Un viaje inesperado

Capítulo 56 - La Batalla de las Ocho Banderas: Parte 2 - Muerte sobre la arena

El Red Viper, el Errante y el Madra Ifrinn se acercaron a la isla indicada por el Cuervo con la urgencia de un sueño que no se olvida. La pequeña tierra emergía del mar como un espejismo: una playa circular de arena blanca y perlada, brillante bajo el sol del Caribe, con su centro dominado por la vegetación típica de la región, palmeras inclinadas por la brisa, arbustos densos y lianas colgando de los árboles. No había rastro de vida humana; tan solo el murmullo del mar rompiendo contra la costa, el cielo despejado y un islote aislado, efímero, como la vida misma, que el tiempo y las mareas acabarían reclamando algún día.

Los tres barcos atracaron con cuidado, enviando pequeñas lanchas y botes para acercar a los hombres a la arena. La tripulación bajó con rapidez, atenta y silenciosa, cada paso medido, consciente de que, aunque la isla pareciera un refugio, la guerra no había terminado. En la lejanía todavía se escuchaban los cañonazos y los gritos de guerra: la Mano Negra seguía combatiendo, desbordada por la reciente amenaza del que hasta ahora había sido un aliado, presa de una confusión que les llevaba a enfrentarse entre ellos.

Grace, Diego y el Perro recorrieron la playa y comenzaron a organizar la defensa. Ordenaron a sus hombres montar guardias estratégicas entre la vegetación y a lo largo de la arena. Repararon desperfectos en los barcos, reforzaron las bordas con tablones improvisados, aseguraron cañones y armas. Los muertos fueron bajados con cuidado, envueltos en mantas o cubiertos con redes, y depositados sobre la arena con respeto; no hubo holgazanería, ni un suspiro fuera de lugar. Cada miembro de la alianza sabía que la tregua era temporal y que cualquier descuido podía costarles la vida.

Los tres capitanes se acercaron a la orilla, mirando al horizonte, donde el humo se levantaba como fantasmas de acero y fuego. Grace abrió su zurrón y, con cuidado, sacó la concha de Yemayá. La sostuvo unos segundos entre sus manos, escuchando el canto hermoso de sirena que parecía emanar de su interior, un murmullo antiguo que tranquilizaba y al mismo tiempo llenaba de fuerza. Luego, con un gesto solemne, se la entregó a Diego, sabiendo que aquel poder le pertenecía a él.

El español cerró los ojos y la sostuvo con reverencia. El océano reaccionó: el agua cercana se calmó de forma casi imperceptible, pequeñas olas rodando suavemente hacia la playa, reflejando la luz del sol como si el mar mismo reconociera la concha y la bendijera. Un viento cálido y húmedo recorrió la arena, moviendo las palmeras y acariciando las velas de los barcos, como si la naturaleza aprobara la decisión de su portador. Un instante de calma en medio del caos, un respiro sagrado que daba fuerzas para lo que estaba por venir.

En el mar sangriento el Ojo del Cuervo resistía los despiadados cañonazos de los que alguna vez fueron sus aliados. El mar hervía a su alrededor, levantando espuma y metralla mientras el barco de Drake bailaba sobre las olas como una sombra viva. Grace apretó los puños, con los ojos fijos en aquella pequeña figura que, pese a toda la desventaja, seguía desafiando al mismísimo Rey Negro.
  • Ese maldito cabrón es resistente - gruñó el Perro, con el rostro ennegrecido por el humo de su pipa - Maneja su navío con una destreza que jamás había visto en mi maldita vida.
Grace asintió en silencio. Seamus tenía razón. Lo que hacía Drake con su barco rozaba lo imposible. Su corazón se encogió cuando el Cuervo viró de pronto, clavando su proa violentamente en el mar y haciendo crujir la madera hasta el alma. En un movimiento preciso, casi imposible para un navío de su tamaño, se deslizó entre los dos galeones enemigos. Los cañonazos estallaron sobre el agua, quedando a apenas metros de su casco. Y entonces, sin dar respiro, el capitán volteó por completo el timón y ordenó fuego. Las andanadas salieron disparadas a quemarropa, arrancando astillas y hombres del Lamento, mientras las velas negras del Cuervo se hinchaban con el viento del infierno.

Era pura astucia. Golpeaba, desaparecía y volvía a atacar. Como un depredador minúsculo en un océano de gigantes.
  • ¡Hay que hacer algo! - dijo Grace, con el corazón desbocado - En el mensaje que mandó Drake lo dejaba bien claro: nadie puede vencer al Rey Negro en alta mar.
El Perro se giró hacia ella, exhalando una nube espesa de humo que el viento arrastró hacia el mar. Su mirada era dura, pero en el fondo brillaba una chispa de decisión. Luego, sus ojos se posaron en Diego.

El español seguía junto a la orilla, con la concha de Yemayá entre las manos. Los ojos cerrados, la respiración lenta, casi ausente. Una sonrisa serena curvaba sus labios, como si estuviera escuchando algo que nadie más podía oír: los secretos del mar, el murmullo de las corrientes, el canto dormido de una diosa antigua.
  • Utilicemos el poder de Yemayá… - murmuró el Perro, apenas audible, como si temiera despertar a un dios.
Grace frunció el ceño.
  • ¿Cómo dices?
El viejo pirata señaló con un leve movimiento de la cabeza al español.
Diego flotaba entre el sueño y la vigilia, envuelto en una calma imposible mientras el mundo ardía a su alrededor. Las olas parecían acompasarse a su respiración, cada vaivén más lento, más profundo. El aire olía distinto, cargado de sal y electricidad. Algo estaba despertando en las profundidades del mar.

La capitana lo comprendió al instante.
El Vodrial Shardeth marcaba el rumbo de los que estaban perdidos. El Bandr Fylkis mantenía unidas sus almas, como si el destino las hubiera trenzado en una sola cuerda. El Mulakaboko les concedía el don del viento, la libertad de surcar los cielos y los mares sin rendir cuentas a nadie.
Y ahora, en las manos de Diego, el Èkó de Yemayá latía como un corazón antiguo: el espíritu del océano mismo.

De la Vega la sostenía con reverencia, delicadamente. No era un trozo de coral cualquiera. Era una reliquia viva, una extensión de la diosa del mar, forjada en las profundidades donde la luz muere y nacen los sueños. Su superficie brillaba con reflejos azules y verdes, como si dentro de ella nadaran olas en miniatura. Cuando Diego se la acercó al pecho, un sonido se escapó de su interior: un murmullo, un suspiro, una voz femenina que parecía venir de todos los océanos del mundo al mismo tiempo.

El aire cambió. El mar dejó de rugir por un instante, y todos los presentes sintieron una presión en el pecho, como si una fuerza inmensa los observara desde las profundidades. Diego abrió los ojos. Y ya no eran los mismos, no eran los de un hombre. En ellos se reflejaban los abismos: mares sin fin, corrientes ancestrales, tormentas que habían devorado imperios enteros.

La concha respondió a su despertar.
Las aguas comenzaron a moverse, primero como un suave temblor y luego con la furia de un corazón liberado. Corrientes imposibles se arremolinaron alrededor del Red Viper, del Errante y del Madra Ifrinn, levantando olas altas como murallas. Pero no atacaban, los protegían, formando un círculo líquido que los envolvía.
  • Por todos los diablos… - susurró el Perro, viendo cómo el mar obedecía a un hombre.
Diego alzó la concha sobre su cabeza. De su interior emanaba una luz azulada que danzaba sobre el agua, y el canto de la diosa se hizo más fuerte: una melodía etérea que parecía venir del fondo del océano, de las gargantas de miles de sirenas invisibles.

El mar se agitó con violencia divina.
Las olas se elevaron bajo el Ojo del Cuervo, empujando el barco de Drake con una fuerza sobrenatural que lo sacó del alcance de los cañones enemigos.

Luego, la corriente giró en espiral, creando una barrera líquida que frenó el avance del Rey Negro y del Predicador. El agua se convirtió en una muralla, una barrera imposible, una tempestad que obedecía solo a Diego, al elegido de Yemayá.

Grace lo miró sin pestañear, con el rostro salpicado de sal y lágrimas. Sabía que aquel poder no era humano, y que cada segundo que Diego sostenía la concha, una parte de él se perdía en el océano. Pero no lo detuvo. Nadie lo hizo. Porque todos entendían que ese era el precio que los héroes pagan cuando desafían a los dioses.

El mar…
La madre y la tumba.
La caricia y la garra.

El mar era la madre que sostenía con brazos firmes a sus hijos, cuna eterna donde nacía la esperanza. Era el espejo azul que ofrecía alimento al hambriento y caminos a los soñadores. Pero también era la amante cruel que devoraba a los suyos cuando la calma se convertía en cólera. En su pecho se gestaban las tormentas, en su vientre se enterraban los que osaron desafiarla.

Misericordiosa al amanecer, despiadada al caer la noche. Así era el mar: la dualidad hecha agua, ternura y furia en un mismo aliento. Y esa furia, ese amor desbocado, cayó sobre la Corona Rota y el Lamento como el juicio de los dioses.

El océano rugió, elevándose hasta los cielos. Una ola gigantesca, alta como una montaña, cargada de espuma, sal y venganza; se alzó desde las profundidades. Su sombra oscureció el sol y, con un rugido que partió el aire, azotó los cascos enemigos.

Los mástiles crujieron como huesos rotos.
Los hombres gritaron antes de ser tragados por la marea.
Algunos lucharon, otros fueron arrancados de cubierta, devorados por la corriente que los arrastró al abismo. Los cuerpos se perdieron sin nombre ni tumba, fundiéndose con las tinieblas del fondo marino. El mar los llamó hijos y luego los tomó de vuelta.

La ola empujó los dos navíos malditos contra la costa.
El Lamento chirrió al encallar, su madera astillada y negra sangrando brea, mientras la Corona Rota se alzó un instante antes de partirse por la mitad, lanzando hombres, armas y restos de madera sobre la arena perlada del islote.

El aire olía a pólvora, a sal, a fin del mundo.
Diego los miró desde la distancia.
Ya no sonreía.

Su rostro era una máscara endurecida por la ira. La concha de Yemayá brillaba en su puño como un pedazo de luna rota, y en su mirada había dejado de habitar el hombre. Solo quedaba la voluntad del mar. El deseo de destruir. De borrar del mapa todo aquello que osara desafiarlo.

Grace sintió el miedo recorrerle la espina dorsal. Supo entonces que el desenlace de aquella guerra no sería sobre el agua, sino sobre la arena. El mar los había llevado hasta allí para decidir quién merecía seguir respirando.
  • ¡A las armaaaaas! - gritó la capitana, su voz clara como una campana entre el estruendo del oleaje.
Sus hombres obedecieron sin dudar.

Los nórdicos, en primera línea, se alinearon hombro con hombro, escudos en alto, una larga fila de mosquetes listos para escupir metralla a sus espaldas. Yrsa avanzó entre ellos, gigantesca, golpeando sus pechos con el puño cerrado, gritando en la lengua antigua de los jarls, palabras que ardían como fuego en los corazones.

MacFarlane y los suyos tomaron posición, la música de las gaitas resonando, los tambores palpitando como un corazón desbocado.
Cortés, Aibori, Bhagirath, Bum-Bum, Vihaan, Halcón, Yara, Akuma, Shinrei… todos estaban allí.
Heridos, cansados, rotos, pero todos de pie.

Un muro de carne y voluntad.
Una muralla humana forjada por la muerte y el coraje.

El Perro levantó su bastón y ladró, un rugido animal que encendió el alma de sus cachorros.
Los del Errante se unieron sin dudar, hombro a hombro con los demás, porque ya no había barcos, ni banderas, ni patria. Solo una causa primitiva: sobrevivir.

Grace caminó despacio enfrente de ellos, marcando sus pasos sobre la arena. Cada huella era una promesa, una advertencia al destino. Su mirada ardía cuando se cruzó con la del holandés.
Ren temblaba, los labios apretados, el mosquete trémulo entre sus dedos.
No era un guerrero, jamás lo sería. Su alma estaba hecha de otra materia, débil y temerosa.
Grace lo miró un instante, y algo dentro de ella se suavizó.

Sintió lástima, sí… pero también orgullo.

Porque el valor no siempre vive en la espada levantada con firmeza, sino en los que, aun temblando, se quedan cuando todos los demás huirían. El valor del que sabe que va a morir y no rehuye a su fatal destino. Si no que lo enfrenta de cara, temeroso sí, pero sin albergar duda alguna.

El viento trajo consigo el rugido del mar, los cañonazos lejanos, y el olor metálico de la sangre próxima. El final se acercaba. Y sobre aquella arena bendita y maldita, los hijos del océano se preparaban para escribir su último canto.

El cielo se cerró sobre ellos como una herida. Como un presagio enviado desde los cielos.
Nubes negras devoraron la luz, y el trueno rugió con la furia de mil cañones.
El mar se alzaba detrás, enfurecido, golpeando con dientes de espuma, queriendo reclamar lo que aún quedaba en pie. Frente a ellos, sobre la arena mojada, avanzaba el enemigo: una marea de acero, carne y odio.

Los estandartes desgarrados del Rey Negro y el Predicador, ondeaban entre relámpagos, y su rugido colectivo era el mismo eco del infierno.
Grace se detuvo frente a sus hombres, frente a sus hermanos de armas.
El viento le arrancaba el cabello del rostro, su melena rojiza ardiendo bajo los destellos del cielo.
Sus botas se hundieron en la arena húmeda, y el peso del mundo pareció caerle sobre los hombros.

Pero no se inclinó.
No retrocedió.

Respiró hondo y levantó la cabeza.
Siempre orgullosa. Siempre dispuesta a luchar.

La lluvia empezó a caer, fría, cortante, lavando la sangre seca de su rostro.
Y entonces habló.
  • ¡Miradlos! - gritó, su voz abriéndose paso entre el rugido del mar y la inminente guerra - ¡Mirad a los hombres que vienen a por nosotros! ¡Los mismos que creyeron que podían rompernos en alta mar, que podían arrebatarnos lo poco que tenemos!
El trueno respondió a sus palabras. Los hombres la miraron, nórdicos, piratas, errantes, cachorros, almas perdidas; y el silencio que la rodeó fue más poderoso que cualquier tambor.
  • ¡Os han llamado perros! ¡Os han llamado traidores! ¡Os señalaron como escoria, como despojos del mar! - continuó, la espada firme alzada en su mano - Y tal vez lo seáis para esos bastardos ¡Pero yo sé la verdad! ¡Lo siento aquí dentro! ¡En lo hondo de mi corazón! ¡Ante mí solo veo hombres libres, mujeres duras, supervivientes, guerreros unidos bajo un solo estandarte! ¡Los hijos del trueno y la sal!
Los gritos sacudieron el aire, desatados, liberados de las cadenas, puros y firmes.
  • ¡Y hoy, aquí, en esta maldita isla que nadie recordará, les demostraremos lo que significa morder!
Un rayo rasgó el cielo, iluminando su figura.
El viento empujó su voz, haciéndola eterna.
  • ¡Podrán arrebatárnoslo todo: nuestras casas, nuestras banderas, nuestras tumbas! ¡Todo, excepto la libertad! Porqué eso, mis hermanos, mis errantes, mis cachorros… eso no se puede arrebatar. ¡La libertad no se entrega, se defiende con uñas y dientes!
El Perro rugió, golpeando su espada con el mango de su bastón.
MacFarlane lanzó un grito salvaje, y los tambores comenzaron a retumbar como un corazón desbocado. Yrsa alzó su martillo al cielo, y los nórdicos la siguieron con un clamor que hizo temblar la arena.

