Un viaje inesperado

Capítulo 30 - La bóveda del fin del mundo: El honor de los españoles

Los cantos de Yara flotaban en el aire, suaves y armoniosos, como si cada nota acariciara las heridas abiertas del gigante. Sus manos, firmes y delicadas a la vez, hundían los ungüentos dentro de la carne desgarrada, infundiéndole el soplo sagrado de sus orishas. A su lado, Akuma cosía con precisión quirúrgica, aguja tras aguja, atrapando dentro de aquel cuerpo colosal la magia que Yara vertía con devoción. Los hilos brillaban un instante, como si sellaran no solo carne, sino el destino del enorme niño.

Grace se movía entre ambas, sin detenerse ni un segundo, acercando frascos, sosteniendo las vasijas de hierbas, limpiando la sangre con trapos que al instante se teñían de rojo. Sus ojos ardían de determinación, siguiendo las órdenes de sus compañeras sin rechistar, como si en aquel momento no fuera capitana, sino una más de las guardianas de la vida.

Sobre la cabeza del gigante, Vihaan permanecía sentado en silencio solemne sujetando una antorcha, las piernas cruzadas, la mirada fija en aquel titánico cuerpo. Su flor de lis descansaba junto a él, olvidada por primera vez, pero lista para ser empuñada rapidamenfe; mientras escuchaba los cantos y observaba a las tres mujeres luchar contra la muerte misma.

Abajo, Bishnu flotaba sobre las aguas oscuras, inmóvil, su bastón apoyado en su hombro. Los ojos cerrados, la respiración lenta, como si con cada exhalación mantuviera el hilo de vida del gigante atado al mundo. Parecía escuchar el pulso invisible que latía aún dentro del niño coloso, vigilando que no se apagara jamás.

Más allá en el Red Viper, la vida seguía con un ritmo distinto. Algunos marineros se atrevieron a bajar para investigar el terreno cercano, mientras otros se mantenían en cubierta, atentos, sin poder apartar los ojos de la escena que ocurría en medio de aquel mar imposible. Bajo las órdenes de Yrsa, los balleneros nórdicos martillaban sin descanso, reparando las grietas del casco. Cada golpe de metal resonaba por la bóveda inmensa, como un eco de supervivencia.

Macfarlane caminaba de un lado a otro de la cubierta, las manos a la espalda, la cicatriz atravesando su rostro, parcialmente oculta tras la tela. Su andar era un poema de preocupación. Se detuvo en seco cuando un fogonazo de Bum-Bum iluminó la penumbra, revelando por un instante las aguas infinitas y las sombras que las habitaban.
  • ¡No hagáis tanto ruido, maldita sea! - bufó con voz grave, mirando con recelo hacia la negrura - No sabemos qué aguarda detrás de la oscuridad… hay que ser precavidos.
Bhagirath, cubierto de hollín, levantó la mirada desde la fragua improvisada donde alimentaba las brasas. Se acercó a él con paso firme y le posó una mano fuerte sobre el hombro.
  • En los momentos más oscuros, señor, un hombre ha de mantenerse ocupado. Es mejor así, créame. Cada tarea que hacemos evita que pensemos en el vacío que nos rodea.
Macfarlane lo miró desafiante, asintiendo a regañadientes, mientras un nuevo martillazo de Yrsa retumbaba en la caverna.
  • Está bien bigotes, está bien… - gruñó entre dientes - Pero intentad ser más silenciosos, ¿me oyes? No debemos despertar a… a… a lo que maldita sea duerma en esta cueva.
Mientras sus ojos recorrían la oscuridad, la mente de Macfarlane dibujaba fauces gigantescas surgiendo de la negrura, patas de pulpo descomunales brotando del mar, leviatanes, crakens, seres diabólicos acechándoles sin piedad.
  • Macfarlane… rápido… tenemos un problema - la voz de Halcón llegaba jadeante desde atrás.
El contramaestre se volvió. El vigía avanzaba hacia él, envuelto en las túnicas refescantes como todos los demás; al verlo, Macfarlane no pudo evitar una carcajada, más apagada esta vez, más precavida.
  • ¿No había túnica de tu talla, tuerto? - bromeó, señalando la enorme barriga del vigía - ¡Pareces un saco rebosante de trigo a punto de estallar!
  • No es momento… - respondió el vigía, sin aliento - ¡No es momento para bromas! Los españoles… Cortés y sus hombres se preparan para partir.
  • ¿Partir? - el rostro de Macfarlane perdió la sonrisa de golpe - ¿Partir hacia dónde?
  • En busca de su compañero - contestó Halcón - el que se perdió en las aguas turbulentas del río…
  • ¡Ni hablar! - exclamó Macfarlane - ¡Cortés… argh! ¡Maldito loco lascivo!
Con un empujón apartó al vigía y salió disparado en su búsqueda. Encontró a Cortés junto a los suyos, preparando la expedición: repartían mosquetes, cargaban lo esencial —agua, provisiones y munición— y ataban al hombro herramientas que olían a fe y funeral.
  • ¿Qué demonios hacéis, imbéciles? - gritó Macfarlane acercándose - ¡Dejad esas armas ahora mismo! ¡Nadie va a abandonar el Red Viper!
Cortés, sin dejar de preparar su equipo, alzó la cabeza y lo miró un instante. La sonrisa burlona y divertida que le era habitual había desaparecido; no era un gesto escondido bajo el pañuelo: se había borrado de verdad.
  • ¿No me oyes, español? - replicó el contramaestre, intentando arrancarle un mosquete de las manos - He dicho que…
  • ¡Suelta! - lo interrumpió Cortés, apartando con fuerza la mano y cargando el mosquete sobre su hombro - Por mucho que seas segundo al mando, aquí no tienes nada que decir, escocés. Partiremos, aunque tengamos que pelear por conseguirlo.
Macfarlane calló un momento y observó lo que estaban cargando: palas, cuerdas, estacas y telas. El rudimentario equipamiento para cavar una tumba. El gesto del escocés cambió; entendió que aquello no era desobediencia ni locura. Era otra cosa, más vieja y más pura: la necesidad de honrar la muerte de un hermano, aunque al hacerlo tuvieran que cavar más tumbas.
  • Escúchame, Cortés - dijo entonces Macfarlane, con la voz más calmada - Sé que apenas nos conocemos, que venimos de pasados muy distintos y, sinceramente… no me caes muy bien, que digamos. Pero eres miembro de esta tripulación y reconozco tu valía: la tuya y la de los hombres que te siguen. No permitiré que muráis en vano.
  • ¿En vano? - respondió Cortés, dispuesto a partir - Nuestro hermano está ahí fuera, perdido en la oscuridad del infierno… solo, olvidado. No lo dejaremos. Aunque no respire, aunque su luz se haya apagado para siempre, merece un final digno, merece ser recordado.
Sin más, empezaron a andar hacia la borda. Macfarlane y Halcón los miraban en silencio. No era la pólvora, ni el hierro lo que pesaba sobre sus espaldas, sino la losa invisible de un alma desgarrada por la ausencia de un compañero, un amigo, un hermano. Cada paso que daban sonaba como un tambor fúnebre.
  • ¡Es una locura, Cortés! - gritó Macfarlane - ¡Pones en riesgo la vida de muchos por una sola muerte, español!
Cortés, sin volverse, respondió con voz clara, firme como un cañonazo.
  • ¡Ninguno marcha contra su voluntad, escocés!
Uno de sus hombres se giró hacia él, un rostro endurecido por la decisión.
  • Es nuestro deber, contramaestre.
  • ¡Maldita sea! - bufó Macfarlane, mascullando las palabras como piedras en la garganta - ¡Está bien! Pero aguardad un momento.
Se llevó dos dedos a la boca y lanzó un silbido agudo, tan punzante que rebotó en las paredes de la bóveda como si llamara a los muertos.
  • ¡Eh, Gallagher, Maddox! - rugió, señalando a un irlandés pelirrojo y a un galés de hombros anchos - ¡Rápido, desenredad el cabo mayor, el más largo que tengamos, y atadlo al mástil principal! ¡Vamos, holgazanes, no perdáis tiempo!
Los dos marineros obedecieron al instante, sus manos corriendo por las cuerdas como ratas marinas sobre la jarcia. Cortés se volvió, su mirada fija en el escocés, cargada de sospecha.
  • ¿Se puede saber qué demonios haces? - preguntó con los ojos encendidos.
El contramaestre no respondió de inmediato. Se acercó a él y, con una mano como garra, le apretó el hombro.
  • Iréis en busca de vuestro hermano - dijo con voz grave - No voy a impedirlo. Sigo pensando que es una locura, pero entiendo por qué lo hacéis. No obstante… - la presión de sus dedos se intensificó, como si quisiera clavar esa verdad en su carne - no permitiré que la oscuridad engulla a más hombres. No mientras estéis atados en juramento a este navío y a la bandera que se alza en él. Marchad, si es lo que necesitáis… pero marchad atados.
El silencio cayó un instante. Cortés lo sostuvo con la mirada y, sin pronunciar palabra, extendió la mano. El escocés liberó su hombro y la apretó con firmeza. Sus dedos se cerraron como dos anclas fundidas por el mismo fuego.

Y así fue: mientras el cabo se tensaba sobre la borda, unió a los españoles con el Red Viper como un cordón umbilical une al recién nacido con el vientre de su madre. Se marchaban en busca del caído, sí… pero jamás estarían solos. Aunque la oscuridad intentase tragárselos, aquel lazo los mantendría ligados a su hogar, a su familia, a la tripulación que aguardaba su vuelta con los dientes apretados.

El tuerto y el loco se acercaron a la borda. Ambos permanecieron en silencio, hombro con hombro, mientras veían a los españoles emprender su expedición. El cabo se tensaba poco a poco, deslizándose entre las manos curtidas que lo iban soltando con cuidado. Las antorchas brillaban como pequeños soles desafiando la noche, hasta que el mar y la oscuridad los fueron devorando palmo a palmo.

Halcón entrecerró el único ojo, mascullando entre dientes:
  • Están locos… todos ellos.
Macfarlane sonrió, no con burla esta vez, sino con un respeto grave que le arrugaba el rostro. Su voz salió baja, casi un susurro para no quebrar aquel instante.
  • Puede que sí, tuerto… puede que estén locos. Pero valientes son sus corazones, y honorable el propósito que los unes. Miralos bien: hay hombres capaces de arrojarse a las tinieblas solo para honrar la memoria de un hermano caído. Aunque sepan que quizá jamás regresen, marchan, porque el deber de honrarlo pesa más que el miedo a la propia muerte.
El vigía no respondió, y el silencio entre ambos se hizo tan denso como la oscuridad que devoraba las antorchas.
Macfarlane, con la vista fija en el último destello antes de que la noche eterna lo tragara, dejó escapar un murmullo final.
  • Si hubiera más hombres como Cortés y los suyos… este mundo no sería un lugar tan cruel y traicionero.
Las últimas llamas fueron engullidas por la negrura. El silencio se adueñó de la cubierta, todos conteniendo la respiración como si temieran romper aquel instante sagrado. Macfarlane, aún con la mirada fija en la nada, contemplaba el acto de valentia de los españoles.
Entonces, como si un resorte saltara dentro de él, su semblante grave se quebró en un arrebato furioso. Dio un golpe con el pie contra la madera y rugió como un poseso, su voz atronando por toda la nave.
  • ¡Malditos holgazanes apestosos! ¡Soltad todos los cabos, todos, he dicho! ¡Que no falte ni un metro de cuerda, que no se pierdan, que se amarren como demonios al Red Viper! ¡Vamos, rápido, hijos de fulanas sifiliticas, antes de que la oscuridad nos los trague del todo!
Su locura habitual regresaba, desbordada, entre insultos y gritos frenéticos. Corría de un lado al otro de la cubierta como un animal enfurecido, señalando a unos y empujando a otros.
  • ¡Atadlos bien, maldita sea! ¡Dadles toda la cuerda que necesiten, toda! ¡Si se pierden, que sea el mundo el que se parta, pero no este cordón que los une a su madre! ¡Vamos, más rápido que la peste, joder!
Los marineros, asustados y a la vez espoleados por aquel rugido, se lanzaron a cumplir la orden. Decenas de cabos fueron soltados, cayendo a cubierta como serpientes blancas, siendo atados entre ellos rapidamente y extendiéndose tras los españoles en la oscuridad. El Red Viper, madre vigilante, les tendía todos sus brazos para no soltarlos jamás.

Briede, en los brazos de su madre, señaló con su manita a los hombres que se alejaban hacia la oscuridad.
  • ¿Aru nahe, Keleth’ir? - preguntó con su voz infantil, en la lengua antigua de las amazonas.
Aivori bajó la cabeza hacia él y, acariciándole el pañuelo fresco, respondió con suavidad.
  • Sondu’reth kenda, hijo mío… caminan por sus hermanos.
Los ojos vidriosos de la princesa amazona reflejaban un brillo de orgullo indomable. Una lágrima brotó y se deslizó hasta perderse en las túnicas que la cubrían. No era una lágrima de pena ni de dolor. Era la lágrima silenciosa de una guerrera consumada, que comprendía mejor que nadie el honor y el peso de aquella expedición.

Su hijo, al verla, la rodeó con sus brazos pequeños y escondió la cabeza en su pecho, buscando consuelo en el latido firme de su madre.
  • Partid, valientes… - murmuró la amazona, en voz baja, para sí misma - Honrad a los caídos.
El silencio se hizo de repente. Ni un martillazo, ni un murmullo, ni un crujido de la madera. Solo las antorchas de los españoles alejándose poco a poco, engullidas por la oscuridad. Nadie respiraba, todos contenían el aliento, conscientes de estar presenciando algo más grande que ellos mismos. Un juramento sin palabras, un honor que se imponía incluso al miedo más terrible.

Pero aquel silencio no duró mucho. Macfarlane, con las palabras de Bhagirath aún retumbando en su cabeza, despertó de golpe como si lo hubieran pinchado con un hierro candente
  • ¡Vamos, malditos perros de agua! - rugió, su voz reventando el aire pesado - ¡No os quedéis mirando como fulanas buscando clientes! ¡Soltad más cabos, apretad esos nudos, trabajad como si el barco fuera una mujer hermosa y hoy el último día de vuestras vidas!
Quería que todos estuvieran ocupados, que ni uno solo tuviera tiempo de mirar hacía la oscuridad. Su mirada era un incendio, sus órdenes un látigo. Caminaba de un lado a otro de cubierta, empujando, señalando, gruñendo.
  • ¡Tú, galés de manos torpes, que ese cabo esté tenso como las pelotas de un monje en invierno! ¡Y tú, mujer, mueve el culo antes de que te lo corte yo mismo! ¡Rápido, joder, rápido!
Los marineros, espoleados por su furia, se lanzaron a trabajar sin descanso. Martillos, sierras, cabos, cubos, todo se movía a un ritmo frenético. Daba igual la tarea, lo importante era trabajar en algo. El Red Viper retumbaba de actividad, como si la tripulación quisiera convencerse de que la vida seguía, de que podían resistir cualquier infierno. En medio de todo, solo los fogonazos de Bum-Bum interrumpían la oscuridad eterna. Cada estallido de luz era un latido, una chispa diminuta resistiendo las fauces del infierno.

Vihaan se levantó de golpe, los ojos abiertos como brasas encendidas. Sin pensarlo, saltó de la espalda del gigante y sus botas golpearon el agua negra. Corrió sobre ella como si fuera firme, dejando tras de sí pequeñas ondulaciones.
  • ¿Dónde vas, Vi? - gritó Grace, sorprendida al verlo huir.
  • ¡Cortés y los suyos parten! - respondió él, señalando la negrura infinita sin dejar de correr - ¡Voy a preguntar qué sucede!
Grace alzó la mirada, forzando los ojos en vano: apenas alcanzó a ver unas antorchas temblorosas que ya desaparecían, engullidas por la oscuridad como luciérnagas devoradas por la noche.

  • ¡Trae antorchas, Vi! - gritó de nuevo, su voz cortada por la ansiedad - ¡Apenas vemos nada…!
Antes de poder decir más, una mano dura la golpeó en el antebrazo. Era Yara, con el rostro perlado de sudor, la frente fruncida y los ojos fijos en la carne desgarrada del gigante.
  • ¡Red! ¡Red, rápido! Acércame la kalumba.
  • Voy, voy… - dijo Grace, removiendo los frascos y bolsas de hierbas.
  • ¡Esa no, la otra! - corrigió Yara, sin levantar la vista de su labor - ¡La de color púrpura!
Grace rebuscó hasta encontrar la raíz fibrosa de tonos violáceos y la pasó de inmediato. Yara la trituró con rapidez, mezclándola con un ungüento espeso que despedía un aroma amargo y penetrante.

El gigante seguía inmóvil, como sumido en un sueño profundo. Su espalda subía y bajaba con un ritmo leve, apagado, pero constante. Seguía vivo, pero ¿hasta cuando podría aguantar así?

Las tres mujeres lo sabían: ni un segundo podían perder, ni un suspiro de duda cabía en aquel esfuerzo conjunto.

Todos trabajaban sin descanso. La cubierta del Red Viper era un hervidero de manos, cantos y martillazos. Yara, Akuma y Grace continuaban sobre la espalda del gigante, cosiendo, untando, cerrando la carne desgarrada como si el mismo mundo dependiera de cada puntada. En cubierta, los marineros reparaban las velas, calafateaban grietas, levantaban tablones arrancados por la corriente como si fueran costillas rotas de un ser vivo que aún se aferraba a la vida.

Gláfur respiraba con dificultad bajo la túnica fría, mientras los niños se turnaban para calmar a Gipsy, que seguía inquieto, refugiándose bajo las telas como si también entendiera que esa oscuridad era infinita. Los balleneros nórdicos seguían golpeando hierro contra madera, incansables, como si el eco de sus martillazos fuese lo único que probaba que aún existían.

En aquel mundo efímero y sin medida, era imposible controlar el paso del tiempo. No había día, ni noche, ni sol ni estrellas. Los estómagos confundidos no sabían cuándo exigir comida, ni las cabezas cuándo buscar descanso. Todo se fundía en una única realidad: uno dormía, mientras otro desayunaba, al mismo tiempo que otro trabajaba. El tiempo había dejado de existir; solo quedaba la voluntad.

Macfarlane, en silencio, observó la cuerda que se extendía hacia la negrura. La gruesa maroma, atada a los mástiles y prolongada con cabos unidos entre sí, reptaba por el agua negra como una serpiente acechando a su presa. El escocés asintió con gravedad al comprobar que aún quedaba mucha cuerda por soltar. Aún había esperanza para Cortés y los suyos.

Cada vez más lejos, engullidos por las tinieblas, los españoles avanzaban en bloque hacia lo desconocido. El silencio de sus pasos se mezclaba con el crepitar constante de las antorchas. Antes de que una se apagara, otra se encendía, manteniendo el círculo de luz con disciplina férrea.
  • ¿Vamos en buena dirección, Ronco? - preguntó uno, la voz contenida por la tensión.
El veterano, apodado por su voz áspera como piedra arrastrada, asintió sin dudar.
  • Debemos hacerlo, Hernando. Seguimos la estela del navío, hacia la corriente que nos trajo hasta aquí - Cortés levantó la antorcha, girándola hacia un lado al creer ver un movimiento fugaz entre las tinieblas - Si Alonso está en algún lado, debe ser en esta dirección.
Iban todos atados a la cuerda por la cintura, un cordón de acero humano, cada uno cubriendo un flanco, armas en mano y ojos ardiendo bajo los pañuelos. La formación era compacta, como un solo organismo que avanzaba a ciegas. Ninguno se permitía romper el círculo: lo que fuera que aguardase en las sombras debía enfrentarse a todos a la vez.

Pero nada se veía. La luz de sus fuegos apenas alcanzaba lo suficiente para distinguir sus propios rostros, iluminados en ráfagas anaranjadas. La oscuridad era espesa, sofocante, no cedía un solo palmo. El fuego era un respiro, pero también una frontera: más allá de él no había nada, solo la nada misma.
  • ¡Ronco! ¡Mirad! - murmuró uno de los hombres, temblando entre dientes.
Y entre el velo infinito apareció un destello.
Una luz débil y parpadeante que se movía en la oscuridad. Apenas un temblor, un resplandor lejano en la más absoluta nada, pero suficiente para clavar los ojos de todos los hombres sobre ella. Se agitaba como un faro solitario en medio de la noche más oscura.

  • Atentos, hermanos - susurró Cortés, la voz grave y firme - Armas preparadas y los nervios a flor de piel, pues no sabemos qué pesadilla nos depara este oscuro y maldito lugar.
Uno a uno asintieron, los mosquetes apretados contra los pechos, los aceros tensos en sus manos. Se acercaron más entre sí, reforzando el círculo, convirtiéndose en una muralla de carne y acero, un bloque impenetrable que se movía lentamente hacia aquella luz. Como polillas irresistiblemente atraídas por un farol en medio de la noche.

La visión era irreal. Cuanto más avanzaban, más poderosa se volvía aquella claridad. Ya no era un simple parpadeo: crecía, vibraba, llenando sus pechos de un aire extraño, como si la oscuridad retrocediera a su alrededor. Los músculos se tensaban, las gotas de sudor corrían libres como ríos por sus frentes, pero ninguno retrocedía.

Poco a poco, la luz empezó a tomar forma. No era un fuego, ni un farol. Se delineaba como un espejismo en el desierto: difuso primero, cada vez más definido después. Allí, en el centro del resplandor, algo se erguía.
  • ¡Madre de Dios, bendita seas entre todas las mujeres! - se santiguó Santiago de Cárdenas, el más joven del grupo, sus ojos desorbitados por la impresión.
  • Diego… - murmuró Hernando, conteniendo el aire - ¿qué diablos es eso? Parece un… un…
  • Dilo, compañero… - musitó Cortés, la voz quebrada por la mezcla de temor y fe - Un ángel.
Lo que veían parecía eso, un ángel. Precioso, hermoso, celestial. Su luz no irradiaba calor, pero acariciaba las almas cansadas de los hombres, relajaba sus músculos, aligeraba sus corazones. Se movía rápido, pero no con pasos, sino flotando, como si se deslizara por encima de aquel mar rígido que sostenía sus cuerpos.

Los españoles, aunque aún atentos, sintieron cómo la tensión de sus cuerpos se desvanecía. Aquella presencia, fuera lo que fuera, los atraía con una dulzura embriagadora, como la brisa fresca en alta mar tras días de tormenta.

Se acercaban a la luz con pasos lentos, casi hipnotizados, creyendo que se trataba de un ser celestial. Cada hombre sentía cómo un tirón invisible los atraía hacia aquel resplandor irreal. La luz flotaba, cambiando de forma, pero siempre brillante, tan preciosa que parecía capaz de iluminar sus almas más oscuras. Los brazos se tensaban, las antorchas temblaban en sus manos, y aun así avanzaban, casi sin aliento, fascinados y temerosos.
  • ¡Ahí están! - gritó de repente Santiago, rompiendo la formación y corriendo hacia la luz sin pensar en los peligros.
  • ¡Muchacho, espera! - clamó Cortés, intentando alcanzarlo, la voz cargada de urgencia.
Macfarlane, lejos de ellos, corregía a una marinera en su labor. Sintió la fiblada de la cuerda moverse, lo que lo puso en pie de inmediato. Volvió su mirada hacía la oscuridad con los puños apretados, la tensión recorriendo sus brazos.

Cortés y los suyos vieron a su compañero tirado sobre las aguas sólidas, y la luz irreal girando en círculos cerca de él, casi danzando sobre el mar. No muy lejos, cuatro cuerpos más yacían inmóviles, esparcidos como trapos en la oscuridad. Con pasos rápidos y tensos, se acercaron al joven que de rodillas frente a su compañero caído, rezaba en un murmuro, mientras la luz desaparecío súbitamente. Hernando, con firmeza, agarró a Santiago de la túnica y lo obligó a ponerse en pie, regresándolo al círculo, a la posición que no debió dejar.
  • Rápido - exclamó Cortés - Atadlos a la cuerda, a todos y cada uno, vamos, el tiempo apremia muchachos.
Sin perder tiempo, comenzaron a atar a cada hombre y mujer, palpando en la oscuridad el agua firme bajo sus pies. Las antorchas apenas alcanzaban para verse entre ellos, y aun así nadie quedaba atrás. Cortés estaba atando ya al último cadaver, una mujer que había caído al río tras ser arrastrada por aquel demonio alado. Su cuerpo estaba magullado, cubierto de moretones y cortes profundos por todas partes, algunas rocas le habían abierto la piel dejando la carne marcada y la caída había roto varios de sus huesos. La cintura partida apenas sostenía la cuerda mientras él pasaba el nudo con fuerza, asegurándola.

Entonces, vio algo que le heló la sangre. Aquella luz celestial emergía rapidamente de las profundidades, ahora bajo sus pies y la forma empezó a delinearse: una bestia nacida de los abismos del mundo, mucho más grande que cualquier galeón. Su cabeza iluminada, la linterna de su frente emitiendo destellos amarillentos que bailaban en la oscuridad del agua, y la boca abierta, con filas de dientes afilados como cuchillas. Los ojos enormes, plateados y brillantes, lo miraban fijamente. Cortés nunca había visto nada igual; su corazón se detuvo un instante.

No pudo articular palabra, las palabras se le atragantaban en la garganta. Quería avisar a sus compañeros. No era un ángel como ellos creían, era un demonio. Uno hambriento.

Con un último esfuerzo, ató el nudo y dio un salto hacia atrás, arrastrando la cuerda consigo, con la respiración cortada y la adrenalina brotando por sus poros. De repente, la luz angelical regresó, pero esta vez la ilusión se rompió. La luz emanaba de aquel demonio abisal, su boca abierta como un agujero sin fondo, intentando engullirlo. Cortés logró zafarse en el último instante, rodando hacia un lado y soltando un grito ahogado.

La cuerda vibró violentamente, moviéndose más rápido en cubierta.
  • ¡Todoooos rápido! - rugió Macfarlane, sujetando el cabo con ambas manos - ¡Tiraaaaad!
En el Red Viper, todos dejaron lo que estaban haciendo y corrieron a la llamada. Manos y más manos se unieron al cabo, aferrándose con fuerza. Aivori dejó a su hijo en el suelo, ayudando a los demás, y Briede, sin dudarlo, también se unió, agarrando con determinación. Madre e hijo se miraron un instante, asintiendo, y empezaron a tirar al mismo tiempo, bajo los gritos y la locura organizada del escocés. La fuerza de todos se combinaba, cada brazo, cada espalda, cada músculo tensándose contra la oscuridad y la amenaza que emergía del abismo.

Al instante, Cortés y sus hombres cayeron al suelo, arrastrados en la negrura. Tanto los vivos como los muertos se deslizaban por la superficie de aquel mar maldito. Aquel ángel engañoso no se detuvo; la luz los seguía, su farol rompiendo el rígido mar. Cortés, con los ojos abiertos de par en par, observaba cómo se acercaba a ellos con una velocidad sorprendente.

De repente, el farol se alzó de nuevo, y los ojos del demonio aparecieron en la superficie. La enorme boca se abrió de par en par. Los mosquetes retumbaron en la bóveda. No hizo falta la orden de Cortés; sus hermanos estaban ahí, a su lado, siempre dispuestos a combatir.

Los disparos no hicieron retroceder al animal, pero sí lo obligaron a ocultarse parcialmente. Tan solo el farol los seguía, esperando el momento justo para realizar la siguiente mordida. Los rezos de los españoles se mezclaban con el recargar de sus mosquetes. Sus manos temblaban al cargar la pólvora, pero no se detenían, ni en la batalla más sangrienta, ni en la noche más oscura.
  • ¡Qué ha sido eso! - exclamó Grace de repente, levantando la cabeza de la espalda del gigante.
El eco volvió a retumbar en la bóveda.
  • Disparos - dijo Akuma, girándose hacia la oscuridad.
  • ¡Quedaos aquí! Proteged al gigante.
Antes de que pudiera saltar, la mano de Akuma la detuvo en seco.
  • Voy contigo.
  • No, Akuma, quédate aquí, Yara te necesita.
  • Si me quedaré, pero iré contigo igualmente.
Grace la miró confundida un instante, antes de entender aquella frase sin sentido. Yara levantó la cabeza por un momento sin comprender nada, pero volvió rápidamente al trabajo, retomando sus cantos.

La capitana saltó ágil, y al pasar por delante del anciano dijo:
  • ¡Bishnu! Ocúpate de que no les pase nada.
El anciano no contestó, hundido en su meditación. Y Grace salió disparada hacia el Red Viper. Subió rápido y se unió al lado de Macfarlane, tirando junto a los demás. Las preguntas no eran necesarias. Tiraron y tiraron, sin descanso, sin cesar. La cuerda se amontonaba tras ellos formando la figura de una serpiente mosntruosa.

De repente, los primeros españoles surgieron entre la oscuridad, arrastrados por la fuerza de la tripulación. Los vieron surgir, surcando aquel mar petrificado, entre gritos y disparos, todos apuntando hacía la oscuridad. Entonces lo vieron: detrás de Cortés, el último atado, entre las sombras, surgió una boca infernal, seguida de una luz traicionera y mortal.
  • ¿Qué demonios es eso? - gritó Bhagirath.
  • ¡Tiraaaaaad! - gritaba Vihaan cerca de él - ¡Tiraaaaaad!
Grace, con el terror en sus ojos, pensó rápidamente: ¿cómo se combate a las oscuras huestes del infierno? ¿Qué puede vencer a los horrores que alberga la oscuridad? ¿Cómo plantar cara a las pesadillas más horribles de la noche?
  • ¡Bum-Bum! - rugió con la fuerza de sus pulmones - ¡Máxima potencia, ahoraaaa!
El niño dejó el cabo, entendiendo al instante, y como un torbellino en miniatura bajó hacia las entrañas del Red Viper, mientras Akuma extendía más sus brazos, tensando la cuerda de nuevo.

Los españoles estaban cerca, cada vez más. Pero la luz, como si supiera que jamás los alcanzaría, fijó su mirada diabólica en otra presa, una más grande, una más apetecible que seguro saciaria su hambre descomunal. Viró rápidamente hasta el cuerpo del gigante, donde el viejo y las dos curanderas trabajaban sin descanso.

Grace sintió de nuevo ese escalofrío. Incluso dejó de tirar, temiendo lo peor. Pero de repente un estallido de luz, como si el mismo sol hubiera impactado sobre la tierra, los cegó a todos. El estallido del fuego de Bum-Bum inundó la bóveda como un sol encendido en medio de la noche eterna. Todos se taparon los ojos, cegados por el poder de aquel fuego divino, los párpados temblando ante la intensidad, la respiración agitada, el sudor deslizándose por sus frentes. El pez abisal, sorprendido y atemorizado, desapareció con un movimiento veloz, sumergiendose en la oscuridad de donde nunca debería haber salido. La luz se mantuvo suspendida en el aire, tan brillante que resultaba imposible distinguir nada; aquel día eterno se volvía más cegador que la propia oscuridad que los había rodeado.

Yara y Akuma, tapándose los ojos, empezaron a notar un movimiento extraño bajo sus rodillas. Los frascos sobre la espalda del gigante temblaron, tambaleándose peligrosamente, cayendo en pequeños tintineos sobre la piel. La cubana reaccionó de inmediato, recogiendo uno por uno con manos firmes y precisas, evitando que se perdiera siquiera una gota de sus hunguentos místicos. Akuma, con agilidad felina, cerró su estuche y saltó de la espalda del gigante, cayendo como si no necesitara ver, guiada tan solo por su instinto.

Justo cuando Yara se levantaba, el gigante comenzó a incorporarse. Su enorme movimiento la hizo rodar por su espalda, aterrizando con un golpe amortiguado pero brusco, el sudor y la sangre mezclados con la tensión del momento.

Bishnu rompió su meditación, levantando lentamente la cabeza. Sus ojos permanecían cerrados, pero una sonrisa tranquila se dibujó en su rostro, como si comprendiera la magnitud de la fuerza que se desplegaba a su alrededor.

El gigante, torpemente, se puso de pie, cubriéndose los ojos con sus enormes manos, gruñendo y quejándose como alguien que despierta de un sueño profundo y perturbador. La luz intensa, cegadora, lo obligaba a entrecerrar los párpados, sus músculos tensos, la piel marcada por las heridas y el esfuerzo, mientras su respiración pesada llenaba el aire cargado de magia y calor divino.

Todo a su alrededor parecía vibrar con aquel poder: la madera del Red Viper, los frascos de Bum-Bum, las túnicas frescas de los marineros, la respiración contenida de los presentes. Cada destello de luz era un recordatorio de que habían sobrevivido a lo imposible, y que aún en aquel mundo efímero y eterno, la magia podía salvarlos y darles un respiro.

Entre todos esos ojos cegados, en medio de la luz más brillante que jamás hubieran visto, tan solo uno pudo percibir algo. Y no hablamos de un hombre o una mujer, hablamos de un ojo en sí. El ojo más preciso que ningún mar haya conocido jamás.
  • ¡Capitanaaaa! - gritó, sin dejar de tirar del cabo - ¡Una salidaaaa, ahí enfrente!
Grace intentó enfocarla, pero era imposible distinguir nada. Se acercó a la proa, tropezando con marineros que tiraban, barriles, tablones a medio clavar y herramientas esparcidas por el suelo.
  • ¡No veo nadaaa! - gritó, sin apartar la vista del horizonte.
  • ¡Una hendidura en la bóveda! - rugió Halcón - Lo suficientemente grande como para que el Red Viper la cruce y abandonemos este maldito infierno.
Aunque Grace no viera nada, supo que cualquier salida de aquella bóveda infernal era una bendición. Debían marchar de allí cuanto antes, antes de que cualquier otra criatura emergiera de las profundidades. Los españoles fueron arrastrados hasta cubierta. Macfarlane, tapándose los ojos, buscó a Cortés entre ellos. Finalmente se encontraron, cerca, la luz cegándolos por completo.

  • ¡Me alegro de verte, español! - sonrió el escocés.
  • ¡Lo mismo digo, amigo, lo mismo digo!
  • Sin duda eres un pendenciero, lascivo e inútil… pero, con las pelotas más grandes que haya visto en mi maldita vida.
Los dos se abrazaron, entre carcajadas, dándose golpes en la espalda. La luz los iluminaba como si fueran los únicos habitantes de aquel mundo cegador, dejando que por un instante todo el horror y la desesperación se desvaneciera. La magia del pequeño alquimista era inmensa, pero no eterna. Al menos hasta ahora, pues quién sabía qué sorpresa más podía salir de aquel pequeño demonio, domador del fuego y la magia. La luz, poco a poco, menguó. Lo suficiente para que todos pudieran volver a ver.

