Un viaje inesperado

No lo había dicho en serio de todas formas.
En cualquier caso, conocida la explicación que no la recordaba, la entiendo entonces.
Pero es que está generalizando por unos cuantos miserables.
Como dijo MiCaballero no hemos sido unos santos. En realidad ninguna nación se salva del pecado.
Creo que junto a los ingleses, aunque ellos nos ganan de calle, la corona española en el pasado, digamos que deja bastante que desear, jeje
 
He visto que el Chat GPT puede crear imágenes a partir de una descripción. He estado haciendo pruebas de como serían los personajes según me los imagino. ¿Os molaría que los compartiera? Algunos han quedado muy guapos jaja
 
Capítulo 47 - Los secretos del Caribe: Cinco velas negras, un solo terror

En aquellos tiempos se decía que el Caribe era un paraíso, pero en realidad era un tablero de ajedrez manchado de sangre y oro. Las aguas azules, preciosas y hermosas, escondían tiburones hambrientos, las selvas densas, como las palabras de un predicador, eran el hogar de depredadores implacables; pero sin duda, los más voraces caminaban sobre dos piernas, enarbolando banderas de España, Francia, Inglaterra u Holanda.

La mayor parte de aquellas islas estaban bajo dominio español, protegidas por fortalezas de piedra y cañones que vigilaban los puertos. España había levantado un imperio gigantesco, y desde Cuba, Santo Domingo o Puerto Rico, controlaba las rutas que llevaban la plata de Potosí y el oro de México hasta Sevilla. Pero aquel poder era codiciado, y las demás potencias no pensaban quedarse atrás. Ingleses, franceses y holandeses se adueñaban de cayos y bahías, fundando colonias a escondidas, desafiando la autoridad de la Corona.

En medio de aquel pulso imperial y como respuesta natural a su despiadado poder, surgieron los piratas, corsarios y filibusteros. Algunos navegaban con patentes de corso firmadas por reyes, otros lo hacían por cuenta propia, todos unidos por el hambre de botín y libertad. El Caribe era su reino, y islas como Tortuga, Port Royal o Nassau, se convirtieron en sus guaridas. Allí no mandaban los reyes ni los virreyes, sino la pólvora, el ron y el filo del cuchillo.

La vida era dura y efímera. El azúcar, el tabaco y la trata de esclavos llenaban los bolsillos de los poderosos, mientras que los pueblos originarios y los africanos encadenados sufrían bajo el látigo colonial. El sol abrasaba las espaldas, la fiebre se llevaba a muchos antes de envejecer, y la ley solo alcanzaba hasta donde llegaba el mosquete del soldado.

Pero también era un mundo de leyendas: tesoros enterrados, barcos fantasmas, ciudades sumergidas. Para los piratas, el Caribe no era un infierno ni un paraíso, sino la promesa de vivir libres aunque fuera poco tiempo, de beber hasta el amanecer, y de desafiar a los imperios con cada abordaje.

La situación era inestable. En aquellas aguas no solo había que temer a los soldados de un rey lejano, sino también a corsarios traidores y piratas rivales que competían por hacerse ricos. Un mundo sin lealtades, donde cualquiera podía ser enemigo si había oro de por medio. Grace lo sabía bien; lo había aprendido de niña: el mejor lugar para empezar a comprender un puerto desconocido no era la iglesia ni la plaza del mercado. Era una taberna.

Como solía decir siempre, con media sonrisa y una copa en la mano:
  • Hay solo dos maneras de sacarle información a un hombre… o emborracharlo, o apuntarle a las pelotas.
Las jarras golpearon la mesa dejando un rastro de espuma que enseguida manchó la madera húmeda y oscura. Grace levantó la suya, probó un trago largo y dejó escapar un suspiro satisfecho. La cerveza estaba caliente y áspera, pero sabía a puerto, a tierra firme, a ese respiro que tanto necesitaban. Se acomodó en un rincón apartado de la taberna, con buena vista a la sala y la espalda contra la pared, como todo capitán precavido.

Cortés ya había empezado su juego: con el brazo sobre los hombros de dos soldados de la Corona, reía a carcajadas mientras llenaba sus jarras sin medida. Yara, con la mirada encendida y el acento que se deslizaba como canto, se sumaba al engaño con naturalidad, arrancándoles confesiones entre risas y promesas de baile. Ellos, embrutecidos y con la lengua suelta, no sospechaban que cada palabra que dejaban caer era recogida con precisión por sus interlocutores.

En otro punto de la taberna, Snatch se movía entre mesas como una sombra. A su lado iba Caitlin, una mujer irlandesa de melena encrespada y ojos verdes que destellaban con la chispa del whisky. Jugaban al mismo oficio: seducir confidencias, robar secretos entre brindis, mover palabras sobre mesas ajenas.

El Perro, en cambio, se mantenía en silencio. Desde su rincón enfrente de la capitana, encendió la pipa y dejó que las brasas iluminaran su rostro curtido. El humo se enroscaba en espirales lentas mientras sus ojos lo registraban todo: las cartas que se repartían en la esquina, las manos que iban demasiado rápido hacia una daga bajo el cinturón, la risa nerviosa de un marinero que ocultaba traición. Escudriñaba como un perro que olfatea el aire, desconfiando de todos, incluso de aquellos que reían demasiado alto.

Grace lo observó por un instante, con esa seriedad impenetrable de lobo viejo, y luego regresó a su jarra. El ruido de la taberna la envolvía: canciones desafinadas, mesas volcadas, insultos que se transformaban en abrazos, abrazos que un segundo después se convertían en cuchilladas. Aquel caos tenía su propia armonía, y ella, lejos de sentirse extranjera, se reconocía en él. Sonrió, bebiendo de nuevo, relajada, como si aquel estrépito fuera el arrullo más cálido que conocía.

Allí, entre humo, ron y acero escondido, Grace estaba en casa. Una casa que siempre olía a peligro.

Las horas se deshicieron entre jarras vacías y risas entrecortadas. Poco a poco, como si el azar los devolviera a la misma órbita, los espías del Red Viper y del Madra Ifrinn fueron regresando a la mesa donde esperaban Grace y el Perro. Nadie se sentaba de golpe, ni todos a la vez: primero Cortés, limpiándose con disimulo la boca con la manga; luego Yara, fingiendo todavía una sonrisa de taberna; más tarde Snatch, que escondía bajo su chaleco un par de monedas recién ganadas en una partida; y por último Caitlin, que se dejó caer en la silla como quien no debe nada a nadie.

El bullicio de la taberna seguía siendo un escudo. Entre el estruendo de voces y golpes, podían hablar en susurros sin temor a ser escuchados.
  • Bien - gruñó el Perro, lanzando una bocanada de humo que se perdió en la penumbra - ¿Qué habéis sacado?
Cortés intercambió una mirada con Yara, y fue Caitlin quien se inclinó hacia delante, los codos sobre la mesa, los ojos chispeantes por la mezcla de cerveza y secretos.
  • He escuchado algo que os gustará - dijo con un tono casi divertido - Una historia que los soldados cuentan con más miedo que sorna… sobre un pirata al que llaman Bartholomew Drake, el Cuervo del Caribe.
Grace arqueó una ceja, interesada. Caitlin bajó la voz, disfrutando de cada palabra como si tejiera un conjuro.
  • Dicen que es inglés, aunque nadie está seguro de dónde nació. Siempre viste un abrigo negro largo como una noche sin luna. Su bandera es un cuervo con las alas abiertas sobre un timón, y cada barco que saquea lo marca con una pluma negra. Un recordatorio de que estuvo allí… y de que puede volver en cualquier momento.
El Perro soltó un bufido incrédulo.
  • Supersticiones para borrachos.
  • No lo sé, capitán. Puede ser… - replicó Caitlin con media sonrisa torcida - Aunque los hombres juran que es verdad. Dicen que Drake nunca ha sido capturado. Que las veces que lo han tenido contra las cuerdas, el mar mismo lo ha tragado para devolverlo al día siguiente. Y cuentan - y aquí su voz se volvió más grave - que tiene un pacto con las brujas de Jamaica. Que ellas lo protegen, que alimentan a sus cuervos y que nadie puede darle muerte mientras conserve su pluma negra en su sombrero.
Grace, a la que le encantaban aquellas historias, escuchaba fascinada como El Ojo del Cuervo, el navío de Drake se enfrentó una vez a tres bergantines franceses y nadie sobrevivió para contar cómo. Solo encontraron las naves a la deriva, con las velas cubiertas de cuervos.
  • Algunos afirman… - concluyó Caitlin - que Bartholomew puede ver a través de las aves. Otros que ni tan siquiera es humano, sino un mestizo entre cuervo y hombre.
Yara asintió despacio, sin quitarle la vista de encima.
  • Yo también lo he oido nombrar una vez. No es cuento para asustar a niños… su nombre viaja por los puertos como una sombra.
El Perro masculló, apretando la pipa entre los dientes.
  • Un brujo con abrigo negro… ¡Ja! Ya veremos si sangra como los demás.
Grace, sin embargo, dejó escapar una carcajada suave, paladeando la intriga.
  • Un cuervo que sobrevuela el Caribe… suena como alguien con el que, tarde o temprano, me encantaría acabar cruzándome.
La mesa quedó en silencio un instante, las palabras de Caitlin calando entre ellos, mezclándose con el rumor de la taberna. Afuera, tras las ventanas, el puerto dormía; pero dentro, entre humo, cerveza y cuchicheos, la noche seguía viva.

Snatch, que hasta ese momento había permanecido con los brazos encima de la mesa y la jarra medio vacía, se inclinó hacia delante con una sonrisa socarrona. El brillo de sus ojos se confundía con la luz amarillenta de las velas que apenas vencían la penumbra de la taberna.
  • Yo también traigo un cuento - empezó, dejando que el silencio se hiciera alrededor suyo - Uno que no es leyenda de borrachos, sino carne y sangre. Hablan de Isandro Montoya, al que llaman el Lobo de las Antillas.
Los demás lo miraron en silencio. Snatch bajó un poco la voz, casi teatral.
  • Nacido en Santo Domingo, mestizo, hijo de esclava y de un español. Sirvió como corsario de la Corona hasta que lo traicionaron. Lo dejaron pudrirse, sin paga ni honra. Y ese día juró que jamás volvería a obedecer a ningún rey. Se convirtió en pirata, y con su bergantín, la Sombra Roja, empezó a hacer justicia a su manera.
Dio un sorbo lento a la jarra y continuó.
  • Su barco es temido en todo el Caribe, porque ataca de noche, sin aviso. Los hombres dicen que aparece como una sombra y desaparece igual, sin dejar rastro, como si el mar mismo lo tragara. Nunca perdona una traición. Y lleva al cuello un collar de dientes humanos… - sonrió de medio lado - Y no, no son de adorno.
Hubo un murmullo entre la mesa. Algunos apretaron los labios, otros se removieron en su asiento. Grace, sin embargo, sonrió divertida.
  • Vaya, Perro - dijo con tono burlón, alzando la jarra en dirección a su compañero - Parece que ya no eres el único can surcando los mares.
El Perro ladeó la cabeza, echando humo de la pipa antes de replicar con su voz ronca.
  • Y tú tampoco eres la única roja del Caribe, capitana.
Las carcajadas estallaron en la mesa, incluso en medio de la tensión que traían aquellas historias. La taberna rugía con el mismo eco: peligro, ron y muerte, pero allí, en esa esquina, los piratas encontraron por un momento algo más ligero que la carga de la mar.

Snatch seguía contando historias de la Sombra Roja y de su capitán. Nadie había visto jamás a Montoya abordar un barco, solo los cuerpos que quedaban después. Se decía que su navío no proyectaba sombra bajo la luna llena y que sus enemigos oían aullidos antes de morir. Las leyendas contaban que una vez fue herido por un mosquete inglés y cayó al agua. Decían que regresó al puerto tres días más tarde, con el barco enemigo remolcado por cadenas, lleno de cabezas clavadas en los cañones. Algunos marineros creían que vendía su alma por cada batalla ganada y que ya no le quedaba nada que vender.

Yara dio un trago lento a su jarra antes de hablar. Su voz era grave, cargada de ese acento suyo que volvía cada palabra más misteriosa. Se inclinó hacia delante, dejando que la llama de la vela iluminara apenas su rostro, y con calma empezó a hablar.
  • Yo también conozco un nombre… Ambrose Leclair, al que llaman el Silencio de los Mares.
La taberna, ruidosa hasta hacía un instante, pareció apagarse un poco a los oídos de quienes estaban cerca. Nadie quiso interrumpirla.
  • Dicen que fue monje, en algún monasterio de Bretaña - continuó - Vivía en paz, hasta que un ataque inglés arrasó las piedras sagradas que llamaba hogar. Vio a sus hermanos caer, uno tras otro, entre fuego y sangre. Y allí, entre ruinas, juró dos cosas: vengarse… y no volver a pronunciar jamás una palabra.
Hizo una pausa, dejando que todos imaginaran aquella escena.
  • Desde entonces - prosiguió en un susurro áspero - comanda su navío, Le Fantôme Gris. Siempre en absoluto silencio. No se oyen cañonazos, ni gritos de guerra. Solo el crujir de la madera cuando su sombra se abalanza sobre ti. Sus hombres lo obedecen sin chistar, solo a base de señas… y de miedo.
Yara bajó la voz aún más, casi como si temiera que el propio espectro pudiera oírla.
  • Se dice que si ves su barco al amanecer, tus días están contados. Que es inmortal, un alma maldita vagando por los mares, condenado a cobrarse vidas en pago por aquella masacre que destruyó su fe.
Un silencio helado quedó en la mesa, solo roto por el bullicio lejano de la taberna. Cortés se persignó, otros cruzaron miradas inquietas. Grace bebió un sorbo para romper la tensión y soltó un suspiro burlón.

El Perro, en cambio, echó humo de su pipa, y con una sonrisa torcida murmuró:
  • Pues yo prefiero un enemigo que grite. Al menos así sabes cuándo viene la muerte en tu busca.
La mesa estalló en murmullos y alguna risa nerviosa, intentando alejar el frío que la historia de Yara había dejado en el aire. La leyenda de un hombre tan atormentado que llevaba más de veinte años sin hablar. Al mando de una tripulación tan muda como él, que no pisaban tierra firme más que para enterrar vivos a los traidores. Rumores que contaban que él mismo se había cortado su propia lengua y que aún la guardaba en un frasco, intacta.

Las jarras chocaron, el bullicio de la taberna era constante, pero cuando Cortés apoyó los codos sobre la mesa y bajó la voz, los que escuchaban se inclinaron hacia él como si las paredes mismas pudieran espiar.
  • Si creíais que los nombres de antes eran temibles - dijo con esa sonrisa socarrona - esperad a escuchar la historia de Silas Grimm.
Un silencio pesado rodeó la mesa.
  • Dicen que era inglés… aunque algunos aseguran que nació en una prisión flotante.
Grace alzó una ceja, riendo entre dientes:
  • ¿Hong Long?
Cortés se encogió de hombros con teatralidad.
  • No lo sé, capitana. Otros juran que lo ahorcaron y que volvió de entre los muertos. Es difícil saber que historia cuenta la verdad.
  • Podría ser ninguna…
El Perro gruñó como si ya no soportara tanta superstición. Cortés lo ignoró y continuó.
  • Lo llaman el Predicador de la Muerte. Capitán de un galeón negro llamado ‘El Lamento’. Dicen que su cubierta está marcada con símbolos tallados a cuchillo, y que navega sin faroles, como un espectro en la noche. Su vela principal… - bajó la voz aún más - está hecha de piel humana.
Grace se atragantó con su cerveza, cubriéndose la boca con la mano mientras reía nerviosa.
  • ¡Eso sí que es imaginación!
Cortés, impasible, prosiguió:
  • Cuentan que no grita órdenes, susurra salmos, como si rezara por las almas que va a arrebatar. Tiene la voz calmada de un sacerdote… y la mirada vacía de un cadáver. Dicen que fue torturado durante la Inquisición. Ahora lleva un libro encadenado al pecho, el Último Evangelio, y en él escribe los nombres de todos los que mata. Dicen que los que han intentado leerlo han perdido la vista al instante. Y que cuando el libro se llene, el infierno vendrá a reclamarlo… y a todos los que estén escritos allí. Un soldado me ha dicho que entonces Grimm morirá y el mar… morirá con él. Su bandera es una guadaña, hecha de huesos reales. Sus velas no ondean con el viento, sino con el aliento del demonio…
Un silencio escalofriante recorrió la mesa. Incluso Grace, divertida al principio, notó un nudo extraño en la garganta. El relato tenía algo demasiado preciso, demasiado oscuro.

Cortés remató.
  • Grimm nunca ríe, nunca corre… nunca perdona.
Se inclinó un poco más.
  • Dicen que se unió al rey de los piratas como su ejecutor personal. Nadie sabe si le es leal… o si solo espera el momento de reclamar su alma. El Rey Negro lo mantiene cerca porque no puede matarlo, y al mismo tiempo lejos porque teme que sea él quien lo mate.
De repente, el Perro que parecía distraído con la mirada fija en la oscuridad de la taberna, golpeó con su puño contra la mesa, haciendo saltar las jarras.
  • ¿¡Quién has dicho, español!?
Cortés lo miró, sorprendido.
  • El Rey Negro. ¿Lo conocéis?
El Perro masculló con rabia contenida.
  • Maldita sea…
Grace se inclinó hacia él, desconcertada.
  • ¿Qué sucede, Perro?
Seamus soltó el humo de su pipa con un bufido, los ojos clavados en la madera de la mesa.
Se hizo un silencio solemne antes de que empezara a hablar.
  • Gregor Malvaric. El Rey Negro…
Yara había escuchado aquel nombre, en realidad todos lo hicieron. El nombre del Rey Negro salía en todas las conversaciones habidas y por haber.
  • Croata de nacimiento, criado entre esclavos liberados en las costas de Jamaica - dijo la Yoruba - Aunque nadie sabe de dónde vino, con certeza. Algunos dicen que era hijo de un verdugo otomano… otros, que nació en la bodega de un barco. Se auto proclamó Rey de los Piratas, y nadie lo ha desafiado jamás. Gobierna Tortuga, no con coronas… sino con fuego, oro y miedo.
El Perro apoyó los puños sobre la mesa mientras la cubana hablaba, la mirada cargada de gravedad. Cortés continuó la historia.
  • Su barco es La Corona Rota, un galeón español robado y reforzado con hierro negro forjado en Port Royal. Su mascarón es un trono ardiente, su bandera, una calavera coronada que sangra por los ojos. Se dice que quemó flotas enteras por un insulto… que enterró almirantes vivos. Y que una vez ejecutó a un traidor con una sonrisa, bebiendo después de su cráneo frente a los capitanes reunidos.
Grace tragó saliva, sintiendo que la taberna se había estrechado alrededor de ellos.
Caitlin prosiguió con las historias que había escuchado.
  • Los suyos lo aman… o lo temen. A veces ambas cosas. Un marinero escuchó, hace tiempo, que había desapareció con toda su flota en una tormenta frente a La Española. Pero otros me han dicho… que sigue vivo y que vende su alma al mar cada cien años para seguir navegando. Siempre buscando un trono más grande.
El Perro alzó la vista, y por un momento no parecía el hombre desconfiado y racional, sino un viejo lobo que había visto demasiado.
  • Pareces preocupado, Perro… - sonrió Grace - ¿Acaso no decías que solo eran cuentos?
  • Sea cierto o no, capitana… Oír hablar del Rey Negro nunca es presagio de nada bueno.
Grace se recostó en la silla, tamborileando los dedos contra la jarra de cerveza. Una sonrisa irónica se dibujó en su rostro mientras repasaba lo que acababa de escuchar.
  • Así que tenemos a un Rey Negro que domina el Caribe, un francés silencioso que es medio fantasma, un español que ataca como un lobo, un cuervo inglés que deja plumas en los navíos saqueados y un predicador que ejecuta la ley divina sin piedad…
Se detuvo un instante, dejando que el silencio pesara sobre la mesa, y alzó la jarra a medio camino de sus labios.
  • Creo que no nos vamos a aburrir…
La carcajada de Grace estalló entre el ruido de la taberna, desarmando la tensión que aún flotaba tras las historias. El Perro resopló por la nariz, entre fastidio y complicidad, mientras los demás se miraban unos a otros, dudando si reír o persignarse.

De repente, el Perro movió su bastón con un gesto seco, haciendo tropezar a un hombre que cruzaba por detrás de él en ese momento. Antes de que nadie pudiera reaccionar, lo levantó del suelo con fuerza y lo sentó a su lado, entre él y Snatch. La taberna siguió su bullicio, pero en aquella mesa el aire se volvió denso.

