Allteus
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Semana Santa de 2024.
Seis meses han pasado desde entonces.
Es curioso. Este país parece haber vuelto a los años cincuenta del siglo pasado, si juzgamos por la beatería tan extendida en estas fechas, llenas de nazarenos y penitentes, de actos religiosos presididos por autoridades civiles, eclesiásticas y militares, como entonces.
Este año la lluvia ha frustrado más de una procesión. No puedo dejar de pensar en que la ocupación alternativa a pasear el cirio y las cadenas por las calles, a la peineta y mantilla en público, habrá sido un incremento de coyundas maritales, y extramaritales, como la de aquel concejal de Elche al que han sorprendido echando un polvo bajo el paso de su cofradía, dando salida a un apretón repentino de la libido.
Hace ahora seis meses que ya no vivimos juntos Rocío y yo.
No supe sobreponerme a la situación.
No pude aceptar el nuevo paradigma de nuestra relación, en la que ella tomaba las riendas de su propia sexualidad y decidía ejercerla libremente.
Tardé dos semanas en tomar la decisión. Fue necesario que pasara aquella fiebre, aquella agitación, el terrible malestar en que me había instalado, para madurarla.
Y fue necesaria también una conversación profunda y serena con ella.
La escuché sin interrumpirla. Me explicó sus deseos. Sus anhelos. Sus secretas angustias a medida que pasan los años, se acercan los síntomas de la menopausia y percibe que, más pronto que tarde, decaerá el deseo, el goce, la hedonista e inigualable sensación que la seducción y el contacto con un nuevo y desconocido cuerpo proporciona.
No quería renunciar -me dijo- a ese cúmulo de emociones que puede iniciarse con una mirada o una sonrisa de entendimiento entre dos personas,
Quería, en los años en que el deseo y la pasión todavía la impulsaran, tener plena libertad para dejarse acariciar por quien le provocara ese deseo, esa pasión.
No era una emoción nueva -añadía- porque cualquier hombre o cualquier mujer ha tenido esas sensaciones, el cosquilleo de un interés especial por alguien, la intuición al menos de que una determinada persona podría ser algo más que una relación socialmente correcta.
Lo nuevo era la renuncia a la represión de esas emociones. La renuncia a controlar, frenar o limitar el natural impulso a acercarse a alguien que atrae tu atención y, también, tu deseo.
Lo nuevo era querer vivirlo sin mí.
Durante años, como es normal, como es socialmente exigido, como es propio de una señora casada y bien casada, había alejado de sí toda posibilidad de dar rienda suelta a sus más íntimos instintos.
Y había sido yo, o al menos había sido con mi colaboración, quien había abierto las posibilidades actuales. A mi lado, como un juego entre los dos al principio, había recibido placer de otro hombre, de otros brazos, de otra boca, de otra verga joven y potente.
Como una forma de entrega a mí, había entregado su cuerpo a la fuerza incontenible de un joven que la había llevado a disfrutar lo que antes no hubiera podido imaginar más que en mis brazos y también, por qué negarlo, a disfrutar lo que jamás había disfrutado en ellos.
Y a otros hombres más.
Conmigo a su lado, había fantaseado ser una cualquiera, una fulana arrastrada, una viciosa impenitente incapaz de negarle a un hombre cuanto quisiera tomar de ella. También había extendido sus fantasías a ser una diva caprichosa, una prima donna o una estrella, una mujer con la potestad de cumplir sus caprichos sexuales sin encontrar jamás limite a su lujuria.
Se había encamado con aquellos que yo le seleccioné, sin cuestionar ni participar en la decisión, simplemente dejándose llevar por mí, tal vez como excusa para no sentir culpa, tal vez para demostrarme hasta qué punto quería complacerme en la búsqueda de nuevos caminos.
Conmigo a su lado, en esas fantasías, había llegado a la pérdida de la noción de sí misma, flotando en el placer, abandonando el mundo real para instalarse en un más allá de orgasmos enloquecedores, intensos, como jamás antes los había tenido.