Grace dio un paso al frente, la espada apuntando al horizonte, su mirada de fuego fija en el enemigo.
  • ¡Que nos teman! ¡Que nos odien! ¡Que sepan que hoy no peleamos por un rey, ni por una bandera, ni por promesas vacías! ¡Hoy peleamos por nosotros! ¡Por los que cayeron y por los que seguimos en pie! ¡Por la libertad de ser lo que el mundo no quiso que fuéramos!
La tormenta respondió con un rugido.
El mar se estrelló contra la costa, levantando una bruma salada que envolvió a las tropas.
El enemigo ya estaba cerca. Se oían los tambores del Rey Negro, lentos, implacables.
Grace respiró hondo, alzó su espada una vez más, y gritó con toda la furia de su alma:
  • ¡QUE EL MAR SEA TESTIGO! ¡NO SOMOS ESCLAVOS, SOMOS TORMENTA! ¡Y SI HOY MORIMOS, MORIREMOS LIBRES!
El rugido de los suyos fue ensordecedor.
Mosquetes se cargaron, hachas se alzaron, corazones se encendieron.
Un trueno estalló en el cielo justo cuando el enemigo comenzó su carga.
Y sobre la arena de aquel islote maldito, nació una tormenta de carne, acero y libertad.

El estruendo del impacto fue inmediato, brutal, casi divino.
El choque de los dos ejércitos sacudió la tierra como si los propios cimientos del mundo se quebraran. Los aceros se encontraron con los escudos, los cuerpos con la furia, y el aire se llenó de un rugido inhumano, una sinfonía de metal, carne y resistencia.

La arena blanca se tornó roja bajo los pies de los combatientes.
Las olas rompían contra la orilla, como si el mar mismo participara en la batalla, clamando sangre y gloria. Los hombres de Grace, Diego y el Perro aguantaban. Los escudos, empapados de sal y sudor, crujían bajo el impacto del enemigo. Las lanzas del Rey Negro y el Predicador se estrellaban una y otra vez contra aquella muralla de madera y voluntad, haciendo temblar los brazos, los dientes, el alma.

El olor del azufre y la pólvora lo impregnaba todo: los mosquetes escupían humo sin descanso, abriendo brechas en la primera línea enemiga, borrando rostros en explosiones de fuego y plomo.
Los gritos eran el único lenguaje posible.

En medio de aquel infierno, el Perro cruzaba la primera línea de defensa desde la retaguardia.
Su andar era el de una bestia criada entre truenos, su voz un rugido desatado. Andaba como si ese fuese su hogar, como si hubiera nacido para estar ahí, en ese justo momento. Listo para abrazar al caos, sin dudar, sin retroceder ni un paso.

Empujaba con su bastón a los que flaqueaban, devolviéndolos a la línea con una sola mirada.
El estruendo del acero no lo acallaba; al contrario, su voz se elevó por encima de la batalla, poderosa, imposible, una voz de otra era. Y entonces gritó, su canto de guerra desafiando a la misma muerte. Abrazándola como a una hermana.
  • El navío costero sube con corazón de acero, fría es la espuma del mar, ¡y tu muerte va a llegar!
    Ellos conocen tu valía…
Y antes de que el eco se apagara, las voces de todos respondieron en un rugido unánime, salvaje, aterrador.
  • ¡TODOS MORIMOS UN DÍA!
El grito los encendió, los impulso hacía adelante, los dientes apretados, los músculos tensos.
El muro de escudos vibró con nueva fuerza, los cuerpos empujando con furia.
Pero el enemigo era implacable, una marea negra que no conocía el miedo.
Un escudo se rompió, otro se inclinó, y de pronto un hueco se abrió en la línea.
Gritos de pánico, de rabia.

Dos devotos del Rey Negro se colaron por el agujero, arrastrando consigo la muerte.
Uno cayó sobre un errante, clavándole el cuchillo entre las costillas. El otro arremetió a ciegas, gritando plegarias a un dios podrido.

No duraron ni un segundo en pié.
Yara cayó sobre ellos como un vendaval, sus pistolas destellando entre el humo.
El primero apenas tuvo tiempo de girarse antes de ser agujerado por la pólvora.
El segundo intentó retroceder, pero Bhagirath lo atrapó por el cuello, sus ojos iluminados por una furia ancestral. El aire a su alrededor vibró, y el cuerpo del enemigo se retorció como si el mar lo estrangulara desde dentro.
Cuando lo soltó, ya no era más que un amasijo de carne y arena.

El muro volvió a cerrarse con un golpe seco. Los escudos se alzaron otra vez, y la línea se mantuvo firme. El choque continuó, interminable, un pulso entre la vida y la muerte. Las olas rugían detrás, el cielo estallaba en truenos, y en el centro de aquella tormenta, resistían.
Sus cuerpos eran acero. Su fe, fuego. Y sus gritos, la voz misma de la tormenta.

La marea de la Mano Negra no conocía cansancio: hombres nuevos ocupaban los huecos de los muertos como si fueran olas sucesivas, empujando con la terquedad del hambre. Por cada cuerpo que caía sin vida sobre la arena, otro tomaba su lugar, y la embestida no mostraba fin. Los escudos crujían bajo impactos que parecían venir de las entrañas del infierno, temblaban hasta la empuñadura y la madera, que por fuerte que fuera, se astillaba con la misma rapidez con la que se clavaban las espadas en la carne. Cada respiración era un esfuerzo, cada abrazo del hierro una promesa de dolor. Todos sabían que la pared terminaría por ceder: los brazos eran fuertes, curtidos en mil temporales, pero la fatiga mordía ya los tendones y los huesos.

Desde la retaguardia, sobre escudos que subían y bajaban como un pecho agitado, alzados por un grupo de hombres; Aibori, Caitlin y una errante tensaban y aflojaban los arcos sin cesar. Sus flechas rompían el humo con un silbido frío, clavándose en hombros y costados para ganar tiempo, pero las filas enemigas se reconstituían sin tregua. Entonces Aibori lo vio avanzar entre sus devotos: Silas Grimm, arrastrando una cadena que hablaba de dolor y tortura, y en su extremo una bola de metal espetada de espinas como una noche negra hecha hierro. El perfil del predicador cortaba la penumbra y, a su paso, el suelo parecía inclinarse hacia la muerte.

Algo brotó dentro de Aibori que la ley amazona no pudo contener. Sintió el abrazo perdido de su hijo, sus ojos llenos de ilusión ahora apagados. La garganta de la madre se atragantó, la rabia invadiendo cada recoveco de sus venas. Dejó el arco caer sobre la arena, saltó del escudo, clavado una rodilla en el suelo, bajó la cabeza un instante para exigir permiso a la diosa, y luego desenvainó sus dos espadas cortas como quien despierta a dos bestias. Susurró una plegaria en la lengua de sus ancestros, palabras afiladas como un conjuro, y en un único latido se lanzó hacía la muerte.

Sabía lo que le esperaba más allá de las defensas, comprendía el error que cometía al hacer semejante estupidez. Pero ya nada le importaba. Avanzó rompiendo la primera línea, una bestia herida que no buscaba huir sino sacrificarse; las lanzas la rozaron, la sangre le llenó la piel, pero cada tajo abría camino como si la arena misma se apartara para ella. Nadie tuvo tiempo de detenerla: la llama que ardía en su corazón no admitía vuelta atrás.

Cuando la vio correr, Grace no pudo sino elevar la voz hasta romperse.
  • ¡Luchad! ¡Luchad hasta la muerteeeee!
El grito fue un látigo que partió el miedo en dos. Los escudos ya no eran sólo defensa; eran arietes para avanzar. Los hombres empujaron con rabia renovada, el muro se sacudió y, como un gran animal que logra incorporarse, la línea entera se volcó en un embate. Las espadas dejaron de ser paradas por el metal y comenzaron a morder carne; la resistencia se transformó en ataque decidido. La playa entera tembló con el choque, y en medio del fragor la figura de Aibori corría, espadas en mano, hacia el Predicador, hacia el corazón del horror, hacía el asesino de su hijo. Dispuesta a exigir justicia con sangre.

Desde el otro extremo de la playa, entre el humo y las astillas, el Rey Negro observaba el caos con el rostro cubierto de hollín y furia. Sus ojos eran dos brasas encendidas bajo el casco roto de su navío, la mirada de un dios caído que todavía se negaba a aceptar la derrota.

Detrás de él, los restos humeantes de la Corona Rota, partida en dos mitades sobre los arrecifes, gemían con el viento. Aunque ya no quedara nada, aún quedaban cañones. Se alzaban torcidos, ennegrecidos, pero vivos. El Rey levantó la espada, y con una voz grave, ronca, que se confundía con el trueno, ordenó fuego.

Los artilleros, manchados de sangre y pólvora, obedecieron.
Los cañones rugieron como una bestia marina herida.
El suelo tembló. Las bolas de hierro cruzaron la playa dejando tras de sí estelas ardientes, reventando cuerpos, lanzando miembros desmembrados al aire como muñecos rotos. No distinguían entre aliados o enemigos; todos eran la misma carne ante la voluntad del Rey Negro.

Los gritos se mezclaron con el estallido de la arena.
En medio del infierno, Bum-Bum seguía disparando su tirachinas con la misma determinación que si fuese un cañón. Golpeaba, recargaba, maldecía y volvía a golpear. Su pequeño cuerpo se movía entre las piernas de los gigantes, ágil como un mono, gritando cada vez que acertaba.
Pero entonces lo vio. Una bola de cañón, tan negra como la noche, venía directa hacia él.
El tiempo pareció detenerse. La arena se levantó en cámara lenta. El niño no alcanzó a moverse.
Y de repente, Ren apareció.
  • ¡MUÉVETE, ENANO! - gritó, empujándolo con todo el cuerpo.
Bum-Bum cayó de espaldas, rodó por la arena, y solo tuvo tiempo de ver cómo Ren recibía el impacto. El golpe sobre la arena lo lanzó varios metros atrás, su cuerpo girando en el aire antes de caer entre los restos de cuerpos y sangre.
El niño se levantó, con los ojos desorbitados, temblando.
  • ¡NOOOO! - rugió, con una voz que no parecía suya.
Sus pequeñas manos temblaban, pero siguió peleando, disparando una y otra vez, entre lágrimas y maldiciones. Cada munición lanzada llevaba el peso de su rabia, el eco de su pérdida. Apenas conocía aquel hombre, pero acababa de salvarle la vida.

A su lado, Yara y las Akumas luchaban como posesas. Las tres eran sombras enloquecidas en medio del vendaval. Sus movimientos eran tan rápidos que la vista apenas los alcanzaba: sangre, acero y gritos. Yara con los ojos encendidos por la fiebre del trance, recitando entre dientes oraciones que ya no pertenecían a este mundo. Las gemelas se movían como espejos mortales, sus katanas brillando bajo el cielo ennegrecido, cortando hombres con precisión demoníaca. Entre ellas Kage se movía con una velocidad aún más endiablada. Mordiendo y arañando como un demonio oscuro. Era un baile sagrado, una danza de ira y devoción.

En medio del estruendo, el Perro levantó la cabeza.
Entre el humo y el fuego, vio a Diego avanzando hacia la orilla, con la concha de Yemayá atada a su pecho.
  • ¿A dónde demonios vas, español? - gruñó.
Pero Diego no respondió. Cruzó la playa sin mirar atrás. Sus botas hundiéndose en la arena empapada, la concha brillando al lado de su corazón. El mar lo recibió sin resistencia, como si lo esperara. El español se sumergió, y la superficie se cerró sobre él con un susurro.
El Perro escupió al suelo, soltó una carcajada amarga y apretó su sable.
  • ¡Maldito loco! - gruñó - ¡Aúllen, perros míos! ¡Aullad y matadlos a todos!
La jauría respondió con un rugido. Cientos de voces, roncas, furiosas, un coro de muerte.
Y el Perro, con su pata de palo hundiéndose en la arena, avanzó al frente de la batalla, la espuma salpicando a su alrededor. El mar rugía, la tormenta apretaba, y los hijos de la Alianza se preparaban para morir de pie.

El fragor de la batalla lo devoraba todo. El aire estaba espeso, cargado de humo, de sangre y arena levantada por el viento. Cada grito, cada estallido, era un eco que moría ahogado por el siguiente. Y en medio de aquel infierno, dos figuras se movían como bestias primordiales, el caos parecía detenerse a su alrededor, como si incluso la guerra contuviera el aliento para contemplarlos.

Aibori se escabullía como podía de la cadena de acero de Grimm, los pies hundiéndose en la arena empapada de sangre. Sus ojos eran llamas, su respiración un rugido desenfrenado. Frente a ella, el Predicador, una montaña de carne y hierro, giraba la cadena con la bola de espinas como si fuera una extensión de su propio brazo.

El zumbido del metal cortaba el aire.
Un golpe pasó rozando la cabeza de la amazona, arrancándole mechones de cabello y dejando un surco en la arena. Una segunda arremetida levantó una nube de polvo que casi la cegó. El tercero lo esquivó por pura intuición, lanzándose al suelo y rodando, su cuerpo siguiendo un instinto animal. Se cubrió detrás de una roca que sobresalía de la arena de la playa.

Grimm reía. Una risa profunda, cavernosa, que salía desde lo más oscuro de su alma.
  • ¡Ven, pequeña fiera! - bramó - ¡Muéstrame tu furia!
Su voz no era humana, era el aliento fétido y podrido de la fe corrupta. Un susurro casi lascivo que removía el estomago y nublaba la mente. La amazona recobró el aire, estaba casi sin respiración, sangrando por todos lados. Necesitaba hinchar sus pulmones, llenarlos para poder responder. Y lo hizo. Respondió con un grito que desgarró el aire. Incesante, penetrante.

Se puso en pié, saltó apoyando un pie sobre la roca, cogiendo impulso. Surco el aire como una águila alzando el vuelo. Las dos espadas firmes, dispuesta a hundirlas en el pecho del gigante.
Por un instante pareció que lo lograría, que su impulso, su rabia, su velocidad serían suficientes para vencer al coloso.

