Ron_Artest
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Capítulo 30 - La bóveda del fin del mundo: El honor de los españoles
Los cantos de Yara flotaban en el aire, suaves y armoniosos, como si cada nota acariciara las heridas abiertas del gigante. Sus manos, firmes y delicadas a la vez, hundían los ungüentos dentro de la carne desgarrada, infundiéndole el soplo sagrado de sus orishas. A su lado, Akuma cosía con precisión quirúrgica, aguja tras aguja, atrapando dentro de aquel cuerpo colosal la magia que Yara vertía con devoción. Los hilos brillaban un instante, como si sellaran no solo carne, sino el destino del enorme niño.
Grace se movía entre ambas, sin detenerse ni un segundo, acercando frascos, sosteniendo las vasijas de hierbas, limpiando la sangre con trapos que al instante se teñían de rojo. Sus ojos ardían de determinación, siguiendo las órdenes de sus compañeras sin rechistar, como si en aquel momento no fuera capitana, sino una más de las guardianas de la vida.
Sobre la cabeza del gigante, Vihaan permanecía sentado en silencio solemne sujetando una antorcha, las piernas cruzadas, la mirada fija en aquel titánico cuerpo. Su flor de lis descansaba junto a él, olvidada por primera vez, pero lista para ser empuñada rapidamenfe; mientras escuchaba los cantos y observaba a las tres mujeres luchar contra la muerte misma.
Abajo, Bishnu flotaba sobre las aguas oscuras, inmóvil, su bastón apoyado en su hombro. Los ojos cerrados, la respiración lenta, como si con cada exhalación mantuviera el hilo de vida del gigante atado al mundo. Parecía escuchar el pulso invisible que latía aún dentro del niño coloso, vigilando que no se apagara jamás.
Más allá en el Red Viper, la vida seguía con un ritmo distinto. Algunos marineros se atrevieron a bajar para investigar el terreno cercano, mientras otros se mantenían en cubierta, atentos, sin poder apartar los ojos de la escena que ocurría en medio de aquel mar imposible. Bajo las órdenes de Yrsa, los balleneros nórdicos martillaban sin descanso, reparando las grietas del casco. Cada golpe de metal resonaba por la bóveda inmensa, como un eco de supervivencia.
Macfarlane caminaba de un lado a otro de la cubierta, las manos a la espalda, la cicatriz atravesando su rostro, parcialmente oculta tras la tela. Su andar era un poema de preocupación. Se detuvo en seco cuando un fogonazo de Bum-Bum iluminó la penumbra, revelando por un instante las aguas infinitas y las sombras que las habitaban.
Y así fue: mientras el cabo se tensaba sobre la borda, unió a los españoles con el Red Viper como un cordón umbilical une al recién nacido con el vientre de su madre. Se marchaban en busca del caído, sí… pero jamás estarían solos. Aunque la oscuridad intentase tragárselos, aquel lazo los mantendría ligados a su hogar, a su familia, a la tripulación que aguardaba su vuelta con los dientes apretados.
El tuerto y el loco se acercaron a la borda. Ambos permanecieron en silencio, hombro con hombro, mientras veían a los españoles emprender su expedición. El cabo se tensaba poco a poco, deslizándose entre las manos curtidas que lo iban soltando con cuidado. Las antorchas brillaban como pequeños soles desafiando la noche, hasta que el mar y la oscuridad los fueron devorando palmo a palmo.
Halcón entrecerró el único ojo, mascullando entre dientes:
Macfarlane, con la vista fija en el último destello antes de que la noche eterna lo tragara, dejó escapar un murmullo final.
Entonces, como si un resorte saltara dentro de él, su semblante grave se quebró en un arrebato furioso. Dio un golpe con el pie contra la madera y rugió como un poseso, su voz atronando por toda la nave.
Briede, en los brazos de su madre, señaló con su manita a los hombres que se alejaban hacia la oscuridad.
Su hijo, al verla, la rodeó con sus brazos pequeños y escondió la cabeza en su pecho, buscando consuelo en el latido firme de su madre.
Pero aquel silencio no duró mucho. Macfarlane, con las palabras de Bhagirath aún retumbando en su cabeza, despertó de golpe como si lo hubieran pinchado con un hierro candente
Vihaan se levantó de golpe, los ojos abiertos como brasas encendidas. Sin pensarlo, saltó de la espalda del gigante y sus botas golpearon el agua negra. Corrió sobre ella como si fuera firme, dejando tras de sí pequeñas ondulaciones.
El gigante seguía inmóvil, como sumido en un sueño profundo. Su espalda subía y bajaba con un ritmo leve, apagado, pero constante. Seguía vivo, pero ¿hasta cuando podría aguantar así?
Las tres mujeres lo sabían: ni un segundo podían perder, ni un suspiro de duda cabía en aquel esfuerzo conjunto.
Todos trabajaban sin descanso. La cubierta del Red Viper era un hervidero de manos, cantos y martillazos. Yara, Akuma y Grace continuaban sobre la espalda del gigante, cosiendo, untando, cerrando la carne desgarrada como si el mismo mundo dependiera de cada puntada. En cubierta, los marineros reparaban las velas, calafateaban grietas, levantaban tablones arrancados por la corriente como si fueran costillas rotas de un ser vivo que aún se aferraba a la vida.
Gláfur respiraba con dificultad bajo la túnica fría, mientras los niños se turnaban para calmar a Gipsy, que seguía inquieto, refugiándose bajo las telas como si también entendiera que esa oscuridad era infinita. Los balleneros nórdicos seguían golpeando hierro contra madera, incansables, como si el eco de sus martillazos fuese lo único que probaba que aún existían.
En aquel mundo efímero y sin medida, era imposible controlar el paso del tiempo. No había día, ni noche, ni sol ni estrellas. Los estómagos confundidos no sabían cuándo exigir comida, ni las cabezas cuándo buscar descanso. Todo se fundía en una única realidad: uno dormía, mientras otro desayunaba, al mismo tiempo que otro trabajaba. El tiempo había dejado de existir; solo quedaba la voluntad.
Macfarlane, en silencio, observó la cuerda que se extendía hacia la negrura. La gruesa maroma, atada a los mástiles y prolongada con cabos unidos entre sí, reptaba por el agua negra como una serpiente acechando a su presa. El escocés asintió con gravedad al comprobar que aún quedaba mucha cuerda por soltar. Aún había esperanza para Cortés y los suyos.