Hubo abrazos, llantos al ver de nuevo los cuerpos de los compañeros caídos. El gigante se acercaba al barco, llevando sobre sus hombros a Bishnu y Yara. Grace puso los brazos en jarra, feliz de ver a todos recuperar el ánimo.
  • Otra victoria para la Víbora Roja - dijo una voz a su espalda, muy cerca.
  • ¿De dónde has salido? - preguntó Grace, dando un salto del susto al girarse y ver a Akuma.
  • ¿Salido? - dijo ella, dejando escapar una sonrisa, ahora que estaba oculta bajo las telas - No me he separado de su lado en ningún momento, capitana.
Grace la miró un instante, sonriendo también.
  • ¿Shinrei? - preguntó, divertida.
  • ¿Quién sabe…? - respondió la japonesa, alejándose con calma, dejando que su sombra se confundiera con la cubierta.
No había tiempo que perder. Ni para celebrar, ni para lamentar, ni siquiera para reparar el navío. Debían salir de allí cuanto antes, dejar atrás aquel manto sereno de agua y la oscuridad inmensa que se extendía bajo ella, un abismo dormido donde reposaban horrores tan antiguos que nadie deseaba enfrentar. El Red Viper, maltrecho y agrietado, pero tan resistente como los hombres y mujeres que lo habitaban, volvió a surcar. Empujado por las manos del gigante, igualmente dolorido, que insistía en seguir, deseoso de volver a casa y reunirse con los suyos.

Dejaron atrás la bóveda, cruzaron la grieta, y poco a poco el agua firme comenzó a convertirse de nuevo en líquido. El gigante se hundió hasta la cintura, y todos respiraron aliviados al notar que la corriente era suave, tranquila. En el horizonte, la oscuridad seguía imponente, iluminada solo por los últimos frascos de Bum-Bum, que dibujaban un sendero de luz infinita.

Mientras tanto, un grupo de marineros envolvía a los caídos en telas, limpiando sus heridas con manos temblorosas y decididas. Una de las dos Akuma comenzó a tocar un koto, cuyos acordes se deslizaban como hilos de seda entre los escombros y el silencio. Cada nota era una lágrima suspendida en el aire: triste y melancólica en honor a los que habían partido, pero armoniosa y reconfortante para los que aún permanecían de pie, recordándoles que la vida seguía.

Grace, apoyada en la proa, miraba hacia el infinito, perdida en sus pensamientos. De repente, una mano suave pero firme acarició su espalda.
  • Ah… ¡hola, Aivori! - sonrió Grace -¿Cómo estás?
  • Bien, Grace… capitana… ¿cómo quieres que te llame? - preguntó la princesa, ofreciéndole una taza de té.
  • Gracias… da igual, como prefieras - sonrió Grace, apoyando una mano en la barandilla mientras con la otra tomaba un sorbo - Algunos me llaman capitana, otros Víbora Roja, otros Grace… y Yara a veces me llama Red.
  • ¿Red? - preguntó la amazona, curiosa- ¿Cómo el color? ¿Qué clase de nombre es ese?
Grace soltó una carcajada, se apoyó de nuevo en la barandilla, clavando la mirada en el horizonte.
  • Fue el apodo que me pusieron mis madres.
  • ¿Madres? ¿Tuviste más de una? ¡Qué horror! - replicó Aivori.
  • ¿Por qué dices eso? - preguntó Grace, divertida.
  • Mi madre… - algo pareció quebrarse en su interior al recordarla - La amo de corazón, no pienses lo contrario, pero… aunque muchos piensen que ser princesa es una bendición, en mi mundo, tener una madre reina a veces es difícil.
Grace dio un sorbo de té, escuchándola en silencio.
  • Desde pequeña sentí la presión de ser la hija de Tierde. Las miradas de todos puestas en mí, esperando que fuera como ella, que alcanzara la estela de su presencia. Hacer amigas verdaderas fué imposible; cualquiera que se entrenara conmigo, sabía que podia sufrir represalias si me hacía daño. Incluso mis maestras me trataban con condescendencia. Yo quería ser como las demás, luchar, sangrar, sufrir y aprender… No fue fácil.
  • Entiendo… - dijo Grace - Pero aun así, te convertiste en una formidable guerrera. Tu madre estaría orgullosa, puedes estar segura de ello.
  • ¿Sí, tu crees?… no lo sé, sinceramente. En mi mundo no queda demasiado lugar para demostrar nuestros sentimientos, lo que vosotros llamáis amor…
  • Aivori… tu madre te amaba - la cortó Grace con ternura - fué capaz de traicionar hasta su propia fe para salvar lo que más quería. Tú mejor que nadie sabes lo que significa eso. Debió ser… muy duro.
  • Sí… lo fue - asintió Aivori, mirando el horizonte - Gracias a ella, Briede y yo ahora tenemos un futuro juntos. Comprendo lo que dices, capitana. Gracias.
Ambas mujeres sonrieron, brindando con sus tazas de té.

  • Brindo por el futuro, amiga… y dime, ¿dónde anda tu hijo ahora?
  • Juega con Bum-Bum - sonrió la princesa - Parece que se han hecho muy buenos amigos.
  • Me alegro… de corazón. Y me alegra que tú también estés aquí. En poco tiempo has demostrado ser una gran compañera, una verdadera tripulante del Red Viper.
  • Gracias, capitana… - Aivori la miró, curiosa - Y bien… ¿cuál es tu historia, Grace O’Malley? ¿Qué te impulsa a buscar ese tesoro con tanto ímpetu?
  • ¡Ah! La verdad… no hay mucho que contar - dijo Grace encogiéndose de hombros - Nací en Bristol, una ciudad gris y sin futuro. Hija de prostitutas…
  • ¡Prosti… tú… ¿cómo has dicho? - Aivori negó con la cabeza, incapaz de pronunciar aquella palabra que jamás había escuchado.
  • Mujeres que venden su cuerpo a cambio de dinero.
La amazona se tensó, horrorizada.
  • Eso… eso es horrible. ¿Por qué lo hacen?
  • No escogen esa vida, princesa. La asumen como pueden. El mundo de la superficie no es como el vuestro. Espero que algún día lo llegues a ver - sonrió Grace, amarga - Aunque quizás no te guste lo que veas. Allí, las mujeres no son guerreras; solo sirven para dos cosas: obedecer y engendrar hijos.
Aivori golpeó el puño sobre la madera, enfadada.

  • ¡Los hombres os obligan a ser… pros…prosti…!
  • No, no… - rió Grace, tratando de calmarla - No todas lo somos. Es más, en mi tierra gobierna una mujer, como tu madre, aunque… bueno, algo diferente. Bastante en realidad.
Grace contemplaba la cara se la amazona, que seguía sin comprender nada.
  • Da igual, ya lo entenderás poco a poco - añadió Grace, mirando de nuevo la oscuridad - Como decía… Nací sin saber quién era mi padre, y mis madres fueron todas aquellas mujeres que sobrevivían como podían. Crecí sin nombre, porque nadie creyó que viviría mucho tiempo. Probablemente moriría rápido y de forma cruel en un callejón sucio, lleno de ratas… pero un día…
Grace volvió a mirarla, con una luz efímera en sus ojos.
  • Un día apareció un hombre… no cualquier hombre...
  • ¿El hombre del árbol…?
  • Exacto. ¿Tu madre te contó algo sobre él?
  • No mucho, pero he oído historias.
  • Típico de Diego - rió Grace - oculto siempre entre historias y leyendas.
  • Él fue quien te impulsó a buscar el tesoro, entonces…
  • No… el hombre que me llevó a eso… - Grace giró buscando a Vihaan en cubierta, tras otro fogonazo de luz.
Lo vio, jugando con Bum-Bum y Briede, peleando con palos y gritando como piratas, haciendo que los niños olvidasen por un momento la oscuridad que los rodeaba.
  • Esa es otra historia… que ya te contaré - sonrió Grace - El hombre del árbol… me ofreció algo más importante que el amor: un regalo más importante que cualquier tesoro, uno que jamás podré olvidar, y por el cual estaré eternamente agradecida.
  • ¿Cuál? - preguntó Aivori, acercándose más.
  • Me enseñó lo que significa la libertad, princesa - dijo Grace, con un aire desafiante, mezclando amor y vida en el mar - La libertad de decidir, de resistir, de navegar incluso cuando la oscuridad parece infinita. La libertad de ser dueña de tu propio destino.
Aivori permaneció en silencio, con la mirada clavada en Grace mientras escuchaba cada palabra. Una sensación recorrió su piel, como un escalofrío que se hacía presente desde la nuca hasta la punta de los dedos. Cada gesto de la capitana, cada inflexión en su voz, hablaba más alto que cualquier palabra: aquella mujer no era solo una pirata, era una guerrera, nacida de la tormenta y el mar, con el corazón de quien conoce el precio de la libertad.

No era la riqueza lo que los impulsaba, ni la gloria, ni gobernar sobre otros. Sus palabras hablaban de libertad, de romper las cadenas que hombres injustos habían impuesto sobre la voluntad del mundo. Hablaban de vivir como el viento, de surcar mares sin fronteras, de amar lo poco que tuvieran y compartirlo con quienes cruzaran su camino. De luchar hombro con hombro, espada contra espada, sin rendirse, hasta el final.

El tesoro, el Sundra-Kalash, la leyenda del Rey Mono… todo eso era solo una excusa, un norte hacia el que guiarse. La verdadera razón por la que Grace, Vihaan, Bum-Bum, Yara y todos los que surcaban con ellos, era otra muy distinta. El motivo por el cual el Red Viper respiraba cada día, por el que se levantaba tras cada caída, y desafiaba a la oscuridad más profunda, era mucho más sencillo y esencial: su deseo era la libertad, su destino donde quisieran, vivir lo que amaban sin importar leyes, reyes ni órdenes impuestas. Esa era la fuerza que los movía, tan pura y elemental que podía sentirse en cada latido de sus corazones. Y lucharían hasta la muerte por defenderlo.

Aivori cerró los ojos un instante y dejó que la verdad de esas palabras calara hasta lo más profundo de su ser. Sintió que comprendía algo que nunca había experimentado: el coraje de vivir sin cadenas, de remar contra las corrientes del mundo, de ser dueña de su propio destino. Aquella mujer de la superficie hablaba como una auténtica guerrera amazona, y en su voz estaba la fuerza de los mares, la determinación de los cielos y el rugido de la libertad.

Cuando abrió los ojos, la princesa supo que había algo más allá de la misión, más allá de las leyendas y los tesoros: un propósito que era tan simple como vital, y tan poderoso que podía transformar cualquier corazón. Vivir libres, y compartir esa libertad con quienes fueran capaces de seguirlos, hasta donde la vida y el mar lo permitieran.

Y en ese instante, la amazona supo que acompañaría a la Víbora Roja hasta el final, sin titubeos, sin miedo, hombro con hombro, porque comprendía que eso era lo único que realmente importaba.

Continuará…
 
Capítulo 31 - El Portador de Calamidades: La voluntad quebrada de un Dios

Navegaron largo rato en la oscuridad, el Red Viper avanzando despacio, cada crujido de la madera resonando como un latido dentro de aquella caverna infinita. La corriente suave los arrastraba sin pausa, Bum-Bum mantenía todavía su fuego, aunque menguante, como una chispa que se negaba a apagarse del todo en medio de la nada. Y el gigante los acompañaba desde la popa, esta vez sin tener que hacer fuerza, pero atento en todo momento.

De repente, la gruta se abrió. Un resplandor tenue comenzó a elevarse, luchando contra la luz mágica que emanaba del navío. Al principio fue solo un destello, una claridad tímida que parecía imposible en aquel mundo de tinieblas. Pero pronto todos lo vieron, y la tripulación se volcó hacia la proa. Hombres y mujeres, agotados y heridos, corrieron a asomarse, la esperanza brillando en sus pupilas.
  • ¡Luz! - murmuraron algunos con voz quebrada - ¡Al fin, luz!
Las sonrisas florecieron entre los labios resecos, la ilusión los abrazó como un soplo de aire fresco. Al fin una salida de aquel mundo lleno de peligros. La luz para cualquier marinero perdido en alta mar, solo podía significar una cosa, esperanza. Pero la alegría se desvaneció tan rápido como había nacido. Sus rostros se tensaron, y la ilusión se tornó en terror. El asombro los envolvió a todos, como si una verdad demasiado grande para sus ojos se hubiera revelado de golpe.

Aivori fue la primera en hablar, la primera en comprender que no estaban ante una salida. Su voz se filtró como un murmullo, un rezo antiguo, mientras desenfundaba sus dos espadas cortas.
  • Irdi Ruthon’en…
Todos temblaron al escuchar aquellas palabras. Ante ellos se extendía una bóveda aún mayor que la anterior, un mundo entero oculto bajo la tierra. A lo largo de sus paredes, antorchas colosales se alzaban como centinelas eternos, encendidas desde hacía milenios, sus llamas danzando al compás de un tiempo olvidado por los hombres. Cada llamarada era un recuerdo de los albores de la humanidad, como si aquel lugar hubiera existido antes incluso de la memoria de los dioses.

En el centro, erguido como un monumento imposible, se alzaba un trono gigantesco. No era un trono tallado con oro ni piedras preciosas, sino una amalgama brutal de troncos retorcidos, rocas pesadas y barro petrificado. Un asiento primitivo, pero imponente, levantado por manos colosales para un único ser.

Y allí, sentado sobre aquel trono desmesurado, un titán dormía. Su cabeza inmensa reposaba sobre un puño tan grande como un peñasco, su torso ladeado como si la eternidad misma lo hubiera arrullado en un letargo sin fin. Su piel, surcada de grietas y manchas, parecía esculpida en piedra, aunque bajo ella latía todavía la carne de un dios olvidado. Su barba desaliñada, enmarañada como raíces, colgaba hasta su pecho desnudo. Su cabello, blanco y mugriento, caía en mechones pesados que ocultaban parte de su rostro. No era Odín, ni Shiba, ni el Dios cristiano. No era el Zeus glorioso de los altares, ni el padre de los rayos y las tempestades: era un Dios degradado, un ser celestial que llevaba demasiado tiempo sin combatir, un guerrero cansado que había sido olvidado incluso por sus propios hermanos. Y aun así, incluso dormido, su sola presencia aplastaba a todos los que lo contemplaban.

Cada respiro que exhalaba aquel coloso hacía temblar el mar bajo sus pies. La caverna entera parecía latir con él, como si el mundo mismo se hubiera detenido para velar su sueño.

El silencio fue absoluto. Tan pesado, tan denso, que ni el crujir del Red Viper se atrevía a interrumpirlo. Solo el respirar lento y profundo del coloso llenaba la bóveda, cada exhalación como un trueno lejano que estremecía la piel y encogía el alma. Los marineros, que instantes antes reían y señalaban la luz con ilusión, ahora se abrazaban a la barandilla con las manos temblorosas. Nadie osaba alzar demasiado la voz. Nadie quería ser el primero en quebrar la calma de aquel dios dormido.
  • Madre de Dios… - murmuró Santiago, el más joven de los españoles, santiguándose con torpeza.
Hernando, a su lado, lo imitó, aunque sus labios temblaban tanto que apenas pudo recitar el credo. Otros hombres cayeron de rodillas, hundiendo el rostro en sus manos, suplicando en rezos entrecortados. La visión de aquel ser inmenso era más que terror: era lo sagrado, lo incomprensible.

Macfarlane, que pocas veces callaba, apretó los dientes. Sus ojos, desorbitados, reflejaban tanto miedo como respeto. Halcón a su lado, habló por él.
  • Por la barba del mismísimo diablo… - escupió en un susurro ronco - No estamos frente a un gigante… Estamos frente a un maldito dios.

Vihaan, desde la cubierta, no apartaba la vista. Sus ojos brillaban con intensidad, sin parpadear, como si intentara grabar cada detalle en su memoria.
  • El Portador de Calamidades… - susurró, como si recordara una historia antigua, como algo que hubiera escuchado en las canciones de juglares y nunca creyera real.
Yara, colgada de una cuerda atada a la oreja del gigante y que hasta entonces curaba su espalda con dedicación, elevó la mirada con un respeto solemne. Su voz, suave pero firme, resonó como un eco en el pecho de todos.
  • Los orishas nos protejan… No debimos llegar hasta aquí. Esto no es una visión celestial… es un presagio de muerte.
Akuma no rezaba, ni temblaba, ni apartaba la vista. De pie en la borda, con sus telas ondeando en la brisa húmeda de la gruta, observaba al coloso como si midiera cada latido suyo, como si buscara un patrón oculto en su respiración
  • Un dios dormido es peor que un dios despierto - dijo finalmente, con una frialdad cortante - Porque en cualquier instante puede abrir los ojos.
Aivori, en cambio, no había retrocedido un solo paso. Con las dos espadas desenvainadas, la princesa amazona se mantenía erguida en la proa. Sus ojos no eran de miedo, sino de desafío. El eco de sus palabras, en lengua amazona, seguía vibrando en la bóveda.
  • Irdi Ruthon’en… El Portador de Calamidades. Aquel capaz de destruir mundos.
Grace, apoyada al timón sentía un escalofrío recorrerle la columna. La capitana, que tantas veces había encarado tormentas, monstruos y enemigos sin pestañear, ahora se mordía los labios. No había grito, ni carcajada, ni orden que pudiera salir de su boca. Solo una certeza ardía en su pecho: estaban frente a algo que jamás debió ser encontrado.
El ser celestial dormía. Y cada corazón en el Red Viper latía con un miedo común: ¿y si despertaba? Un estremecimiento recorrió la bóveda. El dios movió los dedos de una mano, como si soñara. El crujido de sus nudillos sonó como montañas desgajándose. De pronto, su colosal cabeza se alzó unos metros, y todos en el Red Viper sintieron el corazón saltarles al pecho.

Las espadas se desenfundaron al unísono, los hombres se armaron con lo primero que encontraron —hachas, cuchillos, ganchos—. El niño gigante protegió instintivamente a Yara, encogiéndose para cubrirla con su sombra.

Los ojos de todos estaban clavados en aquel rostro inmenso, barbudo, mugriento, que parecía poder abrir los párpados en cualquier momento y arrasarlos con un simple vistazo.

Pero no.

El coloso no despertó. Tan solo soltó un suspiro, largo, profundo, tan fuerte que agitó las velas del Red Viper como un vendaval. Empujandolo hacía atrás. Después, con la pesadez de una montaña, cambió el brazo en el que apoyaba la cabeza. El movimiento, torpe pero natural, provocó que uno de sus pies chocara con una enorme ánfora de barro.

El recipiente, del tamaño de una torre, rodó varios metros y cayó hacia el agua con un estrépito sordo. El mar se agitó, y de inmediato un olor acre, dulzón y fuerte se extendió por toda la bóveda.

Alcohol.

Un hedor tan intenso que mareaba, como si hubiesen destapado un océano de ron añejo.
Macfarlane, tapándose la nariz con su mano sucia, no pudo contenerse más.
  • ¿El Portador de Calamidades? - bufó entre dientes - ¡Ja! Yo diría más bien el Portador de Resacas…

Nadie rió.
Ni uno solo.

Las palabras del escocés cayeron en un vacío sepulcral. Todos permanecieron inmóviles, con la respiración contenida, como hormigas diminutas ante el capricho de un dios que dormía y soñaba, capaz de destruirlos sin siquiera proponérselo.

Grace tragó saliva, el sudor frío en su frente. Sus ojos recorrieron la tripulación: rostros pálidos, mandíbulas apretadas, corazones encogidos. Y, aun así, ninguno retrocedió. Todos seguían ahí, firmes, en la cubierta de un barco insignificante que flotaba ante la presencia de lo eterno. Dejó el timón y se acercó a ellos, sin hacer ruido.

Un tablón mal clavado rugió y el dios murmuró algo en sueños, un gruñido tan bajo que parecía el rugido del mundo mismo. La bóveda tembló levemente, polvo y pequeñas piedras cayendo de la cúpula.
Aivori apretó con más fuerza las empuñaduras de sus espadas.
  • Si abre los ojos… - murmuró sin apartar la vista - no habrá cielo ni mar que nos salve.
Grace clavó la mirada en Aivori unos segundos más, midiendo la combustión que ardía tras esos ojos de princesa guerrera. Entonces, con voz baja y afilada, volvió a preguntarselo, una última vez.
  • Dime, guerrera, ¿temes a la muerte?
Aivori se giró y la miró sin vacilar, el mismo fuego de la capitana ardía ahora en sus ojos, y respondió como quien enuncia un juramento en presencia de un dios.
  • Ya no, capitana. No a tu lado.
Grace asintió orgullosa y volvió a girar la cabeza hacia la bóveda. El ser eterno permanecía allí, inconcebible y vasto; su cuerpo era una montaña tumbada cuya sombra devoraba todo. Al bajar la vista siguió el contorno de su silueta, luego el enorme trono donde reposaba, hasta detenerse en los tobillos del coloso, hundidos en la costra del mar. Y entonces lo vio: entre sus piernas, apenas una roca que sobresalía del agua como un diente roto. Sobre ella, curvado por el tiempo, un cofre pequeño aguardaba, un punto luminoso en la inmensidad. La leyenda lo nombraba en susurros imposibles: el Vodrial Shadeth, la brújula que muestra el destino.
  • Ya lo he visto, capitana - murmuró Halcón a su lado, con ese hilo de voz rota por la costumbre de ver cosas donde nadie más mira - Y ahora dígame… ¿cómo se roba algo a un dios?
Antes de que Grace respondiera, una voz fría y sin prisa se interpuso entre ellos. Akuma, hecha sombra como siempre, habló apenas.

  • De la única manera posible, vigía: en silencio.
La palabra quedó clavada en la cubierta como una daga. Grace la miró un instante. Robar a un dios. La idea le golpeó como una ola helada y, por un momento, todo lo que había hecho en su vida pareció pequeño frente a aquello. Había robado muchas cosas —lo recordó con una media sonrisa amarga—: la sortija sellada de un gobernador furtivo en un baile de salón, un astrolabio cubierto de arañas guardado en la cámara fuerte de un bergantín real, el cofre de un mercader que viajaba con doce guardias y dos alabarderos, la campana de un convento que tañía a las presas del puerto… cosas imposibles hasta que las hacía posibles. Pero nunca había intentado arrebatar un objeto al sueño de un dios.

La locura de la idea le recorrió la sangre: locura y, al mismo tiempo, la promesa de la mejor historia que podrían contar —si salían con vida, claro— en todas las tabernas del mundo. Si conseguían el Vodrial Shardeth, no solo hallarían una brújula; tendrían la llave para navegar donde nadie más podría..

Por un instante dudó. Luego su boca se curvó en aquella sonrisa peligrosa que tantas veces encendía a su tripulación.
  • Bien - dijo, y su voz cortó la cubierta como un sable - Si ha de hacerse se hará como dice Akuma, en absoluto silencio. Preparad los botes, afilad las puntas de vuestros sables y callad como el mar en noche cerrada. Nadie hablará, nadie hará ni el más mínimo ruido, ¿entendido?
La tripulación la miró, y en esos rostros exhaustos volvió a encenderse la chispa que siempre la seguía: temeridad y fe ciega. Grace apretó los dientes y añadió, apenas un murmullo que todos oyeron como una orden sagrada.
  • Si esto es la locura más grande que jamás hemos intentado… que así sea. Vamos a robarle una brújula al mismo corazón del mundo.
Entonces, como si el propio dios hubiese escuchado su desafío, uno de sus párpados gigantescos gruñó y un ojo se abrió. El mundo se contrajo en ese instante: los hombres se encogieron, las mujeres contuvieron hasta la respiración. El silencio que Grace había exigido se hizo absoluto, pero ya no por órdenes humanas, ahora era el silencio impuesto por la mirada de un depredador eterno.

Se sintieron como presas ante un cazador. Cada cuerpo se volvió un animal pequeño: conejos inmóviles, orejas tensas, ojos desorbitados; hasta el metal parecía inclinarse. El tiempo mismo pareció suspenderse: el roce del viento cesó, las herramientas se dejaron de oír, y ni siquiera los latidos se atrevían a romper la tela del silencio. Todo quedó reducido a la pupila del coloso, negra y húmeda, que los miraba como quien contempla un juguete.

Pero no vino el estruendo ni la cólera, como todos pensaron. El Portador de Calamidades parecía portar más sueño que calamidades. El ojo giró apenas, lento y pesado como una puerta vieja, estudió la masa diminuta que todos formaban y, después de unos segundos que a todos les parecieron siglos, se cerró. Un parpadeo y la inmensidad volvió a hundirse en su sopor. La tensión no se disipó de inmediato: habían sentido el aliento del mundo entero y sabían, por primera vez, lo ínfimos que eran ante él.

La tripulación del Red Viper quedó petrificada de nuevo, como si la misma criatura que mordió a Yrsa hubiera hundido sus colmillos en cada uno de ellos. Nadie se movía; el pánico permanecía como un frío subcutáneo. Solo Yrsa, precisamente, con la voz rota por el miedo y la incredulidad, susurró.
  • ¿Qué hacer ahora, capitana? Él ver nosotros estar aquí!
Grace abrió la boca para decir algo valiente y convincente, pero la respuesta le fue arrancada del pecho por el propio dios: un suspiro tan vasto que agitó las telas y sacudió las túnicas de la tripulación. Fue un lamento de siglos, aburrido, desapasionado. El ser celestial no rugió ni lanzó las calamidades que su nombre juraba; habló con el eco de una voz que parecía salir de la roca y del agua a la vez.
  • Cogedlo… y largáos de aquí. Y no hagáis ruido, diminutos mortales.
El dios habló con voz clara, cansada, como quien aparta a un insecto molesto.
No deseaba luchar, no pretendía proteger aquello que había llevado protegiendo durante toda la eternidad. Pero nadie se movió.

El silencio volvió a extenderse, denso como una manta de plomo. Todos aguardaban el rugido de las tempestades, la caída de rayos, plagas de insectos, la furia del mar… su propio nombre era presagio de muerte. Y sin embargo, Irdi Ruthon’en no desató nada de eso. Solo parecía luchar contra el sueño, arrullado por su propio letargo eterno.

La tripulación, un mosaico imposible de lenguas y procedencias, se descubrió ante él como un solo cuerpo. Cada cual lo oyó hablar en su propio idioma: Yrsa oyó sus palabras en el nórdico antiguo de los suyos, Akuma en el japonés de las eras remotas, Vihaan y Bhagirath en el hindi de sus abuelos, los españoles en castellano, Macfarlane en su áspero escocés. Incluso Mordisquitos lo escuchó en la lengua de su tribu, casi olvidada en el polvo del tiempo.

El dios era dueño de todo: de sus pensamientos, de sus recuerdos, de sus historias.
Nadie osó avanzar ni un centímetro. Permanecieron quietos, con la barbilla alzada, como hormigas que alzan el rostro a una montaña viva. Esperaban, sin saber qué hacer.

Entonces, de pronto, ambos ojos se abrieron a la vez. Dos soles oscuros, infinitos, atravesaron la bóveda. La voz estalló, profunda y dura, haciendo vibrar el aire y rebotar en sus tímpanos.
  • ¿Qué hacéis ahí parados? ¿Acaso no me habéis oído?
El dios enderezó la cabeza, levantó su torso colosal y se inclinó hacia ellos. Los mortales retrocedieron instintivamente, con las armas en alto. Las manos temblaban, pero no las bajaron. Enfrentaban lo imposible.

El coloso se detuvo un instante, observándolos con esa calma terrible de un depredador que examina la osadía de su presa. Y entonces estalló en carcajadas. Para él, un gesto divertido; para ellos, una visión de terror.

Golpeó los reposabrazos de su trono con manotazos que estallaron como cañonazos. Los troncos y las piedras se soltaron, precipitándose al mar como barcos a la deriva. Su pié se hundió con violencia en las aguas, levantando olas que sacudieron al Red Viper. La nave brincaba como un corcho, los hombres rodaban por cubierta, mujeres, niños, bestias se aferraban a los cabos, los barriles rodaban, las velas se mecían con violencia.

Las carcajadas del dios tronaban como tormenta; su diversión era destrucción.
Bajó de nuevo la mirada hacia ellos, colosal, burlona, con la voz como un trueno que desgarraba los cielos.
  • ¿Acaso deseáis luchar contra un Dios? ¿Es eso? ¿Pretendéis enfrentaros a mí, insignificantes mortales?
El miedo era absoluto. Nadie osó contestar. Nadie salvo una.
  • ¡No te tememos, Irdi Ruthon’en! - rugió Grace, firme, apuntándolo con el filo de su arma.
  • Reeed! - murmuró Yara temblando - callateeeee…
  • ¡Hemos sobrevivido a horrores indescriptibles! - Su voz quebró el silencio como un disparo - Hemos combatido contra el frío abrasador, contra la despiadada tempestad, y contra criaturas surgidas del vientre del infierno. ¡Y si es preciso, también lucharemos contra un Dios!
El clamor de su tripulación esta vez no estalló tras ella. Aquello era demasiado. Quisieron hacerlo, de corazón. Demostrarle que estaban ahí, pero sus voces se atragantaron.

El dios dejó de reír en seco. El mundo se calló con él.
Un movimiento bastó para hundir los animos de la capitana. Rompió el aire y alzó montañas de espuma. Su colosal cabeza bajó hasta casi rozar a la diminuta mujer. Grace no se movió. Ni un palmo.

El ojo del coloso, tan grande como un sol, quedó a pocos centrimetos de su rostro. Su iris abismal se contrajo, estudiándola. Su mirada ardía, perforándola hasta el alma. Pero Grace no pestañeó. Aunque vió como el filo de su espada empezaba a derretirse, mientras seguía firme apuntando al mismísimo dios.

Aunque el miedo estaba presente en todos y cada uno de los rincones de su cuerpo, todos se sostuvieron firmes bajo aquella mirada infinita, pero en un parpadeo el mundo dejó de ser mundo. El dios no movió los labios, y sin embargo habló. La voz no viajó por el aire, sino que emergió dentro de ellos, arrancando cada latido, cada recuerdo, cada fibra de su ser.
  • Grace O’Malley… mmmm… un nombre peligroso, muchacha. Pero no te pertenece.
Alrededor, todo desapareció. La cubierta del Red Viper, su tripulación, la espuma del mar, incluso el Dios mismo… nada existía. Sólo aquella voz. El universo se plegó y desplegó en torno a la capitana: oscuridad sin suelo, sin techo, sin fronteras. Vió estrellas que nacían y morían a cada respiro, galaxias enteras girando como brasas encendidas. Grace no era ya carne y hueso: era una chispa en el todo, viva y muerta, presente y ausente.
  • ¿Qué me has hecho? ¿Dónde estoy? - gritó, sin mover los labios, pues no tenía. La voz brotó desde el centro de su pecho y, al mismo tiempo, la envolvió desde fuera.
El dios rió. Un rugido que no vino de ningún lado, pero la atravesó entera, como un trueno encerrado dentro de sus huesos. Intentó cubrirse los oídos… pero no tenía manos. Intentó gritar con la boca… pero no tenía boca. Era pura conciencia, suspendida en lo eterno.
Entonces vinieron las visiones.

Primero, Bristol: se vio niña, descalza, con un vestido roto, corriendo junto a Yara, igual de pequeña, igual de pobre. Entre risas nerviosas corrían, un par de hogazas de pan bajo el brazo mientras el tendero gritaba furioso tras ellas. Luego, saltó: se vio con los cabellos encanecidos, sus manos arrugadas cargando un bebé en brazos, lágrimas y orgullo a la vez. Otro salto: estaba frente a una reina, que exigía verla de rodillas, pero ella se mantenía en píe, firme y desafiante, pidiendo el perdón de un hijo apresado.

La visión se desgarró.

Se vio de repente a si misma en un mundo desconocido: extrañas cajas de madera que se movían por sí mismas, hombres engullidos por monstruos de hierro, otros subidos a caballos metálicos vestidos con armaduras de colores y rostros cubiertos por espejos. Otro salto, más violento: el vientre cálido de su madre, el silencio, el suave líquido que la envolvía, la sensación de paz… y, en un parpadeo, el frío de la tierra, la oscuridad, los gusanos devorando su carne muerta, aquel frio en sus huesos, la misma sensación de paz. Nacía, vivía y moría en bucles infinitos. Pasado, presente, futuro. Un círculo eterno que no podía romper.
  • ¡Detenteeee! - rugió, sintiendo que su corazón iba a estallar.
Pero no sucedió nada. Tan solo una oscuridad y al instante un resplandor que lo abrasó todo. Grace cayó, hacía el infinito. Su cuerpo ya no era suyo, pero lo sentía, lo palpaba, lo atravesaba todo. Empezaba a comprender, todo volvía a tener sentido. El tiempo se rompió, la línea del espacio se deshizo, porque jamás había estado allí y ella saltó de vida en vida, de instante en instante.

Ahora era un hombre neandertal, más bestia que humano, golpeaba una piedra en una cueva oscura, el eco retumbando en las paredes mientras su aliento se congelaba en el aire. El olor a muerte y sangre atravesaba su piel. Al siguiente instante, estaba dentro del mar junto a su madre, atravesaba las profundidades de un arrecife, rodeada de corales y pezes llenos de colores. El agua que recorría sus aletas como un fuego líquido.

De repente una roca cayó por un acantilado helado, astillándose contra ella y haciendo vibrar el aire cortante, pero no cayó. Sintió que sus pies se anclaban al suelo, enrredados en la tierra, bebiendo de ella. El sol le daba vida y los pájaros cantaban entre sus infinitos brazos. Otro salto. Ahora podía ver el mundo tras muchos ojos, sentía hambre y avanzo con sus patas hacía su presa capturada en una telaraña, los hilos tensándose cortando la luz que ni siquiera existía ya. Sintió de repente la ausencia de gravedad, como si nadara en un mar oscuro, ahora flotaba en el vacío del espacio, su respiración entelando el crital de su casco. Las pudo ver, las estrellas nacían y morían en su mirada antes de que pudiera pestañear.

Un samurái atravesando un puente bajo la lluvia torrencial, el sonido de la madera rompiéndose retumbando en sus huesos. Una niña corríendo por un campo de trigo dorado, el viento levantando polvo que ardía en llamas doradas, mientras su risa atravesaba los siglos. Una ciudad irreal colapsaba sobre sí misma, máquinas sin sentido estallando en fuego, mientras Grace sentía cada escombro como un latido propio.

Sus cuatro piernas fuertes y salvajes atravesando un desierto ardiente, levantando la arena que quemaba la piel. Un anciano respirando bajo un árbol milenario, el agua subiendo hasta sus hombros, reflejando cielos imposibles. Una mano invisible rasgando un lago helado, grietas expandiéndose como relámpagos que cortaban la retina.

Entonces su cuerpo acuoso se soltó de una hoja y golpeó en la tierra húmeda.