Pero Grimm soltó la cadena, y con un movimiento antinatural, la agarró en pleno salto, atrapando los brazos de la amazona. El mundo se detuvo. El gigante la sostuvo en el aire, sus manos como grilletes de hierro aplastando los músculos de Aibori. Y empezó a tirar.

Ella gritó, un grito que hizo temblar la arena bajo sus pies.
Sus espadas cayeron al suelo con un tintineo débil, insignificante ante la brutalidad de aquel instante. Grimm la observó, sus ojos brillando con un placer enfermizo. Gimiendo como si estuviera encamado con una mujer hermosa. Su verga sucia y putrefacta erecta por el dolor ajeno.
  • Grita furcia pecadora - susurró, con la voz grave de quien se alimenta del sufrimiento - Grita por todos los que van a morir hoy.
Aibori sintió cómo su cuerpo cedía.
El dolor ascendía desde los hombros hasta su cuello, una corriente de fuego que la hacía ver destellos blancos. Sus clavículas se dislocaron, los huesos se separaron como si fueran ramas secas bajo una tormenta. El dolor era inhumano, una tortura más allá de lo imaginable, un castigo reservado solo para los condenados.

Sus piernas temblaron, su aliento se quebró, pero aun así lo miró a los ojos.
Y en esa mirada no había miedo. Solo furia. Y un tenue destello de paz.
Pensó en su hijo. En su hermosa risa, en sus manos pequeñas jugando entre las flores de su aldea perdida. Y supo que lo volvería a ver. En la otra orilla del mar.

Grimm tiró con más fuerza, dispuesto a arrancarle los brazos del cuerpo.
Un rugido gutural salió de su pecho, el mismo que antecede al sacrificio. Y justo entonces, cuando todo parecía perdido, el acero habló.
Un sable atravesó su espalda. Entró con violencia, cortando hueso y músculo, emergiendo por su vientre en una lluvia de sangre y vísceras. El monstruo se quedó inmóvil.

Bajó la mirada y vio cómo su propia carne se abría, cómo sus intestinos caían sobre la arena, serpenteando entre sus pies. Su boca intentó formar una palabra, pero solo salió aire y sangre.
Cayó de rodillas sobre la arena, un muro de carne y maldad. El gigante soltó a la amazona.

Aibori cayó al suelo, los brazos colgando sin fuerza, los labios mordidos hasta sangrar por el dolor. Delante de ella, el Predicador cayó muerto, su cuerpo pesado levantando una nube de arena y sangre que los envolvió a ambos.

Detrás, apareció Cortés.
El pecho manchado de rojo, la camisa hecha jirones, los ojos llenos de cansancio y furia.
El sable aún temblaba en su mano. Sin decir palabra, se arrodilló y cargó a Aibori entre sus brazos. Ella intentó hablar, pero solo un gemido escapó de su garganta.
Cortés la sostuvo firme.
  • Aguanta, guerrera - susurró, más para sí que para ella.
A su alrededor, Hernando y un grupo de Errantes cubrían la retirada, formando un círculo de fuego y acero. Cada paso hacia el Red Viper era una lucha contra la muerte misma. La arena temblaba con los cañonazos, el aire olía a hierro y ceniza. Pero avanzaban.
Juntos. Paso a paso. Golpe a golpe. Defendiendo el cuerpo de la amazona como si en ella se concentrara el último respiro de esperanza.

Y así, entre la espuma del mar y la furia del cielo, la batalla seguía rugiendo, mientras el cuerpo del Predicador, abierto como un sacrificio, se enfriaba lentamente sobre la arena. Su evangelio se abrió de par en par, y la furia del viento arrancó sus páginas. Dejando que el legado de aquel maldito y despreciable ser, se perdiera para siempre en la inmensidad del océano.

Tan solo quedaba un dedo que vencer. Un pulgar que arrancar de la Mano Negra.
La calavera coronada. El más temible de los Cinco de Tortuga.

El cielo se abría en rugidos.
Los cañonazos caían como golpes de un dios furioso, levantando columnas de arena, fuego y carne. La playa era un campo de sombras y gritos.
Entre ellas, Grace, Vihaan y Bhagirath luchaban al límite. Estaban cercados por el enemigo.
Avanzaban desde todas direcciones: Devotos fanáticos del Predicador y soldados del Rey Negro, cubiertos de hollín y sangre, con los ojos vacíos, las armas tintineando como dientes de hierro.

El aire olía a muerte, a sal, a pólvora y desesperación.
  • ¡Señor, vuelva a la retaguardia! - rugió Bhagirath, con la voz grave, vibrante, de quien ordena por amor y no por galones - ¡No está en condiciones de luchar!
Vihaan giró la cabeza, negando. Su rostro era una máscara de sangre y sudor.
El vendaje sobre su ojo derecho ya se había teñido completamente de rojo.
Sonrió, con esa calma que solo tienen los que ya lo han perdido todo.
  • Aunque pierda el otro - dijo, su voz ronca, firme - seguiré luchando viejo amigo. Jamás la dejaré atrás, aunque me cueste la vida.
Su mirada se desvió un instante hacia Grace, que respiraba con dificultad, la mano sobre el vientre. La vida crecía dentro de ella, y en ese instante parecía el último milagro en un mundo condenado.
  • No moriré por ella… - sonrió cansado y herido - ¡Viviré por los dos!
El círculo se cerraba. Las sombras de los Devotos se multiplicaban, las armas brillando con la luz blanca de los relámpagos. El suelo temblaba bajo los cañonazos. El mar rugía como si también quisiera morder. Los tres juntaron sus espaldas, formando un triángulo perfecto entre la furia y la fe. Las espadas en alto. El viento soplando sus cabellos, los truenos iluminando sus rostros decididos.

Grace apretó la empuñadura de su sable; Vihaan blandió su Flor de Lis con el brazo tembloroso pero firme; Bhagirath, en silencio, observó. Sabía el poder que residía en su interior, aquel demonio encadenado en su alma. Sintió la respiración de Vihaan a su derecha, la de Grace a su izquierda. Y entonces, ocurrió.

Con la paciencia ritual de un sacerdote en un templo olvidado, el hindú se desató el turbante.
La tela cayó lentamente, girando en el aire como una serpiente blanca. Su cabello largo y oscuro se liberó, azotado por el viento, reluciendo bajo los relámpagos. Uno de los devotos, el más cercano, se detuvo en seco. Sus ojos se agrandaron, un escalofrío recorrió su espalda.
  • ¿Quien eres demonio? - murmuró - No eres de este mundo…
Los ojos de Bhagirath brillaban ahora con un fulgor imposible: dorados, rasgados, profundos como el amanecer sobre el Ganges. Ojos de tigre. Ojos que habían visto la muerte de cerca. Y entonces el sello se rompió. No con un estruendo, sino con un silencio absoluto, como si el universo contuviera el aliento.

La energía se desató en un instante: el aire se volvió denso, vibrante, cada grano de arena se elevó unos centímetros, flotando, temblando. El cuerpo de Bhagirath se irguió aún más, recto, elegante, la túnica ondeando como un estandarte.

Sus venas parecieron iluminarse bajo la piel, trazando símbolos antiguos que parecían escritos con fuego. El aire alrededor de él olía a ozono, a selva, a bestia. El primer devoto gritó y atacó.

Bhagirath ni siquiera lo miró. Con una mano a la espalda, giró la muñeca y el talwar describió un arco plateado. El cuerpo del enemigo se partió en dos, limpio, sin ruido.

Otro se abalanzó desde el costado: el tigre movió la cabeza, el acero rugió, y el hombre cayó sin rostro. Los siguientes veinte murieron sin entender cómo. Bhagirath bailaba entre ellos, una sombra viva, un dios entre mortales. Cada paso suyo era un verso de una oración olvidada.
Cada golpe, una ejecución divina.

Su talwar silbaba, cortando el aire con una precisión que parecía arte.
No gritaba. No sudaba.
Solo se movía con una serenidad insoportable, con la elegancia cruel de un depredador.

Los relámpagos iluminaban su figura: un hombre descalzo, la melena ondeando, el pecho descubierto y el fuego ardiendo bajo su piel.
Cada vez que exhalaba, una ráfaga de viento surgía de su alrededor, empujando la arena, los cuerpos, las balas perdidas. Uno de los devotos retrocedió, cayendo de rodillas.
  • ¡Demonio! - gimió, temblando - ¡Demonio de la selva!
Bhagirath se detuvo ante él.
Le apoyó la hoja del talwar sobre el cuello, sin fuerza, casi con dulzura.
  • No, hijo del miedo - susurró - Solo soy su espejo.
Y de un giro, el acero terminó la frase que su voz no necesitó.
A su alrededor, el círculo de devotos había desaparecido. Solo quedaban cuerpos, humo y la lluvia empezando a caer. El demonio dentro del hombre se fue apagando lentamente, la luz de sus ojos volviendo a la calma.

Grace y Vihaan lo observaron, exhaustos, cubiertos de sangre y ceniza.
El hindú volvió a anudarse el turbante, en silencio. Su respiración era tranquila, casi serena.
  • Todavía no - murmuró, mirando el horizonte donde las siluetas del enemigo seguían avanzando - Aún no ha terminado de escribirse nuestra historia.
Continuará…
 
Jolín, por un momento pensaba que no iba a conseguir su venganza por su hijo asesinado, pero al final sí lo ha conseguido, ese miserable ha muerto.
Ahora solo queda que salgan vivos nte el último y más temido enemigo.
 
Jolín, por un momento pensaba que no iba a conseguir su venganza por su hijo asesinado, pero al final sí lo ha conseguido, ese miserable ha muerto.
Ahora solo queda que salgan vivos nte el último y más temido enemigo.
He estado pensando mucho como debe ser el final del Rey Negro, y creo que he dado con un buen final. Ahora mismo lo estoy escribiendo. Espero que os guste. Un abrazo compañero!
 
Impresionante relato e impresionante capitulo. Empecé leyendo el relato y me recordaba a las historias de Emilio Salgari, "Sandokan" y " Los piratas de Montpracen", mezclado con One Pice; imaginación al poder. Me flipa tu manera de crear, de narrar, de desarrollar la historia. Enhorabuena.
Sobre el final del Rey Negro, yo creo que debería caer bajo la fuerza de Diego de la Vega y la concha de Yemayá, que le que le dió el poder le arrebate la vida.

Gracias por escribir y compartir.
 
Impresionante relato e impresionante capitulo. Empecé leyendo el relato y me recordaba a las historias de Emilio Salgari, "Sandokan" y " Los piratas de Montpracen", mezclado con One Pice; imaginación al poder. Me flipa tu manera de crear, de narrar, de desarrollar la historia. Enhorabuena.
Sobre el final del Rey Negro, yo creo que debería caer bajo la fuerza de Diego de la Vega y la concha de Yemayá, que le que le dió el poder le arrebate la vida.

Gracias por escribir y compartir.
Gracias por las palabras compañero! En breves dejo el capítulo con el desenlace de Gregory Malvaric. Un abrazo enorme
 
Capítulo 57 - La Batalla de las Ocho Banderas: Parte 3 - El Errante y el Rey

La arena blanca de la playa, se había convertido en barro.
Y el barro ya no distinguía entre sangre y arena.

La lluvia caía en ráfagas oblicuas, lavando los cuerpos, el humo, el cansancio… llevándoselo todo, excepto la guerra. La resistencia se había vuelto fe, una fe ciega, desesperada, nacida del instinto más puro: seguir respirando un segundo más.

Bishnu peleaba junto a Yrsa y Gláfur, el acero y el viento unidos en un solo ritmo.
El martillo de la nórdica chocaba contra los cascos, quebrando cráneos como cáscaras.
Bishnu, con los brazos cubiertos de sangre, lanzaba movimientos precisos, la respiración medida, ráfagas cortantes como cuchillas, el mantra de un dios olvidado resonando en su pecho.

A su lado, Gláfur giraba como un torbellino, sus garras silbando en el aire, el viento rugiendo con él, empujando a los enemigos como si el mismísimo norte hubiera bajado a reclamar venganza.

Halcón, empapado, con la mirada perdida tras su parche, descargaba mosquete tras mosquete.
Disparaba, dejaba caer el arma, tomaba otra del suelo y volvía a disparar. No recordaba cuántos había matado ya, ni si su brazo seguía obedeciendo al cerebro o simplemente a la costumbre del combate. Solo sabía que debía seguir.

El fragor de la batalla había quedado atascado en un punto muerto.
La playa era una herida abierta, y ambos ejércitos se desangraban sobre ella.
Los hombres del Rey Negro ahora resistían. Atrincherados entre los restos del navío, los cañones humeantes, los cuerpos sin vida de sus propios hermanos, amontonados sobre el barro ensangrentado.

El mar rugía tras ellos, el cielo lloraba sobre todos.
Truenos y relámpagos iluminaban escenas de horror congeladas durante un instante: un brazo alzando una espada rota, un rostro cubierto de sangre y lágrimas, un grito constante que nunca terminaba. Y entonces… un sonido distinto irrumpió sin aviso.

No era trueno, ni cañón, ni acero. No era maldición, ni estertor de muerte, ni súplica.
Era un crujido profundo, gutural, el rugir de la madera viva. Un golpe contra el abismo, un temblor que hizo vibrar el aire, la arena, los huesos. Los combatientes se detuvieron por un segundo, sin entender. Giraron sus rostros al mar, llenos de terror, como si intuyesen el fin.

Las olas se separaron como si un monstruo emergiera del fondo.
Y de entre ellas surgió el mascarón del Ojo del Cuervo.
Gigante, oscuro, con los ojos de madera ardiendo en un fulgor antinatural.

El casco roto del navío rompió la arena, atravesó la playa como un ser viviente, arrastrando el mar tras él, una ola negra que engulló todo a su paso. Los hombres del Rey Negro y los Devotos del Predicador caído, fueron barridos como muñecos de trapo, sus gritos ahogados bajo el rugido del casco y el agua negra del mar. La proa se clavó en la tierra con un estruendo que hizo temblar hasta el alma. Y entonces, los cuervos llegaron.

Miles de ellos. Una nube viva. Oscureciendo aún más el cielo oscuro.
Los cuerpos negros revoloteando en una espiral de locura y muerte; picoteaban rostros, arrancaban ojos, lenguas, trozos de carne, el sonido de sus picos era un tambor de pesadilla.
Los enemigos caían al suelo cubriéndose el rostro, gritando entre chillidos y graznidos.
Era una visión salida del mismísimo infierno.

Y entre aquella tormenta de alas y sombras, apareció él.
Bartholomew Drake. El Cuervo del Caribe.