El filo del cuchillo de la Hiena ya descansaba contra el cuello del desconocido. El Perro, con la pipa colgando de un extremo de sus labios, clavó sus ojos en los del hombre como si pudiera desollarlo con la mirada.
  • Habla, maldito… - susurró con voz ronca, dejando escapar una nube de humo.
El hombre abrió los ojos de par en par, tragando saliva.
  • ¿Q-qué sucede? ¡Yo no he hecho nada! - balbuceó, temblando.
El Perro lo sujetó por la pechera y acercó su rostro al suyo.
  • Llevas toda la noche observándonos, con las orejas alzadas como un conejo. ¡Habla!
  • ¡Os equivocáis, lo juro! - replicó el hombre con voz rota - Solo estaba tomando unas cervezas… nada más…
Grace, que había mantenido la calma mientras alzaba su jarra, deslizó la mano hacia debajo de la mesa. Un chasquido metálico bastó para que el cañón de su pistola descansara contra las costillas del supuesto bebedor.
  • ¿Qué sucede, Perro? - preguntó con un tono bajo y peligroso.
El capitán giró apenas la cabeza hacia ella, el humo escapando por su nariz.
  • Sucede… que este hijo de puta lleva toda la noche vigilándonos… y anotando cosas en una libreta.
Los ojos del desconocido se abrieron aún más, como si lo hubieran desnudado de golpe.
Con un leve gesto de cabeza, Seamus ordenó a Caitlin que lo registrara. La irlandesa disimuladamente se levantó del banco y lo cacheó.

La libreta cayó sobre la mesa como una sentencia. Caitlin volvió a su sitio sin prisa, con las manos aún oliendo a papeles y alcohol. El Perro la cogió en un gesto seco y comenzó a pasar las hojas con los dedos como quien hojea un códice maldito.

Grace, con el pulso contenido, fue contemplando las páginas. Los dibujos estaban allí: trazos limpios, exactos, como si quien los hubiera hecho hubiera pasado horas observando cada pliegue de una cara. Había bocetos de Yara, de Cortés, del Perro, de todos; con anotaciones al lado: edad aproximada, color de piel, acento, marcas distintivas, gestos… pequeños detalles que sólo alguien que había vigilado detenidamente podría saber.
  • ¿Quién demonios eres? ¿Por qué nos espías? - escupió Grace, clavándole la voz. Bajo la mesa, el cañón no dejó de apoyarle en las costillas al hombre.
Durante un instante el miedo volvió a anegar el rostro del detenido. Pero la expresión se le torció de golpe; de la máscara del pánico emergió una sonrisa fría, sin humor. Fue una sonrisa de advertencia, de quien comparte una verdad que corta.
  • Si me hacéis algo, mujer - dijo despacio, la voz arrastrada pero firme - deberéis responder ante la Mano Negra.
La mesa se congeló. La frase cayó como una piedra en el agua: de pronto todos sintieron un frío que no venía de la cerveza ni del viento. El nombre, la Mano Negra, tenía un peso propio, como si fuera la marca de algo oscuro y organizado. Pero sin duda lo más tenebroso fue cuando el hombre mostró la palma de su mano.

En cada yema de sus dedos tenía tatuado un símbolo. Y los mostró con cierto orgullo, la mirada un desafío feroz. Todos contemplaron en silencio.

En el dedo pulgar se dibujaba una corona. Malvaric, el Rey Negro. Símbolo del poder absoluto, del dominio, el mando y la traición real. Una promesa de piratería, un mal augurio para quien oyera hablar de él.

En el dedo índice una pluma negra. Drake, el Cuervo del Caribe. Una pluma curvada, como si estuviera cayendo lentamente. Símbolo de la muerte silenciosa y la señal de que has sido marcado por la mano.

En el dedo corazón un colmillo ensangrentado. Montoya, el Lobo de las Antillas. El dedo que representa el alma marcado con la furia salvaje y la venganza viva. La sangre parecía casi real, como si ese tatuaje siguiera doliendo después de muchos años.

En el dedo anular una boca cerrada. Lecrair, el Silencio de los Mares. El voto de silencio del francés, la vigilancia eterna y la muerte sin ruido. El dedo donde reposan los anillos de compromiso eterno, el compromiso eterno de la ausencia de palabra.

Y por último, en el meñique, el evangelio de Grimm, el Predicador de la Muerte. Justo en el dedo más pequeño y el más peligroso a la vez. El dedo del juramento como lo llaman, una firma final de su condena carente de piedad.

El Perro dejó la libreta y acercó la pipa a la boca, mirándolo durante unos segundos que se hicieron eternos. Luego, con un movimiento tan lento como decidido, golpeó la mesa con el bastón. Las jarras brincaron; algunos parroquianos clavaron la mirada en ellos, notando el cambio de aire.
  • ¿La Mano Negra? - gruñó, más para sí que para el hombre - ¿Quién demonios es la Mano Negra y por qué os manda espiarnos?
El detenido tragó saliva. Por primera vez la sonrisa vaciló. La pierna le temblaba bajo la mesa y las manos le sudaban. Miró al Perro. Miró a Grace. Sintió el frio del acero en su garganta y el cañón clavado en sus costillas. Y por fin habló, voceando lo justo.
  • Los cinco de Tortuga - Dijo el nombre como si apretara un puñal entre los dientes - Por ellos sirvo y por el hombre que manda desde la oscuridad. Nos pagan para marcar a los forasteros. No soy más que… un ojo.
El Perro apretó los labios. Un hilo de humo salió y se perdió en la penumbra.
  • ¿El hombre que manda? - replicó Cortés, siempre en guardia - ¿Quién?
El espía negó con la cabeza.
  • Yo no… no sé su nombre verdadero. Nadie lo sabe. Sólo sé… que la Mano Negra no son simples piratas: son ejecución y desaparición. No son gente con la que negociar.
Grace miró la libreta otra vez, los dibujos, las anotaciones. Algo en los márgenes le llamó la atención: siglas repetidas, pequeños símbolos que no había leído antes. Los ojos del Perro las siguieron y se estrecharon sobre los malditos símbolos chinos. Un escalofrío le recorrió la espalda.
  • Atadlo - ordenó el capitán en voz baja, afilada - Caitlin, revisa el resto de sus cosas. Snatch, entrégame un candil: quiero ver esas marcas a la luz.
La Hiena le acercó el candil y aferró el cuchillo, con un gesto seco, sobre la garganta del espía mientras Cortés y Yara lo desarmaban y le ataban las manos con cuerda gitana. Caitlin, eficiente, sacó del interior del abrigo una pequeña colección de papeles, sobres cerrados y, al fondo, otra libreta aún más pequeña.

El Perro deslizó la libreta sobre la mesa y, muy despacio, dijo en voz baja para que sólo los sentados lo oyeran.
  • Si esto sale de la Ciudad Flotante - susurró señalando los pequeños símbolos - entonces la Mano Negra es su brazo. Pensábamos que lo habíamos abatido, que nos habíamos librado de ese bastardo, pero seguimos estando en el horno…
  • No sabemos lo que dicen, Perro. - dijo Grace observando los símbolos - No nos alarmemos tan pronto…
  • Entonces… - Yara miró al preso - Nos interesa ver quién tira de los hilos.
  • Bishnu… - susurró Cortés.
  • Exacto, el anciano podría traducirlos - murmuró Grace.
Grace hundió la mirada en el hombre atado, luego en los rostros alrededor de la mesa. Respiró hondo, clavó los dedos en la brújula del Vorial Shardeth que llevaba en el bolsillo y decidió.
  • Lo mantendremos vivo - sentenció - Le sacaremos lo que sabe, trozo a trozo, y con cuidado.
El Perro asintió, la mandíbula apretada. Se levantó, dio un paso y, con la pipa colgando, inclinó la cabeza sobre el hombre.
  • Cantarás como un coro de niños en una misa de domingo, Mano Negra. Lo harás si quieres seguir viviendo un día más. Y no te preocupes, pues sabemos escarbar. Si finges ser más listo de lo que eres… - apretó un poco más su bastón en su pecho - lo pagarás muy caro.
Las palabras fueron una promesa y una amenaza a la vez. La taberna recuperó su ruido a trompicones, pero en la mesa pequeña el volcán seguía activo: información, espionaje, peligro. Grace apuró la cerveza, notando cómo la marea en la que habían entrado adquiría cada vez más profundidad.
  • Bien - dijo finalmente, en voz que no admitía réplica - Preparad el Red Viper: salimos al amanecer. Perro, avisad al Madra Ifrinn. Esta noche no dormimos.
Todos, incluso los más escépticos, sintieron el vértigo de la decisión. Ataron al espía con más firmeza, escondieron la libreta bajo un paño, y se fueron dispersando como sombras que debían volver a la luz, cada cual con su misión. En el aire quedó el eco de una advertencia: ahora la caza tenía nombre, y el juego había subido varios peldaños de peligro.

La noche tragó la isla en un ancho manto negro cuando volvían hacia el muelle, las tabernas cerradas y las farolas escupiendo círculos amarillos sobre la piedra húmeda. Llevaban al preso a la fuerza. Grace con su mano dura en el antebrazo, la pistola escondida a la altura de sus costillas, un contacto frío que le recordaba al hombre que una respiración equivocada bastaría para apretar el gatillo; el Perro, a su lado, vigilando cada sombra; los demás detrás, cerca, clavados como espinas.

Las calles estaban casi vacías: solo los soldados de la Corona patrullaban, rostros endurecidos bajo ojos amenazantes, mosquetes apoyados al hombro en medio de la calurosa noche. Al pasar junto a dos centinelas que se levantaron de repente al verlos pasar con gesto de detenerlos, la tensión se tensó como una cuerda. Uno alzó la mano para exigir documentos. El Perro tragó saliva, la mandíbula huesuda marcando cada palabra que no quería pronunciar.

Yara, sin prisa, se adelantó dos pasos. Sacó de su faltriquera esas “armas de mujer” que había aprendido a usar en la inocencia: una ristra de sonrisas y un par de collares que tintinearon con un sonido dulce, y con una mirada profunda que olía a sexo y a peligro se dejó caer sobre la mesa que habían montado en el puesto de guardia. Los soldados, hombres acostumbrados a órdenes y sobornos, sintieron la distracción como un resbalón en la mente: la risa cálida de la mujer, sus manos que juraban más caricias que la primavera, su cuerpo bronceado y curvilíneo.

Al instante uno de ellos desvió la mirada, el otro sonrió sin pensar. Yara les habló en voz baja, suave como una brisa, ofreciéndoles una historia, un guiño, un recuerdo que intercambiar; los dedos de los centinelas se relajaron, la amenaza se disolvió. Con un movimiento limpio, Grace pasó junto a ellos sin que los mosquetes se fijaran en ella.

El Perro inclinó la cabeza hacia la capitana, la voz un hilo.

- ¿Y cómo pensáis sacarle lo que sabe? ¿Con amenazas o con cuchillas?

Grace esbozó una media sonrisa, fría y afilada como un filo.
  • Conozco a dos gemelas que harían hablar a un muerto, si se lo propusieran.
Se detuvo un instante, la sombra de la sonrisa cambiando a un brillo más oscuro, y rectificó en un guiño ronco.

- Bueno… tres gemelas, si contamos a la bestia que no se separa de sus sombras.

Cortés escupió en la noche, más sudado por la presencia de los uniformes que por la misma calor y susurró, adusto.
  • Necesitamos que hable, capitana. No que muera .
Grace apretó los dientes, la luz de las farolas recogida en sus ojos como acero.
  • Eso… va a ser más difícil, Cortés.
Siguieron caminando, la madera del muelle crujiendo bajo sus pasos, el Red Viper y el Madra Ifrinn aguardando como bestias amarradas. Allí, entre el viento salado y el rumor del agua, cada uno ajustó su papel: piratas que vigilaban, cachorros que los imitaban, y una capitana que sabía que la verdad, cuando no se entrega, se inventa o se compra con dolor. La noche los tragó de nuevo; la promesa de palabras arrancadas en la bodega pesaba sobre sus hombros como una losa fría.

El Perro dejó a Snatch al mando del Madra Ifrinn para que preparara la partida al amanecer. Grace dio las mismas órdenes a Macfarlane; las tripulaciones se movían como latidos sincronizados: cuerdas tensándose, nudos apretándose, hombres organizando pertrechos. Cuando todo estuvo encaminado, los dos capitanes descendieron con Bishnu hasta el camarote de la capitana. No hizo falta avisar a las dos asesinas; aparecerían en el momento indicado.

Avanzaban por la cubierta en silencio, apenas roto por el crujir de la madera bajo sus botas. El Perro iba delante, arrastrando al prisionero con los brazos atados y sujeto con firmeza, como si lo llevase colgado de una cadena invisible. Sus ojos encendidos tras la nube de humo de su pipa no se apartaban de su presa.

Grace caminaba detrás, observándolo. En su mirada había desconfianza, pero también un destello de lástima, porque sabía muy bien lo que le aguardaba a aquel desgraciado en el camarote. Aquella mezcla de compasión y dureza le tensaba los labios en un gesto ambiguo.
A su lado marchaba Bishnu, con la libreta encontrada aún entre sus manos. La hojeaba con calma, como si cada trazo fuese un enigma digno de descifrar. Los dibujos y las notas se mecían a la luz de los fanales, proyectando sombras extrañas.
  • ¿Entiendes esos símbolos al margen de la página? - preguntó Grace en voz baja, señalando con un dedo una línea de signos apretados, curvos y elegantes.
Bishnu inclinó la cabeza, el brillo de la inteligencia iluminándole los ojos.
  • Son caracteres del chino clásico, una caligrafía llamada kaishu. Surgió en la dinastía Han tardía, hace más de mil años. Es una lengua muerta, ya nadie la usa más que en textos antiguos. Su gramática es distinta de la nuestra: no depende tanto del orden de las palabras, sino de los tonos y del contexto. Una misma figura puede significar “agua”, “río” o “corriente”, según cómo se lea. Es un idioma que encierra significados ocultos, como si quisiera obligar al lector a pensar más allá de lo escrito.
Grace entrecerró los ojos.
  • ¿Crees que Hong Long está detrás de esto?
Bishnu negó con firmeza, sin apartar la vista de los signos.
  • Lo dudo mucho. El Dragón Rojo sabrá hacer muchas cosas, pero creo que este conocimiento se le escapa. No creo que pueda leer estos caracteres, y mucho menos escribirlos.
Grace arqueó una ceja, intrigada, y volvió la vista hacia el prisionero. El hombre parecía cada vez más pequeño entre las sombras que lo devoraban. Arqueó una ceja, sorprendida.
  • ¿Y qué hace ese lenguaje tan antiguo en la libreta de un espía que nos dibuja las caras?
Bishnu cerró un momento el cuaderno con la palma de la mano, como si quisiera sentir su peso.
  • Eso es lo que tenemos que averiguar.
Mientras unos pocos atravesaban la puerta del camarote de la capitana, preparándose para el interrogatorio que aguardaba en la penumbra, otra historia se estaba escribiendo sobre las cubiertas de ambos navíos. Como pólvora encendida, los rumores corrían de boca en boca entre cachorros y víboras.

Las tripulaciones compartían el mismo fuego en la mirada al escuchar las leyendas de los Cinco de Tortuga, los pactos oscuros de la Mano Negra y los secretos que se escondían bajo las ardientes y turquesas aguas del Caribe.
No eran hombres ni mujeres nuevos en la senda del peligro. Habían sobrevivido a gigantes de piedra, a dioses cansados de su propio poder, a monstruos que emergían del abismo y al infierno viviente de la ciudad del Dragón Rojo. Cada una de esas pruebas los había marcado, endurecido, transformado.

Pero aquella noche, cuando el nombre del Rey Negro resonó en cubierta, un silencio reverente recorrió el aire como un presagio. En los corazones de todos ardió un temor distinto, más frío y más hondo, como si la propia sombra del mar se hubiera cernido sobre ellos.
La tenebrosa leyenda de Gregor Malvaric, el pirata que se había proclamado rey, dejaba de ser un cuento de taberna para mostrarse como una amenaza real. Y en ese instante, hasta los más valientes supieron que el miedo a su nombre era tan poderoso como el filo de su espada.


Continuará…
 
Me he dado cuenta que no es tan bonito como parece. A la que quieres generar varias imágenes te pide pagar.
Soy demasiado catalán como para hacerlo, lo siento jajajaja.

Además pasó algo curioso. Quise hacer a Bhagirath y le dije que era un hombre hindú con turbante y bigote y un talwar en la mano.
Pues me dijo que las políticas de uso no le permitían generar esa imagen... Le pregunte el motivo y aún me estoy descojonando.
Me dijo que no podía dibujar un hombre de esa etnia en pose agresiva. Supongo por relacionarlo con el islam, eso es lo que creo.
Pero no tuvo problema en dibujarme a Bum-Bum, un niño con la piel quemada y lleno de munición alrededor. Ni a MacFarlane cubierto de sangre y dejando un reguero de muertos detrás suyo.

Estúpida IA, como se nota que la han creado los americanos.
 

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Capítulo 48 - La Muerte Silenciosa y el Cartógrafo Holandés: Sombras y Silencio

Joris van Leeuwen, así se llamaba el miserable espía. Un hombre de mediana edad, la piel curtida por el sol y la vida entre puertos y arrecifes, con la barba rala y una cicatriz blanca que le rajaba la sien izquierda como un viejo mapa. Sus manos, ahora atadas, conservaban manchas de tinta y un callo en la palma derecha; en vida había sido alguien que observaba y escribía antes que luchar. Ahora, al borde del abismo, y sentado en una silla tosca, el cuerpo contraído, parecía más pequeño que su estatura real: la ropa raída y empapada de sudor, se pegaba a su pecho como una mortaja.

Joris, conocido como Ren en los círculos menos legales, nació en el bullicioso corazón de Leiden, entre los canales, imprentas y talleres de mapas. Hijo de un grabador de planchas de cobre y una madre librera, creció rodeado de tinta, papel y viajeros que traían historias del nuevo mundo; más allá del mar del Norte.

Desde joven demostró un talento poco común para el dibujo: sus mapas no solo eran preciosos, sino casi artísticos, capturando detalles de costas, sombras de montañas y hasta rutas del viento. Aprendió latín en la Universidad por cuenta propia copiando libros y anotaciones de profesores. Su precisión, habilidad para falsificar con elegancia y su mirada detallista lo hicieron un hombre codiciado por los bajos fondos.

La tranquilidad de la vida académica y un futuro asegurado en la imprenta de su padre, le supo a poco. Así que cuando un capitán mercante que buscaba tripulación, se interpuso en su camino y le propuso contratarlo para una expedición al Caribe, Ren dejó Leiden sin mirar atrás. Lo que no sabía el joven cartógrafo entonces, es que un ataque pirata cambiaría su rumbo para siempre.

Todas las luces del camarote de la capitana habían sido apagadas. Apenas la luna, pálida y mortecina, lograba colarse por el ventanal y dibujar una línea titubeante de plata sobre la mesa. En ese rectángulo de luz se recortaban, difusas, las siluetas de tres figuras: La mujer de cabellos rojizos, erguida y firme; el viejo demacrado, la sombra de su bastón y el humo de su pipa; y un nuevo integrante, aún más anciano que el anterior; quieto y con una extraña sonrisa cálida, la libreta cerrada en su huesuda mano, envuelta en un paño. La claridad era tan escasa que Ren apenas distinguía contornos, pero sabía que no estaba solo.

Un frío le recorrió la espalda cuando la mujer pelirroja rompió la negrura con una pregunta simple y medida. Dirigida directamente a su espalda, dónde el cartógrafo sabía perfectamente que no había nadie.
  • Fantasma, ¿estás ahí?
La oscuridad respondió antes de que pudiese formarse un movimiento: algo se desplazó en el hueco detrás de los muebles, no con el ruido de la ropa sino con la densidad de la sombra misma. No la vio, no pudo; sólo la sintió, como si la negrura tuviera pulso y respirara.
  • Aquí estoy, capitana - contestó la voz, y no fue una voz cualquiera. No. Fue un tono sin brillo, congelado, que parecía surgir del fondo de una tumba. La palabra dejó una estela de desesperanza en el aire.
Grace volvió su mirada hacia el hombre atado y dijo con voz de hoja cortante:
  • Este hombre que ves aquí es un espía y necesitamos saber para quién trabaja.
  • Entiendo - respondió la oscuridad, como si tuviera voluntad propia.
Ren tragó con dificultad; la saliva en su boca sabía a metal. Entonces notó, antes de oírlo o verlo, el filo de un cuchillo rozando su garganta. Una mano apenas visible lo sostenía con firmeza. No hubo sonido al acercarse la hoja, ni rozamiento húmedo, ni perfume que anunciara la presencia de quien la empuñaba: sólo una sensación fría que pegó el metal a su piel. El aire a su alrededor no se movió ante la presencia de aquel ser diabólico.