Cada vez más lejos, engullidos por las tinieblas, los españoles avanzaban en bloque hacia lo desconocido. El silencio de sus pasos se mezclaba con el crepitar constante de las antorchas. Antes de que una se apagara, otra se encendía, manteniendo el círculo de luz con disciplina férrea.
Pero nada se veía. La luz de sus fuegos apenas alcanzaba lo suficiente para distinguir sus propios rostros, iluminados en ráfagas anaranjadas. La oscuridad era espesa, sofocante, no cedía un solo palmo. El fuego era un respiro, pero también una frontera: más allá de él no había nada, solo la nada misma.
Una luz débil y parpadeante que se movía en la oscuridad. Apenas un temblor, un resplandor lejano en la más absoluta nada, pero suficiente para clavar los ojos de todos los hombres sobre ella. Se agitaba como un faro solitario en medio de la noche más oscura.
La visión era irreal. Cuanto más avanzaban, más poderosa se volvía aquella claridad. Ya no era un simple parpadeo: crecía, vibraba, llenando sus pechos de un aire extraño, como si la oscuridad retrocediera a su alrededor. Los músculos se tensaban, las gotas de sudor corrían libres como ríos por sus frentes, pero ninguno retrocedía.
Poco a poco, la luz empezó a tomar forma. No era un fuego, ni un farol. Se delineaba como un espejismo en el desierto: difuso primero, cada vez más definido después. Allí, en el centro del resplandor, algo se erguía.
Los españoles, aunque aún atentos, sintieron cómo la tensión de sus cuerpos se desvanecía. Aquella presencia, fuera lo que fuera, los atraía con una dulzura embriagadora, como la brisa fresca en alta mar tras días de tormenta.
Se acercaban a la luz con pasos lentos, casi hipnotizados, creyendo que se trataba de un ser celestial. Cada hombre sentía cómo un tirón invisible los atraía hacia aquel resplandor irreal. La luz flotaba, cambiando de forma, pero siempre brillante, tan preciosa que parecía capaz de iluminar sus almas más oscuras. Los brazos se tensaban, las antorchas temblaban en sus manos, y aun así avanzaban, casi sin aliento, fascinados y temerosos.
Cortés y los suyos vieron a su compañero tirado sobre las aguas sólidas, y la luz irreal girando en círculos cerca de él, casi danzando sobre el mar. No muy lejos, cuatro cuerpos más yacían inmóviles, esparcidos como trapos en la oscuridad. Con pasos rápidos y tensos, se acercaron al joven que de rodillas frente a su compañero caído, rezaba en un murmuro, mientras la luz desaparecío súbitamente. Hernando, con firmeza, agarró a Santiago de la túnica y lo obligó a ponerse en pie, regresándolo al círculo, a la posición que no debió dejar.
Entonces, vio algo que le heló la sangre. Aquella luz celestial emergía rapidamente de las profundidades, ahora bajo sus pies y la forma empezó a delinearse: una bestia nacida de los abismos del mundo, mucho más grande que cualquier galeón. Su cabeza iluminada, la linterna de su frente emitiendo destellos amarillentos que bailaban en la oscuridad del agua, y la boca abierta, con filas de dientes afilados como cuchillas. Los ojos enormes, plateados y brillantes, lo miraban fijamente. Cortés nunca había visto nada igual; su corazón se detuvo un instante.
No pudo articular palabra, las palabras se le atragantaban en la garganta. Quería avisar a sus compañeros. No era un ángel como ellos creían, era un demonio. Uno hambriento.
Con un último esfuerzo, ató el nudo y dio un salto hacia atrás, arrastrando la cuerda consigo, con la respiración cortada y la adrenalina brotando por sus poros. De repente, la luz angelical regresó, pero esta vez la ilusión se rompió. La luz emanaba de aquel demonio abisal, su boca abierta como un agujero sin fondo, intentando engullirlo. Cortés logró zafarse en el último instante, rodando hacia un lado y soltando un grito ahogado.
La cuerda vibró violentamente, moviéndose más rápido en cubierta.
Al instante, Cortés y sus hombres cayeron al suelo, arrastrados en la negrura. Tanto los vivos como los muertos se deslizaban por la superficie de aquel mar maldito. Aquel ángel engañoso no se detuvo; la luz los seguía, su farol rompiendo el rígido mar. Cortés, con los ojos abiertos de par en par, observaba cómo se acercaba a ellos con una velocidad sorprendente.
De repente, el farol se alzó de nuevo, y los ojos del demonio aparecieron en la superficie. La enorme boca se abrió de par en par. Los mosquetes retumbaron en la bóveda. No hizo falta la orden de Cortés; sus hermanos estaban ahí, a su lado, siempre dispuestos a combatir.
Los disparos no hicieron retroceder al animal, pero sí lo obligaron a ocultarse parcialmente. Tan solo el farol los seguía, esperando el momento justo para realizar la siguiente mordida. Los rezos de los españoles se mezclaban con el recargar de sus mosquetes. Sus manos temblaban al cargar la pólvora, pero no se detenían, ni en la batalla más sangrienta, ni en la noche más oscura.
La capitana saltó ágil, y al pasar por delante del anciano dijo:
De repente, los primeros españoles surgieron entre la oscuridad, arrastrados por la fuerza de la tripulación. Los vieron surgir, surcando aquel mar petrificado, entre gritos y disparos, todos apuntando hacía la oscuridad. Entonces lo vieron: detrás de Cortés, el último atado, entre las sombras, surgió una boca infernal, seguida de una luz traicionera y mortal.
Los españoles estaban cerca, cada vez más. Pero la luz, como si supiera que jamás los alcanzaría, fijó su mirada diabólica en otra presa, una más grande, una más apetecible que seguro saciaria su hambre descomunal. Viró rápidamente hasta el cuerpo del gigante, donde el viejo y las dos curanderas trabajaban sin descanso.
Grace sintió de nuevo ese escalofrío. Incluso dejó de tirar, temiendo lo peor. Pero de repente un estallido de luz, como si el mismo sol hubiera impactado sobre la tierra, los cegó a todos. El estallido del fuego de Bum-Bum inundó la bóveda como un sol encendido en medio de la noche eterna. Todos se taparon los ojos, cegados por el poder de aquel fuego divino, los párpados temblando ante la intensidad, la respiración agitada, el sudor deslizándose por sus frentes. El pez abisal, sorprendido y atemorizado, desapareció con un movimiento veloz, sumergiendose en la oscuridad de donde nunca debería haber salido. La luz se mantuvo suspendida en el aire, tan brillante que resultaba imposible distinguir nada; aquel día eterno se volvía más cegador que la propia oscuridad que los había rodeado.
