Un viaje inesperado

Capítulo 96 - El Templo del Fuego - Grace se adentra en las llamas

El enemigo marchaba hacia el sur.

Una columna interminable que se deslizaba como una serpiente de hierro entre el polvo del camino. Al frente, los Shén Dú avanzaban en silencio absoluto, pasos medidos, espaldas rectas, la mirada clavada en un horizonte que nadie más parecía capaz de sostener. Sus ropas negras absorbían la luz y devolvían solo una promesa muda: obediencia o muerte.

Detrás de ellos, los soldados rasos caminaban apretando lanzas y mosquetes con manos sudorosas. El metal chocaba contra el metal con un estruendo nervioso, desordenado, demasiado humano. Cada paso levantaba una nube de polvo que se pegaba a la piel, a la garganta, a los pensamientos. Nadie cantaba. Nadie reía. Solo el ritmo de la marcha… y el rumor.

Porque sí, el rumor había nacido y se había extendido rápidamente. Demasiado rápido.
  • Dicen que no era un hombre… - susurró uno, con la voz quebrada, sin atreverse a mirar a su compañero.
  • Calla… - respondió otro, aunque sus ojos delataban que ya había escuchado lo mismo.
  • El que sobrevivió… en el templo… - murmuró un tercero - Dice que surgió del suelo. Que la tierra lo escupió.
Un joven, apenas salido de la adolescencia, tragó saliva.
  • ¿Es verdad que tenía un solo ojo?
  • Un ojo enorme… - respondió alguien más atrás, casi sin mover los labios - Como un cíclope. Ardía. No con fuego… con algo peor.
Las palabras corrían de boca en boca, deformándose, creciendo, alimentadas por el miedo.
  • Era como cuatro hombres de alto - murmuro uno que ni siquiera había estado allí - Que su sombra se movía sola. Que habló… y la tierra obedeció.
  • No gritaba - añadió una voz temblorosa - Susurraba. Un idioma viejo. Prohibido. Y cuando lo hacía… el suelo se abría a su paso, enterrándolos a todos.
Algunos juraban haber oído que las balas se detenían antes de tocarlo. Otros decían que los hombres se convertían en estatuas, atrapados en barro vivo, con los ojos abiertos para siempre. Que aquel monstruo no corría: avanzaba, imparable, como una montaña que decide caminar.
  • Es el Susurrador… - dijo alguien casi sin darse cuenta - El que habla con la tierra.
Un Shén Dú se detuvo en seco. El sonido inexistente de su paso al girarse fue suficiente para que el murmullo muriera al instante. Sus ojos recorrieron la fila como cuchillas invisibles.
  • ¡Silencio!
No lo gritó. No hizo falta. El miedo a los asesinos del Dragón era antiguo, profundo, aprendido a base de cadáveres ejemplares y cabezas decapitadas. Los rostros se calvaron en el suelo. Las bocas se cerraron. La marcha continuó. Pero el silencio ya no era vacío. El terror caminaba con ellos.

Cada soldado llevaba ahora dos pesos sobre los hombros: el de su armadura… y el de la idea de que, al final del camino, no les esperaba un enemigo de carne y hueso, sino algo que no podía matarse del todo. Los Shén Dú seguían al frente, inmutables, como si nada pudiera alcanzarlos. Como si el susurro no pudiera atravesarles la piel. Como si la tierra no supiera pronunciar sus nombres. Y aun así, incluso ellos apretaban un poco más el paso. Porque aunque la sombra del Dragón fuera larga y oscura, aunque su voluntad aplastara imperios, los hombres que marchaban bajo ella seguían siendo solamente eso: hombres.

Hechos de hueso. De esperanzas y de miedos.
De carne que tiembla cuando la tierra empieza a escuchar.

Al final de aquella columna interminable, donde el polvo levantado por miles de pies formaba una nube baja y persistente, avanzaba Hong Long. El ejército era una serpiente colosal deslizándose hacia el sur: los Shén Dú abrían camino como colmillos silenciosos, el cuerpo lo formaban filas y filas de hombres tensos, y en la retaguardia, marcando el ritmo con su mera existencia, viajaba el Dragón. No como un estandarte de gloria, sino como un cascabel cargado de veneno. Cada sacudida de su presencia advertía de una muerte cercana.

Hong Long no caminaba. Era transportado en un carromato bajo, sin adornos innecesarios, arrastrado por hombres encadenados que sudaban y sangraban para sostener su peso. El traqueteo era suave, casi hipnótico, como el balanceo de una cuna cruel. Dentro, sentado entre cojines oscuros, el Dragón no miraba el camino. No lo necesitaba. El mundo era suyo, siempre le había obedecido.

Solo pensaba en una cosa. Recuperar lo que era suyo. No lo que había perdido - porque Hong Long jamás aceptaba la idea de pérdida - sino aquello que, en su mente, le pertenecía por derecho: el poder, los templos, los espíritus, el equilibrio mismo del mundo sometido a su voluntad. La Tierra, el Fuego, el Agua, el Aire… no como fuerzas vivas, sino como trofeos. Como armas. Como extensiones de su poder incuestionable.

Su sola presencia empujaba al ejército hacia delante. Pero no era el empuje de la esperanza, ni el fervor de la victoria anunciada. Era el avance torpe y forzado del miedo. Los hombres marchaban porque sabían que detenerse significaba morir. Porque comprendían, aunque no se atrevieran a decirlo, que si el Dragón había abandonado su trono para ir a la guerra, era porque la victoria había dejado de ser segura.

Un general al frente inspira confianza: “ganaremos”.
Un rey en la retaguardia promete orden: “resistiremos”.
Pero un Dragón que marcha en persona solo transmite una verdad: el enemigo es demasiado peligroso para delegar su destrucción.

Los soldados lo sentían sin necesidad de palabras. Lo leían en la rigidez de los Shén Dú, en la prisa muda con la que se corregían las filas, en el modo en que nadie se atrevía a mirar atrás. Hong Long no era un escudo. Era una amenaza constante, incluso para los suyos. La fuerza que garantizaba el avance no era la lealtad, sino el terror a quedarse atrás, a no ser digno de marchar bajo su sombra.

Dentro del carromato, el Dragón entrecerró los ojos. Si la Tierra había despertado… aún podía ser sometida. Si el Fuego llegaba a alzarse… debía ser sofocado antes de arder. La ambición le recorría el pecho como un veneno dulce. No había duda en él, solo prisa. Porque en el fondo, muy en el fondo, Hong Long comprendía algo que jamás admitiría en voz alta: cada paso que daba hacia el sur no era una demostración de dominio, sino una carrera contra un equilibrio que ya empezaba a volverse en su contra.

La serpiente avanzaba. Y en su cola, el veneno se preparaba para morder… sin darse cuenta de que, a veces, la mordida más mortal es la que uno se da si mismo.

Y mientras muchos marchaban en busca de guerra, unos pocos lo hacían también, pero en busca de respuestas. La inevitable marcha hacia el sur de la Alianza de las Tres Banderas transformó el mundo a cada paso que daban. Al principio, el paisaje aún conservaba una calma engañosa: colinas suaves, hierba alta ondulando como un mar cansado, el cielo abierto y limpio, demasiado amplio para la guerra que se gestaba bajo él. Caminaban en silencio, como si todos intuyeran que cada palabra podía romper algo frágil que aún no sabían nombrar.

Luego, poco a poco, la tierra empezó a cambiar. El verde se volvió opaco. La hierba perdió altura, como si algo la hubiera peinado a contrapelo. El aire se volvió más seco, áspero en la garganta, con un regusto metálico que no pertenecía al polvo. Y entonces lo vieron. El prado se abrió ante ellos como una herida antigua. A lo lejos, recortado contra el horizonte, se alzaba el arco: enorme, solitario, tallado en madera ennegrecida por el tiempo y por algo más. No era solo una señal de que un templo estaba cerca. Era una advertencia. Un umbral que no necesitaba palabras para anunciar lo que custodiaba.

A cada paso que daban hacia él, la devastación se hacía más evidente. La hierba estaba reducida a ceniza, aplastada y negra, como si el fuego hubiera lamido el suelo hasta cansarse. Los árboles aparecían retorcidos, troncos abiertos en grietas carbonizadas, ramas convertidas en lanzas frágiles que crujían con el viento. Algunos aún humeaban levemente, como si se resistieran a aceptar que ya estaban muertos. Había restos de animales dispersos por el prado: cuerpos calcinados en posturas imposibles, huesos blanqueados por el calor, cuernos y pezuñas fundidos en la tierra. Criaturas que se habían acercado demasiado, atraídas por la promesa de calor… y devoradas por él.

Nadie habló. Incluso el viento parecía evitar aquel lugar. El grupo se detuvo frente al arco. Nadie lo ordenó. Simplemente ocurrió. Como si la tierra misma hubiera impuesto el alto. Grace alzó la vista despacio, siguiendo las líneas quemadas de la madera. Yara sintió un escalofrío recorrerle la espalda, seco y punzante. Diego apretó los labios, notando cómo el aire vibraba de una forma antinatural, cargado, expectante. Vihaan no dijo nada. Solo observó, con esa quietud nueva que llevaba consigo desde que emergió de la montaña.

Aquel no era un templo cualquiera.
Era el Templo del Fuego.
Y su hija se preparaba para superar sus pruebas.
  • Ten cuidado, ¿me oyes? - dijo Yara, abrazándola con una fuerza que no era solo física, sino desesperadamente espiritual.
  • Lo tendré… - respondió Grace, besándola varias veces en la mejilla, como si quisiera dejar allí anclada una parte de sí misma.
Alzó entonces la mirada y los contempló a todos. A los pocos que quedaban en pie. Rostros marcados por el cansancio, por el dolor, por la pérdida… y aun así erguidos. En sus ojos convivían dos mareas opuestas: el miedo a que no regresara y la esperanza feroz de que sí lo hiciera. Grace sonrió al verlos. No una sonrisa ingenua, sino una nacida del reconocimiento mutuo, de saber que ahí estarían, juntos hasta el final. Sin decir palabra, hizo un gesto con la mano para que se acercaran.

Vihaan fue el primero. Dio un paso al frente y rodeó a ambas con los brazos, firme, protector, como si su abrazo pudiera sostener el mundo entero. Yara apoyó la frente en su hombro, Grace cerró un instante los ojos. Luego Diego se unió, colocándose a su lado, una mano fuerte en la espalda de Grace, la otra en el hombro de Vihaan. Bhagirath llegó después, grave y silencioso, y Yrsa con él, sin dudar, como si aquel círculo fuera el último refugio posible contra todo lo que aguardaba fuera. Uno a uno, todos se unieron. Cuerpos cansados, heridos, temblorosos. Respiraciones agitadas mezclándose. El calor humano en medio de un prado muerto por el fuego. Durante unos segundos no hubo guerra, ni templos, ni la sombra del Dragón. Solo ellos.

Grace cerró los ojos y respiró hondo.
Y entonces los sintió.

No solo a los que la rodeaban, con los brazos apretados y los corazones desbocados. Sintió también a los que ya no estaban. A los que habían caído en el camino, a los que quedaron atrás, a los que nunca llegarían a verla resurgir como algo nuevo. Todos estaban allí, de algún modo, empujando desde dentro. Abrió los ojos y habló, con la voz firme pese al nudo que le cerraba la garganta.
  • No camino sola. Nunca lo he hecho… ni lo haré ahora - Su mirada pasó por cada uno de ellos - Allá donde vaya, iréis conmigo. En cada paso, en cada decisión, en cada llama que arda o se apague. Sois mi fuerza cuando flaqueo y mi rumbo cuando dudo. Si regreso, será porque me habéis sostenido. Y si no lo hago… - tragó saliva - sabed que no habré estado ni un solo instante sin vosotros.
Nadie respondió con palabras. No hicieron falta.
El abrazo se cerró un poco más, como si todos comprendieran que aquel instante debía ser guardado para siempre. Luego, lentamente, se separaron. Grace desato a Maverick de su pecho y se lo entregó a Vihaan, depositó un beso en su frente con sumo cuidado y se volvió.

Dio un paso al frente, hacia el arco y el Templo del Fuego.
Y aunque el miedo caminaba con ella, no lo enfrentaría sola.
Iba acompañada de todo aquello que amaba.
  • Cuida de ellos, Vi - sonrío con sus ojos llenos de desafío.
Vihaan la observó sin decir palabra. De espaldas, firme, erguida como una llama que aún no ha sido desatada. Asintió en silencio cuando Grace dio el primer paso. La vio cruzar el umbral y, durante un instante, el mundo pareció contener el aliento.

Al otro lado, el páramo calcinado despertó de repente.

El suelo resplandeció de pronto, como si una brasa gigantesca latiera bajo la tierra. Las llamas surgieron sin aviso, brotando de las grietas, alzándose en lenguas vivas que danzaban con furia antigua. El aire se volvió irrespirable, denso, abrasador; un calor tan intenso que ni siquiera aquel muro invisible de magia lograba contenerlo del todo. Ondas de fuego chocaban contra la barrera como mareas incandescentes, haciendo vibrar el aire con un gemido profundo.

Grace avanzó y cada paso parecía una conquista. Caminaba despacio, los puños apretados, los hombros firmes, como si estuviera entrando en el corazón mismo de una hoguera sagrada. Las llamas se inclinaban a su paso, no obedientes aún, pero curiosas. El fuego lamía el suelo a su alrededor, se enroscaba en sus botas, trepaba por el aire como queriendo probarla.

Su cabello, encendido por la luz, parecía confundirse con las propias llamas. No ardía: brillaba. Cada mechón reflejaba tonos de cobre, oro y carmesí, como si el fuego la hubiera reconocido como una de los suyos. Por momentos, Grace ya no parecía una mujer atravesando el infierno, sino el recuerdo viviente de una hoguera primordial caminando hacia su origen.

Detrás del arco, Yara dio un paso al frente. Tenía los ojos anegados en lágrimas, la garganta cerrada por la emoción, pero el orgullo brillaba en su rostro con una fuerza imposible de ocultar. Alzó la voz, temblorosa y poderosa a la vez, atravesando el rugido de las llamas.
  • ¡Hija del fuego! Tus hermanos aguardan tu regreso. No lo olvides jamás…
Grace no se volvió. No hacía falta. Aquellas palabras se le clavaron en el pecho como un juramento. Dio un último paso y las llamas se cerraron a su alrededor, envolviéndola por completo. Su silueta se desdibujó entre el resplandor ardiente hasta desaparecer, absorbida por el corazón del incendio.

El páramo siguió ardiendo. Pero, durante un instante eterno, todos supieron que el fuego no la iba a dañar. Y al mismo tiempo, que ella no lo dañaría a él. Grace siguió avanzando. El suelo crujía bajo sus botas como un cementerio de huesos antiguos; cada paso levantaba ceniza incandescente que se arremolinaba a su alrededor, pegándose a la piel como un sudario vivo. Las suelas comenzaron a deshacerse, primero agrietadas, luego blandas, hasta desaparecer por completo. Al final caminó descalza, sintiendo el calor morderle la planta de los pies, trepar por los dedos, enroscarse en los talones, subir por los tobillos, las piernas, los muslos. El fuego no se conformaba con tocarla: quería recorrerla. Y cuando lo consiguió, Grace ardió por dentro. No fue una combustión súbita, sino una invasión lenta, implacable. Una sensación de disolverse, de perder los contornos, como si su cuerpo dejara de ser un límite y pasara a formar parte de la devastación misma: de la ceniza, de la ruina, de la llama primigenia que todo lo devora y todo lo transforma. Por un instante tuvo la certeza de que estaba desapareciendo… no muriendo, sino volviéndose otra cosa.

