Ron_Artest
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Capítulo 36 - Llegada a la cuna de la humanidad: ¿amigos o enemigos?
Fueron semanas interminables las que el Red Viper pasó en alta mar. Gran parte de la travesía la pasaron rodeados de agua por los cuatro costados, pero todo cambió cuando se acercaron al continente africano. Abistar tierra provocó en todos una sensación de alegría, aunque desgraciadamente la felicidad es efímera y se esfumó rapidamente. Lo que todos creyeron una bendición se combirtió en una condena y los que más lo sufrieron fueron Yrsa, Gláfur y los balleneros nórdicos. El sol caía como un martillo sobre la cubierta y la brisa, cuando soplaba, apenas alcanzaba para hinchar las velas raídas. El clima abrasador se juntaba con el poco alimento. El agua racionada, el vino cada vez más agrio, los víveres reducidos a mendrugos de pan duro y pescado seco. Muchos murmuraban entre dientes, pero ninguno se atrevía a alzar la voz: todos sabían que sobrevivir era ya un triunfo.
Las noches eran igual de duras. El mar negro se tragaba las estrellas, y solo la madera crujiente del barco y los pasos de guardia recordaban que aún había vida sobre ese cascarón azotado por la soledad. Y entonces, sin aviso, los dioses, en su absoluta sabiduría, creyeron que aquello no era suficiente y los cielos se desgarraron. La tormenta los sorprendió con un rugido ensordecedor. Rayos iluminaban el firmamento, revelando por instantes las caras desencajadas de la tripulación. Las olas golpeaban como montañas en movimiento, levantando el navío y lanzándolo contra los abismos del mar. El viento arrancó sogas, partió remaches y se llevó consigo media vela mayor. Los cañones se aseguraron a golpes de martillo, los barriles rodaban por la cubierta, y Grace, con los brazos tensos en el timón, parecía un espectro en lucha contra el mismo océano.
Fue entonces que Mordisquitos, con sus gran dentadura brillando, trepó por el mástil mayor. Entre carcajadas, hizo señas con las manos, agitando los brazos como un niño que hubiera visto un tesoro.
La tierra del Congo se levantaba ante ellos como un mundo desconocido y salvaje. Selvas espesas que parecían no tener fin, llenas de verdes imposibles que ocultaban secretos insondables. Manglares extendiéndose como dedos negros hacia el mar. Aldeas a lo lejos, con techos de paja y humo elevándose en columnas tenues, mezclándose con el olor a humedad y tierra. La inmensidad era tal, que todos se sintieron pequeños. Incluso Halcón era incapaz de ver el fin de aquellas selvas infinitas. Un gran rio serpenteaba entre la espesa vegetación, abriendose camino hacía el corazón de aquellas tierras que parecían indomables y sagradas.
A media que se acercaban, vieron balsas de pescadores, hechas de troncos, se movían cerca de la orilla, arropadas por el mar. Algunos hombres, semidesnudos, alzaban la vista hacia el extraño navío extranjero, sus cuerpos brillando bajo el sol, los músculos tensos, los rostros severos. Los tambores no tardaron mucho en empezar a sonar a lo lejos, reverberando como un latido en la jungla. Anunciando la llegada de los extranjeros.
La tripulación del Red Viper, aunque hubieran visto cosas que nadie creería jamás, quedó hipnotizada, como si hubiesen cruzado un umbral hacia otro mundo. Uno tan grande y salvaje que parecía sacado de una leyenda.
- Da igual lo que sea, escocés - respondió con firmeza - Ni los peligros que nos aguardan. Es nuestro destino.
El Red Viper avanzaba lento hacia la costa, sus maderas crujiendo como si cada metro ganado fuese un esfuerzo titánico. A bordo, los ojos de la tripulación no se apartaban de las figuras que aguardaban en la orilla.
Hombres armados con lanzas y arcos, cuerpos pintados con ocre y ceniza, plumas vibrando al viento, y el brillo metálico de cuchillas pulidas con esmero. Mujeres y niños se mantenían más atrás, entre los troncos de la selva, como sombras que observaban en silencio. Los tambores no habían cesado, golpeando rítmicos, graves, como el pulso mismo de la tierra.
Los piratas los miraban con un respeto que no sabían expresar. Muchos habían escuchado historias terribles sobre los pueblos del Congo: relatos de caníbales, hechiceras, reyes crueles que ofrecían sacrificios a los espíritus de la selva. Eran leyendas nacidas del miedo y la ignorancia, pero bastaban para hacerles tragar saliva.
Y los nativos, por su parte, devolvían la mirada con desconfianza aún mayor. Sus ojos se clavaban en las ropas deshilachadas de los extranjeros, en sus barbas salvajes, en las armas de fuego que brillaban con un poder que conocían demasiado bien. Para ellos, el hombre blanco era un presagio funesto, un visitante del mar que traía enfermedad, muerte y cadenas.
Ni una palabra en el Red Viper, ni un movimiento. Ni siquiera Mordisquitos, que se limitaba a respirar hondo, los ojos húmedos por la emoción de volver a casa. Solo Yara se inclinó hacia la capitana, sin quitar la vista de la playa.
De pronto, un grito retumbó desde la playa. Un hombre alzó la lanza al cielo, señalando hacia el Red Viper. Otros lo siguieron, rugiendo palabras que la tripulación no entendía, pero cuyo tono no dejaba lugar a dudas: amenazas, advertencias. Las puntas de flecha se tensaron, los escudos de madera se alzaron, y el murmullo creció como un rugido de furia contenida.
Cortés maldijo en voz baja, ajustando la hebilla de su pistola.
Pero lo sabía con claridad: esa misma promesa libertad era su condena. No hallarían banderas conocidas, ni factorías extranjeras con las que comerciar, ni tratados que invocar en última instancia. Tampoco hallarían una bienvenida cálida. Ellos eran forasteros, y en África, eso significaba peligro.
Los gritos se intensificaron, ahora acompañados de piedras lanzadas al agua, salpicando alrededor del casco. El Red Viper se mecía lentamente, deteniendose a escasos metros de la orilla, mientras la tensión crecía como una cuerda a punto de romperse.
Grace apretó la mandíbula, consciente de que un solo movimiento en falso desataría la tormenta que la selva aguardaba. Temía lo peor y aunque no lo dijera, nadie a su lado necesitaba oírlo para saberlo.