Lo pudo sentir, en su piel, en su corazón. Lloraba de dolor al soportar el peso de la humanidad sobre su vientre. Sus hijos la ahogaban, exigiendo más de lo que ella podía ofrecerles, agotando su vida, desmembrando su cuerpo con avaricia. Grace suplicaba, les gritaba que parasen antes de que fuera demasiado tarde. Pero no escuchaban, no querían hacerlo.

De repente a su lado un soldado cayó muerto, barro y sangre mezclándose, mientras un grito atravesaba los siglos y memorias que aún no existían. Un pez de cristal flotando sobre un río de lava, refractando la luz en miles de fragmentos de tiempo, los mismos gritos, la misma desesperación. Sintió morir y un navío blanco como la nieve atravesando la nada a través de un agujero oscuro, estrellas alargándose como hilos de plata por su mirada.

Un volcán entrando en erupción, ceniza y lava bailando en columnas imposibles. Sintió la tierra temblar bajo sus pies. Un niño observaba por la ventana de un tren antiguo, la lluvia dibujando mapas imposibles sobre el cristal mientras la locomotora rugía y atravesaba los siglos en segundos.

Todo golpeaba sus sentidos, se mezclaba, se superponía. Vida y muerte, pasado y futuro, dolor y amor, miedo y euforia, como si el universo entero se hubiera comprimido en un instante único y eterno. Cada fibra de su ser gritaba, se expandía, se abría y se contraía. Su corazón latía a destiempo, su mente lo percibía todo y nada a la vez.

Y en medio del caos, ella lo entiendió, lo entendía, lo entendería. La eternidad, el ciclo que nunca termina, el sentido de la vida. No es un lugar, ni un tesoro, ni siquiera un tiempo. Es sentir, ser, atravesar, sobrevivir, amar, caer y levantarse. Cada instante, cada vida, cada momento perdido o por vivir, es todo y nada a la vez. Nada acaba, pues nada empieza.

Todo se detuvo.

Grace jadeó, sentada ahora en una silla de madera en mitad de la nada. Oscuridad infinita, sin cielo ni suelo. De frente, un rostro colosal emergió del vacío: el dios, observándola de nuevo.
  • ¿Dónde estoy? ¿Qué lugar es este?
  • El principio, Grace. Antes de que la vida respirara. Y el fin, cuando la vida misma se apague por siempre.
  • ¿Por qué me haces esto? ¡Quiero volver!
  • ¿A dónde?
  • A mi mundo… al Red Viper… con los míos.
  • ¿Qué mundo, Grace?
Una corriente invisible la arrastró hacia atrás. La silla voló en la oscuridad, su melena arrastrada como una bandera por la velocidad. Se agarró con fuerza a la madera. Entonces estalló la luz. Un estallido que lo cubrió todo.
Ante sus ojos se desplegó la creación.

Vio el mar primigenio hervir, cargado de vida microscópica que se agitaba como chispas en un fuego. De esas aguas emergieron criaturas que reptaban hacia la tierra, arrastrando la eternidad en sus lomos. Vio selvas infinitas, reptiles colosales rugiendo bajo cielos tormentosos, meteoros cayendo como lanzas de fuego. Vio a los primeros homínidos alzar piedras, descubrir el fuego, pintar en cavernas. Las primeras ciudades, los templos, los reyes con coronas de oro manchadas de sangre. Y todo hasta su presente: los galeones, la pólvora, la vida pirata, la libertad.

Pero no terminó ahí.
El tiempo siguió, nadie podía detenerlo.

Grace vio mundos que jamás podría comprender. Hombres que volaban sobre criaturas de hierro, cruzando los cielos como aves imposibles. Ciudades de cristal y metal que se alzaban hasta tocar las nubes. Ríos de fuego convertidos en caminos por donde corrían carruajes sin caballos. Mares atravesados no por velas, sino por monstruos de acero que devoraban las olas.

Vio guerras infinitas: hombres con armas que escupían fuego incesante, explosiones que arrasaban ciudades enteras en segundos, cielos partidos por rayos de luz que desintegraban todo a su paso. Vio máquinas pensar por sí mismas, hombres perderse dentro de mundos que no eran reales, estrellas siendo tocadas por manos humanas. Vio la tierra morir y renacer, y a los hombres abandonar su cuna, buscando en el vacío otros mundos que habitar.

Y luego… más allá.

Ya no eran humanos. Ya no eran carne. Vio conciencias fluir como ríos de energía entre planetas, unirse y separarse como olas eternas. Vio formas imposibles, geometrías que su mente no podía abarcar, seres que no eran hombres ni dioses, sino algo distinto. Y finalmente, vio el silencio: el frío eterno, el universo mismo apagándose, quedando reducido a la nada.

Grace gritó. Pero su voz se perdió entre estrellas que nacían y morían en un mismo parpadeo.

Jadeaba como si hubiera corrido durante siglos. De golpe, el mundo era otra vez aquel salón infinito y oscuro, sin suelo ni techo, sin aire ni horizonte. El vacío la devoraba. Sintió la humedad caliente en su entrepierna; bajó la mirada, aterrada, pensando en la sangre de una herida fatal… pero no lo era. Entre sus muslos, resbalando como un río cálido, descubrió que acababa de dar a luz. El llanto ausente de un recién nacido aún vibraba en su pecho, como un eco imposible.

Su boca estaba seca, pastosa. Y al saborearse, el recuerdo la golpeó: el pezón de su madre, un sabor tan remoto que ningún sueño había logrado arrancarle, volvió con una claridad brutal. Reconocible. Íntimo. Doloroso.

Sus manos sangraban. La madera invisible de la silla —esa que siempre había estado y que nunca existió— se había incrustado en sus palmas, marcas rojas, carne abierta. Estaba desnuda, pero su piel ya no era piel: era el polvo de las estrellas, la textura de las constelaciones misma, como si cada poro respirara universos.

Inspiró con violencia, el aire inexistente quemándole los pulmones. La náusea, el miedo, la vida, todo mezclado en una sensación que la ahogaba y la embriagaba a la vez.

Entonces el rostro del dios emergió de la nada.
  • ¿Lo entiendes ahora, Grace O’Malley?
Ella levantó los ojos hacia aquel abismo de carne y eternidad. El miedo no estaba. Quizás nunca lo había estado. Sus labios temblaron, pero no huyeron. Lo miró profundamente, como si atravesara la piel del mundo y viera el latido de su núcleo.
  • ¿Lo entiendes? - repitió el dios.
Grace respiró hondo, sintiendo todavía el sabor de la leche materna en su boca y el ardor de su vagina abierta y desgarrada. Y entonces, entre un sollozo y un suspiro, la verdad salió de ella.
  • Siempre he estado aquí, jamás he dejado de existir.
El dios sonrió. Su boca titánica dibujó un gesto ambiguo, cruel y piadoso a la vez, un enigma eterno que ningún mortal podría resolver. Volvió a preguntar, una vez más.
  • ¿Entiendes cuál es el sentido de todo? ¿Comprendes ahora por qué no deseo luchar?
Grace inclinó la cabeza, sin apartar el filo invisible de su mirada. No hacía falta responder. Pues ya había respondido y lo haría mañana también. No asintió, ni negó con la cabeza. Su respuesta no tenía valor. Solo era un grano de arena en una playa infinita, una gota en el cauce de un río. Un rayo de sol que moría para dar vida. Era nada y todo a la vez.
  • Está bien, pequeña… - la voz retumbó de nuevo como olas en un océano eterno - ha sido un placer conocerte... Tu corazón es puro, capitana. Al igual que aquellos que te siguen. Tu proposito aunque difícil, necesario. Deseo con todas mis fuerzas que no olvides jamás lo que acabo de mostrarte. En este instante, en el que ya atravesaste y en el que volverás a atravesar, sin duda… Ahora, si me lo permites Grace O’Malley, desearía seguir durmiendo.
Antes de que Grace pudiera dar las gracias, todo se quebró.
Un sueño negro y viscoso la tragó, tan profundo que pareció durar una eternidad.

Algo húmedo le rozó la mejilla de repente, quizás ahora, quizás ayer. Era posible que llegase mañana, era imposible saberlo. Luego unos golpecitos torpes en la frente. Abrió los ojos con esfuerzo, como si llevaran siglos cerrados. Ante ella, el hocico húmedo de Glafúr. Y justo encima, los ojos saltones de Gipsy, brincando de alegría sobre su vientre.

La cubierta del Red Viper la recibió de nuevo. Alrededor, la tripulación entera despertaba del mismo sopor, levantándose poco a poco, aturdidos, como si hubieran vuelto de un mundo que jamás podrían explicar.

Grace levantó la mirada. Allí estaba. El dios, dormido en su trono, colosal, inmóvil, como si nunca hubiera abierto los ojos ni levantado la cabeza. Como si nada hubiera ocurrido. Y entonces lo sintió entre sus manos: el cofre. El mismo que había visto bajo sus rodillas en aquella isla diminuta, el mismo que la brújula le había señalado en otra vida.

Todos callaron. Nadie dijo nada; todos miraban al dios, pero sus ojos ya no eran los mismos: jamás volverían a serlo. Habían comprendido, sin buscarlo, sin desearlo siquiera, aquello que los sabios llevaban siglos intentando descifrar —la pregunta eterna que atormentaría a la humanidad hasta su fin—. El Portador de Calamidades, aquel dios encargado de custodirar una magia ancestral, aquella amenaza viviente capad de destruirlos con un meñique; les había mostrado la verdad. Una lección con una única certeza, y la respuesta era tan ambigua como la propia vida: la felicidad es dolor y el llanto es risa; el amor y el odio bailan tomados de la mano; nacer y morir brotan del mismo barro y regresan al mismo origen, al mismo fin.

Todos lo entendieron. Supieron por qué aquel dios había elegido dormir en lugar de proteger el tesoro: para un ser condenado a la eternidad, la voluntad se había quebrado; seguía siendo consciente, pero había perdido la razón de vivir, pues no podía morir. Los humanos rezaban a mil dioses distintos, pero ellos no escuchaban. Miraban al cielo, buscandolos. Pero ellos estaban atrapados en el corazón del mundo. Nada tenía sentido para Irdi Ruthon’en, y, sin embargo, en esa nada estaba todo lo que necesitaba.

Grace respiró profundo, agredeciendo el aire que recorría sus pulmones. La revelación no la hizo más alegre ni más triste: la dejó serena, con la certeza primordial de que la vida y la muerte son una sola cosa, y que esa unidad basta para sostenerlo todo.

Bishnu se dejó caer a su lado, como quien ya ha caminado demasiadas vidas. Con suavidad apoyó su bastón en el suelo, el eco de la madera retumbando entre las piedras húmedas de la bóveda. Descorchó una botella de vino de las amazonas y bebió largos tragos, sin detenerse, como si buscara ahogar en aquel licor, no las palabras, sino lo incomprensible que acababan de presenciar. Su mirada seguía fija en el dios dormido, perdida en algún lugar al que ni los vivos ni los muertos tienen acceso.

Grace lo observó unos segundos, conociendo en su interior la verdad.
  • Anciano… - susurró inclinándose hacia él y sujetándole la muñeca - Tú… tú lo sabías… estuvistes aquí antes… ¿Por qué no me dijiste que…?
Bishnu fue más rápido: su huesuda mano le tapó la boca, y negó alegremente con la cabeza, como un abuelo que sabe demasiado del mundo.
  • No digas más, capitana. - Sonrió con dulzura, acercando la palma a su pecho, posándola justo sobre su corazón - Lo que hayas comprendido, guárdalo aquí… bajo llave.
  • Pero yo… yo necesito… - empezó Grace, con la voz quebrada.
El anciano apretó con más fuerza, sus ojos brillando con una chispa serena.
  • Ya lo sé pequeña. Pero no quiero escucharlo, aunque ya lo sepa. Custodia lo que viste, proteje lo que aprendiste. Aunque la verdad arda en tus entrañas, aunque tu ser habite en todos los seres y todos los seres en ti. Guárdalo y protégelo como el tesoro más valioso que jamás hayas encontrado. Todo a su tiempo…
Grace asintió. Y sin poder contenerlo lo abrazó con todas sus fuerzas. El viejo casi se tambaleó por la ferocidad de aquella joven, pero soltó una carcajada profunda, envolviéndola en sus brazos huesudos, dándole palmadas tiernas en la espalda. La dejó llorar y reír al mismo tiempo, porque lo comprendía: ambas cosas eran lo mismo.

  • Siento curiosidad… - murmuró Bishnu, separándola con ternura, mirándola con la calma de quien ya no teme a nada - Por ver la obra de los dioses, joven capitana. ¿Usted no?
Grace se secó las lágrimas, dejó de reír. Su mirada se posó en el cofre que reposaba entre sus manos, brillante como una luna atrapada en madera. Lo contempló un instante, sintiendo que la libertad que siempre había buscado estaba allí, en su interior, latiendo como un corazón compartido con el universo entero.

Con el pulso firme, en paz con el cosmos y con sigo misma, levantó la tapa y abrió el cofre sin dudarlo.
  • Vaya! - masculló Macfarlane a su derecha, con un deje burlón en la voz - ¿Esto es el objeto legendario de tus Dioses, amazona?
Grace alzó la cabeza. La tripulación estaba al completo, alrrededor ella. No faltaba nadie: los vivos… e incluso los muertos parecían observarla, flotando en la penumbra como sombras que finalmente podían descansar.

Con cuidado, casi con reverencia, Grace volvió la mirada al cofre. Sus dedos temblaban levemente al abrirlo. La ilusión brillaba en sus ojos, casi infantil, como si todo el peso de la misión y del mundo se hubiera reducido a ese único instante. Con un gesto lento y ceremonial, introdujo ambas manos y sacó el objeto hacia el centro de la cubierta, para que todos lo vieran.

La brújula era sencilla, casi primitiva. Un cuenco plano de madera, con bordes bajos, gastados por el tiempo y por siglos de uso que parecían haber pasado inadvertidos. Dentro, un pequeño palo fino, también de madera, que descansaba con delicadeza, casi frágil. Nada de metales brillantes ni inscripciones complicadas, solo un mecanismo humilde, antiguo, que emanaba un aura de secreto y poder.

Todos habían esperado ver un objeto refinado, brillante, digno de la obra de los dioses. Sin embargo, la brújula que Grace sostenía entre sus manos, al igual que el cofre que la protegía, era todo lo contrario: humilde, hecha de madera sencilla, sin ningún adorno ostentoso. Fino y elegante en su construcción, sí, pero básico, con una fuerza y sutileza que apenas se intuía. El cuenco plano parecía corriente, casi trivial; el pequeño palo en su interior, delgado y ligero a simple vista, llevaba dos marcas grabadas con precisión artesanal, líneas sencillas que parecían susurrar secretos antiguos.

Grace la observó, frunciendo levemente el ceño, y de repente una risa suave se escapó de sus labios. Al principio contenida, apenas un murmullo de incredulidad, pero poco a poco fue creciendo, rompiendo la quietud de la boveda. La risa se transformó en carcajadas claras, liberadoras.

Macfarlane se giró, asombrado, y al ver a la capitana perder el control de su risa, se unió a ella sin pensarlo, igual de loco y desbordante que Grace.
  • ¿Se puede saber de qué te ríes, loca? - le espetó Yara dándole una colleja, medio divertida, medio exasperada - ¡Casi morimos todos por encontrar este trozo de madera!

Pero la risa era contagiosa. Yara también se dejó llevar, y pronto todos en cubierta reían: los marineros, los curanderos, las amazonas, incluso el gigante, sumergido hasta la cintura, que observaba desde el agua a sus diminutos amigos con una sonrisa silenciosa. Desde su trono, el Hacedor de Calamidades no abría los ojos, pero en un gesto apenas perceptible, esbozó una leve sonrisa, acurrucando su colosal cuerpo entre troncos y piedra.

Vihaan reía también, pero su atención estaba fija en la brújula. La curiosidad lo consumía: sus dedos buscaron levantar el pequeño palo, pero no pudo moverlo. Era imposible: parecía pesar lo mismo que todo el Red Viper. Entonces, de pronto, una chispa de comprensión iluminó su mente. Sin decir palabra, corrió hacia la base de la vela mayor, abrió un barril y con las manos formando un cuenco recogió agua. Con prisa volvió a donde estaba Grace, arrodillándose frente a ella mientras la capitana cesaba sus carcajadas, intrigada.

Vihaan vertió cuidadosamente el agua sobre el cuenco de madera. Y entonces ocurrió algo imposible. El pequeño palo, antes inerte, comenzó a elevarse lentamente en el agua. Primero osciló con suavidad, luego giró, giró en todas direcciones, describiendo círculos y trayectorias imposibles, como si estuviera vivo y consciente de cada movimiento de la tripulación. Todos callaron, los ojos abiertos como platos, incapaces de apartar la mirada.

Grace notó que la madera ardía levemente en sus palmas, como si la propia energía del mundo fluyera a través de ella. Sus dedos tensos estuvieron a punto de soltarlo, incapaces de soportar la sensación, pero justo en el instante crítico, el palo se detuvo. Fijo. Inamovible. Señalando un punto, con la solemnidad de quien conoce el camino.

Un silencio absoluto cayó sobre la cubierta. Cada respiración, cada latido, parecía detenerse mientras todos contemplaban el milagro que se acababa de manifestar ante ellos. El viaje hacia lo desconocido apenas comenzaba, pero aquel humilde palo de madera acababa de demostrarles que incluso lo más simple podía contener secretos más grandes que cualquier Dios.

Grace se incorporó, aún con la brújula entre sus manos. Sus piernas flaquearon por un instante, y Bhagirath y Yrsa corrieron a sostenerla por los brazos. Con la mirada fija en el pequeño palo flotando en el cuenco, alzó el objeto a la altura de su rostro, y siguió con la vista la dirección que marcaba, como si así pudiera descifrar lo que señalaba. Pero no vio más que las colosales piernas del dios hundidas en el agua y, más allá, la oscuridad infinita.

Avanzó unos pasos hacia la derecha, varios metros sobre la cubierta. La tripulación se apartaba con cuidado para dejarle espacio, siguiéndola de cerca como una procesión.
  • ¡No se mueve! - exclamó - Marca un rumbo fijo.
  • Vale, sí… ¡lo veo! - dijo Yara arrugando el ceño - Pero entonces… ¿qué camino seguimos? ¿Hacia este extremo del palo o hacia el otro?
  • Las marcas deben señalar la dirección - intervino Vihaan, señalando con calma las dos líneas grabadas en uno de los extremos.
Grace cambió de rumbo hacia la izquierda, recorriendo de nuevo toda la cubierta. El palo tembló apenas un instante, pero se mantuvo firme, apuntando siempre en la misma dirección.
  • ¿Y cómo demonios sabes que las marcas señalan el camino y no al revés? - le espetó Yara, frunciendo el ceño con más fuerza.
  • No lo sé, Yara - Vihaan se encogió de hombros con inocencia - Igual que tú, es la primera vez que veo un objeto divino. Es intuición, supongo.
  • ¿¡Intuición!? - bufó Yara levantando los brazos - ¿Vamos a cruzar el mundo entero por una sospecha tuya, Vihaan? ¿Es eso lo que me estás diciendo?
  • En realidad… eso hacemos desde que partimos de Calcuta - rió Bhagirath, guiñándole un ojo al astrónomo.
  • Así es, viejo amigo - respondió Vihaan, devolviéndole la sonrisa.
  • ¡Oh, venga, bigotes! ¡No es momento para bromas! - Yara se giró buscando apoyo - Aivori, ven aquí.
La amazona, que hablaba con su hijo, se enderezó y acudió hacia ellos. Yara le pasó un brazo por el hombro, señalando el cuenco.
  • A ver, princesa. Dinos, ¿qué dirección debemos seguir?
Aivori miró el instrumento, luego a Grace y finalmente a Yara. Se encogió de hombros, sin saber qué responder.
  • ¡Venga, Yara! - rió Cortés - ¿Cómo va a saber ella cómo funciona?
  • ¡Son sus dioses, español! - replicó Yara indignada - ¡Sus dioses crearon esto! Algo habrá escuchado, alguna leyenda, una canción… ¡lo que sea!
  • Tener razón - añadió Yrsa con seriedad - Quizás leyenda hablar de como usar…
  • ¿Pero tú te oyes, mujer? - sonrió Cortés de repente. Con una sonrisa seductora, se acercó a Aivori, casi de rodillas, tomando su mano - ¿Cómo va a saber esta bella dama como funciona? Lo que sí sabe… es que me ha robado el corazón.
  • Sinceramente, no lo sé - dijo Aivori, sonrojada y confusa.
Antes de que Cortés pudiera pedirle matrimonio allí mismo, la voz de Macfarlane retumbó como un cañón.
  • ¡Ya estamos otra vez! - bramó el escocés - ¡Estamos decidiendo el futuro del navío, el cuerpo de tu amigo pudriendose, y tú sólo piensas con el miembro! ¡De verdad, español! ¡Ten un poco de dignidad!
  • ¿Dignidad? ¡Ten tú un poco de respeto a los caídos, loco escocés! - rugió Santiago, empujándolo con furia.
Macfarlane respondió con un puñetazo que lo lanzó contra sus compatriotas, que corrieron a sostenerlo. Los insultos brotaron, los empujones se multiplicaron. La cubierta se llenó de maldiciones, reproches viejos y amenazas. Parecía que la pelea estaba a punto de estallar.
  • ¡Eh, eh! ¡Calma, calma! - intentó mediar Vihaan levantando las manos.
  • ¿¡Qué calma, astrónomo!? - le encaró Halcón - ¡Yara tiene razón! Casi morimos todos para llegar aquí, ¡y ahora no sabemos ni hacia dónde avanzar!
La trifulca crecía, más ruido que golpes, más carcajadas nerviosas que odio verdadero. Como hermanos que discuten demasiado, la tensión se mezclaba con la camaradería. Sólo Akuma permanecía aparte, observando con los brazos cruzados, como quien contempla a un grupo de niños pelear por un juguete.

Entonces, la voz del dios retumbó en la bóveda, cortando de raíz toda discusión.
  • ¡¡HACED EL FAVOR DE CALLAAAAAAR!!
El eco hizo vibrar la gruta, rebotando como un trueno sin fin. La tripulación entera se congeló, helada de pies a cabeza. El Portador de Calamidades levantó la cabeza, sus ojos ardiendo en furia.
  • Estúpidos mortales! Os arrancaría el alma y os quemaría en el fuego eterno ahora mismoooo! ¿No véis que os acabo de mostrar la verdad eterna?, acabo de abrir vuestras mentes al universo… ¡¡y ahora discutís como críos malcriados!! - rugió, sus manos apretando el trono con tanta fuerza que troncos y piedras crujieron bajo sus dedos - Es por aquí… No! Es por allí… Que nooo, es por el otro ladooo.. - su voz imitaba sus voces, sus gestos se volvieron burlones y terrorificos a la vez - ¡¡Las malditas rayaaaas!! ¡¡Debéis seguir las malditas rayaaaaas!!
Dio un brutal golpe con el puño sobre su trono. Después el silencio fue absoluto, sepulcral. Nadie osó respirar. Con la misma verguenza que niños reprendidos, la tripulación asintió en conjunto y se callaron, bajando la cabeza. Sin osar molestarlo, el gigante agarró el Red Viper y puso rumbo siguiendo la dirección señalada.

El dios los observaba con una mirada colérica, como un padre exasperado ante la torpeza de sus hijos. Con un bufido atronador, volvió a acomodarse en su trono, cerrando los ojos poco a poco mientras el Red Viper avanzaba por debajo de sus colosales piernas, alejándose hacia la oscuridad más allá de la bóveda.

Sólo cuando estuvieron a salvo bajo la sombra del titán, Vihaan se inclinó hacia Yara y susurró, con un gesto torcido en la boca.
  • ¿Lo ves? Tenía razón. Las marcas eran el camino.
  • Sí, valeee… tu ganas - murmuró Yara sin mirarlo, con una media sonrisa - Pero será mejor que no lo digas muy alto, ¿quieres?
Ambos compartieron una risa ahogada, cuidando de que ni siquiera en sueños, el dios los oyera.
El Red Viper encaró el rumbo, guiado por la voluntad de los dioses. Lo que aguardaba más allá era un misterio insondable, pero una certeza ardía en el corazón de cada uno de ellos: su destino no era otro que seguirlo.

Continuará…
 
Que bien se llevan el Escocés y el Español. 🤣🤣.
No, ahora en serio se ponen muy nerviosos con mucha facilidad y al final Vihaan estaba en lo cierto, hay que seguir las marcas.
 
Capítulo 32 - Volvemos a casa: La luz de la esperanza.
  • ¡Dios, Vihaan! - exclamó Grace dejándose caer sobre la cama, el sudor aún perlándole la frente - Si fueras la mitad de bueno con la espada que en la cama… serías el pirata perfecto.
  • ¡Oh, cállate, reina de los sapos! - rió Vihaan, con las pulsaciones todavía disparadas.
  • ¿Quién te dijo eso? - Grace se colocó encima suyo de nuevo, con una sonrisa traviesa - ¡Ha sido Yara, ¿verdad?!
Vihaan negó con la cabeza, juguetón. Intentó zafarse, pero Grace le inmovilizó los brazos con facilidad y comenzó a dejar que un hilo de saliva colgara peligrosamente de su boca.
  • ¡Venga, Grace, para! ¡No hagas eso, sabes que me da un asco horrible! - decía él entre carcajadas, girando la cara de un lado a otro.
Ella sorbió de golpe, divertida, y lo miró con ojos brillantes.
  • ¿Te lo dijo ella? ¿Eh? ¡Dímelo o te babeo entero!
  • ¡Sí, sí! - rió Vihaan, rindiéndose al ver un nuevo filo de babas - ¡Fue Yara, me lo contó Yara!
  • Pero… ¿te lo contó todo? - preguntó Grace arqueando una ceja, todavía sujetándolo.
Él negó con la cabeza, incapaz de ocultar la sonrisa.
  • ¡Nooooo! - protestó ella fingiendo indignación - ¡Claro que te lo contó todo! ¡Bruja caribeña, cómo la odio!
Grace se dejó caer sobre su pecho, riendo también. Vihaan, aún sin poder contener la risa, la abrazó fuerte, hundiendo su cara en el mar rebelde de su cabello rojo.
  • No pasa nada, Grace - susurró él, todavía con la respiración agitada - Tampoco es tan grave… además, solo eras una niña.
Ella, con el corazón de él retumbándole en el pecho, murmuró entre su melena enmarañada:
  • ¡Sí, ya! Una niña que andaba besando sapos en las charcas… - y al oirlo reir levantó la cabeza de golpe y le golpeó varias veces el torso con el puño cerrado - ¡No te rías de mí, imbécil, ¿me oyes?!
Vihaan no podía dejar de reir, atrapado en esos ojos pecosos y brillantes bajo su pelo desordenado.
  • No me río de tí… - dijo, acariciándole la mejilla con ternura - Bueno… quizás un poco sí. Pero, es que me parece taaaan adorable.
  • ¿Besar sapos? ¿En serio? - replicó ella acercando sus labios - ¿Quieres que estos labios de sapito te besen ahora? ¿Es eso lo que deseas?
Él no pudo evitar la carcajada.
  • Tuviste mala suerte, Grace, eso es todo. Quizá si hubieras besado unos cuantos cientos de sapos más, habrías encontrado, al fin, a tu príncipe azul.
Las carcajadas de Vihaan estallaron con fuerza. Grace, furiosa y divertida, se lanzó sobre él, tirándole del pelo y mordiéndole la yugular. La lucha se convirtió en cosquillas, después en caricias… y pronto las risas dieron paso al deseo.

Ella lo buscó de nuevo, besando sus labios con hambre, enredando los dedos en su cabello negro como la noche, deseando más.
  • Creo que tendrás que esperar un poco más, sapito - rió Vihaan, mordiéndole el labio - Aunque sea mejor en la cama que en la lucha, sigo desenvainando más rápido mi flor de lis que a mi chiquitín.
Grace estalló en carcajadas.
  • ¿Chiquitín? ¿En serio lo llamas así?
  • Es una expresión, capitana - replicó él con media sonrisa.
  • No, no lo es - dijo ella, burlona y descarada - Ya había oído eso de los hombres, que les ponéis nombre a vuestras vergas. Pero chiquitín… ¿estás seguro? No impone demasiado, la verdad.
  • Hoy te has levantado con ganas de incordiar, ¿eh? ¡Besadora de sapos!
Con un movimiento rápido, Vihaan le dio la vuelta y se colocó encima de ella. Grace, desnuda, cubierta de pecas, con la melena rojiza desbordando como un incendio, parecía un ángel salvaje, imposible de domar.
  • ¡Vaya! - rió ella juguetona - Parece que chiquitín está listo para otro combate.
  • No se llama chiquitín, capitana… - dijo Vihaan, entrando en ella y bajando el tono de voz.
Grace jadeó, aferrándolo del cuello para atraerlo a sus labios.
  • ¿Y cómo se llama entonces?
  • El Portador de Orgasmos - sonrió él contra su boca.
  • ¿Así que eres un Dios, eh? - susurró Grace entre gemidos.
  • Sí… lo soy - respondió Vihaan, besándola con fiereza.
  • ¡Pues fóllame eternamente, mi Dios!
Se fundieron en el fuego del deseo, liberando sus almas, poniendo a prueba la resistencia de la cama y del propio casco del bergantín. Jóvenes, indomables, dejaron que el mundo y el universo se redujeran al latido de sus corazones y a la fricción de su piel.

En cubierta la escena era bien distinta, Macfarlane bebía en soledad. A su alrededor había hombres riendo, charlando, lanzando dados, la música combatiendo la oscura gruta. Pero él no estaba allí. Su cuerpo permanecía sentado entre ellos, sí, pero su mente se encontraba lejos, sus ojos hébrios fijos en una sola figura.

Desde la distancia observaba a la mujer que le había robado el corazón. Una mujer fría, de pocas palabras, cuya presencia imponía más que cualquier voz. Sus manos no estaban hechas para amar; no tejían caricias ni daban cobijo. Estaban hechas para segar vidas, y lo hacían con una precisión terrible. No era madre, ni amante, ni esposa. No podía engendrar vida, pues su propia naturaleza era arrebatarla. Y por eso Macfarlane bebía, botella tras botella, intentando apagar con alcohol aquel fuego que lo hacía sentirse frágil, nervioso, vulnerable… como hacía años no se sentía.

Se puso en pie tambaleante, armándose de valor. Antes de avanzar, sus dedos buscaron los dos puñales en su cinto. Bess e Isobel. Sus difuntas mujeres. Las únicas que habían amado al loco escocés y a las que él había llorado con el alma rota. Cerró los ojos, acariciando las empuñaduras gastadas. No les pedía perdón, ni su bendición, pero sí les rogaba fuerza.

Fuerza para enfrentar lo único que podía doblegarlo: el deseo por aquella mujer.
A trompicones, sujetándose a lo que encontraba, cruzó la cubierta hacia ella.

Akuma, de espaldas, se confundía con la penumbra. Era como si la oscuridad la reconociera y la reclamara como suya. Inmóvil, absorta en pensamientos insondables, su mera presencia infundía respeto. La tripulación había comenzado a tenderle la mano, a abrirse a ella, buscando romper el hielo de su corazón gélido. Pero la japonesa rechazaba toda cercanía. Como si el único lugar donde encontraba paz fuese en la más absoluta soledad, rodeada de sombras.

Él se acercaba tambaleante, intentando pensar con claridad. Las palabras se atropellaban en su mente: qué decir, cómo decirlo, cómo abrir aquella puerta cerrada con mil candados sin llave.

Ella, sin girarse, ya lo había sentido. Percibió su presencia antes incluso de que comenzara a caminar. El ruido torpe de sus pasos, los tropiezos contra la madera, el olor a alcohol que lo envolvía como una nube delatora.

Macfarlane no podía quitárselo de la cabeza: aquel encuentro fortuito en la prisión de las amazonas. No podía olvidar lo que ella le hizo sentir.

La asesina lo amó como jamás otra mujer lo había amado. Sin ternura, sin caricias, sin besos. Apenas el contacto mínimo, casi animal, justo lo necesario para sentir placer. No hubo palabras, ni gemidos apagados, ni respiraciones rotas, solo el choque de dos cuerpos que se buscaban en silencio. Pero en medio de esa crudeza, de esa aparente frialdad, sus ojos nunca se apartaron de los suyos. Macfarlane intentó acariciarla, besarla, demostrarle que lo suyo no era solo deseo, que en su pecho ardía un amor verdadero. Ella lo rechazó todo. Cada caricia desviada, cada beso esquivado.

Pero sus ojos… aquellos malditos ojos rasgados, fríos y oscuros como la noche… hablaron por ella. Le revelaron al escocés lo que sus labios jamás dirían: un alma atormentada, una vida marcada por la condena, una promesa de venganza que pesaba sobre su ser como una losa eterna. Una carga que la perseguiría hasta el último de sus días, hasta que la sangre lavara la deuda y la tormenta en su interior encontrara descanso.

Ella se giró. Al hacerlo, el escocés quedó quieto, paralizado: como una cebra en la sabana que nota la presencia de un guepardo. Akuma lo acuchilló con la mirada y, sin decir nada, sin mostrar nada, volvió sus ojos a la oscuridad. Macfarlane vaciló unos instantes sin saber que hacer. Si avanzar o retroceder. Había visto a esa mujer en su forma natural: la había visto arrancar el último aliento de sus enemigos con fría eficacia, como un demonio fantasma. Ningún hombre en su sano juicio entregaría el corazón a una mujer así... pero el escocés estaba loco. Y ahora, también, loco de amor.

Akuma estaba sentada sobre la barandilla, los pies colgando al vacío. El contramaestre, con torpeza, se dejó caer en la madera; al alzar su mano se le escurrió la botella en las apacibles y oscuras aguas de aquel río gigante.
  • ¡Ups! - dijo, mirándola con diversión.
Ella ni lo miró. Seguía atenta al vacío más oscuro. Macfarlane había ensayado mil maneras de decir “te quiero”, imaginado mil escenarios posibles; pero ahora, ante la presencia de la muerte silenciosa, no supo qué decir.