No había sendero que seguir. No había dirección ni rumbo. Solo un páramo condenado a arder eternamente, una extensión sin horizonte que había olvidado cómo apagarse. El aire era denso, casi sólido, y cada respiración le llenaba los pulmones de humo y calor, raspándole la garganta, obligándola a jadear como si el fuego quisiera instalarse también en su pecho, reclamarla desde dentro. Entonces las llamas se acercaron. Al principio fueron tímidas: lenguas bajas que reptaban por la tierra, rozándole los tobillos con una curiosidad peligrosa. Después crecieron, se alzaron, se volvieron audaces. La rodearon. Le treparon por las piernas, le abrazaron el torso, se enredaron en su cabello. Grace apretó los puños, tensó la mandíbula, preparándose para el dolor que sabía que debía llegar.

Pero no llegó como lo esperaba.

Quemaba, sí. Ardía hasta hacerle temblar los dientes. Pero no destruía. No consumía. Era un calor brutal, torpe, desmedido, como el contacto de alguien demasiado poderoso para comprender la delicadeza. Una caricia violenta, sin malicia, incapaz de amar de otro modo. El fuego lamía su piel, la enrojecía, la obligaba a jadear, le abría heridas que supuraban pus… pero no la rechazaba. No la borraba. La aceptaba. Grace avanzó un paso más, con las piernas temblorosas, el cuerpo al límite, el corazón golpeándole el pecho como un tambor de guerra.
  • Si sigues así… acabarás conmigo - susurró entre dientes.
Y aun así, no se detuvo.
Ninguno de los dos lo hizo.

El calor se volvió insoportable. Cada músculo gritaba. El sudor le empapaba la espalda, los ojos le ardían hasta llorar, y la garganta se le abrasaba con cada bocanada de aire envenenado. Sentía la piel tensarse, agrietarse, como si el fuego buscara rendijas por donde colarse: viejos miedos, impulsos no domados, furias nunca apagadas. El fuego no solo la rodeaba… la examinaba. Y entonces, cuando creyó que iba a ser consumida, el mundo se rompió bajo sus pies.

El suelo se abrió ante ella con un estruendo seco, un trueno sofocado bajo toneladas de magma. La tierra incandescente se resquebrajó y Grace perdió el equilibrio. Cayó sin gritar, engullida por el colapso. A su alrededor todo se desmoronó: el páramo calcinado se disolvió, las brasas se fundieron en un océano líquido, y el fuego lo reclamó todo. Impactó de rodillas. Una mano se hundió en el suelo ardiente y un dolor inhumano le recorrió los dedos, la palma, el brazo entero. La piel se le quemó al instante, la carne protestó con furia, y aun así no retiró la mano. El pecho subía y bajaba en respiraciones cortas, rabiosas, mientras el calor le arrancaba jadeos que sonaban casi como gruñidos. Alzó la vista. Se encontraba en una llanura circular, cerrada como un cráter. Un islote de tierra negra la sostenía, frágil y solitario, rodeado por un mar de fuego en perpetuo movimiento. La lava giraba lentamente a su alrededor, formando una espiral viva, hipnótica, como si el propio volcán respirara. Grace alzó aún más la mirada. Entre columnas de humo y ceniza incandescente, distinguió el cielo estrellado. Frío. Distante. Indiferente. Las estrellas observaban desde una eternidad que no ardía ni se apagaba.

Entonces algo la obligó a bajar la mirada.
Un ruido. Un desplazamiento lento, viscoso.
Dentro del mar de lava, algo comenzaba a emerger.

Primero fueron siluetas imprecisas, formas humanas mal esculpidas, como estatuas arrancadas a medio hacer del vientre del volcán. Luego tomaron consistencia: cuerpos de carbón vivo y llama abierta, piel agrietada por donde latía el fuego, ojos encendidos con una luz rabiosa. Uno tras otro, fueron alzándose hasta rodearla.

No eran monstruos.
No eran demonios.
Eran reflejos de ella.

Cada figura tenía su misma estatura, su misma complexión, su misma manera de moverse. Sus gestos. Su postura. Incluso su rostro, deformado por la furia. En sus miradas ardía una violencia conocida, íntima. Eran todas las veces que había golpeado sin pensar. Todas las veces que había rugido desafiando a la tiranía. Todas las órdenes lanzadas desde la ira. Cada incendio provocado sin mirar atrás, sin escuchar a los que ardían con ella, sin pararse a contemplar las cenizas que dejaba a su paso.

La primera figura avanzó.
Luego otra. Luego todas a la vez.

Grace se incorporó con dificultad, el cuerpo temblándole por el esfuerzo y el calor. Desenfundó la espada. El metal ardió al instante al contacto con su mano, obligándola a apretar los dientes hasta sentirlos crujir. El dolor le recorrió el brazo, pero no la soltó.

El fuego tampoco retrocedía.
La cercaba lentamente.

Las figuras avanzaban con espadas de llama viva, rugiendo con su misma voz, un eco multiplicado de su propia rabia. Eran ira sin freno. Eran violencia sin control. Eran la capitana que siempre entraba la primera en combate… sin preguntarse nunca a qué precio. Y el Templo, expectante, aguardaba para ver cuál de todas ellas sobreviviría. Las figuras de lava se lanzaron contra ella con un alarido que no salía de sus gargantas, sino del propio fuego que les dio vida. Grace respondió como siempre había respondido al mundo: enfrentándolo con la cabeza alzada y el rugido incesante en su garganta.

El primer choque fue brutal. El acero de su espada se hundió en el cuello de una de aquellas formas incandescentes y la cabeza rodó por el suelo… pero al tocar la tierra se licuó, convirtiéndose en lava viva. El calor le mordió los pies desnudos. Grace gritó, retrocediendo un paso, la piel abrasándose, el dolor subiendo como un relámpago por sus piernas. Pero no se detuvo. Giró sobre sí misma y cortó el brazo de otra figura. El miembro cercenado cayó al suelo y estalló en una llamarada súbita que la alcanzó de lleno en el pecho. El aire se le escapó de los pulmones, la quemadura la hizo jadear, pero aun así siguió luchando, apretando los dientes, empujada por esa furia antigua que siempre la había sostenido.

Luchó como había luchado toda su vida.
Sola contra todo y contra todos.
Sin rendirse jamás, aunque el final estuviera ya escrito.

Cada estocada derribaba a una, cada golpe parecía una victoria… pero el fuego no retrocedía. Al contrario. Cuantos más reflejos destruía, más la castigaba el propio terreno, más la hería la lava, más ardía su piel. Donde caía un enemigo, nacía una herida. Donde vencía, pagaba un precio. Y nadie la seguía, esta vez. No había hombros a su lado, ni gritos aliados, ni pasos acompañando los suyos. Solo ella, su espada y un mar de reflejos que rugían con su misma voz, con su misma rabia. Una de las figuras la embistió con una fuerza descomunal. Grace bloqueó tarde. El impacto le recorrió el brazo como un trueno y la espada salió despedida de su mano. El arma cayó al suelo envuelta en fuego. Y con ella, algo más cayó.

Grace dio un paso atrás, la palma abierta, en carne viva, ensangrentada, quemada hasta el pulso. El dolor era insoportable… pero al mismo tiempo sintió algo inesperado: Alivio. Ya no tenía que sujetar aquel acero ardiendo. Ya no tenía que empujar, cortar, destruir. Respiró hondo y entonces empezó a comprenderlo. Por primera vez, la capitana pensó que la solución no era siempre luchar.

La primera prueba no era enfrentar el fuego. Ni resistir su ira.
Era resistirse a sí misma. A su impulso ciego.
A su necesidad de lanzarse siempre a la batalla.

Resistir a ese incendio interior que la había convertido en la capitana más temida de los siete mares, que la había empujado a desafiar imperios y dioses, sí… pero también la que la había convertido en un alma con sed de venganza, en la arma de los que no se pueden defender, en la justicia sanguinaria del indefenso y el esclavizado. El Templo del Fuego no quería una conquistadora. Ni una reina hecha de cenizas. Quería saber si podía contener la llama sin apagarla. Si podía gobernar su furia sin negarla. Si era capaz de sostener el fuego sin dejar que este lo devorara todo.

Las figuras volvieron a lanzarse contra ella. Grace gritó, un grito crudo, nacido del pecho, más cercano al instinto que al pensamiento. Su cuerpo reaccionó antes que su mente. Su llama interior resurgió de nuevo. Se inclinó, alargó la mano y agarró la espada del suelo. El dolor regresó al instante, abrasador. Y la batalla continuó. Cada choque fue una explosión. Cada bloqueo, una quemadura nueva. El fuego respondía a su furia creciendo, elevándose, envolviéndola con más fuerza. La hacía más temible… y al mismo tiempo más frágil. Porque cuanto más ardía ella, más ardía el mundo a su alrededor. Y en medio de aquel infierno vivo, aunque Grace empezaba a comprender que no bastaba con arder más alto que los demás. Que había que aprender a no incendiarlo todo. No pudo evitar seguir peleando. Pues esa era su esencia, ese era su sino. Marcada antes de nacer, arrojada a un mundo donde si no matas, te matan. Por eso siguió peleando, por eso siguió ardiendo.

Hasta que un reflejo la desarmó y cayó de rodillas.

La espada resbaló de sus dedos y quedó clavada en el suelo ardiente, vibrando como un corazón herido. Grace apoyó ambas manos en la tierra incandescente, jadeando. El cuerpo le temblaba sin control, los músculos rígidos por el esfuerzo, la garganta rota por el humo. El sudor se mezclaba con la ceniza pegada a su piel enrojecida, y cada respiración era un acto de pura obstinación.
  • No… - murmuró, con la voz rota - Así no…
El fuego rugía a su alrededor, impaciente, expectante, como una bestia a la que siempre había alimentado con sangre y furia. Grace cerró los ojos. Y por primera vez - no desde que cruzó el arco del Templo, sino por primera vez en toda su vida - dejó de luchar.

No apagó el fuego que ardía en su interior.
No intentó sofocarlo ni dominarlo por la fuerza.
Se detuvo. Escuchó. Lo sintió tal como era: voraz, impaciente, incapaz de detenerse.
Un poder nacido para devorar, no para proteger. Un poder que nunca había aprendido a contenerse… igual que ella.

Durante años había sido así: avanzar, arder, arrasar.
Sobrevivir. No mirar atrás. No detenerse jamás.
  • No te temo - susurró, con los labios agrietados - Pero tampoco te obedeceré ciegamente. Si quieres mi alma, ¡Es tuya! Pero no voy a entregártela sin antes luchar hasta mi último aliento…
El fuego dudó. No se apagó. No retrocedió. Simplemente… se detuvo.
Las figuras de lava quedaron inmóviles. Las llamas que las envolvían empezaron a debilitarse, como si alguien hubiera retirado el viento que las alimentaba. El calor seguía siendo insoportable, brutal, primigenio… pero ya no atacaba. Observaba. Esperaba.

Grace abrió los ojos, agarró su espada de nuevo y ayudándose de ella, se incorporó lentamente. Cada movimiento era una punzada: la piel le ardía en parches irregulares, ampollas abiertas en los antebrazos, los hombros marcados por quemaduras profundas donde la carne había enrojecido hasta el límite del dolor. Los pies estaban cubiertos de heridas vivas, la planta de uno de ellos ennegrecida, como si hubiese caminado sobre brasas durante una eternidad. Aun así, permaneció en pie.

Ante ella, una de las figuras, la que la había desarmado, se había quedado más cerca que las demás. Era su propio reflejo. No veía un cuerpo hecho de fuego. Veía su rabia. Su impulso de lanzarse siempre la primera. Su incapacidad para rendirse, para detenerse, para no convertir cada conflicto en una guerra. Aquella capitana que confundía liderazgo con sacrificio absoluto, fuerza con destrucción, coraje con arder hasta consumirse.

El reflejo la miraba con ojos incendiados.
Lentamente, bajó su espada de fuego.

Grace, sin apartar la mirada, imitó el gesto. Sus dedos dejaron de aferrarse al mango invisible de la lucha constante. Su respiración se hizo más lenta. Más profunda. Una a una, las figuras comenzaron a derretirse. No estallaron. No gritaron. Se fundieron consigo mismas, convirtiéndose en ríos de lava que regresaron al mar incandescente que rodeaba el islote. El fuego las reclamó sin violencia, como si nunca hubieran sido enemigas… sino partes de si mismo que volvían a su origen.

Cuando la última desapareció, el cráter quedó en silencio. Grace permaneció allí, cubierta de heridas, la piel marcada por quemaduras que tardarían en cerrar, el cuerpo dolorido hasta el límite. Pero seguía en pie. La primera prueba no había sido resistir el fuego. Ni vencerlo. Ni arder más alto que él. Había sido resistirse a sí misma.

El Templo del Fuego no quería una guerrera, ni un rugido feroz rompiendo la oscuridad. Quería a alguien capaz de sostener la llama sin dejar que lo devorara todo. Alguien que supiera cuándo avanzar… y cuándo detenerse. Las llamaradas se alzaron y la rodearon una última vez, no como un ataque, sino como un reconocimiento silencioso. La capitana había superado su primera prueba. No imponiéndose. Sino dominándose.

La lava comenzó a enfriarse con un gemido profundo, como si el propio volcán exhalara cansado. El mar incandescente se volvió espeso, luego sólido, hasta formar un sendero irregular de roca negra aún humeante que serpenteaba por el cráter. Grace lo observó un instante, los hombros tensos, el cuerpo cubierto de ampollas abiertas y piel enrojecida, pero los ojos firmes. Y empezó a andar. Cada paso era una negociación con el dolor. La roca todavía ardía bajo la planta de sus pies, y el calor subía por sus piernas como una marea lenta. Su respiración era áspera, rota, y cada latido parecía golpearle las sienes desde dentro. Caminaba como camina un alma que ha sido golpeada demasiadas veces, una que ya no sabe retroceder aunque quisiera. No corría. No dudaba. Avanzaba.

Al final del sendero, la roca se alzaba en vertical. Una cascada de lava caía desde lo alto del cráter, un muro vivo de fuego líquido que rugía como una bestia hambrienta. El resplandor teñía el aire de rojo y oro, y el calor era tan intenso que el suelo vibraba. Grace se detuvo frente a ella. Esperó. Un latido. Dos. Pensó que quizá se abriría, que el Templo la reconocería, que le concedería un paso como había hecho la tierra con Vihaan. No ocurrió nada. La lava siguió cayendo, inmutable, indiferente. Grace cerró los ojos un segundo. Inspiró hondo, llenándose los pulmones de aire ardiente, y al hacerlo sintió cómo el fuego la reconocía… y la desafiaba.
  • De acuerdo - murmuró - Lo haremos a tu manera…
Dio un paso al frente. El fuego la envolvió de inmediato. No fue un golpe, sino una invasión total. Sintió la piel arder, abrirse, prenderse como yesca. El cabello se le encendió en un instante, la ropa se volvió brasa, y por un segundo tuvo la certeza absoluta de que estaba muriendo. El dolor era total, sin refugio posible. Un grito le nació en la garganta… y se lo tragó. Siguió avanzando. Cada paso era una negación a rendirse. La lava quemaba, consumía, pero no la deshacía. Era como atravesar un juicio vivo, una frontera que exigía voluntad pura. Cuando salió al otro lado, cayó de rodillas sobre la roca oscura, jadeando, el cuerpo cubierto de llamas que se apagaron poco a poco, dejando tras de sí piel ennegrecida, heridas abiertas y un humo tenue elevándose de su figura.

Seguía viva. Alzó la cabeza. Ante ella no había fuego. Había silencio.
El paisaje había cambiado por completo. Se encontraba en una vasta extensión oscura, sin calor ni frío, como una sala infinita excavada en la nada. El suelo era liso, negro como obsidiana pulida, y reflejaba su figura deformada. No había cielo, ni paredes visibles. Solo vacío… y ecos.

