Capítulo 49 - ¡Arrodillaos ante el Rey Negro! - Los Cinco de Tortuga
Como cualquier otro avistamiento, el primer ojo que lo vio y la primera voz en dar la alarma fue la de Halcón. Y al escucharlo todos dejaron lo que estaban haciendo en esos momentos y se acercaron a la babor corriendo.
Desde la cubierta del Red Viper, la tripulación se agolpaba en silencio a lo largo de la borda. A lo lejos, sobre la línea turquesa del mar, emergía la isla de Tortuga. Primero fue solo una silueta oscura contra el amanecer, un perfil irregular que parecía flotar como un animal dormido sobre las aguas. Pero, a medida que se acercaban, la forma cobró vida: acantilados abruptos al norte, colinas verdes cubiertas de palmas y, más abajo, un puerto que hervía de movimiento.
Tortuga no se parecía a ninguna otra isla del Caribe. Desde el mar, ya se intuía que aquello no era un asentamiento común. Los muelles de madera, demasiado grandes para el tamaño de la isla, parecían devorar a los barcos que atracaban en ellos. Fragatas francesas, bergantines ingleses, galeones españoles con sus velas negras rasgadas o cubiertas de brea… todos convivían allí, bajo las mismas aguas, como bestias enjauladas; todos luciendo orgullosos banderas piratas, sin nación a la que representar, tan solo el negro como insignia y el blanco de los huesos como advertencia. Los mástiles eran tantos que parecían un bosque seco apuntando al cielo.
Al acercarse más, las casas aparecieron. Construcciones de madera, muchas levantadas de manera improvisada, unas sobre otras, como si hubieran crecido desordenadamente desde la playa hasta las laderas. Algunas parecían a punto de derrumbarse, otras estaban pintadas con colores chillones, y muchas exhibían banderas negras, jirones de velas capturadas o símbolos extraños pintados en sus fachadas. Las tabernas dominaban el paisaje: se veían balcones destartalados abarrotados de hombres, risas y peleas que llegaban hasta los barcos antes de atracar.
Los historiadores contarían que Tortuga había sido fundada por colonos franceses, luego tomada por españoles, y más tarde reconquistada, siempre disputada por las coronas. Que al final, abandonada a su suerte, había caído en manos de piratas, filibusteros y corsarios, convirtiéndose en su guarida más célebre. Pero los marineros hablaban de historias distintas. Decían que la isla estaba maldita, que cada ladrillo de las tabernas había sido comprado con sangre, que en las cuevas de la costa norte se hacían pactos con brujos africanos y chamanes caribeños. Algunos aseguraban que en sus colinas se oían tambores por las noches, y que el eco no era de hombres, sino de los muertos ahogados en la mar, reclamando su parte del botín.
Más adentro, detrás de las chozas y tabernas, se distinguían casas de piedra, más sólidas, donde se decía que vivían los capitanes más ricos. Y en lo alto de una colina, como vigilando todo el puerto, se alzaban los restos ennegrecidos de una fortaleza española, convertida en guarida de piratas. Su bandera había desaparecido, sustituida por estandartes negros que ondeaban con el viento, marcando quién gobernaba ahora aquellas aguas.
Grace, al timón, apretó la mandíbula. El lugar rebosaba de vida, pero no era una vida tranquila: era un hervidero, una olla a presión. Se respiraba oro, ron, violencia, y algo más profundo… un aire denso, como si la isla misma tuviera voluntad, como si hubiese nacido para tragar barcos, hombres y reinos enteros.
- Tortuga… - susurró Cortés a su lado, con una mezcla de temor y reverencia - El reino sin rey. La patria de los piratas.
- Creo que se equivoca señor - le contestó Ren - Este es el reino del Rey Negro.
Y mientras los cascos de los barcos se acercaban a los muelles abarrotados, todos en cubierta comprendieron que estaban a punto de entrar en la boca del mismísimo leviatán.
Las quillas del Red Viper y del Madra Ifrinn chocaron suavemente contra los pilones de madera ennegrecida. En el muelle, la recepción no fue la que uno esperaría en un puerto “civilizado”. No había oficiales, ni escribanos, ni amarras cuidadas. Allí los que esperaban eran hombres armados con sables, mosquetes oxidados y cuchillos colgando de las fajas. Algunos estaban borrachos, otros con los ojos inyectados en sangre, y muchos no eran más que viejos marineros con cicatrices imposibles de contar.
Los muelles eran un caos organizado. Mujeres de piel cobriza ofrecían frutas, ron y otras cosas menos inocentes a los recién llegados. Niños medio desnudos corrían entre cajas de contrabando, gritando como si el puerto fuera su selva personal. Y entre la multitud destacaban mercenarios de toda Europa, negros libertos armados hasta los dientes, esclavos fugitivos reconvertidos en corsarios, e incluso sacerdotes herejes que bendecían a los hombres antes de embarcar en nuevas correrías a cambio de un puñado de monedas.
Grace y el Perro fueron los primeros en bajar, seguidos de un grupo selecto de ambos navíos. Entre ellos estaba Ren, desatado ya, y con la boca demasiado suelta como para poder callar.
- Esto no es un puerto cualquiera, así que andad con mil ojos - empezó a decir, con un tono que oscilaba entre el miedo y la fascinación - Aquí no hay Dios al que encomendarse, ni ley a la que ceñirse, sólo piratas. Fijaos bien: cada taberna pertenece a un capitán, cada casa está marcada por la bandera que respeta. El oro fluye en las mesas, y el ron en las gargantas. En Tortuga el orden se impone a golpe de acero.
