrisa dejaba la duda flotando.
  • Las lenguas del desierto - murmuró - son como el viento: traen verdades y fantasmas a la vez… y nunca se sabe cuál de los dos viene a llamar a tu puerta.
Bum-Bum se apretó más contra Yara, y su respiración agitada condensó un pequeño vaho en el frío del muelle. Vishnu se agachó un poco hacia ellas, sus ojos brillando con un conocimiento silencioso. Sus palabras llegaron como ecos enigmáticos:
  • Dice… que algunos hombres caminan bajo la máscara de la bondad, pero llevan cadenas en el corazón… que no todas las manos que se ofrecen quieren ayudar… y que algunos navíos, aunque parezcan seguros, ocultan tempestades.
Grace y Yara se miraron, confundidas. El niño agarraba la mano de la santera con fuerza, murmurando palabras en tuareg, intentando liberarse de la mano del galés y Vishnu añadió con voz grave:
  • Él… aquel que lo llama, no es amigo de los pequeños soles que corren libres… pero hay secretos que sólo el desierto conoce, y hoy el viento los trae hasta vosotras.
Grace lo miró, perpleja; parecía que tenían a un traductor, pero era demasiado enigmático. Quizás el siguiente paso era encontrar otro traductor para traducir lo que el traductor actual decía. Antes de que pudiera reaccionar ante tal enigma, el galés - el único que había entendido realmente las palabras crípticas de Vishnu - desenvainó un cuchillo oculto en su cintura y, con un movimiento rápido y traicionero, agarró a Vihaan por la espalda, presionando la hoja contra su cuello.

El gesto encendió la tripulación del Red Viper. Los marineros, al instante, sacaron sus armas: sables, cuchillos y pistolas brillando bajo el gris del cielo nórdico, todos listos para luchar por su capitana y defender a su camarada.
  • ¡Alto! - gritó Grace, con voz firme pero cargada de miedo, alzando los brazos - ¡Deteneos! ¡No quiero que le pase nada a Vihaan!
Un silencio tenso descendió sobre el muelle, roto solo por la respiración agitada de el astrónomo y el sonido metálico de las armas siendo tensadas. El galés, todavía aferrando a Vihaan, retrocedió apenas un paso, evaluando la furia contenida en los ojos de la capitana.

Continuará…
 
No me ha gustado nada como Grace se ha liado con el tal.Mordisquitos ( que ya me empieza a caer mal).
En fin, ella sabrá.
Y todavía menos me gusta la amiga que le ha llevado a estar las 2 juntas con ese imbécil.
La verdad si el tal Mordisquitos muere en alguna batalla, no me va a dar ni guna pena.
 
Última edición:
Capítulo 8 - Ascenso a lo desconocido: Isvarg, donde el cielo y la roca se encuentran

Bishnu Raman. ¿Quién era en realidad aquel misterioso viejo? ¿De dónde venía? Y lo más incierto, ¿Cuántos veranos llevaba a sus espaldas? Cada pregunta parecía responderse a sí misma y a la vez esquivarse en el aire. Grace no podía saber si el viejo había nacido en tierras desérticas, entre templos lejanos o en algún lugar que ningún mapa recordara señalar. Sus años eran contados como si fueran secretos, escondidos tras la piel curtida, las manos huesudas y los ojos que brillaban con la paciencia de quien ha visto demasiadas lunas y demasiadas tormentas.

Cuando Grace lo conoció en su camarote, antes de partir hacía el norte, lo primero que sintió fue alegría: por fin hablaba y, a pesar de lo críptico de sus palabras, parecía ofrecerles su ansiado destino. Pero enseguida frunció el ceño: Vishnu Raman no hablaba como un hombre normal. Cada frase suya era un laberinto, un juego macabro de enigmas; ocultaba la verdad tras metáforas, silencios calculados y giros que dejaban más dudas que certezas. Aquel saco de huesos, con su sonrisa imperecedera y su mirada que parecía atravesar el tiempo, disfrutaba del misterio, de la fascinación y de la pequeña confusión que provocaba en quien se atreviera a escucharlo.

Desde que partieron semanas atrás de las cálidas mareas del sur, las palabras se habían vuelto escasas entre ellos. No era por falta de curiosidad por parte de la capitana y el astónomo - pues ardían en deseos por desentrañar los secretos del sabio - sino por la muralla que Vishnu Raman parecía erigir a su alrededor. Siempre distante, solitario, observador; cada gesto suyo dejaba tras de sí un eco de misterio que ni el viento ni el mar lograban disipar.

Una noche, desnudos sobre la cama, despúes de un agradable intercambio cultural. Grace se volvió hacia Vihaan, con los ojos llenos de preguntas.
  • ¿Qué hay del viejo? - susurró - ¿Has conseguido averiguar algo más?
Vihaan se encogió de hombros, dejando un beso suave en su frente antes de hablar:
  • Para mí también es un misterio - dijo con voz grave, casi reverente - Pero estoy intentando acercarme a él. Posee una sabiduría tan antigua que parece haber atravesado los siglos… y algo más. Algo que no revela, un poder que guarda celosamente, como si temiera compartirlo.
Se quedó un instante en silencio, y Grace, jugueteando con los rizos de su pecho, esperó a que continuara. Él la miró con calma y añadió, con ese matiz de curiosidad que siempre lo acompañaba:
  • Creo… aunque no puede ser… - Vihaan sonrió mientras jugueteaba con cabellos rojos - Déjalo! Da igual…
  • ¿El qué? - sonrió la peliroja acercandose más a su cuerpo desnudo - Venga dimelo! ¿Qué pasa por esa cabeza tuya?
  • Parece una locura… pero, creo que… creo que el viejo halló, en algún momento de su larga vida, el Sundra-Kalash… que tuvo el privilegio de pedirle un deseo a Kāmara…
  • ¿En serio? ¿Por qué dices eso? - preguntó mientras le besaba el cuello y empezaba a frotar su muslo contra su entrepierna.
  • Solo fue una vez… Mientras trabajaba en cubierta, intentando desenredar las velas, asegurándome de que no se engancharan todavía más entre ellas. Lo vi levantar apenas la mano, un gesto tan mínimo que podría haber sido un movimiento casual… pero entonces, el viento cambió por un instante, apenas un susurro que facilitó mi trabajo. No puedo decir que lo controlara, pero… fue suficiente para que llamara mi atención.
Grace arqueó una ceja, con una mezcla de fascinación e intriga, sintiendo que aquellas palabras la atrevasaban por dentro. Un secreto que ni Vihaan lograba comprender del todo, pero que, de algún modo, palpitaba en el aire como un presagio de cosas mayores.
  • Yo también puedo hacer eso, ¿Sabes? - sonrió Grace apartando suavemente el muslo de su entrepierna.
  • ¿El qué? - contestó Vihaan accelerandose el corazón.
  • Mover cosas con un simple gesto de mi mano…
  • Ooooh! Grace….
  • ¿Lo ves? También tengo poderes - dijo notando la fuerza del miembro que sujetaba en su mano - Y espera a ver lo que puedo hacer con esta de aquí…
Vihaan vió como señalaba sus labios y empezaba a bajar lentamente. Cerró los ojos y dejó que aquella formidable mujer hiciera lo que quisiera con él. El recuerdo de aquella noche quedó suspendido en sus mentes, y no solo por el sexo, sino por el susurro lejano de aquella historia que parecía imposible, mientras ahora la cubierta del Red Viper se llenaba de una tensión distinta, mucho más inmediata y peligrosa.

El galés sujetaba a Vihaan por la espalda, el cuchillo apoyado amenazante contra su cuello, y la tripulación entera había desenfundado sus armas. El aire estaba cargado, pesado, con el frio del puerto y el temor mezclados en una especíe de brevaje mortal.
Grace avanzó un paso, la voz firme pero temblorosa:
  • ¡Deteneos! ¡No quiero que le pase nada a Vihaan!
Cada palabra parecía un hilo suspendido entre el peligro y el desastre. Sus ojos barrían a los marineros, buscando asegurarse de que ninguno osara un movimiento imprudente mientras su corazón latía con fuerza.
  • ¡Entrégadme al niño! - exigió el galés, con los ojos fijos en Bum-Bum.
  • Por encima de mi cadáver, bastardo! - Yara lo miró sin parpadear, colocándose protectora frente al muchacho.
El niño se acurrucó detrás de sus ropas, quieto pero listo, los ojos brillando con determinación.
William giró la cabeza, observando el perímetro: estaba rodeado. Las caras de los piratas del Red Viper, ferozes y decididas, lo rodeaban; sus cuchillos y sables se acercaban lentamente, haciendo cada vez más visible la amenaza. Entonces, en un gesto extraño, sonrió, aunque la sombra del terror aún se reflejaba en su rostro.
  • ¡No vale la pena jugársela por un insignificante esclavo! - gritó.
  • Maldito esclavista! - apretó los dientes Grace.
El Galés empujó a Vihaan contra ellos creando una distracción y salió corriendo, buscando salvar su vida. Pero, mientras se alejaba por el muelle, un grito cortó el aire, firme, decidido.
  • Aqallid it! - dijo la pequeña voz del desierto.
De repente un pequeño proyectil, del tamaño de una nuez, surcó el aire con precisión letal. Las pequeñas y quemadas manos apuntaron con cuidado, sorteando los postes del muelle, las redes de pesca que colgaban y las cuerdas tensas que marcaban el perímetro, evitando incluso una barrica que rodaba por el suelo. Cada milímetro que surcaba era un impedimento para alcanzar a su blanco, y aun así, su puntería fue perfecta.

El proyectil impactó en la cara de William, empapándolo en un líquido espeso y resbaladizo que lo hizo gritar de escozor y perder equilibrio. Antes de que pudiera reaccionar, Bum-Bum sacó otro proyectil de su pequeña bolsa atada a la cintura, marcada con un extraño símbolo rojo, y lo disparó sin dudar. Este estalló al contacto con la cara del esclavista, envolviéndolo al instante en furiosas llamas. Sus gritos se ahogaron en un horror indescriptible mientras caía carbonizado al instante sobre el muelle, el dolor llenando cada fibra de su cuerpo.

La tripulación del Red Viper permaneció paralizada, atónita ante la precisión y la fiereza del pequeño niño. Bum-Bum, con el ceño fruncido pero el corazón firme, sostenía un tirachinas como si fuera una extensión de su propio brazo, demostrando que aquella pequeña mano podía decidir destinos incluso entre los hombres más peligrosos.