Yara y Akuma, tapándose los ojos, empezaron a notar un movimiento extraño bajo sus rodillas. Los frascos sobre la espalda del gigante temblaron, tambaleándose peligrosamente, cayendo en pequeños tintineos sobre la piel. La cubana reaccionó de inmediato, recogiendo uno por uno con manos firmes y precisas, evitando que se perdiera siquiera una gota de sus hunguentos místicos. Akuma, con agilidad felina, cerró su estuche y saltó de la espalda del gigante, cayendo como si no necesitara ver, guiada tan solo por su instinto.
Justo cuando Yara se levantaba, el gigante comenzó a incorporarse. Su enorme movimiento la hizo rodar por su espalda, aterrizando con un golpe amortiguado pero brusco, el sudor y la sangre mezclados con la tensión del momento.
Bishnu rompió su meditación, levantando lentamente la cabeza. Sus ojos permanecían cerrados, pero una sonrisa tranquila se dibujó en su rostro, como si comprendiera la magnitud de la fuerza que se desplegaba a su alrededor.
El gigante, torpemente, se puso de pie, cubriéndose los ojos con sus enormes manos, gruñendo y quejándose como alguien que despierta de un sueño profundo y perturbador. La luz intensa, cegadora, lo obligaba a entrecerrar los párpados, sus músculos tensos, la piel marcada por las heridas y el esfuerzo, mientras su respiración pesada llenaba el aire cargado de magia y calor divino.
Todo a su alrededor parecía vibrar con aquel poder: la madera del Red Viper, los frascos de Bum-Bum, las túnicas frescas de los marineros, la respiración contenida de los presentes. Cada destello de luz era un recordatorio de que habían sobrevivido a lo imposible, y que aún en aquel mundo efímero y eterno, la magia podía salvarlos y darles un respiro.
Entre todos esos ojos cegados, en medio de la luz más brillante que jamás hubieran visto, tan solo uno pudo percibir algo. Y no hablamos de un hombre o una mujer, hablamos de un ojo en sí. El ojo más preciso que ningún mar haya conocido jamás.
Hubo abrazos, llantos al ver de nuevo los cuerpos de los compañeros caídos. El gigante se acercaba al barco, llevando sobre sus hombros a Bishnu y Yara. Grace puso los brazos en jarra, feliz de ver a todos recuperar el ánimo.
Dejaron atrás la bóveda, cruzaron la grieta, y poco a poco el agua firme comenzó a convertirse de nuevo en líquido. El gigante se hundió hasta la cintura, y todos respiraron aliviados al notar que la corriente era suave, tranquila. En el horizonte, la oscuridad seguía imponente, iluminada solo por los últimos frascos de Bum-Bum, que dibujaban un sendero de luz infinita.
Mientras tanto, un grupo de marineros envolvía a los caídos en telas, limpiando sus heridas con manos temblorosas y decididas. Una de las dos Akuma comenzó a tocar un koto, cuyos acordes se deslizaban como hilos de seda entre los escombros y el silencio. Cada nota era una lágrima suspendida en el aire: triste y melancólica en honor a los que habían partido, pero armoniosa y reconfortante para los que aún permanecían de pie, recordándoles que la vida seguía.
Grace, apoyada en la proa, miraba hacia el infinito, perdida en sus pensamientos. De repente, una mano suave pero firme acarició su espalda.
No era la riqueza lo que los impulsaba, ni la gloria, ni gobernar sobre otros. Sus palabras hablaban de libertad, de romper las cadenas que hombres injustos habían impuesto sobre la voluntad del mundo. Hablaban de vivir como el viento, de surcar mares sin fronteras, de amar lo poco que tuvieran y compartirlo con quienes cruzaran su camino. De luchar hombro con hombro, espada contra espada, sin rendirse, hasta el final.
El tesoro, el Sundra-Kalash, la leyenda del Rey Mono… todo eso era solo una excusa, un norte hacia el que guiarse. La verdadera razón por la que Grace, Vihaan, Bum-Bum, Yara y todos los que surcaban con ellos, era otra muy distinta. El motivo por el cual el Red Viper respiraba cada día, por el que se levantaba tras cada caída, y desafiaba a la oscuridad más profunda, era mucho más sencillo y esencial: su deseo era la libertad, su destino donde quisieran, vivir lo que amaban sin importar leyes, reyes ni órdenes impuestas. Esa era la fuerza que los movía, tan pura y elemental que podía sentirse en cada latido de sus corazones. Y lucharían hasta la muerte por defenderlo.
Aivori cerró los ojos un instante y dejó que la verdad de esas palabras calara hasta lo más profundo de su ser. Sintió que comprendía algo que nunca había experimentado: el coraje de vivir sin cadenas, de remar contra las corrientes del mundo, de ser dueña de su propio destino. Aquella mujer de la superficie hablaba como una auténtica guerrera amazona, y en su voz estaba la fuerza de los mares, la determinación de los cielos y el rugido de la libertad.
Cuando abrió los ojos, la princesa supo que había algo más allá de la misión, más allá de las leyendas y los tesoros: un propósito que era tan simple como vital, y tan poderoso que podía transformar cualquier corazón. Vivir libres, y compartir esa libertad con quienes fueran capaces de seguirlos, hasta donde la vida y el mar lo permitieran.
Y en ese instante, la amazona supo que acompañaría a la Víbora Roja hasta el final, sin titubeos, sin miedo, hombro con hombro, porque comprendía que eso era lo único que realmente importaba.
Continuará…
Los cantos de Yara flotaban en el aire, suaves y armoniosos, como si cada nota acariciara las heridas abiertas del gigante. Sus manos, firmes y delicadas a la vez, hundían los ungüentos dentro de la carne desgarrada, infundiéndole el soplo sagrado de sus orishas. A su lado, Akuma cosía con precisión quirúrgica, aguja tras aguja, atrapando dentro de aquel cuerpo colosal la magia que Yara vertía con devoción. Los hilos brillaban un instante, como si sellaran no solo carne, sino el destino del enorme niño.
Grace se movía entre ambas, sin detenerse ni un segundo, acercando frascos, sosteniendo las vasijas de hierbas, limpiando la sangre con trapos que al instante se teñían de rojo. Sus ojos ardían de determinación, siguiendo las órdenes de sus compañeras sin rechistar, como si en aquel momento no fuera capitana, sino una más de las guardianas de la vida.