Conmigo a su lado, o mejor dicho dirigiendo la evolución, habíamos caminado después hacia el intercambio de parejas, a la relación sexual plena con otras mujeres, al descubrimiento de que al cerrar los ojos pocas veces puede discernirse si la mano que te acaricia es de tu pareja, de otro hombre o de una mujer…
Había sentido que no hay límites. Podía sentir el clímax más placentero con un hombre o con una mujer, podía deshacerse en orgasmos inacabables sin distinguir el sexo de la persona que se lo proporcionaba. Me explicó sus reacciones de sorpresa al descubrir todo ese mundo nuevo en su interior, y su curiosidad por profundizarlo, por aumentar las sensaciones, por incrementar las formas de experimentar placer.
No le había importado involucrar a su hermana, a su cuñado… Confesaba que intuyó aquella noche de justo antes de la pandemia la posibilidad de envolverlos en nuestras prácticas, inventando un juego perverso que les llevó a la red tejida con nuestro deseo.
Había llegado -incluso- al incesto.
Hizo ahí una pausa prolongada que no quise interrumpir. Continuó desgranando sus sentimientos más ocultos.
-Descubrí que no hay límites al deseo, Juan… En esta locura llegué a infringir los tabúes más extremos. No sé todavía como fui capaz, pero hubo un momento, una ocasión, en que me instalé en la locura para poseer a mi hermana. Nos tuvimos una a la otra… nos entregamos las dos… En ese momento no éramos dos hermanas, sino dos personas follando hasta saciarnos sin dejar ni un ápice de placer por disfrutar… cuando lo recuerdo siento confusión todavía… sigo sin explicarme cómo pudo ser... pero no me arrepiento…
Seguía escuchando sus reflexiones. No osaba interrumpirla, en aquella cadena de confesiones tan íntimas que estaba desgranando.
Pero todavía no había llegado al punto que me hiciera entender su decisión. ¿Por qué sin mí?
Llegó.
Habló de Ernesto. De la salida a Madrid. Del fin de semana de pareja de amantes, que tras escaparse a las fiestas de San Isidro culminaron en nuestra ciudad, en la intimidad del piso de su compañero de trabajo.
-Fue la primera vez que tuve relaciones sexuales con alguien sin que tú estuvieras presente. No estuviste ni física ni mentalmente. Era yo, sólo yo, quien disfrutaba, sin nada más que mi placer como meta. Se esforzaba en seducirme y yo me presté al juego. Cada acto suyo, cada palabra, cada gesto, tenía como finalidad merecer mi admiración… y yo me sentía en la mismísima gloria disfrutando de su esfuerzo.
Siguió desgranando sus reflexiones, comunicadas con ese punto de emoción que te hacer reconocerlas auténticas y sin ninguna elaboración o disimulo.
-Podía sentirme libre, sin atadura ninguna, sin responsabilidad… como una joven sin otro objetivo que ser yo misma. Una mujer totalmente libre que podía tener una aventura de fin de semana con alguien que me despertaba interés, deseo, atracción sexual… no sé… alguien con quien podía tener un vínculo emocional sin complejos. Un vínculo emocional… sí… ¡por qué negarlo!
Podía entender lo que me explicaba. Eran emociones humanas y muy frecuentes, unidas al deseo de huir de una realidad monótona y aburrida, de obligaciones laborales, familiares y sociales… También en su caso, era evidente, a la proximidad de aquel momento en que el cuerpo humano cambia, se aleja de los impulsos más juveniles y se acerca a una senectud en la que, según se acepta normalmente, determinadas actividades, muy especialmente las sexuales, se moderan o incluso se reducen a mínimos, hasta en algunos casos desaparecer.
En definitiva, la sensación de estar viviendo un momento vital único e irrepetible, experimentando sensaciones desconocidas, o al menos arrinconadas en el pasado.
Sensaciones de libertad… ¡Ay, la libertad! ¡Siempre tan tirana!