A medida que avanzaban por las calles embarradas, el panorama se volvía aún más brutal. Vieron a dos hombres matarse a cuchilladas frente a una taberna mientras los demás bebían sin inmutarse. A un grupo de mujeres, algunas blancas huidas de la servidumbre, otras africanas libres, arrastrando a marineros ebrios hacia callejones oscuros. Vieron esclavos escapados comerciando piezas de hierro robadas, y frailes que ya no predicaban el evangelio sino la codicia.
Ren señaló con la barbilla, con aire de un guía obligado a ejercer.
- Allí se reparten los botines… ¿veis esa mesa? Ahí deciden cuánto le toca a cada hombre. Y más arriba, junto a la roca, es donde se hacen los duelos… para el que discute demasiado.
Todos avanzaban tensos, las manos cerca de los sables y las pistolas de chispa. La isla parecía respirar violencia, como un monstruo que sólo esperaba que alguien diera el primer paso en falso para devorarlo. Entre insultos, peleas, embusteros y prostitutas; siguieron subiendo por la colina, hasta que el aire pareció cambiar. El ruido del puerto, la música, las carcajadas, los disparos esporádicos, todo se fue quedando atrás. Allí, en lo alto, se alzaban los restos ennegrecidos del fuerte español. Las murallas aún tenían cicatrices de cañón y las piedras manchadas de pólvora. Pero ahora, en lugar de la cruz de Castilla, ondeaba una bandera negra: la calavera coronada que sangraba por los ojos. El emblema del Rey Negro.
- El palacio del rey negro… - murmuró Ren con la voz rota, como si decirlo en voz alta pudiera traer desgracias - Aquí manda Gregor Malvaric. Nadie entra sin ser invitado. Y los que salen… - tragó saliva, bajando la mirada - los que salen nunca vuelven siendo los mismos.
El grupo se detuvo un instante frente a las puertas del antiguo fuerte, convertidas ahora en portal de la leyenda pirata. Un silencio pesado cayó sobre todos. Habían navegado mares imposibles, enfrentado dioses y monstruos, pero aquella mole de piedra parecía más peligrosa que cualquier abismo.
Los muros ennegrecidos del fuerte español se alzaban ante ellos como una tumba abierta. Nadie dijo nada al principio; sólo se miraron entre sí, tripulantes del Red Viper y del Madra Ifrinn, con los labios apretados y el pulso tenso. Era la primera vez en mucho tiempo que incluso los más fieros de ellos parecían preguntarse en silencio si avanzar o dar media vuelta y huir de aquella isla que respiraba violencia y anarquía.
A sus espaldas, el caos de Tortuga no daba tregua, recordándoles dónde estaban. Desde abajo llegaba el eco de un ajuste de cuentas, dos hombres rodando por el suelo entre charcos de sangre y barro, cuchillo contra cuchillo, mientras una multitud a su alrededor gritaba y apostaba sin inmutarse.
Más allá, en un callejón, una mujer negra arrastraba a un joven marinero borracho por el cuello de su camisa abierta. El chico reía, creyendo que se trataba de amor, hasta que vio el destello de un puñal y comprendió que acababa de vender su alma a cambio de una caricia.
Y en la plaza, justo al pie de la colina, un grupo de niños lanzaban piedras a un cadáver putrefacto colgado de una viga. El cuerpo giraba lentamente con la brisa, y cada piedra arrancaba pedazos de carne reseca mientras los pequeños reían con la inocencia cruel de los que han nacido entre piratas.
Los marineros de ambos navíos observaron todo aquello en silencio, y la duda creció como una sombra aún más oscura que los muros del fuerte. ¿Entrar a la guarida del Rey Negro… o abandonar el Caribe antes de ser devorados por él?
Ren, con las muñecas aún marcadas por las cuerdas, los observó uno a uno. Su sonrisa era amarga, resignada, como la de alguien que sabía que el destino no daba opciones.
- Podéis quedaros ahí, temblando como perritos frente a un trueno - dijo al fin, con voz baja pero firme - O podéis aceptar la verdad. Nadie navega en estas aguas sin el permiso del Rey Negro. Tarde o temprano, él se enterará de vuestra presencia. Y creedme… - sus ojos recorrieron cada rostro, deteniéndose un instante en Grace y luego en el Perro - es mejor presentarse ante él por voluntad propia que esperar a que os mande a buscar.
El silencio volvió a caer. El mar rugía a lo lejos, como un recordatorio de que ya no había vuelta atrás. La opción estaba clara, aunque nadie quisiera admitirlo: entrar y presentarse… o ser cazados como presas en el propio reino del terror.
Los portones del fuerte español se abrieron con un chirrido lastimero, como si los goznes no hubieran visto aceite en décadas. Al cruzar el umbral, los marineros esperaban encontrar guardias, mosquetes listos, la férrea disciplina de un bastión militar. En cambio, lo que hallaron fue un silencio desolador.
Las murallas interiores estaban cubiertas de musgo y grietas, con piedras desmoronadas que dejaban pasar los haces de luz. No había ni un soldado, ni un vigía en las almenas, ni una bandera ondeando en el viento. El eco de sus pasos y un caballo desnutrido que pastaba cerca de unos carros, era lo único que llenaba aquel vacío, amplificando la sensación de que caminaban por un cementerio.
Más adelante, la casa principal del gobernador se levantaba como un fantasma de lo que había sido algún día. Los cristales de las ventanas estaban rotos, dejando pasar ráfagas de viento que ululaban como lamentos. El yeso de las paredes colgaba en jirones, húmedo y ennegrecido, y las vigas se combaban como huesos viejos a punto de quebrarse. La puerta principal no estaba cerrada, sino abierta de par en par, destrozada por un antiguo cañonazo, los bordes quemados y astillados como una herida que nunca cicatrizó.
Grace, que había llevado la mano a la empuñadura de su sable en cuanto cruzaron los portones, soltó el aire y murmuró con un dejo de alivio.
- Al menos no hay hombres armados esperándonos dentro.