Sobre la cabeza del gigante, Vihaan permanecía sentado en silencio solemne sujetando una antorcha, las piernas cruzadas, la mirada fija en aquel titánico cuerpo. Su flor de lis descansaba junto a él, olvidada por primera vez, pero lista para ser empuñada rapidamenfe; mientras escuchaba los cantos y observaba a las tres mujeres luchar contra la muerte misma.
Abajo, Bishnu flotaba sobre las aguas oscuras, inmóvil, su bastón apoyado en su hombro. Los ojos cerrados, la respiración lenta, como si con cada exhalación mantuviera el hilo de vida del gigante atado al mundo. Parecía escuchar el pulso invisible que latía aún dentro del niño coloso, vigilando que no se apagara jamás.
Más allá en el Red Viper, la vida seguía con un ritmo distinto. Algunos marineros se atrevieron a bajar para investigar el terreno cercano, mientras otros se mantenían en cubierta, atentos, sin poder apartar los ojos de la escena que ocurría en medio de aquel mar imposible. Bajo las órdenes de Yrsa, los balleneros nórdicos martillaban sin descanso, reparando las grietas del casco. Cada golpe de metal resonaba por la bóveda inmensa, como un eco de supervivencia.
Macfarlane caminaba de un lado a otro de la cubierta, las manos a la espalda, la cicatriz atravesando su rostro, parcialmente oculta tras la tela. Su andar era un poema de preocupación. Se detuvo en seco cuando un fogonazo de Bum-Bum iluminó la penumbra, revelando por un instante las aguas infinitas y las sombras que las habitaban.
- ¡No hagáis tanto ruido, maldita sea! - bufó con voz grave, mirando con recelo hacia la negrura - No sabemos qué aguarda detrás de la oscuridad… hay que ser precavidos.
- En los momentos más oscuros, señor, un hombre ha de mantenerse ocupado. Es mejor así, créame. Cada tarea que hacemos evita que pensemos en el vacío que nos rodea.
- Está bien bigotes, está bien… - gruñó entre dientes - Pero intentad ser más silenciosos, ¿me oyes? No debemos despertar a… a… a lo que maldita sea duerma en esta cueva.
- Macfarlane… rápido… tenemos un problema - la voz de Halcón llegaba jadeante desde atrás.
- ¿No había túnica de tu talla, tuerto? - bromeó, señalando la enorme barriga del vigía - ¡Pareces un saco rebosante de trigo a punto de estallar!
- No es momento… - respondió el vigía, sin aliento - ¡No es momento para bromas! Los españoles… Cortés y sus hombres se preparan para partir.
- ¿Partir? - el rostro de Macfarlane perdió la sonrisa de golpe - ¿Partir hacia dónde?
- En busca de su compañero - contestó Halcón - el que se perdió en las aguas turbulentas del río…
- ¡Ni hablar! - exclamó Macfarlane - ¡Cortés… argh! ¡Maldito loco lascivo!
- ¿Qué demonios hacéis, imbéciles? - gritó Macfarlane acercándose - ¡Dejad esas armas ahora mismo! ¡Nadie va a abandonar el Red Viper!
- ¿No me oyes, español? - replicó el contramaestre, intentando arrancarle un mosquete de las manos - He dicho que…
- ¡Suelta! - lo interrumpió Cortés, apartando con fuerza la mano y cargando el mosquete sobre su hombro - Por mucho que seas segundo al mando, aquí no tienes nada que decir, escocés. Partiremos, aunque tengamos que pelear por conseguirlo.
- Escúchame, Cortés - dijo entonces Macfarlane, con la voz más calmada - Sé que apenas nos conocemos, que venimos de pasados muy distintos y, sinceramente… no me caes muy bien, que digamos. Pero eres miembro de esta tripulación y reconozco tu valía: la tuya y la de los hombres que te siguen. No permitiré que muráis en vano.
- ¿En vano? - respondió Cortés, dispuesto a partir - Nuestro hermano está ahí fuera, perdido en la oscuridad del infierno… solo, olvidado. No lo dejaremos. Aunque no respire, aunque su luz se haya apagado para siempre, merece un final digno, merece ser recordado.
- ¡Es una locura, Cortés! - gritó Macfarlane - ¡Pones en riesgo la vida de muchos por una sola muerte, español!
- ¡Ninguno marcha contra su voluntad, escocés!
- Es nuestro deber, contramaestre.
- ¡Maldita sea! - bufó Macfarlane, mascullando las palabras como piedras en la garganta - ¡Está bien! Pero aguardad un momento.
- ¡Eh, Gallagher, Maddox! - rugió, señalando a un irlandés pelirrojo y a un galés de hombros anchos - ¡Rápido, desenredad el cabo mayor, el más largo que tengamos, y atadlo al mástil principal! ¡Vamos, holgazanes, no perdáis tiempo!
- ¿Se puede saber qué demonios haces? - preguntó con los ojos encendidos.
- Iréis en busca de vuestro hermano - dijo con voz grave - No voy a impedirlo. Sigo pensando que es una locura, pero entiendo por qué lo hacéis. No obstante… - la presión de sus dedos se intensificó, como si quisiera clavar esa verdad en su carne - no permitiré que la oscuridad engulla a más hombres. No mientras estéis atados en juramento a este navío y a la bandera que se alza en él. Marchad, si es lo que necesitáis… pero marchad atados.
Y así fue: mientras el cabo se tensaba sobre la borda, unió a los españoles con el Red Viper como un cordón umbilical une al recién nacido con el vientre de su madre. Se marchaban en busca del caído, sí… pero jamás estarían solos. Aunque la oscuridad intentase tragárselos, aquel lazo los mantendría ligados a su hogar, a su familia, a la tripulación que aguardaba su vuelta con los dientes apretados.
El tuerto y el loco se acercaron a la borda. Ambos permanecieron en silencio, hombro con hombro, mientras veían a los españoles emprender su expedición. El cabo se tensaba poco a poco, deslizándose entre las manos curtidas que lo iban soltando con cuidado. Las antorchas brillaban como pequeños soles desafiando la noche, hasta que el mar y la oscuridad los fueron devorando palmo a palmo.
Halcón entrecerró el único ojo, mascullando entre dientes:
- Están locos… todos ellos.
- Puede que sí, tuerto… puede que estén locos. Pero valientes son sus corazones, y honorable el propósito que los unes. Miralos bien: hay hombres capaces de arrojarse a las tinieblas solo para honrar la memoria de un hermano caído. Aunque sepan que quizá jamás regresen, marchan, porque el deber de honrarlo pesa más que el miedo a la propia muerte.