Saltó desde el mascarón a la arena, con la capa abierta, el sable desenvainado y una sonrisa de puro desafío. Su silueta se recortó bajo un relámpago, el mar rugiendo detrás, los cuervos envolviéndolo como una corona viviente.

El Capitán del Ojo del Cuervo, parecía el mismo rey de las tinieblas.
Su voz no hizo falta. Su presencia lo decía todo.

Su tripulación lo siguió, gritando, rugiendo, desatando el infierno. Los hombres del Cuervo no eran humanos. Eran oscuros, eran fantasmas, eran bestias, espectros del mar.
Sembraban la playa con acero y furia, cortando, empujando, derribando. Allí donde pasaban, los enemigos huían o morían. Aterrorizados ante la furia oscura del capitán.

Grace lo vio desde la distancia. Sus ojos rojos, la respiración rota.
El brazo tembloroso por el cansancio y las heridas, la espada alzada al cielo por pura voluntad. Su voz apenas era un susurro, ronco, desgarrado, pero aun así gritó, aunque nadie la oyera. Un grito de alivio, de rabia, de vida. Drake giró el rostro hacia ella y sonrió.

Esa sonrisa burlona, insolente, de quien sabe que ha llegado justo a tiempo para salvarlo todo.
Los truenos acompañaron su entrada, el mar rugió con el filo de su espada, los cuervos lo convirtieron en leyenda. Y en ese instante, por primera vez en toda la batalla, la balanza se inclinó. Grace, el Perro, De la Vega, las Víboras, los Cachorros, los Errantes…
Todos sintieron que el corazón volvía a latir con fuerza. Que la esperanza, aunque cubierta de barro y sangre, seguía más viva que nunca.

Pero entre el caos, entre los cuerpos y los gritos…
Grace buscó con la mirada. El fuego reflejándose en sus ojos cansados.
Y murmuró para sí, con un temblor apenas audible.. ‘¿Dónde está… Diego?’
  • ¡No os rindáis, malditos! ¡No cedáis, luchad, luchad! - bramó el Rey Negro, la voz desgarrada, ahogada por la tormenta.
Sus palabras no eran inspiradoras, fueron un látigo de fuego sobre las espaldas de sus hombres.
Los devotos y los fieles al Rey, respondieron a gritos, pero no era fervor lo que los empujaba, sino miedo. Un miedo antiguo, profundo, grabado a hierro y sangre en sus almas desde el día que juraron lealtad a aquel demonio con forma de hombre. Malvaric, desde la colina de arena que se alzaba frente las ruinas de su barco, observaba la batalla como quien contempla su propio final reflejado en un espejo roto.

La lluvia le caía sobre el rostro, mezclándose con el sudor y la sangre. El manto de su capa empapado, las manos crispadas sobre la empuñadura de su sable negro, los ojos ardiendo con la furia del que no acepta qué el mundo ya no se arrodille ante él.

Durante años había gobernado mediante el terror. El peso de su nombre bastaba para hacer callar a los mares, para que los reinos inclinaran la cabeza y los hombres ofrecieran sus vidas sin rechistar. Había creído que el miedo era eterno. Que bastaba con infundirlo para mantener el control del mundo. Pero allí, en aquella isla condenada, comprendió la verdad que había ignorado toda su vida. El miedo puede hacer obedecer, pero jamás puede inspirar.

Los suyos peleaban porque temían su ira.
Los enemigos… peleaban porque se amaban entre sí.

Lo comprobó con sus propios ojos. Una verdad dura de aceptar, pero irrebatible.
El viejo Perro riendo con la cara llena de barro, llamando a los suyos “hermanos” mientras sangraba por una herida abierta en el hombro. La capitana de los cabellos de fuego, avanzando entre sus hermanos de armas, con la mirada encendida por una fuerza que no venía de los dioses ni del poder, sino de algo más puro. Y a su alrededor, los hombres y mujeres que los seguían sin dudar ni un mísero segundo. Piratas, esclavos liberados, guerreros, parias, bastardos, prostitutas. La maldita escoria del mundo unida bajo una misma bandera. No por promesas ni órdenes, sino porque creían los unos en los otros.

Malvaric apretó los dientes. El rugido del mar acompañó su silencio.
Su ejército era una maquinaria de guerra, perfecta, implacable, pero hueca.
El de ellos, en cambio, era una sola alma repartida en cientos de cuerpos.
Podían caer mil, y aun así el espíritu no moría. Porque no luchaban por oro. Ni por gloria.
Ni tan siquiera por sobrevivir.

Luchaban por el que tenían al lado. Tan simple… tan poderoso.
Y eso, el Rey Negro lo supo entonces, era algo que ni todo su poder podía destruir.

El miedo le caló en los huesos como la lluvia fría. Por primera vez en décadas, el conquistador sintió el temblor de la derrota verdadera. No por la espada, ni por la pólvora, ni por el acero… sino porque comprendió que su tiempo había terminado. Que el mundo no recordaría su nombre como el de un dios, sino como el de un tirano vencido por hombres libres.

El rugido de los cuervos resonó sobre su cabeza. Drake… aquel maldito traidor. Aquel que consideraba tener atado y que había sido la llave para destruir su reinado. Malvaric escupió sobre la arena, con los ojos hundidos y el corazón hecho trizas, entendiendo que lo que estaba viendo enfrente de sí, no era una simple batalla.

Era una revolución.
El nacimiento de algo que él jamás podría controlar.
El pulso más vital y desgarrador que existía.

El ansia insaciable de libertad.

El rugido del mar ahogaba los gritos de los hombres. La tormenta en el cielo rugía como una bestia sin rostro. Y allí, en mitad de aquella playa convertida en un campo de ruinas, el Rey Negro se volvió por primera vez hacia el océano. Sus ojos, desorbitados, buscaron desesperadamente un camino, una salida… algo que lo apartara de la muerte que se le venía encima.

Pero solo encontró vacío.
Un horizonte gris y sin vida.

El mismo horizonte que había creído poseer, ahora lo miraba indiferente, como si el mar ya no le perteneciera. De repente una figura emergió de entre las aguas, un rostro conocido, un recuerdo doloroso.
  • ¡Malditoooo! - rugió, apretando los puños hasta que la sangre le resbaló por las palmas.
Entre las olas, avanzando desde la espuma embravecida, apareció Diego de la Vega. Había nadado oculto, evitando la guerra para llegar al corazón negro que empujaba aquellos soldados a la muerte. Su figura recortada contra el cielo plomizo, el cabello pegado al rostro, los pasos lentos pero firmes, como si el mismo océano le abriera camino. El agua parecía inclinarse ante él, susurrar su nombre en cada ola que se quebraba a sus pies. La concha de Yemayá colgaba de su cuello, brillando con una luz tenue, casi viva, como si respirara.

El español no corría, no se apresuraba.
Caminaba como caminan los que ya han aceptado su destino.
Sus ojos, dos mares oscuros, fijos en aquel que había sido su hermano, su reflejo, su condena.
Y el aire mismo se tensó cuando ambos se miraron, frente a frente, en medio del caos.

Malvaric sintió cómo el corazón se le llenaba de fuego.
  • ¡Ladrón, bastardooo! - gritó, rompiendo su voz en mil fragmentos - ¡No te perteneceeeee!
El Rey Negro se lanzó cuesta abajo, hundiendo las botas en la arena empapada.
Cada paso era una tormenta, cada rugido un trueno. El sable negro relucía como una sombra viva en su mano. Diego, en cambio, no se movió. El agua le llegaba a los tobillos, fría, acariciando su piel con la ternura de una madre. Las manos vacías, los brazos relajados a los costados, el rostro sereno. No había miedo en sus ojos, solo pena.

Miró a Malvaric como se mira a un hombre condenado.
Con compasión, sí… pero también con la certeza de que no había vuelta atrás.

Porque Diego comprendía que aquel ser que venía hacia él ya no era su hermano, sino un cascarón hueco, un monstruo alimentado por la ambición, consumido por el poder. Y sin embargo, en el fondo de su pecho, aún lo amaba. Aquel recuerdo era lo único que lo retenía de arrebatarle la vida al instante.
  • Pudiste haber sido libre… - susurró, casi para sí, con la voz calmada de quien habla con un fantasma - Pero elegiste el trono, no el horizonte.
  • ¡Muereeeee! - rugió el Rey Negro, y su espada cortó el aire con el silbido de la tempestad.
El acero descendió con toda la furia de un dios caído. Pero Diego se movió con la gracia del agua. Giró el cuerpo apenas, dejando que la hoja pasara rozando su pecho, como si una corriente invisible lo arrastrara fuera del peligro.

El segundo golpe llegó enseguida, rápido, desesperado, pero el español volvió a esquivarlo sin esfuerzo, los pies apenas tocando la arena. Malvaric arremetía una y otra vez, con fuerza salvaje, los músculos tensos, los ojos inyectados en rabia. Pero sus golpes caían en el vacío, como piedras lanzadas al océano.

Diego fluía, se doblaba, giraba, se alzaba. No respondía con ira, sino con paciencia.
Era el reflejo vivo del mar: sereno, eterno, incomprensible.

Y así, entre las sombras del combate, quedó claro para todos los que miraban que aquella no era una lucha entre dos hombres… era la batalla entre el poder y la libertad, entre la tiranía del miedo y la calma infinita del océano que nada, ni nadie, podrá jamás someter.
El viento rugía entre los cuerpos caídos. La playa temblaba bajo el fragor de los cañones distantes, pero allí, en el centro del caos, solo existían dos hombres. Diego y Gregor.

El mar los observaba en silencio, expectante, como si incluso las olas contuvieran el aliento.
Gregor, el Rey Negro, el amo de la Mano Negra, el traidor del horizonte, alzó su espada, la empuñadura ennegrecida por la sangre y el salitre.
Sus ojos ardían como carbones encendidos, y en sus labios había espuma, rabia, orgullo herido.
  • ¡Dámeloooo! - bramó, arremetiendo con un tajo que buscaba la garganta de Diego - ¡El mar es mío, me perteneceeee!
Diego giró sobre la arena, esquivando el golpe con la calma de quien escucha un secreto.
El agua salada le salpicó las piernas, y con voz baja, casi triste, respondió:
  • El mar no es de nadie, Gregor… ni tuyo, ni mío. Solo presta su fuerza a quienes saben escucharlo…
  • ¡Calla! - rugió el Rey Negro, lanzando otra embestida, un golpe brutal que Diego eludió inclinando apenas la cabeza - ¡Lo conquisté! ¡Lo dominé con fuego y acero! ¡Se arrodillaron ante mí, todos, reyes y piratas por igual!
Diego dio un paso atrás, su respiración pausada, los pies firmes como raíces en la arena.
  • Y por eso lo perdiste. El poder te corrompió…
  • ¿Qué sabes tú del poder? - espetó Gregor, con una mueca de desprecio.
  • Sé que el poder que no nace del respeto, muere en el miedo - Diego ladeó la cabeza, observándolo - Y tú solo enseñaste a tus hombres a temerte, no a seguirte.
Gregor lanzó un rugido, más bestia que hombre. Su espada cortó el aire una, dos, tres veces, sin hallar carne. Cada golpe era un eco de su desesperación, una súplica disfrazada de furia.
Diego lo esquivaba como el agua esquiva la piedra: sin resistencia, sin esfuerzo, sin odio.
  • ¡Eres un cobarde! - escupió Gregor, jadeando - ¡Defiéndete! ¡Pelea!
  • No tengo nada de que defenderme - respondió Diego, y su voz sonó como el murmullo de una marea - Tú, en cambio, estás peleando contra ti mismo.
El Rey Negro se detuvo un instante, temblando por el cansancio, la espada alzada, los ojos clavados en su viejo hermano.
  • ¿Contra mí…?
  • Sí… - Diego avanzó un paso, el agua brillando entre ellos - Has olvidado quién eras. Has cambiado la sal del mar por la mentira del oro. Tu alma por una corona vacía. Pero aún puedes regresar. Aún puedes dejar que el mar te lave la culpa.
Gregor retrocedió un paso, confuso. La lluvia le caía en el rostro como lágrimas.
Por un instante, la furia titubeó en sus ojos. Pero enseguida volvió la sombra.
  • ¡No hay redención para mí! - rugió, atacando de nuevo, con un golpe que hubiera partido en dos a un hombre normal.
Diego giró el cuerpo, dejando que la espada rozara su hombro sin herirlo.
Su mirada seguía serena, inquebrantable.
  • Siempre hay redención. Solo hay que tener el valor de soltar el peso que uno mismo se puso al cuello.
  • ¡Cállate! ¡No me hables como si me conocieras!
  • Te conozco, Gregor. - Su voz se endureció, como el trueno que anuncia el fin de la tormenta - Fuiste tú quien me enseñó a amar el mar. Fuiste tú quien me habló de libertad… Y mírate ahora: encadenado a tu propio trono.
Gregor gritó, un grito inhumano, desgarrado.
Su espada descendió con la fuerza de toda su rabia, toda su tristeza, todo su miedo.
Pero Diego no se movió esta vez. Alzó una mano, la detuvo con suavidad, con el filo rozándole los dedos. El acero tembló, como si el mismo metal dudara en obedecer.
  • No nacimos para gobernar, hermano - susurró Diego, su voz apenas un soplo entre el viento -
    Nacimos para navegar. Para ser libres… Recuerda quien eres, amigo.
Diego levantó la otra palma de su mano y la situó sobre el corazón ennegrecido del Rey.
Gregor perdió el aliento de golpe, los recuerdos olvidados volviendo a su mente, como si los viviera otra vez, uno detrás de otro. El mar que había dominado y del que se creía amo y señor, ahora le devolvía el peso de la verdad más dolorosa. Le mostró su error, de forma tan clara, que su corazón se encogió. Y en ese instante, mientras el trueno desgarraba el cielo y las olas se alzaban como montañas, cayó de rodillas, exhausto, jadeando, su espada hundida en la arena.

El mar rugía alrededor, y la lluvia lavaba su rostro.
Por primera vez en muchos años, el Rey Negro lloró.

Diego lo miró en silencio, sin triunfo, sin orgullo.
Solo con la profunda tristeza de quien sabe que ha vencido… pero que al mismo tiempo, ha perdido a un hermano.

Gregor se dejó caer de rodillas en la arena como si el peso de los años le hubiera partido el cuerpo. Como si el peso de la codicia le hubiera roto el alma. La empuñadura de la espada se le hundió en la palma, clavada en la tierra, y sus manos temblaron mientras miraba al agua con los ojos enrojecidos, no ya de ira sino de una pena antigua y demasiado íntima. No habló al amigo que tenía enfrente; le habló al mar que había traicionado.
  • Perdóname - murmuró, como si se dirigiera a una madre ofendida - Perdóname por haberte encadenado a la muerte y a la fortuna. Perdóname por olvidar las noches en cubierta, por vender la libertad por un trono de hierro.
Diego se arrodilló frente a él con la calma de quien conoce cada línea de aquel rostro. Se acercó sin prisa, puso una mano en el hombro de Gregor y se inclinó para besarle la frente. El beso fue breve, húmedo de sal, y en él hubo más que compasión: había memoria, había el sabor de un pasado compartido, el rumor de las olas y las noches de alegría que todavía vivían en los recuerdos de ambos.