Entonces, contra todo pronóstico, el fantasma habló.
  • ¿Qué viste en tu sueño?
  • ¿Cómo... cómo dices? - balbuceó él.
  • La verdad del Dios. A todos les reveló una.
  • ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo han contado? - preguntó Macfarlane, sorprendido.
Akuma lo miró un instante, fría como el hielo, y volvió a clavar la vista en las sombras. Macfarlane la miró en silencio; su corazón se encogió al recordar la revelación. Se sentía extrañamente liberado por haberlo vivido de nuevo, y aunque la herida parecía sanar. El dolor... aquel dolor jamás se iría del todo.
  • No sé qué te habrá mostrado a ti, Akuma - masculló - pero a mí no me reveló ninguna verdad. Tan solo me hizo recordar algo que llevo demasiado tiempo deseando olvidar.
Quiso dar otro trago, pero recordó que había perdido la botella; aquello lo acabó de romper y la palabra se le atragantó en la garganta. Empezó a hablar como ella. Frio y con la mirada perdida en la oscuridad. Como si estuviera en un confesionario y un sacerdote lo escuchase.
  • Todos creen que cuando hablo con mi padre, hablo con Dios. Pero no es así... hablo con mi padre, el que me dio la vida.
  • ¿Lo ves ahora mismo? ¿Está aquí?
  • No, fantasma, no estoy tan loco como crees - sonrió con pesadez - Está aquí - dijo golpeándose la sien - siempre, en todo momento; jamás me dejará en paz.
  • Entiendo… lo echas de menos. Sé lo que se siente al perder un padre.
  • No... no lo echo de menos. - grunó, escupiendo al mar - Al muy bastardo no le bastó con atormentarme en vida, que incluso muerto lo sigue haciendo.
Akuma lo miró fijamente, y esta vez no apartó la vista. El escocés, en cambio, miró el abismo; sus ojos ardían en dolor y rabia contenida. Abrazó la oscuridad.
  • Nací en un pueblecito de las Highlands - comenzó Macfarlane, como si tomara distancia para explicar su vida - Hijo de una familia campesina, el mayor de siete hermanos. La vida era dura, exigente, pero había cierta felicidad en lo poco que teníamos. No fui educado; pasé hambre. Pero cada bocado que llenaba el estómago sabía a gloria porque era fruto de mi propio esfuerzo. Mi madre era un ángel de cabellos dorados. Dios la tenga en su gloria! Trabajaba con la fuerza de seis mulas y nos cuidaba con un amor inmenso. Pero mi padre... mi padre era un malnacido que no se merecía ni el aire que respiraba.
Apretó la madera hasta que los nudillos se le pusieron blancos; sus dientes chirriaron y la cicatriz en su cara pareció ensancharse.
  • No sé por qué nos odiaba. Jamás lo sabré. Tan solo se que pagaba su frustración con nosotros. Y sin duda, al que más odiaba era a mí - su voz pareció temblar al recordarlo - Tal vez fuera porque yo lo buscaba. Siempre. Lo desafiaba, lo hacía enfadar, le contestaba y lo desobedecía. Sabía que cuanto más golpes recibiera yo, menos recibirían mis hermanos. Aguanté. Aguanté mucho tiempo, más de lo que cualquier otro hubiera soportado. Hasta que un día...
Los ojos se le llenaron de lágrimas; la voz le temblaba, pero no dejó de hablar.
  • Un día llegó más borracho de lo habitual. Se ensañó tanto conmigo que pensé que me mandaría a la tumba. Lo recuerdo como si fuera ayer, ¿sabes? Los gritos de mi madre, los llantos de mis hermanos, el sabor de la sangre en mi boca… sus ojos. Jamás olvidaré esos malditos ojos. Yo era un crío: duro y resistente sí, pero no pude aguantar más. No pude soportarlo más… Bajo la furia de sus golpes conseguí escapar; salí de aquella choza sin futuro dispuesto a no mirar atrás. Caminé horas, de noche, descalzo. Pero cuando empezó a clarear, algo me detuvo. No podía dejarlos ahí. Supe que si no volvía, mi madre y mis hermanos pagarían por mí. Odiando mi propia vida, decidí regresar a ese infierno al que llamaba hogar.
La voz se quebró y Macfarlane tragó saliva, evitando como pudo llorar.
  • Al acercarme al pueblo vi a la gente fuera de mi casa, cuchicheando. Al verme se apartaron. Y entonces... los vi.
Akuma contuvo el aliento.
  • ¿Qué viste? ¿Qué sucedió? - preguntó ella.
  • Mi madre... mi amada madre y mis seis hermanos. Muertos. Clavados como puercos en estacas de madera, pudriéndose al sol como si no valieran nada. No pude mirarlos, Akuma. Bajé la mirada. Como un cobarde, salí corriendo. Huyendo de ellos, huyendo de todo.
  • ¿Y no buscaste venganza?
  • Sí. La busqué. Durante años… Recorrí media Escocia: taberna tras taberna, de prostíbulo en prostíbulo. No descansé ni un solo día hasta que lo encontré.
Akuma inclinó apenas la cabeza; su mirada no se apartaba.
  • ¿Entonces... lo mataste? - preguntó ella, la voz baja.
Macfarlane rió, una carcajada ahogada, más lamento que sonrisa.
  • Cuando lo encontré, ya estaba muerto. Me enteré de que debía una cantidad desmesurada de dinero a unos prestamistas gitanos. Lo hayé tirado en un callejón de Inverness; llevaba días muerto. Las ratas ya le habían comido parte del cuerpo, los gusanos lo decoraban por dentro. Me quedé un rato ahí de pie, mirandolo sin apenas pestañear, sintiendo más odio que nunca. Entonces empecé a acuchillarlo: una, dos, tres veces... lo hice hasta que me sangraron las manos. Hasta que no supe dónde terminaba mi sangre y empezaba la suya.
Se quedó en silencio, con las manos tapando su cara, respirando con dificultad. Akuma lo observó, fría; no apartó la vista. No se marchó, no despareció. Permaneció allí, inmóvil, compartiendo su silencio y su dolor. Macfarlane alzó la vista y, por primera vez en mucho tiempo, sintió que no estaba solo en su abismo.
  • No somos tan distintos - dijo Akuma.
  • ¿Quiénes? ¿Tú y yo?
  • Todos, en realidad. En mayor o menor medida, cada uno de nosotros ha sufrido un infierno. Este navío está repleto de corazones rotos y almas torturadas, de heridas que siguen sangrando a pesar de no verse. Violencia, perdida, muerte, violación… todos arrastran el peso de su pasado.
Macfarlane la escuchó en silencio.
  • Tu historia… es la mía, escocés. Tu venganza jamás será satisfecha y la mía… parece tan lejana como imposible.
Akuma se giró rápidamente y saltó sobre cubierta. Sus ojos clavados en los de él.
  • Y ahora sé que, aunque la cumpla, mi alma estará condenada por siempre. Caminaré eternamente por el valle de las sombras y de la oscuridad, sin temer a ningún demonio, pues estoy cegada por el odio. Solo mi mente y mis armas me consuelan, porque sé que mataré a mis enemigos cuando vengan a por mí. Seguramente la bondad y la misericordia me seguirán por el resto de mi vida, y yo huiré de ellas, sin que jamás puedan alcanzarme. El Dios me mostró que debía caminar junto a las aguas tranquilas, que ellas restaurarían mi alma. Pero no. No puedo… no puedo porque estoy equivocada y siempre lo estaré. Vi a un hombre, en lo alto de una colina. Se llamaba a sí mismo el salvador de la humanidad. Me dijo que venía a salvar el mundo de la destrucción y el dolor. Y yo, sin dudar, le contesté: ¿cómo salvarás al mundo de sí mismo? Entonces, la luz desapareció. La oscuridad me envolvió de nuevo. Volví al lugar del que jamás podré escapar. Aunque consiga mi venganza, aunque intente navegar por aguas tranquilas, aunque deje que ellas acaricien mi alma… sé que cuando muera, cuando todo esto acabe, mi alma estará condenada.
Y desapareció, sin más, dejando el vacio tras ella.

Macfarlane miró la oscuridad frente a sus ojos. Las lágrimas brotaban sin control de sus ojos. La voz de su padre burlándose en su cabeza acabó por romperlo en mil pedazos. Echó a llorar como si llevara siglos conteniéndo las lágrimas en su interior. Como un dique que cede a la presión del agua.

Quiso saltar por la borda, deseo morir. Pero de repente, justo antes de que la tristeza lo matara. Un abrazo frío como la noche lo envolvió por la espalda. Sintió su silencio, sintió su frío. Era ella… Akuma, o quizás no.
  • Tengo que contarte algo - susurró a su oreja - pero antes, debes darme tu palabra que lo guardarás en secreto.
MacFarlane asintió y agarrando su mano se dejó arrastrar hacía el lugar más oscuro del navío. Allí donde nadie pudiera oir, allí donde solo existían ellos dos.

Unos metros más allá, alrrededor de un barril, Yrsa y Bhagirath compartían una botella, sus brazos entrelazados mientras observaban al español desplegar todos su encantos. La princesa, medio sentada en una de las sillas, mecía a su hijo profundamente dormido.
  • Creo que será mejor que baje y acueste a Briede - sonrió ella, un tanto incómoda.
  • ¡Oh, vamos! - respondió Cortés, sonriendo y suavemente impidiéndole que se levantara - Es por la música, ¿verdad? Maddox, maldita sea… ¿dónde aprendiste a tocar? ¿En una chatarrería? Te he pedido un fandango, ¿no puedes tocar un fandango español?
  • ¡Cortés vamos! Soy galés… No tengo ni idea de qué es un fandango! - sonrió el marinero, bajando su violín con una mueca divertida.
Bishnu, aún sobre el hombro del gigante, bebía de su botella de ron mientras observaba la escena desde las alturas, balanceándose suavemente y murmurando entre sorbo y sorbo. El gigante, imperturbable, empujaba el Red Viper con paciencia infinita, como si aquel gesto fuera parte del ritual de la vida misma.

Yrsa se rió suavemente, apoyando la cabeza en el hombro de Bhagirath, mientras él le susurraba algo al oído que la hizo sonreír aún más. La popa del Red Viper parecía un pequeño oasis de calma y alegría en medio de aquel mar oscuro, con el vino alegrando las almas de los presentes y la luz mortecina de las antorchas reflejándose en las piedras.

Cortés se adelantó, colocándose frente a Maddox, con los brazos extendidos como si dirigiera una orquesta invisible.
  • ¡Vamos, Maddox! Te enseñaré… Primero, un paso a la derecha, luego otro a la izquierda, y no olvides el giro elegante - dijo, exagerando cada movimiento para que Aivori pudiera verlo claramente.
Maddox lo imitó torpemente, levantando los pies como si bailara sobre brasas. Cada giro terminaba con él tambaleándose y apoyándose en el barril para no caer.
  • ¡No, no, no! - exclamó Cortés, sujetando el brazo del galés - ¡Así se gira un tonel de vino, no a una bella dama!
Yrsa intentó contener la risa, pero Bhagirath no pudo evitar soltar un carcajada profunda que resonó sobre la cubierta. La amazona también terminó riéndose, y el pequeño en brazos de la princesa se removió suavemente, aunque sin despertar.

Desde un rincón, los españoles de la tripulación observaban la escena y no pudieron contener la hilaridad. Algunos se agarraban el vientre, otros se inclinaban hacia adelante entre carcajadas, mientras Maddox, con los ojos brillantes y un poco sonrojado, continuaba intentando imitar los pasos, cada vez más torpe.
  • ¡Madre mía! - gritó Hernando - ¡Parece que estamos presenciando la danza de un pez fuera del agua!
Cortés, viendo la reacción, sonrió orgulloso y añadió, dramático:
  • ¡Pues sí! Pero esto, amigos míos, ¡es el verdadero arte del fandango!
Bishnu soltó un burbujeante “¡Ja!” desde su perchero improvisado, brindando con su botella hacia la popa, mientras el gigante, indiferente, seguía empujando el Red Viper, como si aquel espectáculo no fuera más que un detalle irrelevante en su mundo de inmensidad.

Yrsa, entre risas y susurros a Bhagirath, observaba a Maddox y Cortés, sintiendo que incluso entre la locura de la tripulación, había un instante de armonía que les recordaba lo vivos que estaban.
  • ¡Akuma, por fin! - exclamó Cortés al verla - Tú eres hábil con los instrumentos… ¿podrías tocar un bonito fandango para que pueda bailar con la princesa?
Akuma lo miró con el frío más profundo de la noche. Sin decir nada, se acercó al galés y le quitó de las manos el violín, observando en silencio a todos.
  • ¿Qué quieres que toque? - preguntó, preparada para hacerlo.
  • Un fandango… ¿lo conoces?
  • No.
  • Mira, acércate, mira mis pasos.
  • No me toques, no me gusta que me toquen.
Cortés dio dos pasos atrás, divertido, haciendo una reverencia exagerada. Parecía que la alegría de aquel hombre no pudiera frenarla ni la misma muerte.
  • Discúlpame - dijo, y luego se giró hacia la princesa, tendiéndole la mano - ¿Sería tan amable de concederme este baile, bella dama?
Aivori lo miró, su sonrisa pretenciosa, su cuerpo medio encorvado, con esa extraña y curiosa elegancia extranjera. Giró la cabeza hacia Bhagirath y Yrsa, quienes la observaban sonriendo. La nórdica hizo un gesto con la cabeza y tendió sus brazos.

La princesa dudó un instante, pero pensó que aquello debía ser lo normal en el mundo de la superficie. Con cuidado, dejó a Briede en los brazos de la giganta. Yrsa, con músculos firmes y listos para dar martillazos, abrazó al niño con una dulzura impropia para una mujer de su tamaño.
  • No sé bailar - dijo, sonrojada, aceptando su mano.
Cortés la miró a los ojos, pasando suavemente su mano por su cintura, acercándola con delicadeza y guiándola con firmeza para iniciar el fandango.
  • No se preocupe, mi princesa. Yo le enseñaré - dijo, sin apartar la mirada de ella - Akuma, fíjate en mis pasos y toca para ellos.
La japonesa fijó sus ojos fríos en los pies de Cortés y comenzó a tocar.
  • ¡Más alegre, mujer! ¡Que no vamos a un funeral! - exclamó el español. Santiago se santiguó al instante, mientras Akuma cambió la posición de la mano rápidamente, buscando notas más cálidas - Eso es, eso es… alegríaaaa! ¡así se baila un fandango!
Las risas brotaron de golpe. El español era inplacable; aunque aveces pesado, se hacía querer. Su naturaleza embriagaba a todos, iluminando sus corazones en los momentos más oscuros y en los más brillantes. Aivori, torpe al principio, entendió que no debía hacer nada, tan solo dejarse llevar por aquel hombre, que no era la idea de hombre que las mujeres de su isla le habían hecho creer. Cortés la trataba con respeto, de tú a tú. Ella sabía lo que escondían sus ojos, sabía lo que crecía en su entrepierna, pero aun así se dejó llevar.

Sin poder contener más su rigidez, cedió al encanto de aquel risueño y, por cierto, hábil bailarín.

Las risas y los aplausos acompañaban al fandango. Incluso la fría Akuma, que al mismo tiempo contaba secretos en la oscuridad y tocaba aquel violín, pareció ceder por un momento al encanto del arte español.

No muy lejos de allí, apoyado contra la borda, Halcón bebía con tal frenesí que parecía querer acabar con todo el alcohol del mundo.
  • Lo que te quiero decir - dijo, pasando su brazo alrededor del cuello de su amigo - es que la vida es un sufrimiento… tú me entiendes, ¿verdad?
Gipsy gruñó y trató de quitarle la botella de encima.
  • ¡Aparta! ¡Diablo peludo! - exclamó Halcón, totalmente borracho, dandole una patada que no acertó - Es que no ves que estoy hablando con mi amigo…
El mono gruñó, trepando por el timón y se quedó quieto mordisqueando un trozo de pan duro que había robado de la cocina.
  • Como te decía marinero, si pudiera, me habría plantado con diecisiete. ¡Sí! ¡Sin duda! ¡Deberías haberme visto, amigo… hasta tu hombría se habría enfrentado a un desafío! Era fuerte, delgado, con el pelo cayendo sobre mis hombros… y con dos ojos… ¡Dioooos! Cómo hecho de menos a ese maldito ojo.
Gláfur lo miraba confundido. El oso polar, observó a Yrsa a unos metros, intentando zafarse del brazo del vigía, pero Halcón lo sujetó más fuerte, y sin soltar la botella le acarició la cabeza con ternura.
  • Mira tu cabellera… qué envidia me das, bribón - dijo, dando un trago largo, casi ahogándose - Yo era igual con diecisiete… igual que tú, fuerte y peludo. Aunque con menos canas, eso sí… por cierto, ¿cómo has dicho que te llamabas?
Gláfur gruñó con dignidad pero resignado. Parecía preguntarse si aquel humano completamente borracho había perdido la razón… o si realmente estaba hablando con él como si fuera un viejo amigo de la adolescencia.

Abajo, en la cabina de Yara, los ungüentos volvían a estar esparcidos por todos lados. Mordisquitos, sentado en la cama, agitaba las manos como si estuviera lanzando hechizos, mientras ella se arremangaba la túnica y seguía trabajando sin descanso. Bum-Bum, sentado al lado del gigante, la observaba como si estuviera viendo un milagro, moviendo los pies nerviosos, balanceándose peligrosamente sobre el borde de la cama.
  • No me valen de nada tus excusas - exclamó Yara, mirando la herida que Mordisquitos se había hecho durante la huida de la ciudad flotante - Sí… sí… sé que eres fuerte, pero una herida infectada, aunque no duela, puede matarte.
Mordisquitos la miró unos segundos, con los ojos brillando. Esa mujer era preciosa, siempre, en cualquier situación. Estuviera feliz, molesta o matando enemigos, había algo en ella tan natural y espontáneo que incluso aquel gigante de puro músculo y fuerza titánica parecía frágil e infantil a su lado. Mordisquitos gesticuló de nuevo, esta vez haciendo un gesto claramente lascivo con sus dedos y poniendo cara de pena.
  • ¿En serio? ¿Ahora? ¡Pero es que no ves que te estoy curando? - Yara no pudo evitar reír ante la absurda teatralidad del gigante - Bendita Oshun, todos los hombres son iguales. Blancos, negros, jóvenes, viejos… ¡solo pensáis con lo mismo!
De repente, el africano levantó su túnica con un gesto disimulado. Lo suficiente para que ella viera lo que le tenía reservado. Yara tragó saliva, el calor subiendo por su entrepierna. Ni la túnica mágica de Bum-Bum pudo salvarla del sofoco instantáneo.

Con un gesto de mano le dijo: “¡Eso no se hace!”, Yara lanzó un trapo húmedo que golpeó la cara del gigante. Mordisquitos gruñó, dándole una palmada juguetona en el trasero, mientras ella daba un salto hacia atrás, riéndose a carcajadas. Bum-Bum la miraba boquiabierto, como si intentara entender la escena, sin moverse ni un centímetro.
  • Pequeño pirata, ¿por qué no buscas a Briede y jugáis un rato? - dijo Yara, tratando de mantener la calma mientras Mordisquitos movía los dedos frenéticamente.
  • Ahmid tawar’eh drin ahed al’rahid… ¡Aquí! ¡Ahed! ¡Bum-Bum aquí! ¡Ahed! - respondió el niño, saltando y dando vueltas como si estuviera en un espectáculo de circo.
  • ¡Escucha! Para, para un momento - sonrió Yara, arrodillándose frente a él - El gigantón y yo tenemos que hablar de algo en privado…
Pero Bum-Bum se cruzó de brazos, inflando el pecho y frunciendo el ceño como si estuviera en un duelo de miradas con la cubana. Mordisquitos, sabiendo que la cabezonería de Bum-Bum era incluso más fuerte que la suya propia, le dio unos golpes juguetones en el hombro a Yara. Ella se giró y leyó sus signos, suspirando divertida.
  • ¡Ni hablar! De eso nada - sonrió, negando con la cabeza - No puedes ponerme la miel en los labios y luego quitármela! - dijo, divertida pero con cara de madre exhausta - Está bien… ¡vale! Pero me debes una, ¿eh? No lo olvides.
Mordisquitos sonrió y asintió vigorosamente, su dentadura metálica reluciendo en la cabina.
  • ¡Buenoooo! - dijo Yara, poniéndose de rodillas y cogiendo un trapo limpio - Ahora, enséñame esa herida, gigante cabezón.
Mordisquitos le frotó la cabeza a Bum-Bum intentando deshacerle el turbante, rió, y se dejó caer sobre la cama, enseñando la pierna con dramatismo exagerado, mientras Yara la miraba concentrada y el niño se lanzaba contra el africano dispuesto a luchar hasta la muerte, Yara los observó un segundo, conteniendo la risa ante aquel caos adorable que era ahora su vida.

Sexo, culpa, dolor, venganza, alegría, amor, nostalgia, familia. Todo albergado en un mismo navío, todo mezclado al mismo tiempo, sin control, sin medida, mecidos por el caos de la libertad. Y todos tenían su parte de razón. Nadie más que aquellos que han sufrido la voluntad de un mundo cruel dispuesto a quebrarlos, pueden soportar el peso de la libertad.

Pues esta no está hecha para corazones débiles: tan solo los más fuertes, los más duros y los más tenaces pueden abrazarla. Y solo los más puros de corazón pueden llegar un día a amarla.

La tripulación del Red Viper seguía adelante. Sanando heridas, incluso aquellas que brotaban del alma. Como dijo Akuma, no eran tan distintos en realidad. Indios, ingleses, escoceses, españoles, cubanos, africanos, nórdicos, japoneses… incluso amazonas. Mundos distintos, culturas enfrentadas, visiones opuestas. Pero unidos por un fin más grande que ellos mismos. Navegando juntos bajo la misma bandera.

La noche sucedía a la noche. Al final, nadie era capaz de recordar cuánto tiempo llevaban dentro de aquel gigantesco río que parecía no tener fin. El calor había cesado, cediendo al frío que tímidamente se abría paso. Todos agradecieron la tregua. Tan solo Bhagirath fruncía el ceño, viendo cómo la bodega se vaciaba rápidamente. Aquel mundo bajo tierra estaba muerto, y además de las bocas humanas, el gigante también debía comer.

Grace no soltaba la brújula en ningún momento. Pero la dirección seguía siendo la misma, inmutable. Vihaan se acercó a la proa al verla mirando la inmensidad oscura. Se habían detenido, pues el gigante también necesitaba descansar. La corriente era tan débil que apenas los arrastraba.
  • ¡Este chisme no funciona! ¡Debe estar roto! -exclamó Grace.
  • ¿Por qué dices eso?
  • ¡Porque no se mueve, mira…!
Le entregó la brújula. Apenas cayó en manos de Vihaan, el puntero giró con violencia, dando vueltas sin cesar. De repente se detuvo. Y las marcas apuntaban directamente a la capitana.

Grace giró la cabeza a un lado, después al otro, y volvió a mirar a Vihaan con el ceño fruncido.
  • ¿Lo ves?
  • ¿El qué?
  • ¡La dirección! ¡Te dice que vayas contra un muro de piedra! ¡Maldito chisme de los dioses!
De un tirón, Grace recuperó la brújula. En sus manos volvió a girar hasta señalar la misma dirección de siempre. Una sonrisa burlona se dibujó en su rostro. Se la devolvió a Vihaan, y sucedió exactamente lo mismo: la aguja giró hasta señalarla a ella.
  • ¿Y a qué viene ahora, esa cara de boba? - preguntó Vihaan, divertido.
Grace se llevó las manos al pecho, teatral.
  • ¿Es que no lo ves? La brújula indica tu destino. Y tu destino… soy yo.
  • ¡Venga, Grace! ¡Deja de decir bobadas!
La capitana lo incordió un rato, riendo, mientras Vihaan se cruzaba de brazos fingiendo estar molesto, con la vista fija en el horizonte. Y entonces lo sintió. Todos lo sintieron.
  • ¡Capitaaaaaana! ¡En el horizonteeee! - la voz de Halcón ilumino sus corazones.
  • ¡Luuuz! - gritó Grace, aferrando don fuerza la mano de Vihaan.
Un murmullo recorrió la cubierta como una descarga eléctrica. Todos se incorporaron de golpe, como si una chispa divina los hubiera despertado del letargo. Allí estaba. Débil al principio, un destello perdido en la negrura. Pero era luz.

Las dudas se disolvieron. Ya no importaban los dioses dormidos ni las bóvedas llenas de monstruos. El gigante avanzaba con renovada furia, empujando el navío hacia aquel fulgor distante. Y con cada pisada, el aire cambiaba: la brisa rozaba sus rostros, el frío se hacía más intenso, la corriente más viva. Y entonces, como una revelación, lo sintieron todos al mismo tiempo: el olor inconfundible a sal, a océano abierto, a libertad.

Los hombres y mujeres del Red Viper gritaron, rieron, se abrazaron. Algunos lloraron.

La brisa empezó a colarse por entre las velas y los cabellos. El frío se intensificaba. Fue entonces cuando Bhagirath se acercó a la proa, sin decir palabra, y colocó sobre los hombros de Grace unas gruesas pieles curtidas. La capitana lo miró, sorprendida, y le dedicó una sonrisa cansada pero sincera.
  • Gracias, Bhagirath… - susurró, acomodándose en aquel calor inesperado.
Vihaan miró las ropas de Grace y luego miró al gigante, soltó una risa leve.
  • Mírate, Grace… hasta el gigante tiene más clase que tú.
  • ¿Y tú qué sabes de clase, chiquitín? - replicó ella, empujándole con el codo.
Bhagirath los observó a ambos, serio pero con una chispa de ternura en la mirada.
  • Lo hemos vivido todo - dijo con voz grave - Sangre, pérdidas, hambre, miedo… y aun así seguimos en pie. Esa luz… es la promesa de que no hemos luchado en vano.
Grace asintió, con la vista fija en aquel resplandor lejano.
  • Nunca olvidaré lo que dejamos atrás. Ni lo que nos arrebató este viaje. Pero ahí… - señaló con la barbilla hacia el horizonte - ahí empieza todo de nuevo.
Vihaan se encogió de hombros, con una sonrisa que intentaba disimular la emoción que lo desbordaba.
  • Si esa luz nos lleva de nuevo a otra bóveda, me tiro por la borda. Os doy mi palabra.
Los tres rieron y permanecieron juntos, hombro con hombro, dejando que el silencio hablara por ellos. El Red Viper avanzaba, empujado por la fuerza del gigante y el deseo de toda la tripulación. Y con cada metro, la certeza crecía en sus pechos.

Sí… esta vez no cabía duda.
Volvían a casa.
Por fin.

El bergantín emergió del vientre oscuro del mundo como un animal exhausto que por fin ve la luz del día. La primera ráfaga de aire helado golpeó sus rostros como cuchillas, el frío cortante arañando la piel, clavándose en los huesos. Pero nadie maldijo aquella sensación. Todo lo contrario. Todos rieron. Respiraban como si jamás hubieran respirado de verdad hasta ese momento.

El sol. Como lo habían hechado de menos.

Aquel disco pálido, cegador, suspendido sobre un cielo cristalino. Tras tanto tiempo bajo tierra, la luz los hirió, pero nadie apartó los ojos. Lloraban, reían, se abrazaban, alzaban los brazos hacia el firmamento.

La brisa salada llenaba los pulmones, la marea batía con fuerza contra los bloques de hielo. Y el gigante, aquella criatura descomunal que los había empujado hasta allí, rugió de felicidad. Se revolcó contra las placas heladas como un niño eufórico, levantando fragmentos de hielo del tamaño de barcos pequeños, que caían al mar con un estruendo que parecía música para todos. Bishnu, desde cubierta, casi lloraba de emoción con la botella en alto, como si celebrara un triunfo divino.

Aivori no se movía. De pie en cubierta, abrazaba a Briede contra su pecho. Sus ojos, acostumbrados a la penumbra de las cavernas, se abrieron con asombro infinito ante aquel mundo blanco y cegador.
  • Madre, lo logramos… - susurró, como si hablara consigo misma - estamos… bajo el cielo.
El pequeño Briede, inquieto en sus brazos, extendió la mano hacia el sol, balbuceando. Era la primera vez que veía la luz del mundo. Grace, cubierta aún con las pieles que Bhagirath le había puesto sobre los hombros, observaba todo en silencio, conteniendo la emoción que amenazaba con quebrarla.
  • Hemos vuelto… - dijo al fin, la voz ronca - De donde partimos. Hemos vuelto al Ártico.
Bhagirath asintió, solemne.
  • El círculo se ha cerrado. Lo que el mar nos arrebató, el mar nos lo devuelve.
Pero entonces Vihaan, que hasta ese momento permanecía en silencio, soltó una carcajada seca y punzante.
  • ¡No, Grace! - dijo alzando la voz para todos - No estamos en el Ártico.
Todos lo miraron extrañados. Grace frunció el ceño.
  • ¿Cómo que no? ¿Acaso no lo ves? El hielo, el frío, la luz… hemos regresado al norte.
  • Eso crees - respondió él, levantando el dedo hacia el sol. La luz dorada caía casi perpendicular sobre sus cabezas - Pero míralo bien. Estamos en pleno día, y el sol está demasiado alto. Aquí, en estas fechas, el sol del Ártico debería rozar el horizonte, nunca elevarse así.
El silencio se apoderó de la cubierta. El viento silbaba, agudo, helado. Vihaan dio un paso adelante, su voz ahora grave, casi reverente.
  • No hemos salido por donde entramos. El río nos ha llevado más lejos de lo que imaginábamos. - Hizo una pausa, mirando a cada uno - No estamos en el norte… estamos en el sur. Este no es el Ártico. Este… es el Antártico.
El murmullo recorrió a la tripulación como un trueno. Asombro, incredulidad, miedo, pero también un brillo de fascinación. ¿Era cierto? Tan solo pensarlo era una locura. ¿Habían atravesado el mundo entero? ¿Por dentro?

Grace entrecerró los ojos, sintiendo cómo el viento helado le quemaba las mejillas.

El Red Viper, con toda su tripulación, con sus heridas y sus sueños, ¿flotaba ahora en el otro extremo de la Tierra? En cubierta, el viento helado les mordía la piel, pero nadie parecía querer refugiarse.
  • Es imposible - murmuró, sacudiendo la cabeza - Ni el barco más rápido habría cruzado toda la Tierra en tan poco tiempo. Necesitaríamos años, Vihaan, ¡años! Y apenas han pasado… ¿cuánto? ¿Semanas? ¿Meses? No lo sé. Pero esto no puede ser el otro extremo del mundo.
Vihaan, con calma, apartó la escarcha de la madera y desplegó sobre una mesa improvisada un viejo mapa astral y un par de cartas marinas raídas. Se inclinó sobre ellas, los dedos lilas por el frío señalando las estrellas y el sol.
  • Grace, yo tampoco puedo creerlo… pero no hay otra explicación.
Los marineros se fueron acercando, curiosos. Yrsa y Bhagirath se situaron a un lado, Akuma observaba desde la lejanía, mientras Aivori, con Briede en brazos, escuchaba en silencio.

Vihaan golpeó suavemente el mapa.
  • Mirad el sol. Está demasiado alto para ser el Ártico. Aquí arriba, en esta época del año, debería rozar el horizonte, no trepar por el cielo como si estuviéramos en pleno verano.
  • Un momento - lo interrumpió Halcón, resbalando por la escarcha en cubierta - ¿Y cómo diablos sabes en qué estación estamos? ¡Si allí abajo todos perdimos la cuenta!
Vihaan sonrió, llevándose una mano a la barba espesa y nevada que ahora le llegaba casi a la nuez.
  • Por mi barba.
Un silencio incrédulo se hizo, hasta que Macfarlane soltó una carcajada tronante.
  • ¿¡Qué!? ¿Mides el tiempo con tu barba? ¡Por todos los diablos del mar, este hindú está loco!
Las risas estallaron entre los marineros. Vihaan, sin perder la compostura, asintió con seriedad.
  • No es un método exacto, lo admito. Pero sí aproximado. Cuando descendimos, apenas tenía un par de dedos de largo. Ahora… - tiró suavemente de su barba - calculo que han pasado al menos uno o casi dos meses.
Se inclinó otra vez sobre los mapas, trazando líneas con el carbón.
  • Si unimos eso al movimiento del sol y a las corrientes frías que pasan por debajo del hielo, la conclusión es clara. No estamos en el norte. No es el Ártico. Estamos en el sur… en el Antártico.
Las voces se alzaron en un murmullo de sorpresa y escepticismo. Grace apretó los puños, mirando la carta marina, los ojos brillando entre la incredulidad y la fascinación.
  • ¿Hemos cruzado el mundo por su interior? ¿Hablas en serio?
  • Eso parece - respondió Vihaan, con la mirada fija en el horizonte blanco - Y aquí seguimos.
El viento volvió a azotar la cubierta, arrastrando consigo risas nerviosas y miradas llenas de esperanza. Vihaan, viendo aún algunas miradas de duda, alzó la voz con esa calma suya que siempre parecía más fuerte que los gritos.
  • Lo sé, suena imposible. Pero escuchad - Se inclinó sobre la mesa improvisada y sacó de su bolsa una cuerda enrollada y un astrolabio de latón abollado por el tiempo.
Los marineros se acercaron más, algunos riendo, otros frunciendo el ceño, como si aquel juego de mapas y estrellas fuera más brujería que ciencia.
  • El sol no engaña. - Dijo señalando el cielo, luego posó el astrolabio en la mesa - Con este instrumento puedo medir su altura sobre el horizonte. En el norte, a estas alturas del año, no debería estar tan alto.
  • Bah, brujerías - gruñó Halcón, aunque no pudo ocultar la curiosidad de su ojo.
Vihaan cogió un trozo de carbón y dibujó sobre la mesa una línea torcida.
  • Mirad, aquí está el ecuador, aquí el norte… y aquí, el sur. Si seguimos la dirección de nuestra brújula, si contamos los meses que han pasado - acarició de nuevo su barba con media sonrisa - y si observamos cómo la marea empuja con fuerza distinta… todo apunta a que no hemos vuelto al Ártico, sino que hemos atravesado al otro extremo del mundo.
Sacó entonces una pequeña copa metálica, la llenó de agua salada y, con un hilo de cuerda, dejó flotar una astilla de madera como improvisada aguja. El trozo giró hasta señalar siempre la misma dirección.
  • Vale! La prueba decisiva, la aguja nunca miente. Y mirad, apunta al norte verdadero. Si estamos aquí, y el sol está allí arriba… - dibujó otra línea en el mapa - no queda duda: estamos en el Antártico.
Algunos marineros empezaron a murmurar, otros cruzaron los brazos negando con la cabeza. Grace, con los ojos clavados en el horizonte helado, no dijo nada, pero escuchaba.

Halcon, todavía con la bota en la mano, bufó.
  • ¡Bah! ¡Yo solo sé que me congelo el trasero y que esa barba tuya parece tener más autoridad que el mismísimo Papa!
Las carcajadas estallaron de nuevo, incluso de los más incrédulos. Vihaan sonrió, dejando que la broma aligerara la tensión. Luego, volviendo al mapa, concluyó:
  • No os pido que me creaís porque sí. Os pido que mireís al cielo, que sintais el viento, que olfateeis el mar. No hemos vuelto al principio… hemos encontrado un nuevo final.
El silencio se hizo por un instante, roto solo por el crujido del hielo bajo el casco y el rugido alegre del gigante que se revolcaba a lo lejos.