Entonces escuchó voces. No venían de un solo lugar, sino de todos. Susurros, primero. Luego palabras claras que se convirtieron en gritos, en rugidos.
  • ¡Hombres del Red Viper! ¡Hoy no huimos, hoy no nos arrodillamos!
La voz volvió, desde el extremo opuesto.
  • ¡Si hemos de caer, que sea con el viento en la cara, la sal en los labios y el sabor dulce de la muerte en nuestros corazones! ¡Que nos recuerden como la tripulación que hizo temblar a los poderosos… y les robó su orgullo a punta de espada!
Grace se giró al escucharla, pero solo encontró vacío. La voz volvió a gritar de nuevo, desde otro punto.
  • ¡Atacaaaaad! ¡No les deis nadaaaaa! ¡Arrebatádselo todooooo!
Los gritos se sucedían sin descanso.
  • ¡No cedáis un paso! ¡Que el mar recuerde nuestras hazañas, pues las historias que cuenten una vez muramos nos harán eternos!
Grace sintió un nudo en el estómago. Las sombras comenzaron a formarse a su alrededor, proyectándose sobre el suelo negro. No eran figuras de fuego esta vez. Eran escenas conocidas. Recuerdos vividos. Batallas pasadas. Rostros de hombres y mujeres que la habían seguido. Algunos vivos. Otros no. Vio ojos que la miraban con fe ciega. Con miedo. Con admiración.

El Templo la ponía a prueba otra vez. Ahora quería saber si su mente podía cargar con lo que había quemado bajo su poder. La segunda prueba había comenzado. Grace avanzaba - si es que a aquello podía llamársele avanzar - arrastrándose por un vacío que no era oscuridad, sino ausencia. No había sombra ni luz. No había horizonte. Era lo que queda después del incendio: cuando el fuego ya ha devorado incluso el recuerdo de lo que fue. El mundo reducido a ceniza conceptual. Al final de todo.

Sus manos, quemadas y abiertas, se clavaban en un suelo que no era suelo. Cada palmo conquistado era una renuncia. Cada respiración, una batalla perdida de antemano. Pero lo que la hacía caer no eran las heridas del cuerpo, sino los gritos. Los escuchaba con una claridad insoportable. Eran los suyos.

Órdenes rugidas con la voz rota. Discursos inflamados pronunciados antes de cada carga. Palabras encendidas que habían empujado a hombres y mujeres a levantar las armas, a correr hacia el fuego, a creer que la muerte valía la pena si ella y su causa iban al frente. Aquellas voces, que antes habían sido estandartes, ahora la atravesaban como cuchillas. Cada grito apagaba algo dentro de ella. Cada consigna arrancaba un trozo de fuego… hasta dejar solo cansancio.

Las sombras comenzaron a tomar forma. Primero fueron siluetas borrosas. Luego cuerpos. Rostros. Mordisquitos, con su sonrisa ladeada y los dientes de acero manchados de sangre. MacFarlane, erguido como siempre, incluso en la muerte. Las gemelas, idénticas y distintas, mirándola sin parpadear.vVio a Briede, el hijo de Aibori, con los ojos demasiado jóvenes para haber visto el final. Vio a Ngürü, a Gallagher, a Madox… a Hrafnkel, a Alonso, a Agnes, a Will el Hacha, a Fred el Bocas… Uno a uno fueron apareciendo. Todos y cada uno…

No eran fantasmas. No había reproches teatrales ni lamentos exagerados. Estaban allí como se está en los recuerdos que no se pueden enterrar. Como heridas que no sangran, pero duelen igual. Grace intentó incorporarse, erguirse como la capitana que había sido siempre. Pero esta vez el cuerpo no era el que fallaba. Esta vez era el alma.

Las heridas ya no supuraban en la piel. Ardían dentro. En el centro del pecho. En ese lugar donde había confundido tantas veces el valor con la furia, el liderazgo con el sacrificio ajeno. MacFarlane dio un paso al frente. Se detuvo a apenas un metro de ella y la miró largamente. Su expresión era imposible de descifrar. Había alivio - el alivio de ver a alguien amado - pero también algo más oscuro. No odio. No del todo. Era rencor cansado. El rencor de quien siguió la llama… y pagó el precio.
  • Siempre ibas delante, mi capitana - dijo al fin, con una voz que no resonaba en el aire, sino directamente en su cabeza - Y nosotros te seguimos. Siempre lo hicimos.
Grace abrió la boca, pero no salió ningún discurso. Ninguna orden. Ninguna promesa.
Solo un hilo de voz.
  • Creí… - tragó saliva - creí que si luchaba con toda mi alma, nadie tendría que morir.
MacFarlane inclinó ligeramente la cabeza.
  • Ardías como jamás he visto arder a nadie - respondió - Pero el fuego no distingue a quién quema.
Las figuras a su alrededor no se acercaron. No la atacaron. No la acusaron. Simplemente existían, como la prueba definitiva: no de su fuerza, sino de las consecuencias de haberla usado sin medida. Grace bajó la cabeza por primera vez en mucho tiempo. No para rendirse. Sino por ser incapaz de mirar todo lo que había dejado atrás.
  • Siempre supe que acabaría así - dijo él, con voz grave - Siempre supe que subir a tu barco era firmar una sentencia de muerte.
Grace sintió cómo algo se rompía.
  • No… - susurró - No digas eso…
  • Nos llevaste a todos a la tumba - continuó MacFarlane - Uno tras otro. Siempre había otra batalla. Otro enemigo. Otro discurso. Y nosotros… como idiotas… te seguimos.
Ella se encogió sobre sí misma. Las lágrimas comenzaron a caer sin control, mezclándose con la ceniza invisible del vacío.
  • Yo… yo no quería… - balbuceó - Solo quería protegeros…
  • ¿Protegernos? - escupió al suelo, con desprecio - ¿O necesitabas que alguien ardiera contigo?
Grace se derrumbó por completo. El llanto le sacudió el cuerpo. Se llevó las manos al rostro, como si así pudiera arrancarse aquellos recuerdos de la piel o al menos ocultar la vergüenza que le provocaba al sentirlos.
  • ¡Basta! - sollozó - Por favor…
MacFarlane se inclinó ligeramente hacia ella.
  • Dime, capitana - susurró - ¿Valió la pena? ¿Valió la pena que muriéramos por seguirte? ¿Valió la pena arrebatarle a Yara al hombre que amaba? ¿Valió la pena arrancar de los brazos de Aibori a su hijo? ¿Valió la pena verme fusilado en aquel paredón?
La capitana no pudo contestar. Solo sus lagrimas y sus sollozos encontraron espacio en aquel vacío inmenso. Entonces, algo cambió. MacFarlane frunció el ceño, como si dudara un instante… y dijo con la voz pesada y vencida:
  • Si pudiera volver atrás… no habría subido jamás a tu maldito barco.
Grace dejó de llorar, de repente. Alzó la cabeza despacio. Su rostro estaba rojo, empapado en lágrimas, devastado… pero en sus ojos apareció algo nuevo. Una certeza ardiendo, afilada. Se incorporó con esfuerzo, tambaleándose, y lo miró de frente.
  • No - dijo, con voz rota pero firme - Tú no eres MacFarlane.
Él sonrió con crueldad.
  • Claro que lo soy. Solo que no quieres aceptarlo…
Grace negó lentamente con la cabeza. Sus ojos como dos faros encendidos, iluminándolo todo.
  • ¡No! No lo eres. El hombre que yo conocí… luchó, sangró y murió a mi lado. Y jamás… ¡¿me oyes?! Jamás se habría arrepentido de hacerlo.
MacFarlane dio un paso hacia ella.
  • ¡Todos lo hicimos! Todos nos equivocamos siguiéndote.
Grace apretó los puños y gritó. Un grito crudo, desgarrado, que rasgó la nada. Se lanzó hacia él y lo empujó con ambas manos. Su cuerpo atravesó al espectro como si fuera humo… recuperó el equilibrio, señalando con el dedo a todos los muertos, temblando de arriba a abajo.
  • ¡Recuerdo a cada uno de vosotros! - rugió como si enfrente esperase otra batalla - Cada hermano que luchó a mi lado. Cada guerrero que murió con el rostro alzado. Cada nombre que el viento ha pronunciado y el mar recordará por siempre. Y sí, es cierto… lamento cada día el no teneros cerca…
Las sombras parecieron estremecerse al escucharla.
  • ¡Pero no porque hayáis muerto! - continuó, con la voz quebrada - Sino porque no podré volver a luchar de nuevo a vuestro lado. Porque no podré volver a oír vuestros gritos ardiendo antes de una pelea. Porque no podré volver a sentiros rugir como almas libres y fieras, porque no podré reír con vosotros al regresar heridos… pero vivos después de la refriega.
Respiró hondo, temblando de pies a cabeza.
  • No cargo con vuestra muerte - gritó sin poder dejar de llorar - Pues moristeis siendo lo que amabais ser: fieros, indisciplinados, desobedientes y rebeldes… Pero si cargo con algo, con vuestra ausencia.
MacFarlane retrocedió un paso. Su forma empezó a difuminarse, agrietándose como carbón apagado.
  • ¡Tú no eres él! - repitió Grace, rugiendo con furia - ¡Tu no eres mi contramaestre, y jamás lo serás! El alma de MacFarlane está ahora mismo en el maldito infierno, dando por el culo a los putos demonios y riéndose del mismo Señor de las Tinieblas hasta caer muerto.
El espectro abrió la boca para responder… pero ya no tenía voz. Grace dio un paso al frente, con la voz firme por primera vez.
  • Moristeis siendo libres… Caisteis protegiendo aquello que más amabais en esta maldita vida. No me seguíais a mí, seguíais a vuestro corazón. Y estaré eternamente agradecida de haber podido sangrar a vuestro lado… Sí. Os hecho de menos, porqué no puedo olvidaros…. Porqué cuando os recuerdo, siento un orgullo inmenso latir en mi corazón.
MacFarlane se deshizo en sombra. Las demás figuras comenzaron a apagarse una a una. No con rabia. No con reproche. Sino con una calma triste, casi agradecida, como brasas que aceptan al fin convertirse en ceniza. Grace quedó sola en el vacío. Cayó de rodillas. Rota. Exhausta. Con el cuerpo cubierto de heridas invisibles. Pero la barbilla seguía alzada. El fuego no había intentado destruirla. Había intentado quebrarla desde dentro, obligarla a confundirse, a odiarse, a convertirse en una reina de culpa y ceniza. Quería saber si su llama nacía del remordimiento… o del amor. Y al no encontrar culpa en su corazón - solo memoria, duelo y lealtad - la dejó pasar.

Porque el Fuego no obedece a quien grita más fuerte.
Obedece a quien arde sin mentirse.

La capitana siguió avanzando hasta que el vacío se transformó en piedra. No fue una transición brusca, sino una condensación lenta y gradual: la nada se volvió cueva, el silencio adquirió peso, y el calor - ese calor antiguo, íntimo - regresó como un recuerdo que nunca se había ido del todo.

La gruta era amplia, irregular, respiraba. Las paredes estaban cubiertas de pinturas rupestres, manos rojas, figuras humanas rodeadas de llamas, animales corriendo en manada, escenas de caza, de huida, de abrigo. Historias grabadas con carbón y sangre seca. No eran advertencias. Eran confesiones. En el centro de la cueva, una hoguera. No era enorme ni violenta. Era humilde y acogedora. Cerca de ella, alguien se movía, era un hombre joven. Grace se detuvo al verlo. Era alto, de hombros anchos, el cuerpo cubierto apenas por telas chamuscadas que no terminaban de arder. Su piel parecía humana… hasta que el fuego reparó con él. Las llamas no lo consumían: lo vestían. Reptaban por sus brazos cuando se movía, se recogían cuando se aquietaba. Su cabello era oscuro, como el carbón, pero las puntas brillaban como brasas vivas. No quemaba al mirarlo, no parecía una amenaza. De algún modo… atraía.

El joven en llamas, estaba cocinando. Movía sus manos en forma de cuenco sobre el fuego con una concentración casi infantil, como si aquel gesto sencillo fuera un ancla al mundo. El aroma era cálido, primario. Era hogar. Era supervivencia. Algo que se comparte.

Grace dio un paso. Las llamas de la hoguera reaccionaron al instante, creciendo apenas, curiosas. El hombre alzó la vista. Sus ojos eran oscuros… y peligrosos. No por crueldad, sino por exceso. Demasiada vida contenida en un solo cuerpo. Durante un instante todo fue calma.

Luego, sin causa visible, algo se quebró. El hombre estalló. No como un ataque, sino como un arrebato de colera. Las llamas brotaron de su cuerpo con furia súbita, treparon por las paredes, devoraron los troncos, calcinaron la comida en un aliento. Las pinturas rupestres se ennegrecieron. La cueva entera se inundó de humo y llamas.

Grace se tensó, se detuvo en seco por puro instinto… pero no retrocedió. El joven rugió - no contra ella, sino contra sí mismo - y el fuego respondió con violencia ciega, arrasándolo todo. Durante unos segundos fue solo destrucción, pura, hermosa y aterradora.

El fuego se replegó como una bestia avergonzada. El joven empezó a lamentarse entre cenizas humeantes. Las llamas que lo envolvían se apagaron hasta quedar en brasas temblorosas. Miró a su alrededor: los restos negros, la comida perdida, las paredes heridas. Pasó una mano por el suelo, como intentando arreglar lo irreparable. Las llamas obedecieron, pequeñas, torpes, tratando de recomponer lo que habían destruido. Pero no lo lograron.

Su frustración volvió a prender, breve pero intensa. El fuego subió otra vez… y él lo contuvo a la fuerza, temblando, respirando hondo, como quien aprende a no golpear. Grace lo observó en silencio. Vio la furia. Vio el refugio. Vio la calidez que abriga y el incendio que arrasa. Vio al elemento que da hogar… y al que lo quema todo si no se le escucha.

No se acercó más. Se limitó a quedarse allí, firme, herida, respirando el mismo aire que él.
Y por primera vez desde que cruzó el arco del Templo, el fuego no intentó consumirla.

Solo la miró.
Como quien mira a un igual.

Continuará…
 
Capítulo 97 - El último ladrido del Perro: El renacer de la Furiosa.

Wong andaba nervioso por el prado frente al arco, dando vueltas sobre sus propios pasos. Su caminar era rápido y repetitivo, con los pies removía la ceniza que cubría el suelo como una mortaja gris. Estaban en un lugar demasiado abierto, demasiado expuesto. Sin rocas tras las que guarecerse, sin árboles que ofrecieran sombra o refugio. El escenario perfecto para una emboscada.
  • ¡Deja de dar vueltas, maldita sea! - rugió el Perro entre toses - ¡Nos estamos tragando todo el polvo que levantas, ojos rasgados!
Pero Wong no podía detenerse. Grace tardaba demasiado en regresar del Templo, y cada segundo que permanecían allí aumentaba el peligro. No necesitaba escuchar el estruendo del metal de un ejército en marcha ni ver los ropajes oscuros de los Shén Dú asomar en la distancia. Sabía que iban tras ellos. Era una certeza aún sin revelarse. Y un terreno tan abierto, para un grupo tan reducido como el suyo, era una sentencia de muerte.
  • Tenemos que irnos… ¡no podemos quedarnos aquí!
  • Nadie se va a ir sin Grace - respondió Yara de inmediato.
La cubana estaba sentada sobre un tronco calcinado, limpiándose la herida del muslo con gesto concentrado. A su lado, Bum-Bum dibujaba figuras torpes en la ceniza con un palo, ajeno al peso de la tensión que flotaba en el aire.
  • ¡No he dicho que la dejemos! - se defendió Wong - Solo que deberíamos esperarla en otro sitio.
Diego se acercó despacio, el bastón apoyado en el hombro, observando el horizonte con calma forzada.
  • Wong tiene razón, Yara - dijo con voz serena - Estamos en campo abierto. Si nos rodean…
  • Tener a Vihaan - intervino Yrsa, firme - Él defendernos. Como en el Templo de Tierra.
Vihaan, con Maverick dormido entre sus brazos, negó lentamente con la cabeza.
  • Aquí no tengo poder - dijo - Esta tierra pertenece al fuego.
  • Hay una colina, a unos kilómetros - aportó Halcón, señalando el horizonte - Podemos refugiarnos allí. El desnivel nos dará cobertura y una buena vista del Templo por si la capitana regresa.
Automáticamente, todas las miradas se posaron en Yara. La conocían demasiado bien. Sabían que cuando una idea se le clavaba en la cabeza, sacarla era poco menos que imposible.
  • Está bien… - cedió de mala gana - Vayamos a la maldita colina.
Durante un instante nadie se movió. La cubana se puso en pie con esfuerzo, tomó la mano de Bum-Bum y comenzó a caminar en la dirección indicada. Al notar que nadie la seguía, se detuvo y se giró hacia ellos, una ceja alzada, impaciente.
  • ¿Vamos o no? ¡Venga! Que no tenemos todo el día…
Y uno a uno, aún con el corazón encogido y la vista puesta en el arco ardiente, comenzaron a seguirla. Aunque cabezona, Yara lo sabía. Lo había sabido desde el primer momento, aunque se negara a admitirlo. Eran pocos, demasiado pocos, y además cargaban con dos recién nacidos, frágiles como promesas hechas en mitad de una guerra. Aquel prado abierto no era un punto de espera: era una tumba sin cavar. Pero incluso así, cada paso que daba le pesaba más que la herida del muslo. No por el dolor físico, sino por la rabia de marcharse cuando su instinto le gritaba que debía quedarse junto a la puerta del Templo. Pero ese mismo instinto también podía matarlos a todos, y ella lo sabía mejor que nadie. Habían sobrevivido hasta ese momento porque, a veces, habían sabido retirarse a tiempo.