El Perro, más sabio por viejo que por Perro, soltó un gruñido gutural, sin apartar los ojos de la penumbra del interior.
Vihaan lo miró, confuso, inclinándose hacia él.
El Perro escupió al suelo, su voz ronca como la grava que pisaba su pata de palo.
- Porque un rey que no necesita hombres que lo protejan… es porque se cree intocable.
Un escalofrío recorrió a todos. La idea se extendió entre ellos como una niebla helada: ¿qué clase de poder podía tener un hombre para reinar sin espadas ni mosquetes a su alrededor? La ausencia de guardias no era signo de debilidad, sino de una seguridad absoluta, la seguridad del que gobierna mediante el miedo y el terror.
El silencio volvió a apoderarse del grupo, y de pronto, aquel fuerte en ruinas ya no parecía abandonado… sino el trono invisible de un soberano que no necesitaba ser visto para inspirar respeto y exigir obediencia.
Se detuvieron ante la puerta destrozada del viejo palacio del gobernador, la madera carcomida aún mostrando las astillas ennegrecidas del cañonazo que la había derribado. Nadie dio el primer paso; el aire que salía del interior olía a humedad, madera podrida y ceniza. Fue Ren quien, tras un largo silencio, murmuró con voz tensa.
- Seguidme… y no hagáis ruido.
Entraron de forma cautelosa, como si cruzaran el umbral de una mansión encantada. Lo primero que los recibió fue un gran salón, inmenso y vacío, con el techo tan alto que se perdía en la penumbra. La escalinata central, antaño majestuosa, se abría en dos brazos que ascendían hacia el piso superior. Pero las tablas crujían bajo cada paso, desgastadas, algunas rotas. Yrsa, que avanzaba con precaución, de pronto lanzó un pequeño grito ahogado: una de sus botas había quedado atrapada en un tablón hundido.
El eco del sonido recorrió el salón como un trueno, helando a todos. Bhagirath y MacFarlane se apresuraron a ayudarla, tirando hasta arrancar el pie de la trampa de madera podrida. El crujido final sonó como un gemido largo, como si la casa misma protestara por su presencia.
Subieron por la escalera con pasos cuidadosos, y los pasillos superiores se abrieron frente a ellos: corredores amplios, revestidos con lo que quedaba de un esplendor desaparecido. En las paredes colgaban retratos ennegrecidos de personajes ilustres: virreyes, almirantes y nobles españoles, sus rostros ahora irreconocibles por los cortes de espada que los habían atravesado o por las manchas de hollín que los cubrían.
- Ese de allí - susurró Ren, levantando apenas una mano hacia un cuadro rasgado - era el conde de Peñalba, gobernador de Santo Domingo en su tiempo. Y más allá, el retrato de doña Francisca de Guzmán, esposa de un virrey de Nueva España. - Se giró un instante hacia ellos, como un guía macabro - Cada una de estas paredes contaba la gloria de España… hasta que los Cinco de Tortuga decidieron juntarse y empezar a contar su propia historia.
Las miradas se cruzaron en silencio mientras avanzaban, observando habitaciones saqueadas: un antiguo comedor lleno de sillas rotas, un despacho con papeles deshechos por la humedad, una capilla privada con el altar arrancado y las imágenes de los santos decapitadas.
Grace, en voz baja, no pudo contener la pregunta.
- ¿Por qué hablas en susurros, holandés? - susurró.
Él se inclinó hacia ella, tan cerca que pudo sentir el olor a hierro viejo en su aliento.
- Porque es mejor no molestar a ninguno de los Cinco… - hizo una pausa, y alzó un dedo señalando una puerta cerrada en el pasillo, negra como un pozo - Y menos a Grimm.
Un escalofrío recorrió a varios. El apellido del Predicador quedó flotando como una sombra.
Siguieron avanzando, con el silencio aún más pesado sobre ellos. Y entonces, al fondo del corredor, lo vieron: un débil resplandor tembloroso, como el de una lámpara de aceite, se filtraba por la entrada de una gran sala. La luz era tenue, casi espectral, como si la misma casa respirara con ella.
Los hombres se miraron entre sí, sabiendo que cada paso los acercaba más al corazón de la fortaleza abandonada del Rey Negro. Entraron en la sala como si cruzaran el umbral de un juicio. El aire estaba denso, cargado de humo de tabaco y ron barato, iluminado solo por un par de lámparas de aceite que lanzaban sombras alargadas contra las paredes.
En el centro del desolado comedor, un gran escritorio desordenado dominaba la escena: mapas arrugados, cartas de navegación manchadas de vino, plumas secas, trozos de pergamino y un sinfín de botellas vacías se amontonaban como si aquel lugar fuese a la vez un despacho y una taberna.
Detrás del escritorio estaba él. Gregor Malvaric. El Rey Negro.
No llevaba corona ni ropajes de nobleza. Al contrario, su aspecto era tan salvaje como imponente: botas de cuero gastado, puestas sobre la mesa en una pose irreverente; una chaqueta negra desabrochada, adornada con galones arrancados a la fuerza de uniformes enemigos; la barba espesa, con mechones blancos como si la sal del mar lo hubiera marcado a fuego; y en su mano derecha, una botella de ron de la que bebía sin prisa, como si aquel momento no mereciera más solemnidad que un trago largo.
Dos hombres estaban de pie al otro lado del escritorio, dándole la espalda a los recién llegados. Susurraban algo con tono urgente, hasta que el chirrido de un tablón mal sujeto interrumpió la conversación.
El Rey Negro bajó las botas de la mesa con un golpe seco y, sin levantarse de la silla, clavó sus ojos en los visitantes. Había en su mirada un brillo extraño, mezcla de burla y de amenaza.
Ren, nervioso, dio un par de pasos apresurados hacia delante, inclinando la cabeza, pero antes de que pudiera abrir la boca, la voz del Rey Negro lo atravesó.