Macfarlane, con la vista fija en el último destello antes de que la noche eterna lo tragara, dejó escapar un murmullo final.
- Si hubiera más hombres como Cortés y los suyos… este mundo no sería un lugar tan cruel y traicionero.
Entonces, como si un resorte saltara dentro de él, su semblante grave se quebró en un arrebato furioso. Dio un golpe con el pie contra la madera y rugió como un poseso, su voz atronando por toda la nave.
- ¡Malditos holgazanes apestosos! ¡Soltad todos los cabos, todos, he dicho! ¡Que no falte ni un metro de cuerda, que no se pierdan, que se amarren como demonios al Red Viper! ¡Vamos, rápido, hijos de fulanas sifiliticas, antes de que la oscuridad nos los trague del todo!
- ¡Atadlos bien, maldita sea! ¡Dadles toda la cuerda que necesiten, toda! ¡Si se pierden, que sea el mundo el que se parta, pero no este cordón que los une a su madre! ¡Vamos, más rápido que la peste, joder!
Briede, en los brazos de su madre, señaló con su manita a los hombres que se alejaban hacia la oscuridad.
- ¿Aru nahe, Keleth’ir? - preguntó con su voz infantil, en la lengua antigua de las amazonas.
- Sondu’reth kenda, hijo mío… caminan por sus hermanos.
Su hijo, al verla, la rodeó con sus brazos pequeños y escondió la cabeza en su pecho, buscando consuelo en el latido firme de su madre.
- Partid, valientes… - murmuró la amazona, en voz baja, para sí misma - Honrad a los caídos.
Pero aquel silencio no duró mucho. Macfarlane, con las palabras de Bhagirath aún retumbando en su cabeza, despertó de golpe como si lo hubieran pinchado con un hierro candente
- ¡Vamos, malditos perros de agua! - rugió, su voz reventando el aire pesado - ¡No os quedéis mirando como fulanas buscando clientes! ¡Soltad más cabos, apretad esos nudos, trabajad como si el barco fuera una mujer hermosa y hoy el último día de vuestras vidas!
- ¡Tú, galés de manos torpes, que ese cabo esté tenso como las pelotas de un monje en invierno! ¡Y tú, mujer, mueve el culo antes de que te lo corte yo mismo! ¡Rápido, joder, rápido!
Vihaan se levantó de golpe, los ojos abiertos como brasas encendidas. Sin pensarlo, saltó de la espalda del gigante y sus botas golpearon el agua negra. Corrió sobre ella como si fuera firme, dejando tras de sí pequeñas ondulaciones.
- ¿Dónde vas, Vi? - gritó Grace, sorprendida al verlo huir.
- ¡Cortés y los suyos parten! - respondió él, señalando la negrura infinita sin dejar de correr - ¡Voy a preguntar qué sucede!
- ¡Trae antorchas, Vi! - gritó de nuevo, su voz cortada por la ansiedad - ¡Apenas vemos nada…!
- ¡Red! ¡Red, rápido! Acércame la kalumba.
- Voy, voy… - dijo Grace, removiendo los frascos y bolsas de hierbas.
- ¡Esa no, la otra! - corrigió Yara, sin levantar la vista de su labor - ¡La de color púrpura!
El gigante seguía inmóvil, como sumido en un sueño profundo. Su espalda subía y bajaba con un ritmo leve, apagado, pero constante. Seguía vivo, pero ¿hasta cuando podría aguantar así?
Las tres mujeres lo sabían: ni un segundo podían perder, ni un suspiro de duda cabía en aquel esfuerzo conjunto.
Todos trabajaban sin descanso. La cubierta del Red Viper era un hervidero de manos, cantos y martillazos. Yara, Akuma y Grace continuaban sobre la espalda del gigante, cosiendo, untando, cerrando la carne desgarrada como si el mismo mundo dependiera de cada puntada. En cubierta, los marineros reparaban las velas, calafateaban grietas, levantaban tablones arrancados por la corriente como si fueran costillas rotas de un ser vivo que aún se aferraba a la vida.
Gláfur respiraba con dificultad bajo la túnica fría, mientras los niños se turnaban para calmar a Gipsy, que seguía inquieto, refugiándose bajo las telas como si también entendiera que esa oscuridad era infinita. Los balleneros nórdicos seguían golpeando hierro contra madera, incansables, como si el eco de sus martillazos fuese lo único que probaba que aún existían.
En aquel mundo efímero y sin medida, era imposible controlar el paso del tiempo. No había día, ni noche, ni sol ni estrellas. Los estómagos confundidos no sabían cuándo exigir comida, ni las cabezas cuándo buscar descanso. Todo se fundía en una única realidad: uno dormía, mientras otro desayunaba, al mismo tiempo que otro trabajaba. El tiempo había dejado de existir; solo quedaba la voluntad.
Macfarlane, en silencio, observó la cuerda que se extendía hacia la negrura. La gruesa maroma, atada a los mástiles y prolongada con cabos unidos entre sí, reptaba por el agua negra como una serpiente acechando a su presa. El escocés asintió con gravedad al comprobar que aún quedaba mucha cuerda por soltar. Aún había esperanza para Cortés y los suyos.
Cada vez más lejos, engullidos por las tinieblas, los españoles avanzaban en bloque hacia lo desconocido. El silencio de sus pasos se mezclaba con el crepitar constante de las antorchas. Antes de que una se apagara, otra se encendía, manteniendo el círculo de luz con disciplina férrea.
- ¿Vamos en buena dirección, Ronco? - preguntó uno, la voz contenida por la tensión.
- Debemos hacerlo, Hernando. Seguimos la estela del navío, hacia la corriente que nos trajo hasta aquí - Cortés levantó la antorcha, girándola hacia un lado al creer ver un movimiento fugaz entre las tinieblas - Si Alonso está en algún lado, debe ser en esta dirección.
Pero nada se veía. La luz de sus fuegos apenas alcanzaba lo suficiente para distinguir sus propios rostros, iluminados en ráfagas anaranjadas. La oscuridad era espesa, sofocante, no cedía un solo palmo. El fuego era un respiro, pero también una frontera: más allá de él no había nada, solo la nada misma.
- ¡Ronco! ¡Mirad! - murmuró uno de los hombres, temblando entre dientes.
Una luz débil y parpadeante que se movía en la oscuridad. Apenas un temblor, un resplandor lejano en la más absoluta nada, pero suficiente para clavar los ojos de todos los hombres sobre ella. Se agitaba como un faro solitario en medio de la noche más oscura.