Buscar refugio no era huir. Era proteger lo que aún podía salvarse. Así que apretó los dientes, sostuvo con más fuerza la mano de Bum-Bum y siguió avanzando hacia la colina. Porque incluso el mar más indomable sabe recogerse cuando la tormenta amenaza con tragárselo todo. Se refugiaron tras la colina poco a poco, sin prisas aparentes pero con el cuerpo tenso, como animales que buscan cobijo antes de la tormenta. Desde allí, el mundo se desplegaba ante ellos con una claridad incómoda. Abajo quedaba el arco: solitario, negro contra el cielo, clavado en la tierra como un presagio. A su alrededor, el prado calcinado se extendía en todas direcciones, una herida abierta donde antes hubo hierba, vida y refugio. Árboles reducidos a esqueletos, troncos partidos, ceniza acumulada en remolinos suaves que el viento empujaba sin ganas.

Y el silencio. Ese silencio espeso, cargado, que ninguno de ellos podía ignorar. El mismo que habían aprendido a temer en cientos de batallas. El silencio que siempre llega antes del estruendo, cuando el mundo contiene la respiración y decide si va a seguir en pie o romperse. Yrsa estaba tumbada junto a Gláfur, apoyando un brazo sobre el lomo enorme del oso. El animal no dejaba de mover el hocico, aspirando el aire con insistencia, las orejas tensas, los músculos bajo el pelaje como cuerdas a punto de romperse. Un gruñido bajo, apenas audible, vibró en su pecho.
  • ¿Hvat er, Gláfur? - susurró ella, acercando la frente a la del animal - ¿Hvat heyrir þú?
El oso respondió con un resoplido inquieto y giró la cabeza hacia el horizonte, olfateando con más fuerza. Yrsa siguió la dirección de su mirada. No vio nada. Solo ceniza, colinas bajas y un cielo encapotado. Halcón se acercó entonces, despacio, y se agachó entre ellos. Entrecerró su único ojo, forzándolo, como si quisiera arrancarle una visión al mundo antes de que este decidiera concedérsela. Pero no hizo falta.

El sonido, esta vez, llegó antes que la imagen. Primero como una vibración lejana, casi imperceptible. Luego como un murmullo grave. Después, ya no hubo duda. El choque rítmico de armaduras, el tintinear de hebillas, el roce de armas contra correas. Miles de piezas moviéndose al unísono, como campanas fúnebres marcando el paso de la muerte. No corrían. No gritaban. Avanzaban. El ejército de Hong Long se acercaba. Y detrás de la colina, todos lo supieron al mismo tiempo: el silencio había terminado, había llegado la hora de pelear.

Yrsa, forjada en el honor y la gloria, aferró el martillo con ambas manos, dispuesta a plantar cara. Pero alguien la frenó. Quizá, de haber sido otro quien la detuviera, se habría zafado del agarre y habría rugido como una auténtica Valquiria, lista para morir con el acero en alto. Pero fue un brazo firme el que la sujetó. Y unos ojos oscuros, serenos como una noche sin luna, los que la hicieron detenerse. Bhagirath no dijo nada. Su respiración pausada, profunda, se impuso al latido salvaje que rugía en el pecho de la nórdica. Y por un instante, aquel gesto silencioso la salvó de cruzar las puertas del Valhalla antes de tiempo.
  • ¿Listos? - preguntó Aibori, con la misma ansiedad contenida que ardía en Yrsa.
Wong la observó. Su postura lo decía todo: el cuerpo inclinado hacia delante, el pulso acelerado, las manos firmes en las empuñaduras de sus espadas cortas. Estaba preparada para saltar, para lanzarse al abismo sin dudarlo. Y, de repente, Wong sintió un respeto profundo, casi reverencial, por aquella mujer. Por aquella guerrera que parecía no conocer el miedo.
  • Hay que esperar… - dijo intentando evitar una carnicería - No podemos lanzarnos de frente, sería un suicidio. No podemos vencerlos…
La amazona lo atravesó con la mirada. En su rostro no había duda ni vacilación. Tampoco simple valentía. Había algo más oscuro, más hondo. Algo funesto. Como si la idea de morir no la aterrara… como si, tal vez, la deseara en realidad. Quizá pensara en su hijo. Quizá en reunirse con él al otro lado del velo.
  • No se trata de vencer… - murmuró - Sino de plantarles cara.
Yrsa asintió en silencio, contemplándola con un fervor casi sagrado. Hijas de mundos distintos, separadas por océanos y dioses, pero unidas por el mismo fuego antiguo: el desafío a la muerte, el ansia de guerra, la negativa a arrodillarse jamás. Y mientras el estruendo del metal enemigo seguía acercándose, ambas supieron que, pasara lo que pasara, no darían un solo paso atrás.

Cuando el inmenso ejército de Hong Long hizo acto de presencia y se dejó ver en su totalidad, todos contuvieron la respiración. Avanzaba con precisión milimétrica y rápidamente las tropas fueron situadas en frente al arco chamuscado. Los Shén Dú se movieron con precisión quirúrgica, distribuyendo a los hombres como piezas de un tablero ya decidido. Varias filas de tiradores armados con mosquetes se alinearon al unísono, todos apuntando hacia la entrada del Templo. Detrás de los fusileros, los cañones fueron atrancados y orientados al mismo punto, sus bocas negras abiertas como fauces hambrientas.

La imagen no dejaba de ser desconcertante. Todo un ejército entero desplegado para enfrentar tan solo a una única mujer. Sin duda, Hong Long comprendía el poder que habitaba en los elementos, y al ver la magnitud de aquel ejército, quedaba claro a cual de los cuatro temía más.

Y entonces apareció él.

El Dragón avanzó despacio, las manos entrelazadas a la espalda, recorriendo el frente con la mirada fría y calculadora de quien no puede permitirse error alguno. Supervisaba cada detalle, cada posición, cada respiración. Todo estaba exactamente donde debía estar. La visión del ejercito desplegado, los hizo palidecer. Incluso Vihaan, ahora portador de un poder que no pertenecía a este mundo, pensó lo mismo que los demás: por muy poderosa que regresara Grace, aquella batalla era imposible de ganar.
  • ¡Bum-Bum! - exclamó Yara sin apartar la mirada del campo de batalla.
El muchacho alzó la vista.
  • ¿Aún conservas el frasco?
Él sonrió, se incorporó y rebuscó nervioso entre sus ropajes hasta encontrarlo. Sacó un frasco rojo, igual que los usados para vencer a la Sombra de Tangaroa. Lo sostuvo un instante entre sus pequeñas manos, como quien contempla un tesoro prohibido, y se lo ofreció.
  • ¿Qué vas a hacer con eso? - gruñó el Perro desde más abajo de la colina, incapaz de agacharse del todo.
Yara se giró hacia él y se lo dijo todo con la mirada, sin pronunciar una sola palabra. El Perro negó lentamente con la cabeza, sabiendo que aquello no iba a funcionar. Avanzó unos pasos cuesta arriba para observar mejor al ejército enemigo.
  • Estamos demasiado lejos, santera. A no ser que tu brazo sea una catapulta, dudo que llegues.
  • El chaval lo hará… - intervino Cortés - Que use el tirachinas.
Bum-Bum negó con la cabeza y comenzó a hablar en aquel idioma del desierto, rápido y áspero como arena arrastrada por el viento. Yara lo escuchó en silencio. El Perro esbozó una sonrisa amarga; no necesitaba entender las palabras para comprender el significado. Sus ojos regresaron al ejército… y entonces lo vio. A Hong Long. Altivo, indulgente, caminando entre sus tropas como si ya hubiera vencido. Una idea temeraria, casi suicida, cruzó la mente de Seamus. Pero antes de que pudiera llevarla a cabo, la tierra al otro lado del arco del Templo volvió a iluminarse.

No fue una llamarada súbita ni una explosión violenta, sino un resplandor profundo, palpitante, como si el propio suelo hubiera inhalado y exhalara fuego. Las runas antiguas grabadas en la madera del arco comenzaron a brillar, primero con un rojo apagado, luego con un naranja vivo, hasta tornarse blanco incandescente. El aire vibró. El calor llegó incluso hasta la colina, seco, cargado de promesas y amenazas.
  • Por fin, hermana… - susurró Yara sin darse cuenta de que lo decía en voz alta.
Los mosquetes del Dragón se alzaron al unísono. Los Shén Dú tensaron el cuerpo, como felinos antes del salto. Incluso Hong Long se detuvo, por primera vez desde que había llegado, y clavó la mirada en el arco. No sonreía. No fruncía el ceño. Observaba con la atención peligrosa de quien reconoce a una mujer que ya no es del todo humana.

Entonces ella cruzó. Grace emergió del umbral envuelta en un halo de calor ondulante. No había llamas devorándola, pero el fuego la rodeaba como una presencia viva, respirando con ella. Su cabello rojizo, encendido en las puntas, parecía arder sin consumirse; cada paso que daba dejaba la ceniza temblando, como si el suelo recordara antiguas hogueras. Su piel estaba marcada por quemaduras recientes, rojas y brillantes, pero no caminaba como una herida abierta, sino como una llama que ha aprendido a mantenerse en pie. Y sus ojos… esos ojos no eran los de antes. No eran furia desatada. No eran rabia ciega. Eran brasas contenidas.

Vihaan se puso en pie y dio un paso adelante sin darse cuenta. La sintió incluso antes de verla del todo. La tierra había callado, y el fuego reclamaba su lugar. Hablaba a través de ella.
  • Capitana… - murmuró Halcón detrás de él, casi con miedo.
Grace se detuvo un instante tras cruzar el arco. Inspiró hondo. El aire a su alrededor chisporroteó. Luego alzó la mirada y vio el campo de batalla desplegado ante ella: los cañones, las filas de mosquetes, la marea oscura de hombres… y al Dragón, erguido en el centro de su veneno. No desenvainó la espada esta vez, no gritó con la fuerza de una tormenta desatada. Tan solo sonrió. No una sonrisa alegre. No una sonrisa cruel. Una sonrisa tranquila… pero al mismo tiempo, peligrosa. Y entonces habló, con una voz que no necesitó alzarse para imponerse al estruendo del metal y al murmullo del miedo:
  • Huid…
El silencio que siguió fue más aterrador que cualquier cañonazo.
  • Huid si queréis vivir…
Detrás de la colina, nadie respiraba. Yara apretó el frasco rojo contra el pecho. Yrsa sintió a Gláfur tensarse como antes de un terremoto. Diego cerró los ojos un segundo, dejando que el orgullo que sentía por ella, le quemara la garganta. Porque todos lo comprendieron al mismo tiempo. No había regresado la mujer que entró en el Templo. Había vuelto la guardiana del fuego. Y por primera vez desde que el ejercito del Dragón había puesto un pie en aquellas tierras, todos sus hombres entendieron una verdad imposible de ignorar: Aquella batalla… ya no iba a ser como ellos la habían planeado.

Un Shén Dú surgió de entre las sombras habiendo cruzado el campamento con pasos silenciosos hasta detenerse ante su amo. Se arrodilló frente a él, la cabeza gacha, el puño cerrado sobre el pecho.
  • ¿Está todo listo?
  • Sí, mi señor…
Hong Long asintió apenas, sin mirarlo siquiera.
  • Bien. Ya sabéis lo que debéis hacer.
Grace avanzaba lentamente desde el arco, sola, firme, como si el mundo entero se hubiese detenido para verla caminar. La primera fila de soldados mantenían los mosquetes alzados con manos temblorosas. El sudor les corría por la frente, los labios resecos, los ojos desorbitados clavados en aquella figura que se acercaba sin miedo. El silencio era tan denso que dolía. Algunos tragaron saliva. Otros desviaron la mirada. Y, sin embargo, entre todo aquel terror palpable, uno de ellos sonrió. Una sonrisa nerviosa, rota, casi histérica. Grace no se detuvo.
  • ¿Es que no me habéis oído? - su voz resonó clara, implacable - Huid… si queréis vivir.
Pero nadie se movió. Pues sabían demasiado bien que huir o quedarse compartían el mismo destino: morir. Grace alzó entonces la mano derecha, la palma abierta hacia el cielo. Durante un latido no ocurrió nada. Y después, el fuego nació. Primero fue una chispa viva en su palma. Luego el incendio trepó por su brazo, abrazó su pecho, y en un suspiro su cuerpo entero estalló en llamas. El fuego brotó de su piel como si siempre hubiera habitado en ella. Sus cabellos ardieron como lenguas solares, y de sus ojos manó una luz tan intensa que los hombres más cercanos tuvieron que cerrarlos, cegados. Cuando volvió a abrir la boca, no fue una palabra lo que emergió. Fue un rugido. El rugido de un volcán al partirse en dos. El grito primordial de la tierra rompiéndose desde dentro.