Grace miró al niño, a su lado, con el tirachinas aún elevado.
  • Menuda precisión, Bum-Bum… - exclamó - Halcón!, creo que te ha salido competencia - se rió, mirando al vigía tuerto que los observaba desde lo alto del palo mayor.
Yara, sorprendida por la rapidez en que había ardido el traficante de esclavos, se agachó hasta ponerse a la altura del chico, los ojos brillando de curiosidad.
  • ¿Las has hecho tú? - preguntó, señalando la pequeña bolsa en su cinto, donde guardaba los proyectiles.
El niño guardó el tirachinas, sonrió, aunque nadie pudiera verlo, pues su rostro seguía, como siempre, oculto tras el pañuelo.
  • Bum-Bum! - respondió, como si aquello bastara para explicar todo.
Una risa contagiosa se extendió por la tripulación, incluso Vishnu reía a carcajadas, apoyado en la baranda del Red Viper. Sus dedos entrelazados sobre la madera y su mirada profunda mirando hacía el muelle parecían ver algo que los demás ignoraban.
  • Fuego que juega y aprende… o tan solo recuerda - murmuró el enigmático sabio, con voz quebradiza y lenta, como arrastrando secretos - Quien toca la chispa sin temer al humo, descubre lo que otros solo temen. Algunos la sostienen sin comprender; otros… la escuchan antes de verla. Y hay quienes, aún jóvenes, conocen canciones que no se escriben, que no se cantan, y que guardan la memoria de todos los pasos que vinieron antes.
El viento agitó las velas y el silencio siguió a sus palabras, cargado de misterio.

Bishnu, que parecía haber estado en el mundo desde tiempos inmemoriables, sabía que la pólvora fue descubierta, muchíssimo tiempo atrás, por alquimistas musulmanes. Cuando los cristianos la vieron por primera vez, creyeron que era magia y brujeria, un fuego salido de las mismisimas entrañas del infierno, capaz de romper la realidad misma. Y aquel conocimiento, antiguo y paciente, parecía resonar ahora en las manos de aquel misterioso niño, heredero de los secretos conocimientos que viajaban a través de los siglos, sin detenerse.

El Red Viper se desperezaba en el puerto, despúes de un merecido descanso. Sus velas levantándose como alas de un indómito dragón ante la brisa gélida. Los habitantes de Ørnes se arremolinaron junto al muelle. Los miraban, confundidos y boquiabiertos, mientras la tripulación se preparaba para zarpar. Lo que había ocurrido hacía apenas unas horas todavía ardía en sus recuerdos: un cuerpo reducido a cenizas y un niño que, con un tirachinas, había decidido el destino de aquel hombre. Algunos murmuraban, otros retrocedían, como si temieran el poder de aquellos piratas y al pequeño prodigio que parecía conocer secretos de la pólvora que ningún adulto osaría ni tan siquiera en soñar.

En el puesto de mando, Grace se erguía, con las manos sobre la rueda y la mirada fija en el horizonte. Halcón jugaba con el niño en cubierta, lanzaban piedras por turnos contra unas botellas vacías de ron, compitiendo por ver quien era mejor. Siempre ante la atenta mirada de Yara que lo seguía con la mirada y una sonrisa en su rostro, vigilando cada movimiento del misterioso chico sin rostro.
  • Parece que tenemos nuevo tripulante… - gruñó MacFarlane - aunque el mar del Norte no es lugar para niños - su voz grave parecía cortar el viento.
Grace, envuelta en su ropa gruesa contra el frío, sonrió, ajustandose los guantes y la capa.
  • No solo el mar del Norte, contramaestre - replicó - No hay lugar para los niño en ningún rincón de este despiadado mundo. Solo aquellos más fuertes y más avispados sobreviven, y ese chico…
Macfarlane asintió, con un brillo de reconocimiento en los ojos.
  • Sí, capitana. Yo también lo he visto en su mirada. Ese muchacho es como nosotros… un superviviente.
El Red Viper cortaba las aguas gélidas del norte, con velas tensas y casco crujiente bajo el viento helado. El viaje desde Ørnes hasta Svalbard, aunque directo en el mapa, se hacía eterno: cinco días de trabesía po mar abierto, viento cambiante y olas que golpeaban sin piedad. La tripulación, envuelta en capas de lana y pieles, vigilaba cada maniobra, siguiendo órdenes y mascullando maldiciones cuando el mar parecía burlarse de ellos. MacFarlane caminaba de un lado a otro, ajustando cabos y observando cada ola, mientras Grace, cubierta de pieles, tomaba nota de cada corriente y viento que amenazaba con torcer su rumbo.

El frío mordía los dedos y la cara de aquellos hombres y mujeres, pero ningún quejido se escuchaba: solo el crujir de la madera, el silbido del viento y la vigilancia firme de quienes sabían que un solo error podía volverse mortal. Entre ráfagas de viento y el golpeteo constante de las olas, aparecieron los primeros témpanos en el horizonte: la señal de que el Ártico se acercaba, y con él, un territorio donde solo los más fuertes sobrevivían.

Entonces, una noche, sin previo aviso; Halcón gritó desde lo alto: “¡Tierra a la vista!”
El sonido de aquellas palabras llegó como una bocanada de calor que inundó los corazones de los tripulantes. Por un instante, las tensiones y el cansancio se disolvieron en un silencio lleno de alivio y esperanza; la tierra prometida del Ártico se abría ante ellos, con sus montañas imponentes y fiordos profundos que parecían proteger secretos milenarios. Cuando el Red Viper se adentró en el fiordo de Svalvard, la noche casi se había tragado el mundo; apenas unas horas antes de la madrugada, las montañas se alzaban como colosos pétreos, sus cumbres perdidas entre nubes bajas y ventiscas que silbaban por los riscos. Grace no pudo evitar suspirar ante la magnificencia salvaje del paisaje, mientras Macfarlane tensaba los labios, sin perder de vista cada sombra que pudiera ocultar un enemigo.
  • Maravilloso… - murmuró ella - majestuoso paisaje, ¿no crees escocés? Jamás en mi vida había visto algo parecido.
  • Maravillo sí, no cabe duda… pero peligroso… perfecto lugar para esconder a la muerte - replicó él - El lugar idóneo para tendernos una emboscada.
De pronto, la voz de Halcón rompió el silencio una vez más con un grito:
  • ¡Mi capitana! Una aldea en el horizonte, nos acercamos a un muelle.
La aldea de Svalvard apareció lentamente: casas de madera con techos inclinados y cubiertos de nieve y escarcha, chimeneas que exhalaban finos hilos de humo, pequeñas barcas amarradas en la orilla helada. Un lugar agreste y salvaje, donde la misma idea de vivir en él, se hacía pesada y peligrosa. Aquellas tierras solo podían ser habitadas por hombres duros y resistentes. Y sin embargo, algo estaba fuera de lo común. Pues no había rastro de aquellos hombres. A medida que se acercaban a la playa, solo veían mujeres. Recias, rubias, musculosas como sus ausentes maridos, con los ojos claros y la expresión firme, caminando con seguridad entre la nieve y las construcciones.

Macfarlane no pudo evitar sonreír, alentado por la idea de la inexistente competencia masculina y la fortaleza que irradiaban aquellas preciosas mujeres nórdicas. Grace, admirando la escena desde la cubierta, entrecerró los ojos, reconociendo la potencia y la disciplina que emanaba del lugar, y un presagio helado recorrió su espalda: aquellas mujeres no eran simples habitantes de un fiordo; eran algo más.
  • ¿Seguro que no quieres venir, amigo? - preguntó Vihaan, ajustándose el abrigo de piel y preparándose para salir a explorar.
  • Prefiero quedarme, mi señor… espero que no le sepa mal.
  • ¿Qué sucede? - preguntó Grace, ataviada con un grueso abrigo de lana, botas de cuero y un gorro forrado de piel, mientras sujetaba las riendas de los tres caballos negros.
  • Bhagirath… dice que desea quedarse en el barco - contestó Vihaan acariciando la hermosa crin de Sirius.
  • De eso nada - replicó Grace con una sonrisa - Necesito que venga conmigo, señor… ¿quién, si no, va a asegurar que vuelva sana y a salvo?
  • Discúlpeme, mi capitana, pero creo que sería de más ayuda si me quedara aquí, vigilando el Red Viper… y al revoltoso niño.
Grace siguió su mirada hacia Bum-Bum, que caminaba de un lado a otro de la cubierta como un animal enjaulado. Llevaba un abrigo que le llegaba casi a los pies y el pañuelo que cubría su rostro que aún no se había quitado. Estaba nervioso, ansioso por explorar, sus pequeños pies golpeando constantemente la madera del navío con impaciencia.
  • Está bien - cedió la capitana, pensando quién podría ocupar su lugar - ¡Halcón! - gritó de pronto.
  • ¡Sí, mi capitana! - respondió el tuerto, que intentaba camelarse a una mujer rubia que le sacaba al menos cuatro cabezas.
  • Prepárese para marchar, viene con nosotros.
El vigía puso cara de pena y, a regañadientes, se apartó de aquella mujer hermosa, fría y blanca como el paisaje que los rodeaba. Grace quiso decirle una últimas palabras a su segundo de a bordo, pero no lo encontró por ningún lado, seguramente el escocés ya estaría a esas alturas en alguna taberna, borracho de hidromiel, rodeado de mujeres y presumiendo de su cicatriz.
  • Cuide del Red Viper, señor Bhagirath - sonrió Grace - Creo que mi tripulación anda bastante distraída.
  • No se fíe jamás de un pirata, mi capitana - respondió él con media sonrisa - Aún recuerdo la primera lección… Y no se preocupe, los mantendré a raya.
Se estrecharon la mano con fuerza. Grace silbó y Gipsy, su inseparable amigo, saltó desde la barandilla del barco hasta su hombro. Iba tan bien abrigado como cualquiera de ellos, envuelto en una diminuta chaqueta de lana que Yara le había tejido a toda prisa antes de partir. El animal, con el hocico apenas asomando entre las pieles, parecía más un anciano gruñón que un mono, pero se acomodó sobre el hombro de la capitana como si fuera el trono de un rey.

La expedición partió hacia el pequeño pueblo cubierto de un manto blanco. Iban con ella Yara, Vihaan, el viejo Bishnu y Halcón, que aún miraba de reojo hacia el puerto, como si echara en falta a la mujer que había dejado atrás. Lo único que necesitaban no era saber a dónde ir, sino por dónde llegar. El frío les cortaba el aliento y las calles heladas crujían bajo sus botas.
  • ¿Esa es la montaña? - preguntó Yara, entornando los ojos hacia una silueta gigantesca perdida en la lejanía.
  • Mucho me temo que sí - respondió Vihaan, con un nudo formándose en su garganta.
Bishnu, que caminaba en silencio con la capucha cubriéndole el rostro, murmuró con ese tono suyo, críptico como un acertijo:
  • En el corazón donde el hielo no cede ni ante el fuego, allí donde las piedras duermen desde antes de la memoria… allí, y sólo allí, reposa el hogar del deseo celestial.
Ante ellos, la montaña se alzaba como un dios de piedra y hielo. Su cima se perdía entre nubes grises que giraban en espiral, y sus paredes verticales parecían esculpidas por manos colosales. Helada, abrupta, mortal. Los pescadores de Svalbard la llamaban Isvarg, “la muralla de los dioses”, y decían que pertenecía a los mismísimos reinos de Jotunheim, hogar de gigantes y espíritus que odiaban a los hombres.

Grace avanzaba por la aldea con paso firme, buscando a alguien que pudiera darles un consejo certero o venderles víveres para afrontar la ardua travesía hasta la cima. Pero cada vez que intentaba hablar, las mujeres la miraban con ojos fríos, algunas fingiendo no entenderla, otras simplemente girando el rostro y volviendo a sus tareas como si la capitana no existiera.