La voz, la misma voz de la sombra, se inclinó ahora hasta su oreja, y le susurró con una paciencia que daba escalofríos.
  • Así que te cuesta hablar, ¿verdad? Veremos cuánto tiempo tarda en resquebrajarse tu entereza, cuando pasemos un rato juntos.
Su pulso se tensó como una cuerda. La sudor fría le perló la frente. Sus ojos, muy abiertos, buscaron refugio entre la penumbra: solo hallaron tres figuras expectantes y esa negrura que no permitía ver sus gestos. La noche dentro del camarote se había hecho un ser que escuchaba, y Ren entendió con espanto que su voz sería la próxima moneda que la oscuridad exigiría.

El filo no titubeó. La sombra movió la hoja con la precisión de quien corta cera: un gesto seco, frío, y la punta quedó apoyada y punzante sobre el surco blando del cuello, justo donde la vena yugular dibuja su camino hacia el pecho. El metal besaba la piel con una delicadeza perversamente atenta.

La voz emergió, baja y sin emoción, como si estuviera leyendo una lección de anatomía desde el fondo de una tumba.
  • ¿Conoces cómo se llama esta vena, espía? - susurró, y la pregunta no pedía respuesta, sino que la exigía con el silencio mismo.
Ren no habló. No era un juramento lo que le cerraba la boca; era el miedo primitivo a que cualquier movimiento, incluso el más mínimo de sus labios, hiciera que la hoja se hundiera sin aviso. Su respiración se volvió rasposa, medida; sus ojos eran dos puntos de luz en un rostro que iba perdiendo color.

La sombra sonrió, no con la boca, sino con un sonido que le heló hasta la médula, y continuó susurrando, didáctica y cruel.
  • Es la yugular. Por aquí corre la sangre que vuelve de la cabeza al corazón. Si la cortara limpiamente, sin prisas, no habría un gran surtidor teatral como todos piensan; habría una serenidad rápida y terrible: un mareo, un zumbido en los oídos, tu visión se apagaría por falta de riego, y luego, más pronto de lo que imaginas, la inconsciencia. La muerte puede ser un suspiro en estos casos; no un drama ruidoso, sino una caída sin retorno, como si apagaras una vela con los dedos.
Sintió la cuchilla presionar apenas más, obligándole a inclinar la cabeza hacía atrás. La voz, ahora apenas un aliento, siguió.
  • Podría mostrarte la velocidad de ese silencio. Podría enseñarte cómo se te escapa la vida en minutos, en segundos. ¿Quieres que lo demuestre?
El metal permanecía junto a la yugular, el frío del acero mordiendo la carne sin romperla. Ren notó cómo su pulso, desbocado por el terror, latía en el mismo punto donde el cuchillo descansaba, y la sensación fue la de una sentencia que se acercaba inexorable. La noche del camarote había dejado de ser sombra: era muerte, filo y espera.

La voz se deslizó como humo hasta su otra oreja. Un aliento frío, casi líquido, que le erizó la nuca. El ojo de la Mano Negra, giró los ojos, sin mover la cabeza, asustado, buscando con desesperación una silueta, un rostro, algo tangible… pero no había nada. Solo la oscuridad viva que parecía envolverlo.

La risa que llegó después no fue carcajada ni sonrisa: fue un sonido hueco, un eco que arañaba los huesos.
  • Qué vida tan triste la tuya… - susurró la voz, con un tono de lástima cruel - Crees que conoces el miedo, pero yo puedo mostrarte el auténtico terror. Conozco rituales tan antiguos que tu lengua no podría pronunciarlos. Podría cortarte esta vena, sentir cómo tu vida se escapa, y detener la hemorragia justo antes de que te marches… para luego, devolverte al mundo.
El filo se mantuvo inmóvil, punzando su yugular, como si latiera con su pulso. La voz volvió, ahora desde la otra oreja, tan cerca que el frio de su propio aliento parecía surgir de la nada.
  • Solo para cortarla de nuevo… y volver a verte morir.
Otro cambio de lado, otro murmullo helado.
  • Podría hacerlo hasta el fin de los días. Verte morir, verte renacer, verte suplicar sin descanso. Siempre al borde del abismo, siempre al filo de la muerte.
Ren tragó saliva con dificultad. El cuchillo seguía sobre la vena, pero ya no sentía solo el frío del acero: sentía el frío de un abismo que se abría en su pecho.

La voz, ahora áspera y rota, en su otra oreja.
  • ¿Has probado alguna vez el sabor de la muerte? No es dulce como dicen los poetas. Es dolor, es desesperación, es la nada aplastándote.
Otra vez cambió de lado, como si se moviera sin moverse.
  • El mundo de los muertos se abre y no hay oxígeno. Te ahogas en un silencio inmenso. El fuego quema tu piel y los espíritus aúllan a tu alrededor, pidiendo un auxilio que nunca llega.
La última vez, la voz sonó grave, lejana, con un eco infernal justo al lado contrario, como si hablara desde dentro de su cráneo.
  • Y al final, cuando ya me haya cansado de ti. No encontrarás descanso. Tu alma condenada se encontrará con el demonio. Lo verás ahí, enfrente, al señor de las tinieblas, esperando tu alma condenada, riendo como un loco sin escrúpulos. Está ansioso, dispuesto a hacerte sufrir como yo voy a hacerte sufrir ahora mismo.
El cuchillo se tensó un milímetro más sobre su cuello. El pulso de Ren bombeaba justo contra el filo, como si cada latido marcara la cuenta atrás de algo inevitable. Se mordió la lengua por los nervios, sus piernas temblaban de terror. Pero no habló. Aunque aquel espíritu lo atormentaba con promesas eternas de dolor y desesperación. Seguía temiendo aún más al Rey Negro y a los Cinco de Tortuga. Puestos a elegir un final, prefería la opción del fantasma.

Akuma lo percibió al instante y separó el cuchillo de su cuello, no sin antes dejar un corte en su mejilla. Un aviso de lo que estaba a punto de llegar. Un recuerdo del poder de las sombras y de las pesadillas que se ocultan en ellas. Si aquel dibujante de rostros no hablaba con hombres y tampoco se amedrentaba con los fantasmas, quizás tratar con un animal le haría cambiar de opinión.

El cartógrafo estaba al límite, apenas podía respirar. La oscuridad parecía más densa que nunca, hasta que, sin previo aviso, unos ojos emergieron de ella: grandes, amarillos, brillando como brasas, fijos en su cuello. Un escalofrío recorrió su espalda; aquellos ojos no eran de un animal común, sino de una pesadilla viva.

Un bufido rasgó el aire, húmedo y caliente, enseñando colmillos afilados que relucían a la luz mortecina de la luna. Ren pensó en serpientes, en veneno, en colmillos desgarrando su carne.

La pantera avanzaba lentamente, cada paso como un martillo sobre su mente, elegante y tenebrosa. La piel del lomo levantada, erizada por el olor de la sangre, mezclándose con las sombras. La respiración de Ren se aceleró, la sudor fría se le pegaba a la nuca. Intentó moverse, zafarse de las ataduras, pero era inútil.

La bestia, silenciosa pero terriblemente presente, posó sus patas delanteras sobre sus rodillas. Ren sintió el peso y la fuerza de aquel demonio felino; su corazón latía como un tambor desbocado. La cabeza de Kage subió hasta quedar a centímetros de la suya, los ojos de fuego atrapando su mirada. El aliento caliente y fétido le llenó las fosas nasales, un aroma a muerte y dolor insufrible. Las uñas se clavaron en sus muslos, unas punzadas tan agudas que eran apenas un aviso de lo que estaba por llegar.

La boca del demonio se abrió lentamente, mostrando una línea de colmillos que parecían cortarle el alma. Ren, atrapado, paralizado, sintió que todo su mundo se reducía al terror puro, primigenio, el miedo que nunca había conocido. Cada músculo le gritaba huir, cada nervio le pedía rendirse. Y, en ese instante absoluto, no pensó en nada más que en sobrevivir. La única certeza era salvar su vida.
  • ¡Parad¡, ¡Parad os lo ruego! - gritó cerrando los ojos mientras sentía los bigotes del felino cerca de su mejilla - ¡Quitadme a este demonio de encima! ¡Hablaré! ¡Lo juro! ¡Lo contaré todo!
Grace dio un paso al frente al ver que que Kage no retrocedía. Aunque llena de terror, estaba dispuesta a detener al depredador. No sentía piedad por el espía, era por pura necesidad. Lo necesitaba vivo y aquel felino enorme, parecía no comprenderlo. Antes de que pudiera dar un paso más una mano la detuvo apareciendo de la oscuridad.
  • No la interrumpa, capitana - dijo Shinrei - No es buena idea arrebatarle la cena a un animal salvaje.
  • No puede morir Akuma… ¡Lo necesitamos vivo! - gritó la capitana sin poder diferenciar a las gemelas.
De repente el grito de Ren inundó la tranquilidad del camarote. El Perro, Grace y Bishnu miraron horrorizados como la pantera había clavado sus colmillos en el hombro del espía. Gritaba de dolor, intentando huir de sus mandíbulas, sintiendo los afilados colmillos hundiéndose en sus músculos.
  • ¡Grace, haced algo por Dios! - gritó el Perro - ¡Lo va a matar!
Kage solo había dado el primer mordisco, como si jugara con su presa. Al sacar los colmillos de la carne del espía, su sangre brotó por los orificios, tiñendo sus ropas de rojo. Y sin dejar de mostrar sus fauces abiertas se dispuso a morder de nuevo, esta vez su rostro teñido de terror.
  • ¡Nooooo! - gritó el cartógrafo al ver las fauces cerrándose sobre sí.
Grace se tensó, todos lo hicieron temiendo el desenlace. Pero de repente una sombra se cruzó rápidamente entre el animal y su presa. Empujando a la bestia con violencia contra el suelo. Todos la vieron por un momento, Akuma, interponiéndose, en sus dos manos agarraba dos kunais afilados. Sus ojos rasgados enfrentando a la pesadilla.

Kage se erizó de nuevo, se reveló contra su hermana, la desafió. Pero la japonesa respondió. Imitó sus gestos elegantes y silenciosos, su voz era la de un felino, mostró lo dientes contra ella. Ya no eran animal contra mujer, eran dos bestias enfrentadas por ver quien se llevaba la presa.

Grace desenvainó su sable, dispuesta a ayudar a su amiga, pero de nuevo Shinrei la detuvo. Su voz susurrada le heló la sangre.
  • No interceda, capitana - dijo fríamente - No lo haga si quiere vivir.
  • Pero… - balbuceó Grace.
  • He dicho que no - sentenció la asesina - No debe inmiscuirse en las disputas familiares. Y menos en las nuestras.
El tono en que dijo aquellas palabras, parecieron detener el tiempo. Pero el frio no duró demasiado. Kage se abalanzó sobre Akuma, empujándola hacía la oscuridad. Y la pelea entre iguales solo quedó en ruidos, ocultos a la vista. Cortes, arañazos y gruñidos que hacían temblar los corazones de los que escuchaban.
  • ¿Quien demonios sois? - preguntó Ren a punto de llorar - ¿Qué clase de maldito barco es este? ¡Soltadme! ¡Dejadme salir de este infierno! ¡Os lo ruego!
El Perro se acercó a él rápidamente, la pata de palo golpeando la madera, rompiendo la pelea silenciosa de los dos demonios.
  • ¿Hablarás entonces, maldito? - pregunto con la mirada fija en él, el rostro endurecido y la pipa humeante señalándolo.
  • Sí… os diré todo lo que necesitáis, pero sacadme de aquí… por lo que más queráis…
El Perro se giró hacia la capitana, y esta con un leve gesto, le dijo que lo liberase. Mientras se lo llevaban del camarote, el cartógrafo miraba hacía atrás lleno de terror. Escuchando aquella lucha invisible dentro de aquel navío maldito.

Bishnu abrió la puerta de una cabina y los capitanes lo empujaron contra el catre. Ren cayó, sangrando, lleno de sudor y miro con terror a aquellos capitanes que capitaneaban un barco de demonios y pesadillas de la noche.
  • ¡Habla pues, escoria! - ordenó Seamus cerrando la puerta.
La boca cerrada del ojo de la Mano Negra, aquel que había jurado jamás hablar, se abrió de par en par como un libro. El terror fueron las manos que abrieron sus tapas, los ojos que lo miraban sin pestañear los dedos que movieron sus páginas. Ren respiraba entrecortado, el recuerdo de la sombra de Kage aún sobre él, el cuchillo invisible todavía rozándole la piel. Con voz temblorosa, apenas un hilo, comenzó a hablar.
  • La Mano Negra… no es un nombre, ni un mal augurio, es una condena para aquellos que osan desafiarla. Son una coalición, los Cinco de Tortuga, la alianza más temida que haya surcado el mar del Caribe. Y todos… todos responden ante el más terrible de los capitanes, al que llaman el Rey Negro.
El silencio de la cabina se hizo más pesado. Ren tragó saliva y continuó, con los ojos abiertos de par en par, como si temiera que hasta las paredes pudieran delatarlo.
  • Ellos no necesitan coronas a las que obedecer, ni banderas de naciones a las que amar… sus velas negras son más poderosas que cualquier estandarte real. Si alguien comete el imprudente gesto de entrar en sus aguas, ellos lo saben al instante. Nada se escapa a su red. Hay ojos en cada puerto, en cada isla, en cada muelle donde amarre un navío. Incluso… - su voz se quebró, pero se obligó a seguir - …incluso dicen que algunos de los ojos sirven dentro de las propias Coronas, tejiendo redes que alcanzan mucho más allá del Caribe.
Grace, con la brújula aún descansando en su mano, ladeó la cabeza, intrigada. El holandés la miró sin apartar la vista de sus ojos.
  • Cualquiera que quiera ejercer el noble oficio de la piratería en su reino… debe presentarse en Tortuga y pedir permiso al Rey.
  • Y ¿qué debe dar a cambio? - preguntó Grace divertida.
Ren levantó los ojos, oscuros, marcados por el pánico.
  • Nada… - respondió con un hilo de voz.
El Perro soltó una carcajada seca, con el humo de su pipa escapando como un bufido.
  • ¿Qué clase de pirata no pide nada a cambio?
Ren lo miró, ya sin el disfraz de miedo, solo con la sombra del pavor genuino.
  • El tipo de pirata que es más poderoso que todos los Reyes del viejo continente, juntos.
  • Si no pide nada por saquear sus mares, ¿De dónde saca su fortuna entonces el Rey?
  • No lo sé todo viejo, no tengo todas las respuestas. Tan solo soy un ojo… - dijo Ren bajando la cabeza - Os digo la verdad, os he contado lo que sé…
Bishnu entonces, rompió el silencio. Volvió a abrir el cuaderno y le mostró las letras que habían escritas en los bordes de las páginas.
  • ¿Que significan estos grabados joven? - preguntó con una sonrisa en el rostro.
El holandés lo miró, sin entender muy bien como debía asimilar aquella sonrisa. Después de lo que acababa de ver en el camarote de la capitana, cualquier gesto, pareciera amistoso o no, le parecía tenebroso.
  • Solo sé que lo llaman Kaishu, pero no puedo entender su significado. He escuchado historias de otros ojos… afirman que es un lenguaje en clave que utiliza la Mano Negra para mandar mensajes importantes de puerto a puerto. Una manera de organizarse sin que nadie pueda descubrir sus intenciones.
  • ¿Qué dicen los mensajes anciano? - pregunto el Perro rápidamente.
Bishnu leyó uno al azar, pero negó con la cabeza al instante.
  • ¿No dijiste que este saco de huesos podía entender cualquier lenguaje y escritura, capitana?
  • Así es Perro - respondió Grace - incluso aquellos que nadie más puede.
  • Puedo traducirlos - murmuró el anciano - Pero no tienen sentido. Está claro que alguien se ha tomado muchas molestias en que ojos ajenos no puedan entender su significado.
Bishnu pasó un par de páginas y se detuvo un momento a leer los grafismos detenidamente.
  • Por ejemplo, aquí hay una conversación - dijo sin apartar la vista del papel - Lo sé porqué la escritura es diferente, realizada por manos distintas. Pero…
  • ¿Pero qué? - preguntó Grace nerviosa.
  • El primero pregunta: ¿Ha salido el sol en el desierto? Y el segundo contesta: Mañana lloverá bajo la estrella de poniente.
Ren los miraba con precaución, se retorció sobre el catre, sintiendo el escozor de la herida abierta en su hombro.
  • Como os dije, es lenguaje en clave. Solo los que lo conocen pueden entenderlo. La Mano Negra se toma muchas precauciones, es la única manera de sobrevivir en estos mares…
Grace se apoyó sobre la pared. Se cruzó de brazos antes de hablar.
  • No vamos a sacar mucho más de este hombre…
  • Me llamo Ren - dijo el holandés.
  • ¡Nadie te ha preguntado imbécil! - bufó el Perro.
Se acercó a la capitana, evitando que el ojo pudiera oírlos.
  • ¿Qué hacemos entonces?
  • Bueno… no es que tengamos muchas opciones Perro. - sonrió Grace - Quizás deberíamos hacer caso al refrán…
  • ¿Qué refrán? - pregunto el Perro desconcertado.
  • Ya sabes… Allá donde fueres…
  • ¿Quieres presentarte ante los Cinco, de verdad?
  • ¿Qué otra opción tenemos, capitán?
El perro exhaló una gran calada, el humo subió hacía arriba formando columnas densas que desaparecieron entre los tablones del techo.
  • Seguir a la brújula… - susurró Seamus - Quedamos en que ese sería el rumbo a seguir.
  • Sí, es cierto - dijo Grace - Pero estas aguas son peligrosas, Perro. Sabes que me enfrentaré a lo que venga, sin miedo y sin duda. Pero hay que ser inteligentes. Si la Mano Negra no pide nada a cambio, presentémonos ante ellos. Mentiremos, les diremos que hemos venido al Caribe en busca de gloria y botín.
  • Encontramos el Èkó Yemayá… - murmuró Seamus.
  • Y nos largamos de aquí cuanto antes - terminó Grace
  • No es mala idea, capitana…
Ren había escuchado toda la conversación y en un acto de buena fe; pensando que de este modo aseguraba su supervivencia, decidió advertirles.
  • Por mucho que obtengan el permiso del Rey Negro, eso no quita que deberán enfrentarse a todos los piratas y galeones imperiales del Caribe.
De repente el Perro desenvainó su espada y apunto directamente al espía.
  • ¿No te enseñó tu madre que escuchar conversaciones ajenas es de mala educación?
  • No lo hago a propósito viejo… - gritó Ren con el filo en su pecho - He sido entrenado para esto…
  • ¿Qué hacemos con este bastardo? - preguntó Seamus furioso.
Grace se acercó y con su mano bajó lentamente el sable del Perro.
  • Vendrá con nosotros de momento. Puede sernos útil. Conoce estos mares mejor que ninguno de nosotros y eso nos será de ayuda.
  • ¡Fiarse de un espía! - gruñó el capitán escupiendo al suelo - No me hace ninguna gracia.
  • Ni a mí Perro, ni a mí… - dijo Grace mirando al holandés - Pero es tal nuestra situación que es mejor tener al enemigo cerca que lejos…
No muy lejos de aquella cabina, dos sombras se curaban las heridas mutuamente, mientras una tercera sonreía al verlas. Shinrei acarició el pelo de su hermana, mirándola con ternura. Su destino seguía siendo el mismo, su propósito exactamente igual, pero algo había cambiado en ella. Ver a su hermana tan cerca de la muerte, le hizo entender que debía dejar paso al amor. Aunque ese camino fuera más doloroso que el de la venganza.

El amanecer llegó pesado y lento sobre el puerto de Santo Domingo. La bruma marina se levantaba desde el agua como un sudario, envolviendo los cascos de los navíos anclados. El Red Viper y el Madra Ifrinn se mecían suavemente, sus velas plegadas y sus tripulaciones exhaustas, con los rostros marcados por el cansancio y las ojeras profundas de quienes habían pasado la noche en vela. Los hombres trabajaban en silencio, con movimientos mecánicos: arrastraban barriles, tensaban cabos, revisaban armas y contaban la munición. Había una tensión sorda en el aire, como si todos compartieran el mismo presentimiento.

