Capítulo 10: El fuego de Crema
El amanecer en Crema despuntaba con un resplandor rosado que se filtraba entre los viñedos, como si la ciudad estuviera susurrando los secretos de la noche anterior. La fiesta veneciana nos había despojado de cualquier fachada, dejando al descubierto los deseos que llevábamos días alimentando. Las palabras de mi madre —“Vamos a acabar estas vacaciones como dios manda”— resonaban como un latido mientras caminábamos hacia la villa, los cuatro envueltos en un silencio cargado de promesas. Mi tía, con su vestido escarlata arrugado y mechones de cabello cayendo sobre sus hombros, me lanzó una mirada que quemaba más que el sol de Crema. Mi padre, con la máscara plateada colgando de su mano, caminaba con una calma que escondía un torbellino. Mi madre, su vestido dorado deslizándose por sus hombros, lideraba el grupo con un paso firme, como si supiera que esta noche sería el clímax de todo lo que la villa había desatado.
Entramos en la villa, el crujir de la madera vieja bajo nuestros pies marcando un ritmo que parecía sincronizarse con nuestros corazones. Las puertas, abiertas de par en par, eran una invitación a dejar atrás cualquier límite. En el vestíbulo, mi tía se detuvo, quitándose los tacones con un movimiento lento, casi ritual, y dejó caer su máscara de plumas negras al suelo. “Aquí no necesitamos máscaras”, dijo, su voz baja, vibrando con una intensidad que me hizo contener el aliento. Sus ojos pasaron de mí a mi padre, luego a mi madre, sellando un pacto silencioso.
Mi padre dejó su máscara plateada sobre la mesa, el metal destellando bajo la luz ámbar de las lámparas. “Basta de juegos”, murmuró, pero la forma en que sus dedos rozaron el brazo de mi tía decía lo contrario. Mi madre se giró hacia mí, sus ojos brillando con una mezcla de desafío y deseo. “Desde la primera noche, lo sabíamos todos”, dijo, su voz temblando pero firme. “El río, el video, la fiesta… nos trajeron aquí.”
Nos dirigimos al salón principal, donde las cortinas pesadas apenas dejaban pasar la luz del amanecer. El aire estaba denso, cargado de los ecos de la fiesta: los hombres misteriosos, las máscaras, el video que mi padre y yo habíamos visto juntos. Todo convergía en este momento, en esta villa que parecía haber conspirado para desnudarnos, no solo de ropa, sino de cualquier pretensión. Mi tía se acercó a mí, sus dedos rozando mi pecho, mientras mi madre tomaba la mano de mi padre, guiándolo hacia el sofá. Nos sentamos, los cuatro, en un círculo tácito, el espacio entre nosotros vibrando con una tensión que era imposible ignorar.
“Sin reglas”, dijo mi madre, su mirada pasando de mí a mi tía, de mi padre a las sombras que nos rodeaban. Mi tía se rió, un sonido bajo y peligroso, y se acercó más, su vestido escarlata deslizándose por sus hombros como una cascada de fuego. Mi padre la siguió, su respiración más pesada, y yo, atrapado en la mirada de mi madre, sentí que el mundo se reducía a nosotros cuatro, a este salón, a esta noche.
Mi padre y yo nos sentamos en el sillón, mi madre y mi tía se desnudaron delante nuestra, nosotros hicimos lo mismo. Mi mente no podía creer lo que estaba viendo, los cuatro desnudos, a punto de cruzar la última barrera familiar que nos quedaba. Mi madre y mi tía empezaron a besarse desnudas mientras restregaban sus cuerpos. Mi padre y yo no pudimos evitar ponernos cachondos. Mi madre y mi tía nos miraban y se reían.
Madre: Hermana, creo que tú deberías ponerte con el niño, y dejarme a mi marido por ahora.
Tía: Por supuesto, déjamelo a mí.
Mi madre se puso de rodillas delante de mi padre, le agarró la polla y la escupió, empezó a ensartarse la garganta hasta el punto de darle arcadas. Mientras tanto mi tía se sentó desnuda encima de mí, pegó su coñito caliente y mojado de estar besándose con mi madre en mi polla, no llegó a metersela, simplemente se limitó a restregarse conmigo y a comerme la boca. Yo cada vez estaba más cachondo, viendo como mi padre estaba diciéndole a mi madre “venga pedazo de puta, enséñale a tu hijo como me la chupas siempre, después quiero que le saques a el bien la leche”.