A su lado, Vihaan lo intentaba también, desplegando esa sonrisa cálida y la cortesía india que solía ablandar a cualquiera. Sin embargo, lo único que recibía eran negaciones cortas, murmuradas con una contundencia que cerraba toda conversación antes de empezar.

Detrás de ellos, Yara caminaba con la espalda erguida, llevando a los tres caballos de la correa y observándolo todo con ojos de desconfianza, siempre alerta a cualquier posible amenaza. Halcón, en cambio, estaba sumido en un tipo muy distinto de vigilancia: su único ojo abierto de par en par, persiguiendo con descaro a aquellas diosas nórdicas que pasaban junto a ellos, altas, fuertes, con largas trenzas rubias y brazos que podrían partirle el cuello como si fuera una rama seca.
  • Me parece a mí que no vamos a sacar nada preguntando - masculló Vihaan, frustrado.
  • ¿Y el viejo? - preguntó Grace, mirando a su alrededor - Quizá él pueda comunicarse con estas mujeres. Si supo descifrar el pergamino, quiere decir que entiende el nórdico, ¿no?
  • Sí, es buena idea, Grace, pero… - Vihaan giró la cabeza de un lado a otro - ¿dónde se habrá metido?
Un gruñido repentino hizo que ambos miraran hacia abajo. Gipsy, bien envuelto en su chaquetilla de lana, encaramado al hombro de Grace, señalaba con un dedito peludo hacia un pequeño puesto en la esquina de la plaza.

Allí, inmóvil como una estatua, estaba Bishnu. Se hallaba ante una tienda de pesca: un tenderete de madera envejecida, cubierto por un toldo de piel curtida que crujía con el viento. Del techo colgaban redes gruesas, flotadores tallados en madera y anzuelos del tamaño de una mano. Sobre la mesa, cuidadosamente ordenados, había arpones de hierro, cuchillos con empuñaduras de hueso, carretes de sedal de lino encerado y cajas llenas de pequeños plomos. El olor a sal, cuero y grasa de ballena impregnaba el aire.

El viejo observaba aquellos instrumentos como si fuesen reliquias sagradas, con las manos cruzadas a la espalda y la mirada hundida en un mundo que sólo él conocía.
  • Creo que ese viejo amigo tuyo está más loco que cuerdo, Vihaan - rió Yara, con media sonrisa.
Bishnu de repente agarró y sujetó entre sus manos un simple bastón de madera, el tipo de vara tosca que cualquier pescador usaría para mover redes o empujar su barca. Estaba algo gastado, con marcas de sal y humedad, y una de sus puntas tenía una muesca irregular como si hubiera sido mordida por el hielo. Y sin embargo, el viejo lo miraba con la misma veneración que un guerrero de Oriente contemplaría el Ruyi Jingu Bang, el bastón dorado del Rey Mono, arma mítica capaz de alargarse hasta tocar los cielos o encogerse hasta caber en una mano. Para Vishnu, aquel palo no era un simple instrumento de pesca… era algo más.

Sin previo aviso, lo apoyó contra el suelo y dio dos golpes secos, que resonaron huecos entre las casas de madera de la aldea. Luego, como si fuera lo más natural del mundo, se lo echó al hombro y echó a andar. La tendera - una mujer vieja, de cabellos blancos como la nieve, pero con un porte que hablaba de su belleza pasada - salió de golpe tras él, gritando en un lenguaje antiguo cargado de furia.
  • Hvat í helvíti! Þjófr! Skítkarl! Drepa þik skyldi eg!
Vihaan, alarmado, se apresuró a correr hacía ellos. Se interpuso entre la mujer y el viejo, inclinando la cabeza en señal de disculpa mientras sacaba unas monedas de plata de su bolsa. La tendera las tomó de mala gana, mascullando todavía:
  • Helvíti suðrmaðr…!
Vihaan sonrió con la incomodidad de quien sabe que lo acaban de insultar de varias maneras y volvió junto al grupo, mientras Bishnu, ajeno a todo, caminaba tranquilo, acariciando el bastón como si acabara de reencontrarse con un viejo amigo.
Grace lo miró con incredulidad mientras Vishnu sujetaba el bastón.
  • ¿Qué demonios ves en ese palo? - preguntó, sin poder evitar una sonrisa escéptica.
El viejo la observó con su sonrisa imperturbable, golpeó suavemente el suelo con la base del bastón y respondió en su tono críptico.
  • La madera recuerda, cabellos de fuego. Piensa como un mono, actua como un hombre. Viento y bastón, certera es la vida.
  • Ya! Justo pensaba lo mismo - respondió la capitana con ambas cejas arqueadas.
Después de muchos intentos frustrados, incluso con la paciencia y la serenidad del sabio, lograron finalmente arrancar la información necesaria. Fue una muchacha joven, de mirada vivaz y sonrisa contenida, la que les indicó con suficiente claridad cómo afrontar el camino hacia Isvarg. Compraron provisiones, ajustaron sus ropas al frío que se avecinaba y dejaron atrás el poblado, que los siguió con miradas desconfiadas y susurros apenas audibles mientras se alejaban.

Sobre Sirius montaban Vihaan y el viejo, sobre Rigel Halcón, y sobre Betelgeuse Grace y Yara, listas para enfrentar el trayecto. Por delante se extendían dos días de viaje por un terreno implacable: senderos estrechos de piedra helada que resbalaban bajo las pezuñas y cascos de los caballos, bosques de abetos retorcidos cuyas ramas, cargadas de nieve, se mecían amenazantes con cada ráfaga de viento. Cada crujido en las ramas o el sonido de la nieve arrastrada por el aire les recordaba que no estaban solos: lobos hambrientos y osos curiosos observaban desde las sombras, mientras que bandidos solitarios en pequeños grupos podían acechar cualquier curva.

El clima no daba tregua; el frío mordía sin compasión, y la nieve, más blanca que la luz de la luna, se colaba en los pliegues de sus ropas, endureciendo la piel y enturbiando la vista. Cada paso era una batalla contra el viento cortante y la escarcha que cubría la senda, un recordatorio constante de que la naturaleza allí era dueña absoluta del destino de los hombres y mujeres.

Mientras avanzaban por el sendero helado, el viento azotando sus rostros, Halcón trotaba al lado de la yoruba, observandola con su ojo avizor.
  • ¿Eres africana? - preguntó de repente, en un tono que parecía curioso más que indiscreto.
Yara ladeó la cabeza, dejando que una pequeña ráfaga de nieve le revolviera sus collares y amuletos.
  • No, en realidad soy del otro lado del mundo… soy cubana.
Halcón sonrió, con la mirada perdida por un instante en algún recuerdo lejano.
  • Ah… debería haberlo intuido. Está en tu manera de moverte, en tu sonrisa. Esa belleza, es típicamente caribeña.
Yara le lanzó una media sonrisa, burlona.
  • ¿Nunca descansas, vigía? Siempre intentando encandilar a alguna mujer…
Grace, que iba sentada enfrente suya, soltó una carcajada que se perdió entre el silbido del viento.
  • Cuando era joven - continuó Halcón, con un dejo de nostalgia - estuve en la armada inglesa, peleando en el Caribe contra los españoles. Duros y despiadados rivales, los españoles, te lo aseguro.
Yara asintió, con un brillo de tristeza en los ojos.
  • Lo sé. También los sufrí de pequeña… no sobre un barco, como tú, sino huyendo de ellos. No hay descanso para quienes han tenido que aprender a sobrevivir.
Halcón asintió, contemplando la dureza en la mirada de la joven, y por un momento, el frío y la nieve parecieron ceder frente a ese pequeño acercamiento de humanidad compartida entre pirata y fugitiva.
  • ¿Fue ahí donde perdiste el ojo? - preguntó Yara, con curiosidad contenida.
Halcón no respondió de inmediato. Sus dedos se tensaron sobre uno de sus tres mosquetes y, sin mediar palabra, apuntó hacia un tramo del camino unos metros más adelante.
  • ¿Qué sucede, vigía? - preguntó Grace, frunciendo el ceño - ¿Qué has visto?
  • A treinta metros, enfrente - susurró Halcón - Cerca del viejo puente de madera que cruza el riachuelo… alguien espera.
  • ¿Cuántos? - inquirió Grace, mirando a la lejanía con cautela.
  • Cuatro hombres, cinco como mucho…
  • ¿Problemas? - preguntó Vihaan, apurando el paso de su caballo.
  • Una emboscada - contestó Grace con firmeza, deteniendo a Betelgeuse y desmontando.
Yara saltó del caballo, dejando caer su capa de piel hacia atrás, y buscó con rapidez la culata de sus dos pistolas, letales y cargadas, con un brillo casi maldito en la fría luz del bosque.
  • ¿Qué hacemos? - preguntó Vihaan, ayudando al viejo a descender de Sirius.
Antes de que alguien pudiera contestar, un coro de voces graves y amenazantes retumbó entre los árboles desnudos. Cuatro hombres surgieron del bosque, vikingos del norte endurecidos por el frío y la vida dura en los caminos: hombros anchos cubiertos de pieles raídas, cicatrices cruzando sus rostros y miradas feroces que brillaban con el hambre de saqueo. Sus hachas y espadas relucían bajo la escasa luz, y aunque sus palabras eran incomprensibles, el lenguaje de sus armas era universal: exigían que entregaran todas sus pertenencias.

El aire se volvió pesado. Cada paso de la nieve crujía bajo sus botas, y el frío mordía con más fuerza que nunca. Frente a ellos, la pelea estaba lista para estallar.

De repente, Vishnu se adelantó, el bastón apoyado sobre su hombro, la mirada serena y la sonrisa imperecedera que parecía trascender el tiempo. Se paró entre medio de sus compañeros y de los asaltantes, como un emisario enviado a negociar.
  • Vi søker ingen kamp. Vi er bare reisende, vi ønsker å følge vår vei - dijo con voz clara, pronunciando el nórdico antiguo con precisión.
El cabezilla, el más alto y fiero de los atacantes, rugió en su idioma:
  • Det er ikke mulig! Vi er sultne, og dere er på feil sted!” - gritó con la voz resonando entre los árboles.
Grace, Yara, Vihaan, Halcón y Gipsy avanzaban lentamente para ayudar al viejo, pero Bishnu levantó la mano con calma, como si quisiera que se detuvieran. No era un gesto de temor, sino de control: no quería que nadie se entrometiera. Con un leve movimiento, los detuvo a todos a unos metros de distancia, y por un instante una ráfaga de viento helado cruzó el camino, haciendo que la nieve se agitara y se metiera dentro de sus ojos, aunque Vihaan y Grace no sabían si era mera coincidencia o un efecto provocado por la mano del viejo.