Yara se acercó a Grace envuelta en pieles, con el abrigo hinchado como si llevara un tesoro. La capitana arqueó una ceja hasta que un pequeño movimiento lo delató: allí, contra el pecho de Yara, Bum-Bum dormitaba, acurrucado como un cachorro.

Grace no pudo evitar sonreír. Se inclinó y, con la mano enguantada, le frotó el turbante con cariño. El niño abrió los ojos medio soñolientos y volvió a cerrarlos, suspirando.
  • Menuda locura, hermana, ¿eh? - dijo Yara con una risa ronca - Cruzar el mundo de norte a sur por su vientre… ¿quién nos lo iba a decir?
Grace bufó, echando aire por la nariz.
  • Bah!… Vihaan debe de estar equivocado. No entiendo mucho de esas cosas de estrellas y mapas, pero… ¿cuántas millas náuticas habrá de punta a punta? No tiene ningún sentido.
Yara la miró fijamente, y de pronto se echó a reír.
  • ¿De qué te ríes? - preguntó Grace frunciendo el ceño.
La cubana levantó un dedo y empezó a enumerar, como si contara monedas.
  • Primero: sobrevivimos a una piedra viva. Segundo: huímos de una ciudad que flotaba sobre el mar. Tercero: domamos a un gigante que ahora se revuelca como un perro en la nieve. Cuarto: atravesamos un río infinito bajo tierra, con monstruos, un dios demasiado vago para luchar y quién sabe qué más… ¿Sigo? Maldita sea Red! - rió Yara - Hasta Cortés bailó fandangos en medio del infierno con una princesa amazona.
  • Ya, ya, vale… - interrumpió Grace, intentando no reírse.
  • Y quinto - concluyó Yara inclinándose sobre ella con picardía - todavía sigues pensando que en este mundo hay cosas imposibles. ¡Despierta, capitana!
Grace la miró un instante en silencio, sin perder la sonrisa, con el viento helado azotándole el rostro. Luego, lentamente, dejó escapar sus palabras.
  • Sí hay una cosa imposible, Yara.
  • ¿El qué? - preguntó ella arqueando una ceja.
  • Que tus pies dejen algún día de oler a queso podrido.
Hubo un segundo de silencio, y después un estallido de carcajadas. Yara le lanzó un manotazo fingiendo ofensa, Grace esquivó riendo, y Bum-Bum, despertado por el alboroto, se revolvió en medio de las dos, gruñendo y empujando con sus bracitos.
  • ¡Eh, traidor! ¡Tú también contra mí! - exclamó Grace mientras el niño la tiraba del pelo.
La cubierta entera se contagió de aquella risa, que estalló como una hoguera en medio del hielo.

Continuará…
 
Capítulo 33 - El desierto helado: la despedia de un corazón gigante

Empezaba a anochecer y aún no se habían movido. No por falta de voluntad, sino porque parecía que al mismo destino se le había puesto entre ceja y ceja que el Red Viper no pudiera avanzar. A sus espaldas, la enorme gruta por la que habían sido escupidos, oscura y profunda como ellos sabían, parecía observarlos con la amenaza de volver a engullirlos en cualquier momento. Al frente, un vasto desierto de hielo. Esta vez no había ríos ni grietas que poder romper, tan solo un manto infinito de nieve que lo cubría todo.

Bum-Bum trabajaba a toda máquina, ideando algún plan. Había probado de todo: fuego rojo como la sangre, explosiones negras como la noche; llevó su magia hasta el límite, pero aquel hielo siempre terminaba ganando la batalla. Aun así, el muchacho no desistió. Seguía pensando, probando, haciendo experimentos, mientras Yara y Mordisquitos lo observaban en silencio, pendientes de cada llamarada que por momentos se acercaba demasiado a él.

El gigante, a unos metros del barco, esperaba sentado sobre el hielo. Llevaba un buen rato emitiendo un sonido grave y constante, ininteligible, pero lleno de dolor y pena. Bishnu, apenado, intentaba consolarlo. No habían llevado a aquel niño de vuelta a su hogar, sino al otro extremo del mundo.

Grace, apoyada en la barandilla junto a Bhagirath, observaba en silencio, compartiendo una sonrisa con Yrsa y los nórdicos. Los balleneros habían abierto un agujero profundo en el hielo y, sentados sobre tamburetes improvisados, aguantaban el frío mientras esperaban que algún pez mordiera el anzuelo. No muy lejos de allí, Gláfur y la giganta jugaban como dos niños: se perseguían sobre la superficie helada, tirándose uno sobre el otro y revolcándose en la nieve, como si el frío no existiera para ellos.
  • Aquí tienen, beban antes de que se enfríe… les sentará bien - dijo Cortés, acercándose con un par de vasos de los que salía un humo caliente.
Bhagirath lo olió primero, y bajo su bigote congelado asomó una risa.
  • ¿Puede ser esta la primera vez que no me ofrece alcohol, señor Cortés? - preguntó en tono sarcástico - ¿Cuál es la trampa, si se puede saber?
Grace rió y bebió un sorbo del caldo. Ardió en su garganta, pero por un instante consiguió contener el frío intenso.
  • Estoy intentando reformarme, señor - respondió Cortés con toda la solemnidad que le permitía el momento, pasando ambos brazos por cada uno de sus hombros - Ya sabe… llevar una vida más sana.
  • Mal sitio has escogido, Cortés - rió la capitana.
  • ¿Y eso? ¿A qué viene ese cambio de actitud, señor? - preguntó Bhagirath, divertido.
  • Bueno… ya sabe, bajar un poco la barriga, ponerme en forma…
  • Ya veo… Sí. Y dígame, ¿no tendrá algo que ver en ese repentino cambio de hábitos… una princesa guerrera que ambos conocemos?
Grace no pudo evitar soltar una carcajada. Cortés rió también, con esa alegría suya que parecía inquebrantable.
  • Puede, señor. Puede… Aunque no me cierro en banda. - Le guiñó un ojo - Soy generoso en el amor.
Les dio un par de palmadas en los hombros y se marchó, aunque antes de irse se giró sonriendo, con una de sus teatrales reverencias.
  • Eso va por usted también, capitana. Me tiene a su entera disposición.
Grace lo observó un instante, negando con la cabeza y sin perder la sonrisa.
  • ¡Lárgate, Cortés, antes de que te dé una patada en ese enorme culo! ¡Vamos!
  • Como usted mande, capitana.
Y sin más se fue, alegre como siempre, dejando tras de sí un eco de risas que ni el hielo pudo apagar.
  • Menudo es… - masculló Grace divertida.
  • Incorregible, sí - rió Bhagirath - pero de corazón noble; como pocos he visto igual en mi vida.
Se quedó mirándola un rato en silencio.
  • ¿Puedo hacerle una pregunta, señorita Grace?
  • Ya volvemos otra vez - sonrió la capitana, frotándose las manos para calentarlas.
  • ¿Qué quiere decir con eso? - preguntó Bhagirath con una sonrisa.
  • Siempre que me llama “señorita Grace” es para hacerme una pregunta que no quiero responder.
  • ¿De verdad? No había caído en ello, disculpe.
  • ¡Y tanto! Pruébelo, ya verá. Hágame su pregunta.
  • ¿Qué siente por el señor Vihaan?
Grace estalló en carcajadas.
  • ¡Lo ve! - dijo entre risas - Una pregunta que no quiero contestar; nunca falla.
  • ¿Le incomoda hablar de sus sentimientos conmigo? Creía que confiaba en mí.
  • No es eso, Bhagirath; no lo dude ni un momento. Confío en usted más que en nadie en este navío…
  • ¿Más que en Yara incluso? - sonrió divertido.
  • Eso… mmm, está… más difícil, señor - se rió Grace - Pero si estuviera atrapada, rodeada de enemigos, sin armas, herida, al borde de la muerte… en la peor situación posible, donde la esperanza estuviera a punto de evaporarse… sí: desearía que usted estuviera a mi lado.
  • Gracias, capitana…
  • Ahora bien: ¿hablar de lo que siento por Vihaan con usted? No me convence, amigo.
  • ¿No lo ama, entonces?
  • ¿Por qué dice eso?
  • No lo digo, lo pregunto.
Grace suspiró, incómoda con la conversación. En ese momento habría preferido zambullirse de nuevo en la oscuridad de la gruta antes que seguir hablando del asunto.
  • Para empezar… ¿qué es el amor?
  • Bueno… depende de a quién se lo pregunte. Es distinto para una madre, un hermano, un amante o un marido… el amor tiene mil caras y mil formas, señorita Grace.
  • Entonces, ¿cómo sabe alguien si está enamorado?
Bhagirath sopesó la respuesta, con los ojos fijos en Yrsa.
  • Es algo que no se puede medir; no surge solo del corazón, proviene de algo más profundo, algo más grande. Cada herida que sufre, cada alegría que vive, sus derrotas, sus triunfos… todo eso también es parte de ti.
  • ¿Y ser capaz de morir por alguien? ¿Eso es amor?
  • No… para mí no lo es. Quizás antes - dijo Bhagirath, girándose hacia ella y encontrando su mirada - Morir por alguien es honorable; es un sacrificio que muy pocos serían capaces de llevar a cabo. Pero no es amor. El amor es todo lo contrario.
  • Vivir por alguien…
  • ¡Eso es! - sonrió Bhagirath - Vihaan viviría por usted, señorita Grace.
  • ¿Eso… se… eso se lo ha dicho él?
  • No hace falta… lo puedo ver. Todos lo vemos.
Grace desvió la mirada hacia el hielo.

- No es necesario que me responda ahora - sonrió Bhagirath - Ni que lo haga jamás… tómese su tiempo. Reflexione… pero, por favor, se lo ruego… no le rompa el corazón.

El silencio cayó sobre cubierta como un sudario. El viento helado azotaba los rostros, cortando la piel con cada ráfaga, mientras la nieve se arremolinaba alrededor del Red Viper. Los nórdicos habían vuelto con los peces entre las manos, pero la alegría había muerto en sus ojos al comprender qué se preparaba. Cerca del agujero abierto en el hielo, cinco fosas largas y pesadas de cavar esperaban. Los españoles cavaban en silencio, sus músculos rígidos por el frío, el sudor congelándose en sus frentes.

Todos fueron reuniéndose poco a poco, hasta formar un círculo alrededor de los cuerpos envueltos en telas y pieles. Akuma, sentada en la barandilla, sostenía el shamisen contra su hombro. Sin que nadie se lo pidiera, dejó fluir su alma en un lamento de cuerdas que se deslizaba como un suspiro entre las ráfagas del viento. Aquella música parecía llorar con ellos.

Nadie habló durante un tiempo. Nadie se atrevió a romper aquella liturgia natural de lágrimas, sollozos y silencio. Finalmente, Cortés dio un paso al frente. Sus manos temblaban —no se sabía si por el frío o por lo que cargaban sus palabras—. El español, siempre alegre, siempre con un chiste en los labios, ahora parecía otro hombre.

Se quitó el sombrero y lo presionó contra el pecho. Respiró hondo y habló con voz grave, firme, aunque rota por dentro.

  • Compañeros… hoy no venimos a llorar solo la muerte. Hoy venimos a recordar la vida. La de aquellos que nos acompañaron hasta aquí, que rieron con nosotros, que compartieron el pan duro y el vino aguado, que maldijeron las tormentas y celebraron las victorias.
Hizo una pausa. El viento sopló fuerte, como si también quisiera escucharlo.
  • No fueron santos, ni ángeles, ni héroes de canciones. Fueron hombres y mujeres de carne y hueso. Gritaron, amaron, sangraron, se equivocaron… como todos nosotros. Y sin embargo, siguieron adelante, un día tras otro, hombro con hombro, espada con espada. No hubo dios ni rey que pudiera atarlos. Solo el deseo de vivir libres, de vivir con dignidad.
Las lágrimas comenzaron a correr por varios rostros curtidos por el hielo. Yrsa ocultó su cara en el pecho de Bhagirath. Grace apretó los labios, clavando la mirada en los cuerpos envueltos.

Cortés tragó saliva, la voz quebrándose.
  • Yo… yo prefiero recordarlos riendo. Prefiero recordar las canciones desafinadas, los bailes torpes, las peleas que siempre acababan en abrazos. Prefiero quedarme con eso, porque ahí es donde está la verdad de un hombre: en los momentos compartidos con sus hermanos.
Un nudo se formó en su garganta, y respiró hondo antes de continuar.
  • Ellos ya no seguirán con nosotros, pero no han desaparecido. Están en cada uno de nosotros. En cada broma que contemos, en cada trago que bebamos, en cada lágrima que derramemos esta noche. El mar se los llevará, sí… pero sus almas nos seguirán, navegando dentro de nosotros, mientras sigamos vivos, hasta que nos volvamos a encontrar.
Alzó la vista, la mirada empañada, y alzó la voz una última vez.
  • Brindemos por ellos, aunque no tengamos vino. Recordemos que murieron como vivieron: libres, entre hermanos, con el viento en la cara y el mar bajo sus pies. Que la muerte no borre sus nombres, porque mientras los recordemos, seguirán existiendo.
Silencio. Solo las notas de Akuma, gimiendo con un dolor profundo y hermoso. El aire se llenó de sollozos contenidos. Grace cerró los ojos con fuerza. Bhagirath inclinó la cabeza. Y hasta el gigante, sentado en la distancia, rugió suavemente, como si comprendiera que también debía honrar a los amigos caídos.

El viento helado azotaba aquel mundo helado mientras la tripulación del Red Viper permanecía inmóvil alrededor de las fosas. El hielo crujía bajo sus pies y la nieve picaba como agujas, pero nadie se movía. Cada uno de los presentes buscaba despedirse a su manera, enfrentando la tristeza con el valor que les había enseñado el mar y la vida misma.

Yara fue la primera. Acercó los labios a la piel de un compañero caído, susurrando palabras en la lengua de sus santos, palabras que hablaban de protección, de fuerza y de caminos abiertos. Sus dedos dejaron sobre su cabeza una señal efímera, un símbolo de esperanza que solo ella entendía.

Yrsa, rígida por el frío, tocó suavemente el hombro de una amiga caída y dibujó runas en la nieve con las manos desnudas. No pronunciaba palabras, pero su gesto era un juramento: “seguiremos adelante, por ti y por todos los que no pueden”.

Macfarlane cerró los ojos, respiró hondo y murmuró un juramento en voz baja, casi quebrado, prometiendo no dejar que la memoria de sus compañeros se perdiera. Sus puñales descansaban contra su pecho mientras su voz se mezclaba con el silbido del viento.

Vihaan, en silencio, se inclinó ante cada cuerpo, apoyando una mano sobre la tierra que los recibiría. No habló, pero sus ojos ardiendo de emoción decían todo: respeto, gratitud y promesa de libertad.

Los nórdicos levantaron un momento sus puños y los dejaron caer suavemente sobre la cubierta, un gesto de honor hacia los caídos. Bhagirath, con lágrimas en los ojos, frotó la frente de un compañero ausente, recordando cada sonrisa compartida y cada pelea sofocada.

Grace permaneció inmóvil unos instantes más, dejando que el silencio la envolviera. Finalmente dio un paso al frente, y su voz surgió clara y dulce.

  • Hace un momento, un buen amigo me enseñó una gran verdad. Me dijo que amar no es morir por alguien, sino vivir por alguien. - Su mirada recorrió a todos los presentes - Y yo he comprendido que eso es lo que ellos nos enseñaron, incluso en su ausencia. Vivir con libertad, con valor, con la fuerza de enfrentar cada tormenta y cada oscuridad. Ellos nos dieron todo, y nosotros debemos honrarlos… viviendo, amando, riendo y luchando. Como si cada día fuese el último.
Bhagirath asintió con dignidad al escucharla hablar.
  • Como ha dicho Cortés, sus espíritus corren con nosotros mientras el Red Viper siga navegando, mientras nosotros sigamos siendo fieles a nuestra voluntad. No lloramos para hundirnos en la tristeza, lloramos porque sentimos, porque seguimos vivos y porque ellos nos dieron la fuerza para hacerlo. Dieron su vida para que pudieramos seguir hacía adelante.
Un instante de silencio absoluto. Y luego, algunos alzaron sus mosquetes y dispararon al cielo, el estruendo rebotando entre los bloques de hielo. Las lágrimas comenzaron a correr sin ataduras por los rostros de la tripulación, mezclándose con la nieve, brillando bajo la débil luz que se filtraba en la tormenta de frío.

El violín de Akuma volvió a sonar, esta vez como un canto liberador. Cada nota era un latido, un recuerdo y una promesa: que la vida continuaría, que los muertos no serían olvidados, y que la libertad y la amistad seguirían guiando a la tripulación.

El hielo, el viento y el mar parecían inclinarse ante ellos, respetando la memoria de los que ya no podían caminar junto a los suyos, pero que vivirían eternamente en cada gesto valiente y en cada corazón que seguía latiendo bajo la bandera del barco.

Uno a uno fueron retirándose de la cubierta. Primero los más jóvenes, abrazados entre sí, como si temieran que el viento helado se los llevara de nuevo a las tinieblas. Luego las mujeres, que en silencio recogieron los trapos, las armas y los restos del funeral. Los nórdicos, agotados por el día, se marcharon en grupo, murmurando canciones en su lengua, canciones que hablaban de hogar y de mares abiertos. Yara arrastró a Bum-Bum, que aún quería quedarse cerca de las tumbas, pero acabó rindiéndose entre los pliegues de su abrigo.

Grace se retiró la última de entre los suyos, no sin antes posar una mano sobre el hombro de Vihaan, en silencio, siciendo más con un simple gesto que todas las palabras del mundo. Él asintió con un leve movimiento de cabeza, sin apartar la vista del hielo.

El desierto blanco quedó vacío de nuevo. Solo el viento huracanado y el crujir de la madera acompañaban al joven astrónomo. Desde la distancia observó a los españoles: un pequeño grupo de sombras erguidas frente a la única tumba marcada con una cruz. Rezaban en voz baja, en su lengua, palabras que parecían antiguas, palabras que habían atravesado océanos y siglos. Eran pocos, pero se mantenían firmes como una roca.

Santiago, el más joven, flaqueó. El dolor de su alma le dobló las rodillas, pero no llegó a caer. Dos de sus compañeros lo sujetaron por los hombros, lo alzaron con suavidad y lo mantuvieron en pie. Unidos, como si fueran uno solo. Vihaan lo entendió entonces. No eran hombres aislados, eran una familia. Donde uno se quebraba, los otros lo sostenían. Aquella firmeza, aquella dignidad, hizo que sus lágrimas brotaran, no de pena ni de lástima, sino de orgullo.

El que sí lloraba de pena era el gigante. Sentado en la vasta llanura de hielo, su lamento llenaba la noche como un tambor lejano. No había cólera en aquel canto, sino un dolor inmenso, profundo, como si la misma tierra blanca compartiera su pena.
  • Guarda este momento en tus recuerdos, joven astrónomo. - La voz de Bishnu lo sacó de su ensimismamiento. El anciano apareció a su lado, su sonrisa intacta, mirando a los españoles como quien contempla un fuego sagrado - A veces un acto, un solo gesto, puede enseñar más que cientos de palabras.
  • Lo sé, anciano… lo sé. - Vihaan bajó la mirada, conmovido.
Ambos permanecieron un rato en silencio, resistiendo la embestida del aire gélido.
  • Siento lo de tu amigo, Bishnu - dijo al fin el joven - Lamento que lo hayamos llevado tan lejos de su hogar…
  • ¿Lejos? - el anciano soltó una risa leve, tibia - No, joven. Al contrario. Estamos en su hogar.
  • ¿Cómo dice? Pero… ¿y esos sollozos? Yo pensé que… ¿Grace lo sabe? Tenemos que avisar a los demás…
Bishnu negó con suavidad, como quien calma a un niño.
  • Tranquilo. Ya están todos avisados. El gigante no llora, llama a los suyos en medio del vacío y la oscuridad.
  • ¿Llamarlos? ¿Quiere decir que vendrán más?
  • Eso deseo para él. Es demasiado grande para ser un tripulante más del Red Viper. Su lugar está entre los suyos. Es lo correcto.
Vihaan lo miró incrédulo. La idea de más colosos surgiendo en mitad de aquel desierto blanco lo estremecía. Y sin embargo, Bishnu lo decía con serenidad, sin un ápice de miedo.
  • No se moleste, anciano, pero… tengo la sensación de que siempre guarda información. Que la suelta cuando le viene en gana, como si disfrutara de vernos desconcertados.
El viejo soltó una carcajada corta, suave, casi musical.
  • No le quito la razón, joven. Supongo que son cosas de la edad. Usted vive deprisa, quiere devorar el tiempo, probarlo todo. Yo, en cambio, disfruto de verlo pasar. No tengo prisa. He aprendido que todo llega, tarde o temprano.
Entonces, el lamento del gigante se quebró. Y de la inmensidad blanca llegó una respuesta. Un rugido atronador, profundo, gutural, que estremeció el hielo y pareció hacer temblar los cimientos del mundo. Una voz colosal que llenó cada rincón del desierto.

Vihaan abrió los ojos de par en par. Bishnu, en cambio, sonrió con serenidad, como si lo hubiera estado esperando toda la vida.
  • Todo a su tiempo, ¿no es así? - rió Vihaan, con un brillo de nerviosismo en los ojos.
  • Así es, joven. Todo a su tiempo - asintió Bishnu, con calma inmutable.
El rugido había sacudido cada tabla del Red Viper. En cuestión de segundos, toda la tripulación se agolpó en cubierta, temblando más por la expectación que por el frío cortante. Los ojos, abiertos como lunas, se clavaban en la negrura del horizonte blanco. El niño gigante volvió a rugir, esta vez con una fuerza tan brutal que el hielo bajo sus pies vibró como un tambor.

Y entonces llegó, atravesando el viento. No una, sino varias voces. Profundas, guturales, estremeciendo la noche. Estaban cerca. Muy cerca.
Los marineros se aferraron unos a otros. Ya no había frío, ni cansancio, solo el golpe de la sangre en las sienes y el aire helado atrapado en los pulmones.

Halcón dio dos pasos al frente, el primero en verlo. Alzó su único ojo hacia la negrura y, con incredulidad, levantó el parche del otro, buscando ver mejor aquella visión imposible.
  • Que Dios nos proteja… - balbuceó con voz ronca - Allí llegan.
El niño gigante se enderezó, erguido como un faro en medio del hielo. Rugió una vez más, un grito que no era de dolor ni de miedo, sino de llamada. Una llamada que atravesaba los glaciares y rompía la noche.

Entonces, todos los vieron.

Primero, una sombra descomunal que emergió como una montaña en movimiento, sus pasos lentos pero firmes haciendo crujir la planicie helada. Era más alto que cualquiera de los acantilados que la tripulación hubiera visto en vida. Incluso podría haberle plantado cara al Hacedor de Calamidades. Su silueta se recortaba contra el débil resplandor del cielo polar, los brazos largos como troncos y la espalda encorvada bajo siglos de hielo y viento.

Tras él, otra figura igual de colosal, con el torso ancho como un galeón y la cabeza coronada por un penacho de escarcha, como si la misma ventisca se hubiera posado eternamente sobre sus cabellos. Cada paso suyo hacía saltar bloques enteros de hielo.

La tercera sombra apareció por el este, más ágil, de formas más estilizadas. Parecía avanzar con un paso más ligero, casi felino, y sus manos terminaban en dedos larguísimos que brillaban al reflejar la escasa luz.

La última fue la más aterradora de todas. Una mole titánica, tan grande que parecía arrastrar la misma noche tras de sí. Sus hombros eran montañas, su aliento una nube de vapor que cubría la llanura. Avanzaba lento, solemne, como si el mundo mismo se apartara a su paso.

Cuatro gigantes. Cuatro colosos que hacían temblar el hielo, cada uno distinto, cada uno con la grandeza y la crudeza de los elementos.

El niño gigante, al verlos, lanzó un rugido que partió el aire. Sus ojos se iluminaron con un fulgor húmedo, mezcla de alegría y alivio. El sonido que escapó de su garganta ya no era un lamento, era un canto, una celebración. Se inclinó hacia adelante, golpeó el suelo con sus manos enormes y volvió a rugir, esta vez con la fuerza de quien por fin ha hallado a los suyos.

En cubierta, todos comprendieron, sin necesidad de palabras, que estaban presenciando el reencuentro de una família.
  • Vuelve a casa, pequeño - sonrió Grace, con la voz quebrada.
  • Con los tuyos - añadió Vihaan, apretando los labios.
  • ¡Gracias por todo, amigo! - exclamó Yara, con un respeto casi reverencial.
El niño gigante rugió, y de inmediato salió corriendo hacia las colosales siluetas que aguardaban en la distancia. Sus pasos levantaban montañas de nieve, pero en sus movimientos había la torpeza alegre de un niño que vuelve al regazo de su madre.

Los gigantes lo recibieron con los brazos abiertos. Sus voces, profundas y guturales, se alzaron en un canto ancestral que hacía vibrar el hielo bajo los pies de todos. Aquellos cantos eran abrazos sonoros, melodías que contenían siglos de fuerza y ternura. Y en medio de su descomunal tamaño, en la rudeza de su mundo, se revelaba la verdad más simple: sentían, amaban, reían y lloraban, como cualquier ser vivo.
  • Lo echarás de menos, ¿verdad, saco de huesos? - bromeó MacFarlane, sin apartar la mirada de Bishnu.
El anciano sonrió, calmado, sereno.
  • Aprendí a soltar, santera. Seguramente la enseñanza más difícil a la que me haya enfrentado jamás. No siento dolor, sino alegría.
  • Vuelve a su hogar… lo comprendo.
  • Con su familia… - asintió Bishnu, con un brillo en los ojos.
Después de un largo abrazo, el más grande de todos los gigantes posó su mano en la espalda de su hijo. Su rostro, tallado en la dureza de los glaciares, se iluminó un instante al verlo regresar. Luego, sin una palabra, los colosos comenzaron a andar de nuevo hacia el horizonte helado, donde aguardaban secretos que ningún hombre podría jamás descubrir.

Pero entonces, el niño se detuvo. Se giró hacia atrás y sus ojos se clavaron en el Red Viper. Miró a sus diminutos amigos: aquellos que habían caminado junto a él, que lo habían defendido y salvado. Con un movimiento ágil, escapó de la enorme mano de su padre y regresó corriendo hacia el barco.

Se arrodilló frente a ellos, inclinando su descomunal cuerpo. Su mirada se posó en cada uno, y su voz tronó en la eternidad:

  • Frrrruuoooorrrh… Fraaaaarrrrrrrh… frrruuuuuhhhhhh…
Bishnu abrió la boca para traducir, pero nadie lo necesitaba en realidad. Todos comprendieron, en lo más profundo de sus almas, lo que quería decir. El más grande de los gigantes se acercó entonces. Su sombra devoró el cielo, su cuerpo detuvo el viento. Bajó lentamente los brazos, y con una fuerza indescriptible, sujetó al Red Viper con sus manos. El barco chirrió, crujió como si fuera de juguete en manos de un dios, y poco después se elevó en el aire, liberado del hielo que lo aprisionaba.

La tripulación gritó, se agarró a todo lo que encontró: mástiles, sogas, cañones. El corazón de todos latía desbocado.
  • Fffffrrroooooooooooor… frrrrrrrhhhhh… friiiiiirrrrhhhhh…
El aliento del gigante se derramó sobre ellos como una tormenta gélida. La piel se les agrietó, el vaho les quemaba los pulmones, y aun así nadie bajó la vista.
  • ¡Viejo! - gritó Halcón, aferrado al mástil - ¿¡Dónde demonios nos lleva!?
Bishnu cerró los ojos, escuchando con devoción, y luego respondió en voz alta y clara:
  • Dice que este mundo no es el nuestro… Dice que nos devuelve a casa. Y que nos da las gracias… por devolverle a su hijo.
En cubierta se hizo un silencio reverencial. Grace, Vihaan, Yara, Bum-Bum y todos los demás levantaron la vista hacia el rostro del coloso. Aquel ser era tan aterrador como el mismísimo Hacedor de Calamidades. Tan grande, tan fuerte, que parecía capaz de enfrentarse a los dioses mismos. Pero ninguno sintió miedo. Ese lo habían dejado atrás, en la bóveda. Aquella verdad que había sido revelada, había cambiado sus vidas para siempre.

Lo único que brotó en sus corazones fue gratitud.

Dejaban atrás tumbas, recuerdos, amigos que nunca volverían. Y sin embargo, el viento, el hielo y las lágrimas les anunciaban lo que tanto habían soñado.

Volvían a casa. A su mundo.

La tierra temblaba a cada paso mientras el más grande de los gigantes sostenía al Red Viper en sus manos, como si no fuera más que un pequeño juguete tallado en madera. Sus pies se hundían en la costra helada y levantaban nubes de nieve que se alzaban como olas blancas a cada zancada. Detrás de él avanzaba el resto de la familia: la madre, con el niño en brazos, y otros dos gigantes que cerraban la marcha, sus siluetas oscuras perdiéndose en la tormenta.

El niño, acurrucado contra el pecho de su madre, recibía el calor de su abrazo. Ella le acariciaba con manos del tamaño de barcos, y sus dedos recorrían con ternura el cuerpo del pequeño. Los otros gigantes le dedicaban suaves palmadas, rugidos breves que parecían arrullos. El coloso, pese a su tamaño, se comportaba como cualquier madre humana: acunando, calmando, prodigando cariño.

En cubierta, los hombres y mujeres del Red Viper se amontonaban en la borda, atónitos, viendo cómo el horizonte se deslizaba ante sus ojos a una velocidad imposible. Montañas de hielo quedaban atrás en cuestión de minutos, grietas que parecían mares se abrían y se cerraban bajo los pies del gigante. El paisaje era sobrecogedor: glaciares desgarrados, cielos que se partían con la luz de auroras titilantes, y un viento que rugía, incapaz de doblegar aquella marcha.
  • ¿Os dais cuenta? - dijo MacFarlane con la barba cubierta de escarcha - ¡Un gigante cargando con nuestro barco! ¡Si esto lo cuento en una taberna, no me lo cree ni mi santa madre!
  • Eso será si sobrevives para contarlo - bufó Halcón, aunque se le escapaba la risa.
  • Bah!, si no sobrevivo, ya lo contarás tú - respondió el escocés - Aunque con tu cara de imbécil nadie se lo creerá.
Las carcajadas se mezclaron con el crujir del hielo.
Más allá, Yara, envuelta en pieles, observaba al niño gigante y suspiró:
  • Míralo… al final no es tan distinto a Bum-Bum. Necesita a los suyos, cariño y calor.
  • Con la diferencia de que si ese crío llora, abre un glaciar - rió Grace, que tenía a Bum-Bum en brazos.
  • Y si Bum-Bum llorar, con mal genio que él tener… seguro volver locos a todos - añadió Yrsa, tapándose los oídos en broma.
El pequeño, como si entendiera, lanzó un chillido e hizo un corte de mangas. Luego se revolvió contra Grace, buscando calor y provocando nuevas risas.

Vihaan, en cambio, no reía. Se mantenía serio, apoyado contra la borda, los ojos fijos en la inmensidad.
  • No dejan de sorprenderme - murmuró, casi para sí mismo.
  • ¿Los gigantes? - preguntó Cortés, acercándose.
  • Todo. Ellos, el hielo, la noche sin fin… Nosotros mismos, sobreviviendo a todo esto. - Se acarició la barba, pensativo - Tal vez nuestro mundo sea tan grande que apenas sabemos nada de lo que hay más allá.
  • ¡Bah! - Cortés le dio una palmada en el hombro - Grande o pequeño… que más da! Este barco ha demostrado que puede llegar a cualquier lugar.
Mientras tanto, el viento hacía sonar los mástiles como flautas huecas. Akuma, sentada junto al cañón de popa, dejó escapar unas notas suaves con su instrumento. La música flotaba, se enredaba con el aullido del aire, y parecía responder al ritmo pesado de los pasos del gigante.
  • ¡Eh, viejo! - gritó MacFarlane a Bishnu, que observaba en silencio, con las manos juntas bajo las mangas de su túnica - ¡Preguntale a la montaña andante, cuánto falta!
El anciano sonrió, calmado.
  • Preguntaís cuánto falta para llegar a casa… yo os diría que ya hemos llegado.
  • ¿Y eso qué significa? - replicó Halcón, frunciendo el ceño.
  • Significa - respondió Bishnu con voz firme - que mientras estemos juntos, estamos en casa.
MacFarlane miró a Halcón de repente.
  • ¿De verdad no lo entendiste a la primera, tuerto? Hasta yo la cogí al vuelo. Tanto alcohol te está friendo el cerebro…
El viento no pudo apagar las palabras del anciano. Se quedaron flotando, como brasas encendidas en medio de la tormenta.

La familia de gigantes continuó su marcha. El niño, entre arrullos y cantos graves, dormía plácidamente en brazos de su madre. Y arriba, en la cubierta del Red Viper, un grupo de hombres y mujeres que habían atravesado lo imposible se abrazaban al calor de su propia humanidad, con la certeza de que su viaje aún no había terminado.

El crujir del hielo fue cediendo, poco a poco, a un rumor distinto. Primero un susurro, luego un rugido, y finalmente un clamor ensordecedor que arrancó lágrimas de los ojos más curtidos. Ante ellos, bajo el último pliegue del glaciar, se extendía el mar. Vivo. Bravo. Furioso. No el enemigo oscuro y muerto que los había retenido en las profundidades del mundo, sino el azul profundo, el de las olas que se alzan y revientan, el de la espuma que se estrella como relámpagos en la orilla helada.

Los hombres y mujeres en cubierta no gritaron, no hubo necesidad. Fue un murmullo que se convirtió en carcajadas, en abrazos, en lágrimas. Halcón, que pocas veces sonreía, se dejó abrazar por Cortés. Yara hundió la cara en el cuello de Grace, llorando como una niña. Bhagirath se pasó la mano por los ojos, disimulando mal. MacFarlane rugió una carcajada.
  • ¡Carajo! ¡Amo tanto a este maldito barco que si tuviera vagina, me lo follaria! - dijo mientras besaba la barandilla como si fuera la boca de una amante.
  • ¡No seas bruto, escocés! - rió Yara, aunque lo imitó y besó la madera también.
  • No sois más idiotas porqué el cerebro no os da para más… - masculló Halcón, aunque esta vez nadie creyó en su mal humor.
El gigante detuvo su marcha y, con la calma de un dios en silencio, inclinó sus brazos. Con una delicadeza imposible para un cuerpo tan descomunal, depositó el Red Viper en el oleaje. Por un instante todo se detuvo: el crujido de la madera, el golpe de las olas contra el casco, y luego… un suspiro. Sí, un suspiro que recorrió el bergantín de proa a popa, como si el propio barco, herido y astillado, hubiera esperado ese momento tanto como ellos.