Nadie lo decía en voz alta, pero todos habían escuchado historias de la isla de Tortuga. En los muelles, en las tabernas, incluso en boca de los más viejos marineros, siempre surgían las mismas leyendas: un refugio de piratas donde reinaba la violencia y el exceso, donde no existía ley más que la del oro y la sangre. Decían que era un paraíso maldito, mitad burdel, mitad fortaleza, donde se sellaban pactos con el filo del cuchillo y se rompían juramentos entre tragos de ron. Algunos juraban que la isla estaba protegida por maldiciones antiguas, que quien llegaba a sus costas entraba en un reino del que ya no podía escapar, salvo muerto o condenado a servir bajo las banderas negras de la Mano Negra.

El rumor de los Cinco de Tortuga flotaba como un espectro sobre cada cubierta. Nadie los había visto juntos, ni por separado, pero todos hablaban de ellos: cinco capitanes, cinco monstruos, cinco sombras que dominaban las aguas del Caribe. El nombre de cada uno era un susurro que podía helar la sangre.

En el Red Viper, Grace tomó el timón. Sus manos firmes se cerraron sobre la madera, sus ojos fijos en el horizonte donde el sol empezaba a abrir un resquicio de oro sobre el mar. A su lado, el holandés desplegaba un mapa gastado por los años, indicando con un dedo largo y huesudo la ruta hacia Tortuga. La capitana consultó la brújula colgada de su cuello; la aguja señalaba recta, apuntando en la misma dirección.

Un escalofrío recorrió la espalda de Grace. Por un instante, sintió que algo invisible los guiaba hacia ese destino. Su instinto le decía que en Tortuga no solo hallarían piratas y leyendas, sino un secreto mucho más oscuro y antiguo de lo que cualquiera de ellos podía imaginar.

El timón crujió bajo su agarre, y en el silencio del amanecer, Grace no apartó la mirada del horizonte. El mar los esperaba. Y con él, los misterios de Tortuga.

Ren, sin dejar de sujetar el mapa entre sus manos, no pudo evitar observar el extraño artilugio que la capitana sostenía entre sus manos. Observó su frágil caparazón y aquella extraña agua en su interior que no se regia por las leyes de la gravedad. No lo hacía con mala intención, tan solo era su naturaleza, su forma de enfrentar la vida. Observar y entender.
  • ¿Que es eso que sujetáis entre las manos capitana? - preguntó con curiosidad.
  • ¡No es de tu incumbencia espía! - contestó secamente Grace.
El holandés no pudo evitar seguir hablando. Aunque supiera que su cabeza estuviera en juego. La curiosidad mató al gato, así lo decía la sabiduría popular. Pero incluso sabiéndolo, no pudo reprimir sus ansias de conocimiento.
  • Puedo ver que el rumbo que marca no cambia…
  • ¿De verdad? - Grace le mostró una sonrisa despiadada - Si no cierras esa bocaza ahora mismo, te mandaré de nuevo a la oscuridad. ¡Tú decides holandés!
El dibujante la observó unos momentos, intentando averiguar de que pasta estaba echa aquella mujer. Luego en silencio volvió la vista hacía el mapa. Sabiendo que sería mejor no tentar a la suerte. Grace lo observó, con la misma curiosidad atravesándole los pensamientos.
  • ¿Cual es tu historia Ren? - preguntó sin dejar de observarlo.
  • Mi historia… - sonrió él sin apartar la mirada del mapa - Supongo que es la de alguien que solo ha tomado malas decisiones en la vida.
  • Conozco a muchos como tú, holandés. Este navío esta lleno de ellos. - respondió Grace - Pero cuéntame más, quiero saber con quien hablo.
  • Mi nombre es…
Ren contó su historia, reveló su nombre verdadero. Donde había nacido, donde había crecido. Como acabó en el Caribe y a que se dedicó antes de ser un ojo para la Mano Negra. La capitana lo escuchaba en silencio, intentando averiguar la verdad en aquellas palabras.
  • Joris Van Leeuwen…
  • Así es capitana, así me llamaba antes.
  • ¿Y como acabó Joris llamándose Ren? ¿Qué te empujó a trabajar para la Mano Negra?
El holandés volvió a mirar a la capitana. Había hecho un juramento, uno que no le permitía hablar. Pero ya era demasiado tarde para cumplirlo. La terrible imagen de la bestia de colmillos afilados volvió a cruzarse en su memoria, se tocó el hombro dolorido, las heridas aún presentes.
  • Escogí Ren - dijo con voz baja, como si temiera que alguien más los escuchase - como diminutivo de ‘Renegado’. Así, cada vez que alguien me llamase, recordaría el momento en que dejé atrás la cartografía. El momento en que traicioné los principios de mi profesión y el orgullo de mi familia; antes representaba siempre la verdad, capitana. En mis dibujos, en mis mapas, en mis cuadernos… Ahora vivo al margen de la ley, trabajando para fuerzas oscuras que ni yo mismo comprendo del todo.
  • ¿Nunca has pensado en abandonar esta vida y volver a casa?
  • Si… constantemente - respondió Ren con un temblor en su voz - Pero… no es posible.
El cartógrafo entonces, se acercó unos pasos a la capitana. En sus ojos ya no había aquel misterio de lo oculto. Quien habló no era el espía, era Joris. Aquel nombre que parecía casi un cuento olvidado en el pasado.
  • Vine al nuevo mundo con la esperanza de descubrir los misterios que se ocultaban más allá del mar del Norte. Ansiaba viajar, dibujar cada costa, dejar constancia de cada isla, escribir acerca de cada civilización que pudiera encontrarme. Siempre he sentido un afán irrefrenable por conocer y aprender, capitana. Es como… como un impulso vital, ¿me entiende? Como si no fuera yo quien lo decidiese, sino algo muy profundo dentro de mí que me empuja a hacerlo.
Grace asintió con la cabeza, comprendiendo que aquella misma fuerza que describía el holandés, también vivía en su interior.
  • Pero el mismo deseo que me empujó a cruzar el mundo, fue el que me condenó de por vida. Sucedió una noche. Navegábamos cerca de Jamaica. La bandera de mi país hondeando con orgullo en la oscuridad, acariciada por una brisa agradable. Recuerdo que estaba en la borda de babor, dibujando tranquilamente la costa de la isla. De repente y sin previo aviso, vi emerger de la oscuridad un navío. Sus velas negras me estremecieron, pero sin duda, fue el silencio que emanaba de aquella visión maldita, la que me paralizó por completo.
  • El fantasma gris - murmuro Grace como si acabara de invocar a un demonio.
Joris le mostró su dedo anular. El tatuaje de la boca sellada le inspiro más terror aún.
  • Antes de que mi capitán, en paz descanse, pudiera dar la orden. Ya estábamos todos muertos. Ocurrió muy deprisa y en un silencio de pesadilla. Vi como un hombre se acercó a mi, su rostro me arrancó el aliento; pues llevaba la boca cosida con hilo de pesca. Sentí el sable en mi garganta y cerré los ojos, dispuesto a morir y entregarme a mi fatal destino.
  • Pero te dejó vivir… ¿Por qué?
  • A día de hoy nadie me ha respondido a esa pregunta, capitana. Con el paso de los años y después de darle muchas vueltas; he llegado a la conclusión de que me dejaron vivir por mis habilidades. Soy buen dibujante, mis retratos no tienen competencia. Supongo que les resulto eficaz. Una forma de tener controlados a todos los marineros que osan entrar en sus dominios.
  • ¿Por qué dijiste que es imposible volver a casa?
Ren bajó la mirada al suelo. Un dolor le atravesó el rostro. Una pena que llevaba arrastrando desde muchos años sobre la espalda.
  • El Rey Negro no domina solo el Caribe… su mano oscura alcanza más allá que cualquier soberano. Sea del país que sea. Me dieron dos opciones: o trabajar para ellos o ver morir a mi familia.
  • ¿Y cómo sabes que esa amenaza es cierta?
  • Conocen el nombre de mi padre, el de mi santa madre, y el de mis dos hermanas. Conocen el nombre de sus negocios, a que se dedican, donde están ubicados. Saben hasta el nombre de la calle dónde antes vivía, la taberna donde mi padre pasa las horas muertas, la iglesia donde íbamos cada domingo… Lo saben todo, capitana.
Grace lo miró desconcertada. Primero pensó que aquel hombre mentía, pero algo en su interior le dijo lo contrario. La forma en que la miraba, el peso que parecía cargar, decía la verdad.
  • ¿Entiende ahora el poder de la Mano? - dijo Ren con los puños apretados - No es el terror que provocan las historias contadas en las tabernas, ni la fuerza y la falta de piedad de sus saqueos en la mar. No se trata de fuerza, ni riqueza, ni de poder… Es algo más poderoso que todo eso. Como una araña, han tejido una red inmensa que abarca todo el mundo. En Tortuga, las malas lenguas dicen que tienen reyes bajo su poder, que influyen en las decisiones que se toman en todos los países. Espías que les susurran secretos, ojos que vigilan cada movimiento. Nada se les escapa, todo lo saben. Ese es su verdadero poder, lo que les hace tan terribles.
  • ¿Por qué me cuentas todo esto, ahora? - preguntó Grace.
El cartógrafo sonrió y guardó su mapa. Volvió a mirar la brújula de la capitana, sin entender del todo que magia la envolvía. Con delicadeza se pasó la mano por las heridas de su hombro, que seguían escociendo.
  • Desde que nuestros caminos se han cruzado, no puedo dejar de hacerme la misma pregunta, capitana. Se que no confiáis en mí. Y lo comprendo, no os culpo por ello. Pero lo que veis en mí es solo un reflejo de lo que soy realmente. No escogí este camino y tan solo lo sigo por el temor a perder aquello que más amo. Pero… veo algo en vos. Algo mágico que flota a su alrededor. No es esa brújula que sostiene, ni los fantasmas que habitan en su camarote, ni tan solo - Ren señaló a Yrsa con el dedo - aquella mujer más alta que una montaña y el oso que la acompaña. Es algo más profundo, una sensación que me hace pensar que quizás usted… usted pueda liberarme del yugo que me encadena.
Grace lo desnudó con la mirada. El mismo hombre que hacía unas horas iba a delatarlos a la Mano Negra, ahora parecía pedir refugio en su navío. Es muy difícil tomar decisiones por convicción, pues la experiencia siempre nubla el juicio. Y la capitana había nacido en un mundo donde no podía fiarse ni de su propia sombra. Aunque no del todo, estaba convencida que aquel hombre decía la verdad. Pero los recuerdos de cuando era una niña en las calles putrefactas de Bristol, le golpearon de nuevo. La ley entre los piratas era clara: jamás te fíes de uno. Y esa idea vivía en su interior como una verdad innegable.
  • ¿Acaso me pedís un lugar en mi navío? - preguntó sin quitarle los ojos de encima.
  • No capitana - contestó Ren - Dada mi situación, jamás me atrevería a tanto. Tan solo pido su ayuda.
  • ¿A cambio de qué?
Joris le devolvió la mirada y con cierto temor le ofreció su mano.
  • A cambio de la mía…
La capitana observó la mano tendida. Pensó en todas las opciones que disponía en aquel momento y luego en todos los peligros que podía acarrear confiar en un desconocido. Las puso en una balanza, sabiendo que muchos dependían de su decisión, y que pagarían las consecuencias si se equivocaba.

Se encontraban en mares peligrosos, gobernados por arañas que tejían redes de conspiración, dominando todo y a todos a su paso. Cinco piratas tan peligrosos como desalmados que navegaban por las mismas aguas que galeones de mil naciones, disputándose en una guerra sin fin cada piedra de cada isla. Y ella, en alianza con otros dos navíos, de los cuales uno estaba en paradero desconocido, atreviéndose a entrar en aquel mundo del que apenas nada conocía.

Por otro lado pensó en Ren y en la miserable vida que le había tocado vivir. Pensó en sus más allegados, Yara a la que consideraba una hermana más que a una amiga, Vihaan al que le había entregado su corazón, la vida que nacía en su vientre que dependía de ella para ver un nuevo día. Diego su padre y mentor, que le había mostrado la gran responsabilidad que recaía sobre ellos.
  • Entiendes que no puedo confiar en ti ¿verdad?
  • Lo entiendo perfectamente - contestó el cartógrafo.
  • Entonces entenderás que serás vigilado constantemente.
  • Lo acepto capitana, si eso me da la libertad, aceptaré cualquier cosa que imponga.
  • Si acepto el trato, solo es por no disponer de otra opción. Tu conoces estos mares mejor que ninguno de mis hombres. Así que necesito tu ayuda. No obstante, si en cualquier momento veo que tus intenciones no son las que dices, acabaré con tu vida. Yo misma me encargaré de ello.
  • Que así sea…
Grace lo miró un último instante. Apretó los dientes al decidirse. Y sujetó la mano del holandés, del cartógrafo, del espía, del pirata, del ojo de la Mano Negra. Sin soltarla llamó a su segundo de abordo.
  • Diga capitana, ¿que precisa? - pregunto Macfarlane acudiendo rápido.
  • Escocés, te presento a Joris Van Leeuwen. Nos acompañará en nuestro viaje. Buscad una cabina vacía y mostradle donde podrá descansar.
  • Como usted mande mi capitana.
  • Y buscad al fantasma. Decidle que no le quite los ojos de encima en ningún momento. Quiero que esté vigilado día y noche y que avise al más mínimo gesto de traición.
Marcfalane asintió y se llevó al cartógrafo hacía las entrañas del Red Viper.
Al mismo tiempo que dos bajaban, una subía. Grace pasó un brazo por el hombro de su amiga y la acercó a ella, dándole un beso en la mejilla. Yara se recostó sobre su brazo, sintiendo los rizos rebeldes acariciando su cara y sujetando su mano contra su pecho.
  • ¿Cómo estás? - preguntó la capitana.
  • Estoy… - sonrió con amargura la cubana - ¿De qué hablabais?
  • He llegado a un acuerdo on el espía.
  • ¿Qué clase de acuerdo?
  • Nosotros le ayudamos a él para que pueda volver a casa y él nos ayuda a nosotros a sobrevivir.
  • Ya.. entiendo.
Yara se quedó en silencio, mirando el horizonte. Mientras Grace acariciaba su mano con ternura y con la otra sujetaba con firmeza el timón. No hicieron falta las palabras, a veces el silencio compartido consuela más que las frases de amor. Habían sufrido juntas desde pequeñas, sus estómagos rugiendo de hambre al mismo compás durante años. Habían aprendido a base de golpes que en esta vida nada se consigue sin esfuerzo. Y una vez más recordaron que la muerte siempre se lleva a los mejores.

La yoruba no acababa de comprender quien era Grace en realidad. Su amiga, su hermana, ahora era una alma entregada a un fin que era imposible de entender del todo. Pero al mismo tiempo, la conocía mejor que nadie. La había visto crecer, pues ella había crecido a su lado. Sabía cuales eran sus miedos, sus temores y también que clase de mujer era. Aunque aquellas historias de dioses, elementos, de luchas eternas por conservar el equilibrio del mundo; se escapaban a su entendimiento. Sabía que Red seguía siendo la misma niña de pelos alborotados y mirada sincera que la había salvado, amado y arropado en el pasado.

El mar se cubrió de destellos plateados, sus aguas turquesas como un manto cristalino, bajo el cual los corales dibujaban paisajes imposibles de mil colores. Escuchó a Cortés tocar su guitarra mientras la preciosa voz de Aibori cantaba canciones nostálgicas de su tierra. El rumbo estaba fijado y la quilla del Red Viper se abría camino cortando las olas espumosas. Olió la sal del mar, respirando profundamente. Observó a Briede y Bum-Bum jugar sobre cubierta con Vihaan, peleando como si fueran piratas sanguinarios y gritando como locos, entre carcajadas. No pudo evitar sonreír al observarlos. Comprendiendo como la vida seguía inmutable, sin detenerse, sin mirar atrás. Se estremeció cuando la brisa acarició su piel, el bello de sus brazos reaccionó al instante poniéndose tenso. Su corazón seguía roto, la ausencia de Mordisquitos tan presente que sentía ahogarse. Pero incluso en aquel momento, Yara estaba feliz.

Feliz por formar parte de aquella tripulación. Por ser la hermana de Grace. Por todo lo bueno y todo lo malo que la había llevado a estar justo ahí, en ese momento.

Feliz porqué de algún modo, supo que él estaba ahí. A su lado. La fuerza de su espíritu y el recuerdo de su memoria, jamás la dejarían.
Una lágrima se perdió por su mejilla y un abrazo más firme llego como respuesta.
  • Si necesitas hablar… - susurró con cariño Grace.
  • No… Está bien así - respondió Yara acercándose más a ella - No necesito nada más.
Continuará…
 
Capítulo 49 - ¡Arrodillaos ante el Rey Negro! - Los Cinco de Tortuga

Como cualquier otro avistamiento, el primer ojo que lo vio y la primera voz en dar la alarma fue la de Halcón. Y al escucharlo todos dejaron lo que estaban haciendo en esos momentos y se acercaron a la babor corriendo.

Desde la cubierta del Red Viper, la tripulación se agolpaba en silencio a lo largo de la borda. A lo lejos, sobre la línea turquesa del mar, emergía la isla de Tortuga. Primero fue solo una silueta oscura contra el amanecer, un perfil irregular que parecía flotar como un animal dormido sobre las aguas. Pero, a medida que se acercaban, la forma cobró vida: acantilados abruptos al norte, colinas verdes cubiertas de palmas y, más abajo, un puerto que hervía de movimiento.

Tortuga no se parecía a ninguna otra isla del Caribe. Desde el mar, ya se intuía que aquello no era un asentamiento común. Los muelles de madera, demasiado grandes para el tamaño de la isla, parecían devorar a los barcos que atracaban en ellos. Fragatas francesas, bergantines ingleses, galeones españoles con sus velas negras rasgadas o cubiertas de brea… todos convivían allí, bajo las mismas aguas, como bestias enjauladas; todos luciendo orgullosos banderas piratas, sin nación a la que representar, tan solo el negro como insignia y el blanco de los huesos como advertencia. Los mástiles eran tantos que parecían un bosque seco apuntando al cielo.

Al acercarse más, las casas aparecieron. Construcciones de madera, muchas levantadas de manera improvisada, unas sobre otras, como si hubieran crecido desordenadamente desde la playa hasta las laderas. Algunas parecían a punto de derrumbarse, otras estaban pintadas con colores chillones, y muchas exhibían banderas negras, jirones de velas capturadas o símbolos extraños pintados en sus fachadas. Las tabernas dominaban el paisaje: se veían balcones destartalados abarrotados de hombres, risas y peleas que llegaban hasta los barcos antes de atracar.

Los historiadores contarían que Tortuga había sido fundada por colonos franceses, luego tomada por españoles, y más tarde reconquistada, siempre disputada por las coronas. Que al final, abandonada a su suerte, había caído en manos de piratas, filibusteros y corsarios, convirtiéndose en su guarida más célebre. Pero los marineros hablaban de historias distintas. Decían que la isla estaba maldita, que cada ladrillo de las tabernas había sido comprado con sangre, que en las cuevas de la costa norte se hacían pactos con brujos africanos y chamanes caribeños. Algunos aseguraban que en sus colinas se oían tambores por las noches, y que el eco no era de hombres, sino de los muertos ahogados en la mar, reclamando su parte del botín.

Más adentro, detrás de las chozas y tabernas, se distinguían casas de piedra, más sólidas, donde se decía que vivían los capitanes más ricos. Y en lo alto de una colina, como vigilando todo el puerto, se alzaban los restos ennegrecidos de una fortaleza española, convertida en guarida de piratas. Su bandera había desaparecido, sustituida por estandartes negros que ondeaban con el viento, marcando quién gobernaba ahora aquellas aguas.

Grace, al timón, apretó la mandíbula. El lugar rebosaba de vida, pero no era una vida tranquila: era un hervidero, una olla a presión. Se respiraba oro, ron, violencia, y algo más profundo… un aire denso, como si la isla misma tuviera voluntad, como si hubiese nacido para tragar barcos, hombres y reinos enteros.
  • Tortuga… - susurró Cortés a su lado, con una mezcla de temor y reverencia - El reino sin rey. La patria de los piratas.
  • Creo que se equivoca señor - le contestó Ren - Este es el reino del Rey Negro.
Y mientras los cascos de los barcos se acercaban a los muelles abarrotados, todos en cubierta comprendieron que estaban a punto de entrar en la boca del mismísimo leviatán.

Las quillas del Red Viper y del Madra Ifrinn chocaron suavemente contra los pilones de madera ennegrecida. En el muelle, la recepción no fue la que uno esperaría en un puerto “civilizado”. No había oficiales, ni escribanos, ni amarras cuidadas. Allí los que esperaban eran hombres armados con sables, mosquetes oxidados y cuchillos colgando de las fajas. Algunos estaban borrachos, otros con los ojos inyectados en sangre, y muchos no eran más que viejos marineros con cicatrices imposibles de contar.