- Bienvenido seas Ren, mi cartógrafo favorito… - dijo con un tono grave, ronco, arrastrado por el ron y el tabaco, pero cargado de una fuerza que helaba la sangre - Veo que no vuelves solo.
Un silencio se hizo más pesado que el humo. La pregunta flotó en el aire, afilada como un cuchillo.
- Dime ojo, ¿Quiénes son estos que te acompañan?
La burla era evidente en la sonrisa torcida, pero en el fondo había algo más: un interés genuino, la curiosidad de un depredador que observa a sus presas antes de decidir cómo jugar con ellas.
Grace, el Perro, y el resto se quedaron inmóviles frente a él, alineados casi sin darse cuenta, como soldados ante un emperador.
Y allí estaba Malvaric, en el corazón de la fortaleza que parecía abandonada, más temible que cualquier rey coronado: un pirata que no necesitaba ejércitos ni guardias, porque su sola presencia llenaba el lugar de amenaza.
Su silueta, recortada por la luz oscilante de las lámparas, parecía la de un monarca de sombras, el Rey Negro del Caribe, cuya risa podía significar riqueza o condena, y cuya palabra, muerte o salvación.
Ren tragó saliva, el sudor deslizándosele por la sien mientras intentaba que su voz no le temblara. Dio un paso adelante, bajando la cabeza como si estuviera frente a un monarca ungido por dioses olvidados.
- Mi señor… - dijo con reverencia quebrada - Primero permitidme darle las gracias por recibirnos. Os presento a la capitana…
Pero antes de que terminara, Grace avanzó. Sus botas resonaron sobre el suelo de madera con un eco que parecía retumbar más de la cuenta en aquella sala silenciosa. Se plantó frente al escritorio de Malvaric, con la espalda recta y la barbilla en alto. Extendió su mano hacia él, con la seguridad desafiante de quien jamás baja la cabeza ante nadie.
El gesto apenas duró un segundo. Los dos hombres que habían estado hablando con el Rey Negro giraron de golpe, y en un parpadeo le apuntaron a la cara con pistolas de chispa, sus cañones negros a escasos palmos de su piel.
El mundo pareció contener el aliento.
Instantáneamente, detrás de Grace, un sonido metálico llenó la sala: el de las espadas desenvainadas, pistolas amartilladas y cuchillos listos para la sangre. Los hombres y mujeres del Red Viper y el Madra Ifrinn se habían movido al unísono, como un solo cuerpo que protegería hasta la muerte y sin dudarlo a la joven capitana.
El aire estaba cargado de pólvora y amenaza.
El Rey Negro no se movió. Se limitó a observar, sus ojos brillando como carbones encendidos en la penumbra.
Grace no apartó la mirada de los suyos. Con la misma calma con que se enfrenta una tormenta en alta mar, levantó lentamente la mano que aún tenía libre, la sostuvo en el aire y después la bajó despacio, como una ola que se retira tras golpear la costa.
- Bajad las armas - ordenó, sin apartar sus ojos desafiantes de Malvaric.
Uno a uno, los piratas obedecieron. La tensión seguía allí, suspendida, como un hilo de acero a punto de quebrarse, pero se replegaron. Grace, aún con los cañones de las pistolas sobre su frente, abrió la boca. Su voz fue firme, clara, orgullosa.
- Mi nombre es Grace O’Malley, aunque muchos me conocen como la Víbora Roja. Capitana del Red Viper hasta que la muerte decida lo contrario - Hizo una breve pausa, señalando con la mano al hombre que la escoltaba - Y este de aquí es Seamus O’Driscoll, el capitán al que llaman el Perro, dueño y señor del Madra Ifrinn.
La presentación no fue un simple gesto de cortesía: fue un desafío, una proclamación, una advertencia de que allí estaban no como súbditos, sino como iguales.
El Rey Negro sostuvo la mirada de Grace sin pestañear, como si buscara en sus ojos la grieta mínima por donde colarse. Con un gesto casi perezoso de su mano enguantada, ordenó a los dos hombres que bajaran las armas.
- Perdonad la falta de modales, Víbora - dijo con esa voz grave, hecha de hierro y humo, en la que la burla se mezclaba con la amenaza - Montoya y Leclair no suelen recibir muchas visitas… y menos aún saben cómo comportarse frente a una bella dama como usted.
Grace, al escuchar los nombres, volvió el rostro hacia los hombres que le habían apuntado.
A su izquierda, Isandro Montoya, ‘El Lobo de las Antillas’, era de complexión robusta, con la piel curtida por el sol caribeño y cicatrices que cruzaban su rostro mestizo como recuerdos grabados en carne viva. Sus ojos, oscuros y brillantes, tenían la misma fijeza que la de un lobo acechando en la penumbra. Colgando de su cuello, a plena vista, llevaba aquel collar de dientes humanos que lo hacía aún más temible.
Al otro extremo de la mesa, en contraste absoluto, se erguía Ambroise Leclair, ‘El Silencio de los Mares’. El francés permanecía casi inmóvil, alto y delgado como una sombra alargada. Sus cabellos grises, enmarañados, caían sobre un rostro inexpresivo, de labios sellados. No emitió palabra, pero su sola quietud imponía más que cualquier amenaza. Sus ojos azules, vacíos y fríos, parecían mirar a través de todos sin detenerse en nadie, como si el mundo entero fuera un ruido distante.
El Rey Negro, tras esa breve disculpa, regresó a su postura relajada: botas de nuevo sobre el escritorio, la botella en la mano, y la sonrisa torcida que jamás revelaba si era diversión o desprecio.
- Decidme otra vez vuestro nombre, bella dama. - La pregunta sonó como un juego y una trampa.
Grace sostuvo su mirada, firme, desafiante, y repitió.