El mar lo recibió con brutal ternura: las olas lo azotaron, lo mecieron, lo llenaron de salitre. El casco chirrió, el aparejo crujió, y aun así, era un canto de bienvenida. El Red Viper volvía a casa.

Sobre ellos, la aurora boreal estalló en mil colores, velos verdes, púrpuras y azules que parecían danzar al ritmo de los pasos que aún resonaban en el hielo. Las estrellas se escondían tras aquella gloria viva, y todos en cubierta quedaron enmudecidos, embelesados por una belleza que nadie se atrevió a romper con palabras.

Grace, con Yara aferrada a su cuello, cerró los ojos. El vaivén del mar se coló en su cuerpo como un viejo amante. El aire salado se le clavó en los pulmones, abriéndoselos de par en par, llenándola de vida. Inspiró hondo y dejó que el océano entrara en ella, que la curara de la quietud helada. Una familia de ballenas rompió la superficie, exhalando chorros de agua que se elevaron como estandartes de bienvenida. Sus colas golpearon el agua con fuerza, y el mar entero pareció cantar.

No hizo falta que la capitana diera órdenes. El simple tacto de las olas bastó para que todos supieran qué hacer.
  • ¡Afirmad las jarcias! - rugió MacFarlane mientras trepaba al palo mayor como un gato montés.
  • ¡Desenvergar la trinqueta! - contestó Halcón desde proa, manos ágiles liberando cabos.
  • ¡Cazad escotas, que el viento vuelve a ser nuestro amigo! - gritó Cortés, tensando sogas que crujieron con gusto.
Los nórdicos izaron velas, los españoles corrieron cabos, Bum-Bum y Briede brincaban felizes entre ellos como grumetes atolondrados. Cada cual encontró su lugar, su movimiento, su latido en la maquinaria viva del barco. El Red Viper avanzó, lento al principio, y luego con hambre, devorando ola tras ola, como si hubiera aguardado eternamente ese instante para volver a navegar.

Grace sujetó el timón, la brújula en mano, el pelo al viento. Sentía cada vibración del barco en sus brazos, cada bramido del mar en sus huesos. Yara, aún pegada a ella, murmuró:
  • Rumbo a África…
  • Allá vamos hermana - respondió Grace con una sonrisa feroz.
  • Oye Red! Una pregunta…
  • Dime…
  • ¿Tú crees que habrá sapos africanos? Quizás encuentres un principe negro…
Mientras la pelea entre las dos inseparables amigas volvía a desatarse. A popa, alzando la vista, todos vieron por última vez a la familia de gigantes. Eran sombras titánicas contra el fulgor de la aurora. El más grande permanecía erguido, con el brazo en torno al pequeño. El niño agitó su mano en un gesto torpe pero claro, una despedida que no necesitaba palabras.

Nadie en la cubierta respondió con un adiós. Ninguno quiso romper aquel vínculo con la palabra que lo separa todo. Se limitaron a alzar las manos, los corazones desbordados. Porque no era un adiós. Era, y siempre sería, un hasta pronto.

Y mientras el gigante y los suyos se desvanecían en la frontera del mundo, el Red Viper, con la proa firme y las velas plenas, se lanzó al océano infinito, de regreso a la vida, de regreso a la aventura.

Al día siguiente, el sol asomó por primera vez en mucho tiempo sobre el océano abierto. Al principio fue un resplandor tímido, una línea dorada que encendía la cresta de las olas. Luego, poco a poco, emergió la esfera inmensa y radiante, bañando al Red Viper en una claridad cálida que parecía arrancar la escarcha de las maderas y el hielo de los corazones.

En cubierta el movimiento era un hervidero. Los hombres corrían de un lado a otro, cargando barriles, tensando cabos, limpiando cañones oxidados por la sal y la humedad. Las velas se desplegaban al viento con chasquidos secos y triunfales. El olor a brea recién aplicada y madera astillada se mezclaba con la brisa marina.

Yrsa, incansable, martillaba sobre una plancha de hierro para reforzar el casco. Cada golpe resonaba en los pechos de todos como un tambor de guerra, marcando el ritmo de la tripulación. Algunos marineros comenzaron a entonar un canto tosco, otros se unieron con palmadas, y pronto la cubierta entera era un coro de voces roncas que acompañaban el latido del martillo.

Cortés, al que habían dejado a cargo del timón, desbordaba su alegría por todos sus poros.
  • ¡Arriba esas espaldas, bribones! ¡Que el sol brilla solo para vosotros! - gritaba, y acto seguido lanzaba un piropo a cualquiera que se cruzara con su mirada - ¡Princesa Aivori! ¡Por Dios, me ciegan más tus preciosos ojos que este sol tan añorado! - exclamó, llevándose teatralmente una mano al pecho.
Aivori, que no podía apartar la vista de aquel astro que ahora ascendía en el cielo, soltó una carcajada limpia y franca. Trabajaba con las manos torpes pero firmes, aprendiendo deprisa, mientras su hijo corría entre los marineros que le dejaban cargar cabos pequeños para hacerlo partícipe. Entre golpe y golpe de martillo, entre risas y canciones, el barco se llenó de vida como si hubiera despertado de un largo letargo.

En el camarote de Grace, la atmósfera era distinta. La mesa estaba cubierta de cartas náuticas desplegadas, pesas y compases de latón, y la brújula reposaba en el centro como un ojo que no dejaba de guiarlos.

Vihaan pasaba los dedos por las líneas, calculando con precisión, midiendo distancias con una seriedad que hacía olvidar su juventud.
  • Si mis cálculos son correctos… - murmuró, anotando con un trozo de carbón - deberíamos hallarnos a unas leguas de la costa africana, más al sur de lo que ningún mapa marca con certeza. El sol, las corrientes y el viento indican que… sí, estamos en el hemisferio austral.
Macfarlane lo observaba en silencio, los brazos cruzados sobre su pecho enorme. Después de un rato, apartó la brújula con sus manazas y trazó una línea recta con el dedo, de sur a norte.
  • Basta de tanto número, astrónomo. Es más sencillo. Derechito hacia el norte… - golpeó la mesa con un dedo grueso - Directos hacía ¡Congo!
Grace arqueó una ceja.
  • ¿Congo? ¿Por qué?
  • Si vamos a adentrarnos en un lugar del que nada conocemos, lo mejor será ir allí. Mordisquitos nació en el Congo, puede ser un buen punto de partida antes de entrar en África.
  • Buena idea MacFarlane - dijo Vihaan - Podriamos reparar bien el barco, conseguir provisiones, reconocer el terreno.
  • ¿Y cuánto tiempo tardaríamos en llegar, suponiendo viento a favor? - preguntó Grace.
El escocés se rascó la barba, meditando.
  • Mmm… desde donde estamos, si la suerte nos sonríe y las velas se hinchan como deben… mes y medio quizás. Si las corrientes nos acompañan, podría ser menos. Pero si Poseidón se cabrea… podría ser mucho más.
  • Hablaré con Bhagirath, Grace. Haremos raciones. Los estomagos rugirán, pero no moriremos de hambre.
  • Si, buena idea. Y contramaestre que los balleneros se pongan a pescar como si no hubiera un mañana, si hace falta destina a más hombres. Es importante estar bien alimentados.
  • Así se hará capitana!
Grace asintió, pensativa, y luego miró a Vihaan y MacFarlane.
  • ¿Alguno de vosotros ha estado en África antes?
Ambos negaron con la cabeza. El silencio se prolongó un instante, hasta que Macfarlane se inclinó hacia adelante con una sonrisa torcida.
  • No he puesto un pie allí, capitana… pero he oído historias.
Grace entrelazó las manos sobre la mesa, curiosa.
  • ¿Historias? Sabes que me ecantan… Anda, cuéntalas, escocés.
El marinero se recostó en la silla, como si saboreara el momento de atrapar con su voz a los presentes.
  • Dicen que en esas tierras los ríos son tan anchos que parecen mares, y en ellos nadan monstruos con fauces más grandes que una barca. Cuentan de hombres que pintan su piel con colores de guerra y de reinas que gobiernan con más hierro que cualquier rey . He oído de selvas que devoran a los que entran, de bestias con cuernos más largos que un palo mayor, de serpientes que engullen a un hombre entero sin dejar rastro.
Grace sonrió, fascinada.
  • ¿Y qué hay de cierto en todo eso?
Macfarlane rió, una carcajada profunda.
  • En las tabernas de Edimburgo juraban que todo era verdad. Y le digo, capitana, que si la mitad de esas historias son ciertas… no habrá viaje más memorable que este.
Vihaan, con el carbón aún en la mano, levantó la mirada del mapa.
  • Entonces no vamos hacia lo desconocido, sino hacia la tierra de las leyendas.
Grace se apoyó en el respaldo, cruzando los brazos.

  • Pues que así sea. Que el Red Viper escriba su nombre también en esas leyendas.
Nadie se sorprendió al verla salir de las sombras. Era ya costumbre que Akuma apareciera de repente, como si hubiera estado escuchando desde siempre, aguardando el momento de intervenir. En silencio, se acercó a la mesa donde Macfarlane y Vihaan discutían sobre cartas náuticas, y apoyó un dedo largo y delgado sobre el mapa extendido.
  • Las leyendas son bonitas de contar - dijo con voz baja, metálica - pero la realidad, muchas veces, es más sombría y cruel.
Nadie se atrevió a interrumpirla. El candil osciló con el vaivén del barco, iluminando apenas su rostro serio mientras el dedo de Akuma recorría el papel.
  • Aquí - señaló la costa occidental - los portugueses mandan desde hace más de un siglo. Llenando las arcas de su reino, robando oro, marfil… y carne humana. Más al sur, los holandeses han echado raíces. Al norte, los franceses y los ingleses compiten como buitres hambrientos. - Su dedo se deslizó hacia el corazón del continente - Aquí dentro… aún quedan tierras libres, desconocidas para ellos. Pero incluso allí, las cadenas ya se oyen acercarse.
Grace gruñó, cerrando el puño.
  • Y cómo no… la maldita Compañia de las Indias Orientales. Jamás nos libraremos del bastardo de Sir Reginald.
Akuma alzó los ojos del mapa, fríos como el acero.
  • Hasta que lo encuentre, capitana. Porque no ansío otra cosa que cortarle el cuello… y mirarle a los ojos mientras se desangra - sin cambiar el tono volvió a señalar el mapa - Ir hacía el Congo como señala MacFarlane no es mala idea, tampoco tenemos muchas más opciones en realidad. Aunque a punto de ceder, siguen resistiendo a ser colonizados. Podríamos aprovechar este río de aquí y adentrarnos en el corazón del continente. Así evadiriamos a los Portugueses y a los Holandeses, aunque nos adentrariamos en zona inexplorada.
El silencio se espesó en la cabina. Vihaan tragó saliva y, con cautela, preguntó:
  • ¿Cómo sabes todo esto, Akuma?
Ella lo miró durante unos segundos, sin pestañear, hasta que volvió la vista al mapa. Entonces habló, despacio, cada palabra clavada en la piel como una daga.
  • Solo hay que callar y escuchar con atención Vihaan. No estube encerrada tantos años en la ciudad flotante por placer, no era una prisionera, tan solo esperaba… oculta y atenta. Allí, entre las sombras descubrí que África sangra. Sangra cada día. Aunque resista, aunque aún queden pueblos libres, sus venas están abiertas. Hombres, mujeres y niños cargados en barcos como animales. Aldeas quemadas por aquellos que dicen traer la fe verdadera. Reinos obligados a vender a los suyos para no ser aniquilados. Eso es África hoy. No un cuento, no una leyenda: una herida abierta.
Su voz no temblaba. Era pura piedra.
  • El continente más rico del mundo es también el más saqueado. Y lo seguirá siendo mientras exista la codicia del hombre.
Nadie respondió. El silencio pesó más que el viento helado afuera.
Todo se quedó suspendido sobre la mesa, como un sudario. Nadie osó replicar las palabras de Akuma. El vaivén del mar parecía acentuar aún más aquella verdad insoportable.

El mapa, extendido bajo la luz mortecina del candil, ya no mostraba costas exóticas ni promesas de aventuras. Era un cadáver abierto en canal, cada línea de tinta una vena, cada marca una herida. África no era el paraíso de las leyendas, sino un animal encadenado, desangrado a manos de reyes, mercaderes y traficantes que llamaban riqueza a la miseria y progreso al dolor.

El hombre, pensaron todos, era capaz de maravillas infinitas: levantar barcos que surcaban océanos, construir catedrales que tocaban el cielo, pintar la belleza en un lienzo o domar las estrellas con cálculos y telescopios. Y, al mismo tiempo, era capaz de lo más vil: reducir a otro ser humano a un precio, convertir las almas en mercancía, cambiar la risa de un niño por el chirrido de un grillete.

África sangraba, y con ella sangraba el mundo entero.
Y en ese instante, en aquel camarote iluminado por una llama temblorosa, cada uno de ellos comprendió la magnitud de la maldad del hombre. Que no había monstruo, ni dios, ni bestia en la tierra más terrible que la ambición humana.

El silencio no se rompió. Solo el crujir de las maderas y el rumor del viento acompañaron esa amarga certeza. Vihaan apretó los labios, el puño temblando sobre la mesa como si contuviera un océano entero dentro de él. El mapa de África seguía extendido, pero ya no lo miraba. Lo que veía eran recuerdos de su infancia.
  • La historia se repite… - murmuró - En mi tierra también. En la India, millares se rompen la espalda, se consumen en el polvo y la miseria para que unos pocos se sienten sobre almohadones de seda y banquetes interminables.
Su voz tembló, pero no de miedo, sino de rabia contenida.
  • Yo… hijo de la abundancia y la opulencia, vi desde niño aquella verdad. La miseria en las calles, los cuerpos marchitos, los niños esqueléticos que pedían pan mientras yo tenía más de lo que podía necesitar. No pude apartar la mirada… aunque todos a mi alreredor giraban la cabeza ante tal injusticia. Aquello me consumía por dentro. - Alzó la vista, los ojos encendidos - Y reniego de todo ello. Odio lo que representaba mi sangre, lo que representaba mi familia. ¡No quiero ese mundo, para nadie, jamás!
El golpe seco de su puño contra la madera hizo estremecer el candil.
  • Y ahora lo sé - continuó con firmeza - Sé lo que deseo pedir cuando encontremos el Sundra-Kalash. En realidad… siempre lo supe.
Grace se levantó como un resorte, la silla cayendo detrás de ella. Golpeó la mesa con una furia que hizo saltar el polvo de las cartas náuticas.
  • ¡Justicia! Sí! Eso es - rugió.
  • ¡Libertad mi capitana! - tronó Macfarlane, con la voz como un cañonazo.
El silencio cayó un instante, hasta que Akuma, quieta como una sombra, los observó con la mirada fría. Sus palabras fueron cuchillas, breves y certeras.
  • Equilibremos la balanza… Podemos hacerlo.
Macfarlane la sostuvo con la mirada y asintió.
  • Unidos lo lograremos.
Grace apretó el puño contra su pecho, la ira y el fuego brillando en sus ojos.
  • Somos piratas ¿verdad?, haganos lo que mejor sabemos hacer. Robemos a esos cabrones todo lo que han robado! Devolvamos a sus gentes los que les pertenece!
Vihaan los miró uno por uno, el pecho ardiendo con un fervor nuevo. Asintió despacio, como quien acepta un destino imposible de cambiar.

  • Alguien debe luchar por los que no pueden alzarse. Y si alguien puede encender la llama… si alguien puede derrocar al imperio de la maldad y el terror… - su voz se quebró un instante antes de pronunciarlo - esa eres tú, capitana Grace O’Malley.
Grace soltó una carcajada breve, pero sus ojos ardían como brasas.
  • ¡No, Vihaan! No soy yo. Eres tú. Es Macfarlane. Es Akuma. Son todos los hombres y mujeres que arriba trabajan sin descanso. La Víbora Roja no es una capitana, ¡somos todos! Unidos, en bloque, como nos enseñaron Cortés y los suyos. Juntos derrocaremos a cualquier insensato que ose oponerse a nuestro propósito.
El aire de la cabina estaba cargado, eléctrico, como si las maderas mismas del Red Viper ardieran con el juramento. Akuma los miró a todos en silencio. Primero a Grace, con un respeto que no necesitaba palabras. Después a Macfarlane, como si sintiera su corazón. Y finalmente a Vihaan.

El indio sostuvo su mirada sin pestañear, hasta que la voz de ella, baja como un murmullo, le heló la sangre.
  • Vihaan… debo contarte algo. - Se inclinó apenas, su sombra alargándose sobre el mapa - Pero debes prometerme que no revelarás a nadie mi secreto.

Continuará…
 
Aunque Grave se resista, la realidad es que está enamorada hasta las trancas de Vihaan y el sentimiento es mutuo.
 
Un capitulo muy emotivo, llegaste a hacerme llorar, de vez en cuando viene muy bien liberar los sentimientos.
GRACIAS!!!!!
:aplausos1: :aplausos1: :aplausos1: :aplausos1:
Todos hemos perdido, te comprendo. Es lo que somo en el fondo, nuestros vivos y nuestros muertos. Brindo por ellos compañero, por los que se fueron y por los que vendrán. Mientras sean recordados, jamás estaran muertos del todo. Un abrazo.
 
Capítulo 34 - Una verdad se cuenta en voz alta: la sonrisa del español

Vihaan escuchó en silencio el secreto de Akuma. Después alzó la vista hacia MacFarlane y Grace, y supo al instante que ellos ya lo conocían. No hizo preguntas; no necesitaba hacerlo. Comprendió por qué lo guardaba con tanto recelo y por qué se lo revelaba justo ahora.
Aquella mujer fría y mortal, aunque leal y resuelta, tenía motivos de sobra para no confiar en nadie. Su historia era la de un alma traicionada, protegida por mil capas, como una cebolla. Quien lograba atravesarlas y alcanzaba su centro, solo podía llorar al contemplarlo: un corazón marcado por el dolor, que solo se abría ante aquellos a quienes consideraba verdaderamente dignos.

  • ¡Bueno! - exclamó MacFarlane con una sonrisa torcida - Creo que es momento de volver a cubierta… temo que ese español holgazán se haya quedado dormido sobre el timón y estemos surcando rumbo equivocado.
  • Voy contigo - dijo Akuma con voz distante, aunque en realidad ya estaba allí arriba, trabajando en silencio junto a los demás.
Ambos se encaminaron hacia la puerta. MacFarlane la abrió de un manotazo, se arremangó la camisa y aclaró la voz, dispuesto a soltar improperios y dar órdenes como el viejo lobo de mar que era, entregado a lo que mejor sabía hacer, aquello para lo que había nacido.
Akuma, en cambio, se detuvo un instante en el umbral. Posó la mano sobre el marco como si fuese la primera vez que veía una puerta. Lo acarició con suavidad, y luego se desvaneció en la penumbra, sin hacer ruido, como si la madera misma la hubiera absorbido.

Al instante una tormenta de felicidad cruzó la puerta del camarote, todo estalló en risas. Briede entró como una flecha, los pies descalzos golpeando la madera, con el pelo revuelto y la mirada brillante de pura vida. Tras él, Bum-Bum, con su tirachinas cargado de piedrecillas, lanzaba disparos que silbaban por el aire, fallando adrede con una puntería demasiado precisa como para no ser intencionada.

El huracán en miniatura volcó un tintero, arrastró un taburete y casi tiró al suelo la lámpara de aceite. Saltaban de un lado a otro como si el camarote fuera la cubierta entera, perseguidos por enemigos invisibles. Grace y Vihaan se apartaban con sonrisas, dejando que aquel vendaval de infancia les revolviera los papeles, los mapas y el alma.

Entonces, la voz cortante de Aivori irrumpió como un látigo.
  • ¡Briede! Ovíre Kethar Alderan!, lo siento capitana…
El niño se detuvo en seco, con los ojos muy abiertos. Y sin pensarlo, se escondió tras la pierna de Grace, con ternura, ella le revolvió los cabellos.
  • No te preocupes, princesa - rió - Los niños deben ser así… libres e indomables.
  • Sí, pero también debe aprender a obedecer - replicó Aivori con seriedad.
  • Ya tendrá tiempo de eso. Déjale que disfrute ahora, que no existen límites para él - respondió Grace con voz suave, como si sentenciara una verdad inamovible.
Antes de que Aivori pudiera contestar, un manotazo seco retumbó en la puerta.
  • ¡Bum-Bum! - rugió Yara, entrando hecha una furia. Estaba negra de hollín, más tiznada que Mordisquitos en plena tormenta de carbón. El polvo le caía a manojos de los cabellos, y solo sus ojos brillaban entre tanto tizne.
Grace y Vihaan la miraron… y explotaron en carcajadas.
  • ¡Mirad cómo me ha dejado este demonio! - gritó Yara, más enfadada por las risas que por el hollín.
Bum-Bum al verla, dio un chillido de guerra y echó a correr. Briede, riendo a carcajadas, se le unió como un cómplice natural. Juntos saltaron sobre la cama, corrieron por encima de la mesa, arrastraron mantas y mapas, y desataron un caos delicioso. Yara los perseguía con furia fingida, tropezando entre muebles, esquivando proyectiles de piedrecitas que Bum-Bum le lanzaba con endiablada puntería. Una le rebotó en la frente, otra en el hombro.
  • ¡Os voy a matar, malditos granujas! - vociferaba, con el pelo sacudiéndose y dejando una nube de polvo tras de sí.
El camarote entero se convirtió en un campo de batalla de risas, carreras y chillidos. Los niños se coordinaban sin palabras, saltando juntos, empujando un taburete para frenar a Yara, escondiéndose tras las cortinas. Yara, cada vez más tiznada, terminaba más ridícula a cada intento.

Aivori, que al principio fruncía el ceño, no pudo resistirse. Al final, entre la risa contagiosa de Grace y Vihaan, su propia carcajada cristalina estalló en el aire.
  • ¡La vida pirata, ¿verdad? - rió, limpiándose una lágrima de alegría.
  • ¡Sin duda, la mejor que hay! - contestó Grace con voz firme, mientras esquivaba por poco a Bum-Bum que le pasó entre las piernas como un rayo.
El Red Viper crujió bajo aquel estallido de vida, como si el barco mismo agradeciera la risa tras tantas sombras. Aivori se sentó en la silla que había dejado vacía MacFarlane. Grace y Vihaan hicieron lo mismo, acomodándose mientras sus risas iban apagándose poco a poco. La frenética batalla había terminado, pues sin querer, los niños habían descubierto la guarida secreta de Gipsy.

El tesoro del mono ladrón era un pequeño caos brillante: un sinfín de objetos que relucían bajo la luz, baratijas, botones de cobre, colgantes, monedas sueltas, incluso herramientas y piezas que había ido robando a la tripulación sin que nadie lo notara. El capuchino, al verse descubierto, saltó frente a su botín, gruñendo con fiereza y mostrando los dientes.
  • ¡Maldita bola de pelo! - dijo Yara al reconocer una pequeña figura tallada en madera entre las manos del mono - Esto es mío, ladrón… ¿cuándo demonios me lo robaste?
El animal chillaba, intentando recuperar su tesoro, mientras Yara discutía con él y los niños revolvían entre las cosas con los ojos abiertos de par en par, maravillados por aquel escondite secreto.
  • Tranquila, princesa - sonrió Grace, mirando a Aivori - Ya te irás acostumbrando poco a poco…
  • Supongo que estarás abrumada, ¿verdad? - añadió Vihaan con una sonrisa serena - Son demasiadas sensaciones nuevas de golpe. El sol, el mar, el viento… contemplar un mundo por primera vez es algo único. Debes sentir lo mismo que sentimos nosotros al llegar al tuyo.
Aivori asintió, aunque de repente su expresión cambió.
  • Es extraño, pero… no sé muy bien cómo decirlo. Lo primero que me sorprendió fue cuando vi el sol. Sentí su presencia envolviéndolo todo, cómo me daba calor y apaciguaba mi alma. Su fuerza, su poder, la vida misma. Pero… entonces me di cuenta.
Grace se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre la mesa.

- ¿De qué te diste cuenta?

La princesa sonrió, negando con la cabeza.
  • No sé cómo explicarlo, capitana. Solo sé que me resultaba familiar. Como si ya lo hubiera visto antes. Vuestro mundo, todo lo que habita en él… la tierra, las aguas, el viento, las criaturas marinas… incluso aquello que mis ojos aún no han contemplado. Siento que ya los conozco.
Grace y Vihaan se miraron un instante. En ese momento, Gipsy trepó hasta el hombro de la capitana, resignado a perder su tesoro. Grace abrió un cajón y sacó un palo de regaliz duro; en cuanto lo sostuvo frente al mono, este empezó a morderlo con avidez, olvidándolo todo.
  • La visión… - susurró Grace - ¿Es eso, verdad? Lo que nos mostró el Dios.
Aivori asintió levemente, sin apartar sus ojos de los de la capitana. Pero Vihaan, aunque vacilante, no compartía esa idea.
  • No fue una visión - murmuró.
  • ¿A qué te refieres? - preguntó Grace.
  • Creo que… - Vihaan se detuvo un momento, respirando hondo - Llevo mucho tiempo dándole vueltas, intentando descifrarlo, buscando un sentido… y creo que por fin lo he encontrado. Lo que nos mostró el Dios no era una visión: eran nuestros recuerdos.
Un silencio espeso se apoderó del camarote. Yara dejó a los niños —ahora más tranquilos, entretenidos con el tesoro de Gipsy—, se limpió el rostro con un trapo y se acercó despacio, dejando caer su trasero sobre la mesa, junto a la capitana.
  • ¿Recuerdos? - preguntó, confundida.
  • ¿Qué fue lo que viste, Vihaan? - añadió Grace.
Vihaan las miró una por una, deteniéndose al final en los ojos de aquella mujer a la que amaba con toda su alma. Bishnu le había dicho que su verdad debía ser protegida, que no debía revelarla jamás. Pero en ese instante no le importó. Con Grace cerca, se sentía seguro. Ella no era solo su amor: era su familia, era su hogar.
  • Sentí que era empujado hacia arriba… al cielo. Atravesé la roca, el mar, el hielo, las nubes. Y entonces las vi: todas ellas, las luces del firmamento. Estrellas, cometas, planetas… crucé incluso el sol. Pensé que aquel sería el final, pero no. No me detuve. Seguí atravesando luces imposibles, hermosas, una tras otra, hasta que la oscuridad lo envolvió todo.
Las tres mujeres lo miraban sin pestañear, cada una recordando en silencio su propia vivencia.
  • Entonces era un niño - continuó Vihaan, con una sonrisa casi temblorosa - Jugaba entre las chozas donde vivían los hijos de los sirvientes de mis padres. Corría junto a Arjun; sí, ese era su nombre, lo había olvidado. Pero… en aquel instante lo recordé todo: no solo su rostro, también la felicidad, la inocencia… la ilusión por vivir.
Guardó silencio un momento y bajó la mirada.
  • De repente di un salto. Ya no era un niño. Ya no era yo. O quizá sí… en el fondo lo seguía siendo. Ahora lo comprendo.
Grace se inclinó hacia él, con la curiosidad brillando en sus ojos.
  • ¿Qué viste? - preguntó, casi en un susurro.
  • Vi una tormenta… una furiosa como jamás había visto. Se alzaba sobre mí reclamando mi vida y la de los hombres que me seguían. Sentí el peso de una corona sobre mi cabeza, no su peso físico sino al saber que mi voluntad era lo único que sostenía al ejército que marchaba tras de mí. Luego llegó la muerte: me vi engullido por la furia de la naturaleza. Pero de repente estaba vivo otra vez… en un mundo que no comprendía.
Su voz bajó, como si aún le costara poner en palabras lo vivido.
  • Estaba sentado en una estancia extraña, irreal. Frente a mí, el mar, visto a través de una ventana. Sentí una aguja cruzar mi piel… y entonces unas manos suaves acariciaron mi espalda. Una mujer hermosa, vestida con túnicas blancas, apareció a mi lado. Era un ángel. Y todo se volvió oscuro.
Vihaan levantó la vista y encontró los ojos de Grace. La capitana lo supo al instante: ya sabía lo que iba a decir.
  • Entonces todo empezó a llegar como una tormenta. Imágenes, sensaciones, todas golpeando con violencia. En un instante contemplaba el mundo desde arriba, mis plumas mecidas por el viento. Al instante siguiente me arrastraba por el suelo, mi sangre fría como el hielo hundiéndose en la tierra, huyendo de mí mismo. Luego vi mis manos blancas y arrugadas, frotando trapos en un río de aguas cristalinas. Y en un parpadeo escalaba una montaña, aferrado a una cuerda de colores, mirando hacia abajo al vacío.
Su voz se quebró, y un brillo extraño cruzó sus ojos.
  • Y entonces pasó algo mágico…
  • El pezón de tu madre - soltó Yara con naturalidad.
  • Siii… exacto - Vihaan rió, alzando la cabeza- Lo sentí. Recordé el vínculo. Pero luego…
  • La muerte… - dijo Aivori en un susurro.
El silencio cayó sobre la estancia. Todos se miraron, sabiendo que hablaban de lo mismo.
  • Y luego el renacimiento - añadió Grace con voz firme - El gran estallido, la vida abriéndose paso. Saliendo del mar, conquistando la tierra. Muriendo y volviendo a nacer.
  • ¡Eso es! - exclamó Vihaan - La tierra partiéndose, resquebrajándose, separándonos.
  • Los primeros hombres dejando atrás la selva, descubriendo el fuego. Yo también lo vi… - dijo Yara.
  • ¿Entonces vimos lo mismo? - preguntó Vihaan, con ansiedad en la mirada - ¿Visteis al mundo morir, como yo lo vi?
  • Yo lo vi morir - respondió Aivori con voz baja - Y renacer… miles de veces. Una y otra vez.
  • Yo también - afirmó Vihaan.
  • Y yo - añadió Yara.
Grace asintió despacio, como cerrando el círculo.
  • Todos lo vimos. Todos entendemos, al fin, el sentido de la vida. El ciclo que nunca termina. Vivir y morir son la misma cosa. No tienen sentido la una sin la otra. Y nosotros hemos vivido mil vidas…
  • Y mil más que viviremos - sonrió Yara, con un destello en los ojos, sujetando su mano.
Grace tomó la mano de Vihaan y le dio un beso cariñoso en los nudillos. Luego se quedó un momento pensativa, acariciando su piel.
  • Por eso Irdi Ruthon’en no quería seguir luchando - dijo Aivori, con un tono grave agarrando la mano de Yara - Su voluntad estaba quebrada. Siempre creí que ser un dios era un don… pero comprendí que su poder era también su condena.
Vihaan dejó escapar una sonrisa amarga y le agarró.
  • Si no puedes morir… ¿qué sentido tiene vivir? - dijo agarrando la mano de la princesa.
Formaron un círculo al unir sus manos, y ese gesto sencillo se convirtió en algo más. No era solo un pacto entre ellos cuatro: era un lazo invisible que se extendía hacia atrás y hacia adelante en el tiempo, uniendo a todos los que habían sido antes y a todos los que aún estaban por venir. En aquel instante lo comprendieron. En aquel instante lo entendieron.

La historia no era una línea recta, sino un ciclo eterno que giraba sin descanso. El Sundra-Kalash era el don más poderoso de la creación, un regalo divino que concedía deseos a quien lo hallase. Desde los albores de la humanidad, humanos crueles y avariciosos habían cruzado mares y desiertos tratando de poseerlo, intentando moldear el mundo con sus ansias más oscuras. Pero en el equilibrio de la vida, la propia existencia había alzado su defensa.

Almas puras, indomables, que una y otra vez habían luchado por protegerlo. Y esas almas, incapaces de rendirse, viajaban más allá de la carne y del tiempo, saltando de cuerpo en cuerpo, de vida en vida. Cambiaban sus rostros, sus nombres, sus lenguas, pero no su corazón. Nada era coincidencia: aquel viaje que los había unido no había sido casualidad. Había sido orquestado por la vida misma. Un destino inevitable.

Ahora lo sabían. Ahora lo sentían. Ese era el propósito de su existencia: proteger la libertad, impedir que el tesoro divino cayera en manos equivocadas. Ellos no eran dueños de sí mismos, no eran sino vasijas portando una llama eterna, un alma destinada a un fin mayor. Vivir, luchar, morir y volver a nacer… hasta el fin de los tiempos, si era necesario.

Y lo aceptaron sin miedo. Porque al fin comprendieron el sentido de sus propias vidas.

Ellos eran protectores.
Ellos eran la resistencia de la luz frente a la oscuridad.
Ellos eran el muro eterno que se alzaba contra la ambición desmedida del hombre.

Grace le sostuvo la mano y se inclinó hacia ellos, como si quisiera compartir un secreto que no podía decirse en voz alta.
  • Entonces… ¿qué verdad os reveló el Dios?
Todos se acercaron, dudando todavía si debían hablar o no. Al final fue la princesa quien rompió el silencio.

- A mí me dijo que debería tomar una decisión… una que desgarraría mi alma y me condenaría al sufrimiento eterno. Pero que, llegado el momento, sabría qué camino debía elegir.
  • A mí me dijo algo parecido - añadió Yara - Que perdería las ganas de vivir, pero que al mismo tiempo sería liberada.
  • Y a mí… - Vihaan apretó con fuerza la mano de Grace - Me confesó que encontraría el amor, pero que también comprendería que la felicidad es tristeza. Que mi destino, aunque yo no lo hubiera elegido, era…
  • Proteger el mundo - lo interrumpió Grace, sin apartar la mirada de él - ¡Eso es! Ahora lo entiendo, Vihaan. Que escucharas esa historia de niño, que decidieras venir a Bristol, que Yara te encontrara en el muelle, que rescatáramos a Bishnu… todos los que hemos conocido, todo lo que fuimos antes de cruzarnos con ellos, lo que hicieron los que nos precedieron, incluso antes de nacer… Nada es coincidencia. ¡Absolutamente nada!
  • ¡Debemos encontrar el Sundra-Kalash! Proteger su poder! - exclamó Vihaan, con la llama encendida en los ojos - ¡Ese es nuestro destino!
  • No, amigo - sonrió Yara - No es solo el nuestro. Es el destino de todos los que estamos en este barco… y de todos los que se unirán a él.
  • ¡Debemos hacerlo! ¡Juntos lo lograremos! - afirmó Aivori, estrechando más fuerte la mano de Vihaan.
  • ¡En esta vida o en la siguiente! ¡Juntos! - exclamó Grace.
Todos sabían que debían seguir trabajando. El sonido incesante de la cubierta marcaba el ritmo de la vida a bordo. Asintieron una última vez, soltaron sus manos y subieron a cubierta, dejando que los niños y Gipsy resolvieran sus propios conflictos sobre quién se quedaría con los tesoros del peludo ladrón.