Los muelles eran un caos organizado. Mujeres de piel cobriza ofrecían frutas, ron y otras cosas menos inocentes a los recién llegados. Niños medio desnudos corrían entre cajas de contrabando, gritando como si el puerto fuera su selva personal. Y entre la multitud destacaban mercenarios de toda Europa, negros libertos armados hasta los dientes, esclavos fugitivos reconvertidos en corsarios, e incluso sacerdotes herejes que bendecían a los hombres antes de embarcar en nuevas correrías a cambio de un puñado de monedas.

Grace y el Perro fueron los primeros en bajar, seguidos de un grupo selecto de ambos navíos. Entre ellos estaba Ren, desatado ya, y con la boca demasiado suelta como para poder callar.
  • Esto no es un puerto cualquiera, así que andad con mil ojos - empezó a decir, con un tono que oscilaba entre el miedo y la fascinación - Aquí no hay Dios al que encomendarse, ni ley a la que ceñirse, sólo piratas. Fijaos bien: cada taberna pertenece a un capitán, cada casa está marcada por la bandera que respeta. El oro fluye en las mesas, y el ron en las gargantas. En Tortuga el orden se impone a golpe de acero.
A medida que avanzaban por las calles embarradas, el panorama se volvía aún más brutal. Vieron a dos hombres matarse a cuchilladas frente a una taberna mientras los demás bebían sin inmutarse. A un grupo de mujeres, algunas blancas huidas de la servidumbre, otras africanas libres, arrastrando a marineros ebrios hacia callejones oscuros. Vieron esclavos escapados comerciando piezas de hierro robadas, y frailes que ya no predicaban el evangelio sino la codicia.

Ren señaló con la barbilla, con aire de un guía obligado a ejercer.
  • Allí se reparten los botines… ¿veis esa mesa? Ahí deciden cuánto le toca a cada hombre. Y más arriba, junto a la roca, es donde se hacen los duelos… para el que discute demasiado.
Todos avanzaban tensos, las manos cerca de los sables y las pistolas de chispa. La isla parecía respirar violencia, como un monstruo que sólo esperaba que alguien diera el primer paso en falso para devorarlo. Entre insultos, peleas, embusteros y prostitutas; siguieron subiendo por la colina, hasta que el aire pareció cambiar. El ruido del puerto, la música, las carcajadas, los disparos esporádicos, todo se fue quedando atrás. Allí, en lo alto, se alzaban los restos ennegrecidos del fuerte español. Las murallas aún tenían cicatrices de cañón y las piedras manchadas de pólvora. Pero ahora, en lugar de la cruz de Castilla, ondeaba una bandera negra: la calavera coronada que sangraba por los ojos. El emblema del Rey Negro.
  • El palacio del rey negro… - murmuró Ren con la voz rota, como si decirlo en voz alta pudiera traer desgracias - Aquí manda Gregor Malvaric. Nadie entra sin ser invitado. Y los que salen… - tragó saliva, bajando la mirada - los que salen nunca vuelven siendo los mismos.
El grupo se detuvo un instante frente a las puertas del antiguo fuerte, convertidas ahora en portal de la leyenda pirata. Un silencio pesado cayó sobre todos. Habían navegado mares imposibles, enfrentado dioses y monstruos, pero aquella mole de piedra parecía más peligrosa que cualquier abismo.

Los muros ennegrecidos del fuerte español se alzaban ante ellos como una tumba abierta. Nadie dijo nada al principio; sólo se miraron entre sí, tripulantes del Red Viper y del Madra Ifrinn, con los labios apretados y el pulso tenso. Era la primera vez en mucho tiempo que incluso los más fieros de ellos parecían preguntarse en silencio si avanzar o dar media vuelta y huir de aquella isla que respiraba violencia y anarquía.

A sus espaldas, el caos de Tortuga no daba tregua, recordándoles dónde estaban. Desde abajo llegaba el eco de un ajuste de cuentas, dos hombres rodando por el suelo entre charcos de sangre y barro, cuchillo contra cuchillo, mientras una multitud a su alrededor gritaba y apostaba sin inmutarse.

Más allá, en un callejón, una mujer negra arrastraba a un joven marinero borracho por el cuello de su camisa abierta. El chico reía, creyendo que se trataba de amor, hasta que vio el destello de un puñal y comprendió que acababa de vender su alma a cambio de una caricia.

Y en la plaza, justo al pie de la colina, un grupo de niños lanzaban piedras a un cadáver putrefacto colgado de una viga. El cuerpo giraba lentamente con la brisa, y cada piedra arrancaba pedazos de carne reseca mientras los pequeños reían con la inocencia cruel de los que han nacido entre piratas.

Los marineros de ambos navíos observaron todo aquello en silencio, y la duda creció como una sombra aún más oscura que los muros del fuerte. ¿Entrar a la guarida del Rey Negro… o abandonar el Caribe antes de ser devorados por él?

Ren, con las muñecas aún marcadas por las cuerdas, los observó uno a uno. Su sonrisa era amarga, resignada, como la de alguien que sabía que el destino no daba opciones.
  • Podéis quedaros ahí, temblando como perritos frente a un trueno - dijo al fin, con voz baja pero firme - O podéis aceptar la verdad. Nadie navega en estas aguas sin el permiso del Rey Negro. Tarde o temprano, él se enterará de vuestra presencia. Y creedme… - sus ojos recorrieron cada rostro, deteniéndose un instante en Grace y luego en el Perro - es mejor presentarse ante él por voluntad propia que esperar a que os mande a buscar.
El silencio volvió a caer. El mar rugía a lo lejos, como un recordatorio de que ya no había vuelta atrás. La opción estaba clara, aunque nadie quisiera admitirlo: entrar y presentarse… o ser cazados como presas en el propio reino del terror.

Los portones del fuerte español se abrieron con un chirrido lastimero, como si los goznes no hubieran visto aceite en décadas. Al cruzar el umbral, los marineros esperaban encontrar guardias, mosquetes listos, la férrea disciplina de un bastión militar. En cambio, lo que hallaron fue un silencio desolador.

Las murallas interiores estaban cubiertas de musgo y grietas, con piedras desmoronadas que dejaban pasar los haces de luz. No había ni un soldado, ni un vigía en las almenas, ni una bandera ondeando en el viento. El eco de sus pasos y un caballo desnutrido que pastaba cerca de unos carros, era lo único que llenaba aquel vacío, amplificando la sensación de que caminaban por un cementerio.

Más adelante, la casa principal del gobernador se levantaba como un fantasma de lo que había sido algún día. Los cristales de las ventanas estaban rotos, dejando pasar ráfagas de viento que ululaban como lamentos. El yeso de las paredes colgaba en jirones, húmedo y ennegrecido, y las vigas se combaban como huesos viejos a punto de quebrarse. La puerta principal no estaba cerrada, sino abierta de par en par, destrozada por un antiguo cañonazo, los bordes quemados y astillados como una herida que nunca cicatrizó.

Grace, que había llevado la mano a la empuñadura de su sable en cuanto cruzaron los portones, soltó el aire y murmuró con un dejo de alivio.
  • Al menos no hay hombres armados esperándonos dentro.
El Perro, más sabio por viejo que por Perro, soltó un gruñido gutural, sin apartar los ojos de la penumbra del interior.
  • Por desgracia, capitana.
Vihaan lo miró, confuso, inclinándose hacia él.
  • ¿Por qué decís eso?
El Perro escupió al suelo, su voz ronca como la grava que pisaba su pata de palo.
  • Porque un rey que no necesita hombres que lo protejan… es porque se cree intocable.
Un escalofrío recorrió a todos. La idea se extendió entre ellos como una niebla helada: ¿qué clase de poder podía tener un hombre para reinar sin espadas ni mosquetes a su alrededor? La ausencia de guardias no era signo de debilidad, sino de una seguridad absoluta, la seguridad del que gobierna mediante el miedo y el terror.

El silencio volvió a apoderarse del grupo, y de pronto, aquel fuerte en ruinas ya no parecía abandonado… sino el trono invisible de un soberano que no necesitaba ser visto para inspirar respeto y exigir obediencia.

Se detuvieron ante la puerta destrozada del viejo palacio del gobernador, la madera carcomida aún mostrando las astillas ennegrecidas del cañonazo que la había derribado. Nadie dio el primer paso; el aire que salía del interior olía a humedad, madera podrida y ceniza. Fue Ren quien, tras un largo silencio, murmuró con voz tensa.
  • Seguidme… y no hagáis ruido.
Entraron de forma cautelosa, como si cruzaran el umbral de una mansión encantada. Lo primero que los recibió fue un gran salón, inmenso y vacío, con el techo tan alto que se perdía en la penumbra. La escalinata central, antaño majestuosa, se abría en dos brazos que ascendían hacia el piso superior. Pero las tablas crujían bajo cada paso, desgastadas, algunas rotas. Yrsa, que avanzaba con precaución, de pronto lanzó un pequeño grito ahogado: una de sus botas había quedado atrapada en un tablón hundido.

El eco del sonido recorrió el salón como un trueno, helando a todos. Bhagirath y MacFarlane se apresuraron a ayudarla, tirando hasta arrancar el pie de la trampa de madera podrida. El crujido final sonó como un gemido largo, como si la casa misma protestara por su presencia.

Subieron por la escalera con pasos cuidadosos, y los pasillos superiores se abrieron frente a ellos: corredores amplios, revestidos con lo que quedaba de un esplendor desaparecido. En las paredes colgaban retratos ennegrecidos de personajes ilustres: virreyes, almirantes y nobles españoles, sus rostros ahora irreconocibles por los cortes de espada que los habían atravesado o por las manchas de hollín que los cubrían.
  • Ese de allí - susurró Ren, levantando apenas una mano hacia un cuadro rasgado - era el conde de Peñalba, gobernador de Santo Domingo en su tiempo. Y más allá, el retrato de doña Francisca de Guzmán, esposa de un virrey de Nueva España. - Se giró un instante hacia ellos, como un guía macabro - Cada una de estas paredes contaba la gloria de España… hasta que los Cinco de Tortuga decidieron juntarse y empezar a contar su propia historia.
Las miradas se cruzaron en silencio mientras avanzaban, observando habitaciones saqueadas: un antiguo comedor lleno de sillas rotas, un despacho con papeles deshechos por la humedad, una capilla privada con el altar arrancado y las imágenes de los santos decapitadas.

Grace, en voz baja, no pudo contener la pregunta.
  • ¿Por qué hablas en susurros, holandés? - susurró.
Él se inclinó hacia ella, tan cerca que pudo sentir el olor a hierro viejo en su aliento.
  • Porque es mejor no molestar a ninguno de los Cinco… - hizo una pausa, y alzó un dedo señalando una puerta cerrada en el pasillo, negra como un pozo - Y menos a Grimm.
Un escalofrío recorrió a varios. El apellido del Predicador quedó flotando como una sombra.

Siguieron avanzando, con el silencio aún más pesado sobre ellos. Y entonces, al fondo del corredor, lo vieron: un débil resplandor tembloroso, como el de una lámpara de aceite, se filtraba por la entrada de una gran sala. La luz era tenue, casi espectral, como si la misma casa respirara con ella.

Los hombres se miraron entre sí, sabiendo que cada paso los acercaba más al corazón de la fortaleza abandonada del Rey Negro. Entraron en la sala como si cruzaran el umbral de un juicio. El aire estaba denso, cargado de humo de tabaco y ron barato, iluminado solo por un par de lámparas de aceite que lanzaban sombras alargadas contra las paredes.

En el centro del desolado comedor, un gran escritorio desordenado dominaba la escena: mapas arrugados, cartas de navegación manchadas de vino, plumas secas, trozos de pergamino y un sinfín de botellas vacías se amontonaban como si aquel lugar fuese a la vez un despacho y una taberna.

Detrás del escritorio estaba él. Gregor Malvaric. El Rey Negro.

No llevaba corona ni ropajes de nobleza. Al contrario, su aspecto era tan salvaje como imponente: botas de cuero gastado, puestas sobre la mesa en una pose irreverente; una chaqueta negra desabrochada, adornada con galones arrancados a la fuerza de uniformes enemigos; la barba espesa, con mechones blancos como si la sal del mar lo hubiera marcado a fuego; y en su mano derecha, una botella de ron de la que bebía sin prisa, como si aquel momento no mereciera más solemnidad que un trago largo.

Dos hombres estaban de pie al otro lado del escritorio, dándole la espalda a los recién llegados. Susurraban algo con tono urgente, hasta que el chirrido de un tablón mal sujeto interrumpió la conversación.

El Rey Negro bajó las botas de la mesa con un golpe seco y, sin levantarse de la silla, clavó sus ojos en los visitantes. Había en su mirada un brillo extraño, mezcla de burla y de amenaza.

Ren, nervioso, dio un par de pasos apresurados hacia delante, inclinando la cabeza, pero antes de que pudiera abrir la boca, la voz del Rey Negro lo atravesó.
  • Bienvenido seas Ren, mi cartógrafo favorito… - dijo con un tono grave, ronco, arrastrado por el ron y el tabaco, pero cargado de una fuerza que helaba la sangre - Veo que no vuelves solo.
Un silencio se hizo más pesado que el humo. La pregunta flotó en el aire, afilada como un cuchillo.
  • Dime ojo, ¿Quiénes son estos que te acompañan?
La burla era evidente en la sonrisa torcida, pero en el fondo había algo más: un interés genuino, la curiosidad de un depredador que observa a sus presas antes de decidir cómo jugar con ellas.

Grace, el Perro, y el resto se quedaron inmóviles frente a él, alineados casi sin darse cuenta, como soldados ante un emperador.

Y allí estaba Malvaric, en el corazón de la fortaleza que parecía abandonada, más temible que cualquier rey coronado: un pirata que no necesitaba ejércitos ni guardias, porque su sola presencia llenaba el lugar de amenaza.

Su silueta, recortada por la luz oscilante de las lámparas, parecía la de un monarca de sombras, el Rey Negro del Caribe, cuya risa podía significar riqueza o condena, y cuya palabra, muerte o salvación.

Ren tragó saliva, el sudor deslizándosele por la sien mientras intentaba que su voz no le temblara. Dio un paso adelante, bajando la cabeza como si estuviera frente a un monarca ungido por dioses olvidados.
  • Mi señor… - dijo con reverencia quebrada - Primero permitidme darle las gracias por recibirnos. Os presento a la capitana…
Pero antes de que terminara, Grace avanzó. Sus botas resonaron sobre el suelo de madera con un eco que parecía retumbar más de la cuenta en aquella sala silenciosa. Se plantó frente al escritorio de Malvaric, con la espalda recta y la barbilla en alto. Extendió su mano hacia él, con la seguridad desafiante de quien jamás baja la cabeza ante nadie.

El gesto apenas duró un segundo. Los dos hombres que habían estado hablando con el Rey Negro giraron de golpe, y en un parpadeo le apuntaron a la cara con pistolas de chispa, sus cañones negros a escasos palmos de su piel.

El mundo pareció contener el aliento.

Instantáneamente, detrás de Grace, un sonido metálico llenó la sala: el de las espadas desenvainadas, pistolas amartilladas y cuchillos listos para la sangre. Los hombres y mujeres del Red Viper y el Madra Ifrinn se habían movido al unísono, como un solo cuerpo que protegería hasta la muerte y sin dudarlo a la joven capitana.

El aire estaba cargado de pólvora y amenaza.
El Rey Negro no se movió. Se limitó a observar, sus ojos brillando como carbones encendidos en la penumbra.

Grace no apartó la mirada de los suyos. Con la misma calma con que se enfrenta una tormenta en alta mar, levantó lentamente la mano que aún tenía libre, la sostuvo en el aire y después la bajó despacio, como una ola que se retira tras golpear la costa.
  • Bajad las armas - ordenó, sin apartar sus ojos desafiantes de Malvaric.
Uno a uno, los piratas obedecieron. La tensión seguía allí, suspendida, como un hilo de acero a punto de quebrarse, pero se replegaron. Grace, aún con los cañones de las pistolas sobre su frente, abrió la boca. Su voz fue firme, clara, orgullosa.
  • Mi nombre es Grace O’Malley, aunque muchos me conocen como la Víbora Roja. Capitana del Red Viper hasta que la muerte decida lo contrario - Hizo una breve pausa, señalando con la mano al hombre que la escoltaba - Y este de aquí es Seamus O’Driscoll, el capitán al que llaman el Perro, dueño y señor del Madra Ifrinn.
La presentación no fue un simple gesto de cortesía: fue un desafío, una proclamación, una advertencia de que allí estaban no como súbditos, sino como iguales.

El Rey Negro sostuvo la mirada de Grace sin pestañear, como si buscara en sus ojos la grieta mínima por donde colarse. Con un gesto casi perezoso de su mano enguantada, ordenó a los dos hombres que bajaran las armas.
  • Perdonad la falta de modales, Víbora - dijo con esa voz grave, hecha de hierro y humo, en la que la burla se mezclaba con la amenaza - Montoya y Leclair no suelen recibir muchas visitas… y menos aún saben cómo comportarse frente a una bella dama como usted.
Grace, al escuchar los nombres, volvió el rostro hacia los hombres que le habían apuntado.

A su izquierda, Isandro Montoya, ‘El Lobo de las Antillas’, era de complexión robusta, con la piel curtida por el sol caribeño y cicatrices que cruzaban su rostro mestizo como recuerdos grabados en carne viva. Sus ojos, oscuros y brillantes, tenían la misma fijeza que la de un lobo acechando en la penumbra. Colgando de su cuello, a plena vista, llevaba aquel collar de dientes humanos que lo hacía aún más temible.

Al otro extremo de la mesa, en contraste absoluto, se erguía Ambroise Leclair, ‘El Silencio de los Mares’. El francés permanecía casi inmóvil, alto y delgado como una sombra alargada. Sus cabellos grises, enmarañados, caían sobre un rostro inexpresivo, de labios sellados. No emitió palabra, pero su sola quietud imponía más que cualquier amenaza. Sus ojos azules, vacíos y fríos, parecían mirar a través de todos sin detenerse en nadie, como si el mundo entero fuera un ruido distante.

El Rey Negro, tras esa breve disculpa, regresó a su postura relajada: botas de nuevo sobre el escritorio, la botella en la mano, y la sonrisa torcida que jamás revelaba si era diversión o desprecio.
  • Decidme otra vez vuestro nombre, bella dama. - La pregunta sonó como un juego y una trampa.
Grace sostuvo su mirada, firme, desafiante, y repitió.
  • Grace O’Malley. Y no me tratéis de dama, pues no lo soy.
Los labios de Malvaric se curvaron en una media sonrisa.
  • Imposible serlo, si ese es vuestro verdadero nombre. - Se inclinó apenas hacia adelante, dejando que el peso de sus palabras cayera como una losa - ¿Lo es?
El silencio que siguió fue casi físico, pesado, cargado de tensión. Las respiraciones contenidas de las dos tripulaciones parecían escucharse en aquella sala inmensa.

Grace no retiró la mano que aún mantenía extendida hacia él. Sus ojos brillaban con un destello entre orgullo y desafío.
  • Soy consciente del peligro que conlleva mi nombre - respondió, con una leve sonrisa que era más un filo que un gesto amable.
Malvaric sostuvo la mirada un segundo más, midiendo cada palabra, cada gesto.
  • Y aun así lo lleváis…
  • Así es.
El Rey Negro dejó escapar una risa breve, áspera, como un trueno lejano, antes de alargar lentamente la mano para estrechar la suya. Pero antes de que pudieran entrelazarse, una voz irrumpió el silencio del salón.

Las bisagras de la puerta chirriaron, largas y ásperas, cuando una nueva figura apareció por ella. No lo hizo con sigilo ni con violencia, sino con una calma medida, casi teatral. Cada paso resonaba en el silencio como si lo marcara con intención. En una mano llevaba una manzana mordida, cuyo jugo resbalaba perezoso por sus dedos, y con la otra jugueteaba con el borde de su casaca negra.