Los vikingos, creyendo que se trataba de una presa fácil, avanzaron con furia, hachas y espadas en alto. Bishnu permanecía inmóvil, sereno, como una roca que desafía al mar embravecido. Sus ojos observaban cada movimiento, y su bastón, aunque ordinario, se convirtió en extensión de su cuerpo, cuando llegaron los primero ataques. Empezó a desviar golpes con un gesto mínimo, esquivando ataques con pasos ligeros y precisos. Nada acordes a su edad.

Grace apretó las riendas de Betelgeuse, que relinchaba nervioso y Yara observaba aquella escena tensa, ansiosa por entrar en batalla. Vihaan y Halcón miraban atonitos, y Gipsy chilló, asomando entre las capas de su abrigo. Todos querían protegerlo, pero el viejo no se movía, no pedía ayuda; parecía absorber la violencia a su alrededor, dejando que los atacantes descargaran su fuerza contra la nada, confiado en algo que ellos no podían ver.

Y entonces, cuando todo parecía que acabaría para él, Bishnu comenzó su danza. Cada movimiento era ligero y rápido, un juego de defensa que contrastaba con la brutalidad de los salvajes. El bastón cortaba el aire, desviando ataques, y él se movía como un susurro entre la furia, sin atacar, solo respondiendo, hasta que la batalla comenzó de verdad: con precisión, control y un sorprendente desenlaze que los vikingos no esperaban ni lo más mínimo.

Bishnu desarmó de un solo golpe a los duatro asaltantes, permaneciendo en una postura que parecía imposible para un hombre de su edad: encorvado hacía atrás apenas un instante, la espalda arqueada con fuerza contenida, un solo pie firme sobre la nieve dura, como si el mismo aire lo sujetara. Lentamente, levantó la cabeza y miró a los atacantes, cuyos músculos temblaban y el aliento se escapaba entre jadeos tras tanto atacar sin éxito. Con un giro inesperado, se agachó contra el suelo, como si se desplomara y con la misma mano que había detenido el avance de sus compañeros, golpeó la tierra con la palma abierta. Al instante, como si la fría y helada nieve del camino hubiera cobrado vida, una ventisca surgió de la nada, levantando piedras y hojas secas. Los cuatro asaltantes fueron arrojados varios metros hacia atrás, rodando y chocando contra los troncos de los árboles.

Confundidos, se levantaron tambaleándose y vieron al viejo, desafiante, la palma aún apoyada en la tierra y el bastón levantado en la otra mano, firme y amenazante. El terror se reflejó en sus ojos; como si la fuerza de Loki y aquella magia oscura los envolviera, salieron corriendo en todas direcciones, desapareciendo entre los árboles.

Grace, Yara, Vihaan y Halcón se acercaron corriendo al viejo, aliviados pero tensos. El tuerto, con el ceño fruncido, apuntó inmediatamente con su mosquete al cabecilla que huía camino arriba, pero Vishnu, con un simple golpe de bastón, bajó la punta del arma antes de que pudiera disparar.
  • El hambre guía manos torpes, pero la sombra de la lección no exige sangre; algunos caminos se aprenden mientras el viento sopla y la tierra guarda memoria - dijo Vishnu, pausado, con su enigmática sonrisa flotando entre los copos de nieve.
Todos lo miraron con una mezcla de admiración, respeto y una pizca de miedo. La fuerza estaba allí, palpable, pero controlada, y la lección estaba clara: la vida y la sabiduría podían imponerse sin recurrir a la violencia.

Retomaron la marcha, con muchas preguntas rondando en sus mentes, pero recibiendo únicamente las respuestas enigmáticas del viejo. Vihaan y Grace se cruzaron una mirada silenciosa; aquel simple gesto con la mano que había visto el astrónomo, y que tantos interrogantes le había provocado, comenzaba a cobrar sentido. Bishnu Raman era una caja de sorpresas, y todos sentían un ardiente deseo de descubrir cómo había logrado realizar aquel extraordinario truco.

El paisaje fue transformándose poco a poco a medida que avanzaban. Atrás quedaron los espesos bosques, y el terreno se tornó más rocoso, con senderos cubiertos de grava y arbustos bajos que resistían el frío. El aire se volvió más helado y cortante, y pequeños arroyos de deshielo serpenteaban entre las piedras. La vegetación disminuía, dejando paso a laderas empinadas y escarpadas que parecían anunciar la proximidad de la montaña.

Finalmente, llegaron a los pies de la colosal elevación. Allí se detuvieron un momento, contemplando la majestuosa e imponente montaña que se alzaba hasta perderse entre las nubes. Sus paredes de roca y hielo parecían inalcanzables, y la nieve brillaba con un blanco cegador bajo los últimos rayos del sol. La sensación de pequeñez los envolvía: frente a ellos se levantaba Isvarg, testigo silencioso de siglos de tormentas y secretos.
  • Será mejor que descansemos y emprendamos la subida mañana, pronto al amanecer - dijo Grace, con la voz firme y serena.
Todos estuvieron de acuerdo, y comenzaron a desmontar de sus caballos, dejándolos pastar cerca, mientras ellos buscaban un lugar donde refugiarse.
  • He visto una cueva no muy lejos de aquí - comentó Halcón, señalando con su mano enguantada - Un buen lugar para resguardarnos del frío y descansar antes de la ascensión.
Grace asintió, y el grupo se dirigió hacia donde señalaba el vigía. Entre las rocas, escondida en un recoveco de la montaña, encontraron una pequeña cueva. Desde su entrada caía una cascada de agua cristalina que se precipitaba desde las alturas, formando un cortinado helado que chispeaba con la luz mortecina del sol. El sonido del agua y el murmullo de la nieve cayendo ofrecían una extraña sensación de calma, un refugio perfecto ante el viento cortante que azotaba la ladera.

Allí, dentro de la cueva, pudieron finalmente descansar, abrigándose lo mejor que podían y preparando el ánimo para el arduo ascenso que les esperaba al día siguiente. El fuego chisporroteaba en el centro del pequeño refugio, iluminando las paredes húmedas y reflejándose en la cascada que caía suavemente cerca de la entrada. El aroma de la comida típica de Svalbarg, estofado de reno con raíces y un poco de pan negro, llenaba el aire. Cada uno buscaba calor, estirando las manos hacia las llamas y arropándose con mantas o capas de piel.
  • ¿Nadie va a decir nada sobre lo que acaba de pasar? - preguntó Halcón, señalando al viejo que parecía meditar en la entrada de la cueva, con el bastón apoyado en el suelo - ¿Es que acaso no habéis visto lo mismo que yo?
  • Nadie puede ver lo que tú ves, viejo tuerto - rió Yara, recostándose contra una roca y lanzando una mirada burlona - No obstante, si quieres respuestas, adelante… ve y pregúntale. Pero, si consigues descifrar algo de lo que dice ese enigma con patas, no tardes en volver a contárnoslo.
Vihaan y Grace se miraron, sonriendo, y comenzaron a reír suavemente. Se arropaban uno al lado del otro, buscando el calor de la hoguera y la cercanía mutua. Entre ellos, Gipsy mordisqueaba con ferocidad un trozo de pan negro, haciendo que pequeñas migas salpicaran alrededor mientras sus ojos brillaban traviesos y satisfechos.

Halcón se levantó y se acercó al viejo, curioso. Se sentó a su lado, observando cómo Vishnu mantenía la mirada fija en la cascada, respirando con calma.
  • ¿No te sorprende lo del viejo y su control del aire? - preguntó Vihaan a Yara, todavía asombrado.
  • He visto cosas más raras - respondió ella, encogiéndose de hombros - De donde vengo, hay orishas capaces de caminar sobre el agua como si fuera tierra, de transformar el viento en canciones, o de detener un rayo con la palma de la mano.
  • ¿Qué es un orisha? - preguntó Vihaan, curioso, inclinándose un poco hacia ella.
  • Son seres que viven entre nosotros y más allá, con poderes imposibles para cualquier humano - intervino Grace antes de que Yara pudiera continuar. Su amiga sonrió ante la explicación, divertida y fascinada.
Yara, animada, comenzó a contar una historia de su infancia en La Habana:
  • Recuerdo que una vez, siendo muy pequeña, vi a un hombre escapar de los españoles que lo perseguían, acusado por brujería. Subió al tejado más alto de la torre central de la ciudad, sin cuerda ni escalera, y comenzó a correr por los bordes como si flotara. Saltaba de un lado a otro, esquivando tejas que caían y soldados sorprendidos. Cuando llegó al extremo, se impulsó hacia el aire, girando y cayendo justo en el centro del patio… y entonces se desvaneció, como si nunca hubiera estado allí. Todos nos quedamos boquiabiertos; nadie podía creer que un humano pudiera hacer algo así.
Todos permanecieron en silencio, absorbidos por la historia. El fuego chisporroteaba, Gipsy mascaba sus migas. La cueva era un pequeño refugio donde lo extraordinario parecía cercano, casi tangible.

El cansancio no tardó en llegar. Grace y Vihaan preparaban una cama improvisada con las pieles en un rincón apartado. El calor de la hoguera aún resistía, iluminando los contornos de la cascada que caía junto a ellos, lanzando reflejos plateados sobre las paredes húmedas.
Yara se acercó con paso silencioso, arropándose con su capa.
  • ¿Os importaría que me quede con vosotros? - preguntó, con una voz que buscaba alivio más que permiso - El frío es implacable y dormir con el viejo tuerto, no me convence demasiado, que digamos.
Vihaan, siempre educado, le ofreció un espacio bajo las pieles.
  • Claro que no, entra.
Yara sonrió y lanzó una mirada traviesa a Grace. La capitana no pudo evitar devolverle una sonrisa cómplice, sabiendo perfectamente que no era precisamente el frío, el motivo por el cual había entrado en su cama. La cubana se acomodó junto a ellos, mientras Vihaan se quedaba entre las dos, sintiendo el calor compartido y la cercanía que lo envolvía.
  • Será mejor que nos quitemos las ropas - susurró Yara - La piel retiene mejor el calor cuando los cuerpos están desnudos y juntos.
Grace asintió con una sonrisa, entendiendo perfectamente el gesto. Las dos se quitaron las ropas y se acurrucaron, estrechando sus cuerpos lo suficiente para protegerse del frío, pero sin invadirse. Gipsy, entre ellos, mordisqueaba juguetonamente una de las pieles, provocando risas y pequeños roces involuntarios.

Vihaan, tenso al principio, acabó imitando sus gestos. Se desnudó dejándose llevar e intentando encajar en aquel círculo cálido y lleno de complicidad. Las risas contenidas y los susurros de bromas crearon una burbuja de intimidad que hacía olvidar, por un instante, la ventisca y la montaña que esperaban al día siguiente. Cada mirada, cada roce accidental de manos o hombros, era una chispa contenida, un juego silencioso de atracción y cercanía que el astrónomo no se atrevía a verbalizar, pero que todos sentían intensamente.
  • ¿Mejor así verdad? - preguntó Yara abrazando a Vihaan por la izquierda.
  • Si… - masculló él empezando a sudar mientras las pieles, a la altura de su pelvis, se levantaban unos centímetros.
  • Que bien se está, buenisima idea amiga - sonrió Grace abrazando a Vihaan por la derecha - ¿Notas el calor ‘Vi’?
  • Si… se… está muy agusto la verdad… - susurró entrecortado con una terrible erección.
Suavemente el muslo de Yara se subió encima de su cuerpo, rozando su pene duro como una roca.
  • Ups! Perdona… no quería…
Vihaan se giró hacía ella para decirle que no pasaba nada. Pero se topó de frente con aquella belleza caribeña, de labios carnosos y aliento que rezumaba olor a sexo. Sin poder evitarlo empezó a besarla pasionalmente, mientras acariciaba su cuerpo curvo y femenino de suave color café. Los labios de Grace se entrometieron, buscando descaradamente un beso, sin importarle quien de los dos se lo diera. Sus lenguas se juntaron, como si mantuvieran una pelea entre los tres, mientras una mano, Vihaan no sabía de quien, empezaba a masturbarlo.