Sin pensarlo dos veces debían decidir. El debate debía ser breve, pero intenso, como la pólvora a punto de estallar. La cubierta vibraba bajo las piedras que golpeaban los tablones, algunas flechas se clavaban peligrosamente cerca de los marineros. El Red Viper no aguantaba para dar la vuelta, necesitaba descansar. Solo quedaba una salida y era ir hacia delante.
MacFarlane escupió al suelo, con las manos acariciando a sus dos difuntas esposas.
Las carcajadas se mezclaron con los gritos desde la orilla, con las flechas clavándose en la cubierta y el olor a tensión que se respiraba en el aire. Grace sonrió. La sangre le hervía, el caps se destaba: estaba en su salsa.
Una lanza se clavó a un palmo de su pierna, astillando la madera y haciéndola caer de culo.
El corazón de la capitana latía fuerte, su mente barajando cada opción, sabiendo que la próxima orden decidiría si el Red Viper atracaba en paz… o se hundía en guerra.
Como si los mismos dioses que les mandaron aquella tormenta, ahora decidieran ser benevolentes. Sucedió algo que lo cambió todo.
El sonido retumbó primero en las entrañas del mar. Un lamento grave, profundo, como si el mismo océano hubiese exhalado aire por un cuerno milenario. Vibró en las maderas del Red Viper, estremeció las jarcias y se coló en los huesos de cada tripulante. No fue un sonido común, era un rugido contenido, eterno, que parecía no tener origen ni fin, expandiéndose en cada ola, en cada gota de sudor, en cada respiración.
Todos temieron lo peor. La señal de un ataque, el aviso de la muerte. Todos menos Mordisquitos.
Sus ojos, que normalmente eran dos pozos ingenuos de silencio, se encendieron de repente, como si aquella nota infinita hubiera despertado un recuerdo enterrado en su sangre.
Sin mediar palabra, cruzó la cubierta como un rayo. El taparrabos ondeaba torpemente a su paso, su cuerpo desnudo y brutal rebotando con cada zancada, el gigante era pura furia primitiva. Se lanzó por la borda en un salto imposible, el agua lo engulló y en un parpadeo desapareció.
Nadie se movió. La tripulación entera quedó paralizada, mirando atónita la estela de burbujas que dejó tras de sí.
Allí, entre lanzas alzadas y filas de guerreros tensos, apareció el lider de la tribu. Caminaba despacio, con un porte que parecía dominar el mundo. Su cuerpo estaba cubierto de escarificaciones dolorosas, cada trazo una historia, cada cicatriz un triunfo. La piel aceitada reflejaba la luz del sol como si ardiera él mismo. El cuello cargado de collares de hueso y marfil, el pecho adornado con un pectoral de cobre, las piernas desnudas, firmes, de cazador implacable.
En la cabeza, un tocado de plumas negras que lo hacía parecer aún más alto, más imponente, como un dios surgido de la selva. Todos en el Red Viper contuvieron la respiración. Nadie se atrevió a decir nada. Ni una broma, ni un gesto.
De pronto, Mordisquitos emergió del agua, avanzó hacía él sin miedo. Se irguió en la arena como una montaña, firme, los pies clavados en la tierra, el agua escurriéndose por sus músculos. No dijo nada, no se movió. Solo cerró los puños, los nudillos tensos, como una roca esperando el impacto del océano.
El líder lo observó. Durante largo tiempo, demasiado largo. Con un orgullo contenido en su mirada. Hasta que, lentamente, alzó un brazo.
Y entonces, entre las filas de sus guerreros, apareció otro. Otro Mordisquitos. Igual de alto, igual de salvaje, igual de brutal. El eco de las mujeres de la tribu estalló en un grito coral, repetitivo, ensordecedor, como si las entrañas de la selva rugieran con ellas.
Los músculos de ambos eran cuerdas vivas, reluciendo al contacto de la luz del sol, sudor mezclado con la tierra húmeda. Respiraban como bestias, jadeos que se confundían con el murmullo del mar cercano y el rugido de las olas. Sus pies se hundían en la arena, raíces humanas que buscaban apoyo, que sentían la resistencia de la tierra como si esta misma los abrazara y los protegiera, orgullosa de su fuerza, indiferente a quién caería primero.
No era un duelo donde comparar fuerzas; era una danza de resistencia, un combate de adaptación. Cada intento de derribo era respondido con un ajuste de postura, una torsión del torso, un movimiento que parecía anticipar la reacción del otro. Sus cuerpos se retorcían, giraban, se empujaban, se trenzaban como vides de un mismo árbol milenario, arrancando polvo y arena a cada choque.
El viento parecía volverse un aliado y un enemigo al mismo tiempo: azotaba sus pieles, soplaba arena en sus ojos, movía sus cuerpos y alejaba sus gritos como llamas que decoraban la batalla. Cada respiración era un desafío; cada gota de sudor que caía al suelo parecía transformarse en fuego líquido, en un lazo que conectaba a ambos hombres con la forma primordial de la naturaleza.
No había agresión gratuita, no había miedo. Había reconocimiento mutuo, respeto silencioso, y un entendimiento primitivo: el que caiga primero no es menos fuerte, sino menos paciente, menos capaz de adaptarse. Los puños se cerraban y se abrían, los hombros se empujaban, la cadera giraba, las piernas se clavaban como estacas de roble en la arena, resistiendo la presión, buscando equilibrio. Cada movimiento parecía dictado por una ley ancestral, por un ciclo de supervivencia que estaba vivo antes incluso que los hombres empezaran a caminar sobre la tierra.
La lucha se volvió un ritual, un eco del mundo salvaje que los rodeaba: el mar golpeando la costa, la arena que crujía, el viento que aullaba entre los árboles cercanos. Sus cuerpos sudaban, vibraban, respiraban como un solo organismo enfrentado a sí mismo, y la tribu observaba, conteniendo la respiración, viendo en ellos el reflejo de su propia fuerza.
Cada segundo parecía eterno. Nadie ganaba por poder absoluto, nadie cedía por debilidad. El ganador sería aquel que soportara más, aquel que leyera mejor el movimiento de la tierra, del otro, del aire. La madre naturaleza los sostenía, los cubría y los retaba a la vez, deseando que aquel choque nunca terminase, sin preferidos, amando sus dos hijos por igual.
La lucha seguía, inmóviles como estatuas de barro, sudorosos, tensos, respirando con esfuerzo, y sin embargo nada parecía avanzar. Cada intento de derribo se frustraba en el último segundo, como si la gravedad misma conspirara para mantenerlos en equilibrio. La arena y la tierra parecían burlarse de la eternidad.