Todos se giraron al oírlo. La figura caminaba con aire de dueño del lugar, como si aquel despacho fuese escenario y él, inevitablemente, el actor principal.
  • Grace O’Malley… - pronunció el nombre con una cadencia que era tanto reverencia como burla - La temida Reina Pirata de Connacht. Una mujer que desafió a Inglaterra, que negoció cara a cara con la mismísima Isabel Tudor… y que murió, si la memoria no me falla, a principios de este mismo siglo.
Avanzaba despacio, cada frase un paso más cerca, sus botas marcando el ritmo de la historia.
  • De ser cierta la leyenda, deberíais tener… ¿cuantos? - frunció el ceño, como si calculara de verdad, dejando que la tensión se estirara en el aire - Noventa… quizá cien años, si la fortuna os hubiese permitido llegar tan lejos.
Su sombra cayó sobre la mesa del Rey Negro, donde apoyó la cadera con desenvoltura. Sus dientes hundieron de nuevo la manzana y masticó lento, mirándola con descaro. Finalmente, bajó la fruta y con gesto burlón tomó la mano extendida de Grace.
  • Felicidades - dijo con una sonrisa torcida, acercando sus labios a sus nudillos - Os conserváis de maravilla, capitana.
Grace sostuvo la mirada sin apartarse, fría como el filo de una daga. Fue entonces cuando su vista se posó en el sombrero del recién llegado: una pluma negra, larga, curvada como el ala de un ave nocturna. No necesitaba más para reconocerlo.

Bartholomew Drake.
El Cuervo del Caribe.

Drake era la viva imagen de la tentación y el peligro entrelazados. Alto, delgado, con una silueta que se movía como si el viento mismo lo empujara, desprendía un magnetismo oscuro. El cabello, negro azabache, caía en ondas desordenadas hasta los hombros, y la sombra de una barba perfectamente descuidada marcaba sus facciones angulosas. Sus ojos, oscuros como pozos sin fondo, brillaban con una chispa burlona que invitaba y repelía a partes iguales. Vestía un abrigo largo, negro como la medianoche, con detalles plateados que parecían relucir incluso en la penumbra. Bajo el sombrero adornado con la famosa pluma negra, su sonrisa era la de un hombre que siempre jugaba con ventaja.

Antes de que el silencio se asentara, fue Isandro Montoya quien lo rompió. El mestizo de rostro curtido por el sol y la sal soltó una carcajada seca y amarga.
  • ¡Bah, Drake!… - escupió con desdén - Siempre pensando con la verga.
Giró su rostro hacia Grace, y la dureza de su mirada se volvió veneno.
  • Y tú, zorra… ¿Tan pirata eres, qué hasta robaste tu propio nombre?
Un instante bastó. La tensión estalló como un cañonazo cuando Vihaan se adelantó con la velocidad de un rayo. En su mano, la flor de lis brilló con filo mortal, presionando contra la piel morena del cuello de Montoya. El acero apenas rozaba, pero ya era suficiente para arrancarle un leve hilo de sangre.
  • Repite eso si te atreves, bastardo - susurró Vihaan, con los ojos encendidos como carbones al rojo vivo.
El silencio era absoluto. Todos los presentes se quedaron helados, observando la escena. Montoya, por un instante, mostró un destello de miedo real: las pupilas dilatadas, el sudor naciendo en su frente. Pero enseguida, casi como un mecanismo de defensa, estalló en una risa estrepitosa. Una carcajada que resonó entre las paredes como un rugido vulgar.
  • Perdón, perdón… - dijo, entre risas, levantando las manos con fingida inocencia - Me he dejado llevar.
Vihaan, con el pulso firme, bajó lentamente el arma, aunque sus ojos seguían fijos como dagas en los del mestizo. Montoya, sin dejar de reír, volvió a clavar su atención en Grace. Esta vez la recorrió con la mirada de arriba abajo, con descaro lascivo, como un lobo hambriento midiendo a su presa. Escupió al suelo con desprecio, y con la voz cargada de veneno lanzó su disculpa que pareció un desafío.
  • Os pido disculpas, capitana - dijo Montoya con media sonrisa, encogiéndose ligeramente de hombros - No soy precisamente conocido por mis modales.
Grace lo observó un instante, la comisura de los labios curvada en una sonrisa desafiante, y respondió con voz firme.
  • Sé muy bien por qué se te conoce, Lobo.
Se giró un poco, posando la mirada afilada sobre Drake, y añadió, retirando la mano de las de él con un gesto decidido.
  • Y a ti, Cuervo…
Luego giró lentamente hacia el francés, sus ojos clavados como dagas.
  • Y a ti, Silencioso…
Finalmente, su mirada se detuvo en el centro de la sala, fija en el hombre que dominaba aquel reino de caos.
  • Y, sobre todo, a ti, Gregor Malvaric, al que todos llaman el Rey Negro.
El Cuervo soltó una carcajada ronca, tragando de un solo bocado un trozo de manzana. Sus ojos brillaban con diversión y malicia mientras continuaba.
  • ¿Recuerdas la última vez que alguien se atrevió a llamarte por tu nombre? - preguntó mirando a Malvaric, luego se giró de nuevo, e hizo una pausa teatral, dejando que el silencio se clavara como cuchillas en los presentes -…acabó colgado boca abajo, desollado hasta que la sangre brotó como un río rojo sobre la cubierta, mientras los cuervos se alimentaban de sus entrañas aún palpitantes. Aunque veo que no le temes a nada, cabellos de fuego.
Elevando la vista hacia Vihaan, con un gesto despreocupado que escondía filo en cada palabra, añadió.
  • Y por lo que veo, tampoco es el caso de vuestro valiente protector… del cual me gustaría saber su nombre.
Todo esto ocurría bajo la mirada imperturbable del Rey Negro. Sus ojos, oscuros y profundos, no parpadearon en ningún momento, observando a cada uno, midiendo silenciosamente quién era digno de su atención y quién apenas un insecto a punto de aplastarse bajo su poder.

Vihaan inspiró con la calma de quien no teme lo que diga la muerte y habló con voz clara.
  • Mi nombre es Vihaan Suryanarayanan.
El Cuervo alzó una ceja, divertido, y apoyando el dorso de la mano en la mesa, pidió teatral:
  • ¿Puedes repetir tu apellido, jovencito?
Vihaan lo repitió sin titubear.
  • Suryanarayanan…
El Cuervo dejó escapar una risita y, con un gesto exagerado como si quisiera copiar una melodía, movió la mano junto a su oído y dijo en voz baja, saboreando las sílabas.
  • Me encanta esa musicalidad… Sur-ya-na-ra-ya-nan… ¿Podrías repetirlo una última vez? Para que pueda disfrutar de esos matices…
Un segundo de tensión vibró en el aire. Grace, harta de la burla, gritó con voz cortante.
  • ¡Basta!
El Cuervo se encogió de hombros sorprendido por la insolencia, pero la sonrisa burlona no le abandonó. Se inclinó un poco hacia adelante, los ojos brillándole con malicia y preguntó, casi en broma.
  • ¿Lo amáis, acaso? ¿Amáis a este hombre, mujer?
El silencio se hizo pesado. Grace se quedó un instante inmóvil, el rostro iluminado por la luz mortecina de la sala; luego, con una claridad que no admitía réplica, respondió.
  • Así es. Amo a este hombre. Y mataré por él sin dudarlo, Cuervo.
Un murmullo se filtró por la estancia. Vihaan permaneció junto a ella, la mano rozando apenas el pomo de la espada, firme como un peñasco. El Rey Negro inclinó la cabeza, interesado, y su voz, profunda y cavernosa, llenó la sala con una carcajada que no era de alegría sino de hierro.
  • ¿Qué os une con él, Víbora? - preguntó, afilando la palabra como una navaja.
Grace levantó la barbilla; la mirada del Rey la atravesó como un escalofrío. Pero no titubeó.
  • Es quien gobierna mi corazón… y el padre de mi futuro hijo.
Un silencio más hondo que el anterior la envolvió. Luego el Rey Negro soltó otra carcajada, más terrible, más ancestral; sonó como madera vieja partiéndose.
  • Así que la historia se repite - dijo con sorna - ¿También daréis a luz sobre cubierta, para luego ordenar un saqueo? ¿Como la legendaria Grace O’Malley?
Grace no se achantó. Su voz, firme y sin miedo, respondió con la misma contundencia con que había hablado antes.
  • Si debe suceder así, estoy preparada para afrontarlo. No lo dudéis ni un segundo.
La carcajada del Rey se apagó en un susurro. Drake sonrió con esa mezcla de placer y peligro que le era natural; Montoya frunció el ceño, divertido; intercambiando miradas con Leclair; y en el rostro del Rey Negro, por una fracción de segundo, algo que pudo ser respeto asomó entre las sombras.

Sus ojos, negros y penetrantes, se clavaron ahora en el Perro. Su voz, grave y con un dejo de diversión, cortó el silencio de la sala.
  • He escuchado muchas historias sobre ti, O’Driscoll… ¿Son ciertas?
El Perro, impasible, mantuvo la mirada fija en el que se auto proclamaba rey y respondió con voz seca, casi un susurro que parecía atravesar la estancia.
  • Depende de quién se las haya contado.
El Rey arqueó una ceja, divertido, y le dio un largo trago a su botella antes de preguntar.
  • ¿A qué te refieres?
  • Si se lo preguntas a un lord inglés - replicó el Perro, con la misma mirada de escrutinio - posiblemente os hable mal de mí. En cambio, si le preguntáis a un marinero, aún os hablará peor.
El Rey Negro soltó una carcajada que retumbó entre las paredes desordenadas del salón y, levantando la mano con gesto teatral, señalando a Yrsa.
  • Y tú… ¿quién eres, guerrero? Nunca había visto a alguien igual.
Yrsa dio un paso al frente, firme, con la espalda recta y la mirada desafiante.
  • No ser guerrero - dijo con voz segura - Ser Herrera. Svalbard ser mi hogar, tierra de Odín y Freya.
El Rey la observó un instante, confundido al descubrir que se trataba de una mujer, y rápidamente giró la mirada hacia el resto de la tripulación.
  • Y tú, ¿quién eres?
Macfarlane se adelantó un poco y comenzó a hablar.
  • Me llamo Macfarlane y…
El Rey lo interrumpió con un gesto de impaciencia, señalando hacía otro lado.
  • Tú no, cara cortada; se ve a la legua que eres un jodido escocés. Me refiero al hombre a tu derecha, el que se oculta tras ese bigote.
Bhagirath, con la vista al frente, erguido como si estuviera en acto de revista ante un general, respondió con voz clara y firme.
  • Mi nombre es Bhagirath Patil, antiguo sepoye y arrepentido por serlo.
El Rey Negro arqueó la ceja, intrigado.
  • ¿Sepoye? ¿Qué es eso?
Bhagirath, sin vacilar, se lo explicó.
  • Serví como soldado del ejército colonial indio, sirviendo bajo órdenes extranjeras. Cuando me di cuenta de mi error, renuncié a ello y busqué redención, por eso estoy aquí.
Malvaric los observó uno a uno, los ojos oscuros recorriendo cada gesto, cada respiración contenida, mientras se daba pequeños golpecitos en los labios con el cuello de la botella apoyado sobre ellos.
  • Formáis un grupo peculiar - dijo, la voz grave y pausada - debo admitirlo.
De repente quitó las botas de la mesa, apoyó los codos sobre la madera y sopló un par de veces dentro de la botella, haciendo que el líquido tintineara con un leve sonido metálico. Su mirada fija en cada uno de ellos, como evaluando el valor de su presencia.
  • Decidme entonces, ¿qué buscáis en el Caribe?
La pregunta cayó en la estancia como un peso, mientras un silencio tenso envolvía la sala. Todos sabían que debían permitir que hablara la capitana del Red Viper.
  • ¿Qué buscan todos los piratas, Rey Negro? - replicó Grace, con firmeza, levantando la barbilla y manteniendo la mirada en él.
Malvaric negó con la cabeza sin dejar de soplar la botella, y su voz sonó fría.
  • No respondáis nunca a una pregunta con otra pregunta. Es de mala educación, capitana. Hablad. ¿Qué os trae al Nuevo Mundo?
Grace tragó saliva, pero habló con decisión.
  • El hambre del saqueo y la sed de oro - explicó, su voz temblando apenas visible - He oído historias, promesas de tesoros escondidos, de ciudades enteras llenas de oro que esperan ser reclamadas.
El Rey Negro la observó durante unos instantes, los ojos fijos y oscuros como la noche, y dejando la botella sobre la mesa, se reclinó en el respaldo de su silla. Su postura reflejaba un desagrado contenido, un fastidio silencioso por la respuesta.

Grace, nerviosa e impaciente, volvió a insistir.
  • ¿Acaso, no me cree?
Malvaric no la miró, la voz profunda y sin ningún atisbo de emoción.
  • No creo en nadie, Grace O'Malley. Y gracias a ello, sigo vivo. ¿Sabes cuántas personas pasan cada día por este escritorio pidiendo permiso para saquear en mis aguas? Demasiadas. Pensaba que esta vez sería distinto, al veros entrar… tan distintos, tan peculiares, y ni más ni menos que con el legendario Perro entre vosotros. Creí que me alegraríais el día.
Se inclinó ligeramente hacia adelante, apoyando los codos sobre la mesa, y sus palabras se hicieron más frías, más punzantes.
  • Pero ya veo que solo sois una panda de piratas vulgares, como el resto. Tan solo movidos por la codicia y la sed de sangre.
Grace y Malvaric se sostuvieron la mirada en silencio un largo rato, dos fuerzas que se tanteaban sin palabras. Entonces el Rey Negro se levantó con parsimonia, caminó hasta un armario y abrió un cajón con el crujido de quien sabe que cada ruido cuenta en un lugar así. Entre papeles amarillentos sacó un rollo de pergamino; sus manos, grandes y curtidas, lo desenrollaron con ceremonia.

Con un gesto lento, metió el sello al fuego y, sin perder la compostura, estampó la cera negra sobre el pliego: la mano abierta que era emblema y ley en aquellas aguas. El sello chisporroteó un instante y quedó frío, brillante, imprimiendo su sombra sobre la pergamino como una sentencia.
  • Tomad - dijo luego, tendiéndoselo a Grace con la misma mezcla de ironía y solemnidad que le presidía - Llevadlo siempre con vos.
Repitió la maniobra y entregó otro pergamino al Perro, que lo tomó con los dedos sin apartar la vista del hombre que los examinaba.
  • No lo perdáis jamás - advirtió - Mostradlo siempre que alguien os lo pida, da igual si es pirata o si sirve a una corona. Con este documento podréis navegar mis aguas sin que mis hombres os detengan.
Grace alzó la mirada, la chispa de la determinación en sus ojos, y leyó el sello: la Mano Negra se recortaba en cera negra, y en torno al emblema unas palabras escritas a mano que olían a mar y a amenazas.
  • ¿Con esto podremos navegar sin temor a represalias? - preguntó, esperando la confirmación que siempre se compra con la sangre de alguien.
Malvaric cerró el cajón con un golpe seco y negó con la cabeza, la boca curvándose en una sonrisa que no alegraba el alma.
  • No - respondió, lento - Yo no he dicho eso. Una cosa es que os dé permiso para cruzar mi reino, y otra muy distinta es que seáis libres para hacer lo que os plazca en él.
Se sentó de nuevo, apoyando los codos en la mesa, y su mirada recorrió a cada uno de ellos como quien enumera condiciones de un pacto.
  • Mi sello os abre puertas y cierra bocas en mis aguas. Mis capitanes no os detendrán, y mis hombres no os confiscarán los pertrechos si lo mostráis con respeto y si tienen un buen día. Pero no confundáis la hospitalidad con debilidad - añadió con voz grave - No autoricéis saqueos indiscriminados, ni venganzas personales que pongan en peligro mi comercio o mi trono. Si abrís fuego contra mis aliados o contra los navíos a los que amparo, este pergamino será poco consuelo. ¿Me entendéis?
Grace apretó el pliego entre las manos, sintiendo el relieve del sello como un latido ajeno. A su alrededor, la sala contuvo la respiración: era una concesión, sí, pero con el filo de un aviso clavado por detrás.
  • Entendido - respondió ella con firmeza - No buscamos aliarnos con quienes nos protegen para luego hacer lo contrario. Queremos paso, no impunidad.
El Rey la miró un segundo más y asintió como quien cierra un trato que le puede divertir o perjudicar, según el día.
  • Entonces habéis de recordar otra cosa - añadió, y la voz se volvió cuchillo - en el Caribe, las lealtades cambian con el viento. La Mano Negra exige tributo cuando corresponde, y castiga cuando la traicionan. No seáis necios: guardad el sello pero no confiéis demasiado en él.
Grace guardó el pergamino junto al resto de sus recuerdos, sintiendo que aquel papel había cambiado el rumbo de su viaje y, quizá, el de todos los suyos. El Perro enrolló el suyo con gesto cuidadoso y lo guardó dentro del chaleco, cerca del corazón.

Fuera, la isla seguía respirando su caos rumoroso; dentro, la alianza se había firmado, no con promesas y manos estrechadas, sino con papeles y advertencias. Y mientras el Rey Negro volvía a apoyar las botas en la mesa, la sombra de su sonrisa pareció prometer que nada sería jamás tan simple como un permiso escrito.
  • Ahora, largaos - dijo Malvaric con desgana - Tengo asuntos importantes que tratar que no os incumben.
Ren hizo una reverencia tan baja que casi tocó la madera del suelo, murmuró un agradecimiento y con un gesto de la mano indicó a los demás que le siguieran. Las cuatro leyendas piratas volvieron a juntarse alrededor de la mesa: susurros, risas cortadas, promesas envenenadas que los que marchaban no llegaron a escuchar. Grace se giró y, antes de poner un pie fuera de la estancia, cruzó otra vez la mirada con Gregor Malvaric. No oyó las palabras que sus labios traicioneros insinuaban; no hacía falta. La intención estaba en esa mirada: permiso, sí, pero vigilancia sin tregua. Tendrían carta real, pero no confianza.

El Perro se inclinó y le rozó la oreja con un susurro áspero.
  • Creo que este salvoconducto no sirve de nada, capitana. Todo este teatro solo ha servido para que ese Rey sepa quien somos y tenernos controlados.
Grace apretó el pliego del pergamino entre los dedos un instante, sintió la cera fría como un juramento ajeno, y respondió en voz baja.
  • Lo mismo pienso yo, Perro. Lo mismo pienso yo…
Salieron y Ren cerró la puerta con cuidado, como si al menor ruido pudiera romperse el equilibrio que allí se había firmado. Hicieron dos pasos por el corredor, el murmullo de la sala quedó atrás; el holandés alzó la mano para indicar el camino y, de pronto, se detuvo como si un filo le hubiera recorrido la nuca.

Allí, justo a un lado del pasillo, de pie como un interrogante, estaba Silas Grimm.

Era alto y obeso hasta la exageración, una columna de carne que parecía desafiar la gravedad con una calma monstruosa. Su cráneo brillaba bajo la luz mortecina; no tenía cabello, y la ausencia le daba un aspecto aún más tenebroso. El rostro, carcomido por arrugas rígidas, solo empeoraba la impresión: Grimm no era viejo; era inmutable. Cadenas pesadas colgaban de su torso y tintineaban con un sonido metálico y lento cada vez que respiraba. Entre sus manos, encadenado al cuerpo por una correa de hierro clavada al cinturón, yacía el último evangelio: una pieza negra, gastada en las esquinas, con páginas que olían a humedad y a pólvora. Aquella reliquia pendía como un corazón encerrado.

Su presencia tenía un borde siniestro: no era la violencia la que emanaba de él, sino la consumación de la propia muerte. Como si fuera un emisario de un lugar donde las plegarias y las sentencias se hubieran hecho una misma cosa. Su voz, cuando murmuró, no fue un saludo; fue un rezo roto entre dientes, unas palabras apenas inteligibles que se agolpaban como salmos secretos: consonantes antiguas, invocaciones que a los oídos de los presentes parecían esconder pesadillas.

Al pasar junto a él nadie se atrevió a sostenerle la mirada. Los ojos de Silas Grimm, fríos, pequeños, como si mirasen a través de la carne hasta ver lo que quedaba en el alma; recorrieron al grupo con una paciencia de verdugo. Murmuraba, sin detenerse, y había en ese murmullo el ruido de campanas en una iglesia vacía, las paladas de un enterrador sellando una tumba, el graznido de un cuervo en la oscuridad de un cementerio. El Perro notó el silencio caer como una losa sobre los hombros; Grace notó cómo la piel se le erizaba en la nuca; Vihaan apretó el paso con una ligera tensión en los dedos de sus manos. Incluso Ren, que sabía moverse entre las sombras de aquella isla, mantenía la cabeza baja y los pasos medidos.

Mientras pasaban enfrente de él, Grimm no levantó la voz. Sus labios se movían despacio y, sin que ninguno supiera bien por qué, parecía como si enumerara nombres que nadie quería escuchar, miradas que parecían sumar deudas pendientes, pecados anotados como cuentas. El tintineo de sus cadenas marcó el ritmo de la marcha: un compás fúnebre que acompañó sus pasos hasta dejar atrás la antesala del trono y la fortaleza silenciosa de Tortuga.