Vihaan y Aivori iban al frente, recorriendo las entrañas del Red Viper, mientras Yara y Grace caminaban detrás, conversando sobre lo que habían sido en vidas pasadas.
  • ¿En serio? ¿Delante de una reina? - preguntó Yara, sorprendida.
  • Sí, me negué a arrodillarme - sonrió Grace.
  • ¡Típico de ti! - rió Yara - Siempre te burlas de mis toscos modales, pero eres peor que yo, amiga. Y… ¿qué demonios hacías allí?
  • Le pedía que liberase a mi hijo… yo… - Grace se detuvo en seco, acariciándose el vientre y empezando a sentirse mareada.
  • Espera un segundo, Red - sonrió Yara, caminando sola y absorta en la idea que acababa de surgir - Eso no es lo mismo que me contaste sobre la leyenda de Grace O’Malley… Espera… - se detuvo, con la idea clavada en la mente - ¡Quizás en otra vida… tú fuiste la verdadera Grace O’Malley!
Intentó tomar la muñeca de su amiga, pero solo palpó el aire. De repente, percibió el olor a bilis. Se giró rápido y vio a Grace apoyada contra la pared, vomitando. Corrió hacia ella.
  • ¿Qué te pasa, Grace? ¿Estás bien? - la sujetó con cuidado y le tocó la frente.
La capitana paró de vomitar y se limpió la boca.
  • Sí, no es nada… debe de haberme sentado mal algo - dijo, intentando sonreír.
Yara la observaba mientras sus manos recorrían su cuerpo, como si pudiera leer el dolor con el tacto. De repente, se detuvieron sobre su vientre. Su rostro divertido cambió de golpe.
  • ¿Cuánto hace que te pasa?
  • ¿Vomitar dices? - preguntó Grace, confusa.
  • No… los mareos, las náuseas. ¿Desde cuándo?
  • No sé… unos tres o cuatro días… ¿cómo voy a saberlo, Yara? En esa cueva perdí la noción del tiempo. ¿Qué demonios haces?
Grace notó cómo ella le levantaba sus ropas y apoyaba sus manos sobre su piel.
  • Después de terminar con Vihaan, te tomas la salvia que te dí ¿verdad?
Grace no contestó, sabiendo que Yara se enfadaría.
  • ¡Maldita idiota! - exclamó Yara al leer la respuesta en sus ojos.
  • ¿De verdad, Yara? - preguntó Grace, con una expresión a medias entre miedo y fastidio.
  • Me temo que sí… - confesó la cubana, negando con la cabeza - ¡Voy a ser tía!
A unos metros de ellas, la situación de asombro y desconcierto era clara y poderosa. Vihaan y Aivori, que habían oído la conversación, miraban fijamente a la capitana. Vihaan estaba paralizado; no quedaba rastro en su rostro que delatara su procedencia india. Su piel estaba blanca, casi como la de los habitantes del pueblo de Yrsa.

Aivori lo observó un instante, y su sonrisa se dibujó de repente, amplia y sincera. Justo entonces, Briede y Bum-Bum salieron disparados del camarote, llevándose los tesoros del mono. Gipsy los seguía dando saltos y gruñendo, intentando recuperar lo suyo. Pasaron frente a ellos a toda prisa y desaparecieron entre los recovecos del barco.
  • ¡Keleth abior sheth en kareth, Vihaan! - sonrió la princesa amazona - ¡Vas a ser padre!
El astrónomo no respondió. Se quedó mirando a Grace, que lo observaba preocupada, mientras Yara continuaba palpando su vientre con un gesto entre serio y cariñoso.

A muchas millas de distancia, lejos del Red Viper, de su capitana embarazada y de su padre paralizado, un barco temible surcaba el mar bajo la mano firme de un perro rabioso. Su bandera ondeaba con fiereza: un cráneo de can con las fauces abiertas sobre una corona de oro resquebrajada. El nombre de su navío estaba grabado en la madera como fuego sobre la piel de una bestia indómita: Madra Ifrinn, escrito en la lengua de sus ancestros. El Perro Infernal.

Muchos eran los que huían al verlo aparecer, pocos los insensatos que osaban plantarle cara. Conocían las historias que corrían sobre aquel hombre que lo gobernaba: cruel y despiadado, capaz de vender a su propia madre por un puñado de oro. La armada inglesa había sufrido bajo sus cañones, y los mercaderes viraban el rumbo al percibir su sombra en alta mar. Pero el Perro, aquel monstruo que no parecía tener escrúpulos, había decidido callarlos a todos. Lo que hizo en Londres, en el mismo corazón del imperio británico, aún resonaba en la memoria, vivo en cada corazón liberado, en cada rostro invisible que surgía de la oscuridad.

Mientras el Red Viper se dirigía hacia el norte, atravesando aguas heladas y peligrosas, rumbo a su destino. El Perro marcaba rumbo al sur. Ya habían dejado atrás las costas de España, bordeando el cabo de San Vicente, y ahora navegaban paralelos a la costa africana, acercándose al norte del basto continente. Sus velas se hinchaban con los vientos del Mediterráneo y el Atlántico, cortando las olas como cuchillas, mientras la promesa de saqueos y tormentas llenaba el corazón de sus cachorros.

El Madra Ifrinn rugía sobre las olas como un solo organismo, un galeón vivo y palpitante. Cada cuerda tensada, cada vela izada, cada cañón cargado, resonaba como un compás en la sinfonía que el Perro dirigía con sus ladridos. Sus órdenes no eran palabras, eran música: agudas, graves, rápidas, lentas, cada una marcada con la fuerza y el pulso de su voluntad. La tripulación respondía sin dudar, sincronizada como un único cuerpo: hombres y mujeres libres, los cachorros de su capitán, moviéndose con la precisión de lobos entrenados, fuertes, salvajes e implacables.

Era un ballet feroz de madera, viento y músculo. Cada uno sabía su papel: tirar de las cuerdas, ajustar velas, cargar cañones, izar bandera; todo era un movimiento coordinado que fluía de la mente del Perro, quien con un simple ladrido podía cambiar el ritmo, acelerar el compás o desatar un crescendo de caos controlado. No había dudas, no había vacilación; la fuerza de la manada estaba en su entrega completa a la madre loba, en la sincronía de cada cuerpo con el de los demás, en la pasión por la libertad que corría como fuego entre ellos.

Pero entre esos ladridos, entre ese ritmo y esa energía, surgía una nota disonante. Un español de sonrisa burlona y aura misteriosa trabajaba hombro con hombro con los cachorros, adaptándose a un papel que todos detestaban. Se ocupaba de las tareas de cubierta, la carga y limpieza que los más jóvenes consideraban humillantes. Leyenda de los siete mares, capitán valiente y de otro barco, ahora relegado a la servidumbre de la sinfonía del Perro, su presencia era un contratiempo entre la perfección de la manada. Sin embargo, se movía con gracia, con maestría, con un aire de desafío que contrastaba con la obediencia salvaje del resto. Cada gesto suyo parecía fruncir más el ceño de Seamus O’driscoll.

Y así, entre ladridos, madera crujiente, viento y metal, el Madra Ifrinn surcaba el mar, un torrente de fuerza, libertad y música, donde cada miembro de la tripulación era a la vez un instrumento y un guerrero, y donde incluso la nota disonante tenía su lugar en la composición perfecta del Perro del Infierno.

Seamus observaba a De la Vega limpiar la cubierta, sus viejas manos firmes sobre el timón. Detrás del humo de su pipa, no pudo ocultar una sonrisa canina. Parecía que al pirata más temido de los siete mares no le importaba estar de rodillas frotando la madera con un cepillo. Al contrario, parecía disfrutar el momento; había algo en su gesto, una belleza inesperada, como si el simple hecho de navegar le devolviera juventud y fuerza.

De aquella unión de bastón y espada con la sede principal de la Compañía de las Indias Orientales en llamas a sus espaldas ya no quedaba nada. El pacto entre los dos capitanes se rompió justo cuando subieron a cubierta. Todo había sucedido demasiado rápido, demasiado intenso, y el Perro lo recordaba con cada fibra de su ser en ese momento.

Recordaba al Madra Ifrinn reposar nervioso en las aguas del Támesis. A su alrededor, Londres resplandecía en llamas. Los gritos de la revolución resonaban en cada callejón, los disparos de los que se negaban a ceder control eran ahogados por la voz unida de los invisibles y los miserables que habían dejado de temer.
  • ¡Rápido, perros! ¡Izad las velas! ¡Asegurad los cabos! ¡Cargad los cañones! - ladró el Perro, duro y rápido, cada orden un latido en el corazón del galeón.
Seamus agarró el timón y el barco dejó atrás el mundo en llamas. Diego se situó a su lado, sonriendo mientras observaba cómo sus hombres, por fin liberados, se unía a los cachorros de O’Driscoll como uno más.
  • Y bien, De la Vega… ¿alguna idea de dónde está su barco? - preguntó el Perro.
  • El Español Errante está a salvo, Perro. No se preocupe por él. Mi tripulación, los que consiguieron escapar de la ciudad flotante, ya saben dónde ir. Vendrán a por mí.
El Perro lo miró, desconcertado. Aunque era un viejo lobo de mar y poseía aquel extraño don de saber siempre lo que iba a acontecer, como si la vida misma fueran cartas marcadas y él controlara el juego, aquel hombre era imposible de leer.

  • ¿Y cómo te encontrarán? ¿Acaso están aquí? - Seamus escudriñó el horizonte con una sonrisa burlona - Yo solo veo fuego, destrucción y el rugido de los indomables. Ninguna vela pirata nos sigue, capitán. ¿Dónde están sus hombres?
  • No se preocupe por mí, Perro. Ellos me encontrarán.
Cualquiera hubiera dejado la conversación ahí. Estaba claro que De la Vega no quería revelar más. Pero el Perro era un perro, y por eso lo llamaban así. Cuando olfateaba un rastro, lo seguía, incansable. Solo se detenía cuando lo atrapaba entre sus dientes.
  • ¿Es que acaso os podéis comunicar telepáticamente? - rió el Perro, encendiendo su pipa - ¿O es que podéis ver el futuro como una bruja?
Diego sonrió, como siempre, con ojos vibrantes que no dejaban de brillar mientras se giraba hacia él.
  • No importa eso ahora, Perro. Si te digo que ellos me encontrarán, es porque sé que lo harán. Debemos centrarnos en buscar a Grace, a tu amiga; precisa de nuestra ayuda. Debemos dirigirnos hacía África!
Quizás fuera el fragor de la batalla, quizás la ilusión de dejar atrás tierra firme, o quizá la urgencia misma llamándolo. Nunca lo sabremos a ciéncia cierta. Pero por primera vez, De la Vega cometió un error. Lo supo en el instante en que pronunció aquellas últimas palabras, en el preciso momento en que la punta de la espada rozó su garganta.
  • ¿Quién demonios eres, bastardo? - gritó el Perro.
Diego levantó las manos, su sonrisa intacta. En cubierta, sus hombres desenvainaron sus espadas, pero eran pocos ante los cachorros. Bajo la amenaza de los aceros no pudieron hacer más que rendirse.
  • ¡Habla! ¿Cómo sabes que se encuentra en África?
El silencio como respuesta.
  • ¡Habla, escoria!¿Como sabes su paradero?
Aquella sonrisa que jamás desaparecía.
  • ¡Habla, traidor! ¿Quién te manda?
  • Cometes un grave error, Perro. No debemos luchar entre nosotros, sino hacerlo juntos. Grace necesita que…
El acero se apretó más contra su cuello. La mirada de Seamus se intensificó, dura, implacable.
  • ¡He dicho que hables! Si no quieres morir aquí y ahora. Eres uno de los suyos, ¿verdad? ¿Un espía de ese bastardo inglés?
Diego no dijo nada. Podría haberlo hecho; podría haber abierto la boca y revelar todos los secretos que conocía. Pero no lo hizo. Permaneció en silencio, con la misma sonrisa constante en su rostro, igual de cálida y fugaz que la de Bishnu. Como si en la distancia sus rostros expresaran exactamente lo mismo: “Todo a su tiempo, jóven. Todo a su tiempo”
  • ¡Está bien! - ladró Seamus, bajando finalmente la espada - ¡Snatch, rápido!
La hiena salió disparada entre los hombres, sujetándose las gafas y corriendo veloz al llamado de su madre.
  • Encierra a este traidor y a los que lo siguen en la bodega, al menos hasta que dejemos Inglaterra atrás - ordenó Seamus - Y que trabajen, pues nadie holgazaneará en mi navío, pero que cumplan las tareas más pesadas… las que todos desteten… hasta que decida hablar.
Dos hombres robustos se acercaron a Diego, agarrándolo por los brazos con firmeza. Sus hombres fueron capturados de la misma manera, cada uno tomado con seguridad, incapaz de resistirse ante la fuerza concentrada de los cachorros del Perro.

Antes de abandonar el puesto de mando, Diego alzó la voz, firme, imponente incluso mientras era escoltado hacia la bodega.
  • Es su barco, Perro, y obedeceré sus órdenes. Pero… si amáis a esa mujer tanto como yo la amo, poned rumbo al Congo, directos a su corazón, ahí donde los libres resisten el embate de los avariciosos. No lo hagáis por mí… hacedlo por ella y por lo que su bandera representa.
Seamus lo miró un instante, sus ojos caninos clavados en los de Diego, leyendo la determinación y la pasión que emanaban de aquel hombre. No pronunció palabra, tan solo desconfió de él. Un instante más, y los hombres lo llevaron, escoltándolo a la bodega mientras la tripulación restante volvía a sus puestos.

El viento azotaba el Masra Ifrinn mientras se alejaban del Tamesis, dejando atrás las cenizas de Londres . Cada tabla del galeón vibraba bajo los pasos de los hombres que llevaban a Diego preso, mientras el Perro permanecía en el timón, su figura dominante recortada contra el cielo encendido por el amanecer.

Semanas de navegación siguieron. Y cada mañana, el Perro descendía a la bodega, como un ritual. Su voz firme y grave, siempre preguntaba lo mismo.
  • ¿Vas a hablar, español?
Diego, con la misma sonrisa que lo había salvado una y otra vez, la misma que ahora lucía mientras limpiaba las cagadas y meadas de los cachorros en cubierta, simplemente alzaba una ceja y le respondía con esa expresión confiada e indomable.

El tiempo pasaba, las olas los mecían, el viento recorría los mástiles, y cada mañana el Perro volvía al timón, observando el horizonte. Sabía que tarde o temprano, la verdad saldría… pero mientras tanto, aquel hombre seguía siendo un enigma. Un desafío que solo la paciencia de un viejo lobo de mar podía soportar.

Aquella mañana había algo distinto en De la Vega. Seamus lo notó al instante, como un perro que huele un cambio en el aire. El español parecía más animado de lo habitual, con un brillo en los ojos que ni el cansancio ni la mugre lograban opacar. Con un ladrido seco, O’Driscoll ordenó a la Hiena que lo trajera, y así se hizo, sin demora.

Diego apareció en el puesto de mando arrastrando las botas húmedas sobre la cubierta. El sudor le perlaba la frente y el olor agrio de la bodega lo envolvía, mezclado con el hedor de mierda y salitre. Sin embargo, nada de aquello borraba la sonrisa insolente que llevaba grabada en el rostro. Aunque prisionero, no portaba cadenas ni grilletes pues eso era pecado en el navío del Perro.
  • Si vais a preguntarlo otra vez, podéis ahorraros las molestias - dijo con desenfado, inclinándose apenas hacia atrás como quien toma el aire fresco después de horas en la bodega - Tengo mucho trabajo aún por hacer, capitán. Y el tiempo apremia.
Seamus lo observó, con la pipa encendida y la bruma matinal colándose entre las jarcias del galeón. Sus ojos se entrecerraron, midiendo cada palabra del español.
  • Jamás perdéis esa sonrisa, ¿verdad? - gruñó, dejando escapar una nube de humo.
  • ¿Y por qué habría de perderla? - contestó Diego, encogiéndose de hombros, con los labios curvados en una mueca burlona.
El Perro bufó.
  • Para mi tripulación mejor que no la perdáis… - apuntó con el cañón de la pipa hacia él - Realizáis las tareas que todos odian realizar.
  • ¿Limpiar mierda o izar velas? ¿Qué más da? - Diego se pasó una mano por el cabello húmedo, apartándolo de la frente - Lo importante es que navegamos… y seguimos vivos.
El aire marino agitaba la bandera del Madra Ifrinn, y el timón crujió bajo las manos de Seamus mientras este se giraba hacia su prisionero.
  • Sois tan optimista que resulta imprudente - dijo en tono bajo, casi un gruñido - Algún día os daréis de bruces con la realidad.
  • Puede ser… - Diego alzó una ceja y sonrió aún más, como si el desafío le resultara divertido - Pero mientras llegue ese día, que me quiten lo bailado, capitán.
  • ¿De verdad no vais a hablar? - Seamus lo acorraló con la mirada, inclinándose un poco hacia delante, con el humo de la pipa arremolinándose entre ambos.
  • ¿Para qué? - replicó Diego, con una calma insultante - Al horizonte ya distingo la costa de África. Vamos en el rumbo correcto.
El silencio se hizo un momento, solo roto por el crujir de las velas y el rumor de las olas contra el casco. Seamus apretó la mandíbula. Su infinita paciencia luchando contra aquella sonrisa burlona.
  • Escuchad, De la Vega - dijo finalmente, con un tono más grave - Sé que sois vos, se que decís la verdad. Lo pude ver en sus ojos la noche que nos conocimos. Y no quiero a la leyenda de los siete mares fregando suelos en mi cubierta y limpiando letrinas en mi bodega. Decidme de una vez… ¿De qué lado estáis?
  • Del mismo que el vuestro capitán. Del lado de la libertad.
  • Ya! Y fué la misma libertad quien os aclaró la mente y os dijo donde estaba la capitana ¿Verdad? - Seamus negó con la cabeza, era un perro apaleado, desconfiado, peligroso - ¿Cómo sabeís que Grace O’Malley está en África?
Diego ladeó la cabeza, y su sonrisa se hizo más fina, casi misteriosa.
  • Yo no dije que estuviera allí - contestó, pausado - Solo dije que debíamos ir hacia allí.
El silencio se volvió pesado, como si el aire mismo quisiera escuchar la respuesta que Seamus tanto ansiaba. El Perro apretó los dientes, el humo de su pipa se espesó frente a su rostro, ocultando la furia que hervía en sus ojos.
  • ¿Te burlas de mí, español? - gruñó, dando un paso al frente. Su sombra lo cubrió por completo, y el crujido del timón bajo su mano fue tan fuerte que pareció el rugir de un monstruo marino.
Diego no retrocedió. Con las botas aún húmedas, el cabello desordenado y el hedor de bodega impregnando su ropa, sostuvo la mirada del capitán. Y lo hizo sonriendo, como si aquella amenaza no fuera más que un juego.
  • No, perro… - respondió con voz tranquila, apenas un murmullo frente al viento - Solo confío en que el mar me llevará donde debo estar.
Seamus alzó la mano, a un suspiro de agarrarlo por la pechera y arrojarlo fuera borda. Sus hombres, atentos, contenían la respiración, dispuestos a intervenir si la chispa encendía el fuego. La tensión era tan densa que ni el graznido de las gaviotas se atrevía a romperla.
Entonces, Diego inclinó apenas la cabeza, como quien hace una reverencia irónica, y dejó que la sonrisa se ensanchara. Sus ojos brillaban, no de miedo, sino de certeza.
  • ¿Y acaso no es eso lo que hacéis vos, capitán? - dijo despacio, con un tono casi fraternal - Confiar en el mar, seguir su instinto, ladrar cuando huele la presa.
La mano del Perro se quedó suspendida en el aire. Hubo un instante en el que todo el barco pareció detenerse: las velas tensas por el viento, el crujido de la madera, los cachorros expectantes… todo aguardaba a que Seamus acabara con aquella sonrisa andante.

Pero el capitán no lo golpeó. En cambio, exhaló un gruñido profundo, volvió a llevarse la pipa a los labios y, tras soltar una nube de humo, lo apartó de su camino con un manotazo.
  • ¡Lárgate de mi vista! - ladró - Antes de que me arrepienta de tenerte vivo en mi cubierta.
Diego sonrió todavía más, inclinándose con una teatralidad descarada.
  • Como ordenéis, capitán.
Y se marchó, con la misma calma insolente con la que había llegado, dejando tras de sí un rastro de preguntas que ni el Perro, con todo su olfato, lograba descifrar. Seamus dio una larga calada a su pipa y, sin mirarlo, ladró con voz dura.
  • ¡Snatch! Que el español se encargue hoy de rascar la sentina, hasta el último rincón. Quiero sus manos hundidas en ese lodazal de mierda, alquitrán y ratas muertas. A ver si así… - expulsó el humo lentamente, con una sonrisa canina - …se decide a hablar.
Diego inclinó la cabeza con una reverencia burlona y, como siempre, sonrió. Esa maldita sonrisa que nunca se borraba, ni siquiera oliendo a inmundicia. El Perro lo observó marcharse, entre la rabia contenida de no haber logrado arrancarle un secreto y la diversión amarga de saber que, con su silencio, el condenado español había conseguido exactamente lo que quería: poner rumbo a África.

Os preguntaréis: ¿Por qué para el capitán era tan importante saber la verdad?
La respuesta es sencilla: estaba en su naturaleza. Cuando un misterio se presentaba ante él, lo olisqueaba, lo seguía sin descanso hasta desgarrarlo con los dientes y exponerlo a la luz. Así había vivido siempre Seamus O’Driscoll, así había sobrevivido toda su vida.

Pero, ¿hay algo más, vedad? Sí, por supuesto. Tras el humo espeso de su pipa se escondía un hombre que sabía más de lo que aparentaba. Era viejo, curtido, lleno de cicatrices, la mayoría invisibles, ocultas bajo su castigada piel. Había cometido errores, demasiados, y había aprendido a base de golpes, mordidas y traiciones. El mundo de los piratas no era tan distinto del de los ricos acaudalados: allí no había palacios, ni nobles, ni lujos. Pero sí había conspiraciones, tratos oscuros, y cuchillos por la espalda. Entre contrabandistas y filibusteros, la traición era tan común como el aire que se respiraba.

¿Y acaso no era Hong Long el ejemplo perfecto? Un rey pirata que juraba gobernar una ciudad libre, que decía no tener fronteras ni banderas, solo la pureza del mar abierto donde flotaba. Pero incluso él, que un día fue estandarte de la libertad, había caído en la podredumbre de la codicia. Ahora trabajaba para el enemigo, vendiendo la libertad como se le da un caramelo a un niño: endulzándole con promesas, atrayandolo hacía él, para después engañarle, encerrarle y subastarlo al mejor postor.

Pero si en el fondo de su corazón sabía que Diego era quien decía ser, ¿por qué desconfiaba de él? Por pura supervivencia. Aunque Seamus sabía que no mentía, aunque todo en sus ojos gritaba verdad, había una sombra en su sonrisa, una que solo el Perro podía ver. ¿Cómo podía ese hombre saber cuál era el rumbo correcto? ¿De dónde sacaba la seguridad de que su barco lo encontraría, como si las mareas obedecieran su voluntad? Entre piratas la ley era clara y eterna: jamás te fíes de uno. Quizás no mintiese, pero quien oculta algo siempre guarda un filo afilado bajo el manto, y esa sola idea bastaba para inquietar al Perro.

Sin embargo, ya era tarde para virar el rumbo. El Madra Ifrinn y todos sus cachorros, se adentraban ya en las costas africanas, en aquel despiadado mundo donde reinos enteros saqueaban con la impunidad de sus leyes escritas en sangre y ambición. El viaje sería duro, todos lo sabían. Portugueses, holandeses, franceses, ingleses… todos surcaban aquellas aguas con cañones cargados y las fauces abiertas. Y allí, un único navío pirata dispuesto a enfrentarlos a todos.

Seamus O’Driscoll sonrió. Una sonrisa amarga, vieja y desconfiada. Nada importaba ya, salvo un juramento. Uno que no necesitaba firma ni palabra solemne. El juramento de la lealtad salvaje. El pacto del Perro y la Víbora. Marchaba hacía la garganta de la bestia, dispuesto a cumplir su palabra. Dispuesto a prestar apoyo a la capitana Grace O’Malley.
Continuará…
 
Bieeen. Ahora ya sí que está claro que Grace y Vihaan van a estar juntos y el hijo que espera los va a unir más todavía.
 
Capítulo 35 - Risas en cubierta y sangre en la mar: El contraste de dos navíos

Los días sucedían a las noches, mientras el Red Viper segúia navegando sin descanso. Aquella, en concreto, lucía especialmente hermosa en cubierta. La noche cubría el mar como un manto de terciopelo oscuro, tachonado de estrellas que parpadeaban con un fulgor antiguo. El Red Viper avanzaba entre caricias, mecido por la marea tranquila. La madera del timón susurraba suavemente bajo las manos de Grace, que lo sujetaba con dulzura, aunque en su rostro se dibujaba una sombra de preocupación. El viento le agitaba los rizos, empapándola del olor salado del océano y la brisa agradable.

A su lado, Vihaan permanecía en silencio, los brazos cruzados, la mirada perdida en el horizonte que apenas se distinguía de la bóveda celeste.
  • ¿Estás completamente segura? - preguntó finalmente, con la voz baja, como si temiera romper el equilibrio de la noche.
Grace no apartó los ojos del mar.
  • No lo sé… pero Yara dice que sí. Que puede sentirlo dentro de mí. Y créeme… puede equivocarse en muchas cosas, pero en esto - se acarició suavemente el vientre, con un gesto casi reverente - nunca se equivoca.
Vihaan la observó unos segundos. Su rostro, normalmente sereno, se agitó con una mezcla de nerviosismo y confusión. Padre. Aquella palabra pesaba en su pecho como un ancla lanzada al fondo del océano.
  • Vihaan respira… - la capitana no giró la cabeza, pero su voz sonó firme - No te preocupes, no serás el primer padre de la historia que no se hace cargo de un hijo.
  • ¿Por qué dices eso? Yo no…
  • Ninguno de los dos - lo interrumpió ella, con un suspiro cansado - buscaba lo que ahora crece en mi vientre. Además… Akuma dice que… - vaciló, como si pusiera sus pensamientos en una balanza invisible - que tiene un remedio.
  • ¿Un remedio para qué? - preguntó él, frunciendo el ceño.
  • Para evitarlo.
El silencio se espesó como una neblina entre ellos. Solo las risas apagadas detrás y la melodía melancólica de Akuma, rasgando su shamisen bajo el cielo estrellado, mantenían la noche viva.

A sus espaldas, un pequeño círculo de tripulantes rodeaba una botella vacía que descansaba sobre la madera húmeda. Las antorchas y lámparas de aceite lanzaban destellos cálidos sobre sus rostros. Cortés, con el abrigo abierto y frotándose las manos para entrar en calor, se dejó caer entre ellos con aire curioso.
  • ¿Y cómo dices que se juega a esto? - preguntó divertido.
  • Se llama ‘vergüenza o resaca’ - rió Yara, sus ojos oscuros brillando como carbones encendidos - Es un juego que nos inventamos Grace y yo cuando éramos niñas. Consiste en girar la botella, así… - le dio un giro con fuerza y el cristal tintineó contra la madera hasta señalar a Yrsa. Yara sonrió con picardía - Ahora Yrsa debería contar algo de su vida, pero no cualquier historia: tiene que ser una que le avergüence.
  • ¿Y si no quiere? - preguntó el español, arqueando una ceja.
  • Entonces debe beber - respondió Yara, mostrando los dientes en una sonrisa luminosa.
Cortés la observó unos segundos, incrédulo. Después, soltó una carcajada sincera, que resonó como un cañonazo en medio del círculo.
  • ¿Sentirse avergonzado o beber? ¡La respuesta es bien sencilla, santera! Veo un fallo garrafal en tu juego.
  • No, no es tan fácil - replicó ella, sacando una moneda de su zurrón y mostrándola entre sus dedos finos - Si no quieres contar tu historia, se lanza esta moneda al aire. Cara, bebes. Cruz, vergüenza.
Cortés entrecerró los ojos, divertido. La luz del fuego bailó en su sonrisa burlona.
  • Ah, amiga… ahora lo entiendo. - Se frotó las manos, entusiasmado - Juguemos pues. ¡Esto promete diversión!
  • ¡Esta ser prueba! - gruñó Yrsa, señalando la botella con el ceño fruncido - ¡no valer!
Las carcajadas resonaron bajo la noche. Yara, siempre sonriente, volvió a sujetar la botella, lista para reiniciar el juego. Pero una voz retumbó como un cañón.
  • ¡Un momento, bruja! - bramó MacFarlane, sospechando una trampa - Déjame ver esa moneda más de cerca.
La cubana no perdió la calma. Con un movimiento grácil lanzó la moneda al aire, que cruzó el círculo como un destello y cayó en las manos agrietadas del contramaestre. Este la atrapó con la destreza de un lobo de mar y la examinó con desconfianza.
  • ¿Y bien? - preguntó Yara, arqueando una ceja - ¿Podemos empezar o no?
MacFarlane le dio un par de vueltas más entre los dedos ennegrecidos, como si quisiera arrancarle algún secreto, antes de devolvérsela con el mismo gesto rápido con que la había recibido. Un gruñido gutural fue su único veredicto.

Nadie se dio cuenta del leve movimiento de Yara al recoger la moneda. Nadie excepto Bhagirath. Sus ojos, acostumbrados a las trampas de los callejones y a las tretas de supervivencia, vieron el engaño. No dijo nada, solo dejó escapar una sonrisa cómplice, lanzando una mirada rápida a sus compañeros.
  • Muy bien, ¡que empiece el juego! - cantó la cubana, girando la botella con energía. El cristal chirrió contra la madera hasta detenerse frente al escocés.
Las carcajadas brotaron de inmediato.
  • Esto te pasa por hablar! - rió Cortés dandole una fuerte palmada en la espalda
  • Llegar y besar el santo! - sonrió Bhagirath partiendose de risa.
Yara lo miró a los ojos, divertida y desafiante.
  • ¡Di, MacFarlane! ¿Vergüenza o resaca?
  • ¡Resaca! - rugió el escocés, sin pensarlo dos veces.
La moneda voló de nuevo, golpeó la palma y luego el dorso de la otra mano de Yara. El círculo estalló en risas cuando apareció el símbolo maldito: cruz.
  • Pues tú dirás… - canturreó la cubana, sus dientes blancos reluciendo en la oscuridad - ¿Qué tienes que contarnos?
MacFarlane recorrió con la mirada a todos, uno por uno. Sus ojos azules brillaban con un destello salvaje. Por un momento, pareció dudar, incluso tensó los labios como si fuese a abandonar el juego. Pero luego, como si un recuerdo lo mordiera desde dentro, una sonrisa desquiciada se apoderó de su rostro.
  • ¡A la mierda! - rugió, golpeando el suelo con la palma de la mano - Os lo contaré.
Se inclinó hacia delante, la sombra de su cicatriz temblando con la risa que ya le subía por la garganta.
  • Una vez, en Edimburgo, me desperté con un barril entero de whisky vacío y con la cabeza tan embotada que juré haber muerto… - hizo una pausa dramática, mirando al círculo como si saboreara la tensión - Pero no estaba en mi cama. Ni siquiera estaba en una casa. ¡Estaba en el cementerio, dentro de un jodido ataúd!
Las carcajadas se ahogaron en un instante, dejando un silencio helado.
  • Sí, compañeros - continuó con un brillo de locura en los ojos - Al parecer, había apostado con unos desgraciados que podría dormir toda la noche bajo tierra sin volverme loco. ¡Y me enterraron de verdad!
Un murmullo de incredulidad recorrió al grupo.
  • Lo peor - añadió el escocés, riéndose a carcajadas - es que al despertar, en mi borrachera, creí que de verdad estaba muerto. Así que… ¡me cagué encima, recé tres padres nuestros y luego empecé a gritarle al diablo que si me quería en el infierno, tendría que invitarme a otra ronda!
El círculo estalló en risas y exclamaciones, algunos horrorizados, otros doblados de la carcajada. MacFarlane golpeaba el suelo con la mano, riéndose como un poseso.
  • Y cuando al fin me sacaron - concluyó con un brillo demencial - lo primero que hice fue pedir otro barril. ¡Porque si sobrevives a tu propio entierro, lo mínimo es celebrarlo con más whisky! ¿Tengo razón o no?
Las risas resonaron bajo el firmamento estrellado, mezcladas con el crujir del navío y el lamento lejano del mar.
  • Buena historia… - rió Yara, sujetando la botella entre las manos - Debo reconocerlo, pero quiero más vergüenza. Vamos, amigos, que salgan los trapos sucios.
La botella volvió a girar sobre la madera, crujiente como un tambor, mientras todos se inclinaban hacia adelante. Había risas nerviosas, chasquidos de lengua, apuestas susurradas. El círculo parecía contener la respiración, como si el destino de la noche dependiera de aquel trozo de cristal.
  • ¡Ohhh, mierda! - rió Cortés cuando la boca de la botella se detuvo apuntándole. Antes de que Yara abriera la boca, levantó las manos y añadió yeatralmente - ¡Resacaaaaa! Quiero resaca…
La moneda voló, reflejando la luz de las antorchas, rebotó en la palma de la cubana y se estrelló contra el dorso de su otra mano. Cuando la levantó, la sala estalló en risas y vítores: cruz otra vez.
  • ¡Maldita sea mi suerte! - exclamó el español, aunque su sonrisa pícara no desapareció - Está bien, lo confieso…
Se inclinó un poco hacia el fuego, la sombra de su bigote proyectándose en la cubierta, y alzó un dedo, como quien prepara un sermón.
  • Una vez… estuve a esto - hizo un gesto con los dedos - de tirarme a una oveja.
El silencio cayó de golpe. Todos lo miraron boquiabiertos: Mordisquitos tragó saliba, Yrsa se quedó con los ojos muy abiertos, Bhagirath arqueó una ceja con expresión de “¿qué demonios acabo de oír?”, y hasta MacFarlane dejó de reír un instante, incrédulo.
Cortés se encogió de hombros, disfrutando del efecto de su confesión. Sus carcajadas volvieron de nuevo.
  • Esperad, esperad, ¡no me miréis así, demonios! - rió, alzando las manos - No es lo que pensáis.
La expectación volvió a tensar el aire, hasta que soltó la historia.
  • Yo tendría… unos catorze años, más o menos. Más hormonas que cabeza…
  • Sigues teniendo más hormonas que cabeza, con casi cuarenta, español! - masculló Macfarlane provocando la risa de todos.
Cortés rió con los demás, pero pidió calma con las manos.
  • Escuchad, escuchad… Era jóven… y corría más vino por mis venas que sangre. Una noche de fiesta, acabé tan borracho que juraría que estaba cortejando a la hija del panadero. Pelo rizado, cuerpo suave, olor dulzón… ¡y unos ojos hermosos! Bueno… eso creía yo. - Se interrumpió un segundo para reírse de sí mismo - Resulta que me había quedado dormido en su granero, abrazado a una de las ovejas de su familia.
Las carcajadas brotaron al instante.
  • Cuando desperté y vi dónde tenía la mano… - Cortés hizo un gesto teatral, llevándose la mano a la entrepierna - me puse más rojo que un tomate. Salí corriendo del establo, con los pantalones mal abrochados, y todos los del pueblo detrás gritándome “¡cabrito, deja a la pobre oveja en paz!”
El círculo estalló en risas estruendosas. MacFarlane golpeaba el suelo, casi llorando; Yara lloraba de risa con las manos en la barriga; Yrsa trataba de mantener la compostura, pero acabó soltando una carcajada voraz; y Grace, al timón, alcanzó a escuchar el remolino de risas y negó con la cabeza, divertida y escandalizada al mismo tiempo.