Macfarlane, acostumbrado a peleas más dinámicas, bostezó de aburrimiento, y fue precisamente al ver cómo uno de los guerreros africanos lo hacía también. Los tambores, que habían marcado el ritmo feroz del combate, ahora retumbaban desganados, algunos incluso sangrando por la fricción de las manos que los golpeaban. Las mujeres observaban con los brazos cruzados, expresiones serias, ahora más de impaciencia que de autoridad, y los gritos habían cesado. La épica se había convertido en tedio.
Al ver algo de actividad, la cubana se acercó rápidamente.
Primero se fijaron en Grace, con su melena roja flameando al viento, la piel salpicada de pecas brillando bajo la luz del sol; a su lado Vihaan, ágil y seguro, con sus rasgos firmes y la mirada serena que transmitía bondad y confianza; a su otro lado Yara, con su porte desafiante y los colores vivos de su ropa moviéndose al compás de sus pasos; y detrás Bishnu, encorvado pero con la fuerza de un roble, la botella de Arrack aún en su mano, caminando con un ritmo que parecía detener el paso del tiempo a su lado.
Cuando pasaron junto a los luchadores, Yara, en un gesto descarado y travieso, le dio una palmada a Mordisquitos en el culo. El gigante de ébano no se inmutó, clavado en la arena, concentrado en su rival, como si la palmada de Yara no hubiera existido jamás. Su postura era de fuerza absoluta, columna firme, músculos tensados, dientes apretados, piernas rigidas que la playa misma parecía sostener, desafiando la misma gravedad.
Los guerreros de la tribu intercambiaban miradas tensas y palabras fugazes. Habían visto hombres blancos de todas las procedencias: ingleses, portugueses, holandeses, belgas… todos con sus uniformes, armas y arrogancia. Pero aquello… aquello era diferente. Un grupo heterogéneo, mezcla de culturas y razas, hombres y mujeres que parecían traer consigo un aire de magia, desafío y locura. Sus cuerpos y ropas eran una paleta extraña: la piel blanca y el cabello rojo como el fuego, la piel oscura y los negros profundos, los tonos cálidos y alegres. Y el anciano que avanzaba con su botella y su bastón, cada paso acompañado de un peso histórico que hablaba de resistencia y travesía.
Los tambores seguían sonando, más suaves, pero no de detuvieron, como si percibieran la tensión. Las miradas de los jóvenes guerreros se centraron en todos. En Grace, midiendo si era débil o fuerte; en Vihaan, buscando señales de temor; en Yara, para entender qué clase de mujer podía caminar con tal soltura ante el,peligro ; y en Bishnu, preguntándose cómo aquel viejo podía sostenerse en pié y avanzar con tal seguridad.
Por un momento, todo se detuvo: la brisa del mar, los golpes de las olas, incluso los tambores parecieron contenerse. La tribu sintió que aquel grupo no era enemigo, pero tampoco era amigo. No había precedentes, no había guía. Solo un aura de poder, de determinación y de misterio, que hacía que cada uno de ellos retrocediera ligeramente, sin dejar de observar, sin saber aún si debían atacar o retirarse.
Y así, mientras el viento levantaba la arena a sus pies y la luz del sol pintaba destellos en la piel de los recién llegados, la tribu africana contemplaba la escena: cuatro seres humanos diferentes a todo lo que habían conocido, acercándose con paso firme hacia lo desconocido, y un Mordisquitos que permanecía inmóvil en la playa, impenetrable, como un roble viviente en medio de un bosque hostil.
Bishnu se adelantó un paso, la botella de Arrack asegurada y el bastón clavado en la arena, la mirada firme pero serena. Inspiró hondo y habló con voz clara, pronunciando palabras en un dialecto bantú que parecía antiguo, gutural y cadencioso.
El líder tribal alzó la cabeza, los labios se curvaron en una sonrisa ancha, mostrando dientes grandes y relucientes, mientras sus ojos brillaban entre arrugas de años de sol y guerra. Con voz grave y rítmica respondió:
El líder levantó la mano, haciendo gestos invitando al grupo a seguirlo hacia el interior de la aldea.
Mordisquitos, en la playa, seguía agarrado al otro guerrero en una lucha de clanes interminable, sus brazos apretandose, la postura firme, dos columnas de ébanos resistentes, mientras el resto de la tripulación observaban como Grace, Bishnu, Vihaan y Yara desparecían en la aldea.
Dentro de la choza, el calor se mezclaba con el humo del fuego central, que se enroscaba perezoso hacia el techo de paja antes de escapar por un pequeño hueco abierto. La penumbra se teñía de tonos anaranjados, bailando sobre los rostros. El líder se acomodó frente a ellos, las piernas cruzadas y la espalda erguida, como si aquel acto sencillo tuviera la solemnidad de un trono.
Dos mujeres entraron en silencio, sus movimientos suaves, el tintinear de collares de cuentas acompañando cada paso. Sus sonrisas eran sinceras, hospitalarias. Una de ellas colocó frente a Grace y Yara un cuenco de barro con una pasta espesa de maíz fermentado, de aroma terroso y un punto agrio. La otra ofreció a Vihaan y Bishnu calabazas talladas con un líquido espumoso, olor fuerte, ácido y dulzón, como frutas maceradas al sol.
El sabor era intenso, extraño para paladares no acostumbrados: la pasta resultaba pastosa y saciante, áspera en la lengua, pero con un fondo reconfortante; la bebida, ardiente en la garganta, dejaba un regusto ahumado y silvestre, como la savia de un árbol mezclada con miel vieja.
El líder los observaba con calma, la sonrisa leve, las manos apoyadas sobre las rodillas. Sus ojos parecían escudriñar no solo sus gestos, sino también sus almas. Finalmente, habló en lingala, con voz grave y clara.
El líder escuchó con atención, su mirada fija en la capitana, como si quisiera leer la verdad detrás de sus ojos.
Bishnu tradujo la respuesta:
El líder no apartó los ojos de Grace mientras Bishnu hablaba. Sus manos permanecían quietas, pero su rostro, iluminado por las llamas, reflejaba un interés genuino. Vihaan, a su lado, negaba con la cabeza en silencio, mientras Yara, con las mejillas infladas de comida, levantaba el cuenco vacío y pedía con gestos educados que le repitieran la ración.
El humo del fuego llenaba la choza con un aire denso, casi sagrado, cuando el líder se echó hacia atrás, aún riendo por la respuesta de Grace. La carcajada había sido tan sonora, tan auténtica, que hasta las dos mujeres que servían comida se cubrieron la boca para no reír también.