Y entonces, antes de que la capitana lo arrasara todo, sonaron los cañones. Hong Long abrió los ojos, y su sonrisa se volvió macabra. Los cañones no escupieron fuego. No escupieron pólvora. Escupieron lo único que podía dañar a Grace… escupieron agua. Una marea brutal, comprimida, devastadora, que se estrelló contra ella con la fuerza de un dios enfurecido. La capitana fue lanzada hacia atrás, su fuego sofocado en un instante. Cayó al suelo envuelta en vapor y humo, el cuerpo humeante, las llamas extinguiéndose a golpes, abatida. Durante un segundo eterno, solo se escuchó el siseo del calor muriendo. Hong Long inclinó la cabeza apenas un centímetro. Fue suficiente. Cuatro Shén Dú salieron disparados al instante, cruzando el campo de batalla para apresarla. El Dragón no había dudado. Y el fuego… había sido contenido antes siquiera que pudiera mostrar su fuerza.
  • ¡Grace, no! - gritó Yara, poniéndose en pie de un salto.
  • ¡Es ahora o nunca! - exclamó Aibori, ya preparada para lanzarse a la batalla.
  • ¡Preparaos! - ordenó Vihaan, desenvainando su espada, la hoja vibrando con un murmullo grave.
Todos se pusieron en pie, dientes apretados, pulso acelerado, manos firmes, hierro desenvainado. Pero antes de que nadie pudiera moverse un solo paso más, antes de que alguien mandara cargar… el Perro los miró a todos. A sus compañeros, a su familia, a los pequeños que debían heredar el futuro. Y entonces decidió hacerlo. Miró a Hong Long, una vez más, con la rabia desatada en su rostro. Y murmuró entre dientes la verdad más antigua de todas. “Muerto el Perro, muerta la rabia”. Solo necesitaba acercarse a él, solo necesitaba engañarlo con su aspecto frágil y decadente; y cuando estuviera lo suficientemente cerca, hacerlo estallar en mil pedazos. Si le cortaba la cabeza a la serpiente, todo acabaría. Así que sin pensarlo dos veces, arrancó el frasco explosivo de las manos de Yara y empezó a avanzar colina abajo. El mundo pareció detenerse. Nadie entendía qué demonios estaba haciendo.
  • ¿Dónde demonios vas, viejo? - gritó Diego, saliendo tras él y agarrándolo del brazo.
O’Driscoll se soltó de un tirón, gruñendo como un Perro rabioso, y lo miró a los ojos. De tú a tú. No había miedo en su expresión. Solo decisión. Una calma feroz.
  • Algunos nacimos para morder, hijo - dijo en voz baja, áspera como la piedra - Y otros… para saber cuándo soltar los dientes.
  • Pero… - Diego se quedó sin palabras.
El Perro avanzó tres pasos más antes de que nadie pudiera decir algo.
  • Si hay que morir, capitán - dijo Vihaan, la voz grave, firme - moriremos todos juntos. Así es como Grace lo hubiera querido.
  • ¡Eso es! - dijo Bhagirath alzándoselos a su lado - ¡Lucharemos hasta el final!
El Perro no se giró. No necesitó hacerlo. Siguió caminando, apoyándose en su bastón improvisado, cojeando sobre la tierra muerta, con el frasco apretado en la mano como si fuera un corazón prestado.
  • No, muchacho… - respondió al fin - Aún no ha llegado vuestro momento.
Diego dio un paso tras él, desesperado.
  • ¡Vuelve! ¡Maldita sea!
El Perro se detuvo un instante. Solo uno. Lo justo para alzar un poco el mentón y dejar que su voz regresara, áspera y cálida a la vez, como una caricia de un animal salvaje.
  • He pasado la vida entera ladrando para que otros no se rindieran - dijo con una sonrisa verdadera - Ya es hora de morder para que vosotros… podáis seguir aullando a la luna.
Cerró los ojos y una lagrima recorrió su rostro arrugado y castigado. Sintió sus respiraciones agitadas detrás, sus corazones latiendo con fuerza, el poco acero que empuñaban sostenido con la fuerza y la determinación de demonios rebeldes y testarudos.
  • No os lo ordeno como capitán, esta vez - dijo girando la cabeza y mirándolos de reojo - Os lo pido como un amigo…
Aibori dio un paso adelante, negándose a aceptar que el Perro marcharse solo. Pero Yara la detuvo suavemente posando una mano sobre su estomago y negando con la cabeza. En su rostro no había lágrimas, solo orgullo y gratitud.
  • Encargaros de que los chicos… - sonrió el capitán mirando a los dos pequeños - Crezcan fuertes y rebeldes como su familia. ¡Seguid adelante mis buenos amigos! ¡Sed libres… que nada ni nadie os detenga jamás!
Y sin más siguió andando. Nadie más se movió. Lo vieron cruzar el valle calcinado, su figura encorvada recortándose contra el gris del humo y la ceniza. Era pequeño. Flaco. Viejo. Cada paso parecía costarle un mundo, pero no se detenía. Cojeaba, sí, pero avanzaba con una dignidad feroz, como si cada metro ganado fuera una victoria arrancada al destino. Vihaan apretó la empuñadura de su espada hasta que los nudillos se le volvieron blancos. Yara abrazaba a Bum-Bum con los ojos, ahora sí, anegados, incapaz de gritar. Yrsa y Aibori mantuvieron la cabeza alzada, los puños cerrados, los hombros tensos, con el orgullo que solo guerreras como ellas podían sentir.

Pero entre todos ellos, solo unos cuantos, aquellos que habían compartido cubierta y destino con aquel gran capitán, se alzaron por encima de los demás. Eran pocos, demasiado pocos, pero su fuerza era omnipresente. Caitlin fue la primera en llevarse el puño al corazón. Las lágrimas le corrían sin vergüenza por el rostro. Luego Snatch se alzó a su lado, el corazón latiendo fuera de sí. Y después tres cachorros más. Eran los que quedaban, los que habían conseguido seguirle hasta su final. No dijeron nada. No hicieron ruido. Se limitaron a mirar a su capitán marchar hacia la muerte. Porque eso era lo que Seamus O’Driscoll hacía. No era un suicidio. No era una locura. Era un sacrificio. El Perro avanzaba solo, con el paso torcido y el alma recta, cargando con la decisión que nadie más había podido tomar. Cada latido suyo parecía decir lo mismo: no miréis atrás. No me sigáis. Vivid por mí. Cumplid vuestro destino.

El viento arrastró su silueta entre la ceniza, y por un instante pareció enorme, más grande que el valle, más grande que el miedo, más grande incluso que el Dragón. El capitán del Madra Ifrinn marchaba solo hacia la muerte. Y lo hacía con orgullo. Marchaba por todos.

Un soldado gritó la advertencia.
  • ¡Señor! ¡Alguien se acerca!
Hong Long apartó la mirada de los Shén Dú que arrastraban a Grace, inconsciente, chorreando agua como si el mismo río la hubiera rechazado de su corazón. Entonces lo vio: un anciano, encorvado y tembloroso, apenas capaz de sostenerse en pie, alzando un pañuelo blanco que ondeaba como una señal silenciosa de paz. El viento se detuvo, los soldados alzaron la vista demasiado tensos para hablar, y con un gesto seco de cabeza del Dragón, dos asesinos rompieron la distancia corriendo hacia él. Cada paso hacía crujir la tierra reseca bajo sus botas. La voz del anciano se elevó, clara y firme, cortando el aire como un látigo.
  • ¡Parlamento! ¡Parlamento! - gritaba con una sonrisa cansada.
Por un instante, todo pareció posible. Los asesinos vacilaron, las armas no se levantaron. Lo escoltaron hasta el Dragón, ojos clavados, tensos como cuerdas a punto de romperse. Hong Long, poderoso y calculador, entendió el significado de esas palabras. Pero había algo que no podía prever: en la boca de un pirata, siempre sucia y traicionera, aquellas palabras no eran más que humo. Quizá fuera su cuerpo esquelético, frágil como la rama de un árbol en invierno. Quizá la edad que doblaba su espalda. O quizá el destino, que jugaba con todos ellos como marionetas. Sea como fuera, Seamus avanzaba con paso torcido y decidido hacía la cabeza de la serpiente, cada movimiento resonando como un tambor de guerra invisible, y en el contraste entre su fragilidad y la presencia abrumadora del Dragón, todo el campo parecía contener la respiración.

El anciano, con el pañuelo temblando en alto, se detuvo frente al Verdugo. Cada mirada, cada gesto, cada respiración parecía un desafío silencioso a la autoridad del hombre más poderoso del Reino Medio. La tensión se volvía casi sólida, como si el aire mismo pudiera prenderse fuego en cualquier instante. Y en ese momento, el mundo entero pareció inclinarse hacia un solo punto: el encuentro inevitable entre la fuerza descomunal de un tirano y la voluntad inquebrantable de un pirata.
  • ¿Quién eres, anciano? - preguntó el tirano, la voz gélida y llena de desprecio.
  • Un simple mensajero… - respondió el pirata, esbozando una sonrisa torcida que no alcanzaba a ocultar la determinación en sus ojos.
  • ¿Y qué mensaje traéis? - El Dragón inclinó la cabeza, esperando con esa calma amenazante que siempre precede a la tormenta.
El Perro desvió la mirada hacia Grace. Estaba demasiado cerca; si activaba el explosivo, la arrastraría con él. Debía improvisar.
  • No traigo mensaje… solo una advertencia… - dijo el pirata con voz firme, dejando que cada palabra se clavara en el aire.
  • ¿Cómo dices? - Hong Long soltó una carcajada que retumbó como un cañón.
La risa se propagó como un fuego contaminante entre todo su ejército, reverberando entre filas de soldados tensos. El Perro los miró con desprecio, apenas intentando ocultar el odio que le hervía en las venas. Hombres ruines, entregados a la causa de un tirano solo por miedo. Para él no valían nada: cerdos sumisos que habían aprendido a amar la correa que los sujetaba, esclavos de su propia cobardía.
  • Detrás de aquella colina aguarda un ejército… - dijo el pirata, la voz firme, aunque cargada de advertencia.
  • No mientas, anciano - replicó Hong Long, la mirada gélida - Sé que sois pocos.
  • Pocos, quizás… - sonrió el pirata, tapándose la boca con el pañuelo mientras tosía suavemente - …pero poderosos.
El Dragón comenzó a caminar a su alrededor, las manos detrás de la espalda, la sonrisa irónica dibujada en su rostro como si todo el mundo fuera un simple entretenimiento para él. Su voz se elevó, cargada de burla, y resonó para todos los presentes.
  • ¡Mirad a este viejo saco de huesos! - dijo, gesticulando hacia el Perro con desdén - Apenas se mantiene en pie… ¡y viene a enfrentarse a mí!
El Perro le sostuvo la mirada mientras lo calumniaba y se burlaba de él. Y aunque la rabia le devoraba las entrañas, en su rostro también se dibujaba una risa feroz. Hong Long se creía todopoderoso, el único hombre con derecho a mandar sobre los demás. Pero no era más que otro tirano, uno más entre los cientos a los que el capitán irlandés había plantado cara a lo largo de su larga e insumisa vida. Se creía un dios, un falso juez del que nacía y moría la ley según su capricho. Pensaba que el mundo le pertenecía, que todo debía inclinarse ante su voluntad. Y sin embargo, aquello que consideraba su mayor arma - el poder - era también su mayor debilidad. Porque el Perro lo sabía bien, lo sabía mejor que nadie: El mundo no pertenece a los poderosos. El mundo es de los locos, de los rebeldes, de quienes se atreven a decir no y a desafiar al amo. El mundo es de los que rompen cadenas, de los que resisten a la tiranía, de los olvidados, de los desarraigados, de los que no tienen nada que perder. Y él era uno de ellos. Un alma indómita, viva, imposible de domesticar. Un alma que estaba a punto de apagarse, sí, pero que aun así seguiría respirando mientras quedara un solo hombre o una sola mujer en este maldito mundo capaz de alzar el rostro y gritar: ¡Basta!
  • ¡Tenemos a Lao Hé! - mintió el capitán de repente - Y a sus discípulos con nosotros.
El cuerpo de Hong Long se tensó en un instante. La sonrisa desapareció como un rayo cubierto por nubes negras. Sus ojos, normalmente calculadores y fríos, ardieron con un odio profundo, antiguo, como si cada recuerdo enterrado de derrota y traición despertara de golpe. La tensión se volvió casi palpable, como si el aire mismo temiera lo que estaba a punto de desatarse.

Seamus lo olió. Y tanto que lo olió. No era solo odio lo que ardía en el interior del Verdugo. No era solo sed de venganza, ni rabia. Aquello olía a miedo. Un miedo puro, antiguo, aferrado al alma como una garra invisible. Incluso el Dragón más poderoso, incluso aquella sombra que parecía abarcarlo todo, temía a alguien. Y él, como buen sabueso que era, lo supo al instante.
  • ¡Llevaos a la prisionera! - ordenó Hong Long con una urgencia que no logró ocultar - ¡Metedla en el barril de agua, atadla bien! ¡Que los hombres cubran la retirada! ¡Nos largamos de aquí!
Los Shén Dú obedecieron al momento, arrastrando el cuerpo inerte de Grace, aún empapada, aún humeante, como si el fuego en su interior se negara a morir del todo. Entonces Hong Long se volvió una última vez hacia el mensajero. Y lo vio. Aquel anciano. Aquel saco de huesos… Sonreía. No era una mueca de locura ni de resignación. Era una sonrisa lenta, torcida… burlona. Se estaba riendo de él. En su cara. Delante de todos sus hombres.

El Dragón sintió cómo algo se quebraba por dentro.
  • ¡Matad a este pusilánime! - escupió con desprecio - Y dejad que se pudra…
Dio unos pasos, dispuesto a seguir a los Shén Dú que se llevaban a Grace.
El frío del acero rozó el cuello del pirata, y él dejó caer el pañuelo blanco al suelo.
  • ¡Eh, Dragón…!
La voz del Perro sonó áspera, cargada de humo y salitre. Hong Long se giró lentamente, endurecido por la ira… y por el miedo que ya no podía ocultar. Seamus estaba allí, tembloroso, cojo, apenas en pie. El pañuelo blanco había caído al suelo. En su mano, el frasco rojo palpitaba como un corazón condenado.
  • ¡¿Sabes cual es el mayor error de los hombres de tu calaña?! - dijo el Perro, con una calma terrible - Que olvidáis algo muy simple…
Alzó la mirada, clavándola en sus ojos.
  • ¡Olvidáis que… hasta el imperio más grande se puede derrocar!
Y sonrió.

La explosión fue un infierno desatado. No fue solo fuego. Fue un rugido. Un estallido que desgarró la tierra y el cielo al mismo tiempo. Los hombres salieron despedidos como muñecos rotos. Cuerpos calcinados, miembros arrancados, gritos ahogados por el estruendo. El valle se llenó de llamas, de polvo, de muerte. El mundo ardió. Entre el caos, Grace cayó y rodó violentamente por el suelo. El fuego la alcanzó y al hacerlo sus ojos se abrieron de golpe. Un jadeo brusco. Las llamas volvieron a respirar en su pecho. Y en el eco lejano de la explosión, como un último ladrido desafiando al mundo… el sacrificio del Perro quedó grabado para siempre en el corazón de los rebeldes.

Desde la colina, todos se cubrieron el rostro cuando el mundo estalló. La explosión rugió como un dios furioso. Una oleada de fuego y aire ardiente barrió el valle, y el calor llegó hasta ellos con violencia, quemándoles la piel como si las llamas intentaran reclamarles también. La tierra tembló bajo sus pies. El cielo se tiñó de rojo y negro. Diego, que había avanzado unos metros más que el resto, quedó de pie entre el polvo y el viento abrasador. Las lágrimas le surcaban el rostro, no de miedo, sino de orgullo. Respiró hondo, como si aquel aire cargado de ceniza fuera lo último que necesitaba para seguir vivo.

Aún quedaban hombres entre el caos, el enemigo aún respiraba, así que desenvainó su espada. El acero cantó al salir, claro y firme, como una promesa. Se giró hacia los que aún quedaban tras la colina. Su mirada se clavó en Caitlin, directa, implacable, encendida por la misma llama que ahora devoraba el campo de batalla.
  • ¡Habéis sangrado con el Perro! - rugió, la voz rota pero indomable - ¡Sangrad ahora conmigo!
No hubo duda. No hubo miedo. Uno a uno, se pusieron en pie. Guerreros cansados. Heridos. Superados en número. Pero libres. Rugieron como animales acorralados. Maldijeron a los dioses, al Dragón y al destino. Alzaron armas melladas, puños temblorosos, corazones ardiendo. No luchaban por la victoria, lo hacía por lealtad, por memoria, por el orgullo salvaje que el capitán irlandés les había enseñado a amar.

Y entonces corrieron. Un puñado contra muchos. La libertad contra el yugo. El eco del sacrificio aún resonando en sus oídos. Y mientras descendían hacia el caos, directos a la muerte, envueltos en gritos y acero, el espíritu del Capitán marchaba con ellos.

Los soldados del Dragón escucharon el rugido. Fue tan brutal, tan cargado de furia, que por un instante creyeron ver descender de la colina a escuadrones de caballería, a cientos, quizá miles de hombres lanzándose a la batalla. Pero cuando la polvareda se disipó y distinguieron que no eran más que unos pocos cuerpos avanzando contra ellos, ninguno sonrió. Al contrario: algo se les encogió en el pecho.