El último de los cinco, y sin duda el más tenebroso de todos.

La presencia del ‘Predicador de la muerte’ fue un augurio. Una señal divina o quizás demoniaca, de que por mucho sello real que llevaran encima, debían navegar con los ojos bien abiertos.

Continuará…
 
Siento subir tan tarde el capítulo de hoy. Es que me estoy metiendo una viciada terrible al Ghost of Yotei jajajaja.
Menudo puto juegazo, no se si jugasteis al Ghost of Tsushima, pero este es... uffff. Historia de venganza como a mi me gusta.
Veo a Akuma por todos lados jajajaja. Y mucho más difícil que el primero. Bueno no me enrollo más.
 
Capítulo 50 - ‘El Hidalgo Caído’ y ‘El Trono Perdido’: Una vieja herida supura de nuevo

En el inmenso muelle de Tortuga, el Red Viper reposaba orgulloso entre un mar de mástiles que se mecían como un bosque de madera oscura. El crujir de las tablas, unido al golpeteo constante del agua contra los cascos, formaba un murmullo grave y cadencioso, un recordatorio vivo de que todos aquellos navíos estaban listos para partir en cualquier momento hacia horizontes inciertos. La brisa traía consigo olor a sal, ron y brea, el verdadero perfume del Caribe.

Bishnu, con paso tranquilo y manos unidas a la espalda, se acercó hasta la capitana. Grace apoyaba los codos en la borda, fija la mirada en la fortaleza que coronaba la isla. Sus ojos parecían querer atravesar la piedra misma, como si en lo alto de aquellos muros quedaran preguntas aún sin respuesta. A su lado, Joris el holandés, con el rostro relajado como pocas veces se le veía, respondía con calma a lo que Grace le preguntaba. Y, por primera vez en mucho tiempo, sus palabras no escondían medias verdades ni evasivas: hablaba con sinceridad desnuda, como si aquella confesión compartida aliviara un peso invisible.

El barco todavía no había zarpado. El Perro lo había decidido así: el encuentro con la Mano Negra no lo había satisfecho en absoluto, y la desconfianza se le notaba en la mandíbula tensa y los gestos cortos. Mandó a dos de sus cachorros a mezclarse entre la gente de la isla, a buscar rumores, certezas, cualquier detalle que pudiera explicar qué trampas les aguardaban si levantaban anclas demasiado deprisa.

Grace, por su parte, había insistido en que Akuma los acompañara. Sabía bien que Tortuga era un avispero, y si sus hombres se internaban entre callejuelas plagadas de espías y asesinos, más valía que alguien con los instintos del japonesa los velara de cerca. Akuma aceptó en silencio, apenas un asentimiento, pero sus ojos permanecieron siempre atentos, como los de un tigre que mide la distancia con la presa.

Mientras tanto, el muelle bullía con la vida propia de Tortuga: gritos de estibadores descargando barriles, risas roncas de piratas ebrios desde la taberna más cercana, discusiones de mercaderes que juraban que su mercancía no había sido robada —aunque nadie los creía—. Y allí, entre todo aquel caos ordenado por la costumbre, el Red Viper esperaba.

Un barco inquieto, como su tripulación.
  • Ya le he dicho, capitana, que solamente soy un ojo - dijo Ren con una cadencia que rozaba la insistencia - La Mano Negra es celosa en cuanto a compartir sus secretos, pues en eso se basa su poder.
Grace desvió la mirada de la fortaleza por un instante y se quedó observándolo fijamente. En su rostro se reflejaba la duda, la desconfianza hacia cada una de las palabras que salían de la boca de aquel hombre.
  • Sé que no creéis lo que digo, y no os lo tengo en cuenta - sonrió el ojo arrepentido con una mueca cargada de tristeza - Pero os juro, por la vida de los que más quiero, que no miento.
Bishnu se situó junto a la capitana, la vista perdida en el horizonte.
  • Si nos disculpas… - dijo Grace.
No hizo falta más. Ren asintió con la cabeza y se retiró en silencio, consciente de que no era bienvenido en aquella conversación que estaba a punto de empezar. Sin embargo, cuando se giró para marcharse, se topó de frente con Shinrei.

El holandés se estremeció al verla. Tenía la sensación, cada vez más intensa, de que aquella mujer lo seguía siempre, incluso cuando no podía verla. Trató de ofrecerle una sonrisa, un gesto torpe que apenas nació antes de desvanecerse. Aquellos ojos fríos, letales, lo atravesaban sin esfuerzo, ahogando cualquier intento de cordialidad.

Ren bajó la mirada y desapareció entre sogas y barriles, pero la presencia de Shinrei permaneció. Sintió que incluso el aire a su alrededor se volvía más denso y helado, como si aquella mujer arrastrase consigo un silencio imposible de llenar.
  • ¿Qué le preocupa, capitana? —preguntó el Anciano, con la mirada fija en la silueta oscura de la isla.
Grace giró la cabeza para observarlo. Aunque aquel hombre había sido una caja de sorpresas desde que lo conoció en la fortaleza de la Compañía en Bristol, algo había cambiado desde entonces. Desde que se hizo con el bastón divino del Mulakaboko, la capitana no podía evitar mirarlo con otros ojos, como si a su alrededor se hubiera tejido un velo de misterio imposible de descifrar.
  • ¿Dónde está su bastón, anciano? - preguntó al notar su ausencia.
  • Habláis de él como si fuera mío - respondió Bishnu con una sonrisa serena, casi enigmática - Como si realmente me perteneciera.
  • ¿Acaso no es así?
El viejo negó suavemente, con la amabilidad de un maestro que corrige a un alumno sin ridiculizarlo.
  • El viento no conoce amo, capitana. No puede ser fiel a una sola mano. - Se rascó la barbilla con calma - Tan solo compartimos camino, y cuando necesita partir… parte.
  • ¿Pero volverá?
  • Eso espero. - Una carcajada tenue escapó de su garganta. Luego cruzó las manos tras la espalda, hizo una breve pausa y volvió a preguntar con voz grave y tranquila - Decidme… ¿qué le preocupa?
Grace abrió la palma y dejó ver el Vodrial Shardeth. El anciano bajó la vista hacia él y lo contempló unos instantes, inclinando la cabeza, murmurando algo inaudible como si hablara con fuerzas invisibles.
  • Sigue señalando la fortaleza - dijo Grace, con el ceño fruncido, mirándolo a los ojos - Y me pregunto por qué.
  • Entiendo - contestó Bishnu con calma - Aunque… la respuesta ya la tiene, ¿verdad?
  • ¿Qué respuesta? - replicó ella, impaciente - Ya obtuvimos permiso para navegar por el Caribe y salir en busca del Èkó Yemayá. ¿Por qué entonces no me muestra el rumbo hacía ella?
El anciano no respondió. Se limitó a sostener su mirada con dulzura, como si quisiera guiarla a encontrar por sí misma la verdad que tanto temía escuchar.

Grace respiró hondo.
  • Cree que el Èkó está en manos del Rey Negro… ¿es eso?
  • Es difícil saberlo. - Bishnu alzó ligeramente las cejas - Esa brújula muestra el camino que desea quien la sostiene. Si la pusiera en mis manos, seguramente marcaría otra dirección… o quizás la misma. Quién sabe.
Grace apretó el artefacto en su palma, clavando la vista en el fuerte que coronaba la isla. La madera de la brújula parecía palpitar con cada latido de su corazón.
  • ¿Qué conoce acerca de la concha de Yemayá? - preguntó entonces el anciano, en un murmullo que parecía un rezo.
  • Poco en realidad. - Grace suspiró - Diego me contó que encierra el poder del mar, que se rige bajo el elemento del agua. Pero desconozco los dones que otorga a quien la posee.
Bishnu inspiró hondo, como si buscara en la memoria de los siglos las palabras correctas.
  • Cuenta la leyenda… - empezó con voz grave, arrastrada - que hace mucho tiempo, antes de que los corsarios y los reyes pusieran su codicia en estas aguas, un humilde pescador encontró la concha de Yemayá. Era un hombre sencillo, pobre, que apenas lograba alimentar a los suyos con lo que el mar le regalaba. Una noche de tormenta, cuando las olas rugían como bestias desatadas y el cielo parecía desgarrarse con cada relámpago, su barca fue arrastrada hacia los arrecifes. Allí, entre corales y restos de naufragios, escuchó un canto. No era el viento ni el rugido del trueno… era la voz del mar.
El anciano entrecerró los ojos, como si viera aquella escena ante él.
  • Guiado por ese canto de sirena, se lanzó al mara embravecido. Y sin temer morir, halló la concha. Al tomarla en sus manos, las aguas se calmaron, y por primera vez en su vida, el pescador comprendió el lenguaje del océano. Supo cuándo vendrían las tormentas, dónde hallar los bancos de peces, cómo leer las corrientes como si fueran caminos trazados en un mapa invisible. El mar ya no era un enemigo que debía temer… era un aliado que compartió, sin pedir nada a cambio, todos sus secretos.
Bishnu bajó la voz, dándole un tinte casi confesional.
  • El pescador prosperó. Su aldea también. De la miseria pasaron a la abundancia, y pronto las islas vecinas acudieron a él, pidiendo su ayuda. Pero el poder del mar es un don caprichoso, capitana… y un día, el hombre quiso más. No se conformó con escuchar las aguas: quiso gobernarlas. Y entonces Yemayá, celosa de sus secretos, reclamó lo que era suyo. Una ola más grande que ninguna otra se alzó contra él y lo tragó junto a su barco. Solo la concha quedó, arrastrada por las corrientes hasta perderse de nuevo.
El viejo se cruzó de brazos sobre su pecho y fijó la mirada en Grace.
  • Esa es la leyenda, capitana. La concha otorga el poder del mar mismo. Pero cuidado… porque lo mismo que puede alzar a un hombre, puede hundirlo en las profundidades para siempre.
Grace escucho aquella historia como si volviera a ser aquella niña que se colaba en las tabernas del puerto y se escondía para oír los cuentos de los marineros. Volvió a alzar la vista hacia el palacio del Rey Negro, la bandera con la calavera de ojos sangrantes reflejando apenas la luz del sol. Sus labios se movieron despacio, casi como si pensara en voz alta.
  • Entonces… la lección está clara. Yemayá concede su don a quienes lo necesitan, pero castiga a los codiciosos. El pescador prosperó porque buscaba sustento, no poder. Cuando quiso dominar al mar, se convirtió en su víctima.
El viento meció suavemente sus cabellos encendidos.
Bishnu asintió con una leve sonrisa, los ojos brillando con esa calma insondable que lo acompañaba siempre.
  • Exactamente, capitana. Esa es la verdadera naturaleza del mar. Puede ser bondadoso y generoso, más allá de lo que la mente humana alcanza a comprender. Pero también puede ser cruel, implacable, como un dios que no admite cadenas. Aquellos que intentan someterlo, tarde o temprano, acaban devorados por sus propias ambiciones.
El anciano ladeó la cabeza, como si buscara que sus palabras calaran en lo más hondo de Grace.
  • El mar es un aliado poderoso, sí… pero jamás será un esclavo.
Grace alzó la mirada hacia lo alto de la colina, donde la silueta de la fortaleza recortaba el cielo grisáceo. El viento le llevó un olor salobre y áspero, como si el propio mar contuviera la respiración. En su mente resonaban todavía las palabras de Bishnu, la moraleja del pescador, la advertencia de Yemayá. Y una idea atravesó sus pensamientos, invadiéndolo todo.

¿Y si Gregory Malvaric había ido más allá?
¿Y si el Rey Negro no era solo un pirata convertido en monarca, sino el elegido o peor aún, el usurpador del poder del mar mismo?

La idea la estremeció. El hombre que controlaba los siete mares sin piedad podía muy bien ser aquel que había arrancado el favor de Yemayá a la fuerza. La capitana cerró la mano en torno al Vorial Shardeth que seguía marcando fijamente la fortaleza y no apartó los ojos de ella. Allí arriba, quizás, se ocultaba el verdadero corazón de la tormenta.

De repente sintió una punzada fuerte en el estómago. Puso la mano sobre su barriga, su rostro se torció por un instante en dolor, pero al segundo la expresión se transformó: una sonrisa llena de amor iluminó sus ojos al recordar lo que crecía dentro de ella.

Cortés la vio hacer ese gesto. Estaba sentado sobre una silla, cerca de la borda opuesta, afinando su guitarra con calma. A su lado, Vihaan recostado contra ella, jugaba con Gláfur. Le lanzaba un palo lo más lejos que podía, y el oso salía corriendo tras él sin importar los marineros que se interponían en su camino. Recogía el palo y lo volvía a traer, esperando que Vihaan lo lanzase otra vez. Gruñendo y sacando la lengua como un perro juguetón.
  • ¿Ya habéis pensado qué nombre le vais a poner? - preguntó Cortés, apoyando el cuerpo de la guitarra cerca de su oído.
Vihaan lanzó el palo otra vez, riendo al ver al oso salir disparado.
  • Aún no, Cortés. Antes deberíamos saber si es niño o niña - respondió Vihaan.
El español tocó un acorde, e intentó ajustar las clavijas al no estar convencido con el sonido resultante.
  • Hay una manera de saberlo antes de que nazca… - dijo Cortés con voz baja.
Vihaan lo miró sorprendido.
  • ¿Cómo dices?
Cortés cerró los ojos un instante, evocando viejas creencias, rituales que había escuchado de pequeño mientras vagabundeaba por aldeas más antiguas que el hambre.
  • Dicen que si una mujer embarazada pasea al amanecer sobre la hierba húmeda, y al salir el sol la sombra de su vientre apunta hacia el Este, será varón. En cambio, si apunta hacia el Oeste, será niña. También se cuenta que si al acercarse al fuego, se altera su pulso más de lo habitual, puede ser niña… y si siente en el calor la sed de sal y de pescado, puede ser niño.
Vihaan sonrió, divertido, aunque no la convencía del todo.
  • Puede que sea rito y superstición - contestó él - Pero las ancianas que me lo contaron juraban que nunca fallaban en sus predicciones.
El astrónomo lo miró mientras acariciaba el collar en su cuello, y sonrió con esperanza, pensando que ese pequeño juego antiguo les daría algo de certeza en medio de incertidumbre que rodeaba a los padres.
  • No dudo de la veracidad de esas leyendas que escuchaste, compañero - le contestó Vihaan con media sonrisa - De lo que sí dudo es que alguien convenza a la madre para que ande descalza sobre el rocío de la mañana.
  • En eso tenéis toda la razón - Cortés soltó una carcajada al compás de una nota recién afinada, que se perdió entre la brisa cargada del puerto.
  • De todos modos, no importa si es niña o niño - continuó Vihaan, lanzando el palo una vez más a Gláfur - Pues lo querremos igual.
Cortés posó su mano grande y callosa sobre la espalda del joven. Lo miró con una sonrisa pura, verdadera, asintiendo con la cabeza.
  • Todos la querremos… - dijo con solemnidad - O le querremos - añadió, divertido - Puede estar tranquilo ese no nato, pues tíos no le van a faltar. Será el recién nacido más mimado de la historia. Aunque también el que tendrá la familia más extraña que uno pueda llegar a imaginar.
Ambos rieron a carcajadas, contagiándose mutuamente. Vihaan miraba a Grace con unos ojos que decían más que mil poemas de amor, mientras Cortés se sentía feliz por los jóvenes padres. Ya no los consideraba solo compañeros de travesía, sino parte de su propia familia. Lo que no sabía el español era que esa dicha aún estaba destinada a multiplicarse en breve, a un nivel que ni él mismo alcanzaba a imaginar.

Y precisamente, como si el destino quisiera poner música a la escena, una voz irrumpió en el aire. No era un gallo anunciando la aurora, sino la voz ronca del vigía, que a pesar de no estar en la cofa y de tener más ron de Tortuga en la sangre que atención en la mirada, gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
  • ¡Capitaaaanaaaaa! - tronó, amplificando la voz con las manos - ¡Se acerca un barco por el horizonteeee! ¡Lleva la bandera del… Español Errante!
El silencio se apoderó de cubierta. El nombre cayó como un trueno. Todos en el Red Viper giraron la cabeza, buscando en la distancia la silueta que ya despuntaba en el horizonte. Pero no fueron los únicos: los hombres de otras tripulaciones amarradas en el puerto dejaron caer sus herramientas; algunos se levantaron de improviso, otros se santiguaron con rapidez, como si hubieran visto un fantasma. Los estibadores del muelle dejaron de mover sacos y barriles, quedándose con la boca abierta al reconocer aquella bandera roja con la cruz invertida ondeando orgullosa.

Los murmullos crecieron como un oleaje incontenible:
  • ¡El Español Errante…!
  • ¡Es él…! ¡Diego de la Vega!
La reputación de aquel hombre y de su navío era inmensa. Se decía que la estela del Español Errante había cruzado más mares que cualquier flota real, y que sus hazañas eran tan legendarias que ni siquiera la sombra del Rey Negro podía eclipsarlas.
  • ¡Diego! - exclamó Grace, alzando la voz con una sonrisa de oreja a oreja, como una niña que volvía a ver a su padre perdido.
A su lado, Bishnu sonrió también. Había cariño en sus ojos, ternura en su gesto, pues conocía demasiado bien al español y sabía cuánto disfrutaba aparecer en el momento justo… y con una entrada que robara el aliento a todos los presentes.
  • Como le gusta llamar la atención… - murmuró el anciano lleno de alegría y negando con la cabeza pausadamente.
El barco surgió con majestuosidad. El horizonte a su espalda parecía abrirse solo para dejarlo pasar: una mancha oscura que fue creciendo hasta mostrar una nave orgullosa, con velas tensas y blancas como el hueso, ondeando al viento, el casco pintado de negro con filigranas doradas que brillaban bajo el sol. Cada tabla parecía cincelada por los dioses.

El Español Errante era una Fragata ligera. Una nave rápida y armada, de tres mástiles, con casco estilizado y capacidad de artillería media. Excelente para persecuciones, emboscadas y misiones de largo alcance. Elegante sí, pero peligrosa al mismo tiempo. Ideal para un capitán como de la Vega, maestro de la espada, de la estrategia y el engaño. Menos brutal que un Galeón, pero más elegante y flexible que un Bergantín.

Portaba como bandera el rojo oscuro, desgastado, como si estuviera manchado de óxido o sangre seca. Una cruz invertida de Santiago, con una rosa negra en su centro, se mostraba ante todos con orgullo. Y en cada esquina de la bandera había una estrella náutica plateada de cinco puntas, simbolizando los rumbos del mar que el capitán había recorrido.

Todos sabían que significaba aquella cruz, y el peligro de llevarla del revés. Se interpretaba como traición, redención y una guerra contra la fe corrupta, que jamás terminaría. La rosa negra, por su lado simbolizaba el duelo del capitán, el orgullo de su tripulación y la belleza marchita de su cometido.
  • ‘El Hidalgo Caído’ - murmuró Grace, llena de emoción, al ver de nuevo el precioso mascarón de proa, después de muchos largos años.
Era una figura masculina, estilizada como un caballero español sin rostro. Su cara estaba cubierta por una máscara de duelo lisa. Arrodillado sobre una rodilla, la espada clavada en la cubierta, su cabeza inclinada levemente como en una plegaria o un juramento de venganza.

La espada era de bronce bruñido, con empuñadura en forma de cruz templaria invertida. La capa del caballero estaba tallada en madera ondulada y de lejos, parecía moverse con el viento; como si fuera parte del mar. En el pecho llevaba grabada la inicial ‘E’ que nadie sabía si representaba un nombre, un pecado o una promesa por cumplir. En noches de luna llena, algunos marineros aseguraban haber visto a la máscara gotear lágrimas negras.
  • Es precioso… - contestó Bishnu a su lado, sin saber muy bien si contemplaba al propio mascarón o al capitán que se erguía encima de él.
En la proa, firme como si desafiara al propio océano, estaba Diego de la Vega. Con una mano se sujetaba a un cabo, y la otra descansaba con calma sobre la empuñadura de su espada. Una de sus botas reposaba sobre el mascarón del hidalgo, dominando la escena como un emperador de los mares. Su sombrero de ala ancha proyectaba una sombra dramática sobre sus ojos encendidos, mientras el viento le despeinaba el cabello oscuro, haciéndolo parecer aún más indómito.

El sol bañaba la cubierta de oro, y el mar rompía en espuma bajo la proa como si lo escoltara hasta la bahía. Así llegó Diego, con la sonrisa torcida de quien sabe que todas las miradas son suyas, que todas las bocas pronunciarán su nombre… y que aquella llegada sería recordada durante años como la entrada triunfal del Español Errante.