Con voz profunda, todavía entrecortada por la risa, preguntó en lingala.
El agua contenida en su interior vibraba con un fulgor extraño, imposible. Grace lo tocó y el agua se movió. Luego le dió la vuelta, pero no derramaba ni una gota aunque lo hiciera. Entonces lo agitó en el aire, sosteniendola cabeza abajo y el agua permaneció dentro, flotando, como si obedecieran una ley que solo aquel objeto conocía.
Con suavidad, tomó la mano del líder y la guió hacia la varilla central, incitándole a moverla. El africano, incrédulo, obedeció… y soltó una exclamación maravillada cuando comprobó que no cedía. La varilla permanecía rígida, señalando un rumbo fijo.
Rió de nuevo, esta vez con la sorpresa de un niño.
El líder no dejó de sonreír mientras sostenía el bastón frente a Grace, como si aquella simple pieza de madera fuese ahora una prueba irrefutable. Hablaba deprisa, ilusionado, como si hubiera encontrado un tresoro. Salió de su hogar, deprisa. Corriendo por la aldea con el bastón alzado y repitiendo aquella palabra sin cesar.
Mulakaboko - El que camina todos los caminos.
Continuará…
Fueron semanas interminables las que el Red Viper pasó en alta mar. Gran parte de la travesía la pasaron rodeados de agua por los cuatro costados, pero todo cambió cuando se acercaron al continente africano. Abistar tierra provocó en todos una sensación de alegría, aunque desgraciadamente la felicidad es efímera y se esfumó rapidamente. Lo que todos creyeron una bendición se combirtió en una condena y los que más lo sufrieron fueron Yrsa, Gláfur y los balleneros nórdicos. El sol caía como un martillo sobre la cubierta y la brisa, cuando soplaba, apenas alcanzaba para hinchar las velas raídas. El clima abrasador se juntaba con el poco alimento. El agua racionada, el vino cada vez más agrio, los víveres reducidos a mendrugos de pan duro y pescado seco. Muchos murmuraban entre dientes, pero ninguno se atrevía a alzar la voz: todos sabían que sobrevivir era ya un triunfo.
Las noches eran igual de duras. El mar negro se tragaba las estrellas, y solo la madera crujiente del barco y los pasos de guardia recordaban que aún había vida sobre ese cascarón azotado por la soledad. Y entonces, sin aviso, los dioses, en su absoluta sabiduría, creyeron que aquello no era suficiente y los cielos se desgarraron. La tormenta los sorprendió con un rugido ensordecedor. Rayos iluminaban el firmamento, revelando por instantes las caras desencajadas de la tripulación. Las olas golpeaban como montañas en movimiento, levantando el navío y lanzándolo contra los abismos del mar. El viento arrancó sogas, partió remaches y se llevó consigo media vela mayor. Los cañones se aseguraron a golpes de martillo, los barriles rodaban por la cubierta, y Grace, con los brazos tensos en el timón, parecía un espectro en lucha contra el mismo océano.
- ¡No nos rendiremos, joder! - rugió MacFarlane entre risas dementes, sujetando una cuerda que casi lo arrastraó al vacío - ¿Tormenta? Ja! Deberíais pasar unos meses en Escocia, esto son cuatro gotas señores!
Fue entonces que Mordisquitos, con sus gran dentadura brillando, trepó por el mástil mayor. Entre carcajadas, hizo señas con las manos, agitando los brazos como un niño que hubiera visto un tesoro.
- ¿Qué dice? - preguntó Grace, todavía firme al timón, con el cabello pegado a la cara por la lluvia.
- ¡Hemos llegado! - tradujo Yara con una sonrisa radiante - ¡Estamos en casa!
- ¡Ahí la tenéis, hijos de perra! - rugió el escocés - ¡El maldito Congo, tierra de riquezas, muerte y gloria!
- Lo conseguimos amigo - murmuró como si hablara con el bergantín - Al fin lo conseguistes!
La tierra del Congo se levantaba ante ellos como un mundo desconocido y salvaje. Selvas espesas que parecían no tener fin, llenas de verdes imposibles que ocultaban secretos insondables. Manglares extendiéndose como dedos negros hacia el mar. Aldeas a lo lejos, con techos de paja y humo elevándose en columnas tenues, mezclándose con el olor a humedad y tierra. La inmensidad era tal, que todos se sintieron pequeños. Incluso Halcón era incapaz de ver el fin de aquellas selvas infinitas. Un gran rio serpenteaba entre la espesa vegetación, abriendose camino hacía el corazón de aquellas tierras que parecían indomables y sagradas.
A media que se acercaban, vieron balsas de pescadores, hechas de troncos, se movían cerca de la orilla, arropadas por el mar. Algunos hombres, semidesnudos, alzaban la vista hacia el extraño navío extranjero, sus cuerpos brillando bajo el sol, los músculos tensos, los rostros severos. Los tambores no tardaron mucho en empezar a sonar a lo lejos, reverberando como un latido en la jungla. Anunciando la llegada de los extranjeros.
La tripulación del Red Viper, aunque hubieran visto cosas que nadie creería jamás, quedó hipnotizada, como si hubiesen cruzado un umbral hacia otro mundo. Uno tan grande y salvaje que parecía sacado de una leyenda.
- Capitana… - dijo MacFarlane, con una media sonrisa torcida - No sé si esto es un paraíso, o volvemos a estar en la boca del infierno.
- Da igual lo que sea, escocés - respondió con firmeza - Ni los peligros que nos aguardan. Es nuestro destino.
El Red Viper avanzaba lento hacia la costa, sus maderas crujiendo como si cada metro ganado fuese un esfuerzo titánico. A bordo, los ojos de la tripulación no se apartaban de las figuras que aguardaban en la orilla.
Hombres armados con lanzas y arcos, cuerpos pintados con ocre y ceniza, plumas vibrando al viento, y el brillo metálico de cuchillas pulidas con esmero. Mujeres y niños se mantenían más atrás, entre los troncos de la selva, como sombras que observaban en silencio. Los tambores no habían cesado, golpeando rítmicos, graves, como el pulso mismo de la tierra.
Los piratas los miraban con un respeto que no sabían expresar. Muchos habían escuchado historias terribles sobre los pueblos del Congo: relatos de caníbales, hechiceras, reyes crueles que ofrecían sacrificios a los espíritus de la selva. Eran leyendas nacidas del miedo y la ignorancia, pero bastaban para hacerles tragar saliva.