Cortés, con su eterna sonrisa, se inclinó con una reverencia exagerada.
  • Y así, amigos míos, aprendí dos cosas: uno, nunca bebas hasta confundir a una mujer con una oveja. Y dos, jamás volvería a ese pueblo.
Las carcajadas subieron de tono, mezclandose con palmadas y vitores.
  • ¡Vamos, vamos, así se juega! - rió Yara, girando de nuevo la botella - De eso se trata… ¡El siguiente! ¡Que no paren las risas!
La botella giró sobre la cubierta, rechinando suavemente, mientras las carcajadas de Cortés todavía resonaban. Justo cuando parecía que iba a detenerse frente a Yara, esta se deslizó apenas un suspiro hacia la izquierda, como movida por un soplo invisible. Nadie lo notó… hasta que el cuello de cristal apuntó directamente al timón.

Todos levantaron la mirada al unísono. Un silencio de expectación… y luego estallaron otra vez en estruendosas risas.
  • ¡Graceeeee! —gritó Yara, con los brazos en alto - ¡Te tocaaaa!
La capitana discutía en voz baja con Vihaan, demasiado absorta para entender la broma.
  • ¿A qué vienen esas risas? ¿Qué os pasa? - preguntó, arqueando una ceja, sin soltar el timón.
  • ¡Vergüenza o resaca, capitana! - sonrió Cortés, ofreciendole un brindis con la botella.
  • ¡Vamos, capitana! ¡Juegue con nosotros! - añadió Bhagirath.
Grace negó con la cabeza, levantando una mano como quien espanta moscas.
  • Oye, Grace - le susurró Vihaan con pesar - Ya hablaremos más tarde de esto.
  • Lo siento, Vi, pero no hay nada de qué hablar. La decisión es mía… - contestó ella, cortante.
El astrónomo suspiró, se apartó y se acercó a los demás dejandose caer en el círculo.
  • ¿Va todo bien señor? - preguntó Bhagirath al ver su espresión.
Vihaan tomó la botella de vino que Bhagirath le ofrecía, le dio un par de tragos largos y murmuró con una sonrisa amarga.
  • Si, no te prepcupes amigo. Todo se arreglará… ya lo verás.
Mientras tanto, las súplicas no cesaban.
  • ¡Vamooos, Reeeed! - insistió Yara con una sonrisa traviesa - ¡Las reglas son las reglas! Ya lo sabes!
  • ¡Pero si yo no estaba jugando! - gritó Grace, todavía sin girarse.
  • ¡Vamos, capitana! - rugió Macfarlane desde atrás - ¡Vergüenza o resaca! ¡No puede negarse!
Grace resistió un instante más, hasta que la tensión se quebró y la preocupación se esfumó de su rostro. Una sonrisa indomable apareció de golpe.
  • ¡Estáaaaa bieeeen! - exclamó, girándose sin soltar el timón - ¡Resacaaaa!
La moneda brilló bajo el fuego, giró en el aire y cayó en el dorso de la mano de Yara. Cruz. Los vítores estallaron en seguida, acompañados de risas y empujones. Grace no pudo evitar sonreir, mientras pensativa, buscaba la historia más adecuada, pero entonces se topó con la mirada de su amiga. Yara la observaba con ojos suplicantes, un gesto exagerado de pena y las manos entrelazadas, rogando.
  • Ni en broma, Yara - rió Grace.
  • ¡Vengaaa, por favoooor! ¡Pero si es buenííííísimaaaa!
La capitana negó con la cabeza, pero no pudo resistir la súplica. No viniendo de Yara. Al final, hinchó el pecho como quien se lanza a la batalla.
  • Está bien… - suspiró con una sonrisa - Os contaré mi historia, pero… al que se ría lo echo por la borda, ¿estamos?
Todos estuvieron de acuerdo, mientras Yara entre susurros les aseguraba que esa sería sin duda, la mejor historia de todas
  • Os contaré por qué en Bristol, de pequeña, algunos me llamaban… - la capitana negó con la cabeza sin dejar de sonreir - la Reina de los Sapos.
Las carcajadas brotaron antes incluso de empezar. Vihaan el que más, dejando atrás la discusión, de la que pareció olvidarse al instante.
  • Resulta que, cuando era niña, escuché aquel cuento de la princesa y el sapo. Y claro, yo lo entendí al pie de la letra - la sonrisa sincera de Grace retumbó sobre la cubierta - Pasé un verano entero… ¡besando todos los sapos del maldito puerto de Bristol!
Las carcajadas fueron instantáneas.
  • ¡Por eso te huele el aliento a sapo muerto! - gritó Yara, tirada ya en el suelo de la risa.
  • ¡No fastidies, capitana! - Cortés se llevó las manos a la cabeza - ¡Y yo creyendo que encular a una oveja era vergonzoso!
  • ¡Eso explica tu cara cuando vimos aquella rana en la cocina! - rugió MacFarlane con carcajadas roncas.
Grace alzó la voz entre el barullo, roja como un tomate pero riendo con todos:
  • ¡Solo era una niña, malditos idiotas! ¡Una niña inocente!
Yara no podía más. Tirada en la cubierta, golpeando con la mano el suelo entre lágrimas de risa, gritó con toda su voz:
  • ¡LA REINA DE LOS SAPOOOOOOSSSSS!
El círculo entero repitió el grito en coro, entre risas, hasta que las estrellas parecían temblar sobre ellos, como si tambíen compartieran aquel momento.

La botella volvió a girar. La madera de la cubierta crujió bajo los traseros de la tripulación que se apretaba en el círculo, con los ojos brillando de vino y entusiasmo. Las botellas llenas pasaban de mano en mano, y hasta la música de Akuma pareció ganar brío, tocando ahora un violín, acompañando la felicidad de la tripulación,
  • ¡Resaca! - dijo Aivori con una sonrisa serena al ver que la botella se detenía frente a ella.
Un aplauso estalló, mezclado con carcajadas. Nadie se sorprendió cuando la moneda volvió a marcar cruz. Era como si la suerte misma quisiera seguir destapando secretos.
  • Muy bien, princesa - rió Cortés - A ver con qué nos sorprendes.
Aivori se acomodó, apoyando las manos en las rodillas. Su mirada se perdió unos segundos en el cielo estrellado, como si buscara allí los recuerdos de su infancia.
  • En mi mundo - empezó con ilusión en la voz - todas debemos pasar por el Keleth’ir, la escuela de las guerreras. Antes de convertirte en guerrera y jurar lealtad eterna a la diosa, debemos realizar una prueba final. En realidad varias. Son pruebas duras, que demuestran nuestra destreza y nuestro valor. Yo superé todas: la lucha, el tiro con arco, la resistencia… Pero había una cosa que nunca se me dio del todo bien: montar a caballo.
Algunos sonrieron, otros se inclinaron hacia adelante.
  • Mis hermanas y yo nunca ensillamos a los caballos, siempre montamos libres, y sinceramente… soy malisima. Bueno… aquel día… - se le iluminó el rostro como a una niña contando una travesura - delante de mi madre, de las maestras, de mis compañeras y de todo el pueblo… debía hacer las acrobacias más difíciles.
La tripulación guardaba silencio, atentos.
  • Las primeras salieron perfectas. El salto, el giro, el equilibrio… todos aplaudían. Pero en la última, la más importante, no calculé bien la distancia. Salté demasiado pronto y… ¡paf! - golpeó con la mano la cubierta - caí de cara contra la arena.
Hubo un silencio incómodo. Todos se miraron entre sí, como si la historia no tuviera demasiada gracia. Entonces Aivori, incapaz de contenerse, estalló en una carcajada desbordante.
  • ¡Y cuando levanté la cabeza…! - dijo entre risas - ¡vi la cola del caballo alzarse y… se cagó en toda mi cara!
El círculo entero explotó. Algunos se doblaron de la risa, otros se tiraron hacia atrás en la cubierta dando patadas al aire. Cortés se revolcaba sujetándose el estómago, incapaz de respirar, mientras MacFarlane lloraba de risa golpeando el suelo con el puño.
  • ¡No puede ser! - gimió Bhagirath, rojo de tanto reír y de tanto vino - ¡La princesa guerrera, coronada con estiércol!
  • ¡El destino de una reina! - rugió Yara entre carcajadas.
La risa fue contagiosa, salvaje, como una ola que arrastró a todos en la noche iluminada.
La fiesta no paró. El juego se volvió un torbellino sin control, como el propio mar cuando se desata. Las botellas pasaban de mano en mano, los labios tintados de vino, las mejillas ardiendo de tanto reír. La luna alta iluminaba la cubierta y los reflejos plateados del mar parecían bailar con ellos.

Yara, dueña del caos, movía sus dedos como una prestidigitadora experta. Cuando alguno ya había pasado demasiadas veces por la botella, ella cambiaba sutilmente la moneda, dándoles un respiro, regalando la ilusión de que el destino jugaba limpio.
Halcón, rojo como un tomate, confesó entre carcajadas la vez que se enamoró perdidamente de una mujer… que después descubrió que no lo era. Los gritos de sorpresa y los golpes amistosos en su espalda casi lo tiraron al suelo.

Yrsa, sin miedo, levantó su camisa y mostró una cicatriz profunda en el abdomen, recordando cómo una vez confundió un lobo con su propio perro. La tripulación rugió entre incredulidad y risas, lanzándole burlas.

Vihaan, con las orejas color fuego, contó cómo terminó completamente desnudo en medio del mercado de Calcuta, corriendo entre vendedores y vacas sagradas, mientras intentaba cubrirse con lo primero que encontraba. Las risas fueron tan grandes que hasta Grace, desde el timón, tuvo que taparse la boca para no escupir el ron de su boca de la risa.

Incluso Mordisquitos, el enorme muro de ebano, se lanzó a participar. Con señas exageradas, casi teatrales, fue traducido por Yara. Su vergüenza provocó carcajadas tan fuertes que algunos rodaban por la cubierta golpeando el suelo con los puños.

Un poco más apartado, casi como si jugara con otro ritmo, Bishnu descansaba recostado contra la madera de la proa. Sus ojos parecían cerrados, pero sus dedos se movían con calma cada vez que la botella se inclinaba hacia él. Como un músico invisible, desviaba apenas el rumbo, lo justo para esquivar su turno. Nadie se dio cuenta, o quizá todos lo sabían y lo dejaban estar.

Y entre ellos, Bum-Bum corría feliz, riendo sin entender nada del juego, atrapando las carcajadas como si fueran tesoros invisibles. Se tiraba sobre los pies de unos, se colgaba de los brazos de otros, y cada carcajada que arrancaba era más fuerte que la anterior. La inocencia del pequeño terminó de desatar el jolgorio: la cubierta del Red Viper se convirtió en un carnaval bajo las estrellas.

La botella no dejaba de girar. Una y otra vez, empujada por manos cada vez más torpes por el vino, con risas que ya eran gritos, y carcajadas que se confundían con el mar rompiendo contra el casco. El círculo estaba al rojo vivo, cada confesión más absurda que la anterior, cada trago más largo, más desenfrenado. El aire estaba denso de ron, vino, humo de pipa y la sal que el viento traía consigo.

El cristal rodaba, vibraba, se inclinaba… hasta que, de repente, se detuvo hacía donde nadie quería mirar. Todos se giraron al mismo tiempo, como movidos por un solo resorte, y el silencio cayó sobre cubierta.

La botella señalaba a Akuma.

Ella estaba apartada, con las piernas cruzadas, el violín aún apoyado en su hombro. Había estado tocando sin prestar atención al juego, dejando escapar notas melancólicas que se perdían en la noche. Ahora, cuando todos la miraban, sus dedos se detuvieron. Una única nota sostenida quedó flotando en el aire, afinada, larga, que terminó deshaciéndose en el viento.
Bhagirath, que estaba al lado de Yrsa, se inclinó hacia ella y le susurró algo al oído. Nadie escuchó qué fue, pero acto seguido se puso en pie.
  • ¡Eh, bigotes! ¿Dónde vas? ¡Estamos jugando! - rió Yara, alzando las cejas.
  • Señorita Yara… - dijo él, ajustándose el turbante con su eterna sonrisa - necesito ir al baño. Pero si quiere, lo hago aquí mismo…
Yara lo fulminó con los ojos y agitó la mano, casi empujándolo con un gesto de asco. Entre risas, Bhagirath se retiró del círculo y caminó hasta el timón. Vihaan lo observó desde su sitio, con el ceño fruncido; sabía perfectamente que aquello era una excusa. El hindú se quedó junto a Grace, serio ahora, mirando hacia el horizonte.

Mientras tanto, el silencio continuaba en el círculo.
  • ¿Por qué me miráis todos? - preguntó Akuma con voz serena, dejando el violín a un lado.
  • ¡Vergüenza o resaca, fantasma! - dijo Yara, señalando la botella.
La japonesa los recorrió con la mirada, lenta, penetrante, y uno por uno sintieron un escalofrío recorrerles la piel. Aquella mirada era la de alguien que sabía demasiado, alguien que no pertenecía del todo al mismo mundo que ellos.
  • Vergüenza - respondió sin dudar, sin parpadear.
El silencio se hizo más pesado. Nadie rió, nadie se movió. Era como si la temperatura hubiera bajado de golpe.
  • ¿Sabes cómo funciona el juego, verdad? - preguntó Halcón, tragando saliva.
  • Sí lo sé - dijo Akuma, inclinando la cabeza apenas un poco - Dices resaca… Yara lanza esa moneda… y siempre sale cruz. ¿No es así… amiga?
La palabra amiga pretendía sonar ligera, casi burlona. Pero en sus labios fue un cuchillo envuelto en seda. Una amenaza disfrazada de broma.
  • ¡Trae aquí, tramposa! - rugió MacFarlane, levantándose de golpe.
Yara trató de esconder la moneda, pero ya era tarde. El escocés la atrapó por la muñeca, y con un tirón reveló el truco. Las dos monedas brillaron en su mano, desnudas, imposible de negar.
  • ¡Embustera! - gritó, apuntándola con un dedo acusador.
Las carcajadas que habían estado retenidas explotaron al instante. El círculo se rompió entre discusiones, empujones, acusaciones y un mar de risas e insultos descontroladas.

Akuma, apartada, observaba la escena. Sus labios no se movieron, su rostro no mostró nada. Pero en el fondo de sus ojos, por primera vez en mucho tiempo, había algo escondido. Una chispa cálida. Una satisfacción silenciosa. Ella, la sombra, la asesina, estaba feliz. Feliz de verlos así, juntos, vivos… y de formar, aunque fuese un instante, parte de aquello.

Entonces, sin previo aviso - como dictaba su propia naturaleza, impredecible y cortante como el filo de una katana - Akuma empezó a hablar. Su voz clara, baja, se coló entre las carcajadas, y con apenas unas sílabas la cubierta entera se detuvo. Los empujones cesaron, las risas murieron en seco, hasta Bum-Bum se quedó quieto con la boca abierta. Era como si sus palabras hubiesen asesinado la felicidad.
  • Cuando era más joven - dijo con la mirada fija en un punto que no existía -tuve que matar a un hombre. Era grande, muy fuerte… y muy lento. Le atravese la espada desde el vientre hasta la nuez, abriendolo en canal antes de que pudiera levantar la suya. Cayó al suelo, pataleando como un pez fuera del agua. Se llevó las manos al estómago, pero ya no había nada que sujetar, todo su estomago se esparcía por el suelo.
La tripulación tragó saliva, incapaz de moverse.
  • Lo más curioso - continuó ella, casi con calma, como si contara un recuerdo de infancia - fue que mientras se retorcía, uno de sus ojos empezó a salirse de la cuenca. Colgaba, latiendo aún, como si también quisiera huir de su cuerpo. Me miraba. Sí… ese ojo me miraba más que el propio hombre. Y entonces dejó de hacerlo.
Un silencio gélido cubrió la cubierta. Nadie rió, nadie dijo nada. Todos tenían la piel erizada, como si un viento helado hubiera pasado entre ellos. Grace aferró con más fuerza el timón, Vihaan bajó la mirada y hasta MacFarlane, que solía reírse de todo, se quedó con la boca abierta.

Akuma no sonrió. Para ella no había chiste, ni drama, ni arrepentimiento. Solo un recuerdo. Y quizás, en lo más profundo de su alma, una pizca de diversión silenciosa. Yara, como siempre, rompió el embrujo. Esta vez sin magía, sino con el calor natural de su alma. Se inclinó hacia delante con una mueca burlona y exclamó:
  • En efecto, fantasma, no has entendido el juego - Sacudió la botella con rapidez, desesperada por rescatar la alegría - ¡Vamos amigos, antes de que se esfume el vino de nuestras venas, que gire de nuevo!
El cristal giró otra vez, rebotando sobre la madera, y todos contuvieron el aliento como si de aquel giro dependiera devolver la risa a la cubierta. Akuma por su lado, volvió a tocar, sin decir absolutamente nada.
  • ¿Está segura, señorita Grace? - preguntó Bhagirath al escuchar la decisión de Grace.
La capitana lo miró un segundo, seria, pero con ternura. Siempre que la llamaba de aquel modo tenía que enfrentarse a una verdad incómoda, la verdad de su propio nombre y de lo que representaba.
  • No es por mí, Bhagirath, ni por Vihaan. Es por la vida que traeré a este mundo. ¿Qué puedo ofrecerle yo a un niño?
  • No está sola en esto, señorita. Vihaan no se irá de su lado, su corazón es noble y usted sabe que la ama.
  • Sí, lo sé… pero…
  • Y además… - el hindú giró la vista atrás, viéndolos a todos reír y beber en cubierta, iluminados por la luz de las lámparas y el fulgor de las estrellas - tiene una familia que estará siempre a su lado. Que jamás la abandonará. Es mucho más de lo que tuvimos nosotros de niños, capitana.
Grace meditó esas palabras. Le reconfortaban, le daban calor, la hacían sentir más segura. Pero en su pecho seguía latiendo otra verdad, una que llevaba grabada con hierro candente en el corazón.
  • ¡Madre y pirata! - susurró con amargura - No es compatible, señor. Aunque sé que no estoy sola en esto, ¿qué vida podemos ofrecerle a un niño? ¿Cómo va a crecer en nuestro mundo, rodeado de peligros constantes, sangre y pólvora? No… no puede ser. Mi compromiso es con el mar, con la libertad.
Bhagirath la miró profundamente, casi atravesándola. Con calma se enrolló la punta del bigote entre los dedos, como si sus palabras necesitaran el mismo cuidado que aquel gesto.
  • A veces pienso… y no se ofenda por lo que voy a decirle, capitana… que usa la libertad como excusa para no enfrentarse a sus temores.
Grace lo miró, herida por dentro, aquella estocada había dolido, pero fué incapaz de articular respuesta.
  • Lo hace de forma inconsciente, lo sé. Sin malícia, pero lo hace. Como si la libertad fuera una escusa que la protegiese de todo aquello que la hace vulnerable. No puede amar a un hombre y comprometerse con él, porque es libre. Y tampoco puede formar una familia, porque es libre. ¿No ve la contradicción? La propia libertad que defiende a capa y espada, la somete.
  • Yo… yo no… - Grace no encontró palabras. Aquel hombre la había desarmado sin mover ni un solo dedo, como si su voz fuera acero templado.
  • Si de verdad quiere ser libre, si de verdad ese es su deseo… y sé que así es… algún día deberá destruir ese muro que la protege. Dejar que su corazón ame de verdad, que se entregue sin medida y se sienta frágil. Sufrirá, por supuesto que lo hará; como yo sufro cada vez que veo a Yrsa jugarse la vida por los suyos… - sus ojos brillaron, más que las estrellas - pero entonces, y solo entonces, será realmente libre.
Grace rompió a llorar. Lágrimas gruesas, sin control. No soltó el timón, no apartó la mirada de Bhagirath. Solo dejó que el talwar que eran las palabras de Bhagirath se clavara hondo en su corazón. El hindú, con calma y ternura, le pasó un brazo por el hombro, dejándola llorar contra su pecho. Él siguió mirando al horizonte, firme en su guardia, manteniendo el rumbo de la nave mientras la capitana buscaba el suyo propio.
  • Es su vida, es su vientre y su futuro. Nada tengo que decir al respecto. Tan solo quiero que sepa que siempre estaré a su lado. Todos lo estamos. Desatese de sus miedos, capitana. Como lo hace siempre en la batalla. La vida es corta, y hay que vivirla al máximo.
Las risas volvieron a estallar a sus espaldas, alegres y despreocupadas, pero no pudieron romper aquel momento íntimo. Entre todas, una resonaba más fuerte que ninguna: la de Bum-Bum, clara, pura, llena de vida y esperanza. Grace la oyó con nitidez, y algo en ella se iluminó. Aún era pronto para vencer sus miedos, pero supo, en lo más hondo, que incluso un niño puede ser lo suficientemente fuerte como para abrazar la libertad.

Mientras en el Red Viper las olas nocturnas mecían risas, lágrimas y sentimientos a flor de piel, a muchas millas - aunque cada vez menos - el Madra Ifrinn respiraba de vientos muy distintos.

Nadie dormía en el navío del Perro, no mientras su capitán no ladrara la orden. Aunque el mar estaba sereno y la luna iluminaba la noche, el peligro se olfateaba en el aire como un hedor metálico antes de la sangre. Navegaban entre rutas comerciales, y todos sabían lo que eso significaba. Seamus observaba en silencio a sus cachorros. Conocía el nombre de cada uno, sus cicatrices, sus miedos, sus esperanzas. Ellos eran la jauría, y él el aliento que los mantenía rabiosos.

De pronto, la voz fuerte y femenina de su vigía rompió la calma de la noche.
  • ¡Capitán! ¡Galeón a la vista! ¡Veinte nudos a estribor!
  • ¿Qué bandera portan, marinera?
  • ¡Portuguesa, mi capitán!
El Perro los vio entonces. Todos sus hombres girados hacia él, fijos en un punto invisible, orejas alzadas al viento, respiraciones agitadas, hocicos husmeando, sus cuerpos temblando.

El capitan lo sabía, lo sabía muy bien. No era miedo lo que les recorría la piel, no era huida lo que deseaban. Jamás.
Aquellos perros hambrientos no habían nacido para dar la espalda al enemigo. Sus dientes afilados solo entendían de una cosa: morder hasta arrancar la carne.

Espadas en mano, pólvora preparada, cañones ansiosos por vomitar destrucción. Sus bocas babeaban ya ante el olor de la presa. Saqueo. Muerte. Caos. Esa era la bandera que verdaderamente ondeaba en el Madra Ifrinn.

Seamus avanzó hasta el pasamanos del puesto de mando, y cuando la luna bañó su rostro, su voz se alzó como un trueno desgarrador.
  • ¡Perroooos! ¡Hijos de la rabia y del hambre! ¡Ahí fuera navega carne fresca, oro que aún respira, corazónes que aún laten! ¡Los portugueses creen que el mar los protege, pero el mar es nuestro territorio, y nosotros su jauría!
La tripulación ladró, espadas al aire, ojos brillando como bestias enloquecidas.
  • ¡Hoy no habrá cuartel! ¡Hoy no habrá cadenas que contengan nuestros colmillos! ¡Los desgarraréis como lobos en invierno, beberéis de sus gargantas como hienas en la carroña, arrancaréis cada grito como cuervos que devoran ojos!
El casco del Madra Ifrinn crujió bajo la tensión, como si hasta la madera quisiera lanzarse al combate.
  • ¡Perroooos! ¡Esta noche el mar se teñirá de rojo y vuestras mandíbulas saciarán su hambre! ¡Que los dioses maldigan a los rezagados, porque yo bendeciré a quien muerda más hondo! ¡Que empieze la caza!
Un aullido unánime estalló en cubierta. Cuerpos golpeando la madera, mandibulas salibando, dientes rechinando de ansia. El Madra Ifrinn ya no era un barco: era una bestia desatada, y el galeón enemigo, su indefensa presa.

El galeón portugués navegaba confiado por aguas tranquilas, la luna reflejándose en sus velas, el mar susurrando calma a sus marineros. En cubierta, los oficiales conversaban sobre la próxima parada, y la tripulación se movía mecánica, sin esperar sorpresas. Parecían ciervos en un bosque, ajenos al hambre que acechaba en la oscuridad.

De pronto, el viento cambió. Un olor a pólvora y hierro entró en sus narices. Un murmullo escaló entre ellos, primero inconsciente, luego un escalofrío colectivo que les recorrió la espalda. Algo estaba allí, acechando. Algo con dientes, con garras, con hambre.

Un muchacho que frotaba la cubierta, alzó la cabeza, quitandose el sudor de la frente. Y entonces, en la negrura de la noche, su corazón se detubo al ver la calavera de un can mordiendo la corona de un rey caído.
  • Madraaaaaa Ifriiiiiiiinnnnn! - gritó sus ojos llenos de terror.
El grito rompió la noche. Un cañonazo reventó la tranquilidad, un rugido metálico que hizo crujir la madera del navío y los animos de quienes lo custodiaban. A las ordenes de su capitan, toda la tripulación portuguesa acudió al grito de su compañero, mirando hacia el horizonte, asustados al ver la bandera pirata, pero dispuestos a luchar por sus vidas. Los mosquetes apuntaron, los cañones dispuestos, todos esperando la orden. Pero aquellos no eran piratas corrientes, eran lobos, audaces, rápidos, acechando su presa por todos los flancos. Los portugeses, sin ser conscientes de ello, a sus espaldas, los cachorros ya llegaban a cubierta, en silencio, escalando desde los botes, sables relucientes, ojos brillando con ferocidad.

Un soldado calló, atravesado por un sable surgido de la oscuridad. El que permaecía a su lado se giró y tan solo pudo gritar una palabra, antes de perder la vida.
  • ¡Enboscadaaaaaaaa! - gritó. Y el miedo corrió como fuego entre la tripulación.
El caos se desató. El humo de la pólvora envolvió la cubierta, mezclándose con el hedor a sudor y miedo. El tercer hombre cayó, su cuello atravesado por una espada que no mostró piedad. Otro gritó cuando una daga rozó su garganta; un cuarto perdió la cabeza antes de comprender lo que sucedía. Era como si una manada de lobos hubiera irrumpido en un rebaño de ciervos: rápido, preciso, mortal.

En medio del frenesí, una figura se destacó, un espectro entre la carne y el acero. A contraluz, su silueta recortada por la luna parecía flotar sobre la cubierta. La sombra de su pata de palo golpeaba el suelo, anunciando la muerte. Entre sus dientes, un gruñido profundo que resonaba con los ahullidos de sus cachorros. El humo de su pipa formaba un halo mortal, un perfume a destrucción que impregnaba la noche.

Sus cachorros avanzaban con fiereza: mujeres y hombres que eran más bestias que humanos, saltando sobre el fuego de los mosquetes, cortando brazos y piernas, arrancando la vida con rugidos infernales. Cada estocada un ladrido, cada ladrido un mordisco, cada mordisco una muerte. Nadie escapaba al hambre de la manada. La sangre se mezclaba con la bruma, el rojo de la vida derramada con el negro del terror.

El capitán portugués trató de ordenar la defensa, pero sus palabras se ahogaron entre los gritos y los estertores de muerte. Sintió la presencia del Perro acercándose, esa sombra que no era solo hombre, sino la encarnación de la muerte. Cada paso que daba O’Driscoll hacía temblar la madera y el corazón del portugués. El miedo era un abismo, absoluto, un animal que lo devoraba desde dentro.
  • ¡Formem linha! ¡Protejam o capitaaaaão! - gritó un oficial a su lado, pero sus órdenes ya eran inútiles, no había nadie a quien darselas.
Los cachorros del Perro habían tomado el control de todo el navío, y él avanzaba, diabólico y despiadado, hasta quedar frente al capitán enemigo. La pata de palo golpeó con un sonido seco que resonó en todo el navío. La pipa humeante dibujaba un halo de muerte sobre su rostro sombrío.

El capitán portugués comprendió, demasiado tarde, que no había escape. Los lobos habían rodeado al ciervo, y el líder de la manada estaba allí, observándolo con ojos que no conocían piedad. La pólvora, la sangre, los gritos, todo era un solo rugido: la jauría cazando, el Perro relamiendose los labios.

Y mientras la noche devoraba los últimos vestigios de tranquilidad, la muerte cayó sobre el galeón portugués como un océano de acero y fuego, y los nombres de aquellos que allí murieron, quedarían solo en susurros de terror.

La cubierta del galeón portugués era un cuadro dantesco. La sangre se mezclaba con la madera y la sal del mar, desbordándose hacia los flancos del navío, tiñendo las aguas de rojo. Los tiburones rondaban, atraídos por el olor a muerte, rompiendo la calma nocturna con suaves salpicaduras. Cuerpos mutilados yacían tirados por todas partes, vidas segadas sin compasión, miembros arrancados, cabezas torcidas, los últimos sollozos apagados por la precisión despiadada de los cachorros del Perro. Cada golpe era un eco de su naturaleza: voraces, salvajes, rabiosos.

El capitán portugués estaba de rodillas, la ropa ensangrentada, la respiración entrecortada. La muerte entraba por sus fosas nasales, el miedo le hacía temblar de pies a cabeza. Frente a él, en medio de aquel caos, Seamus O’Driscoll permanecía de pie, una silueta que dominaba la escena. El humo de su pipa dibujaba halos espectrales, y su bastón golpeaba el suelo con autoridad silenciosa, mientras lo miraba con desprecio.
  • Vai pro inferno, bastardoooo! - un oficial se avalanzó sobre él, espada en alto. No llegó a dar dos pasos.
El Perro ni lo miró al matarlo. Tan solo guardó su cañón en el cinto. Como si aquel ser fuera insignificante. El capitán entonces, cruzó sus dedos y pidió clemencia.
  • Por favor… levem tudo… ouro, armas, o navio… mas deixem-me viver! Eu imploro, senhores! - susurró el portugués, su voz temblando entre los dientes.
  • ¿Qué dice Snatch? —preguntó Seamus con voz fría.
  • Suplica por su vida, capitán. Dice que nos llevemos todo, pero que le perdonemos… - rió la hiena.
  • ¿Perdón? - ladró el Perro mientras hacía girar las insignias de su pecho con la punta de su bastón - ¿Cómo conseguiste estas medallas, escoria? ¿A cuántos hombres tuvistes que matar para lucirlas con tanto orgullo?
Sin previo aviso, con una fuerza casi antinatural para su edad, Seamus agitó su bastón. El golpe atravesó la cara del portugués con un estallido sordo; varios dientes salieron disparados, la sangre brotando a borbotones, mezclándose con los ladridos y la espuma del mar.

Los cachorros a su alrededor aullaban a la luna, carcajadas dementes y rostros desencajados, todos manchados de sangre. Diego y sus hombres estaban cubiertos igual, pero en absoluto silencio, analizando cada movimiento del capitán, cada gesto del portugués arrodillado.

De repente, una voz surgió de las entrañas del navío, un cachorillo jóven recorría la cubierta.
  • ¡Capitán! ¡Capitán! Son esclavistas, estos bastardos comercian con vidas. Hombres, mujeres y niños!
Seamus no se inmutó. Solo miró al portugués, el desprecio más absoluto reflejado en sus ojos llenos de ira. El hombre comprendió lo que se avecinaba y en un último desafío, escupió al Perro.
  • Acaba logo com isso, demônio! - gritó en portugués.
  • Dice que termineis vuestro trabajo - rió la hiena - Ahora suplica la muerte, el muy cobarde.
Seamus sonrió, cruel y despiadado, sabiendo que todos los cachorros aguardaban su decisión. Se tomó su tiempo, disfrutando de la espera.
  • Así que esclavista… - dijo, levantando la barbilla del portugués con la punta de su bastón - A eso te dedicas, ¿verdad? Qué orgullosos deben sentirse tus padres por ti.
El portugués cerró los ojos, esperando el fin, rezando a un dios que quizá no existía, pero de hacerlo, seguro no permitiría la entrada a su reino a semejante ser despreciable. Era incapaz de comprender que su destino no estaba en manos de un ser divino bondasoso, estaba en manos de un demonio que no conocía la piedad.
  • No vas a morir hoy, portugués. - Seamus inclinó la cabeza, dejando que su voz arrastrara cada palabra como un látigo sobre su espalda desnuda, su ladrido era la rabia del mundo, la ira de los oprimidos - Te daré alimento, me ocuparé personalmente de que mis cachorros no te devoren, incluso rezaré cada noche a tu dios para que vivas eternamente bajo el yugo de mi navío. Sufrirás como hiciste sufrir, bastardo. Viviras como condenaste a otros a vivir. Y morirás de agotamiento, atado a cadenas, en la noche más oscura, solo y abandonado. Despídete de tus sueños, de tu familia y de tu futuro. Desde hoy hasta tu muerte, vivirás como un esclavo.
Escupió sobre su chaqueta, la baba mezclándose con las medallas ensangrentadas. Dio media vuelta, lanzando una última mirada de desprecio.
  • Liberad a los presos, subidlos al Madra Ifrinn, dadles agua y comida, que no les falte de nada. En cuanto pisemos tierra, los devolveremos a su hogar.
Varios hombres salieron corriendo al instante.
  • Saquead todo lo que queráis perros! Dejad este maldito barco en sus huesos, como si fuera un trozo de carne.
Otros salieron deprisa y determinados.
  • Encadenad a este bastardo en el lugar más oscuro de la bodega. Y cuidad que no le falte de nada, pues debe pagar por sus actos.
Seamus se cruzó entonces, con la mirada de Diego; el humo de la pipa se interpuso entre ellos, formando un velo de silencio.
  • Luego, reducidlo todo a cenizas. Que no quede nada de lo que este navío representa.
De la Vega observó cómo la sonrisa del Perro desaparecía entre el humo. No gritó como sus cachorros, no asintió, no dijo nada. Incluso su sonrisa se contuvo. Pero algo cambió en su interior. Aunque despiadado y cruel, aquel hombre no era el monstruo que todos decían.

Sus métodos cuestionables, sus actos despiadados, pero el Perro, sin duda, era justo.

Continuará…
 
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