Paciente nuevo. Veintipico. sondaje . Yo estaba en planta, sola. Ainhoa se había ido a fumar y la auxiliar andaba peleándose con los sueros. Me tocó a mí.
Entro en la habitación. Él tumbado, sudor en el cuello y una toalla cubriéndole lo justo. Guapo. De esos que te miran con un punto de descaro aunque les duela todo. Me sonríe. Yo me hago la profesional. Mentira. Ya estaba nerviosa desde que le vi el tatuaje en el costado.
—¿Vamos a poner la sonda? —le digo.
—Dale, enfermera. Estoy en tus manos…
La típica frase. Pero dicho por él, me caló. Guantes puestos. Lubricante. Todo preparado. Le bajo la sábana. La toalla. Y ahí… madre mía.
Lo tenía grande. Pero no solo grande. Bonito. Dormido, pero con presencia. Como un músculo que promete guerra aunque esté en pausa. Y yo, ahí. Sujetándolo con firmeza, intentando no mostrar que me ardía la cara.
Empecé el procedimiento. Despacio. El glande brillando por el gel. Noté cómo se le movía un poco. Cómo apretaba la mandíbula.
—Perdona… es que estás muy suave —me dijo. Y yo casi me trago la lengua.
Acabé rápido. Profesional, sí. Pero con las bragas pegadas como si llevara todo el día corriendo. Salí de la habitación sin mirar atrás. Me metí en el baño del personal. Cerré con pestillo. Me senté en la taza con el pantalón a medio muslo.
No me hizo falta porno. Solo cerrar los ojos y recordar su polla en mi mano. El calor. El pulso. La tensión.
Me corrí en silencio. Dos dedos y la lengua mordida. Me quedé ahí un rato, sudada, con la bata abierta y el alma un poco más suelta.
Cuando volví a planta, él me guiñó un ojo.
Desde entonces, cada vez que me toca sondar… me mojo antes de entrar.