Mi madre procedió a sentarse encima de mi padre, y casi sin pensarlo se clavó la polla dentro de su coño, estaba tan lubricado que pude ver como le entraba sin hacer el mínimo esfuerzo. Mientras tanto mi tía ya había pasado a la acción, acomodó la punta de mi polla en su entrada, y lentamente fue metiéndola. Y ahí estábamos los cuatro gimiendo, mirándonos unos a otros. Hasta que mi padre de nuevo dijo: “Vamos a cambiarnos de parejas, quiero que te folles a tu hijo, y que tu hermana y yo lo veamos mientras”.
Mi tía y mi padre se sentaron en el sillón de enfrente, ellos se estaban masturbando mutuamente, mientras que mi madre se ponía a cuatro patas en el sillón.
Padre: Ensarta a tu madre hijo, reviéntala por completo.
Yo le hice caso a mi padre, le clavé la polla a mi madre dentro de su coño, la agarré del pelo y le empecé a dar de una manera brutal. Ella gritaba, no sé si de placer o de dolor, yo solo sabía que no podía ni quería parar. Le saque la polla del coño, le escupí el ano e hice presión con mi polla, no le entraba y ella me decía que el culo no porfavor.
Padre: El culo si cariño, deja que tu hijo prueba ese culito cerrado.
Yo empujé hasta que entro mi polla completa, mi madre estaba gimiendo mientras gritaba, le apoye tanto el peso en la espalda que cayó hacia adelante, así que ella se quedó tumbada boca abajo mientras yo le taladraba el culo. Estaba tan cachondo que no pude evitar escupirle en la cara. Mientras tanto, mi tía se había metido la polla de mi padre en la boca, y con sus manos se estaba masturbando.
Después de par de minutos paramos por el calor.
El calor del salón nos empujó a explorar más allá, como si la villa misma nos guiara hacia sus rincones. Mi tía me tomó de la mano, llevándome al patio, donde las antorchas aún ardían, proyectando sombras danzantes sobre los muros de piedra. La brisa nocturna era fresca, pero no podía apagar el fuego que nos consumía. Mi madre y mi padre se quedaron dentro, pero sus siluetas eran visibles a través de las ventanas abiertas, moviéndose con una urgencia que resonaba con la nuestra. Mi tía se apoyó contra una columna, y me miró con ojos que prometían todo. “No hay vuelta atrás”, susurró, guiando mis manos hacia su piel, el calor de su cuerpo quemándome los dedos.
Desde nuestra posición veíamos el salón, mi madre exhausta cabalgando ahora a mi padre, yo follando a mi tía de pie mientras veía como las tetas de mi madre rebotaban en la cara de mi padre. Yo agarraba a mi tía con fuerza de las caderas. Pero yo solo tenía una idea en mi cabeza, y era correrme dentro del coño de mi madre.
Volvimos al interior, atraídos por risas y susurros que subían por la escalera hacia el piso superior. El crujir de la madera marcaba cada paso, y encontramos a mi madre y mi padre en el pasillo, cerca de la habitación donde todo había comenzado hace días. Los cuatro nos miramos, el peso de Crema uniéndonos en un solo latido.
Finalmente entramos en la habitación de mis padres, y yo por primera vez manifesté lo que quería.
Yo: Lo siento a todos, pero yo quiero correrme dentro del coño que me parió.
Madre: Yo no tengo problema hijo, adelante soy toda tuya.
Padre: Por supuesto hijo, yo voy a llenar a tu tía entera.
Tía: Cuñado lléname enterita hazme tu puta.
Mi padre y yo nos tumbamos en la cama, mi madre sin pensarlo se puso encima de mi, sus tetas chocaban contra mi pecho. Y ella como buena experta se metió mi polla de una. Mi tía hizo lo mismo con mi padre.
Padre: Cuñada yo no voy a aguantar mucho, te aviso de antemano.
Tía: No pasa nada, yo ya me he corrido 2 veces con el guarro de tu hijo, tu solo preñame cuando quieras.