Seis meses han pasado desde entonces.
Es curioso. Este país parece haber vuelto a los años cincuenta del siglo pasado, si juzgamos por la beatería tan extendida en estas fechas, llenas de nazarenos y penitentes, de actos religiosos presididos por autoridades civiles, eclesiásticas y militares, como entonces.
Este año la lluvia ha frustrado más de una procesión. No puedo dejar de pensar en que la ocupación alternativa a pasear el cirio y las cadenas por las calles, a la peineta y mantilla en público, habrá sido un incremento de coyundas maritales, y extramaritales, como la de aquel concejal de Elche al que han sorprendido echando un polvo bajo el paso de su cofradía, dando salida a un apretón repentino de la libido.
Hace ahora seis meses que ya no vivimos juntos Rocío y yo.
No supe sobreponerme a la situación.
No pude aceptar el nuevo paradigma de nuestra relación, en la que ella tomaba las riendas de su propia sexualidad y decidía ejercerla libremente.
Tardé dos semanas en tomar la decisión. Fue necesario que pasara aquella fiebre, aquella agitación, el terrible malestar en que me había instalado, para madurarla.
Y fue necesaria también una conversación profunda y serena con ella.
La escuché sin interrumpirla. Me explicó sus deseos. Sus anhelos. Sus secretas angustias a medida que pasan los años, se acercan los síntomas de la menopausia y percibe que, más pronto que tarde, decaerá el deseo, el goce, la hedonista e inigualable sensación que la seducción y el contacto con un nuevo y desconocido cuerpo proporciona.
No quería renunciar -me dijo- a ese cúmulo de emociones que puede iniciarse con una mirada o una sonrisa de entendimiento entre dos personas,
Quería, en los años en que el deseo y la pasión todavía la impulsaran, tener plena libertad para dejarse acariciar por quien le provocara ese deseo, esa pasión.
No era una emoción nueva -añadía- porque cualquier hombre o cualquier mujer ha tenido esas sensaciones, el cosquilleo de un interés especial por alguien, la intuición al menos de que una determinada persona podría ser algo más que una relación socialmente correcta.
Lo nuevo era la renuncia a la represión de esas emociones. La renuncia a controlar, frenar o limitar el natural impulso a acercarse a alguien que atrae tu atención y, también, tu deseo.
Lo nuevo era querer vivirlo sin mí.
Durante años, como es normal, como es socialmente exigido, como es propio de una señora casada y bien casada, había alejado de sí toda posibilidad de dar rienda suelta a sus más íntimos instintos.
Y había sido yo, o al menos había sido con mi colaboración, quien había abierto las posibilidades actuales. A mi lado, como un juego entre los dos al principio, había recibido placer de otro hombre, de otros brazos, de otra boca, de otra verga joven y potente.
Como una forma de entrega a mí, había entregado su cuerpo a la fuerza incontenible de un joven que la había llevado a disfrutar lo que antes no hubiera podido imaginar más que en mis brazos y también, por qué negarlo, a disfrutar lo que jamás había disfrutado en ellos.
Y a otros hombres más.
Conmigo a su lado, había fantaseado ser una cualquiera, una fulana arrastrada, una viciosa impenitente incapaz de negarle a un hombre cuanto quisiera tomar de ella. También había extendido sus fantasías a ser una diva caprichosa, una prima donna o una estrella, una mujer con la potestad de cumplir sus caprichos sexuales sin encontrar jamás limite a su lujuria.
Se había encamado con aquellos que yo le seleccioné, sin cuestionar ni participar en la decisión, simplemente dejándose llevar por mí, tal vez como excusa para no sentir culpa, tal vez para demostrarme hasta qué punto quería complacerme en la búsqueda de nuevos caminos.
Conmigo a su lado, en esas fantasías, había llegado a la pérdida de la noción de sí misma, flotando en el placer, abandonando el mundo real para instalarse en un más allá de orgasmos enloquecedores, intensos, como jamás antes los había tenido.