Algo se quebró en la mirada del Rey Negro. Las duras palabras de su boca, la cruel soberbia de su alma, se deshicieron en lágrimas que eran mar; no barro ni vergüenza, sino agua verdadera, pura y salada. Recordó los amaneceres sin rumbo, la libertad de una cubierta que no pertenecía a nadie, las risas compartidas hasta el alba, las voces de hombres que creían en un destino sin corona. Gregor habló entre sollozos, confesando no a un confesor sino a aquello que había dejado atrás.
  • Fui un ladrón de horizontes - dijo con voz rota - Te vendí por miedo y por avaricia. Te supliqué poder, y ahora te pido perdón… mar.
Diego no respondió con sermones ni juicios. Le acarició la mejilla con la indiferencia gentil de quien sabe que la absolución humana no basta. En sus ojos había tristeza, pero también una ternura que no dejaba lugar al rencor. Cuando Gregor lo miró por última vez, hundido en un remanso de arrepentimiento, vio en Diego no una espada que vendría a juzgar, sino un hermano que cerraba un capítulo.
  • Levántate - susurró Diego, ayudándole a ponerse en pie - Ven conmigo, hermano.
Lo tomó del brazo con firmeza, no para sujetarlo, sino para acompañarlo. Juntos caminaron hacia la orilla; la batalla quedó suspendida como si el mundo contuviera el aliento. Las armas se aflojaron, las voces se apagaron: toda la playa miraba con los ojos abiertos.

Gregor se detuvo donde el agua mojaba la arena y dejó caer su arma. Diez pasos más allá las olas lamieron sus botas. Miró al horizonte como quien mira el mapa de una vida que se ha perdido. Sus labios pronunciaron para sí, para la brisa, para el rumor eterno de la espuma:
  • Volveré a ser el que fui - dijo - Si el mar me quiere, que me tenga en su seno.
Diego lo rodeó con un brazo, bajando la mirada; el gesto no era una imposición sino una rendición compartida. Le susurró algo a la oreja, un secreto, una palabra sin peso que era perdón y despedida al mismo tiempo. Luego, con una solemnidad que parecía sacada de un rito antiguo, empujó a Gregor hacia el agua. No lo arrojó: lo sostuvo, lo guió, lo ayudó a entregar su cuerpo a la marea.

Al principio, la corriente apenas mojó sus botas; luego subió a medias piernas, hasta las rodillas, hasta la cintura. Gregor cerró los ojos y sonrió, una sonrisa de niño que reconoce la verdad de las cosas: el mar reclamaba lo suyo, la madre deseaba volver a acariciar a su hijo. Diego lo abrazó fuerte, apoyó la frente en la del traidor, y por un instante todo fue solo sal y latidos.
  • Adiós, hermano - murmuró Diego, con la voz hecha de corrientes.
Las olas vinieron entonces con intención y sin prisa. Lo abrazaron, lo alzaron y lo mecieron como a quien encuentra el lecho que le corresponde. Gregor intentó aferrarse, pero sus manos buscaban ya la vastedad del océano en vez del cuerpo de su viejo amigo. Sus últimas palabras fueron un pedido que iba más allá del perdón humano. Eran una súplica.
  • Líbrame, mar. Líbrame de mis pecados…
Diego dejó que sus manos se deslizaran lentamente, primero por la espalda, luego hacia los hombros, hasta notar que el cuerpo cedía. Cuando la marea volvió a bajar, Gregor fue arrastrado un segundo hacia fuera; sus ojos, abiertos, encontraron a Diego por última vez. En esa mirada hubo agradecimiento, reconocimiento, una nostalgia que pesó más que cualquier corona. Diego respondió con una sonrisa dulce y triste, y le apretó la mejilla con la yema de los dedos.

El agua lo reclamó entonces sin violencia innecesaria: lo envolvió, lo tragó, y el rostro que había sido rey se fue quebrando en espumas y burbujas, hasta que solo quedó el rumor en el pecho del mar. Gregor murió sin gritos; murió como alguien que regresa a casa. La playa, la tripulación, los enemigos y aliados, todos permanecieron en un silencio que ardía.

Diego permaneció de pie, con el agua hasta las rodillas, mirando el lugar donde la superficie se volvía lisa. Le temblaban los labios, se le humedecieron los ojos, pero no hubo palabras. Entonces, con movimientos lentos, limpió la sal de su piel y retrocedió hacia la arena. Antes de desprenderse del todo, dejó en la orilla una pequeña piedra; fue su ofrenda muda, un testigo simple de que algo había terminado.

La batalla también terminó en ese instante: el mundo dejó de rugir, pues el Rey Negro ya no comandaba a hombres que obedecían por miedo. La sombra que aquella concha había proyectado sobre los siete mares había perdido un rostro. Diego volvió junto a los suyos con la paz contenida de quien ha hecho lo que debía, y en la playa quedó la estela de dos hermanos: uno hundido bajo el agua, otro andando ya hacia la siguiente tormenta.

El mar exhaló, y la brisa trajo consigo el lejano sonido de las olas; la vida continuó, igual de dura, pero más honesta. Y mientras las mareas lavaban la sangre y las huellas, muchos comprendieron, sin palabras, que había ocurrido algo irrevocable: la libertad reclamó su juicio y la amistad, por más profunda que fuera, no bastó para comprar la impunidad.

Diego avanzó entre los restos de la guerra, su andar sereno como el vaivén de una marea que ya ha decidido retirarse. Los hombres que aún empuñaban acero lo vieron venir, envuelto en el rumor del mar y la luz gris del amanecer.

Primero retrocedieron, asustados ante el hombre que había vencido al Rey Negro; luego, sin saber por qué, se abrieron a su paso. Diego avanzó entre ellos, como Moisés entre las aguas del Mar Rojo, abriéndose paso sin que nadie pudiera tocarlo. Algunos de los devotos del Predicador, los más viejos, los más temerosos, cayeron de rodillas, acostumbrados a siglos de obediencia ciega. Pero Diego los miró con compasión, y su voz sonó clara, profunda, más vieja que cualquier reinado.
  • Levantaos - dijo con serenidad - Ya no hay rey al que temer, ni trono al que adorar. No sois siervos, sois hombres libres.
Señaló hacia el horizonte, donde el mar se extendía, inmenso e interminable.
  • Ahí está vuestro verdadero hogar. Vuestro único señor. Volved a él… y sed lo que siempre deseasteis ser, por fin.
El silencio se extendió entre los combatientes como un viento suave que apaga las brasas. Algunos bajaron la vista, otros miraron al cielo con incredulidad. Nadie sabía muy bien cómo vivir sin miedo, sin órdenes, sin cadenas. La libertad era un territorio desconocido, y en ese desconocimiento se sintieron desnudos.

Pero, de repente, uno de ellos soltó su lanza. Cayó con un sonido seco sobre la arena húmeda de la playa. Otro lo imitó al instante. Y otro después. Pronto, el estrépito del acero al caer fue un trueno nuevo, uno que no mataba, sino que liberaba. Los enemigos se miraban entre sí, confundidos, temblando. Algunos empezaron a ayudar a los heridos, sin importar de qué bando lucharan, arrastrando cuerpos lejos del fango, cubriéndolos con capas y trozos de velas rasgadas. Nadie daba órdenes, nadie exigía disciplina. Solo quedaba el impulso primario de la compasión.

La tormenta, que hasta entonces había rasgado el cielo con furia, se detuvo como obedeciendo a esa paz naciente. Los rayos se desvanecieron en la distancia, los truenos se apagaron, y el mar, que antes rugía con cólera, ahora respiraba manso.
La lluvia cesó. Sobre la playa, el aire olía a sal y a renacimiento.

Grace caminó entre los cuerpos y los charcos de sangre, el cabello empapado pegado a su rostro, las botas hundiéndose en la arena blanda. Sus ojos buscaron los de Diego, y cuando por fin los encontró, corrió hacia él.

Lo abrazó con fuerza, el cuerpo temblando no por miedo, sino por alivio, por la insoportable carga del fin.
  • Lo siento - susurró contra su pecho - Siento que hayas perdido a tu amigo.
Diego apoyó una mano en su espalda, otra sobre su nuca, y la sostuvo así un instante largo, mirando el horizonte donde la luz empezaba a romper las nubes. Cuando habló, su voz fue baja, pero clara, como una plegaria que no pide nada a cambio.
  • No lo llores, Grace - dijo - El mar solo se llevó lo que era suyo.
Hizo una pausa, y el viento pareció detenerse para escucharlo.
  • Nadie muere en vano si vuelve al hogar del que nació. Gregor fue un hombre antes que un rey… y ahora el mar lo ha perdonado, como perdona siempre a los que regresan arrepentidos.
Ella levantó la mirada, con lágrimas mezcladas con la lluvia que aún caía en gotas dispersas.
Cada vez más frágiles, cada vez menos violentas.
  • ¿Y tú? - preguntó con la voz rota - ¿Tú también lo perdonas?
Diego sonrió, una sonrisa leve, casi invisible.
  • No hace falta, pequeña - respondió - El perdón es para los vivos. Y mi hermano, desgraciadamente, ya no lo está.
Se apartó un paso y contempló la playa, los hombres que soltaban las armas, el aire suavizado, el silencio imperando por el fin de la guerra.
  • El mar ya lo ha reclamado. Y cuando el mar reclama… solo queda aprender a escuchar su silencio.
Grace apoyó su frente en su hombro, y así permanecieron, mientras el sol emergía tímido sobre el horizonte y el sonido del agua reemplazaba al del acero. Los cuervos revolotearon sobre ellos, no como presagio de muerte, sino como testigos del fin. Y en aquella calma imposible, todos comprendieron, sin necesidad de palabras, que el tiempo de los reyes había terminado. Lo que nacía en aquella orilla no era un imperio. Era la libertad. Y había llegado el momento de abrazarla.

Y sin embargo, al hacerlo, muchos comprendieron que era más pesada que las cadenas que los habían atado toda una vida. Durante años, los hombres de la Mano Negra habían obedecido sin pensar, respirando por mandato, matando por costumbre. No conocían otra forma de existir que no fuera bajo la sombra del látigo y la voz del amo. Las órdenes eran su refugio, la disciplina su abrigo. Les habían dicho cuándo dormir, cuándo luchar, cuándo callar. Les habían robado la voluntad, sí… pero también el temor.

Porque el que no decide, no se equivoca.
El que no elige, no sufre por sus elecciones.

Ahora, en cambio, el campo de batalla se había vuelto un espejo demasiado claro. Nadie gritaba órdenes, nadie dictaba destinos. Solo quedaba el rumor del mar y los gemidos de los heridos.
Y en ese silencio, los hombres comprendieron el vértigo de estar vivos.

La libertad, pensaron algunos, era una bestia indómita: hermosa de lejos, pero terrible cuando se la miraba de frente. No ofrecía certezas, ni techo, ni rumbo. Era caminar descalzo sobre un mundo sin mapas, sin promesas, sin garantía de mañana.

Porque ser libre significaba ser responsable de uno mismo.
Y eso, entendieron muchos, era más duro que cualquier cadena.

Algunos lloraron en silencio, con la mirada perdida en el horizonte, como si esperaran que alguien, un nuevo amo, un nuevo rey, les dijera qué hacer. Otros, los más valientes, los que aún recordaban lo que era elegir, se arrodillaron en la arena y comenzaron a cavar tumbas. No por deber, sino por respeto.

Cavaban para los que habían caído, sin importar de qué lado hubieran luchado.
Y cada palada de arena era una confesión muda, una súplica por obtener redención.

Los enemigos de antes se ayudaban ahora sin palabras. Uno sostenía al herido mientras otro le vendaba la pierna. Se pasaban el agua, compartían el pan, recogían los cuerpos destrozados del barro. El acero que antes los separaba ahora servía para abrir la tierra y darle descanso a los muertos. El aire olía a sal y a ceniza, pero también a algo nuevo: esperanza. Una esperanza nacida del cansancio, de la comprensión mutua de que todos, en el fondo, habían sido esclavos de algo, del miedo, del poder, de la obediencia.

Y así, mientras el sol descendía sobre aquel islote efímero, la antigua Mano Negra se deshacía como una sombra ante la luz. No todos comprenderían la libertad que se les había concedido. Algunos la temerían, otros intentarían encadenarse de nuevo. Pero unos pocos, los más fuertes, los más valientes, la abrazarían, aunque hacerlo les arrancara la piel a tiras. Porque solo quien ha vivido esclavo sabe cuánto duele ser libre. Y, al mismo tiempo, solo quien ha sentido el peso de las cadenas puede aprender a caminar sin ellas.

En medio de la playa Drake observaba su navío hecho pedazos. El Perro se acercó a él por la espalda. El capitán permanecía de pie frente a la mole destrozada que una vez fue El Ojo del Cuervo, su orgullo, su refugio, su condena. La quilla partida, los mástiles quebrados como huesos secos, la cubierta hecha trizas, y las velas, aquellas telas negras que lo habían llevado por todo el Caribe, hundidas en la arena como si el mar las hubiera vomitado con desprecio.
Y, aun así, sonreía. Esa sonrisa suya, insolente y eterna, como si nada en el mundo pudiera doblegarle.
  • Gracias - dijo Drake sin mirarlo, con un leve gesto de cabeza.
Seamus le ofreció su botella de ron, y el inglés la aceptó. Bebió a largos tragos, sin prisas, dejando que el licor le abrasara la garganta y el alma. Luego se limpió los labios con la manga de su casaca y devolvió la botella al irlandés.