Quien también lo hacía, aunque desgraciadamente como su único ojo, en solitud y con su propia mano, era Halcón. Que a escasos metros observaba la escena terriblemente excitado. El viejo Bishnu en cambio, permanecía sentado enfrente de la cascada, como si no necesitara dormir y nada pudiera perturbar su relajada meditación trascendental.

Mientras la pasión surgía en una pequeña cueva, al pie de la imponente montaña de Isvarg, en la lejana aldea bañada por al bravo y gélido mar nórdico, un hombre de turbante y bigote rocambolesco permanecía boquiabierto. Sus ojos no podían apartarse de una mujer, descomunal y fiera como jamás antes había visto.
  • ¡Eh, bigotes! ¿Me estás escuchando? - masculló MacFarlane, completamente ebrio, abrazado a dos risueñas rubias nórdicas - ¡Viejo! ¿Hay alguien dentro de esa cabezota?
No obtuvo respuesta. El fiel sirviente seguía inmóvil, hipnotizado por aquella mujer que, como un monumento forjado de hielo y hierro, bebía en solitario a dos mesas de distancia. La taberna vikinga no difería demasiado de cualquier otra taberna del mundo: ruido, discusiones, música y alcohol. El detalle podía variar - el tipo de melodía o la bebida servida - pero el fondo era el mismo. Aunque, en esta ocasión, había una diferencia que resultaba imposible de ignorar: allí solo había mujeres.

¿Dónde demonios estaban los hombres?

Continuará…
 
Así me gusta que haya justicia. Ahora el trío es con él que tiene que ser.
Por otra parte, me parece que el grandullón se nos ha enamorado.
 
Capítulo 9 - Forjada en el frío: Yrsa Kaldhamarr ‘La osa de hielo’

Yrsa bebía en soledad, como si los dioses mismos hubieran moldeado su destino con martillos invisibles y fuego helado. Era demasiado grande y fuerte para encontrar marido, y demasiado mujer para ser considerada una guerrera. Nacida en el seno de una familia de herreros, era la cuarta hija de un padre que maldecía constantemente a los dioses por negarse a ofrecerle un varón como descendencia.

Desde muy pequeña despuntó entre los niños y niñas de Svalbard, no solo por su tamaño y fuerza, sino por la determinación que brillaba en sus ojos como un glaciar resiste bajo el sol polar. Su corpulencia fue a la vez su salvación y su condena: nadie en la aldea osaba desafiarla, pues la temían, pero al mismo tiempo fue rechazada y apartada desde la infancia. Creció deambulando por los bosques y montes helados, con los animales salvajes y la quietud del hielo como únicos compañeros.

Cuando alcanzó la edad suficiente, Yrsa quiso probarse como guerrera, y pronto se ganó un lugar entre los rebeldes de Jens Pedersen Bjelke, en Noruega. Pero pronto comprendió que los nobles noruegos tan solo luchaban por poder. No por fama u honor, no eran guerreros como los antiguos heroes vikingos. Creyó que aquel era su techo; lo más alto que podría aspirar a alcanzar. Al igual que Ragnar Lothbrok, Björn Piel de Hierro, Ivar el Deshuesado, Harald Cabellera Hermosa o Erik el Rojo, deseaba morir en batalla, labrarse un nombre, ser recordada, luchar por el favor de los dioses y entrar orgullosa por las puertas del Valhalla. Sin embargo, los designios de Odín eran crueles: pues había nacido con el sexo erroneo y en la época equivocada.

Fue entonces cuando Yrsa comprendió que no podría desafiar el destino directamente, pero sí podía convertir su fuerza y su furia en algo tangible. Se volcó en la herrería, y cada martillazo sobre el hierro ardiente se volvió un acto de liberación, un canto silencioso de desafío a los dioses que la habían relegado. Las chispas que saltaban del yunque eran como relámpagos de su rabia contenida, cada golpe resonaba como un trueno en la fría forja de su padre, templando no solo el metal sino también su voluntad inquebrantable.

En cuanto Grace, Vihaan y los demás partieron en expedición, Bhagirath se puso manos a la obra. No había sido del todo honesto con la capitana; en su mente tramaba algo especial. Quería hacerle un regalo, algo que pudiera hacerla feliz y sorprenderla, y pronto lo tuvo claro: las velas del Red Viper serían el lienzo perfecto para su ingenio.

Su primera tarea fue buscar a un artesano capaz de trabajar las enormes telas con delicadeza, alguien que pudiera trasladar sus ideas a la práctica. Una vez encontrada, Bhagirath organizó la operación: las grandes velas del Red Viper fueron cuidadosamente retiradas de los mástiles, enrolladas y aseguradas, mientras varios hombres fuertes de la tripulación le ayudaban a transportarlas hasta el taller de la artesana. Cada vela, pesada y áspera, requería esfuerzo, coordinación y cuidado, pero Bhagirath estaba decidido: nada debía salir mal.

Iba acompañado por Bum-Bum, el peculiar chico y al parecer maestro en explosivos, que solo se comunicaba con un constante y enigmático “bum bum”, aunque sus gestos y miradas decían más que mil palabras. De pronto, el pequeño sin rostro le tiró de la manga con urgencia, repitiendo:
  • Bum bum, bum bum…
Bhagirath siguió la dirección de su dedo y vio, entre sombras y herramientas, lo que captaba la atención del muchacho: un conjunto de barriles metálicos, extraños mecanismos y cristales brillantes, enfrente de una fragua encendida. La mente rápida y creativa de Bum-Bum ya empezaba a idear cómo podrían encajar aquellos artilúgios en sus próximos experimentos, con un brillo de emoción sin atisbo de precaución.

Fue en esa herrería, mientras el aire se llenaba de vapor y el calor del fuego chocaba con el frío polar, cuando Bhagirath la vio por primera vez. Al principio pensó que aquel gigante de cabello rubio trenzado y espalda ancha era un hombre. Pero cuando Yrsa se dio la vuelta, sudada y cubierta de hollín y se secó la frente con su enorme brazo, él quedó atrapado.

En aquel instante, el sirviente comprendió que no se trataba solo de fuerza, sino de poder, de determinación, de una presencia que desafiaba al mundo entero. Y en ese momento, entre el humo, el hierro y la luz del yunque, se enamoró de aquel poder indomable.

Yrsa era una mujer que imponía respeto antes incluso de pronunciar su nombre. Una herrera, siempre acompañada de su martillo, que más que herramienta parecía el Mjölnir arrancado de las manos del mismissimo Thor. Bhagirath la observó, su altura superaba con creces a cualquier hombre del Red Viper, incluso a Mordisquitos, el gigante de ébano. Su cuerpo era un monumento a la fuerza: espalda ancha, brazos como columnas de acero y una figura robusta, con pechos generosos y caderas firmes.

Los laterales de su cabeza estaban rapados, y de su frente descendía una larga trenza rubia, casi blanca como la nieve, que llegaba más abajo de la cintura. Su piel era un lienzo de símbolos: tatuajes de animales y runas cubrían sus brazos, torso, piernas y hasta la cabeza.
Pero lo más sobrecogedor no era su tamaño ni sus músculos, sino su rostro. Desde la frente hasta la barbilla descendía un tatuaje de runas que atravesaba su ojo derecho como una cicatriz sagrada. Y sus ojos… dos glaciares azules, tan claros y fríos que parecían capaces de congelar el alma de quien se atreviera a mirarlos demasiado tiempo.

Al girarse, Yrsa lo observó. Como si también tuviera una premonición, como si entre ellos naciera un amor a primera vista. Miró a Bhagirath de arriba a abajo, sorprendida y llena de curiosidad. El turbante, el punto rojo en el centro de la frente, los ojos negros como la noche, el mostacho ancho y perfectamente cuidado, acabado en media espiral. Debajo de las pieles para auyentar al frío, llevaba ropas orientales que apenas podía describir. Una barriga prominente que no le restaba porte, y una espada colgada del cinto, curva y elegante, que de inmediato captó toda su atención.

Curiosa, sucia y sudada por la forja, se acercó con pasos firmes y voz grave:
  • Vakker sverd du bærer ved beltet… hvor kommer det fra?
Bhagirath tardó unos instantes en responder, desconcertado y fascinado a la vez, como si aquella mujer le hubiera arrebatado el don del habla. Finalmente, con un intento de reverencia galante, respondió:
  • No hablo su idioma, bella dama. Discúlpeme.
Mientras tanto, por el mercado de la aldea, Bum-Bum deambulaba como un loco menudo, oliendo los productos, probando texturas y sabores extraños, girando de un puesto a otro como un pequeño explorador silencioso. Cada vez que algo le fascinaba, dejaba escapar su característico “bum bum”, llenando el aire de un humor inesperado que contrastaba con la intensidad del momento en la forja.

