Habíamos salido de fiesta con varios amigos, risas, copas, miradas cómplices. Con él ya había pasado algo antes… roces, alguna caricia demasiado larga, palabras al oído que no eran del todo inocentes. Pero esa noche… fue diferente. Desde el primer momento en que me agarró de la cintura en el bar, supe que íbamos a rompernos de ganas.
Volvimos a su casa. Ni recuerdo el taxi, solo su mano entre mis piernas, apretando con descaro. En cuanto cerró la puerta de su piso me empotró contra la pared. Nos morreamos como si se nos fuera la vida. Su lengua me llenaba la boca, me tiraba del pelo, me empujaba contra la pared con fuerza, y yo… yo gemía ya solo con eso.
Me arrancó el top. Me dejó en sujetador. Me agarró de las caderas y me llevó al sofá. Me abrió las piernas y se lanzó. Fue sexo salvaje, de esos que te dejan marcas, pero en los huesos. Me decía cosas sucias, me agarraba del cuello, me daba palmadas en el culo con esa mezcla de rabia y deseo. Yo solo podía decirle que no parase, que lo necesitaba más adentro, más fuerte.
Y cuando se acercó al final… me agarró del pelo y me bajó de rodillas. Tenía la respiración entrecortada, los músculos tensos, la polla dura como no la había visto en mi vida. Me la metió en la boca con desesperación, marcando el ritmo, mirándome desde arriba. Y cuando se corrió… buf. Fue como si llevara semanas, meses, guardándoselo para mí. Sentí los chorros calientes llenarme la boca, él jadeando, diciendo mi nombre entre dientes.
Y yo… lo miré, con sus ganas en mi lengua, y me acerqué para besarlo. Me temblaban los labios. Pero él me agarró del cuello y me dijo:
—Trágatelo. ¿Qué haces? Eso de pasarlo es de maricas.
Me lo dijo con una mezcla de orden y burla. Y yo, sin apartar la mirada, me lo tragué todo.