- Atentos, hermanos - susurró Cortés, la voz grave y firme - Armas preparadas y los nervios a flor de piel, pues no sabemos qué pesadilla nos depara este oscuro y maldito lugar.
La visión era irreal. Cuanto más avanzaban, más poderosa se volvía aquella claridad. Ya no era un simple parpadeo: crecía, vibraba, llenando sus pechos de un aire extraño, como si la oscuridad retrocediera a su alrededor. Los músculos se tensaban, las gotas de sudor corrían libres como ríos por sus frentes, pero ninguno retrocedía.
Poco a poco, la luz empezó a tomar forma. No era un fuego, ni un farol. Se delineaba como un espejismo en el desierto: difuso primero, cada vez más definido después. Allí, en el centro del resplandor, algo se erguía.
- ¡Madre de Dios, bendita seas entre todas las mujeres! - se santiguó Santiago de Cárdenas, el más joven del grupo, sus ojos desorbitados por la impresión.
- Diego… - murmuró Hernando, conteniendo el aire - ¿qué diablos es eso? Parece un… un…
- Dilo, compañero… - musitó Cortés, la voz quebrada por la mezcla de temor y fe - Un ángel.
Los españoles, aunque aún atentos, sintieron cómo la tensión de sus cuerpos se desvanecía. Aquella presencia, fuera lo que fuera, los atraía con una dulzura embriagadora, como la brisa fresca en alta mar tras días de tormenta.
Se acercaban a la luz con pasos lentos, casi hipnotizados, creyendo que se trataba de un ser celestial. Cada hombre sentía cómo un tirón invisible los atraía hacia aquel resplandor irreal. La luz flotaba, cambiando de forma, pero siempre brillante, tan preciosa que parecía capaz de iluminar sus almas más oscuras. Los brazos se tensaban, las antorchas temblaban en sus manos, y aun así avanzaban, casi sin aliento, fascinados y temerosos.
- ¡Ahí están! - gritó de repente Santiago, rompiendo la formación y corriendo hacia la luz sin pensar en los peligros.
- ¡Muchacho, espera! - clamó Cortés, intentando alcanzarlo, la voz cargada de urgencia.
Cortés y los suyos vieron a su compañero tirado sobre las aguas sólidas, y la luz irreal girando en círculos cerca de él, casi danzando sobre el mar. No muy lejos, cuatro cuerpos más yacían inmóviles, esparcidos como trapos en la oscuridad. Con pasos rápidos y tensos, se acercaron al joven que de rodillas frente a su compañero caído, rezaba en un murmuro, mientras la luz desaparecío súbitamente. Hernando, con firmeza, agarró a Santiago de la túnica y lo obligó a ponerse en pie, regresándolo al círculo, a la posición que no debió dejar.
- Rápido - exclamó Cortés - Atadlos a la cuerda, a todos y cada uno, vamos, el tiempo apremia muchachos.
Entonces, vio algo que le heló la sangre. Aquella luz celestial emergía rapidamente de las profundidades, ahora bajo sus pies y la forma empezó a delinearse: una bestia nacida de los abismos del mundo, mucho más grande que cualquier galeón. Su cabeza iluminada, la linterna de su frente emitiendo destellos amarillentos que bailaban en la oscuridad del agua, y la boca abierta, con filas de dientes afilados como cuchillas. Los ojos enormes, plateados y brillantes, lo miraban fijamente. Cortés nunca había visto nada igual; su corazón se detuvo un instante.
No pudo articular palabra, las palabras se le atragantaban en la garganta. Quería avisar a sus compañeros. No era un ángel como ellos creían, era un demonio. Uno hambriento.
Con un último esfuerzo, ató el nudo y dio un salto hacia atrás, arrastrando la cuerda consigo, con la respiración cortada y la adrenalina brotando por sus poros. De repente, la luz angelical regresó, pero esta vez la ilusión se rompió. La luz emanaba de aquel demonio abisal, su boca abierta como un agujero sin fondo, intentando engullirlo. Cortés logró zafarse en el último instante, rodando hacia un lado y soltando un grito ahogado.
La cuerda vibró violentamente, moviéndose más rápido en cubierta.
- ¡Todoooos rápido! - rugió Macfarlane, sujetando el cabo con ambas manos - ¡Tiraaaaad!
Al instante, Cortés y sus hombres cayeron al suelo, arrastrados en la negrura. Tanto los vivos como los muertos se deslizaban por la superficie de aquel mar maldito. Aquel ángel engañoso no se detuvo; la luz los seguía, su farol rompiendo el rígido mar. Cortés, con los ojos abiertos de par en par, observaba cómo se acercaba a ellos con una velocidad sorprendente.
De repente, el farol se alzó de nuevo, y los ojos del demonio aparecieron en la superficie. La enorme boca se abrió de par en par. Los mosquetes retumbaron en la bóveda. No hizo falta la orden de Cortés; sus hermanos estaban ahí, a su lado, siempre dispuestos a combatir.
Los disparos no hicieron retroceder al animal, pero sí lo obligaron a ocultarse parcialmente. Tan solo el farol los seguía, esperando el momento justo para realizar la siguiente mordida. Los rezos de los españoles se mezclaban con el recargar de sus mosquetes. Sus manos temblaban al cargar la pólvora, pero no se detenían, ni en la batalla más sangrienta, ni en la noche más oscura.
- ¡Qué ha sido eso! - exclamó Grace de repente, levantando la cabeza de la espalda del gigante.
- Disparos - dijo Akuma, girándose hacia la oscuridad.
- ¡Quedaos aquí! Proteged al gigante.
- Voy contigo.
- No, Akuma, quédate aquí, Yara te necesita.
- Si me quedaré, pero iré contigo igualmente.
La capitana saltó ágil, y al pasar por delante del anciano dijo:
- ¡Bishnu! Ocúpate de que no les pase nada.
De repente, los primeros españoles surgieron entre la oscuridad, arrastrados por la fuerza de la tripulación. Los vieron surgir, surcando aquel mar petrificado, entre gritos y disparos, todos apuntando hacía la oscuridad. Entonces lo vieron: detrás de Cortés, el último atado, entre las sombras, surgió una boca infernal, seguida de una luz traicionera y mortal.
- ¿Qué demonios es eso? - gritó Bhagirath.
- ¡Tiraaaaaad! - gritaba Vihaan cerca de él - ¡Tiraaaaaad!
- ¡Bum-Bum! - rugió con la fuerza de sus pulmones - ¡Máxima potencia, ahoraaaa!