Yrsa sonrió al verlo, inclinando la cabeza ligeramente, y continuó torpemente:
  • Perdona yo imaginar debí por ropa tuya. Tú dónde… eres? No inglés pareces.
Bhagirath tragó saliva y se notó ciertamente nervioso. Casi a punto de romper su compostura y la tranquilidad serena que le caracterizaba.
  • Soy de Calcuta - respondió, con voz vacilante.
  • Nunca… nunca oír… Talcuta - dijo Yrsa, equivocándose con el nombre - dónde estar eso?
El hindú comenzó a explicarle acerca de Calcuta y de la India, describiendo sus paisajes exuberantes, los ríos caudalosos, los mercados abarrotados y el calor que parecía abrazar a cada persona. Hablaba de sus gentes, de sus colores, aromas y tradiciones. Yrsa lo escuchaba atónita, como si aquel mundo lejano perteneciera a otra realidad completamente distinta al frío implacable de Sbalvard, a los hielos eternos y los bosques silenciosos.
  • Espada tuya, ¿poder verla? —- preguntó Yrsa, entrecortada, volviendo a centrar su atención en el talwar.
Bhagirath la desenfundó lentamente y se la mostró con cuidado, explicando el nombre de la hoja y cómo había sido forjada.
  • Saber tú manejarla? - inquirió la nórdica, admirando la belleza de la espada.
  • Sí… soy guerrero… claro que se usarla - asintió, con una sonrisa que buscaba impresionar.
Yrsa lo miró un instante, cada vez más curiosa. En ese momento, el calor exótico de la India y el frío extremo de Sbalvard parecían chocar en sus miradas, encontrandose en un punto medio, mezclándose en una sensación templada, casi agradable, que despertaba algo extraño y nuevo en ambos.
  • Pequeña mella… yo reparar - dijo Yrsa, señalando el filo - y trabajar ahora mismo.
El talwar del hindú seguía en buen estado, pero la herrera tenía razón. Tenía una pequeña mella en el filo que si no se arregalaba podía acabar finalmente rompiendo el arma. Yrsa se puso a ello de inmediato, martillando con fuerza sobre el metal mientras preguntaba, entre golpe y golpe:
  • Niño ese… hijo tuyo es?
Bhagirath negó sonriendo, divertido por la confusión:
  • No… no es hijo mío. Compañero de viaje. Parte de la tripulación.
Al oír eso, la nórdica detuvo sus martillazos un momento, y algo en su rostro cambió, una chispa de interés más allá de la curiosidad.
  • Viajar, los dos… ¿en barco? - preguntó, mientras retomaba su trabajo con movimientos seguros y precisos.
  • Sí - respondió Bhagirath - junto a más hombres y mujeres libres.
  • ¿Libres? - preguntó ella como si fuera la primera vez que escuchaba aquella palabra. - Hacia… ¿dónde? - inquirió la herrera, martillo en mano, sin dejar de concentrarse en el filo.
  • Hacia la aventura supongo, hacia lo desconocido… - dijo él, y sus ojos se encontraron con los de ella otra vez, cargados de promesas y misterios por descubrir.
Bhagirath hubiera deseado prolongar aquella conversación por el resto de la eternidad. Pero alguien se interpuso. Una mujer, mayor que Yrsa pero con facciones sorprendentemente parecidas, irrumpió en la herrería de repente. Su mirada era desconfiada y nada amistosa.
  • Yrsa… halda áfram að vinna… tala ekki við útlendinga - dijo en nórdico, con voz firme y autoritaria.
La gigante mujer, asintió a regañadientes y, con su inglés torpe y entrecortado, devolvió el talwar a Bhagirath:
  • Suerte en viaje… extraño hombre - balbuceó, intentando sonar natural, aunque las palabras salían presas de su boca.
Bhagirath la observó mientras retiraba la espada de aquellas manos enormes, admirando el trabajo impecable. El filo parecía recién forjado, reluciente y perfecto. Quiso preguntarle cuánto le debía, pero ella se negó con un simple movimiento de cabeza.
La mujer mayor volvió a reprenderla en nórdico:
  • Komdu aftur til verks!
Bhagirath entendió aquello como una advertencia. Así que tomó de la mano a Bum-Bum y se alejaron, pero no podía dejar de mirar hacia atrás. Algo en aquella mujer, en su fuerza y en su belleza única y particular, lo mantenía anclado, como si un imán invisible le impidiera apartar la vista. Y no fué el único. Desde la forja Yrsa se giró varias veces, algo en aquel hombre, su calidez y sus refinados modales, la mantenía también anclada, como si algo la atrayera a saber más sobre él y sobre su misterioso mundo.

Mientras tanto, Bum-Bum no dejaba de moverse con curiosidad por el mercado. Se soltaba de la mano de Bhagirath cada pocos pasos, olisqueando los puestos, tocando telas, probando la textura de especias y, por supuesto, metiendo los dedos en frascos con polvos de colores y sabores extraños. Cada vez que Bhagirath intentaba llamarlo, el niño simplemente giraba la cabeza, lo miraba con sus grandes ojos brillantes y decía:
  • Bum-bum!
En un momento, Bum-Bum tomó un pequeño cuenco de miel y lo inclinó hacia la lengua, probando la dulzura mientras Bhagirath suspiraba, resignado. Luego, fascinado por un conjunto de extraños artefactos metálicos, empezó a golpearlos suavemente, escuchando los distintos sonidos que producían. Cada golpe era acompañado de un “Bum-bum” satisfecho, como si cada experimento fuera un pequeño descubrimiento. Bhagirath lo dejó explorar un poco, riendo por lo bajo, mientras seguían avanzando entre los puestos. Aun así, cada pocos pasos, sus ojos se desviaban hacia la herrería, hacia Yrsa, y hacia la impresión que aquella mujer había dejado en él. Era imposible ignorarla, incluso mientras Bum-Bum lo arrastraba en dirección al puerto.

Bhagirath volvió al Red Viper, que descansaba plácido en el muelle, meciéndose suavemente con las olas. Se puso a preparar la comida para la tripulación: guisos de pescado fresco con hierbas secas que había conseguido en el mercado, pan rústico recién horneado y algunas conservas que habían comprado en puertos anteriores. Nada lujoso, pero cada plato tenía un toque cuidado, un esfuerzo de cariño que sorprendía en un barco pirata acostumbrado a raciones rápidas y saladas.

Mientras comía en cubierta, la brisa fría del mar nórdico acariciándole la cara, no podía dejar de pensar en aquella mujer. No solo en su fuerza y su tamaño imponente, sino en la intensidad de sus ojos azul glaciar, en la forma en que había manejado el martillo, en cada gesto que la hacía parecer a la vez indómita y fascinante. Su nombre apenas lo conocía, y aun así sentía como si ella hubiera robado su corazón sin pedir permiso.

Cuando el sol empezó a descender, tiñendo el cielo de naranja y púrpura, se sorprendió a sí mismo mirando hacia la aldea, con los ojos fijos en la herrería, como si hubiera perdido la noción del tiempo. Entonces la vio: Yrsa, saliendo decidia de la forja, caminando sin pausa hacia el bosque en las afueras de la aldea.
  • ¡Mordisquitos! - gritó al gigante africano que había terminado su ración y miraba con hambre las de sus compañeros - ¿Te importaría ocuparte del Bum-Bum? Tengo que ausentarme un momento.
El gigante, alto como la montaña de Ivgard, sonrió mostrando su dentadura metálica y asintió con calma. Cogió a Bum-Bum como si fuera un muñeco de trapo y empezó a lanzarlo suavemente por cubierta, haciendo que el niño diera vueltas en el aire, riendo y chillando “Bum-bum, bum-bum” mientras caía en brazos del gigante como un pequeño gorrión.

Bhagirath saltó al muelle y empezó a correr, empujado por los latidos frenéticos de su corazón. Sus ojos buscaban a Yrsa entre los árboles que bordeaban el bosque. Cada paso lo acercaba a ella, cada respiración lo empujaba a querer verla, a conocerla más, a tocar esa fuerza que lo había atrapado sin remedio. No era solo curiosidad lo que lo guiaba: era un deseo ardiente de intimar, de romper la barrera que los separaba, de acercarse a aquella mujer de hielo y martillo que había incendiado su sangre.

Atravesó la aldea, casi tan rápido como el Red Viper surcaba los mares, esquivando carros, gatos famélicos y aldeanas curiosas, con los ojos fijos en el camino que había tomado Yrsa. Cada paso lo adentraba más en el bosque, y a medida que dejaba atrás el bullicio del mercado y el murmullo de la vida cotidiana, un silencio casi absoluto lo envolvió.

Al adentrarse entre los troncos gruesos y las sombras alargadas de los pinos y abetos, Bhagirath sintió un instinto antiguo despertar en él. Automáticamente llevó la mano a su talwar, recorriendo el acero con los dedos antes de sujetarla firmemente. No era miedo irracional: el bosque parecía vivo, expectante, como si cada rama, cada sombra, pudiera ocultar un peligro inminente. El crujido de hojas secas bajo sus pies, el silbido del viento entre los árboles y el débil rumor de algún animal escondido le recordaban que allí, lejos del ruido humano, cualquier descuido podía tornarse fatal.

Con la espada en mano y los sentidos en alerta máxima, avanzó con paso inseguro pero rápido, siguiendo a Yrsa. Cada respiración estaba impregnada de frío y tensión, pero también de algo más profundo: la urgencia de alcanzarla, de no perder ni un instante de la conexión que ya empezaba a sentir. El contraste era extraño, casi mágico: la quietud del bosque enfrentaba la tormenta interior de su corazón, y aun así, su determinación no flaqueaba. Sabía que algo extraordinario lo esperaba al final de aquel sendero helado y silencioso.

Algo cruzó el camino oscuro, quizás un perro o un lobo. No pudo verlo, pero por un instante, Bhagirath estuvo a punto de abandonar la búsqueda. La nórdica parecía haberse desvanecido en el bosque y la penumbra crecía con rapidez, tiñendo de gris las ramas y el suelo cubierto de nieve. “Tal vez sea mejor dejarlo correr…”, pensó, con el corazón todavía palpitando por la carrera y la ansiedad.

Pero entonces escuchó un susurro entre los árboles. Una voz etérea, como un canto, que parecía provenir de un lugar más allá de la lógica, como si los dioses mismos lo llamaran. El sonido le traspasó los huesos y lo hizo avanzar de nuevo. A medida que se adentraba más en la espesura de la vegetación y dejaba atrás el camino marcado, el murmullo del bosque se mezclaba con el ruido creciente de una cascada cercana, clara y poderosa.

Finalmente la vio. Oculta entre la espesura, Yrsa se bañaba en unas aguas termales que escapaban al frío mortal de la isla. La nieve rodeaba el lugar como un manto blanco y silencioso, y la cascada brillaba bajo los últimos rayos del sol del aterdecer. Su cuerpo, desnudo y fuerte como el hierro, se mezclaba perfectamente con el hielo y la roca; sus runas y tatuajes dibujaban secretos que Bhagirath solo podía imaginar. Yrsa cantaba a sus dioses, suplicando ser recordada, rogando por fuerza y dignidad, mientras el vapor se alzaba alrededor suyo en nubes vaporosas que se mezclaban con la nieve.

El hindú, oculto tras unos matorrales, la observaba en silencio, fascinado, conteniendo la respiración. Cada movimiento, cada nota de su canto, parecía fundirse con la naturaleza. Pero de repente, algo en la nieve se agitó. Algo invisible y enorme, que hasta entonces había permanecido oculto, se levantó sobre cuatro patas, rompiendo la quietud.
  • ¡Cuidado! - gritó Bhagirath, saltando de entre los matorrales y blandiendo su talwar - ¡Cuidado, señorita, una bestiaaa!
Pero la herrera no escuchó su grito de advertencia; el estruendo de la cascada era tan intenso que sus palabras se esfumaron como el vapor de aquellas aguas termales.

Bhagirath corría dispuesto a enfrentarse a aquel demonio blanco que se acercaba a Yrsa cada vez más. Cada músculo de su cuerpo estaba tenso, preparado para la pelea, el talwar firme en su mano. Pero algo sucedió que lo detuvo en seco. La boca se le abrió de par en par, el brazo que sostenía la espada cayó lentamente, y su corazón, ya rendido al encanto de la herrera, quedó para siempre bajo el resguardo de aquella espectacular mujer.