Porque no hay nada más inquietante que un enemigo en clara inferioridad que no duda, que no retrocede, que no se rinde, sino que ruge con más fuerza y violencia. Aquel grito no era una llamada a la victoria, era una declaración de intenciones. Solo un guerrero dispuesto a morir se arroja así a la batalla. Solo alguien que no teme perder nada avanza sin calcular, sin medir fuerzas, sin esperar refuerzos. Y un hombre que no teme perder nada es un hombre peligroso. Imprevisible e imparable.

Además, Hong Long no estaba allí. No había órdenes claras, ni su sombra vigilante, ni su voz imponiendo disciplina. El Dragón había desaparecido, y con él la sensación de estar protegidos por un dios de carne y hueso. Por primera vez, muchos de ellos se sintieron solos ante el peligro. Un puñado de Shén Dú intentó recomponer la formación. Gritaron órdenes, repartieron latigazos, empujaron cuerpos temblorosos hasta alinearlos. Los mosquetes se alzaron, uno tras otro, apuntando hacia la colina. Las manos sudaban, los dedos resbalaban sobre los gatillos. El aire se volvió denso, irrespirable.

El oficial levantó el brazo. Un segundo más y daría la orden.
Pero antes de que pudiera bajarlo, algo estalló a sus espaldas.
  • ¿Qué demonios es eso…? - balbuceó un soldado, al girarse.
El fuego respondió antes que nadie. Grace emergió entre las sombras como una visión imposible, envuelta en llamas vivas que no parecían consumirla, sino obedecerla. Ardía como si la tierra misma la hubiera escupido desde sus entrañas, como un demonio antiguo al que el mundo había olvidado temer. Cada paso que daba era lento, deliberado, y con cada uno el calor se volvía insoportable. El aire se ondulaba a su alrededor, las armaduras crujían, la piel empezaba a arder.

Dispararon, todos de golpe, un estruendo ensordecedor. Mosquetes, gritos, órdenes desesperadas. El plomo atravesó el humo, pero el fuego lo devoró antes de tocarla. Las llamas se alzaron en espirales voraces, abrazaron cuerpos, treparon por piernas y torsos, entraron por bocas abiertas en alaridos que se quebraron en segundos. Hombres corrieron envueltos en fuego, chocando entre sí, cayendo rodando mientras la carne se ennegrecía y el olor a ceniza llenaba el campo. El calor era una jaula, una condena eterna.

Y entonces, desde el otro lado del flanco, el mundo tembló.

Yrsa llegó la primera, sus largas piernas y su corazón salvaje la empujaron a entrar en batalla. Saltó con el martillo alzado, rugiendo junto a Gláfur. El impacto fue devastador: cinco hombres cayeron como muñecos rotos, cráneos abiertos, huesos hechos polvo. La bestia mordía, embestía, despedazaba a su lado, mientras la nórdica avanzaba sin freno, un vendaval de hierro y furia. Dos almas salvajes.
  • ¡Retrocedeeed! - gritaron desde el frente, presas del pánico.
  • ¡Avanzaaad! - respondieron desde la retaguardia, empujando a los suyos hacia la muerte.
Quedaron atrapados. Rodeados por el acero… y por el fuego. Bhagirath danzaba entre las llamas con su talwar, cada movimiento limpio, preciso, letal. El acero cantaba canciones antiguas mientras caían enemigos, uno tras otro, incapaces de seguir su ritmo. Halcón, más atrás, disparaba con calma quirúrgica: un tiro, una vida menos. Nunca desperdiciaba una bala. Cortés y Aibori luchaban espalda con espalda, riendo entre el caos, mirándose como si el mundo no existiera más allá de ellos. Dos amantes entregados a la locura ardiente del combate, al amor que solo sobrevive donde todo arde. Los cachorros aullaban con más rabia que nunca, cada muerte un saludo a la luna, cada herida un regalo para su capitán.

Pero era Grace, sin duda, quien se llevó la atención de todos. El fuego se plegaba a su voluntad. No lo lanzaba: lo gobernaba. Las llamas se abrían a su paso, se cerraban tras ella, subían como muros, caían como cuchillas. El suelo se volvía brasas, las armas ardían en las manos de quienes intentaban alzarla contra ella. No había refugio, no había huida. Solo fuego. Solo destrucción.

Los pocos que lograron escapar aquella noche, lo harían marcados para siempre. Desde aquel día, al recordar aquella figura envuelta en fuego, ya no pronunciarían su nombre.

Ya no la llamarían Capitana Grace O’Malley.
La llamarían… Furiosa.

Y al hacerlo, bajarían la voz.
No por respeto, sino por miedo…

Porque la Furiosa no era humana.
La Furiosa no mostraba piedad.
Era un demonio y el infierno… caminaba con ella.

En lo alto del Templo de la Montaña Arcoíris, Lao Hé abrió los ojos. La quietud de su meditación se quebró como una lámina de agua al recibir una piedra. Su respiración, lenta y profunda, se detuvo apenas un instante. No necesitó palabras, ni señales, ni mensajeros. Lo había sentido. Muy lejos, más allá de valles, ríos y montañas, algo antiguo había despertado entre las cenizas.

Se incorporó con calma, apoyando las manos sobre las rodillas. Frente a él, el incienso seguía ardiendo con una llama dócil, casi reverente. Pero ya no era suficiente para engañar a su espíritu. El aire vibraba de otra manera. El éter se había agitado.
  • Así que al fin has despertado, cabellos de fuego… - murmuró.
Lao Hé frunció el ceño. No por miedo, sino por respeto. Conocía bien a los elementos; no como fuerzas a dominar, sino como voluntades que deben ser escuchadas. Durante toda su vida había aprendido que desatarlos no era un acto de poder, sino de responsabilidad. El fuego, más que ningún otro, era el más honesto y el más cruel. No fingía. No negociaba. Iluminaba o destruía. Calentaba o consumía.
  • Recuerda que el fuego no pregunta - dijo en voz alta, como si la montaña pudiera oírle - Solo revela lo que ya arde en el corazón de quien lo convoca.
Había guiado a aquellos jóvenes por el sendero de los elementos. No para convertirlos en armas, sino en llaves. Llaves capaces de liberar el éter, de devolver al mundo un equilibrio que los hombres habían roto con su ambición y su miedo. Sabía que cada despertar traía consigo un precio. Siempre lo había sabido. Se levantó lentamente y caminó hasta el borde del templo. Desde allí, el mundo se extendía en capas de colores hermosos y una niebla apacible. Todo parecía en calma. Pero él sabía que era tan solo una ilusión.
  • Recuerda que el fuego purifica - continuó - pero también exige. No distingue entre justicia y venganza. Si el espíritu no es firme, devora al portador antes que al enemigo.
Cerró los ojos un instante. Vio llamas, gritos, ceniza elevándose al cielo. No huyó de la visión. Los sabios no apartan la mirada.
  • Si has encendido la llama eterna - susurró - entonces el mundo temblará. Y deberá hacerlo. Porque siempre, antes de construir, algo debe arder primero.
El viento movió las campanas del templo, haciendo que resonaran como un eco lejano de advertencia. Lao Hé juntó las manos frente al pecho y volvió a respirar con calma.
  • Que el fuego recuerde su propósito - dijo finalmente - Y que quien lo empuñe no olvide jamás que incluso la llama más pura puede convertirse en un infierno.
Luego, en silencio, retomó su meditación, sabiendo que el equilibrio se restablecía cada vez más… y que ya no había vuelta atrás.

El Susurrador había despertado la tierra.
La Furiosa la había llenado de luz.
Ahora era el turno de que la Yara…

Bailara con el agua.

Continuará…
 
Capítulo 98 - Rumbo a Chengdu: El Reino de los caballos.
  • Estamos aproximadamente… - dijo Wong, alzando la cabeza hacía el sur - cerca de Kunming. Y debemos dirigirnos hacia el oeste. Al Gran Lago, en Xining. Al que nosotros llamamos Qinghai Hu…
Se puso en cuclillas y comenzó a dibujar sobre la tierra del camino. Con un palo trazó primero unos contornos amplios, luego líneas, montañas esquemáticas, ríos serpenteantes. El mapa crecía bajo sus manos, enorme y tosco, como si quisiera abarcar el mundo entero. Detrás de ellos quedaba el campo de batalla, el valle calcinado y silencioso, aún humeante, como una herida abierta que la tierra tardaría años en cerrar. Ahora se preparaban para avanzar hacia el oeste, hacia tierras más altas y más crueles.

Vihaan se puso en cuclillas a su lado. Observó el dibujo un instante y, con el dedo, trazó una línea recta desde Kunming hasta el punto señalado. Wong sonrió, negando con la cabeza.
  • No, amigo… - respondió - No es tan sencillo como ir en línea recta.
Señaló las montañas que había dibujado, los pliegues abruptos del terreno.
  • Entre nosotros y Xining hay cordilleras que desgarran los pulmones, pasos donde el viento corta como cuchillas, ríos que no perdonan errores. Caminos que desaparecen bajo la nieve o el barro. Y pueblos donde no siempre eres bienvenido.
El silencio se impuso mientras todos observaban el mapa improvisado. La distancia era inmensa.

Ir de Kunming a Xining a pie les llevaría meses. No menos de seis, quizá cinco, si la suerte los acompañaba. Avanzarían primero por colinas verdes y terrazas de cultivo, arrozales y aldeas húmedas donde el aire aún era amable. Luego, poco a poco, el paisaje cambiaría: bosques más escasos, tierras secas, mesetas donde el cielo parecía aplastar la tierra. Finalmente, el mundo se volvería piedra y viento, altura y frío, un lugar donde cada mal paso se paga con la vida.
  • Y cuando lleguemos - añadió Wong, bajando la voz - no penséis que habremos alcanzado un refugio - Alzó la mirada hacia el oeste - Xining no es un lugar seguro. Es un punto clave en la Ruta de la Seda. Y ya lo sabéis… Donde hay comercio, hay riqueza… y donde hay riqueza, hay maldad.
  • La maldita Compañía… - masculló Grace.
  • Así es capitana - respondió con gravedad el guía.
Las Indias Orientales tenía allí una presencia fuerte. Demasiado fuerte. La muerte de Sir Reginald no tardaría en llegar a oídos de todos los capitanes armados de la región. Justicia, la llamarían esos mercenarios. Cacería, sería en realidad. Y por otro lado, aunque el cadáver sin vida de Hong Long aún se consumía calcinado sobre el campo de batalla, nadie dudaba de que seguía vivo. Pues el Dragón siempre tenía otra cabeza.
  • Además - continuó Wong - esa tierra está en disputa. Tibetanos, mongoles, chinos Han… el control cambia de manos como una moneda lanzada al aire. A veces mandan señores de la guerra musulmanes. Otras, líderes tibetanos. Ninguno confía en el otro. Ninguno perdona.
Se acomodó despacio el sombrero sobre la cabeza.
  • En cuanto entremos en Xining, entraremos en la boca del lobo.
Durante unos segundos nadie habló. El viento arrastró polvo y ceniza, borrando poco a poco el mapa dibujado en la tierra. Grace alzó la vista para contemplarlos a todos. Sus miradas eran firmes, su expresión dura y concentrada, quedaba claro que ninguno de ellos estaba dispuesto a dar un paso atrás.
  • ¿Meses andando por territorio enemigo? - preguntó Grace, negando con la cabeza - Es, cuanto menos, peligroso.
  • Es cierto… - añadió Yara - Solo llevamos dos templos y casi no lo contamos. ¿Y ahora debemos cruzar media China a pie? No lo veo, sinceramente.
  • ¿Dónde está el último templo, el del aire? - preguntó Diego.
Wong no respondió de inmediato. Surcó con su dedo de nuevo hacia el norte del mapa dibujado sobre la tierra, atravesando montañas esquemáticas y ríos que se retorcían como cicatrices.
  • Aquí - dijo al fin - En Harbin.
Alzó la mirada, serio.
  • El imperio del hielo, lo llaman.
Solo el nombre dejaba claro a que se refería: una extensión vasta, vacía , más muerta que viva.
  • Tierras donde el invierno gobierna incluso cuando el calendario dice otra cosa. Bosques interminables, ríos congelados la mitad del año, aldeas aisladas que apenas ven forasteros. Harbin es frontera y confín: más allá, el mundo se vuelve blanco y hostil. El aire allí no perdona. Corta los pulmones, endurece la sangre. No es un lugar al que se llegue… es un lugar al que se sobrevive.
  • Si nos lleva varios meses llegar al lago… - Diego se rascó la barba - ¿Cuánto nos llevaría llegar hasta el norte?
Wong se incorporó con calma, dio un trago a la calabaza que colgaba de su cinto y se secó los labios con la manga gastada de su túnica.
  • Demasiado tiempo, capitán…
Grace, que había permanecido en silencio, se puso en cuclillas frente al mapa, lo observó unos instantes y luego alzó la vista para preguntarle algo al guía. Pero no llegó a hacerlo, pues había algo distinto en la expresión de Wong. No era miedo. No era duda. Sino una leve curvatura en los labios.
  • ¿Por qué sonríes? - preguntó.
Wong bajó la mirada y, sin responder, señaló otro punto del mapa. No al norte. Tampoco directamente al oeste. Un lugar intermedio, casi olvidado entre montañas y ríos.
  • Chengdu - dijo - El reino de los Qìkōng Mǎ.
Vihaan frunció el ceño.
  • ¿Qué significa eso?
El Sombrero de Paja alzó la vista, y esta vez la sonrisa fue clara. Dejó que el silencio se asentara antes de hablar. Sus dedos aún reposaban sobre la calabaza, a la que seguro acudiría de nuevo, más temprano que tarde.
  • Como extranjeros - comenzó, con voz baja, casi ceremonial - debéis entender que el Reino Medio no es solo ríos y montañas. Alberga secretos antiguos, historias que no aparecen en los libros y leyendas que se transmiten en susurros. Algunas son solo cuentos. Otras… - sonrió - otras juran quienes las conocen… que son ciertas.
Todos se acercaron para escucharlo mejor.
  • Entre todas las leyendas hay una que persiste a lo largo del tiempo. Dicen que allí, en las misteriosas tierras de Chengdu; existieron adiestradores de caballos. Pero no hablo de caballos comunes. Los llaman Fēng Mǎ, los Caballos del Viento. También reciben otro nombre, más antiguo: Qìkōng Mǎ, los caballos que cabalgan el aire.
  • ¿Caballos voladores? - lo cortó Yara, alzando una ceja - ¿En serio? Creo que deberías dejar de beber tanto de esa maldita calabaza tuya.
Algunos rieron por lo bajo. Wong se giró hacia ella con calma, sin perder la sonrisa. No había burla en su mirada, solo paciencia.
  • No vuelan, Yara - respondió - Eso solo lo dicen los ignorantes. Lo que hacen es algo más propio de un caballo… corren más rápido de lo que el ojo humano puede seguir.
  • ¿Has oído tuerto? - rió Yara dirigiéndose a Halcón - Por fin un desafío digno de tu ojo…
Esta vez todos rieron, mientras el guía negaba con la cabeza ligeramente, como si la historia lo arrastrara.
  • Cuenta la leyenda que hace muchas generaciones atrás, vivía en las afueras de Chengdu un anciano criador de caballos. Lo llamaban Maestro Liu Fengyan, el que escucha al viento. Nadie sabía de dónde vino ni cuántos inviernos había sobrevivido. Solo que sus establos estaban siempre llenos de los caballos más hermosos que jamás nadie haya visto… Dicen que Liu Fengyan poseía un secreto ancestral, transmitido de maestro a discípulo desde antes de que existieran los imperios. No domaba a los caballos con riendas ni espuelas. Les hablaba. Les enseñaba a respirar como el mundo, a sentir el pulso de la tierra y el empuje del aire bajo los cascos.
La cubana estaba a punto de soltar otra burla, pero la pequeña mano de Bum-Bum le tapó la boca. El niño miraba con los ojos abiertos al guía y escuchaba esa leyenda como si fuera lo más alucinante que hubiera oído en su corta y tormentosa vida.
  • Sus caballos - continuó Wong - no se cansaban. Podían galopar durante días sin sudar, cruzar montañas sin bajar el ritmo, atravesar ríos como si el agua les temiera. Se movían tan rápido que el polvo no llegaba a levantarse tras ellos.
Wong bajó la voz. Sus manos y sus silencios acompañaban la historia llenándola de un peso místico y sobrenatural.
  • Dicen que entienden el lenguaje humano. Que si les hablas con sinceridad, obedecen. Y que si les mientes… se detienen y te lanzan al suelo. Nadie ha conseguido montarlos jamás, porque no aceptan a quien no consideran digno.
Miró a cada uno de ellos, disfrutando de su completa atención.
  • Algunos aseguran haber visto a uno de los discípulos del maestro recorrer en minutos lo que a una caravana le tomaría medio año. Otros dicen que esos caballos sienten el peligro antes de que exista y cambian de rumbo sin necesidad de orden.
Wong encogió los hombros, como restándole importancia.
  • Son leyendas, claro está. Historias para viajeros cansados… - hizo una pausa estudiada - Pero si necesitamos cruzar medio Reino antes de que el mundo se nos venga encima, tal vez convenga escuchar las viejas leyendas.
El viento sopló de nuevo, y por un instante, a ninguno le pareció tan imposible la idea de que el aire pudiera tener cuatro patas. Habían visto demasiadas cosas extrañas como para burlarse ya de lo imposible. Vihaan había susurrado a la tierra y esta le había respondido. Grace había enfurecido las llamas hasta convertirlas en un arma viva. Juntos habían atravesado horrores que no deberían existir: monstruos nacidos de las tinieblas, engendros surgidos del mar, un chamán cambia pieles, gigantes, sirenas, incluso la ira desatada de dos dioses distintos. Después de todo aquello, la idea de caballos más veloces que el viento ya no sonaba a locura… sino a posibilidad.
  • ¿No viene de paso? - preguntó Grace.
  • ¿Chengdu? Sí, por supuesto - respondió Wong con rapidez - Debemos cruzar sus tierras para llegar al Gran Lago.
Grace asintió una sola vez.
  • Entonces vayamos a ver a ese anciano que habla con los caballos.
Se puso de pie con decisión, sacudiéndose el polvo de la ropa. El gesto bastó para que los demás comenzaran a prepararse: correas ajustadas, armas revisadas, miradas dirigidas hacia el oeste. El viaje estaba a punto de reanudarse cuando Wong alzó una mano.
  • Esperad…
Todos se volvieron hacia él. La sonrisa se le había apagado levemente.
  • Nadie sabe donde está Liu Fengyan…
El silencio cayó pesado.
  • Cuando la sombra del Dragón se extendió por estas tierras - continuó - sus establos fueron los primeros en sentirla. Nadie vio incendios ni sangre. Simplemente, una mañana, el anciano había desaparecido. Y los caballos… también. Se dice que antes de irse los liberó, que rompió las puertas de los establos y los dejó correr en libertad.
Wong bajó la mirada.
  • Desde entonces, nadie ha vuelto a adiestrarlos. Nadie ha vuelto a poseerlos. Algunos pastores juran haber visto uno galopar libre entre las montañas, tan rápido que el amanecer no pudo alcanzarlo. Otros dicen haber visto una sombra gris beber en un río y desaparecer sin dejar huella. Pero han pasado años… y las leyendas se enfrían con el tiempo.
Grace se acercó a él y apoyó una mano firme sobre su hombro. Sus ojos ardían, no con fuego, sino con convicción.
  • Si alguno de esos Caballos del Viento sigue vivo - dijo - lo encontraremos.
Apretó ligeramente su agarre y sonrió, feroz.
  • ¡Vamos! No perdamos más tiempo. ¡Rumbo a Chengdu!
Wong sostuvo su mirada un segundo, y luego asintió.
El camino los esperaba.
Y, tal vez, también el viento.

