Era una habitación prestada, en la casa del pueblo de Lucía. Agosto rajando el aire. Mosquitos lentos, sudor en la nuca, y el cuerpo… inquieto. Yo no dormía. Ellos sí. Toda la familia, repartida entre sofás, colchones inflables y habitaciones que olían a armario viejo.
Yo estaba sola. O eso creía.
Una sábana finita sobre el cuerpo. Nada debajo. La braga la había quitado antes, mojada, incómoda. El ventilador solo empujaba calor. Me toqué sin pensar. Despacio. Como quien acaricia una herida que arde.
El clítoris lo tenía blandito, despierto. Los dedos me sabían a ganas. Tenía las piernas medio abiertas, la rodilla doblada, la sábana cubriéndome del todo… salvo por un movimiento traidor.
Y ahí… entró él.
Su hermano. El mayor. Silencio absoluto. Solo un crujido leve de puerta y sus ojos abiertos como platos.
Yo, congelada. Mano entre las piernas. Boca entreabierta. El corazón retumbando como si me lo hubieran sacado del pecho.
Él no dijo nada. Ni yo. Solo nos miramos. Un segundo. O diez. O toda la puta vida condensada en ese cruce de miradas.
La sábana resbaló un poco. Me la subí instintivamente, pero no del todo. Algo dentro de mí… no quiso taparse del todo.
Él tragó saliva. Se dio media vuelta. Cerró la puerta muy despacio.
Yo me quedé temblando. Excitada. Humillada. Viva.
Y cuando estuve segura de que no volvería… me metí los dedos hasta el fondo. No para olvidarlo. Sino para grabarlo. Me corrí mordiéndome la muñeca, deseando que él estuviera del otro lado de la puerta, oyéndome.
Al día siguiente, en el desayuno, no me miró. Pero me puso el café. Y me rozó los dedos.
Desde entonces, cuando me toco… siempre dejo la puerta un poco entornada.