El mar se movía tranquilo frente a ellos, como si ya no recordara la matanza que había presenciado hacía apenas un momento.
  • ¿Y ahora qué? - preguntó el Perro, dándole un trago, la voz ronca, casi paternal.
Drake se agachó en cuclillas, hundiendo los dedos en la arena húmeda. Encontró el ojo de nácar del cuervo de su mascarón de proa: blanco, brillante, aún resplandeciente pese a la ruina. Lo sostuvo unos segundos, girándolo entre sus dedos, contemplando su propio reflejo distorsionado en él. Sus ojos, por una vez, no destilaban arrogancia, sino algo más viejo, más humano.
  • Bueno… - dijo al fin con una media sonrisa - parece que me he quedado sin navío, Perro.
Seamus soltó una carcajada breve, seca, de esas que nacen del cansancio y la admiración. Le volvió a ofrecer la botella, pensando que quizás el licor pudiera reconfortar la perdida.
  • Eso parece, sí… - contestó, encogiéndose de hombros.
Drake se puso de pié y alzó la botella, le dio el último trago y, sin decir palabra, metió el ojo de nácar dentro. Colocó el corcho con cuidado, como quien sella un ataúd, y la lanzó con fuerza al mar. Ambos observaron la botella flotar, mecerse entre las olas, hasta perderse más allá del horizonte.
  • ¿Por qué hiciste eso? - preguntó Seamus, con esa mirada suya que olía a humo y verdad.
Drake sonrió apenas. Su voz fue suave, casi un suspiro:
  • Porque ya tuve suficiente, viejo. El Cuervo del Caribe ha cumplido su destino… y ya es hora de dejarlo morir. Ahora solo quiero ser Bartholomew. Simple y llanamente.
El Perro asintió despacio, como quien entiende lo que no se dice. Dio un paso hacia él y le sujetó el hombro con firmeza, clavando su mirada franca en los ojos cansados del inglés.
  • Gracias Drake - dijo con una voz grave - Sin tu… espectacular llegada, ninguno de nosotros habría salido de esta playa con vida. Ganamos gracias a ti…
Drake alzó las cejas, dejando escapar una risa ligera.
  • Ganar o perder… - dijo soltando un suspiro - a veces son la misma maldita cosa, viejo.
El Perro sonrió de medio lado, apretando un poco más su hombro.
  • Tal vez. Pero si alguna vez quieres volver a navegar… tendrás un sitio entre nosotros.
    Entre los perros y los locos del mar.
Drake lo miró en silencio, y por un instante su sonrisa se volvió sincera, despojada de todo artificio.
  • Quizás lo haga, Perro… - respondió con gratitud - quizás lo haga…
El viento sopló desde el océano, arrastrando el eco de su voz y la botella perdida en su inmensidad. Y así, mientras el mar cerraba un capítulo, el Cuervo del Caribe desapareció con él, dejando solo a Bartholomew Drake, un hombre libre frente a un horizonte infinito.

No muy lejos de donde observaba morir su viejo navío, Yara trabajaba sin descanso.
Mientras los demás recuperaban el aliento, lloraban a sus muertos o se dejaban caer sobre la arena con el alma hecha jirones, ella seguía en pie, incansable, con las manos manchadas de sangre y tierra, la frente perlada de sudor, los ojos encendidos por un fuego que no conocía rendición.
Su voz, serena, firme, imposible de ignorar, guiaba a todos en medio del caos.
  • ¡Traedme más vendas! ¡Y agua limpia, por el amor de Obatalá, agua limpia! - ordenaba mientras pasaba de un herido a otro.
Bum-Bum, como si fuera su inseparable sombra, la seguía a todas partes, cargando barriles, improvisando camillas, sujetando miembros o sosteniendo cabezas para que los heridos pudieran beber. No se quejaba. Ni hablaba apenas. Solo la miraba, esperando el siguiente gesto, la siguiente orden, como un perro fiel que había encontrado su razón de existir en servirla.

Grace se acercó a ellos justo cuando Yara atendía a Aibori, la amazona que había caído durante la refriega. La guerrera yacía sobre una manta empapada de sangre, los brazos colgando en un ángulo imposible, el rostro contraído en una mueca de dolor que parecía romperle el alma.
  • Hay que recolocárselos ahora - dijo Yara, examinando las articulaciones con rapidez - si esperamos, se hincharán y será peor.
Aibori gritó cuando Yara apenas la tocó.
El sonido rasgó el aire, tan fuerte, tan humano, que hasta los cuervos sobre los mástiles rotos callaron. Su piel, normalmente de un tono bronceado brillante, estaba ahora pálida y perlada de sudor, las venas marcadas, los dientes castañeteando.
  • Grace, coge ese palo, rápido - ordenó Yara sin mirarla - Ponlo entre sus dientes. Que no se muerda la lengua.
Grace obedeció al instante, deslizando el trozo de madera en la boca de la amazona, que apenas podía respirar del dolor.
  • Akuma, Shinrei… sujetadla fuerte.
Las dos gemelas se colocaron a ambos lados, tensas, listas.
Yara tomó aire, colocó las manos sobre el hombro dislocado y dijo solo una palabra:
  • ¡Ahoraaa!
El chasquido se oyó seco, horrible, como una rama partiéndose bajo el peso del viento.
Aibori arqueó la espalda, soltó un rugido sordo, rompió el palo en astillas con las muelas y luego cayó inconsciente, el cuerpo rendido al dolor y la fatiga.

Grace, aún temblando, se llevó una mano al pecho.
  • ¿Se pondrá bien? - preguntó con un hilo de voz.
Yara, sin responder al instante, movió con delicadeza los brazos de la amazona, palpó los músculos, los rotó despacio. Luego asintió.
  • Sí. Es dura como una piedra. Volverá a pelear antes de lo que imaginas.
No perdió tiempo. Se levantó, se limpió las manos en la falda y corrió hacia el siguiente herido, con Bum-Bum pisándole los talones, cargando gasas, ungüentos y esperanzas.
El aire olía a sangre, a sudor y a vida que se negaba a apagarse.

Cortés, que había estado ayudando en silencio, levantó la mirada y cruzó los ojos con Grace. Sonrió apenas, cansado pero firme. Grace se agachó junto a él, le apoyó una mano en el hombro.
  • Cuídala - le pidió con ternura, observando cómo Yara desaparecía entre los cuerpos, sin detenerse un solo segundo.
Cortés asintió, la mirada fija en aquella mujer que no sabía rendirse.
  • No pienso separarme de ella ni un momento, capitana - dijo - Que el cielo me parta en dos si lo hago.
El sol, filtrándose entre las nubes disipadas, cayó sobre ellos con una luz tibia.
En medio de la playa de muertos y heridos, seguían naciendo pequeños actos de esperanza.

Grace caminaba entre los cuerpos, el barro y la marea baja, con las ropas empapadas y el cabello pegado al rostro por la llovizna que se resistía a desaparecer. Pero no parecía cansada, ni rota, ni vencida. Había en su mirada un fuego silencioso, una fuerza que se sostenía sobre la fe en los suyos. A cada paso, su voz se alzaba sobre el rumor del mar, suave pero firme, la voz de una madre, de una líder, de una hermana.
  • Aguanta, compañero… - decía mientras apretaba una mano temblorosa - Te pondrás bien…
A otros les ofrecía una sonrisa, a veces un trozo de pan, una manta, o tan solo el contacto cálido de su mano en la mejilla. No pasaba por el lado de nadie sin detenerse. Se paraba junto a cada herido, sin distinguir bando ni bandera, y les hablaba con la misma ternura.

Abrazó a los que lloraban a sus caídos, prometiéndoles que sus nombres no se olvidarían. A los que aún se resistían a la muerte, les regalaba la esperanza de un nuevo amanecer. La playa, bajo el sol que se abría paso entre las nubes, era un cementerio y un refugio al mismo tiempo, y la capitana lo recorría como si pudiera devolverle vida a aquel suelo de sangre y arena.

Entre los cuerpos y los rescoldos de la batalla, encontró a Ren, el cartógrafo, tendido de lado sobre la arena húmeda, el cuerpo cubierto de hollín y sangre seca. Una explosión lo había lanzado con violencia contra el suelo, desgarrándole la ropa, quemándole parte del brazo izquierdo. Su mosquete, ennegrecido, aún colgaba de su mano, como si se negara a soltarlo.
Respiraba con dificultad, el pecho subía y bajaba como una barca atrapada en la tormenta.

Grace se arrodilló a su lado. Le apartó con delicadeza el cabello de la frente, manchado de polvo y arena. Los ojos del holandés se abrieron apenas, y al reconocerla intentó incorporarse, pero un gemido ahogado lo detuvo.
  • Shhh… no te muevas - susurró Grace, con una dulzura que solo ella sabía conjugar con la autoridad.
Él intentó hablar, pero solo salió un hilo ronco, entrecortado por la tos.
Grace le tomó la mano, cálida, firme.
  • Vi lo que hiciste por Bum-Bum - le dijo, con una sonrisa leve, cargada de orgullo - Te lanzaste sobre él sin pensarlo. Le salvaste la vida…
El cartógrafo esbozó una mueca que quiso ser una sonrisa, pero el dolor se la torció en un gesto de pura humanidad. Grace lo observó con ternura.
  • Gracias, Ren. - Su voz bajó hasta hacerse un susurro - Podrías haber huido, dejarnos atrás… Pero luchaste a nuestro lado, como un hermano más… Descansa ahora, te lo mereces.
El herido intentó responder, pero solo asintió, los ojos empañados en lágrimas.
Entonces ella se inclinó más, y le dijo al oído, casi como una promesa:
  • A partir de este momento, puedes considerarte uno más del Red Viper. Si es tu deseo, tienes un lugar entre nosotros. Estamos en deuda contigo…
Ren se quebró. Las lágrimas, mezcladas con el hollín, le surcaron el rostro.
Apretó con debilidad la mano de Grace, como si en aquel gesto sellara el juramento que había esperado toda su vida. Ella le devolvió una última sonrisa, luego se levantó despacio, con el corazón pesado pero sereno, y siguió caminando.

El sonido del mar la guió hasta Vihaan, que estaba sentado frente a la orilla, el cuerpo quieto, la mirada fija en el horizonte. Sus pies hundidos en la arena húmeda, los brazos rodeando sus rodillas, el rostro cubierto de sombras. El océano, ahora en calma, parecía escucharlo.
Grace se acercó en silencio, sabiendo que cada uno tenía su forma de despedirse.

Continuará…
 
Al final me ha dado hasta pena la muerte del Rey Negro, pero esto me recuerda a Darth Vader, que no era un mal hombre pero se dejó tentar por el lado oscuro.
Pero al menos, le pide perdón a su Hermano del alma, Diego de la Vega.
 
Al final me ha dado hasta pena la muerte del Rey Negro, pero esto me recuerda a Darth Vader, que no era un mal hombre pero se dejó tentar por el lado oscuro.
Pero al menos, le pide perdón a su Hermano del alma, Diego de la Vega.
Al principio quería matarlo de forma cruel, que fuera Diego quien lo hiciera. En el fondo Gregor es como la antítesis a los personajes y al sueño que persiguen. Representa la tiranía, la corrupción, la ambición desmesurada... Pero luego pensé que sería más bonito la redención. Y Diego, aunque pirata, no lo veo un personaje tan irascible, no lo veo como un guerrero, sino más bien como un filosofo... Es un final justo. Alguien que reconoce sus errores y decide morir por sus pecados. Un abrazo.
 
Buen final para el Rey Negro, arrepentimiento, perdón y redención. Bartholomiu Drake también se ha redimido, se unirá al Perro ahora que se ha quedado sin barco?
Amputada la Mano Negra, que aventuras les tocarán a nuestros protagonistas seguir hasta dar con el cofre del Rey Mono?
 
Cada capitulo te superas, coño estoy escribiendo con las lagrimas cayendo.
Espero el siguiente capitulo Maestro
Buah! No sabes lo importante que es para mí saber que puedo emocionar a otra persona. No por vanidad ni ego, sino porqué aunque no nos conozcamos sentimos lo mismo, y eso es impresionante. Es algo que siempre me ha fascinado del arte, y no en el sentido grandilocuente de la palabra, sino en el hecho de crear algo, ya sea escritura, música, pintura... y conseguir transmitir. Eso me demuestra que de alguna manera todos estamos unidos de algún modo. Más lejos de la cultura, el país, la ideología... hay algo que nos hace ser iguales. Muchas gracias!
 
Buen final para el Rey Negro, arrepentimiento, perdón y redención. Bartholomiu Drake también se ha redimido, se unirá al Perro ahora que se ha quedado sin barco?
Amputada la Mano Negra, que aventuras les tocarán a nuestros protagonistas seguir hasta dar con el cofre del Rey Mono?
Drake me ha ganado solo con su sonrisa, jaja. Ahora subo nuevo capítulo, estoy revisando ya.
Fuego, Tierra, Aire y ahora Agua... solo queda un elemento, el Éter. El viaje más peligroso, el último...
Me voy a comer el cerebro y el alma para dar un final digno a este relato! Os lo prometo jeje
Un abrazo enorme!
 
Capítulo 58 - El último viaje, el último desafío

Vihaan parecía estar en calma, pero por dentro era un naufragio.
Su cuerpo permanecía quieto, sólido como una roca entre la bruma, pero su alma flotaba a la deriva, perdida en un océano de dudas. Contemplaba el horizonte con una mirada vacía, como si buscara en el infinito una respuesta que no llegaba.

A su espalda quedaba la devastación: los cuerpos, los gritos apagados, el olor a pólvora y sangre que aún impregnaba el aire. Frente a él, en cambio, el mar extendía su manto de serenidad, vasto, inmóvil, indiferente al dolor de los hombres.

Suspiró, y aquel simple gesto le dolió en los pulmones. En lo más hondo de su ser. Seguía vivo, seguía de pie. ¿Pero a que precio?
Por un instante, deseó disolverse en el agua, ser parte del mar, dejar que las olas borraran sus recuerdos. Quiso olvidar los nombres que había aprendido a pronunciar con amor y que ahora solo podía recordar con tristeza: compañeros caídos, risas apagadas, promesas rotas que el viento había dispersado. Pensaba, sobre todo, en Briede, el hijo de Aibori.

Y al hacerlo, el corazón se le encogió, como si una mano invisible lo apretara desde dentro.
No era un miedo racional, sino algo más primitivo, más hondo, nacido del instinto que antecede al raciocinio. Imaginó el vacío que deja un hijo al morir: esa herida que no sangra, pero que no deja de doler; el eco mudo de una voz que ya no responderá jamás; la certeza de que el mundo sigue girando, indiferente, mientras el alma del padre se queda sola, rota en mil pedazos, sintiendo un lugar en su corazón que ya nunca volverá a llenarse.

La guerra había terminado, sí… pero el precio a pagar seguía resonando dentro de él.
Grace se sentó a su lado, sin decir nada. El roce de su presencia bastó para que el mundo recuperara algo de sentido. Con una ternura que parecía ajena a aquel paisaje de muerte, le retiró la venda ensangrentada del ojo y la sustituyó por otra limpia.

Después de hacerlo, depositó un beso cálido sobre su mejilla.
Vihaan le tomó la mano con fuerza, como si temiera que, al soltarla, el silencio volviera a tragárselo todo. Su calor lo reconfortó. Por un instante, el peso del dolor se aligeró, y solo existieron ellos dos, respirando al mismo ritmo de las olas.

El tiempo pareció detenerse.
No hubo palabras, solo miradas cansadas, agradecidas, que decían lo que la voz ya no podía pronunciar. El viento jugaba con sus cabellos, el mar les lamía los pies, y el sol, tímido, se abría paso entre las nubes, tiñendo de oro las aguas heridas.