Yrsa, al ver al oso polar, sonrió con una mezcla de alegría y complicidad. Abrió los brazos y, como si nada temiera, llamó al enorme animal con familiaridad. El salvaje y gigantesco oso saltó al agua, moviéndose con sorprendente agilidad para su tamaño, y en un instante se fundieron en un abrazo rudo y brutal, lleno de fuerza y cariño.
  • Gláfur, gamli vinr minn, hvar hafðir þú leynst? - rió Yrsa, su voz cargada de afecto.
Después del abrazo, Bhagirath se quedó inmóvil, observando cómo la enorme bestia abrazaba a Yrsa con aquellas garras capaces de destrozar a cualquier hombre. Pero en lugar de hacerle daño, la lamía con ternura, y ella le respondía con la misma delicadeza.

Entonces, Gláfur percibió la presencia del hombre y su espada, y un gruñido profundo resonó en el aire helado. Yrsa se giró y lo vio allí, en medio, con la cara llena de asombro. Gláfur salió del agua, erguido sobre sus poderosas patas traseras, dispuesto a atacar, protegiendo a su vieja amiga con un instinto feroz.

Bhagirath se preparó para la pelea. Sus piernas temblaban ante la magnitud del rival. Jamás había visto un animal semejante: un demonio blanco que se alzaba a dos patas, capaz de desaparecer en la nieve como un asesino silencioso y letal. Justo cuando estaban a punto de chocar, una voz igual de poderosa resonó entre las piedras.
  • Gláfur… stoppa! Vinr! - gritó Yrsa, con firmeza.
El oso se detuvo de golpe, volvió a colocarse sobre sus cuatro patas y comenzó a olfatear a Bhagirath con curiosidad. Yrsa salió del agua, desnuda, sin mostrar vergüenza alguna. Se acercó a su peludo amigo y tocó su cabeza, acariciando su pelaje mojado y brillante.
  • No temer - dijo Yrsa, con su inglés mal hablado - Suyo nombre Gláfur, amigos desde cachorros.
  • ¿Su mejor amigo es un demonio? - preguntó Bhagirath, asombrado.
  • No demonio - Yrsa rió - Oso… oso de nieve.
El bigotudo la miró desconcertado. Sin saber muy bien si lo que decía era cierto o no. Pero antes de que pudiera preguntar nada más, ella lo tomó de la muñeca y lo condujo cerca de las aguas termales. Con movimientos suaves y delicados, empezó a desnudarlo y le indicó que entrara en el agua, cálida y calmada, invitándolo a un espacio donde la tensión se diluía y la cercanía crecía.

Bhagirath siguió a Yrsa hasta las aguas termales, el calor de las piedras y del agua contrastando con el frío del bosque que los rodeaba. Cada paso suyo parecía medido, educado, como un bailarín que no quiere estropear la música, mientras Yrsa se movía con la naturalidad de quien es dueña del lugar, ruda y salvaje, como la tierra misma donde había nacido.

Entraron al agua. El calor acarició sus cuerpos, y Bhagirath notó cómo su corazón latía con fuerza, tanto por la cercanía de la mujer como por la imponente presencia de Gláfur, que los observaba desde la orilla, sus ojos penetrantes como el hielo del Ártico. Bhagirath mantenía la mirada firme sobre el talwar, aunque parecía que ya no esperaba peligro; la tensión en realidad era otra, la tensión del deseo y la curiosidad.

Yrsa lo miró, sus ojos brillando bajo la luz de la tarde que se filtraba entre los árboles. Su mirada no era tímida, sino inquisitiva. Señaló su bigote con un gesto burlón y admirado.
  • Grande… como montaña - dijo, con su voz rota y áspero, y el hindú sonrió, acomodando la fina espiral de su mostacho.
Él no pudo evitar fijarse en sus tatuajes, marcas de su tribu, y deslizó una mano temblorosa por su rostro para tocar la línea de runas sobre la piel blanca como la nieve.
  • Significa… fuerza. Valor… - dijo ella, en voz baja. Más cercana.
El sirviente no pudo evitar mirar sus pechos, que sobresalían entre el vapor del agua, cada vez más cerca de su torso oscuro y peludo. Yrsa arqueó una ceja, divertida. Señaló sus pectorales y los estudió con atención.

- Oscuro… - susurró - Mucho diferente hombres Sbalvard. Piel tuya, oscura como noche.

Bhagirath rió, nervioso, mientras el dedo de ella descendia cada vez más, perdiendose dentro del agua.
  • Yo valor también… y respeto. Educación y servir - sonrió tocandose el corazón.
A Yrsa le pareció gracioso que hablara como ella, se acercó un poco más, con el agua llegando a la altura de sus pezones. La fuerza de su cuerpo y la suavidad al acaricialo al mismo tiempo desconcertaban a Bhagirath. Era salvaje, impredecible, y aun así parecía confiar en él, un extraño.

Comenzaron a hablar de sus cicatrices, comparándolas como si fueran medallas de vida: la marca de un accidente de juventud aquí, un recuerdo de batalla allá. Cada historia revelaba algo de su mundo: Bhagirath hablaba de Calcutta, del calor, del ruido de los mercados, de la fuerza de sus ancestros; Yrsa, del frío extremo, de la soledad de Sbalvard, de la dureza de los hombres y del mar.

Con cada palabra, cada cicatriz y cada tatuaje, la distancia entre ellos se acortaba, y el choque de culturas dejaba paso a una armonía inesperada. El calor del agua los envolvía, mezclando la tensión con una sensación de cercanía que ninguno había experimentado antes. Gláfur, todavía vigilante, se tumbó cerca, olfateandolos de vez en cuando, recordándole al hombre que estaba en territorio salvaje, pero entendiendo que su amiga confiaba lo suficiente en él para compartir aquel momento íntimo.

Entonces, Yrsa se acercó más, sus manos recorriendo la superficie del agua hasta encontrar las de Bhagirath. Con un gesto rápido y firme al mismo tiempo, lo guió hacia el centro de la poza. Él, con su naturaleza servicial, correspondió con delicadeza, sus dedos rozando los de ella, explorando con respeto. Cada contacto físico estaba cargado de electricidad: su piel tibia contra su piel blanca y helada, el contraste de culturas, de mundos.

Y mientras el agua caliente los rodeaba, y Gláfur descansaba vigilante a su lado, la tensión romántica, el choque cultural y la intimidad crecían, fundiéndose en un instante único: un hindú servicial y educado y una nórdica salvaje y ruda, compartiendo un contacto físico y espiritual que ninguno de los dos había sentido jamás, mientras la naturaleza helada y la tibieza del agua abrazaban sus cuerpos y sus almas.
  • Tú hacer cosquillas - reía excitada Yrsa mientras Bhagirath tenía su inmenso bigote entre sus pechos.
Su risa se calló de golpe y se puso seria, excitada por como él lamía sus pezones frios y duros. Con fiereza empezó a quitarle el turbante y contempló aquella inmensa cabellera negra caer sobre sus hombos. Lo agarró con fuerza del pelo y lo empujó contra ella, mientras gemía de placer al notar sus manos apretando sus gluteos calientes debajo del agua.

La liberación del turbante pareció enloqueder al hindú, como si desatase al demonio que habitaba dentro de él y lo poseyera una fuerza violenta. Con un movimiento rápido y furtivo la levantó y empezó a penetrarla como un salvaje. Ella gritaba cada vez más fuerte, en su lengua natal. Ruidos cortos y cortantes como el hielo. Él gritaba en el suyo, palabras que ardían como el sol en el desierto.

La nieve la isla pareció, por un momento, empezar a derretirse.
  • No te he preguntado aún como te llamas - sonrió Baghirath al terminar, volviendose a atar el turbante en su cabeza.
  • Yo Yrsa… Yrsa Kaldhamarr… significar Osa… Osa de Martillo helado. ¿Tú como llamar?
  • Bhagirath Patil… mi nombre significa el devoto que logra lo imposible.
  • ¿Lo imposible? ¿Que signifcar?
El sirviente contempló como ella salía del agua. Al hacerlo, su compañero animal se levantó y la siguió de cerca hasta sus ropas, tendidas en un árbol cercano. Bhagirath pensó por un momento que lo realmente imposible era domar una bestia de tal tamaño y ferocidad.
  • Imposible es algo que no se puede lograr… - empezó a explicar - Pero… para mí es otra cosa. Para mí, Imposible es lo que aún no ha encontrado al hombre o la mujer con la fuerza suficiente para lograrlo. En mi tierra decimos que hasta los ríos bajan del cielo si alguien tiene fe y paciencia para suplicarselo a los dioses.
Ella lo miró mientras se vestían, sus ojos color hielo fijos en él, como queriendo absorber cada palabra.
  • Imposible, Yrsa Kaldhamarr, no existe. Es solo un reto esperando a su dueño - dijo Bhagirath, con voz suave y firme.
La nórdica parpadeó un instante, como si meditara aquello, y de pronto preguntó con voz grave:
  • ¿Llevar… contigo?
Bhagirath ladeó la cabeza, sorprendido.
  • ¿Te refieres al mar? ¿A viajar juntos?
  • Sí… viajar - repitió ella, con esa forma ruda y directa de hablar.
El hindú sintió un nudo en la garganta. Quiso responder rápido, pero las palabras le pesaron.
  • No… - empezó a explicar con cautela.
Los ojos de Yrsa se encendieron, la dureza de su carácter brotando como un trueno.
  • ¿No?
  • No, no, no… no es eso. Solo que… no depende de mí. Yo no soy el capitán, no puedo tomar esa decisión.
Pero ya era tarde. Aquella mujer, tan fuerte como orgullosa, solo había escuchado la palabra ‘no’. Con gesto brusco acabó de ajustarse las pieles al cuerpo y, haciendo una seña a Gláfur, salió de las aguas termales sin mirar atrás, sin despedirse.

Bhagirath la siguió unos pasos, desesperado, suplicando:
  • Si fuera por mí, ya formarías parte de la tripulación… pero no puedo decidirlo yo…
La única respuesta de Yrsa fue repetir con rabia contenida, una y otra vez, mientras se alejaba entre los pinos helados:
  • No… no… no…
Cada zancada suya, más alta y acostumbrada al terrero resbaladizo, valía por tres de las de él. Y así, en cuestión de minutos, la perdió en la inmensidad blanca del bosque.

Ahora estaba allí, en aquella taberna anegada de voces femeninas, con el calor del alcohol y el humo espesando el aire. Con el corazón latiéndole en la garganta, buscaba las palabras y el valor para acercarse a la solitaria mesa donde Yrsa Kaldhamarr aguardaba, tan inaccesible como los glaciares de su tierra.

Quien sí parecía valeroso era Vihaan, que en ese preciso instante, en la penumbra cálida de la cueva, se enfrentaba a un desafío muy distinto al de los mares o las batallas. Dos mujeres desatadas, Yara y Grace, lo rodeaban con un hambre feroz, deseosas de tenerlo, de sentirlo dentro, como si no existiera nada más allá de aquel lecho improvisado de pieles.