Y los nativos, por su parte, devolvían la mirada con desconfianza aún mayor. Sus ojos se clavaban en las ropas deshilachadas de los extranjeros, en sus barbas salvajes, en las armas de fuego que brillaban con un poder que conocían demasiado bien. Para ellos, el hombre blanco era un presagio funesto, un visitante del mar que traía enfermedad, muerte y cadenas.
Ni una palabra en el Red Viper, ni un movimiento. Ni siquiera Mordisquitos, que se limitaba a respirar hondo, los ojos húmedos por la emoción de volver a casa. Solo Yara se inclinó hacia la capitana, sin quitar la vista de la playa.
- Creo que no somos bienvenidos Red… nos miran como si fueramos esclavistas. Será mejor que no bajemos la guardia.
De pronto, un grito retumbó desde la playa. Un hombre alzó la lanza al cielo, señalando hacia el Red Viper. Otros lo siguieron, rugiendo palabras que la tripulación no entendía, pero cuyo tono no dejaba lugar a dudas: amenazas, advertencias. Las puntas de flecha se tensaron, los escudos de madera se alzaron, y el murmullo creció como un rugido de furia contenida.
Cortés maldijo en voz baja, ajustando la hebilla de su pistola.
- Capitana, esto no me gusta un pelo. Parece que les hemos despertado más odio que curiosidad.
Pero lo sabía con claridad: esa misma promesa libertad era su condena. No hallarían banderas conocidas, ni factorías extranjeras con las que comerciar, ni tratados que invocar en última instancia. Tampoco hallarían una bienvenida cálida. Ellos eran forasteros, y en África, eso significaba peligro.
Los gritos se intensificaron, ahora acompañados de piedras lanzadas al agua, salpicando alrededor del casco. El Red Viper se mecía lentamente, deteniendose a escasos metros de la orilla, mientras la tensión crecía como una cuerda a punto de romperse.
Grace apretó la mandíbula, consciente de que un solo movimiento en falso desataría la tormenta que la selva aguardaba. Temía lo peor y aunque no lo dijera, nadie a su lado necesitaba oírlo para saberlo.
Sin pensarlo dos veces debían decidir. El debate debía ser breve, pero intenso, como la pólvora a punto de estallar. La cubierta vibraba bajo las piedras que golpeaban los tablones, algunas flechas se clavaban peligrosamente cerca de los marineros. El Red Viper no aguantaba para dar la vuelta, necesitaba descansar. Solo quedaba una salida y era ir hacia delante.
MacFarlane escupió al suelo, con las manos acariciando a sus dos difuntas esposas.
- ¡Yo lo tengo claro! Un par de cañonazos y verán quién manda aquí. No hace falta matar a medio poblado, con que tiemble la tierra bajo sus pies ya sabrán que no somos presa fácil.
- Una demostración de fuerza es buena estrategía. Mostrar las garras… - Aivori alzó el mentón, sus ojos ardiendo con entusiasmo - Que vean que podemos arrancarles la piel si se acercan demasiado.
- ¿Y con qué cara pretendemos luego andar en su tierra? Si vamos a vivir entre ellos, debemos empezar con respeto. El diálogo es la única vía.
- Tiene razón… pero no sé si ellos estarán dispuestos a hablar. Nos miran como si fuéramos demonios. Que te lanzen piedras como bienvenida es mala señal, aquí y en el otro extremo del mundo.
- ¿Nosotros mandar Mordisquitos? - propuso Yrsa, con su tono siempre práctico - ser uno de ellos. Quizás ver a él, estar más tranquilos.
- Dice que no son de su tribu. Ni siquiera hablan el mismo idioma. Si baja, no solucionará nada, quizá incluso lo empeore, pues lo confundiran con un muyekudi… un blanqueado, un traidor a su tierra.
- Hay una cosa más… ¿Y si ni siquiera son humanos? ¿Y si son solo bestias?
Las carcajadas se mezclaron con los gritos desde la orilla, con las flechas clavándose en la cubierta y el olor a tensión que se respiraba en el aire. Grace sonrió. La sangre le hervía, el caps se destaba: estaba en su salsa.
- Mandaremos al anciano.
- ¿A Bishnu? - preguntó Vihaan, incrédulo.
- Sí - respondió Grace, sin pestañear - Es el único que puede comunicarse con ellos.
- ¿Y si son caníbales? De verdad, pensadlo por un…
- Tranquilo, tuerto - rió Yara ayudandolo a levantarse - si enviamos al viejo, no tendrán mucho donde hincar el diente.
- Que vaya Mordisquitos con él - intervino Vihaan,- Por si acaso. ¿Qué os parece la idea?
- Es Perfecta. Uno es fuerte pero no habla. El otro habla, pero está hecho un saco de huesos. Se combinan a la perfección.
- Los demás, atentos. Contramaestre, organiza a la tripulación. Si no hay diálogo… que arda el cielo. ¿Todos listos?
- ¡Sí, capitana! - rugieron los marineros, poniéndose manos a la obra, tensos, expectantes, con el filo del miedo y la emoción brillando en sus ojos.
- Siiii… no seas pesado! Ya te lo he dicho mil veces, es necesario - decía Yara, mientras tiraba de la tela y los adornos con paciencia - Nooo, no quiero verte desnudo, gigantón. ¡Me sé tu cuerpo de memoria! - Soltó una carcajada al ver sus señas - Solo necesitamos que parezcas lo más amable posible.
- Estás genial - murmuró Yara, orgullosa - Pareces salido directamente de la selva.
- Mejor no sonrías, ¿de acuerdo? Será mejor que estés serio, mi amor.
Una lanza se clavó a un palmo de su pierna, astillando la madera y haciéndola caer de culo.
- Vamos levanta, Grace - Vihaan la alzó de un tirón - Tenemos un problema!
- ¿Qué sucede? - preguntó Grace, sacudiéndose la ropa.
- No hay más alcohol. Ha vuelto el Bishnu indescifrable.
- ¡Genial! - masculló ella con ironía.
- ¿Y ahora qué? - preguntó Vihaan, nervioso.
- ¡Sea lo que sea lo que vayamos a hacer, hay que hacerlo ya! - gritó Cortés, cubriéndose de una flecha que pasó rozándole la oreja - ¡Cada vez están más cerca!
El corazón de la capitana latía fuerte, su mente barajando cada opción, sabiendo que la próxima orden decidiría si el Red Viper atracaba en paz… o se hundía en guerra.
Como si los mismos dioses que les mandaron aquella tormenta, ahora decidieran ser benevolentes. Sucedió algo que lo cambió todo.