Abandonaron las afueras de Kunming al amanecer, cuando la niebla aún se aferraba a los campos como un sudario pálido. Los caminos que partían del sur no eran rutas imperiales bien trazadas, sino sendas viejas, marcadas por generaciones de comerciantes, peregrinos y soldados. Wong los condujo lejos de las calzadas principales, evitando puestos de control y aldeas demasiado grandes. Durante los primeros días caminaron entre colinas suaves y terrazas de cultivo. Los arrozales se extendían como escalones verdes llenos de agua, reflejando el cielo. El aire era húmedo y cargado de insectos; por la noche, el croar de las ranas envolvía los campamentos improvisados. Dormían en bosquecillos, bajo graneros abandonados o en corrales vacíos, siempre apagando el fuego antes de que oscureciera del todo. Pasaron cerca de pequeños pueblos sin nombre, donde las casas de madera se apoyaban unas contra otras como viejos cansados. Allí compraban arroz, sal o verduras secas sin levantar sospechas. Wong hablaba por ellos, usando acentos locales aprendidos en sus innumerables viajes. El resto bajaba la mirada. En tiempos así, una palabra de más podía costar la vida.

A medida que avanzaban hacia el noroeste, el terreno se volvía más áspero. Las colinas se cerraban en valles estrechos, atravesados por ríos rápidos y oscuros. Cruzaron gargantas donde el camino no era más que una cornisa de tierra y piedra, y donde una caída significaba desaparecer para siempre. En uno de esos pasos, una lluvia repentina los obligó a refugiarse bajo una roca saliente; el agua caía con tanta fuerza que parecía querer arrancar la montaña. Una noche, cerca de un antiguo puesto de caravanas en ruinas, Bum-Bum despertó sobresaltado al oír pasos. Resultó ser una familia de arrieros que viajaba en silencio, empujando mulas cargadas de té. Compartieron un cuenco de caldo aguado y unas pocas palabras. Nadie preguntó de dónde venían ni adónde iban. En aquellas tierras, sobrevivir era razón suficiente.

Tras semanas de marcha, el paisaje comenzó a cambiar. Los bosques se hicieron más densos, y luego se abrieron en amplias llanuras onduladas. Entraban en las tierras que marcaban el umbral de Sichuan. El aire era más templado, la tierra más fértil. Se veían prados donde pastaban caballos fuertes y bajos, y caminos anchos por donde circulaban caravanas con más frecuencia. Eso también significaba más ojos. Así que avanzaban de noche siempre que podían, siguiendo el curso de los ríos y senderos secundarios. En una ocasión, tuvieron que permanecer dos días ocultos en una hondonada, mientras una patrulla de soldados Han recorría la zona en busca de bandidos. El silencio fue absoluto. Incluso el fuego interior de Grace pareció replegarse.

Cuando finalmente llegaron a la región de Chengdu, el mundo pareció suavizarse sin dejar de ser peligroso. La tierra se extendía en una vasta llanura verde, surcada por canales de riego antiguos. Los campos de arroz, trigo y hortalizas se sucedían hasta donde alcanzaba la vista, entre montañas salpicadas sin orden alguno. Casas dispersas, granjas amuralladas y pequeños templos marcaban el paisaje. El olor a tierra húmeda y a hierbas cocidas flotaba en el aire. Los caminos estaban llenos de vida: campesinos, mercaderes, monjes errantes, jinetes solitarios. Todo parecía tranquilo… demasiado tranquilo. Wong se detuvo en una colina baja desde la que se divisaban los campos y, más allá, las siluetas difusas de las montañas de Chengdu.
  • Aquí estamos… al fin hemos llegado - murmuró - El reino de los caballos.
El viento movía la hierba alta como si alguien invisible pasara la mano sobre ella. A lo lejos, en los prados, algo se desplazó con rapidez imposible, una sombra fugaz que desapareció antes de que nadie pudiera señalarla. Tal vez solo fuera una ilusión. O tal vez no. Pero después de todo lo vivido, ninguno se atrevió a negarlo.
  • Bueno… ¿y ahora qué? - preguntó Drake, dejándose caer sobre la hierba - ¿Dónde están esos caballos mágicos?
Wong se secó el sudor de la frente y observó al inglés durante un instante. Jugaba con un cuervo posado en su mano, lanzándole gusanos de tierra al aire y viendo cómo el ave oscura los atrapaba con precisión. A su lado, Isabella acunaba al pequeño Drake entre sus brazos, susurrando bellas canciones salidas del amor que inundaba su corazón. El guía no pudo evitar sonreír: eran un matrimonio extraño… y, al mismo tiempo, sorprendentemente hermoso.
  • Ya lo dijo el guía, capitán… - musitó Ren cerca de él, sin levantar la vista de su cuaderno.
No llegó a terminar la frase.
  • ¡Ya te dije que no me llamaras capitán, maldita sea! - rugió Drake, espantando al cuervo, que alzó el vuelo con un graznido ofendido - ¡¿Cuantas veces tengo que repetirlo?!
Ren dio un respingo, cerró el cuaderno de golpe y comenzó a disculparse atropelladamente, inclinándose tantas veces que al final se le calló el cuaderno de las manos. Automáticamente, Gipsy saltó del hombro de Grace y corrió a robarlo. El cartógrafo empezó a correr tras él, pidiéndole que se lo devolviera. Bum-Bum, que observaba la escena con solemnidad infantil, estalló en carcajadas sin dejar de señalar la persecución. Incluso Yara dejó escapar un bufido divertido. Al final, Drake también rió, negando con la cabeza, y la tensión acumulada se disolvió por un instante entre risas cansadas.
  • ¿Y cómo se supone que vamos a encontrarlos? - preguntó Bhagirath, apoyándose en el mango de su arma - ¿Alguna idea, Wong?
El guía frunció el ceño, meditando unos segundos antes de responder.
  • Sinceramente… no tengo la más mínima idea.
  • ¡Pero tú conocer historia de caballos! - bramó Yrsa - ¡Tú decir que caballos existir!
  • Y existen… pero…
Wong no terminó la frase. Y como respuesta la voz ronca de Cortés resonó en el aire.
  • Así que hemos andado duras semanas para nada… - bufó el español - Si tuviera fuerzas ahora mismo, Sombrero de Paja… juro que te ponía una silla a la espalda y te montaba hasta llegar al oeste.
Las risas se desataron, mientras el español yacía boca arriba sobre la hierba, exhausto, con los pies hinchados y el ánimo a punto de desfallecer. De aquella barriga que tanto había intentado rebajar no quedaba ni rastro. Aibori, a su lado, se dejó caer suavemente sobre su pecho y apoyó la cabeza en él. Permaneció allí relajada y con una sonrisa de oreja a oreja, contemplando el cielo azul y despejado, disfrutando de la brisa que acariciaba su piel marcada por cicatrices. Y con ese simple gesto, Cortés pareció olvidar cualquier preocupación.

Grace los observó un instante y sonrió con cariño.
  • No hemos andado en vano, Ronco - dijo tras beber un trago de agua y pasarle el odre a Vihaan - Debíamos pasar por aquí… ¿no es así, Wong?
El guía asintió despacio.
  • Así es… capitana.
  • Creo que a Cortés no le preocupa lo que hemos andado - sonrió Vihaan dandole de beber al pequeño Maverick - Sino lo que nos queda por andar…
  • Tú lo has dicho, compañero… - musitó el español a punto de quedarse dormido - Tú lo has dicho…
Aibori seguía recostada sobre su pecho, con los ojos cerrados, dejando que la respiración de Cortés levantara y bajara su cabeza con un ritmo lento y sereno. En ese vaivén tranquilo, su mente se alejó del cansancio y de la guerra, y viajó hacia la leyenda de la que había hablado Wong. Para las amazonas, los caballos no eran simples monturas. Eran hermanos de camino, espíritus de cuatro patas nacidos del mismo pulso que hacía latir la tierra. Desde niñas aprendían a escuchar su aliento, a leer la tensión de sus músculos, a sentir su miedo y su furia como si fueran propios. Un buen caballo no obedecía órdenes: compartía voluntad. En batalla, guerrera y montura eran un solo ser lanzado al galope; en la calma, dormían juntos, espalda contra torso, protegiéndose del frío y de los malos sueños. Pensó que, si aquellas leyendas eran ciertas, si existían caballos capaces de correr más rápido que el viento, no sería por su fuerza ni por su velocidad, sino por el vínculo que los unía a quienes sabían escuchar su alma. Abrió los ojos despacio y giró la cabeza hacia Wong.
  • Guía… - dijo con voz suave - ¿Conoces bien esta tierra?
Wong asintió sin dudar.
  • La conozco bien. He caminado estos senderos desde antes de que mis rodillas empezaran a dolerme al amanecer.
Aibori sonrió apenas.
  • Entonces… ¿sabes dónde nace el Urdi’Kero-en?
El guía frunció el ceño y la miró con absoluta confusión.
  • ¿El… qué has dicho?
Aibori dejó escapar una risa breve y musical, incorporándose un poco.
  • Perdón - dijo, negando con la cabeza - Es como lo llamamos en mi pueblo.
Pensó un instante y reformuló la pregunta.
  • ¿Sabes dónde nacen las plantas aturdidoras?
  • ¿Plantas aturdidoras? - repitió Wong - ¿A qué te refieres?
Yara se dejó caer de espaldas sobre el suelo, con los brazos abiertos, como si se rindiera al peso del mundo. Miró al cielo unos segundos y con los ojos cerrados empezó a enumerar, con voz tranquila, casi didáctica, un sinfín de nombres que parecían invocaciones antiguas.
  • Amanita muscaria, ayahuasca, beleño negro, belladona, peyote, mandrágora…
Algunos la miraron con inquietud. Otros, sin entender absolutamente nada de lo que decía. Wong ladeó la cabeza, pensativo. Sus ojos se entornaron mientras recorría mentalmente montañas, ríos y valles ocultos, como si desplegara un mapa invisible aprendido a base de pasos y ampollas.
  • Ah… - murmuró al fin - Eso sí puede que lo sepa. Pero… ¿para qué queréis ahora encontrar plantas y hongos venenosos?
  • No son venenosos - corrigió Yara sin abrir los ojos - Todo lo que nace de la naturaleza tiene un propósito y sirve para una causa. Simplemente hay que saber cómo y para qué usarlo.
Wong asintió despacio.
  • Bueno, sí… te doy la razón - concedió - Pero sigo sin entender qué tiene que ver eso con los caballos…
Fue entonces cuando Aibori habló. Se incorporó con calma, apartándose del pecho de Cortés, y durante un instante pareció volver a ser una niña. Su voz cambió, se volvió más suave, cargada de memoria.
  • Cuando era pequeña - empezó - mientras aprendía a montar, noté algo extraño. Cada vez que desmontábamos y dejábamos pastar libres a los caballos… siempre salían corriendo hacia el bosque.
Sonrió levemente al recordar su infancia.
  • Yo creía que era por sentirse libres otra vez. Pensaba que corrían por puro instinto, por la alegría de no llevar peso sobre el lomo. Por correr, simplemente - hizo una breve pausa - Hasta que mi maestra me mostró la verdad.
Los ojos de Aibori se alzaron hacia Wong, su belleza indómita lo atravesó por completo.
  • Los caballos no corrían al azar. Siempre se dirigían al mismo lugar del bosque. A un claro oculto, húmedo y silencioso, donde nacía el Urdi’Kero-en.
Al pronunciar el nombre, el viento pareció detenerse un instante.
  • Es una planta de flor lila - continuó - Pequeña, frágil a simple vista. Se usa en medicina desde hace generaciones. Alivia el dolor, calma la mente… provoca una sensación de paz y armonía profunda. Algo muy parecido a lo que vosotros llamáis opio, pero sin robarle el alma a quien la consume.
Aibori apretó los dedos contra la tierra del mundo de la superficie, sintiendo una añoranza profunda y verdadera en su corazón, por la tierra que había dejado atrás.
  • Los caballos la buscaban. Sabían donde encontrarla y el placer que les provocaba cuando la comían… Los animales siguen anclados a la tierra, la saben escuchar y la comprenden mejor que nosotros. Y los caballos… más que ninguno.
El silencio que siguió no fue incómodo. Fue reverente… pero duró poco.
  • Quizá a los caballos de tu tierra les guste consumir sustancias, Aibori - rió Cortés - Quizá sean sumamente inteligentes… Pero los de nuestro mundo son más bien tontos y beatos.
Las carcajadas se propagaron de nuevo entre el grupo. La amazona respondió sin perder la sonrisa, propinándole un golpe seco en el estómago que le arrancó el aire.
  • Los caballos son caballos en todos los rincones del mundo, idiota - dijo - Y sé muy bien de lo que hablo. Si encontramos las plantas y los hongos, los encontraremos a ellos.
  • ¿Estás segura de eso? - preguntó Grace, con el ceño levemente fruncido.
  • Capitana… si de algo sé, es de caballos.
  • ¡Y de pelear! - rugió Yrsa con orgullo.
  • Sí - rió Aibori - De eso también, amiga.
  • Está bien - intervino Bhagirath - ¿Y cómo lo hacemos?
Vihaan se puso en pie, sacudiéndose la hierba de las rodillas, como si la respuesta hubiese estado siempre delante de ellos.
  • Fácil… soltemos a Sirius y a Rigel. Y sigámoslos.
Hubo un instante de silencio. No de respeto esta vez, sino de duda. El plan sonaba tan sencillo como ingenuo. No había análisis, ni cálculos, ni certezas. No estaba sustentado en pruebas ni en estrategias. Era, en el fondo, una idea improvisada, sostenida con alfileres y fe. Lo bastante absurda como para que, quizá, funcionara. Diego y Vihaan se acercaron a los caballos. Con movimientos tranquilos, casi ceremoniales, aflojaron cinchas y retiraron las monturas. El cuero cayó al suelo con un sonido seco, liberador. Luego se apartaron unos pasos. Durante un largo momento, humanos y animales se observaron mutuamente. Los hombres contuvieron la respiración. Los caballos, inmóviles, masticaban la hierba con parsimonia. Nada ocurrió. Sirius bajó la cabeza. Rigel hizo lo mismo. Siguieron pastando, tranquilos, ajenos a cualquier expectativa. Cortés soltó una risa triunfal.
  • ¿Lo veis? Tenía razón. Beatos y tontos.
Aibori le sujetó el brazo con firmeza, pidiendo silencio.
  • Dejad de mirarlos. Que no se sientan observados… Los caballos son tranquilos y pacientes… necesitan su tiempo.
Uno a uno, los miembros del grupo apartaron la mirada, fingiendo desinterés. Algunos se sentaron. Otros curaban heridas o simplemente se relajaban bajo el cielo infinito. El tiempo pasó lento, casi perezoso. Y sin previo aviso, al final ocurrió. Rigel alzó la cabeza. Sus orejas se tensaron, como si hubiera captado un murmullo que nadie más podía oír. Sirius lo imitó. Ambos olfatearon el aire. Giraron sobre sí mismos, inquietos, y por primera vez desde que les habían quitado las monturas, dejaron de pastar. Sin prisa, pero con determinación, empezaron a caminar hacia el borde del claro. Hacia el bosque. Aibori sonrió.
  • Os lo dije… - murmuró - Al final, siempre buscan alivio en la tierra.
Los siguieron sin prisas, manteniendo la distancia justa, como se sigue a algo sagrado que no debe sentirse observado. Nadie habló. Nadie respiro demasiado alto. Incluso el crujir de las hojas bajo las botas parecía demasiado ruidoso, así que avanzaban pisando donde la tierra estaba blanda, donde el musgo amortiguaba el paso. Era una marcha silenciosa, casi ritual, como una procesión de devotos que escoltan a su santo sin atreverse a molestarlo. El bosque los fue engullendo poco a poco. Los troncos se alzaban altos y rectos, oscuros por la humedad, y sus copas cerraban el cielo en una bóveda verde que filtraba la luz en haces temblorosos. Sirius y Rigel caminaban con calma, olfateando el suelo, espantando las moscas con el rabo, deteniéndose a veces sin motivo aparente. Cada vez que uno de los caballos se paraba, el grupo entero se detenía también, conteniendo incluso la respiración, como si el más leve aliento pudiera romper el hechizo.