Grace apoyó su cabeza en el hombro de Vihaan, y él la rodeó con el brazo, acercándola un poco más. Le besó la frente, como quien pide perdón al mundo por seguir vivo.
  • ¿En qué piensas? - susurró Grace, acariciando su mano con ternura.
Vihaan tardó en responder. Tanto que, por un momento, ella pensó que no lo haría jamás.
Su mirada seguía perdida en el horizonte, atrapada entre la culpa y el cansancio.
Grace alzó el rostro, buscándole en el silencio, intentando leer en sus facciones algo que la tranquilizara. Pero lo único que encontró fue una tristeza inmensa, la de quien ha sobrevivido a demasiadas despedidas.

El miedo se le coló en el pecho como una daga envenenada. Temió que él empezara a dudar, que todo aquello, su lucha, su causa, su fe, se desmoronara entre sus manos. Por un instante creyó que quizá habían ido demasiado lejos, que el precio de sus sueños se había vuelto insoportable. Demasiadas tumbas cavadas, demasiados amigos perdidos en el mar, demasiados nombres grabados en su memoria.
Grace recordó a Mordisquitos, a Briede, a O’Neil, a Hrafnkel, a Alonso… A cada alma perdida en el camino hacia ese destino incierto llamado Sundra-Kalash.

Todos ellos habían muerto por seguirla, por creer. Y el pensamiento la atravesó como un cuchillo invisible: cada paso hacia la libertad había sido pagado con amor sí, pero también con sangre. Ella cerró los ojos, y durante un instante ambos se quedaron así, abrazados frente al mar,
dos supervivientes contemplando el final de una era, sin saber si lo que habían ganado justificaba todo lo que habían perdido.

El silencio se estiró entre ellos, largo y pesado como una vela desgarrada. Solo el rumor del mar se atrevía a hablar, murmurando verdades que ninguno de los dos quería escuchar. La capitana seguía apoyada en su hombro, con la vista perdida en el horizonte. Vihaan, sin embargo, ya no miraba el mar. Lo atravesaba con los ojos vacíos, como si más allá de aquel límite azul pudiera ver el pasado.
  • ¿Sabes…? - murmuró al fin, con una voz tan cansada que parecía gastada por dentro - Cuando era niño, en Calcuta, solía quedarme despierto hasta tarde, junto al fuego. Había un anciano que contaba historias antiguas, de antes de que el mundo tuviera nombre. Decía que, en el principio, sólo existía Mahadya, el Gran Horizonte… señor de todo cuanto es y será. De su aliento nació la tierra, y de sus lágrimas… el océano. Su esposa era Suryani, la dama del amanecer. Y de su unión nacieron tres hijos: Vraj, fuerte como la roca y severo como el monzón. Amara, sabia como las aguas profundas, paciente como las mareas. Y Kāmara, el más joven… travieso como la espuma del mar, cambiante como el viento… El que podía conceder deseos a los mortales.
  • Lo recuerdo… Me contaste esa historia Vi… Cuando nos conocimos por primera vez - susurró Grace acercándose más a él.
Vihaan se detuvo, y durante unos segundos, solo se escuchó el mar rompiendo en la orilla.
  • Yo… soñaba con ser como Kāmara - prosiguió con una sonrisa que no llegó a sus ojos -
    Libre, sin raíces, sin temor… capaz de darle a los demás lo que más anhelaban. El anciano solía decirme que el mundo era un océano inmenso, y que los hombres debíamos aprender a flotar… o hundirnos para siempre en su oscuridad. Yo quería navegarlo todo, Grace. Ver cada puerto, conocer cada historia. No entendía aún que cada deseo concedido tiene un precio. Ni que la libertad… también podía ser una condena.
Grace lo miró sin interrumpirlo. En su rostro había una ternura triste, el reflejo de quien reconoce el peso de la memoria. Vihaan siguió hablando, pero su voz se quebró apenas un poco.
  • A veces… cierro los ojos y aún puedo verlos. Nalini… mi esposa. Mi madre… sus manos olían a jazmín, ¿sabes? Ahora sé que nunca las volveré a sentir. Y mi padre… mi casa… las calles polvorientas, las noches cálidas, los rezos, el humo del incienso… Todo eso parece ahora tan lejano… como una historia que algún otro vivió. Como si aquel muchacho nunca hubiera existido. Como si la guerra… lo hubiera borrado todo.
Grace apartó la mirada, intentando contener las lágrimas. La mano de Vihaan tembló un instante antes de apretarla de nuevo. Su voz, cuando volvió a hablar, era un susurro roto.
  • He cruzado océanos, he visto morir a… demasiados amigos, he matado a centenares de hombres… y ¿para qué?. Por una promesa que ya no sé si entiendo si quiera. Mira lo que somos, Grace… Nos embarcamos en busca de libertad, y terminamos esclavos de la causa que amamos. Nos hemos convertido en lo mismo contra lo que juramos luchar.
La capitana respiró hondo, incapaz de responder. El mar seguía rugiendo, indiferente, mientras el sol caía a pedazos sobre las olas. Vihaan cerró el único ojo que le quedaba, dejando que la brisa le acariciara el rostro.
  • A veces pienso - dijo finalmente - que el mar tiene más compasión que los hombres. Puede quitárnoslo todo, sí… pero también nos guarda el secreto de lo que fuimos alguna vez. Quizás… cuando me hunda en él, me devuelva algo de aquel niño que escuchaba historias alrededor del fuego. Quizás solo entonces… pueda descansar.
Grace apretó su mano con fuerza, casi con miedo, como si al soltarla pudiera perderlo también a él. No dijo nada. Solo apoyó la frente en la suya, cerrando los ojos, compartiendo su silencio.
El viento trajo el olor a sal y sangre, y el rumor del mar los envolvió. Dos supervivientes, dos naufragios humanos mirando el horizonte, sabiendo que nada volvería a ser como antes.

Lo escuchó sin interrumpirlo, dejando que sus palabras se hundieran en ella como la lluvia en la arena mojada. Cada frase era un espejo, y en su reflejo se vio a sí misma, cansada, vieja por dentro, vacía de tanto perder. Cuando Vihaan terminó, el silencio volvió a alzarse entre los dos.
Solo se oía el murmullo del mar, la respiración pausada de los vivos y el lamento de los muertos que aún parecían flotar sobre la playa.
  • Comprendo lo que dices… - susurró al fin, con la voz quebrada, sin fuerza - Que nos hemos convertido en aquello que juramos destruir. Luchamos por ser libres, y ahora somos esclavos de nuestras propias decisiones. Yo también me lo he preguntado… ¿cuándo dejamos de ser tripulantes y empezamos a ser soldados?
  • Cuándo se nos olvidó que la vida era algo más que sobrevivir a la siguiente batalla.
  • No… no estoy de acuerdo…
Vihaan giró la cabeza hacia ella, sorprendido por su tono.
Grace sonrió con tristeza, mirando las olas que lamían la arena.
  • A veces pienso que luchar no es una elección… sino una forma de respirar. No lucho por oro, ni por gloria, ni siquiera por redención. Lucho porque no sé hacer otra cosa, Vi. Porque el mundo no me dejó alternativa.
Se pasó una mano por el rostro, apartando los mechones húmedos que el viento pegaba a su piel.
  • Cuando era niña - dijo con un hilo de voz - mi hogar eran los sucios y húmedos muelles de Bristol. El suelo olía a pescado podrido y a ron derramado. Aprendí a pelear antes que a leer. Y también aprendí que nadie vendría a salvarme. Ni dioses, ni reyes, ni marineros de buen corazón. Si quería seguir viva, tenía que robar, mentir o golpear antes de que me golpearan a mí.
Grace se detuvo, mirando el horizonte, los ojos brillantes.
  • Allí… en aquel agujero lleno de miseria, comprendí que la libertad no era un regalo. Era una condena, sí… pero la condena más hermosa que pueda existir. Nadie te enseña a ser libre. Te arrojan al mundo y te dicen: “anda, sobrevive”. Y si lo haces, si aprendes a mantenerte en pie aunque todo se derrumbe, entonces… ya no puedes volver atrás. Ni aunque quieras.
Vihaan la escuchaba en silencio, con la mirada perdida entre las olas.
Grace respiró hondo, y sus palabras, aunque suaves, sonaron firmes, llenas de una convicción que nacía del dolor.
  • No te diré que todo esto tiene sentido. Nada lo tiene en realidad. Pero lo que sí sé, Vi, es que si no hubiésemos luchado… si no hubiésemos desafiado a este maldito mundo que nos quería de rodillas… Entonces sí que habríamos muerto. Aunque siguiéramos respirando. Porque hay cosas peores que la muerte… y una de ellas es vivir sin propósito.
El hindú bajó la mirada, apretando los labios, como si aquellas palabras lo atravesaran.
Grace apoyó una mano sobre su mejilla, obligándolo a mirarla.
  • Quizás hemos perdido demasiado. Pero mientras quede un soplo de aire, mientras aún haya alguien capaz de creer… Lucharemos. No por el oro, ni por la venganza. Sino porque somos lo único que queda entre este mundo y el olvido.
Vihaan asintió despacio, con un cansancio que parecía más antiguo que él mismo.
Grace apoyó de nuevo la cabeza en su hombro. El mar se extendía frente a ellos, sereno, cubriendo con su manto de plata los cuerpos de los agotados. El amanecer teñía el horizonte de un rojo pálido. Y por un momento, solo un instante, los dos creyeron sentir que el mundo respiraba otra vez.

Guardaron silencio durante un largo rato. Sus ojos seguían fijos en el horizonte, pero sus mente vagaban lejos, más allá de las olas, más allá del amanecer. Finalmente, es astrónomo habló, con esa voz grave y desgastada que parecía nacer de muy dentro.
  • Tienes razón, Grace… otra vez la tienes. Luchamos porque no sabemos hacer otra cosa… lo comprendo. Y quizás… de algún modo, eso es lo que nos hace ser quienes somos. Pero a veces me pregunto cuánto más podremos seguir pagando el precio. Cuántos nombres más tendré que recordar por las noches cuando cierro los ojos al acostarme…
Grace iba a responder, pero él continuó, sin mirarla todavía.
  • No me malinterpretes - dijo - No me arrepiento de lo que hemos hecho. El propósito que cargamos… lo que representamos… es más grande que cualquiera de nosotros. Más importante que tu, mucho más grande que yo. Y sin embargo… - inspiró hondo, con un temblor leve - no puedo soportar la idea de verte otra vez en medio del fuego.
Ella frunció el ceño, girándose hacia él con media sonrisa.
  • ¿Desde cuándo te preocupas así por mí, pirata? - bromeó con una chispa en la mirada - Sabes que puedo ocuparme sola. Sobreviví a Bristol, al frío del norte, a la tormenta de Hong Long, al Portador de Calamidades, a la Mano Negra… Créeme, no hay infierno que me dé miedo.
Vihaan la miró entonces. No con reproche, sino con ternura. Y muy despacio, llevó una mano hacia su vientre, acariciándolo con los dedos curtidos por la guerra. El gesto fue tan suave, tan humano, que Grace dejó de reír. El silencio volvió entre ellos, solo roto por el rumor del oleaje.
  • No hablo solo de ti - susurró él - Hablo de los dos. De lo que viene. De lo que aún no ha nacido, pero ya late dentro de tu vientre. Por primera vez en mi vida… tengo miedo, Grace. No por mí. Sino por algo que no puedo proteger con mi espada.
Ella lo miró un instante, sin saber qué decir. Luego posó su mano sobre la de él, apretándola contra su vientre.
  • No tengas miedo - dijo, y su voz fue cálida, serena, casi maternal - Este pequeño será más fuerte que nosotros. Nacerá en un mundo roto, sí… pero también en un mundo que estamos intentando cambiar. Y eso basta. No hace falta que lo protejas de todo, Vihaan. Solo que estés ahí cuando lo necesite.
Vihaan bajó la cabeza, dejando escapar una risa cansada.
  • Hablas como si el futuro dependiera solo de la voluntad.
  • ¿Y acaso no es así? - replicó ella con una sonrisa ladeada - Tú y yo deberíamos estar muertos hace mucho. Y, sin embargo, seguimos aquí. Quizás no somos los héroes que el mundo necesita, pero… - le rozó el mentón con los dedos, obligándolo a alzar la mirada - somos los que quedan en pié. Y mientras sigamos respirando, no pienso rendirme jamás.
El hindú se quedó mirándola, con ese brillo de amor y tristeza que se mezclaba en sus pupilas oscuras.
  • A veces olvido que en el fondo, tú eres la más valiente de los dos.
Grace sonrió apenas.
  • No… Solo soy la más terca.
Ambos rieron, y aquella risa, pequeña y rota, pareció romper el peso que los aplastaba.
Vihaan volvió a mirarle el vientre, luego el mar, y susurró:
  • Ojalá este niño nunca tenga que ver lo que nosotros vimos.
  • No lo hará - dijo ella, segura, convencida - Porque para cuando abra los ojos, el mundo ya será distinto. Y si no lo es… - apretó su mano con fuerza - entonces lo cambiaremos los tres juntos.
  • Los tres… - sonrió Vihaan con los ojos brillando.
  • Juntos… - le respondió Grace besándolo con dulzura.
El sol ya se alzaba del todo, tiñendo el agua de un dorado tibio.
El mar, indiferente, seguía respirando. Y por primera vez en mucho tiempo, Vihaan sintió que, quizá, el destino les debía un amanecer así.