Los españoles estaban cerca, cada vez más. Pero la luz, como si supiera que jamás los alcanzaría, fijó su mirada diabólica en otra presa, una más grande, una más apetecible que seguro saciaria su hambre descomunal. Viró rápidamente hasta el cuerpo del gigante, donde el viejo y las dos curanderas trabajaban sin descanso.
Grace sintió de nuevo ese escalofrío. Incluso dejó de tirar, temiendo lo peor. Pero de repente un estallido de luz, como si el mismo sol hubiera impactado sobre la tierra, los cegó a todos. El estallido del fuego de Bum-Bum inundó la bóveda como un sol encendido en medio de la noche eterna. Todos se taparon los ojos, cegados por el poder de aquel fuego divino, los párpados temblando ante la intensidad, la respiración agitada, el sudor deslizándose por sus frentes. El pez abisal, sorprendido y atemorizado, desapareció con un movimiento veloz, sumergiendose en la oscuridad de donde nunca debería haber salido. La luz se mantuvo suspendida en el aire, tan brillante que resultaba imposible distinguir nada; aquel día eterno se volvía más cegador que la propia oscuridad que los había rodeado.
Yara y Akuma, tapándose los ojos, empezaron a notar un movimiento extraño bajo sus rodillas. Los frascos sobre la espalda del gigante temblaron, tambaleándose peligrosamente, cayendo en pequeños tintineos sobre la piel. La cubana reaccionó de inmediato, recogiendo uno por uno con manos firmes y precisas, evitando que se perdiera siquiera una gota de sus hunguentos místicos. Akuma, con agilidad felina, cerró su estuche y saltó de la espalda del gigante, cayendo como si no necesitara ver, guiada tan solo por su instinto.
Justo cuando Yara se levantaba, el gigante comenzó a incorporarse. Su enorme movimiento la hizo rodar por su espalda, aterrizando con un golpe amortiguado pero brusco, el sudor y la sangre mezclados con la tensión del momento.
Bishnu rompió su meditación, levantando lentamente la cabeza. Sus ojos permanecían cerrados, pero una sonrisa tranquila se dibujó en su rostro, como si comprendiera la magnitud de la fuerza que se desplegaba a su alrededor.
El gigante, torpemente, se puso de pie, cubriéndose los ojos con sus enormes manos, gruñendo y quejándose como alguien que despierta de un sueño profundo y perturbador. La luz intensa, cegadora, lo obligaba a entrecerrar los párpados, sus músculos tensos, la piel marcada por las heridas y el esfuerzo, mientras su respiración pesada llenaba el aire cargado de magia y calor divino.
Todo a su alrededor parecía vibrar con aquel poder: la madera del Red Viper, los frascos de Bum-Bum, las túnicas frescas de los marineros, la respiración contenida de los presentes. Cada destello de luz era un recordatorio de que habían sobrevivido a lo imposible, y que aún en aquel mundo efímero y eterno, la magia podía salvarlos y darles un respiro.
Entre todos esos ojos cegados, en medio de la luz más brillante que jamás hubieran visto, tan solo uno pudo percibir algo. Y no hablamos de un hombre o una mujer, hablamos de un ojo en sí. El ojo más preciso que ningún mar haya conocido jamás.
- ¡Capitanaaaa! - gritó, sin dejar de tirar del cabo - ¡Una salidaaaa, ahí enfrente!
- ¡No veo nadaaa! - gritó, sin apartar la vista del horizonte.
- ¡Una hendidura en la bóveda! - rugió Halcón - Lo suficientemente grande como para que el Red Viper la cruce y abandonemos este maldito infierno.
- ¡Me alegro de verte, español! - sonrió el escocés.
- ¡Lo mismo digo, amigo, lo mismo digo!
- Sin duda eres un pendenciero, lascivo e inútil… pero, con las pelotas más grandes que haya visto en mi maldita vida.
Hubo abrazos, llantos al ver de nuevo los cuerpos de los compañeros caídos. El gigante se acercaba al barco, llevando sobre sus hombros a Bishnu y Yara. Grace puso los brazos en jarra, feliz de ver a todos recuperar el ánimo.
- Otra victoria para la Víbora Roja - dijo una voz a su espalda, muy cerca.
- ¿De dónde has salido? - preguntó Grace, dando un salto del susto al girarse y ver a Akuma.
- ¿Salido? - dijo ella, dejando escapar una sonrisa, ahora que estaba oculta bajo las telas - No me he separado de su lado en ningún momento, capitana.
- ¿Shinrei? - preguntó, divertida.
- ¿Quién sabe…? - respondió la japonesa, alejándose con calma, dejando que su sombra se confundiera con la cubierta.
Dejaron atrás la bóveda, cruzaron la grieta, y poco a poco el agua firme comenzó a convertirse de nuevo en líquido. El gigante se hundió hasta la cintura, y todos respiraron aliviados al notar que la corriente era suave, tranquila. En el horizonte, la oscuridad seguía imponente, iluminada solo por los últimos frascos de Bum-Bum, que dibujaban un sendero de luz infinita.
Mientras tanto, un grupo de marineros envolvía a los caídos en telas, limpiando sus heridas con manos temblorosas y decididas. Una de las dos Akuma comenzó a tocar un koto, cuyos acordes se deslizaban como hilos de seda entre los escombros y el silencio. Cada nota era una lágrima suspendida en el aire: triste y melancólica en honor a los que habían partido, pero armoniosa y reconfortante para los que aún permanecían de pie, recordándoles que la vida seguía.
Grace, apoyada en la proa, miraba hacia el infinito, perdida en sus pensamientos. De repente, una mano suave pero firme acarició su espalda.
- Ah… ¡hola, Aivori! - sonrió Grace -¿Cómo estás?
- Bien, Grace… capitana… ¿cómo quieres que te llame? - preguntó la princesa, ofreciéndole una taza de té.
- Gracias… da igual, como prefieras - sonrió Grace, apoyando una mano en la barandilla mientras con la otra tomaba un sorbo - Algunos me llaman capitana, otros Víbora Roja, otros Grace… y Yara a veces me llama Red.
- ¿Red? - preguntó la amazona, curiosa- ¿Cómo el color? ¿Qué clase de nombre es ese?
- Fue el apodo que me pusieron mis madres.
- ¿Madres? ¿Tuviste más de una? ¡Qué horror! - replicó Aivori.
- ¿Por qué dices eso? - preguntó Grace, divertida.
- Mi madre… - algo pareció quebrarse en su interior al recordarla - La amo de corazón, no pienses lo contrario, pero… aunque muchos piensen que ser princesa es una bendición, en mi mundo, tener una madre reina a veces es difícil.