- Grace O’Malley. Y no me tratéis de dama, pues no lo soy.
Los labios de Malvaric se curvaron en una media sonrisa.
- Imposible serlo, si ese es vuestro verdadero nombre. - Se inclinó apenas hacia adelante, dejando que el peso de sus palabras cayera como una losa - ¿Lo es?
El silencio que siguió fue casi físico, pesado, cargado de tensión. Las respiraciones contenidas de las dos tripulaciones parecían escucharse en aquella sala inmensa.
Grace no retiró la mano que aún mantenía extendida hacia él. Sus ojos brillaban con un destello entre orgullo y desafío.
- Soy consciente del peligro que conlleva mi nombre - respondió, con una leve sonrisa que era más un filo que un gesto amable.
Malvaric sostuvo la mirada un segundo más, midiendo cada palabra, cada gesto.
- Y aun así lo lleváis…
- Así es.
El Rey Negro dejó escapar una risa breve, áspera, como un trueno lejano, antes de alargar lentamente la mano para estrechar la suya. Pero antes de que pudieran entrelazarse, una voz irrumpió el silencio del salón.
Las bisagras de la puerta chirriaron, largas y ásperas, cuando una nueva figura apareció por ella. No lo hizo con sigilo ni con violencia, sino con una calma medida, casi teatral. Cada paso resonaba en el silencio como si lo marcara con intención. En una mano llevaba una manzana mordida, cuyo jugo resbalaba perezoso por sus dedos, y con la otra jugueteaba con el borde de su casaca negra.
Todos se giraron al oírlo. La figura caminaba con aire de dueño del lugar, como si aquel despacho fuese escenario y él, inevitablemente, el actor principal.
- Grace O’Malley… - pronunció el nombre con una cadencia que era tanto reverencia como burla - La temida Reina Pirata de Connacht. Una mujer que desafió a Inglaterra, que negoció cara a cara con la mismísima Isabel Tudor… y que murió, si la memoria no me falla, a principios de este mismo siglo.
Avanzaba despacio, cada frase un paso más cerca, sus botas marcando el ritmo de la historia.
- De ser cierta la leyenda, deberíais tener… ¿cuantos? - frunció el ceño, como si calculara de verdad, dejando que la tensión se estirara en el aire - Noventa… quizá cien años, si la fortuna os hubiese permitido llegar tan lejos.
Su sombra cayó sobre la mesa del Rey Negro, donde apoyó la cadera con desenvoltura. Sus dientes hundieron de nuevo la manzana y masticó lento, mirándola con descaro. Finalmente, bajó la fruta y con gesto burlón tomó la mano extendida de Grace.
- Felicidades - dijo con una sonrisa torcida, acercando sus labios a sus nudillos - Os conserváis de maravilla, capitana.
Grace sostuvo la mirada sin apartarse, fría como el filo de una daga. Fue entonces cuando su vista se posó en el sombrero del recién llegado: una pluma negra, larga, curvada como el ala de un ave nocturna. No necesitaba más para reconocerlo.
Bartholomew Drake.
El Cuervo del Caribe.
Drake era la viva imagen de la tentación y el peligro entrelazados. Alto, delgado, con una silueta que se movía como si el viento mismo lo empujara, desprendía un magnetismo oscuro. El cabello, negro azabache, caía en ondas desordenadas hasta los hombros, y la sombra de una barba perfectamente descuidada marcaba sus facciones angulosas. Sus ojos, oscuros como pozos sin fondo, brillaban con una chispa burlona que invitaba y repelía a partes iguales. Vestía un abrigo largo, negro como la medianoche, con detalles plateados que parecían relucir incluso en la penumbra. Bajo el sombrero adornado con la famosa pluma negra, su sonrisa era la de un hombre que siempre jugaba con ventaja.
Antes de que el silencio se asentara, fue Isandro Montoya quien lo rompió. El mestizo de rostro curtido por el sol y la sal soltó una carcajada seca y amarga.
- ¡Bah, Drake!… - escupió con desdén - Siempre pensando con la verga.
Giró su rostro hacia Grace, y la dureza de su mirada se volvió veneno.
- Y tú, zorra… ¿Tan pirata eres, qué hasta robaste tu propio nombre?
Un instante bastó. La tensión estalló como un cañonazo cuando Vihaan se adelantó con la velocidad de un rayo. En su mano, la flor de lis brilló con filo mortal, presionando contra la piel morena del cuello de Montoya. El acero apenas rozaba, pero ya era suficiente para arrancarle un leve hilo de sangre.
- Repite eso si te atreves, bastardo - susurró Vihaan, con los ojos encendidos como carbones al rojo vivo.
El silencio era absoluto. Todos los presentes se quedaron helados, observando la escena. Montoya, por un instante, mostró un destello de miedo real: las pupilas dilatadas, el sudor naciendo en su frente. Pero enseguida, casi como un mecanismo de defensa, estalló en una risa estrepitosa. Una carcajada que resonó entre las paredes como un rugido vulgar.
- Perdón, perdón… - dijo, entre risas, levantando las manos con fingida inocencia - Me he dejado llevar.
Vihaan, con el pulso firme, bajó lentamente el arma, aunque sus ojos seguían fijos como dagas en los del mestizo. Montoya, sin dejar de reír, volvió a clavar su atención en Grace. Esta vez la recorrió con la mirada de arriba abajo, con descaro lascivo, como un lobo hambriento midiendo a su presa. Escupió al suelo con desprecio, y con la voz cargada de veneno lanzó su disculpa que pareció un desafío.
- Os pido disculpas, capitana - dijo Montoya con media sonrisa, encogiéndose ligeramente de hombros - No soy precisamente conocido por mis modales.
Grace lo observó un instante, la comisura de los labios curvada en una sonrisa desafiante, y respondió con voz firme.