Mi madre estaba cabalgandome como si fuese la primera vez que había tenido sexo en años. Cuando de fondo escucho: “ME CORRO ME CORRO, TE LLENO ENTERA PUTA GUARRA”. Era mi padre corriendose dentro de mi tía, eso me puso a mil por hora y yo me puse a embestir cada vez más fuerte a la puta de mi madre. Vi como mi tía se levantaba de la polla de mi padre ya un poco flácida, mi tia se sacó un poco de la leche de mi padre y se la pasó a mi madre por la boca, yo estaba en un punto tan guarro que le comí la boca a mi madre con la leche de mi padre.
Yo: No aguanto más mamá, necesito correrme.
Mamá: Hazlo hijo, llena de leche el coñito que te trajo al mundo, hoy es todo tuyo, disfrútalo.
Desde que mi madre me dijo eso, yo tardé 1 minuto más dándole. Finalmente me corrí dentro de mi madre. Todos estábamos sudando a mares, llenos de todos nuestros fluidos. Mi tía como broche final le comió el coño a mi madre con mi leche dentro de él.
El amanecer estaba en su apogeo cuando regresamos al salón, exhaustos pero envueltos en una calma extraña, como si hubiéramos cruzado un umbral definitivo. Las cortinas, ahora abiertas, dejaban entrar la luz dorada que bañaba la villa, iluminando las máscaras abandonadas sobre la mesa. Mi tía, recostada en un sillón, me lanzó una sonrisa cansada pero cargada de complicidad, su cabello desordenado cayendo sobre sus hombros. Mi madre, sentada junto a mi padre, tenía los ojos cerrados, pero su mano descansaba sobre la mía, un gesto que decía más que cualquier palabra. Mi padre, mirando por la ventana hacia los viñedos, rompió el silencio. “Crema nos cambió”, dijo, su voz firme pero suave. “No sé si alguna vez volveremos a ser los mismos.”
Mi tía se rió, un sonido que llenó el espacio como un eco de la noche. “¿Quién querría volver?” dijo, levantándose para recoger su vestido escarlata del suelo. “Esto fue lo que siempre quisimos, aunque no lo supiéramos.” Sus ojos encontraron los míos, y por un momento, el recuerdo de sus manos, de su calor, me hizo estremecer.
Mi madre abrió los ojos, asintiendo lentamente. “Las puertas entreabiertas… no eran solo de la villa”, murmuró, su mirada cruzándose con la mía. “Eran nuestras.” Se levantó, y se acercó a la ventana, mirando hacia los campos que se extendían más allá. “Y ahora… ¿qué hacemos con esto?”
Mi padre se unió a ella, su mano rozando su espalda. “Lo llevamos con nosotros”, dijo, su voz baja, pero con una certeza que resonó en todos. “Crema no fue el final. Fue el comienzo.”
El día siguiente fue un torbellino de maletas y despedidas. La villa, que había sido nuestro refugio, nuestro campo de batalla, nuestro confesionario, parecía más silenciosa, como si hubiera cumplido su propósito. Mientras empacábamos, mi madre y mi tía charlaban en el patio, sus risas más ligeras, como si hubieran encontrado una nueva forma de entenderse. Sus vestidos, ahora sencillos, no podían ocultar la complicidad que las unía. Mi padre y yo cargamos las maletas en el coche, intercambiando miradas que no necesitaban palabras. Las puertas de la villa, ahora cerradas, parecían susurrar los ecos de las noches pasadas: las máscaras, el video, los momentos que nos habían unido en formas que nunca imaginamos.
Subimos al coche, dejando atrás los viñedos y las colinas que nos habían visto cruzar todas las líneas. Crema se desvanecía en el retrovisor, sus tejados rojos perdiéndose en la distancia, pero el fuego que había encendido en nosotros no se apagaba. Mi tía, desde el asiento trasero, se inclinó hacia adelante, su mano rozando el hombro de mi padre. “¿Y si el próximo verano probamos algo nuevo?” dijo, su voz cargada de una promesa que me hizo girarme. “No sé… ¿Grecia, con sus islas ardientes? ¿O tal vez Marruecos, con sus noches de especias? Algún lugar donde las puertas también estén entreabiertas.”
Mi madre se rió, un sonido que era tanto desafío como invitación. “Donde sea, lo encontraremos”, dijo, sus ojos encontrando los míos en el espejo retrovisor, un destello de complicidad que me aceleró el pulso. Mi padre, sin apartar la vista de la carretera, asintió, una sonrisa apenas visible en sus labios. “Siempre hay otro umbral”, murmuró, y su voz llevaba el peso de lo que habíamos vivido, pero también la promesa de lo que vendría.
FIN.