Carmen abrió la puerta del piso en Chamberí con un sigilo que no necesitaba. Eran las 11:57 de la noche, y el trayecto desde el hotel había sido un torbellino de sensaciones que aún le zumbaban en la piel. El viernes había llegado, y con él, Javier. La llamada desde Zaragoza había sido la chispa, pero el encuentro de esa noche había sido el incendio. Habían quedado en el mismo bar del hotel, y lo que empezó con una copa terminó en una habitación, el cuero de sus leggins arrugados en el suelo, los zapatos junto a la cama.
Entró en el salón, el eco de sus tacones apagado por la alfombra. Luis estaba allí, desplomado en el sofá, la tele murmurando un programa que ya no veía. Sus ojos se entreabrieron al oírla, y por un segundo, la miró como si no la reconociera. Ella se había recompuesto lo mejor que pudo: los leggins ajustados a sus caderas, los zapatos de tacón, la blusa ligeramente arrugada pero abrochada. Su melena rubia caía en ondas desordenadas, y el rojo de sus labios estaba algo corrido, un detalle que Luis no notaría en su estado.
“Joder, qué guapa te has puesto para el cumple de Ana, ¿no?” dijo él, su voz pastosa por el sueño, incorporándose un poco. Sus ojos la recorrieron, deteniéndose con una risita: “Vas toda marcona. ¿Le diste recuerdos? Me voy a dormir, cariño.” Se levantó con esfuerzo, acercándose para darle un beso en la mejilla, un gesto torpe pero cálido que contrastaba con el fuego que aún ardía en ella.
Carmen se quedó quieta, dejando que sus labios rozaran su piel. “Sí, claro, le di recuerdos”, mintió, su voz suave, casi automática. El olor a gin-tonic y a Javier todavía estaba en ella, mezclado con el sudor de una noche que no podía borrar. “Duerme bien”, añadió, mientras él se dirigía al dormitorio con un bostezo, ajeno a todo.
Cuando la puerta del cuarto se cerró, Carmen se dejó caer en el sofá, el cuero de sus leggins crujiendo contra el tejido. Cerró los ojos, y el recuerdo de Javier la golpeó como una ola: sus manos firmes subiendo por sus muslos, sus jadeos contra su cuello, la forma en que la había mirado mientras la desvestía, como si fuera la única mujer en el mundo. Habían sido horas robadas, un paréntesis salvaje que terminó con él besándola en la puerta de la habitación, susurrando un “Esto no acaba aquí” que aún resonaba en sus oídos.
Se llevó una mano al pecho, sintiendo el latido acelerado bajo la blusa. Luis dormía a pocos metros, su marido, el hombre que seguía creyendo en sus excusas, mientras ella vivía una doble vida que la consumía y la encendía a partes iguales. La tensión sexual con Javier no se había apagado; al contrario, cada encuentro la ataba más a él, y el silencio de las últimas semanas solo había sido la calma antes de la tormenta.
Se levantó, quitándose los tacones con un suspiro. El reloj marcaba las 12:15, y el piso estaba en penumbra. Fue al baño, se miró en el espejo: los labios rojos desvaídos, los ojos brillantes de una mezcla de culpa y deseo. Se lavó la cara, intentando borrar las huellas de Javier, pero no podía quitárselo de la cabeza. Mientras Luis roncaba en la cama, ella sabía que no dormiría esa noche. Su cuerpo aún temblaba, su mente atrapada en el próximo “más” que Javier le había prometido, y que ella, a pesar de todo, anhelaba con una intensidad que la asustaba.