¿Y QUIÉN ES LUIS?
Luis tiene 43 años, dos más que Carmen, y lleva 14 años a su lado: dos de novios y doce de casados. Es un hombre de estructura sólida, no tanto física como mental, alguien que encuentra consuelo en las líneas rectas de los números y las certezas de las hojas de cálculo. Estudió Económicas en la facultad, un camino natural para él, porque los números siempre se le dieron bien, como si fueran un idioma que hablaba desde niño. Ese talento lo llevó a un puesto estable en una empresa de contabilidad, un trabajo mecánico pero bien remunerado que le permite pagar la hipoteca del piso en Chamberí y mantener una vida cómoda. No es ambicioso en el sentido clásico; no sueña con ascensos ni con hacerse rico, sino con la tranquilidad de saber que todo está en orden, que los balances cierran y las cuentas cuadran.
Cuando conoció a Carmen, él tenía 29 y ella 27. Era una catalana vibrante, con una melena rubia que atrapaba la luz y una energía que lo deslumbró. Él, madrileño de cuna, más reservado, encontró en ella un contraste que lo completaba. La quería, la amaba de verdad, con esa devoción callada pero firme que no necesita grandes gestos para demostrarse. Siempre fue respetuoso con ella, un hombre que nunca alzó la voz ni impuso su voluntad, que la dejaba brillar porque sabía que era su naturaleza. Se casaron tras dos años de noviazgo, una boda sencilla pero sentida, y al principio todo fluía: las noches de risas, los paseos, el sexo que, aunque nunca fue salvaje, tenía una ternura que los unía.
En algún momento, hablaron de tener hijos. Fue una conversación tranquila, sin urgencia, algo que surgió más por inercia que por un deseo ardiente. Pero no fluyó. Quizá fue un problema de fertilidad suyo —los médicos lo insinuaron una vez, y él lo aceptó con un encogimiento de hombros—, aunque nunca lo confirmaron ni les importó demasiado. No tener hijos no los atormentó, no fue la grieta que rompió su matrimonio. La apatía llegó después, silenciosa, como un polvo fino que se acumula en los muebles sin que nadie lo note hasta que es demasiado tarde. Doce años de rutina, de mañanas con café y noches frente al televisor, habían erosionado lo que eran. No era que no la quisiera; era que había olvidado cómo verla.
Luis es un hombre predecible, de hábitos fijos: respetuoso hasta el extremo, quizás demasiado; nunca ha presionado a Carmen por explicaciones, ni siquiera cuando sus respuestas se volvieron evasivas. La ama, sí, pero su amor se ha vuelto pasivo, un sentimiento que vive en él como un mueble heredado: está ahí, pero no lo cuestiona ni lo limpia a menudo.
Últimamente, sin embargo, algo ha cambiado. La nota extraña, y eso lo desconcierta. Carmen llega cansada, dice, con excusas de trabajo o visitas a Ana que no terminan de encajar. Hay noches en que apenas lo mira, perdida en su móvil o en pensamientos que no comparte. Pero también la ve diferente, atractiva de un modo que lo sacude. A veces, cuando se quita la ropa, abraza sus caderas, o cuando su melena rubia cae desordenada tras un día largo, siente un destello de deseo que no recordaba. Es como si ella brillara más, como si algo la hubiera encendido, y eso lo intriga tanto como lo inquieta. La otra noche, en la cama, la sorprendió mirándose al espejo con una intensidad que no reconocía, y por un instante quiso tocarla, pero no supo cómo empezar.
En este momento, Luis está dividido. Por un lado, siente cariño, una lealtad arraigada hacia la mujer con la que ha construido una vida. Cuando comió con Paco el otro día, habló de ella con orgullo: “Carmen está bien, trabajando mucho, ya sabes cómo es.” Pero por otro, hay una sombra de duda que no nombra. La nota rara, distante, y aunque no quiere agobiarla —nunca lo ha hecho—, una parte de él se pregunta si hay algo que no ve. No sospecha de Javier, no tiene pruebas ni imaginación para algo tan concreto, pero sí percibe un vacío. Intenta acercarse, con torpeza: un “¿Estás bien?” en la cena, un roce en el hombro al pasar. Pero ella asiente, esquiva, y él retrocede, porque así ha sido siempre: respetuoso, paciente, quizás demasiado confiado.
Luis no sabe de los cuernos, de las dimensiones descomunales de la mentira que Carmen teje. No sabe del Audi cruzando España, de los gritos en el apartamento, del horror con Carlos. Cree en los viajes de trabajo, porque es más fácil que dudar. Pero en el fondo, bajo su calma de números y rutina, hay un hombre que aún ama a su esposa, que la encuentra más atractiva que nunca, y que empieza a sentir, aunque sea vagamente, que algo se le escapa. No lo dice, no lo enfrenta, pero está ahí, latiendo en silencio mientras teclea sus balances, ajeno a la tormenta que Carmen lleva dentro.