Él intentaba, en vano, recordar las enseñanzas que años atrás había leído en aquel libro sagrado del sexo. Ninguna postura, ningún consejo parecía servirle en ese instante. Se sentía perdido, abrumado por la intensidad de la situación, mientras Yara y Grace, entrelazadas con él, parecían moverse con la certeza y el instinto de quienes no necesitan instrucciones.
El calor de sus cuerpos lo envolvía, pero en lugar de dejarse arrastrar, permanecía rígido, inseguro.
  • Eh, relájate, avispa - sonrió Grace, aferrándolo del cuello y acercando sus labios a los suyos.
  • Tan solo… déjate llevar - susurró Yara, mordiéndole suavemente la oreja - Disfruta… no pienses.
El jóven astrónomo´ cerró los ojos y suspiró hondo. Por primera vez dejó de intentar controlarlo todo y se abandonó a la corriente de aquel instante, confiando en sus dos compañeras. Yara y Grace lo guiaron con la paciencia y la pasión de quienes saben enseñar con el cuerpo, y pronto comprobaron que aquel joven, aunque torpe al inicio, era un hombre que aprendía rápido.

El juego de caricias y susurros se volvió cada vez más intenso, una danza ardiente que se prolongó durante horas, hasta que los primeros rayos del sol atravesaron la cortina líquida de la cascada, iluminando la cueva como si los dioses mismos hubieran bendecido aquella unión.

Cuando amaneció salieron afuera, el viento cortante de Sbalvard les recordó que no había tiempo para el descanso: el último tramo del ascenso a Isvarg les esperaba. La montaña, majestuosa y desafiante, se elevaba hacia el cielo como un coloso de roca y nieve, su cima perdida entre nubes densas que parecían inaccesibles.

En la explanada frente a la cueva, comenzaron a preparar los caballos. Se ajustaban las monturas, revisaban las riendas y ataban cuidadosamente las alforjas con provisiones. Vihaan cargaba los paquetitos de comida, mientras Yara y Grace revisaban que cada instrumento y cuerda estuviera bien sujeto. La nieve crujía bajo sus botas, el aire era tan puro y frío que cada respiración parecía quemar un poco los pulmones.

Para el almuerzo improvisaron algo sencillo pero energético: pan de centeno, queso curado y carne seca. Las manos se entumecían mientras comían cerca del fuego, y el humo se perdía rápido entre la bruma helada. Cada bocado era un recordatorio de la fuerza que necesitarían para la escalada.

Grace, observando la montaña, y se dirigió hacia Halcón, intentando que su voz se alzara por encima del ruido de la ventisca. El cielo parecía enfurecido.
  • ¿Puedes alcanzar a ver la mejor ruta? - gritó, observando la muralla rocosa que se elevaba hasta perderse entre la niebla.
El tuerto asintió, estudiando la formación de hielo y roca con ojos expertos.
  • Por allí - dijo, señalando un estrecho paso que zigzagueaba entre riscos y glaciares - Es la ruta más segura. Evita las placas de hielo y los acantilados ocultos por la nieve. Si seguimos por ahí, podremos alcanzar la cima antes de que la tormenta nos alcance.
La nieve se arremolinaba a su alrededor, haciendo que cada sombra pareciera más profunda y cada roca más intimidante. Los caballos resoplaron, impacientes, mientras los aventureros ajustaban sus capas y se preparaban para la subida final. Cada uno sentía el peso de la altitud y la exigencia del terreno: el aire se volvía más fino, la roca más traicionera, y la cima, esa unión entre piedra y nubes, parecía un sueño distante y desafiante.
  • Parece que los caballos no pueden avanzar más, capitana - gritó Halcón desde la retaguardia, con la cara cubierta de nieve, tirando de las riendas de los animales que se negaban a moverse.
La tormenta los alcanzó en el peor momento, justo cuando cruzaban la gran pared casi vertical de la montaña. Grace miró a su alrededor, con el rostro cubierto y la nieve arremolinándose a su alrededor, borrando toda referencia de distancia. Detrás de ella, Yara levantó la cabeza, tapada por completo, con las pestañas congeladas y la voz temblorosa.
  • Hay que volver, Grace… si no morimos congelados, caeremos por el precipicio. El viento es cada vez más fuerte - gritó, con un dejo de miedo.
  • Vihaan - llamó Grace - ¿tú qué dices?
El astrónomo, que avanzaba unos metros más adelante ayudando al viejo a mantenerse en pie, se giró hacia ella con una mirada desafiante, extraña y concentrada a la vez.
  • Estamos muy cerca de las rocas - gritó, señalando hacia arriba - En cuanto lleguemos allí no importará que el cielo se enfurezca. Debemos seguir.
Grace meditó unos segundos. Aunque estaba bien protegida, el viento lograba filtrarse entre las pieles, haciéndola temblar con fuerza.
  • Yara, vuelve con Halcón y los caballos… esperadnos en la cueva.
  • ¡De eso nada! - contestó su amiga- ¡No voy a separarme de ti, ni lo sueñes!
  • Está bien - cedió Grace - Dile al tuerto que vuelva y nos espere abajo. Estamos muy cerca, debemos continuar.
Yara se giró, silbó y movió las manos, haciendo señales al vigía para que regresara. Luego abrió su abrigo y vio al pequeño gipsy, muerto de frío.
- ¡Vamos, pequeñajo!

El capuchino no lo dudó dos veces: saltó y corrió por la nieve, que casi le llegaba a la altura de la cabeza, hasta subirse a la espalda de su compañero de cofa. Junto a los tres caballos, comenzaron a descender por la pendiente, dejando atrás a los demás.

Los que permanecieron en la ascensión siguieron subiendo, cada vez más lentos, cada vez más congelados, mientras la montaña rugía a su alrededor y la tormenta parecía intentar arrancarlos de la roca.
  • ¿Estáis todos bien? - preguntó Grace al llegar a las rocas.
  • No siento los dedos de los pies, Red - gimió Yara de dolor, frotándose las manos dentro del abrigo - Esto es una maldita locura…
La cima de la montaña estaba por fin a pocos metros. Protegidos entre las inmensas piedras, pudieron tomar aliento y descansar unos minutos, resguardados de la tormenta. Grace miró hacia abajo y se dio cuenta de que estaban por encima de las nubes. Luego levantó la vista y vio el pico al alcanze de sus manos. Por fin podían contemplar el final de Isvarg.
  • ¿Cómo demonios vamos a llegar hasta arriba? - murmuró para sí misma, contemplando las inmensas piedras que acariciaban la cresta.
  • ¡Escuchad! ¡Escuchad! - gritaba Vihaan, apareciendo de repente entre las rocas - ¡He encontrado un camino… unas escaleras!
  • ¿Escaleras dices? - preguntó Yara - ¿Quíen demonios puede haber construido unas escaleras aquí arriba?
  • Sí, escaleras de piedra - explicó Vihaan - Y parecen subir hasta la cima. Creo que he visto una entrada en lo alto… una apertura inmensa, hacía una gruta.
Las amigas se miraron entre ellas, sus labios liláceos por el frío, pero los ojos llenos de curiosidad. De repente, Vishnu, el sabio, habló con su voz grave y pausada, cargada de enigmas.
  • Lo siento cerca… - murmuró Vishnu, sus ojos reflejando la tormenta sobre las rocas - Donde se cruzan recompensa y peligro, allí aguarda lo que solo los gigantes conocen. Secretos que se disfrazan de bendición, regalos que son pruebas. Escaleras que ascienden o huyen, que esconden el cielo y la caída en la misma piedra… Tal vez subir y escapar sean la misma llave para quienes han contemplado la sombra y han oído su llamada.
El grupo guardó silencio, sintiendo el peso de sus palabras. La cima de Isvarg parecía inalcanzable, pero ahora también portadora de misterios que los llamaban, prometiendo tanto maravillas como amenazas.

Mientras daban el primer paso hacia la oscuridad, un rugido profundo y gutural recorrió la esplanada, apenas perceptible, mezclándose con el ulular del viento. Fue tan breve que muchos podrían pensar que solo era el eco de la tormenta… pero algo en la vibración del aire hizo que todos se detuvieran por un instante, con la piel erizada. La montaña parecía contener la respiración, y la sombra de la gruta los llamaba con un misterio que prometía más de lo que podían imaginar.

El último tramo hacia la cabeza de la montaña se sentía como un milagro: las escaleras de piedra se alzaban ante ellos, libres de nieve y hielo. Pero la ilusión de alivio duró apenas unos segundos. Cada peldaño estaba cubierto de escarcha, y el viento rugía como un dragón enfurecido, golpeando sus cuerpos y empujándolos hacia atrás. Desde allí arriba, la puerta de la que había hablado Vihaan parecía estar al alcance de la mano… y al mismo tiempo a años luz.

De repente, un grito cortó el viento. Grace perdió el equilibrio y cayó por el lateral del desfiladero. El aire helado se filtraba entre sus pieles mientras el vacío se abría bajo sus pies. En el último instante, Yara se lanzó al suelo y atrapó su mano con fuerza. Suspendida sobre la nada, Grace miró hacia abajo y, contra todo instinto de miedo, comenzó a reír.
  • ¡¿De qué te ríes, maldita loca?! - gritó Yara, con el corazón en la garganta.
  • ¡Tenías razón! - respondió Grace, suspendida en el aire, con los cabellos azotados por la ventisca - Es mejor que no te separes de mí.
Con Vihaan estabilizándola desde arriba, lograron subirla lentamente. Cuando Grace recuperó el equilibrio, Yara le lanzó un cachete juguetón en el trasero, susurrándole al oído mientras pasaba a su lado:
  • ¡Me debes una, capitana!
Por fin llegaron a las puertas de la gruta. Un balcón de piedra rodeaba la esplanada, suspendido sobre un abismo que desaparecía entre las nubes. Las figuras talladas en piedra de la puerta representaban dos gigantes Jötun, enormes y majestuosos, con miradas que parecían atravesar el tiempo. Dos antorchas petrificadas colgaban a los lados, proyectando sombras que danzaban con el viento, como guardianes silenciosos que vigilaban secretos milenarios.

Grace se acercó a Vihaan. Sus manos se entrelazaron con firmeza y sus miradas se encontraron, cargadas de tensión, miedo y una chispa de emoción que no se podía ocultar. El viento rugía a su alrededor, el abismo se extendía enfrente de ellos, y la oscuridad de la gruta los llamaba como un enigma imposible de ignorar.
  • ¿Lista? - preguntó él, la voz firme pese a la tormenta.
  • ¡Siempre! - sonrió ella, y juntos dieron el primer paso hacia las sombras, hacia el misterio que los esperaba en la cima de Isvarg.
Cuando cruzaron el humbral, un rugido profundo y gutural recorrió la cima, apenas perceptible, mezclándose con el ulular del viento. Fue tan breve que llegaron a pensar que solo era el eco de la tormenta… pero algo en la vibración del aire hizo que todos se detuvieran por un instante, con la piel erizada. La montaña parecía contener la respiración, y la sombra de la gruta los llamaba con un misterio que prometía más de lo que podían imaginar.

Continuará…
 
Ojalá el gigante pueda encontrar a su enamorada y le explique bien la situación, porque sería una pena que por un mal entendido se estropee una bonita historia.
Yo confío en que se lo explique y se ka lleve con él.
 

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