(Continúa...)
Carmen salió de la cafetería con un hilo de rabia ardiendo en su pecho, una chispa que no sabía si dirigir hacia Ana o hacia sí misma. Las palabras de su amiga —afiladas, llenas de juicio— habían golpeado su conciencia como martillos, reabriendo heridas que ella quería coser con olvido. “No te reconozco,” había dicho Ana, y eso dolía más que el resto, porque Carmen tampoco se reconocía del todo. Pero el desprecio hacia su amiga crecía con cada paso por las calles de Madrid; ¿por qué no se puso de su lado, por qué no entendió que necesitaba silencio, no un escándalo? Al mismo tiempo, los recuerdos la abrumaban, imparables, como si su cuerpo fuera un campo de batalla hormonal. A sus 41 años, se sentía como una adolescente atrapada en una piel adulta, las emociones desbocadas, el deseo y el miedo peleando por el control.
Dos días después, regresaba del trabajo en metro —el Audi estaba en el taller tras un problema con el alternador—, cuando una luz se encendió en su oscuridad. El vagón estaba medio vacío, el traqueteo llenándole los oídos, cuando su móvil vibró en el bolso. Lo sacó con manos torpes, y al ver el nombre de Javier en la pantalla, el nerviosismo la atravesó como un relámpago. “¿Puedes hablar ahora?” decía el mensaje. Sus dedos temblaron mientras escribía, el pulso acelerándose como si estuviera a punto de saltar a un precipicio. “Sí que puedo pero solo 10 minutos, llego en nada a Chamberí,” respondió, mordiéndose el labio, la expectativa apretándole el estómago.
El teléfono sonó casi al instante, y la voz de Javier llenó el auricular, cálida, con un cariño que hizo que las pestañas de Carmen volvieran a brillar, como si alguien hubiera encendido de nuevo sus ojos. “Hola, mi catalana, ¿cómo estás?” dijo él, y esa ternura genuina, sin rastro de artificio, la derritió. Javier no sabía nada del incidente con Carlos —ella lo había enterrado profundo, y él, ajeno, seguía en su mundo—, pero se percibía en su tono que había estado pensando en ella, que su interés era real, no un juego pasajero. “Te he echado de menos,” añadió, y Carmen sonrió, apretando el móvil contra su oreja mientras el metro frenaba en una estación. “Yo también, mi nene,” susurró, la voz suave pero cargada de un deseo que no podía esconder.
Hablaron rápido, entre el ruido de fondo y las prisas. Él le contó que había pasado unos días liado con trabajo en Zaragoza, pero que no dejaba de recordar su fin de semana, su piel, sus gritos. Ella rió, nerviosa, el calor subiéndole por el cuello mientras esquivaba miradas en el vagón. Los diez minutos se esfumaron, y justo cuando el metro llegaba a Chamberí, Javier lanzó la propuesta: “¿Qué tal si voy a Madrid el domingo? Quiero verte, guapa.” Carmen dudó, el deseo chocando contra la realidad. Sin la complicidad de Ana, escaparse sería más difícil; las excusas con Luis empezaban a sonar huecas incluso en su propia cabeza. Pero su voz, esa promesa de tenerlo cerca otra vez, la venció. “Vale, sí, ven,” aceptó, ya tramando una nueva mentira, algo que la salvara una vez más.
Colgaron, y Carmen salió del metro con el corazón latiendo desbocado, los pasos rápidos hacia el piso, la mente tejiendo planes mientras el shock del fin de semana se diluía bajo el eco de Javier. En Zaragoza, él guardó el móvil con una sonrisa, decidido a no trasnochar el sábado. Quedó con Carlos y July en el bar de siempre. Pidieron cervezas, y mientras ellos se lanzaban a contar batallas —groserías sobre tías, tonterías de quinceañeros atrapados en cuerpos de treinta y tantos—, Javier se mantuvo al margen, más callado de lo habitual. Carlos hablaba de una pelea en un after, July de una conquista que probablemente era mentira, y el aire se llenaba de risas burdas y vacías.
Pasada la medianoche, Javier apuró su segunda cerveza y se levantó, ajustándose la chaqueta. “Bueno, chavales, yo me abro, que mañana me voy a Madrid, ya sabéis por qué,” dijo, con un guiño que intentaba ser ligero. Carlos soltó una risa disimulada, nerviosa, sus ojos esquivando los de Javier. Sabía lo que había hecho en el descampado, y aunque Carmen no había hablado, el miedo a que aflorara la verdad lo carcomía. “Qué cabrón, siempre con la mami esa,” respondió, bravuconería en la voz para tapar las dudas, dando un trago largo a su botella. July, por su parte, sintió una punzada de envidia, mezclada con tedio. Otra noche con Carlos prometía desenfreno —copas, quizás un burdel, siempre el mismo vacío—, y él, atrapado en sus complejos, miraba a Javier con admiración contenida y resentimiento interior. “Suerte, tío, no te canses mucho,” dijo, sarcástico, mientras lo veía salir.
Javier caminó hacia su piso bajo el cielo frío de Zaragoza, el eco de las risas de sus amigos desvaneciéndose. Pensaba en Carmen, en su voz al teléfono, en la promesa del domingo. No sabía del desprecio de ella hacia Ana, del shock que aún la perseguía, del incidente con Carlos que lo cambiaría todo si saliera a la luz. En Madrid, Carmen llegó al piso, saludó a Luis con un “Hola” apagado y se encerró en el baño, desmaquillándose y mirándose a sí misma en el espejo como si se hubieran doblado los focos del tocador.