El sonido retumbó primero en las entrañas del mar. Un lamento grave, profundo, como si el mismo océano hubiese exhalado aire por un cuerno milenario. Vibró en las maderas del Red Viper, estremeció las jarcias y se coló en los huesos de cada tripulante. No fue un sonido común, era un rugido contenido, eterno, que parecía no tener origen ni fin, expandiéndose en cada ola, en cada gota de sudor, en cada respiración.
Todos temieron lo peor. La señal de un ataque, el aviso de la muerte. Todos menos Mordisquitos.
Sus ojos, que normalmente eran dos pozos ingenuos de silencio, se encendieron de repente, como si aquella nota infinita hubiera despertado un recuerdo enterrado en su sangre.
Sin mediar palabra, cruzó la cubierta como un rayo. El taparrabos ondeaba torpemente a su paso, su cuerpo desnudo y brutal rebotando con cada zancada, el gigante era pura furia primitiva. Se lanzó por la borda en un salto imposible, el agua lo engulló y en un parpadeo desapareció.
Nadie se movió. La tripulación entera quedó paralizada, mirando atónita la estela de burbujas que dejó tras de sí.
- Las flechas… han cesado - murmuró Bhagirath, incrédulo, con el rostro aún tiznado de pólvora.
Allí, entre lanzas alzadas y filas de guerreros tensos, apareció el lider de la tribu. Caminaba despacio, con un porte que parecía dominar el mundo. Su cuerpo estaba cubierto de escarificaciones dolorosas, cada trazo una historia, cada cicatriz un triunfo. La piel aceitada reflejaba la luz del sol como si ardiera él mismo. El cuello cargado de collares de hueso y marfil, el pecho adornado con un pectoral de cobre, las piernas desnudas, firmes, de cazador implacable.
En la cabeza, un tocado de plumas negras que lo hacía parecer aún más alto, más imponente, como un dios surgido de la selva. Todos en el Red Viper contuvieron la respiración. Nadie se atrevió a decir nada. Ni una broma, ni un gesto.
De pronto, Mordisquitos emergió del agua, avanzó hacía él sin miedo. Se irguió en la arena como una montaña, firme, los pies clavados en la tierra, el agua escurriéndose por sus músculos. No dijo nada, no se movió. Solo cerró los puños, los nudillos tensos, como una roca esperando el impacto del océano.
El líder lo observó. Durante largo tiempo, demasiado largo. Con un orgullo contenido en su mirada. Hasta que, lentamente, alzó un brazo.
Y entonces, entre las filas de sus guerreros, apareció otro. Otro Mordisquitos. Igual de alto, igual de salvaje, igual de brutal. El eco de las mujeres de la tribu estalló en un grito coral, repetitivo, ensordecedor, como si las entrañas de la selva rugieran con ellas.
- ¿Qué diablos sucede? - preguntó Grace, incapaz de apartar la vista.
- Parece que… van a luchar - dijo Vihaan, con un nudo en la garganta.
- ¿Pero por qué? - soltó Bhagirath, su bigote temblando al compás de la tensión.
- Clanes, luchar. - Sus ojos azules no parpadeaban - Demostrar fuerza. Ver si nosotros ser auténticos guerreros. Demostrar poder.
Los músculos de ambos eran cuerdas vivas, reluciendo al contacto de la luz del sol, sudor mezclado con la tierra húmeda. Respiraban como bestias, jadeos que se confundían con el murmullo del mar cercano y el rugido de las olas. Sus pies se hundían en la arena, raíces humanas que buscaban apoyo, que sentían la resistencia de la tierra como si esta misma los abrazara y los protegiera, orgullosa de su fuerza, indiferente a quién caería primero.
No era un duelo donde comparar fuerzas; era una danza de resistencia, un combate de adaptación. Cada intento de derribo era respondido con un ajuste de postura, una torsión del torso, un movimiento que parecía anticipar la reacción del otro. Sus cuerpos se retorcían, giraban, se empujaban, se trenzaban como vides de un mismo árbol milenario, arrancando polvo y arena a cada choque.
El viento parecía volverse un aliado y un enemigo al mismo tiempo: azotaba sus pieles, soplaba arena en sus ojos, movía sus cuerpos y alejaba sus gritos como llamas que decoraban la batalla. Cada respiración era un desafío; cada gota de sudor que caía al suelo parecía transformarse en fuego líquido, en un lazo que conectaba a ambos hombres con la forma primordial de la naturaleza.
No había agresión gratuita, no había miedo. Había reconocimiento mutuo, respeto silencioso, y un entendimiento primitivo: el que caiga primero no es menos fuerte, sino menos paciente, menos capaz de adaptarse. Los puños se cerraban y se abrían, los hombros se empujaban, la cadera giraba, las piernas se clavaban como estacas de roble en la arena, resistiendo la presión, buscando equilibrio. Cada movimiento parecía dictado por una ley ancestral, por un ciclo de supervivencia que estaba vivo antes incluso que los hombres empezaran a caminar sobre la tierra.
La lucha se volvió un ritual, un eco del mundo salvaje que los rodeaba: el mar golpeando la costa, la arena que crujía, el viento que aullaba entre los árboles cercanos. Sus cuerpos sudaban, vibraban, respiraban como un solo organismo enfrentado a sí mismo, y la tribu observaba, conteniendo la respiración, viendo en ellos el reflejo de su propia fuerza.
Cada segundo parecía eterno. Nadie ganaba por poder absoluto, nadie cedía por debilidad. El ganador sería aquel que soportara más, aquel que leyera mejor el movimiento de la tierra, del otro, del aire. La madre naturaleza los sostenía, los cubría y los retaba a la vez, deseando que aquel choque nunca terminase, sin preferidos, amando sus dos hijos por igual.
La lucha seguía, inmóviles como estatuas de barro, sudorosos, tensos, respirando con esfuerzo, y sin embargo nada parecía avanzar. Cada intento de derribo se frustraba en el último segundo, como si la gravedad misma conspirara para mantenerlos en equilibrio. La arena y la tierra parecían burlarse de la eternidad.
- ¿Y Vihaan? - preguntó Grace, con una ceja arqueada, mirando a su alrededor.
- Se ha ido - respondió Yara, sin apartar la vista de los combatientes - Hace un momento que bajó. ¿Qué sucede?
- Nada, nada… solo quería preguntarle una cosa.