- Sé muy bien por qué se te conoce, Lobo.
Se giró un poco, posando la mirada afilada sobre Drake, y añadió, retirando la mano de las de él con un gesto decidido.
Luego giró lentamente hacia el francés, sus ojos clavados como dagas.
Finalmente, su mirada se detuvo en el centro de la sala, fija en el hombre que dominaba aquel reino de caos.
- Y, sobre todo, a ti, Gregor Malvaric, al que todos llaman el Rey Negro.
El Cuervo soltó una carcajada ronca, tragando de un solo bocado un trozo de manzana. Sus ojos brillaban con diversión y malicia mientras continuaba.
- ¿Recuerdas la última vez que alguien se atrevió a llamarte por tu nombre? - preguntó mirando a Malvaric, luego se giró de nuevo, e hizo una pausa teatral, dejando que el silencio se clavara como cuchillas en los presentes -…acabó colgado boca abajo, desollado hasta que la sangre brotó como un río rojo sobre la cubierta, mientras los cuervos se alimentaban de sus entrañas aún palpitantes. Aunque veo que no le temes a nada, cabellos de fuego.
Elevando la vista hacia Vihaan, con un gesto despreocupado que escondía filo en cada palabra, añadió.
- Y por lo que veo, tampoco es el caso de vuestro valiente protector… del cual me gustaría saber su nombre.
Todo esto ocurría bajo la mirada imperturbable del Rey Negro. Sus ojos, oscuros y profundos, no parpadearon en ningún momento, observando a cada uno, midiendo silenciosamente quién era digno de su atención y quién apenas un insecto a punto de aplastarse bajo su poder.
Vihaan inspiró con la calma de quien no teme lo que diga la muerte y habló con voz clara.
- Mi nombre es Vihaan Suryanarayanan.
El Cuervo alzó una ceja, divertido, y apoyando el dorso de la mano en la mesa, pidió teatral:
- ¿Puedes repetir tu apellido, jovencito?
Vihaan lo repitió sin titubear.
El Cuervo dejó escapar una risita y, con un gesto exagerado como si quisiera copiar una melodía, movió la mano junto a su oído y dijo en voz baja, saboreando las sílabas.
- Me encanta esa musicalidad… Sur-ya-na-ra-ya-nan… ¿Podrías repetirlo una última vez? Para que pueda disfrutar de esos matices…
Un segundo de tensión vibró en el aire. Grace, harta de la burla, gritó con voz cortante.
El Cuervo se encogió de hombros sorprendido por la insolencia, pero la sonrisa burlona no le abandonó. Se inclinó un poco hacia adelante, los ojos brillándole con malicia y preguntó, casi en broma.
- ¿Lo amáis, acaso? ¿Amáis a este hombre, mujer?
El silencio se hizo pesado. Grace se quedó un instante inmóvil, el rostro iluminado por la luz mortecina de la sala; luego, con una claridad que no admitía réplica, respondió.
- Así es. Amo a este hombre. Y mataré por él sin dudarlo, Cuervo.
Un murmullo se filtró por la estancia. Vihaan permaneció junto a ella, la mano rozando apenas el pomo de la espada, firme como un peñasco. El Rey Negro inclinó la cabeza, interesado, y su voz, profunda y cavernosa, llenó la sala con una carcajada que no era de alegría sino de hierro.
- ¿Qué os une con él, Víbora? - preguntó, afilando la palabra como una navaja.
Grace levantó la barbilla; la mirada del Rey la atravesó como un escalofrío. Pero no titubeó.
- Es quien gobierna mi corazón… y el padre de mi futuro hijo.
Un silencio más hondo que el anterior la envolvió. Luego el Rey Negro soltó otra carcajada, más terrible, más ancestral; sonó como madera vieja partiéndose.
- Así que la historia se repite - dijo con sorna - ¿También daréis a luz sobre cubierta, para luego ordenar un saqueo? ¿Como la legendaria Grace O’Malley?
Grace no se achantó. Su voz, firme y sin miedo, respondió con la misma contundencia con que había hablado antes.
- Si debe suceder así, estoy preparada para afrontarlo. No lo dudéis ni un segundo.
La carcajada del Rey se apagó en un susurro. Drake sonrió con esa mezcla de placer y peligro que le era natural; Montoya frunció el ceño, divertido; intercambiando miradas con Leclair; y en el rostro del Rey Negro, por una fracción de segundo, algo que pudo ser respeto asomó entre las sombras.
Sus ojos, negros y penetrantes, se clavaron ahora en el Perro. Su voz, grave y con un dejo de diversión, cortó el silencio de la sala.
- He escuchado muchas historias sobre ti, O’Driscoll… ¿Son ciertas?
El Perro, impasible, mantuvo la mirada fija en el que se auto proclamaba rey y respondió con voz seca, casi un susurro que parecía atravesar la estancia.
- Depende de quién se las haya contado.
El Rey arqueó una ceja, divertido, y le dio un largo trago a su botella antes de preguntar.
- ¿A qué te refieres?
- Si se lo preguntas a un lord inglés - replicó el Perro, con la misma mirada de escrutinio - posiblemente os hable mal de mí. En cambio, si le preguntáis a un marinero, aún os hablará peor.
El Rey Negro soltó una carcajada que retumbó entre las paredes desordenadas del salón y, levantando la mano con gesto teatral, señalando a Yrsa.
- Y tú… ¿quién eres, guerrero? Nunca había visto a alguien igual.
Yrsa dio un paso al frente, firme, con la espalda recta y la mirada desafiante.
- No ser guerrero - dijo con voz segura - Ser Herrera. Svalbard ser mi hogar, tierra de Odín y Freya.
El Rey la observó un instante, confundido al descubrir que se trataba de una mujer, y rápidamente giró la mirada hacia el resto de la tripulación.