Conmigo a su lado, o mejor dicho dirigiendo la evolución, habíamos caminado después hacia el intercambio de parejas, a la relación sexual plena con otras mujeres, al descubrimiento de que al cerrar los ojos pocas veces puede discernirse si la mano que te acaricia es de tu pareja, de otro hombre o de una mujer…
Había sentido que no hay límites. Podía sentir el clímax más placentero con un hombre o con una mujer, podía deshacerse en orgasmos inacabables sin distinguir el sexo de la persona que se lo proporcionaba. Me explicó sus reacciones de sorpresa al descubrir todo ese mundo nuevo en su interior, y su curiosidad por profundizarlo, por aumentar las sensaciones, por incrementar las formas de experimentar placer.
No le había importado involucrar a su hermana, a su cuñado… Confesaba que intuyó aquella noche de justo antes de la pandemia la posibilidad de envolverlos en nuestras prácticas, inventando un juego perverso que les llevó a la red tejida con nuestro deseo.
Había llegado -incluso- al incesto.
Hizo ahí una pausa prolongada que no quise interrumpir. Continuó desgranando sus sentimientos más ocultos.
-Descubrí que no hay límites al deseo, Juan… En esta locura llegué a infringir los tabúes más extremos. No sé todavía como fui capaz, pero hubo un momento, una ocasión, en que me instalé en la locura para poseer a mi hermana. Nos tuvimos una a la otra… nos entregamos las dos… En ese momento no éramos dos hermanas, sino dos personas follando hasta saciarnos sin dejar ni un ápice de placer por disfrutar… cuando lo recuerdo siento confusión todavía… sigo sin explicarme cómo pudo ser... pero no me arrepiento…
Seguía escuchando sus reflexiones. No osaba interrumpirla, en aquella cadena de confesiones tan íntimas que estaba desgranando.
Pero todavía no había llegado al punto que me hiciera entender su decisión. ¿Por qué sin mí?
Llegó.
Habló de Ernesto. De la salida a Madrid. Del fin de semana de pareja de amantes, que tras escaparse a las fiestas de San Isidro culminaron en nuestra ciudad, en la intimidad del piso de su compañero de trabajo.
-Fue la primera vez que tuve relaciones sexuales con alguien sin que tú estuvieras presente. No estuviste ni física ni mentalmente. Era yo, sólo yo, quien disfrutaba, sin nada más que mi placer como meta. Se esforzaba en seducirme y yo me presté al juego. Cada acto suyo, cada palabra, cada gesto, tenía como finalidad merecer mi admiración… y yo me sentía en la mismísima gloria disfrutando de su esfuerzo.
Siguió desgranando sus reflexiones, comunicadas con ese punto de emoción que te hacer reconocerlas auténticas y sin ninguna elaboración o disimulo.
-Podía sentirme libre, sin atadura ninguna, sin responsabilidad… como una joven sin otro objetivo que ser yo misma. Una mujer totalmente libre que podía tener una aventura de fin de semana con alguien que me despertaba interés, deseo, atracción sexual… no sé… alguien con quien podía tener un vínculo emocional sin complejos. Un vínculo emocional… sí… ¡por qué negarlo!
Podía entender lo que me explicaba. Eran emociones humanas y muy frecuentes, unidas al deseo de huir de una realidad monótona y aburrida, de obligaciones laborales, familiares y sociales… También en su caso, era evidente, a la proximidad de aquel momento en que el cuerpo humano cambia, se aleja de los impulsos más juveniles y se acerca a una senectud en la que, según se acepta normalmente, determinadas actividades, muy especialmente las sexuales, se moderan o incluso se reducen a mínimos, hasta en algunos casos desaparecer.
En definitiva, la sensación de estar viviendo un momento vital único e irrepetible, experimentando sensaciones desconocidas, o al menos arrinconadas en el pasado.
Sensaciones de libertad… ¡Ay, la libertad! ¡Siempre tan tirana!
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