Macfarlane, acostumbrado a peleas más dinámicas, bostezó de aburrimiento, y fue precisamente al ver cómo uno de los guerreros africanos lo hacía también. Los tambores, que habían marcado el ritmo feroz del combate, ahora retumbaban desganados, algunos incluso sangrando por la fricción de las manos que los golpeaban. Las mujeres observaban con los brazos cruzados, expresiones serias, ahora más de impaciencia que de autoridad, y los gritos habían cesado. La épica se había convertido en tedio.
- ¡Ahora, ahora, tirar! - gritó Yrsa, la única que parecía emocionada - ¡Casi tener, por poco!
- Oye, gigantona, te lo estás pasando bien, ¿verdad? – susurró Yrsa.
- Sí, divertir. Svalbard luchar igual, recordar Bhagirath contra Skarde. Lucha buena.
- Sí, ya… pero al menos allí había fuego y… acabó rápido.
- Pelea emocionar Yrsa, guerreros fuertes, lucha como osos.
Al ver algo de actividad, la cubana se acercó rápidamente.
- ¿Qué sucede? - preguntó expectante, esperando finalmente acción.
- Mira, Yara - dijo Grace, con una sonrisa traviesa.
- No me acordaba ni que la tenía - sonrió, entregándosela al anciano.
- ¡Por fin, Vihaan! - exclamó Yara, casi aliviada. - ¡Estaba a punto de colgarme del poste mayor del aburrimiento!
- Trae aquí viejo! - exclamó Yara divertida al ver que quería vever más.
- Está bueno! - sonrió Bishnu.
- Ya lo sé que está bueno, pero esto no es ron! Hay que ser cuidadoso con el Arrack.
- Listo anciano? - preguntó Vihaan.
- Listo, jóven! - sonrió el ancino.
- Pues vamos allá! - exclamó Grace.
Primero se fijaron en Grace, con su melena roja flameando al viento, la piel salpicada de pecas brillando bajo la luz del sol; a su lado Vihaan, ágil y seguro, con sus rasgos firmes y la mirada serena que transmitía bondad y confianza; a su otro lado Yara, con su porte desafiante y los colores vivos de su ropa moviéndose al compás de sus pasos; y detrás Bishnu, encorvado pero con la fuerza de un roble, la botella de Arrack aún en su mano, caminando con un ritmo que parecía detener el paso del tiempo a su lado.
Cuando pasaron junto a los luchadores, Yara, en un gesto descarado y travieso, le dio una palmada a Mordisquitos en el culo. El gigante de ébano no se inmutó, clavado en la arena, concentrado en su rival, como si la palmada de Yara no hubiera existido jamás. Su postura era de fuerza absoluta, columna firme, músculos tensados, dientes apretados, piernas rigidas que la playa misma parecía sostener, desafiando la misma gravedad.
Los guerreros de la tribu intercambiaban miradas tensas y palabras fugazes. Habían visto hombres blancos de todas las procedencias: ingleses, portugueses, holandeses, belgas… todos con sus uniformes, armas y arrogancia. Pero aquello… aquello era diferente. Un grupo heterogéneo, mezcla de culturas y razas, hombres y mujeres que parecían traer consigo un aire de magia, desafío y locura. Sus cuerpos y ropas eran una paleta extraña: la piel blanca y el cabello rojo como el fuego, la piel oscura y los negros profundos, los tonos cálidos y alegres. Y el anciano que avanzaba con su botella y su bastón, cada paso acompañado de un peso histórico que hablaba de resistencia y travesía.
Los tambores seguían sonando, más suaves, pero no de detuvieron, como si percibieran la tensión. Las miradas de los jóvenes guerreros se centraron en todos. En Grace, midiendo si era débil o fuerte; en Vihaan, buscando señales de temor; en Yara, para entender qué clase de mujer podía caminar con tal soltura ante el,peligro ; y en Bishnu, preguntándose cómo aquel viejo podía sostenerse en pié y avanzar con tal seguridad.
Por un momento, todo se detuvo: la brisa del mar, los golpes de las olas, incluso los tambores parecieron contenerse. La tribu sintió que aquel grupo no era enemigo, pero tampoco era amigo. No había precedentes, no había guía. Solo un aura de poder, de determinación y de misterio, que hacía que cada uno de ellos retrocediera ligeramente, sin dejar de observar, sin saber aún si debían atacar o retirarse.
Y así, mientras el viento levantaba la arena a sus pies y la luz del sol pintaba destellos en la piel de los recién llegados, la tribu africana contemplaba la escena: cuatro seres humanos diferentes a todo lo que habían conocido, acercándose con paso firme hacia lo desconocido, y un Mordisquitos que permanecía inmóvil en la playa, impenetrable, como un roble viviente en medio de un bosque hostil.
Bishnu se adelantó un paso, la botella de Arrack asegurada y el bastón clavado en la arena, la mirada firme pero serena. Inspiró hondo y habló con voz clara, pronunciando palabras en un dialecto bantú que parecía antiguo, gutural y cadencioso.
- Bwakire mbote, mobali ya mwasi.
El líder tribal alzó la cabeza, los labios se curvaron en una sonrisa ancha, mostrando dientes grandes y relucientes, mientras sus ojos brillaban entre arrugas de años de sol y guerra. Con voz grave y rítmica respondió:
- ¿Oza koloba lingala, mokonzi ya mboka?
- Ehe, mama na ngai azali mwasi wa Afrika.
El líder levantó la mano, haciendo gestos invitando al grupo a seguirlo hacia el interior de la aldea.
- Afrika, eyá! Basi na bino, tala ngai.
- ¿Qué sucede viejo? ¿De qué habéis hablado? - preguntó Yara, siguiendo con curiosidad al líder.
- Le he dicho buenos días - respondió Bishnu con calma, encogiéndose de hombros - Siempre hay que ser educado. Luego me ha preguntado si conocía su lengua y le he contestado que mi madre es africana. Al parecer le he caído gracioso y nos invita a su casa.
- ¿Madre africana? ¿En serio? ¿No se te ocurrió nada mejor?
- Bueno… en el fondo no he dicho ninguna mentira. Mi madre es africana.
- ¿De qué te ríes ahora, si se puede saber? - preguntó Yara.
- Bishnu no ha dicho ninguna mentira - sonrió Vihaan - Técnicamente, todos tenemos una madre africana. Nuestra especie nació en esta tierra.
- Hace más de trescientos mil años, pero así es - añadió Bishnu con solemnidad.
- Más o menos lo que va a durar esa pelea - bromeó Yara, arrancando otra ronda de risas mientras se acercaban a la choza del líder.