- Desde pequeña sentí la presión de ser la hija de Tierde. Las miradas de todos puestas en mí, esperando que fuera como ella, que alcanzara la estela de su presencia. Hacer amigas verdaderas fué imposible; cualquiera que se entrenara conmigo, sabía que podia sufrir represalias si me hacía daño. Incluso mis maestras me trataban con condescendencia. Yo quería ser como las demás, luchar, sangrar, sufrir y aprender… No fue fácil.
- Entiendo… - dijo Grace - Pero aun así, te convertiste en una formidable guerrera. Tu madre estaría orgullosa, puedes estar segura de ello.
- ¿Sí, tu crees?… no lo sé, sinceramente. En mi mundo no queda demasiado lugar para demostrar nuestros sentimientos, lo que vosotros llamáis amor…
- Aivori… tu madre te amaba - la cortó Grace con ternura - fué capaz de traicionar hasta su propia fe para salvar lo que más quería. Tú mejor que nadie sabes lo que significa eso. Debió ser… muy duro.
- Sí… lo fue - asintió Aivori, mirando el horizonte - Gracias a ella, Briede y yo ahora tenemos un futuro juntos. Comprendo lo que dices, capitana. Gracias.
- Brindo por el futuro, amiga… y dime, ¿dónde anda tu hijo ahora?
- Juega con Bum-Bum - sonrió la princesa - Parece que se han hecho muy buenos amigos.
- Me alegro… de corazón. Y me alegra que tú también estés aquí. En poco tiempo has demostrado ser una gran compañera, una verdadera tripulante del Red Viper.
- Gracias, capitana… - Aivori la miró, curiosa - Y bien… ¿cuál es tu historia, Grace O’Malley? ¿Qué te impulsa a buscar ese tesoro con tanto ímpetu?
- ¡Ah! La verdad… no hay mucho que contar - dijo Grace encogiéndose de hombros - Nací en Bristol, una ciudad gris y sin futuro. Hija de prostitutas…
- ¡Prosti… tú… ¿cómo has dicho? - Aivori negó con la cabeza, incapaz de pronunciar aquella palabra que jamás había escuchado.
- Mujeres que venden su cuerpo a cambio de dinero.
- Eso… eso es horrible. ¿Por qué lo hacen?
- No escogen esa vida, princesa. La asumen como pueden. El mundo de la superficie no es como el vuestro. Espero que algún día lo llegues a ver - sonrió Grace, amarga - Aunque quizás no te guste lo que veas. Allí, las mujeres no son guerreras; solo sirven para dos cosas: obedecer y engendrar hijos.
- ¡Los hombres os obligan a ser… pros…prosti…!
- No, no… - rió Grace, tratando de calmarla - No todas lo somos. Es más, en mi tierra gobierna una mujer, como tu madre, aunque… bueno, algo diferente. Bastante en realidad.
- Da igual, ya lo entenderás poco a poco - añadió Grace, mirando de nuevo la oscuridad - Como decía… Nací sin saber quién era mi padre, y mis madres fueron todas aquellas mujeres que sobrevivían como podían. Crecí sin nombre, porque nadie creyó que viviría mucho tiempo. Probablemente moriría rápido y de forma cruel en un callejón sucio, lleno de ratas… pero un día…
- Un día apareció un hombre… no cualquier hombre...
- ¿El hombre del árbol…?
- Exacto. ¿Tu madre te contó algo sobre él?
- No mucho, pero he oído historias.
- Típico de Diego - rió Grace - oculto siempre entre historias y leyendas.
- Él fue quien te impulsó a buscar el tesoro, entonces…
- No… el hombre que me llevó a eso… - Grace giró buscando a Vihaan en cubierta, tras otro fogonazo de luz.
- Esa es otra historia… que ya te contaré - sonrió Grace - El hombre del árbol… me ofreció algo más importante que el amor: un regalo más importante que cualquier tesoro, uno que jamás podré olvidar, y por el cual estaré eternamente agradecida.
- ¿Cuál? - preguntó Aivori, acercándose más.
- Me enseñó lo que significa la libertad, princesa - dijo Grace, con un aire desafiante, mezclando amor y vida en el mar - La libertad de decidir, de resistir, de navegar incluso cuando la oscuridad parece infinita. La libertad de ser dueña de tu propio destino.
No era la riqueza lo que los impulsaba, ni la gloria, ni gobernar sobre otros. Sus palabras hablaban de libertad, de romper las cadenas que hombres injustos habían impuesto sobre la voluntad del mundo. Hablaban de vivir como el viento, de surcar mares sin fronteras, de amar lo poco que tuvieran y compartirlo con quienes cruzaran su camino. De luchar hombro con hombro, espada contra espada, sin rendirse, hasta el final.
El tesoro, el Sundra-Kalash, la leyenda del Rey Mono… todo eso era solo una excusa, un norte hacia el que guiarse. La verdadera razón por la que Grace, Vihaan, Bum-Bum, Yara y todos los que surcaban con ellos, era otra muy distinta. El motivo por el cual el Red Viper respiraba cada día, por el que se levantaba tras cada caída, y desafiaba a la oscuridad más profunda, era mucho más sencillo y esencial: su deseo era la libertad, su destino donde quisieran, vivir lo que amaban sin importar leyes, reyes ni órdenes impuestas. Esa era la fuerza que los movía, tan pura y elemental que podía sentirse en cada latido de sus corazones. Y lucharían hasta la muerte por defenderlo.
Aivori cerró los ojos un instante y dejó que la verdad de esas palabras calara hasta lo más profundo de su ser. Sintió que comprendía algo que nunca había experimentado: el coraje de vivir sin cadenas, de remar contra las corrientes del mundo, de ser dueña de su propio destino. Aquella mujer de la superficie hablaba como una auténtica guerrera amazona, y en su voz estaba la fuerza de los mares, la determinación de los cielos y el rugido de la libertad.
Cuando abrió los ojos, la princesa supo que había algo más allá de la misión, más allá de las leyendas y los tesoros: un propósito que era tan simple como vital, y tan poderoso que podía transformar cualquier corazón. Vivir libres, y compartir esa libertad con quienes fueran capaces de seguirlos, hasta donde la vida y el mar lo permitieran.
Y en ese instante, la amazona supo que acompañaría a la Víbora Roja hasta el final, sin titubeos, sin miedo, hombro con hombro, porque comprendía que eso era lo único que realmente importaba.
Continuará…