Macfarlane se adelantó un poco y comenzó a hablar.
El Rey lo interrumpió con un gesto de impaciencia, señalando hacía otro lado.
- Tú no, cara cortada; se ve a la legua que eres un jodido escocés. Me refiero al hombre a tu derecha, el que se oculta tras ese bigote.
Bhagirath, con la vista al frente, erguido como si estuviera en acto de revista ante un general, respondió con voz clara y firme.
- Mi nombre es Bhagirath Patil, antiguo sepoye y arrepentido por serlo.
El Rey Negro arqueó la ceja, intrigado.
Bhagirath, sin vacilar, se lo explicó.
- Serví como soldado del ejército colonial indio, sirviendo bajo órdenes extranjeras. Cuando me di cuenta de mi error, renuncié a ello y busqué redención, por eso estoy aquí.
Malvaric los observó uno a uno, los ojos oscuros recorriendo cada gesto, cada respiración contenida, mientras se daba pequeños golpecitos en los labios con el cuello de la botella apoyado sobre ellos.
- Formáis un grupo peculiar - dijo, la voz grave y pausada - debo admitirlo.
De repente quitó las botas de la mesa, apoyó los codos sobre la madera y sopló un par de veces dentro de la botella, haciendo que el líquido tintineara con un leve sonido metálico. Su mirada fija en cada uno de ellos, como evaluando el valor de su presencia.
- Decidme entonces, ¿qué buscáis en el Caribe?
La pregunta cayó en la estancia como un peso, mientras un silencio tenso envolvía la sala. Todos sabían que debían permitir que hablara la capitana del Red Viper.
- ¿Qué buscan todos los piratas, Rey Negro? - replicó Grace, con firmeza, levantando la barbilla y manteniendo la mirada en él.
Malvaric negó con la cabeza sin dejar de soplar la botella, y su voz sonó fría.
- No respondáis nunca a una pregunta con otra pregunta. Es de mala educación, capitana. Hablad. ¿Qué os trae al Nuevo Mundo?
Grace tragó saliva, pero habló con decisión.
- El hambre del saqueo y la sed de oro - explicó, su voz temblando apenas visible - He oído historias, promesas de tesoros escondidos, de ciudades enteras llenas de oro que esperan ser reclamadas.
El Rey Negro la observó durante unos instantes, los ojos fijos y oscuros como la noche, y dejando la botella sobre la mesa, se reclinó en el respaldo de su silla. Su postura reflejaba un desagrado contenido, un fastidio silencioso por la respuesta.
Grace, nerviosa e impaciente, volvió a insistir.
Malvaric no la miró, la voz profunda y sin ningún atisbo de emoción.
- No creo en nadie, Grace O'Malley. Y gracias a ello, sigo vivo. ¿Sabes cuántas personas pasan cada día por este escritorio pidiendo permiso para saquear en mis aguas? Demasiadas. Pensaba que esta vez sería distinto, al veros entrar… tan distintos, tan peculiares, y ni más ni menos que con el legendario Perro entre vosotros. Creí que me alegraríais el día.
Se inclinó ligeramente hacia adelante, apoyando los codos sobre la mesa, y sus palabras se hicieron más frías, más punzantes.
- Pero ya veo que solo sois una panda de piratas vulgares, como el resto. Tan solo movidos por la codicia y la sed de sangre.
Grace y Malvaric se sostuvieron la mirada en silencio un largo rato, dos fuerzas que se tanteaban sin palabras. Entonces el Rey Negro se levantó con parsimonia, caminó hasta un armario y abrió un cajón con el crujido de quien sabe que cada ruido cuenta en un lugar así. Entre papeles amarillentos sacó un rollo de pergamino; sus manos, grandes y curtidas, lo desenrollaron con ceremonia.
Con un gesto lento, metió el sello al fuego y, sin perder la compostura, estampó la cera negra sobre el pliego: la mano abierta que era emblema y ley en aquellas aguas. El sello chisporroteó un instante y quedó frío, brillante, imprimiendo su sombra sobre la pergamino como una sentencia.
- Tomad - dijo luego, tendiéndoselo a Grace con la misma mezcla de ironía y solemnidad que le presidía - Llevadlo siempre con vos.
Repitió la maniobra y entregó otro pergamino al Perro, que lo tomó con los dedos sin apartar la vista del hombre que los examinaba.
- No lo perdáis jamás - advirtió - Mostradlo siempre que alguien os lo pida, da igual si es pirata o si sirve a una corona. Con este documento podréis navegar mis aguas sin que mis hombres os detengan.
Grace alzó la mirada, la chispa de la determinación en sus ojos, y leyó el sello: la Mano Negra se recortaba en cera negra, y en torno al emblema unas palabras escritas a mano que olían a mar y a amenazas.
- ¿Con esto podremos navegar sin temor a represalias? - preguntó, esperando la confirmación que siempre se compra con la sangre de alguien.
Malvaric cerró el cajón con un golpe seco y negó con la cabeza, la boca curvándose en una sonrisa que no alegraba el alma.
- No - respondió, lento - Yo no he dicho eso. Una cosa es que os dé permiso para cruzar mi reino, y otra muy distinta es que seáis libres para hacer lo que os plazca en él.
Se sentó de nuevo, apoyando los codos en la mesa, y su mirada recorrió a cada uno de ellos como quien enumera condiciones de un pacto.
- Mi sello os abre puertas y cierra bocas en mis aguas. Mis capitanes no os detendrán, y mis hombres no os confiscarán los pertrechos si lo mostráis con respeto y si tienen un buen día. Pero no confundáis la hospitalidad con debilidad - añadió con voz grave - No autoricéis saqueos indiscriminados, ni venganzas personales que pongan en peligro mi comercio o mi trono. Si abrís fuego contra mis aliados o contra los navíos a los que amparo, este pergamino será poco consuelo. ¿Me entendéis?