Avanzaron así durante largo rato. Las sombras se volvieron más densas. El aire, más fresco. El mundo exterior quedó atrás, reducido a un recuerdo lejano. Solo existía el bosque y el paso tranquilo de los caballos bajo los árboles centenarios. Entonces sucedió. Ambos animales se detuvieron al mismo tiempo. Las cabezas se alzaron. Las orejas se tensaron hacia delante. Los músculos de sus cuellos se marcaron bajo la piel, rígidos como cuerdas a punto de romperse.

Y todos lo vieron. Algo cruzó el bosque.

No fue una figura clara, ni una forma definida. Fue un destello. Un latigazo de movimiento entre los troncos, tan rápido que el ojo apenas pudo seguirlo. Una sombra alargada, grande, imposible. No produjo sonido alguno. No quebró ramas. Simplemente… pasó. Aibori reaccionó al instante. Alzó la mano y la bajó con un gesto seco. La orden fue clara: Agacharse y quedarse quietos. Todos obedecieron sin pensar. Se dejaron caer entre helechos y raíces, pegando el cuerpo a la tierra. El corazón de más de uno golpeaba con fuerza, pero nadie se movió. Nadie habló.

Esperaron bajo las sombras profundas del bosque, con los caballos inmóviles como estatuas vivas, y comprendieron que no estaban solos. Que aquello que acababan de ver no pertenecía al mundo lento de los hombres.

Sirius fue el primero en inquietarse. Resopló, golpeó la arena con el casco de la pata y dio un paso atrás. Rigel lo imitó al instante, sacudiendo la cabeza, con las orejas girando en todas direcciones. Sus cuerpos, hasta entonces serenos, se tensaron como cuerdas sometidas a una fuerza invisible. Y el viento volvió a moverse. No fue una brisa constante, sino una ráfaga breve, afilada, que atravesó el claro sin levantar hojas ni polvo, como si no perteneciera del todo a este mundo. El aire se cargó de electricidad, de algo antiguo. Los caballos relincharon bajo, nerviosos, y retrocedieron un par de pasos más, marcando el suelo con golpes secos y desacompasados.

Entonces Bum-Bum alzó el dedo. Sus ojos estaban abiertos de par en par, fijos en un punto entre los árboles, incapaz de articular palabra. Allí, entre las sombras, algo empezó a tomar forma. Primero fue un contorno, una silueta recortada contra la penumbra. Luego, el movimiento. Emergiendo sin romper una sola rama, sin delatar su peso, apareció el Qìkōng Mǎ.

Era un caballo… y al mismo tiempo no lo era. Su cuerpo era grande y esbelto, de un gris imposible, como ceniza viva bajo la luz filtrada del bosque. Su pelaje parecía absorber el entorno, ondulando con cada paso como si estuviera hecho de humo sólido. No caminaba: se deslizaba. Cada apoyo de sus cuatro patas apenas rozaba la tierra, y aun así el suelo parecía inclinarse ante él. Sus ojos eran profundos, antiguos, conocedores de rutas que ningún hombre había pisado jamás. Sirius y Rigel bajaron la cabeza. No por miedo sino por respeto. Luego, con un movimiento lento y solemne, doblaron las patas delanteras y apoyaron las rodillas en la tierra húmeda, inclinándose ante él. No era sumisión lo que los guiaba, sino reconocimiento. Una reverencia antigua, instintiva, como la que se rinde ante un rey cuyo nombre no hace falta pronunciar. No hubo látigos, ni órdenes, ni palabras humanas capaces de provocar aquel gesto. Solo el más profundo de los respetos.

El Qìkōng Mǎ se detuvo frente a ellos, inmóvil, observándolos desde lo alto de su silenciosa grandeza. El viento acarició su crin gris y el bosque entero pareció contener el aliento. Wong negó lentamente con la cabeza, incapaz de apartar la mirada. Su voz salió como un suspiro quebrado, casi una oración.
  • No puede ser… - murmuró - Es real… Existe… ¡Existe de verdad!
Grace se giró hacia él, sin perder de vista a la criatura.
  • ¿Qué sucede, Wong?
El guía tragó saliva. Por primera vez desde que lo conocían, parecía sorprendido ante algo.
  • Sombragrís… - dijo - El señor de todos los caballos.
El Qìkōng Mǎ alzó la cabeza, y el viento respondió. Las hojas temblaron. Las sombras se estiraron. Durante un latido eterno, el bosque entero pareció inclinarse ante su presencia. Al instante, todos comprendieron que no estaban ante una bestia… sino ante una leyenda viva.

Y ante aquella criatura majestuosa, todos pensaron lo mismo. Lo hemos encontrado, sí. ¿Y ahora qué? ¿Salimos de nuestro escondite, hacemos una reverencia y le pedimos que nos lleve al oeste? ¿Cómo demonios se negocia con un caballo? Es más… ¿Cómo lo harían con el Rey de todos ellos?

Mientras los adultos se rendían a la duda, al cálculo y al miedo a equivocarse, un niño tomó la delantera, empujado por algo que ninguno de ellos conservaba ya del todo: ilusión pura, sin filtros ni prudencia. Bum-Bum se puso en pie de un salto.
  • ¡Eh…! - alcanzó a decir Yara, extendiendo la mano para detenerlo.
Demasiado tarde. El muchacho salió corriendo del escondite como un relámpago, riendo, con los brazos abiertos, directo hacia Sombragrís. Sus pies apenas tocaban el suelo. No había miedo en su rostro, solo alegría, como si corriera hacia un viejo amigo. El Qìkōng Mǎ se sobresaltó. El grito infantil lo tomó por sorpresa. El aire vibró. El Señor de todos los Caballos reculó un instante… y luego, en lugar de huir como el viento que lo había engendrado, se lanzó contra él. Se encabritó con un relincho atronador. Sus patas delanteras se alzaron en el aire, enormes, poderosas, y con un golpe seco lanzó a Bum-Bum contra el suelo. El niño rodó por la arena y quedó boca arriba. Todos contuvieron la respiración. Puños cerrados. Mandíbulas tensas. El tiempo se volvió espeso, cruel.

Sombragrís permaneció erguido sobre sus patas traseras, relinchando con furia. Las delanteras bajaban y subían una y otra vez, rápidas, amenazantes, como si fuera a aplastar al intruso bajo su peso sagrado. La tierra tembló bajo sus cascos. Bum-Bum alzó los brazos, instintivamente, intentando protegerse del golpe que parecía inevitable.
  • ¡No! - exclamó Yara, poniéndose en pie de un salto.
Desenfundó las pistolas en un movimiento fluido, mortal, dispuesta a disparar aunque supiera que aquello podía condenarlos a todos. Pero una mano firme se posó sobre su muñeca. La mano de Wong. Negó despacio con la cabeza. Sus ojos no parpadeaban. Entonces ocurrió algo inesperado. Sombragrís cayó hacia delante… pero no golpeó al muchacho. Sus patas se clavaron en la tierra a ambos lados del pequeño cuerpo, levantando polvo y hojas, sin tocarlo. Su respiración era rápida, ardiente, como un fuelle. Los ojos, iracundos, encendidos por una furia antigua. El enorme caballo bajó la cabeza. Acerco el hocico al rostro de Bum-Bum. Y empezó a olfatearlo. Largo rato. Profundamente. Como si leyera algo invisible en su aliento, en su miedo, en su risa todavía temblorosa. El bosque entero guardó silencio, aguardando el veredicto del Rey del Viento.

Bum-Bum dejó de protegerse. Bajó los brazos despacio, como si comprendiera, sin saber cómo, que aquel peligro ya no lo era. Con manos pequeñas y ásperas por el viaje y sus experimentos, se atrevió a tocar el hocico de la bestia. Sus dedos temblaban, pero no se retiraron. Acarició la piel caliente, marcada por el polvo y el viento. El Qìkōng Mǎ bufó. No fue un relincho de amenaza, sino un resoplido profundo y relajado, casi complacido por aquellas caricias. El fuego de sus ojos se apagó un grado, transformándose en algo más antiguo y sereno. En un movimiento rápido y preciso, mordió con cuidado los ropajes del muchacho y, con una habilidad imposible para una bestia de su tamaño, lo alzó en el aire.

El muchacho soltó una carcajada. Antes de que nadie pudiera reaccionar, Sombragrís lo depositó sobre su lomo con suavidad inesperada. El niño, aún riendo, le dio unos golpes nerviosos en el costado del lomo con la palma abierta y se aferró con fuerza a la crin, enterrando los dedos como si llevara toda la vida esperando ese momento.

Entonces, el mundo estalló. Sombra Gris arrancó a correr. No fue un galope. Fue un desgarro del aire. En un parpadeo dejó atrás el claro, los árboles, las sombras. Tan rápido que los ojos no pudieron seguirlo. Sirius y Rigel salieron tras él, relinchando, impulsados por un instinto imposible de contener, pero lo perdieron enseguida, tragados por la velocidad. Corrieron hacia el este. Y cuando levantaron la cabeza, Sombra Gris ya estaba en el oeste. Sus orejas se alzaron, confundidas, girando de un lado a otro. Cambiaron el rumbo, galoparon de nuevo, frenaron en seco, sin saber hacia dónde ir. El velocidad del viento los había superado por completo.

Los demás, aún ocultos entre los arbustos del bosque, no pudieron ver nada. Solo escucharon.
Las risas de Bum-Bum nacían y morían por todos lados, surgiendo de entre los árboles, alejándose, regresando, multiplicándose, como si el bosque mismo se riera con él. De repente Wong se puso en pie. Salió del escondite sin miedo, con una sonrisa tan amplia que parecía partirle el rostro en dos. Aquel gesto, en otro momento imprudente, ahora parecía inevitable. Los demás lo miraron desde el suelo, sin saber si imitarlo o seguir ocultos, atrapados entre el asombro y el temor. Wong alzó la voz, clara y firme, cargada de respeto.
  • El Señor de los Caballos ha aceptado al pequeño - dijo - El viento lo ha reconocido como digno.
Se giró hacia ellos, aún sonriendo.
  • Ya no somos intrusos - añadió - Es hora de presentarnos y de rendirle respeto.
El bosque, por primera vez, pareció asentir las palabras del guía. Y uno a uno, fueron poniéndose en pie. Emergieron de la maleza con cautela, como quien sale de un templo tras una revelación, todavía sin saber muy bien dónde termina lo sagrado y empieza lo mundano. Hojas y barro resbalaron por sus ropas, el bosque los devolvió a la luz a regañadientes.

Y como siempre… Cortés fue el primero en romper la solemnidad. Se sacudió la tierra de las rodillas, se limpió la ropa con exagerado cuidado y, tras escupirse en la palma de la mano, se pasó los dedos por el cabello, intentando domarlo con una dignidad tan absurda como decidida. Incluso estiró el cuello, hinchando el pecho.

Drake, a su lado, lo observó con una ceja alzada, incrédulo.
  • ¿Qué demonios estás haciendo, español?
Cortés sonrió, ladeado, y le guiñó un ojo.
  • Vamos a presentarnos ante un rey - dijo - Hay que ir acorde a la situación, Cuervo.
Aibori, que avanzaba unos pasos por delante, no pudo evitar soltar una risa breve y sincera. Se giró hacia él, con los ojos brillantes.
  • Así que… tontos y beatos, ¿eh?
Cortés alzó las manos en gesto de rendición.
  • Dicen que rectificar es de sabios, mi princesa - respondió con una reverencia exagerada - Y aunque no lo sea, me esfuerzo por algún día llegar a serlo…
Las sonrisas se extendieron entre el grupo, suaves, contenidas, pero reales. En aquel bosque cargado de leyenda y peligro, habían encontrado a un poderoso y veloz aliado.

Y ahora… caminaban hacia él.
Hacía un Rey…

Un Rey que no necesitaba corona.
Sombra Gris…

El Señor de todos los Caballos.

Continuará…
 
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