Mordisquitos, en la playa, seguía agarrado al otro guerrero en una lucha de clanes interminable, sus brazos apretandose, la postura firme, dos columnas de ébanos resistentes, mientras el resto de la tripulación observaban como Grace, Bishnu, Vihaan y Yara desparecían en la aldea.
Dentro de la choza, el calor se mezclaba con el humo del fuego central, que se enroscaba perezoso hacia el techo de paja antes de escapar por un pequeño hueco abierto. La penumbra se teñía de tonos anaranjados, bailando sobre los rostros. El líder se acomodó frente a ellos, las piernas cruzadas y la espalda erguida, como si aquel acto sencillo tuviera la solemnidad de un trono.
Dos mujeres entraron en silencio, sus movimientos suaves, el tintinear de collares de cuentas acompañando cada paso. Sus sonrisas eran sinceras, hospitalarias. Una de ellas colocó frente a Grace y Yara un cuenco de barro con una pasta espesa de maíz fermentado, de aroma terroso y un punto agrio. La otra ofreció a Vihaan y Bishnu calabazas talladas con un líquido espumoso, olor fuerte, ácido y dulzón, como frutas maceradas al sol.
El sabor era intenso, extraño para paladares no acostumbrados: la pasta resultaba pastosa y saciante, áspera en la lengua, pero con un fondo reconfortante; la bebida, ardiente en la garganta, dejaba un regusto ahumado y silvestre, como la savia de un árbol mezclada con miel vieja.
El líder los observaba con calma, la sonrisa leve, las manos apoyadas sobre las rodillas. Sus ojos parecían escudriñar no solo sus gestos, sino también sus almas. Finalmente, habló en lingala, con voz grave y clara.
- ¿Bino bozali wapi kowuta?
- Tosili batamboli ya mokili mobimba. Tokende, toluka biloko ya sika, masano mpe makambo ya sika.
- ¿Bino bozali koluka nini na mboka na biso?
- Viejo, ¿podrías ir traduciendo? No nos enteramos de nada - dijo Yara, arqueando una ceja.
- Sí, perdone - respondió Bishnu, acomodándose la túnica - Me ha preguntado qué buscamos en su tierra.
- Dile que vinimos en busca de un tesoro…
- Grace, no creo que sea buena idea, podrían malinterpretarlo - advirtió Vihaan en voz baja, los ojos clavados en el líder.
- Tranquilo, Vihaan. Para eso tenemos a Bishnu, para hacernos entender.
El líder escuchó con atención, su mirada fija en la capitana, como si quisiera leer la verdad detrás de sus ojos.
Bishnu tradujo la respuesta:
- Dice que África está llena de tesoros, y que lo que antaño fue una bendición ahora se ha convertido en una condena. Pregunta si venimos a robar a la madre y matar a sus hijos.
- Dile que no. Dile que somos piratas y que buscamos el tesoro de un Dios, que acabamos de…
- Grace, hablar de tesoros a un pueblo que cada día es saqueado no es… - Vihaan intentó detenerla, pero ella le cortó con un gesto firme.
- Déjame, Vi. Sé lo que me hago. Espera y verás… Dile que acabamos de salir del corazón del mundo y que tenemos una brújula que nos marca el destino. Un objeto mágico, forjado por los dioses.
El líder no apartó los ojos de Grace mientras Bishnu hablaba. Sus manos permanecían quietas, pero su rostro, iluminado por las llamas, reflejaba un interés genuino. Vihaan, a su lado, negaba con la cabeza en silencio, mientras Yara, con las mejillas infladas de comida, levantaba el cuenco vacío y pedía con gestos educados que le repitieran la ración.
El humo del fuego llenaba la choza con un aire denso, casi sagrado, cuando el líder se echó hacia atrás, aún riendo por la respuesta de Grace. La carcajada había sido tan sonora, tan auténtica, que hasta las dos mujeres que servían comida se cubrieron la boca para no reír también.
Con voz profunda, todavía entrecortada por la risa, preguntó en lingala.
- ¿Bozali kolanda Nzambe ya bapaya? ¿Nzambe ya kristo?
- Dile que no obedecemos a los dioses. Que el único dios que conozemos es nuestra propia voluntad. Dile que el último dios que conocí estaba tan aburrido de la eternidad que solo pensaba en dormir… que yo solo creo en el esfuerzo de mis manos y en el apoyo de mis compañeros.
- Así se habla hermana!
- ¡Estás loca, Grace! - rió Vihaan, resignado.
- Mwasi oyo ezali ya kokamwa. Ngai nalingi ye. Nalingi komona kompas na bino.
El agua contenida en su interior vibraba con un fulgor extraño, imposible. Grace lo tocó y el agua se movió. Luego le dió la vuelta, pero no derramaba ni una gota aunque lo hiciera. Entonces lo agitó en el aire, sosteniendola cabeza abajo y el agua permaneció dentro, flotando, como si obedecieran una ley que solo aquel objeto conocía.
Con suavidad, tomó la mano del líder y la guió hacia la varilla central, incitándole a moverla. El africano, incrédulo, obedeció… y soltó una exclamación maravillada cuando comprobó que no cedía. La varilla permanecía rígida, señalando un rumbo fijo.
Rió de nuevo, esta vez con la sorpresa de un niño.
- ¿Eza ndenge nini? Ndenge nini esalaka?
- Marca el rumbo de aquello que uno desea, el camino hacia el destino. Un rumbo fijo que no cambia hasta que uno llega.
- Mulakaboko! Mulakaboko, mulakaboko! - repetía contanstemente. Las dos mujeres se miraron entre ellas y empezaron a repetir aquella extraña palabra
- ¿Qué dice? - preguntó Grace, viendo la alteración creciente. - ¡Bishnu! ¿Qué le pasa?
- No sé exactamente… ha mencionado un objeto mágico, y ahora solo repite una palabra… Mulakaboko.
- ¿Qué significa eso? - preguntó Vihaan, con un mal presentimiento.
- El que camina todos los caminos.
- Mulakaboko! - gritaba, con los ojos encendidos y la voz reverberando contra las paredes de barro.
El líder no dejó de sonreír mientras sostenía el bastón frente a Grace, como si aquella simple pieza de madera fuese ahora una prueba irrefutable. Hablaba deprisa, ilusionado, como si hubiera encontrado un tresoro. Salió de su hogar, deprisa. Corriendo por la aldea con el bastón alzado y repitiendo aquella palabra sin cesar.
Mulakaboko - El que camina todos los caminos.
Continuará…