Grace apretó el pliego entre las manos, sintiendo el relieve del sello como un latido ajeno. A su alrededor, la sala contuvo la respiración: era una concesión, sí, pero con el filo de un aviso clavado por detrás.
- Entendido - respondió ella con firmeza - No buscamos aliarnos con quienes nos protegen para luego hacer lo contrario. Queremos paso, no impunidad.
El Rey la miró un segundo más y asintió como quien cierra un trato que le puede divertir o perjudicar, según el día.
- Entonces habéis de recordar otra cosa - añadió, y la voz se volvió cuchillo - en el Caribe, las lealtades cambian con el viento. La Mano Negra exige tributo cuando corresponde, y castiga cuando la traicionan. No seáis necios: guardad el sello pero no confiéis demasiado en él.
Grace guardó el pergamino junto al resto de sus recuerdos, sintiendo que aquel papel había cambiado el rumbo de su viaje y, quizá, el de todos los suyos. El Perro enrolló el suyo con gesto cuidadoso y lo guardó dentro del chaleco, cerca del corazón.
Fuera, la isla seguía respirando su caos rumoroso; dentro, la alianza se había firmado, no con promesas y manos estrechadas, sino con papeles y advertencias. Y mientras el Rey Negro volvía a apoyar las botas en la mesa, la sombra de su sonrisa pareció prometer que nada sería jamás tan simple como un permiso escrito.
- Ahora, largaos - dijo Malvaric con desgana - Tengo asuntos importantes que tratar que no os incumben.
Ren hizo una reverencia tan baja que casi tocó la madera del suelo, murmuró un agradecimiento y con un gesto de la mano indicó a los demás que le siguieran. Las cuatro leyendas piratas volvieron a juntarse alrededor de la mesa: susurros, risas cortadas, promesas envenenadas que los que marchaban no llegaron a escuchar. Grace se giró y, antes de poner un pie fuera de la estancia, cruzó otra vez la mirada con Gregor Malvaric. No oyó las palabras que sus labios traicioneros insinuaban; no hacía falta. La intención estaba en esa mirada: permiso, sí, pero vigilancia sin tregua. Tendrían carta real, pero no confianza.
El Perro se inclinó y le rozó la oreja con un susurro áspero.
- Creo que este salvoconducto no sirve de nada, capitana. Todo este teatro solo ha servido para que ese Rey sepa quien somos y tenernos controlados.
Grace apretó el pliego del pergamino entre los dedos un instante, sintió la cera fría como un juramento ajeno, y respondió en voz baja.
- Lo mismo pienso yo, Perro. Lo mismo pienso yo…
Salieron y Ren cerró la puerta con cuidado, como si al menor ruido pudiera romperse el equilibrio que allí se había firmado. Hicieron dos pasos por el corredor, el murmullo de la sala quedó atrás; el holandés alzó la mano para indicar el camino y, de pronto, se detuvo como si un filo le hubiera recorrido la nuca.
Allí, justo a un lado del pasillo, de pie como un interrogante, estaba Silas Grimm.
Era alto y obeso hasta la exageración, una columna de carne que parecía desafiar la gravedad con una calma monstruosa. Su cráneo brillaba bajo la luz mortecina; no tenía cabello, y la ausencia le daba un aspecto aún más tenebroso. El rostro, carcomido por arrugas rígidas, solo empeoraba la impresión: Grimm no era viejo; era inmutable. Cadenas pesadas colgaban de su torso y tintineaban con un sonido metálico y lento cada vez que respiraba. Entre sus manos, encadenado al cuerpo por una correa de hierro clavada al cinturón, yacía el último evangelio: una pieza negra, gastada en las esquinas, con páginas que olían a humedad y a pólvora. Aquella reliquia pendía como un corazón encerrado.
Su presencia tenía un borde siniestro: no era la violencia la que emanaba de él, sino la consumación de la propia muerte. Como si fuera un emisario de un lugar donde las plegarias y las sentencias se hubieran hecho una misma cosa. Su voz, cuando murmuró, no fue un saludo; fue un rezo roto entre dientes, unas palabras apenas inteligibles que se agolpaban como salmos secretos: consonantes antiguas, invocaciones que a los oídos de los presentes parecían esconder pesadillas.
Al pasar junto a él nadie se atrevió a sostenerle la mirada. Los ojos de Silas Grimm, fríos, pequeños, como si mirasen a través de la carne hasta ver lo que quedaba en el alma; recorrieron al grupo con una paciencia de verdugo. Murmuraba, sin detenerse, y había en ese murmullo el ruido de campanas en una iglesia vacía, las paladas de un enterrador sellando una tumba, el graznido de un cuervo en la oscuridad de un cementerio. El Perro notó el silencio caer como una losa sobre los hombros; Grace notó cómo la piel se le erizaba en la nuca; Vihaan apretó el paso con una ligera tensión en los dedos de sus manos. Incluso Ren, que sabía moverse entre las sombras de aquella isla, mantenía la cabeza baja y los pasos medidos.
Mientras pasaban enfrente de él, Grimm no levantó la voz. Sus labios se movían despacio y, sin que ninguno supiera bien por qué, parecía como si enumerara nombres que nadie quería escuchar, miradas que parecían sumar deudas pendientes, pecados anotados como cuentas. El tintineo de sus cadenas marcó el ritmo de la marcha: un compás fúnebre que acompañó sus pasos hasta dejar atrás la antesala del trono y la fortaleza silenciosa de Tortuga.
El último de los cinco, y sin duda el más tenebroso de todos.
La presencia del ‘Predicador de la muerte’ fue un augurio. Una señal divina o quizás demoniaca, de que por mucho sello real que llevaran encima, debían navegar con los ojos bien abiertos.
Continuará…