El navío se adentró en el puerto como un rey entrando en su corte. Las aguas parecían abrirse ante su paso y, casi por arte de magia, las demás embarcaciones se apartaban como si cedieran su espacio a la leyenda de los siete mares. Sus velas crujían tensas, llenas de viento, y la quilla cortaba la superficie con un bramido solemne que hacía temblar los tablones de los muelles.

Los hombres en tierra se apartaban, retrocediendo boquiabiertos, los marineros en las cubiertas vecinas callaban de golpe y los murmullos crecían, mezclados con vítores: el nombre de Diego se repetía como un eco, como una plegaria hecha grito.

La nave avanzó hasta pasar justo por la popa del Red Viper, tan cerca que Grace pudo ver cada rostro en cubierta. Allí estaban todos, después de tanto tiempo, iguales. Como si el paso de los años no les afectara. Vio a Will “el Hacha”, enorme y sonriente, saludando con su brazo poderoso como si quisiera partir el aire; y también Fred “el Bocas”, que gritaba improperios cariñosos, a la vez que agitaba un sombrero viejo en el aire. Eran sus antiguos compañeros, los hombres que le enseñaron a tensar una vela, a leer las estrellas, a no dejarse abatir por una tormenta ni por la vida. Grace sintió un nudo en el pecho: se vio reflejada en aquella chica que un día fue, aprendiendo entre ellos, y comprendió cuánto de lo que era hoy se lo debía a esos lobos de mar.

Los saludos estallaron entre las dos tripulaciones.
  • ¡Grace, maldita sea! - rugió Will - ¡Sigues viva después de todo!
  • ¡Y más guapa que nunca, por todos los diablos! - chilló Fred, arrancando risas en ambas cubiertas.
Los gritos se mezclaron con carcajadas, insultos amistosos y promesas de ron. Algunos lanzaban sogas para acercar los barcos, otros simplemente tendían los brazos como si quisieran abrazarse en la distancia. Y entonces, como si el momento le perteneciera, Diego de la Vega dio un salto ágil desde la proa de su navío hasta la cubierta del Red Viper. Cayó con la ligereza de un felino, la bota resonando en la madera como un tambor de guerra, mientras su capa ondeaba al viento. Una sonrisa ladeada iluminaba su rostro, la sonrisa inconfundible de quien hace de cada entrada un espectáculo digno de ser recordado.

Al mismo instante, Cortés y los españoles no dudaron: saltaron también, pero en dirección contraria, hacia el Español Errante, donde viejos camaradas los recibían entre abrazos fuertes y palmadas en la espalda. El muelle entero se convirtió en un hervidero de voces y celebraciones, como si aquel encuentro fuese una fiesta de puerto improvisada.

Grace y Bishnu fueron los primeros en avanzar hacia Diego. Ella, con los ojos brillando, apenas pudo contener la emoción; él, con una serenidad cálida, como si saludara a un hermano de alma. Diego los recibió con los brazos abiertos, abrazando a Grace con fuerza y al anciano con amor.

La risa brotó enseguida, arrastrando a todos los presentes: gritos de júbilo, palmadas, carcajadas que parecían hacer temblar hasta las jarcias. No tardaron en aparecer las botellas de ron, destapadas con dientes y golpes de cuchillo, alzadas en brindis improvisados.

La cubierta del Red Viper se convirtió en un banquete de alegría. Viejos amigos reencontrados, historias contadas a gritos, lágrimas disimuladas en risas. El mar, el puerto y la tarde parecían unirse en una sola melodía: la celebración de los hijos de los océanos, unidos otra vez bajo la sombra de un pirata cuya leyenda se escribía con cada ola.

Tan solo un hombre no celebró la llegada del español.
Aquel al que todos llamaban Rey, aquel que parecía indestructible.

Desde una ventana rota, el la casa del gobernador, en lo alto del fuerte español; la sombra de Gregor Malvaric, el temido Rey Negro, vigilaba el puerto. Su mirada ardía como un carbón encendido, fija en la silueta de Diego de la Vega que brillaba en medio de los vítores y las risas.

Con los dientes apretados, Malvaric alzó la botella de ron hasta sus labios, pero el odio le pudo más que la bebida: sus puños se cerraron con tal furia que el vidrio se partió en su mano. El cuello de la botella estalló en fragmentos que le cortaron la piel, y el ron oscuro se derramó por el suelo de madera, goteando lentamente como si fuera sangre sacrificada. El líquido descendió entre las grietas, como un augurio de lo que estaba por venir: una rencilla antigua entre los dos capitanes, una herida que el tiempo nunca logró cerrar y que ahora, inevitablemente, volvía a supurar.

A su lado, como una sombra inseparable, estaba Silas Grimm, el Predicador de la Muerte. El gordo calvo murmuraba palabras apenas inteligibles, un rosario blasfemo que se arrastraba como veneno en el aire. Sus manos gruesas y sucias abrieron con lentitud el Último Evangelio, el libro que siempre llevaba encadenado al cuerpo. Las páginas amarillentas crujieron al contacto de sus dedos, como si se resistieran a mostrar lo que escondían.

Los labios del predicador seguían murmurando, hasta que sus ojos se posaron en un nombre escrito con tinta negra, un nombre aún sin tachar. El dedo de Grimm lo rozó con suavidad, casi con ternura, antes de apretar con fuerza el papel como si quisiera arrancarlo de raíz.

El nombre era claro.
El nombre de un hombre que aún respiraba.
El nombre de Diego de la Vega.

Y mientras abajo el puerto celebraba la llegada de la leyenda, en lo alto del fuerte un Rey sellaba en silencio el presagio de un enfrentamiento inevitable.

Muchos años habían pasado desde aquella noche. Pero cada vez que Diego de la Vega aparecía en sus sueños, Gregor Malvaric volvía a ser aquel joven imberbe que aún no era rey, ni tan siquiera capitán, solo un marinero más perdido entre ron barato y sueños demasiado grandes para su bolsillo.

No fue en Tortuga ni en Santo Domingo donde lo conoció, sino en Port Royal, cuando aquella isla aún no latía con fuerza y el Caribe no se había convertido en un tablero de ajedrez en plena partida sangrienta. El azar, o el destino, como lo llamaba Diego; los puso frente a frente en una taberna de techo bajo y música desafinada, donde las cartas, los cuchillos y las canciones se mezclaban con la misma facilidad que el sudor y el ron.

Al principio, Gregor lo observó desde lejos: aquel español tenía una presencia que atraía a todos como polillas a la llama. Pero no era solo la sonrisa fácil ni el porte de capitán sin necesidad de título… era la libertad que destilaba en cada gesto, la promesa de un horizonte abierto que parecía seguirlo a todas partes.

Cuando se atrevió a acercarse y hablaron, todo se volvió extraño y sencillo a la vez.
Dos hombres distintos, y sin embargo iguales. La sed de navegar, el hambre de aventuras, el sueño de una vida sin cadenas… eran como dos hermanos gemelos separados al nacer, reencontrados de repente en aquella mesa manchada de ron y sangre seca.

El joven Gregor no dudó ni un instante: abandonó el barco en el que había jurado lealtad, rompiendo promesas y condenando su futuro en un solo acto de traición. No le importó.

Lo único que quiso fue seguir a Diego.
Y juntos surcaron mares.

Lucharon hombro con hombro, sangrando la misma sangre en playas desconocidas y cubiertas llenas de humo. Rieron hasta quedarse sin voz. Lloraron juntos a los hermanos caídos. Bebieron hasta olvidar sus propios nombres. Y cuando el botín caía en sus manos, lo dividían sin cálculo ni desconfianza, como quien comparte pan con un hermano de sangre.

En una de aquellas noches apacibles, con el mar quieto y la luna alumbrando el ron derramado, Gregor lo dijo en voz alta. Juró lealtad eterna al Español Errante y a su capitán.
Juró que nunca habría otro hombre a quien seguiría hasta el fin del mundo.
Y sin embargo, la vida, y algo más oscuro, algo que aún pesaba como una piedra sobre su alma, los llevó por caminos distintos.
Lo que un día fue fraternidad sincera, con los años se transformó en la herida más profunda que Gregor Malvaric cargaría.

Una herida que tenía nombre.
Èkó Yemayá.

Sucedió una mañana tranquila, cuando el sol apenas rozaba el horizonte y el Español Errante navegaba a media vela. El mar estaba en calma, bruñido como una lámina de acero azul, y Diego había puesto rumbo siguiendo el rastro de un galeón francés al que llevaban semanas acosando como lobos pacientes.

Gregor, que aún no era ni la sombra del pirata implacable que luego sería, caminaba por cubierta ajustando cabos, con la torpeza de quien todavía aprendía a moverse al ritmo de las olas. Bastó un descuido: un nudo suelto, un cabo bajo sus botas, un traspié. Tropezó, perdió el equilibrio y cayó por la borda.

El golpe de cabeza contra la madera lo aturdió, y el agua helada lo abrazó con violencia. Se hundió como un saco de piedras, sin tiempo para gritar, sin fuerzas para resistirse. El mar le arrancó el aire de los pulmones y pronto sintió la desesperación del ahogo, esa angustia que arde más que el fuego en el pecho.

Y entonces la vio.

Entre la penumbra líquida, escondida en el lecho de un arrecife, brillaba una concha marina en forma de trompeta, cubierta de corales y algas, pero emitiendo una luz que no pertenecía a este mundo. Su superficie parecía tallada por manos divinas: nacar reluciente, vetas que latían como venas vivas, y en su interior, un fulgor azul profundo, como si dentro habitara todo el océano.

El joven Gregor, al borde de la muerte, no nadó hacia la superficie. Al contrario, descendió más.
Era como si aquella reliquia lo llamara con la voz invisible de un canto de sirena. No pensó, no midió el riesgo. Tan solo siguió esa atracción irresistible hasta rodearla con sus dedos.

Y en cuanto la tocó, el mundo entero pareció estremecerse.

Un calor recorrió su cuerpo, extraño y violento, como si el mar entero se le hubiera metido en las venas. Sintió un poder insondable palpitar en su pecho, un latido que no era suyo, sino del océano mismo. Y comprendió, sin palabras, que sostenía el poder de Yemayá, la madre de las aguas.

En ese instante, cuatro brazos lo rodearon con brusquedad: dos marineros se habían lanzado desde cubierta, luchando por arrancarlo de las fauces del abismo. Lo arrastraron hacia arriba, hacia el aire que tanto necesitaba. Gregor emergió entre toses y bocanadas, como un recién nacido que rompe a respirar por primera vez.

Y aun así, no lo soltó.
Mientras lo arrastraban, con la desesperación de un náufrago se ocultó la concha bajo sus ropas. Nadie la vio. Nadie supo lo que había encontrado.

Él, tampoco supo por qué lo hizo.
No lo planeó, ni tan siquiera lo pensó.
Fue un instinto brutal, un impulso imposible de resistir: ocultar aquel tesoro, no compartirlo jamás. El juramento que había hecho a Diego aquella noche de luna y ron empezó a resquebrajarse en ese mismo instante, aunque el Rey Negro aún no lo sabía.

Apenas lo sacaron del agua, Diego fue el primero en alcanzarlo. Se lanzó a su lado, arrodillado en cubierta, con el rostro desencajado de preocupación.
  • ¿Estás bien, hermano? - preguntó, colocando una mano firme y cálida sobre sus cabellos empapados, apartándolos de su frente como si temiera perderlo en cualquier instante.
Gregor, aún jadeando, respondió con una sonrisa débil. No tenía fuerzas para hablar, pero asintió mientras el aire volvía poco a poco a sus pulmones.

Fue entonces cuando el español lo notó. La forma en que Gregory mantenía los brazos contra el pecho, el gesto inconsciente de quien oculta algo. Diego fijó la mirada, percibiendo ese destello extraño, una sombra en la postura de su hermano. No dijo nada. No preguntó. Se limitó a tragar en silencio y murmurar con fervor:
  • Gracias a Dios que te ha devuelto a cubierta.
Gregor evitó sus ojos, pero sintió aquella chispa de desconfianza clavarse como un alfiler invisible en su carne.
El viento volvió a hinchar las velas. El Español Errante retomó su rumbo. Ese mismo día alcanzaron al navío francés que perseguían y el abordaje fue glorioso: sangre en cubierta, pólvora en el aire, y un botín más que generoso para todos. Los días siguientes transcurrieron entre celebraciones, ron y arenas cálidas de islas olvidadas, compartiendo risas y victorias.

Pasaron las semanas, los meses y ninguno de los dos volvió a mencionar la caída al mar.
Como si jamás hubiera sucedido.

Pero cada anochecer, en la soledad de la oscuridad, tras cerrar los postigos de su camarote, Gregor sacaba la concha de Yemayá de su escondite. La acariciaba como se acaricia una joya sagrada. La ponía contra su oído y escuchaba su canto, un murmullo profundo que no pertenecía a ningún hombre, sino al propio océano. Cada noche aprendía más de ella, cada noche sentía cómo el mar le revelaba secretos inconfesables.

Y nunca lo compartió.
Ni con Diego.
Ni con nadie.

Era su tesoro. Y Gregor Malvaric no estaba dispuesto a compartirlo jamás.

La cubierta del Red Viper bullía de música, carcajadas y brindis. El ron corría como un río desbordado y las tripulaciones se mezclaban como viejos amigos reencontrados. Pero Diego, apartado del bullicio, permanecía junto a Grace, con la mirada clavada en la silueta del fuerte que se erguía sobre la bahía.
  • ¿Por qué no lo enfrentaste? - preguntó la capitana, en voz baja, como si temiera perturbar la herida abierta que había en el alma del español.
Diego dejó escapar un suspiro lento, y una sonrisa tenue, amarga, se dibujó en su rostro. A su alrededor la alegría crecía, pero él descendía hacia los recuerdos más dolorosos de su vida.
  • Supongo que no estaba seguro de qué había encontrado en aquel arrecife… - respondió al fin - O quizás sí, no sabría decírtelo. Pero… - sus ojos se oscurecieron, quebrados por la nostalgia - confiaba en él como si fuera mi propio hermano. Supongo que la amistad que me unía a él era más fuerte que la desconfianza. Mi corazón no dejó que viera lo que mi mente ya sabía. Jamás imaginé que sería capaz de hacer lo que acabaría haciendo.
  • ¿Te traicionó? - preguntó Grace, posando suavemente su mano sobre la de él.
Diego guardó silencio un instante, con la mirada fija en el horizonte, hasta que respondió con voz grave:
  • No directamente… pero de algún modo sí. Fue precisamente aquí, en esta isla, cuando nuestros caminos se separaron. Por aquel entonces Tortuga estaba en manos de los españoles, y sufrimos una emboscada que nos tomó por sorpresa. En medio de la huida perdí a Gregor y aunque me vi obligado a huir, no estaba dispuesto a dejar a mi hermano atrás. Decidí buscar aliados, reunir fuerzas para asaltar la fortaleza y rescatarlo… pero fue imposible.
Grace desvió la mirada hacia el fuerte, sus ojos endurecidos.
  • No se puede confiar en piratas… - murmuró.
  • Cierto… - Diego sonrió, pero aquella sonrisa era más cercana a una lágrima que a la alegría - Aunque no fue eso, pequeña. Después de hacer pactos en tabernas y jugármela más de una vez en alta mar, conseguí reunir una flota digna de enfrentar a la Corona, hombres dispuestos a vender su vida en aquel asalto imposible. Nos presentamos en la bahía de Tortuga, listos para la guerra. Y cuando desde cubierta vimos el fuerte… lo comprendimos al instante.
Se detuvo. Cerró los ojos un segundo, como si el recuerdo aún le quemara.
  • Ya no ondeaba la bandera de Castilla… - su voz se volvió un susurro afilado - sino esa maldita calavera coronada.
Grace abrió los labios, incrédula.
  • El Rey Negro…
Diego apretó los puños, aunque sus palabras fueron suaves, casi melancólicas.
  • Para mí nunca llevará ese nombre. Para mí seguirá siendo Gregor Malvaric, nada más. Y ahora… ahora sé cómo consiguió su poder.
Alzó la mirada y sus ojos se posaron en la brújula que Grace guardaba entre sus manos, la dirección fija en el fuerte. El Vodrial Shardeth nunca mentía, nunca se equivocaba.
  • No hay duda alguna.
Grace no apartaba la vista de Diego, sus ojos buscaban una respuesta que aún no había escuchado.
  • ¿Por qué no fuiste a buscarlo? ¿Por qué no intentaste hablar con él… o arrebatarle el Èkó?
El español permaneció en silencio unos segundos, mientras el bullicio de la fiesta se hacía lejano, como si todo el puerto hubiera desaparecido y solo quedaran ellos dos frente al peso de aquella confesión.
  • Porque era mi hermano… - dijo al fin, con un hilo de voz, cargado de dolor - Porque aún quería creer que detrás de esa calavera ondeando al viento seguía estando el mismo hombre con el que compartí ron y sueños. El joven que se reía a carcajadas conmigo en las tabernas y que juró lealtad eterna bajo la luna del Caribe. ¿Cómo podía alzar la espada contra alguien a quien amaba como a mi propia sangre?
Sus ojos se enturbiaron, y la rabia y la tristeza se mezclaron en su voz.
  • Y cuando comprendí que el poder del Èkó lo había cambiado… ya era demasiado tarde. Se había apoderado de las rutas, de los puertos, de los hombres. Su sombra cubrió todo el mar. El Caribe entero temblaba con su nombre. Gregor se volvió intocable, inaccesible, como si los dioses del océano lo hubieran escogido para reinar.
Diego respiró hondo, tratando de sofocar el nudo que le cerraba la garganta.
  • No era solo que no pudiera alcanzarlo con mis hombres… era que, en el fondo, una parte de mí no quería. No podía hundir mi espada en aquel al que alguna vez llamé hermano. Así que lo dejé marchar… y con él se fue también la última parte de mi inocencia.
Grace lo miró en silencio, comprendiendo que la herida no se había cerrado jamás.
  • Desde entonces - continuó Diego, con voz grave, cargada de memoria - el Caribe no volvió a ser el mismo. Donde antes había libertad, Gregor impuso miedo. Donde antes hubo camaradería, sembró traición. Se erigió como rey, y yo… yo solo pude observar cómo se alzaba, sabiendo que, de algún modo, yo lo había ayudado a llegar hasta allí.
Diego bajó la mirada, con un amago de sonrisa que no ocultaba su amargura.
  • Ese es mi castigo, pequeña. El peso de no haberlo detenido cuando aún estaba a mi lado. Y al mismo tiempo el ejemplo más claro de como el poder de los dioses puede corromper una buena alma.
Grace lo abrazó, apoyando la cabeza en su hombro mientras lo acariciaba con ternura.
Entendió perfectamente por qué Diego no podía luchar contra aquel hombre que, a pesar de la traición, la distancia y los años, seguía queriendo como a un hermano.
  • Yo lo recuperaré por ti - afirmó con firmeza, sin sombra de duda.
Diego suspiró, como si esas palabras fueran bálsamo y herida al mismo tiempo.
  • Grace… sé que así debe ser, los dos sabemos que no tenemos otra opción. Pero… te lo advierto. Gregor es peligroso, y no solo por ser un rey pirata. Domina el poder del mar y…
  • No me importa lo más mínimo - lo interrumpió con fuego en la voz - Ese traidor podrá dominar el mar, pero nosotros dominamos el viento, la tierra y el fuego… ¡Ganaremos!
El español la miró, y esta vez sí dejó que una sonrisa auténtica floreciera en su rostro. Se inclinó y le dejó un beso en la frente, un gesto de cariño sincero, casi paternal. Pero al volver la vista hacia el fuerte, su expresión se ensombreció, devorada por la preocupación.

El mar. Siempre el mar. Generoso y terrible. Más antiguo que cualquier reino, más vasto que cualquier imperio. Frente a él, incluso el fuego, la tierra y el viento parecían armas pequeñas en manos de mortales.

Continuará…
 
Siento subir tan tarde el capítulo de hoy. Es que me estoy metiendo una viciada terrible al Ghost of Yotei jajajaja.
Menudo puto juegazo, no se si jugasteis al Ghost of Tsushima, pero este es... uffff. Historia de venganza como a mi me gusta.
Veo a Akuma por todos lados jajajaja. Y mucho más difícil que el primero. Bueno no me enrollo más.
Yo soy más de PC Futbol, por supuesto con el Sevilla FC. He llegado hasta la temporada 2293,-94.
Ahora he empezado desde el principio.
 
Lo de Gregor con esa concha es algo parecido a lo que le pasó al Padre de Luke Skywalker, Darth Vader cuando fue cayendo en el lado oscuro, salvando las distancias.
 
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