La brisa había amainado. El sol se abría paso entre las nubes, y la luz bañaba la playa con un resplandor que parecía limpiar la sangre, el dolor, los recuerdos. Grace y Vihaan seguían sentados frente al mar, abrazados, en silencio. El rumor de las olas era el único sonido que se atrevía a interrumpirlos. De repente unas pisadas lentas, acompasadas, resonaron sobre la arena húmeda.
Bishnu se acercaba apoyado en su bastón, su túnica deshilachada ondeando suavemente al viento. Sus pies descalzos apenas dejaban huella, la brisa lo acompañaba como si fuera parte de él. Cuando llegó a su altura, se detuvo un momento detrás de ellos, observando el horizonte con el mismo respeto con que un creyente mira un altar.
  • Así que aquí están - dijo con una voz grave, profunda, cargada de años y de calma - Mirando el mismo mar que miraron los dioses cuando crearon el mundo.
Grace levantó la vista y sonrió con dulzura.
  • Nos quedamos sin palabras, viejo amigo.
Bishnu inclinó la cabeza.
  • No hacen falta las palabras cuando el alma habla por sí sola.
Vihaan giró hacia él, con el rostro cansado pero sereno.
  • ¿Y qué dice nuestra alma, maestro? - preguntó con una media sonrisa.
El anciano sonrió, mostrando los dientes amarillentos, y se sentó con esfuerzo a su lado, dejando el bastón hundido en la arena. Sus ojos, viejos pero encendidos, brillaban como dos brasas.
  • Dice que habéis llegado lejos - respondió, mirando el mar - Más lejos que cualquiera antes que vosotros. Dice que el fin del viaje está cerca, tan cerca que ya casi se confunde con el amanecer. Y también dice… - hizo una pausa, tomando aire - que ahora no debéis deteneros. El último tramo siempre es el más duro. El mar prueba a quienes se atreven a cruzarlo hasta el final.
Grace bajó la vista hacia la arena, pensativa. Vihaan la observó en silencio. Bishnu prosiguió, con ese tono que parecía surgir desde las profundidades mismas de la tierra.
  • He visto a muchos caer, a muchos rendirse cuando el horizonte parecía burlarse de ellos. Pero vosotros… - se giró hacia ellos con una mirada serena - vosotros habéis resistido cuando el mundo entero os dio la espalda. El viento os castigó, el destino os puso a prueba, y aun así, seguís aquí. Eso es lo que hace de los mortales algo más que carne y hueso. Eso es lo que los dioses llaman esperanza.
Grace sonrió, con los ojos brillantes. Vihaan asintió en silencio, mordiéndose el labio, intentando ocultar la emoción. Bishnu extendió una mano temblorosa y la posó sobre el vientre de Grace.
Su toque fue leve, casi un soplo.
  • Este niño nacerá bajo un cielo despejado - susurró - Y su primer llanto será escuchado por un mundo que empieza de nuevo. Vosotros sois el puente entre lo que fue y lo que será. Y eso… es un don que pocos pueden comprender.
Grace tomó la mano del anciano entre las suyas, apretándola con gratitud.
  • ¿Y si el mar vuelve a rugir, anciano? - preguntó, apenas en un hilo de voz.
Bishnu sonrió con ternura.
  • Entonces rugid con él, capitana. El mar no destruye a los suyos, solo los purifica. Y vosotros - miró a ambos, uno tras otro - sois hijos de las mareas y de los vientos. Ella os llevará hasta donde el destino os espera.
El viejo se levantó lentamente, apoyándose en el bastón. El viento agitó su túnica como un presagio. Antes de marcharse, volvió a mirarlos y dijo:
  • Ya no queda mucho. El último viaje está por llegar. Y cuando el viento cambie de dirección… - alzó el rostro al cielo - sabed que el amanecer de vuestro destino habrá comenzado.
Bishnu se alejó, sus pasos deshaciéndose en la arena como si el mar los borrara tras él.
Grace y Vihaan lo siguieron con la mirada hasta que su figura se perdió entre los heridos y las hogueras encendidas en la playa. El océano seguía allí, inmenso, eterno. Y por primera vez en mucho tiempo, ambos sintieron que sí, que estaban cerca. Muy cerca.

El sol se alzaba lento sobre la playa, como si temiera mirar de frente la herida que el amanecer dejaba al descubierto. El mar estaba en calma, un espejo donde se reflejaban las sombras de los caídos. El aire olía a sal, a ceniza, a lágrimas secas. Y sobre la arena húmeda, donde aún reposaban las marcas de la batalla, los vivos daban sepultura a los muertos.

No había distinción. Ni enseñas, ni colores, ni viejos odios. Allí descansaban juntos los hombres y mujeres de todos los bandos: víboras rojas, errantes caídos, devotos arrepentidos, cachorros muertos, cuervos valientes, incluso soldados del difunto Rey Negro.
Todos compartían la misma tierra, la misma sal, el mismo silencio.
Por primera vez, no había enemigos, solo almas que regresaban al origen común.
  • La muerte es justa - decía Bishnu, que presidía el rito con voz serena - es la única que no conoce diferencias. No distingue banderas, ni credos, ni poder alguno. Al final de la partida, tanto el rey como el peón vuelven a la misma caja. Y el viento los borra por igual…
Aquellas palabras resonaron en todos como un eco viejo, una verdad tan amarga como cierta.
Algunos lloraban abiertamente; otros, con la mirada perdida, parecían no saber si debían llorar o agradecer seguir en pie. Grace observaba en silencio, la mano de Vihaan entrelazada con la suya.

Drake, con la mirada fija en el horizonte, mantenía su sonrisa cansada, una mueca de quien ha visto demasiadas despedidas para poder llorarlas todas. Incluso el Perro, con el rostro cubierto de tierra y hollín, había dejado el ron a un lado. Solo Bum-Bum rompía a ratos el silencio con un sollozo ahogado, tratando de ocultarlo. No podía dejar de mirar la tumba donde descansaba su amigo, el cual no volvería a ver jamás.

La música comenzó con un tambor lento, grave, que retumbaba en el pecho más que en los oídos. Le siguió una flauta hecha de hueso, que entonaba una melodía ancestral, melancólica y bella. Cada nota parecía alzar una plegaria al cielo, pidiendo descanso para todos los que habían dado su último aliento en aquella playa sin nombre.

Las hogueras se alineaban junto a los cuerpos, y el fuego danzaba con la brisa del mar, encendiendo sombras que parecían almas despidiéndose. Solo Silas Grimm quedó fuera.
Tendido lejos de los demás, sin tumba ni cruz.
Los cuervos de Drake se posaron sobre su cuerpo, arrancando jirones de carne con picos afilados.

Nadie los apartó.
Nadie pronunció su nombre.
Algunos muertos no merecen reposo, solo olvido.

Y entonces, entre los círculos de arena removida, Aibori se arrodilló.
Sus brazos vendados, aún temblorosos, se aferraban a un pequeño cuerpo envuelto en lino.
Su hijo. Su pequeño guerrero. Su todo.

No había llanto en su rostro, solo una expresión esculpida de piedra fría y dura. Era madre sí, pero antes de eso, era guerrera. Y las amazonas no lloran, resisten siempre. Firmes, fuertes, recias. Pero por dentro se rompía, una grieta silenciosa que la atravesaba desde el alma.
El viento agitaba sus trenzas, el sudor y la lluvia confundidos en su piel oscura.
Con lentitud, apoyó la frente sobre el cuerpo del niño, y le susurró sin voz algo que solo una madre puede entender. Un último canto, una promesa muda. Luego, sin lágrimas, tomó un puñado de arena y lo dejó caer sobre el pequeño cuerpo sin vida.

Uno.
Dos.
Tres puñados.
Cada uno más lento que el anterior.

Cerró los ojos. Y sintió como a su alrededor, las demás amazonas se arrodillaban también, golpeando sus pechos con el puño derecho, entonando un rugido grave, contenido, que se confundía con el sonido del tambor. Estaban lejos, pero de algún modo presentes.
No había lugar para el lamento en su mundo, tan solo por el respeto.

Yara, llorando como un río desbocado, se acercó y le sujetó el hombro con firmeza. No dijo nada, tan solo se quedó a su lado. Haciéndole saber que no estaba sola. Un homenaje a la madre que seguía viva, a la guerrera que no se rendía.

Aibori permaneció quieta un largo rato, la mirada clavada en la tierra recién removida.
Luego se incorporó, erguida, poderosa, pero con la mirada vacía de quien ha dejado atrás una parte de sí misma. Grace la observó en silencio, y sin decir palabra alguna, la abrazó.

Fue un gesto breve, pero lleno de significado.
Porque en el lenguaje de la perdida, los abrazos valen más que los rezos.

La música siguió sonando, hasta que el último cuerpo fue cubierto por la arena. Y cuando el viento se llevó las últimas notas, solo quedó el murmullo del mar. El mismo que arropa, el mismo que reclama, el mismo que calla. La vida y la muerte, fundidas una vez más bajo el mismo cielo.

Y sobre aquella playa, donde la sangre y la sal se mezclaban, el mundo volvió a guardar silencio.
Un silencio que no era vacío, sino paz.

La paz de los que entienden que, al final, todos regresan al mismo lugar.
A la tierra. Al mar. A la muerte.

La noche cayó lenta, densa como una manta húmeda sobre la playa.
Las hogueras rompían la oscuridad, pequeños faros de vida en medio de un cementerio de madera y acero. El fuego chispeaba, proyectando sombras danzantes sobre los rostros curtidos de los supervivientes.

No había canciones esta vez, ni risas desbordadas, ni peleas por orgullo. Solo el murmullo grave de las olas y las voces cansadas de los que contaban historias, recordando a los que ya no podían hacerlo. Algunos trabajaban aún sin descanso, con las manos negras de hollín, martillando, remachando, cosiendo velas rasgadas. Querían devolver a sus barcos el alma que la batalla les había arrancado. Otros, sentados en torno a las llamas, bebían sin prisa.
No para olvidar, sino para brindar. Por los caídos, por los hermanos, por los fantasmas que seguían allí entre ellos, sonriendo en silencio.

En una de las hogueras, apartada del bullicio, Grace, el Perro, Drake, Bishnu, Diego, Vihaan, y unos pocos más compartían el calor del fuego. Las chispas subían al cielo como almas diminutas buscando su sitio entre las estrellas. Drake rompió el silencio con esa media sonrisa que siempre llevaba colgada del rostro, como si la tristeza le pareciera una broma que no acababa de entender del todo.
  • Así que el viejo Gregor ha vuelto al mar… - dijo, mirando el horizonte oscuro - Supongo que al final tuvo la muerte que merecía. El mar siempre reclama a los suyos, aunque se escondan tierra adentro.
Grace lo observó, con la botella de ron en las manos. El fuego iluminaba su rostro, cansado pero firme.
  • ¿Y tú? - preguntó con voz suave, ofreciéndole de beber - ¿Qué va a ser del Cuervo ahora que no tiene nido?
Drake aceptó la botella, la giró entre los dedos, observando cómo la luz bailaba sobre el líquido oscuro.
  • No lo sé, capitana - bebió un trago largo y se limpió la boca con el dorso de la mano - Quizás es momento de dejar que el Cuervo muera también.
  • ¿Y resucitar como qué? - preguntó el Perro, con una ceja alzada.
Drake sonrió, esa sonrisa suya de quien no promete nada y al mismo tiempo lo promete todo.
  • Como Bartholomew, supongo. Un nombre como cualquier otro, un hombre sin velas ni mástil, sin timón que guiar y sin tripulación que perder. Solo un hombre, con eso me basta.
  • Un hombre libre - sonrió Diego.
  • Sí… libre… eso es - le contestó Drake alzando la botella.
Grace apoyó el codo sobre la rodilla, inclinándose un poco hacia él.
  • Podrías unirte a nosotros - dijo casi en un susurro - Hay espacio de sobra para otro loco a bordo.
Drake soltó una carcajada ronca.
  • ¿Y compartir camarote con un místico que controla el mar, un sabio que habla con el viento, y un perro que ladra más de lo que bebe? - miró alrededor con gesto teatral - Suena a condena…
  • No voy a negarlo - rió Grace - pero debes reconocer que es una condena divertida.
El Perro bufó entre risas, alzando su copa.
  • Créeme Cuervo, peor sería quedarse solo.
  • Eso dicen todos los que aún no han probado la soledad. Es adictiva, es peligrosa ¿sabes? Una vez que te das cuenta de cuánta paz hay en ella, no quieres lidiar con la gente - respondió Drake, aunque su voz se volvió más baja, más sincera.
El inglés le acercó la botella para que el capitán pudiera beber. El Perro asintió agradecido y lo miró profundamente. Esa mirada que parecía atravesar la piel, como si pudiera ver su alma desnuda.
  • Marcar la distancias para no ser herido, equivale a marcar las distancias para no ser amado. Y al final… ¿de qué sirve morir ileso?
  • Touché… - rió Drake levantando el ala de su sombrero - quizás tengas razón, viejo. Quizás sea hora de dejar de volar solo.
De repente, el Cuervo se volvió hacia Diego, que observaba el fuego en silencio, con los ojos perdidos en un punto más allá de las llamas. A su lado, Bishnu permanecía sereno, la túnica mecida por una brisa que no soplaba para nadie más. Drake lo recordó al instante, aunque la batalla había sido intensa, había visto el poder de Bishnu en plena acción.
  • ¿Y tú, maestro del aire? - dijo con tono burlón - ¿Cómo consigues hacer eso?
Bishnu sonrió apenas, y alzó la palma abierta frente al fuego.
Una pequeña corriente de aire giró sobre su mano, haciendo que las llamas se doblaran y dibujaran un círculo perfecto antes de enderezarse.
  • El viento nunca deja de hablar - respondió el viejo sabio - Solo hace falta aprender a escucharlo…
El Perro abrió mucho los ojos, divertido.
  • ¿Y tú… sabías esto? - le preguntó Drake.
  • Claro que lo sabía - respondió el capitán, fingiendo ofensa - Lo que no sabía es que el aire tuviera tan mala leche.
Todos rieron, incluso Bishnu, cuya carcajada sonó como un eco cálido entre el murmullo del mar.
Grace aprovechó el momento para tomar la palabra. Su voz se suavizó, aunque en ella había determinación.
  • Los cinco elementos… - empezó - Fuego, agua, tierra, aire… y el quinto. El Éter.
El Cuervo la miró, ladeando la cabeza.
  • ¿Y qué demonios es eso?
  • El último regalo de los dioses - respondió Grace - Lo que mantiene unido todo lo demás. Lo que da forma al alma y al destino.
  • Y vamos tras él - añadió Vihaan con voz grave - Al este. Más allá de todo lo conocido.
Drake alzó una ceja.
  • ¿El último regalo de los dioses? - repitió, medio divertido, medio incrédulo - Ya sabéis lo que dicen: cuando los dioses dan algo, es porque quieren verlo arder después.
  • Entonces tendremos que arder con estilo - replicó Grace, apenas sonriendo.
  • No entiendo nada…
El Perro le devolvió la botella, riendo a carcajadas.
  • Puedes irte acostumbrando, amigo…
Las risas se mezclaron con el crepitar del fuego. Por un instante, entre el cansancio, la tristeza y las cicatrices, la playa pareció un hogar improvisado. El Cuervo, el Perro, la Víbora, el Sabio, el Errante y el Astrónomo. Todos distintos, pero unidos por la misma brisa que movía las llamas y arrastraba hacia el mar las últimas cenizas del día.

Drake se inclinó hacia el fuego, contemplando las brasas.
  • Entonces… ¿cuál es vuestro propósito?
  • Esa es una historia larga de contar… - contestó Diego, acariciando el Èkó con ternura.
  • Tengo tiempo, español…
Grace miró un largo rato a De la Vega. Seguía siendo el mismo hombre, pero solo por fuera. Algo había cambiado en él: sus ojos brillaban con una luz que no pertenecía a este mundo, como si hubiese mirado más allá del fin. Cuando habló, su voz fue un vaivén manso, sereno, como las olas infinitas del mar.
  • Los dioses entregaron cinco regalos a sus hijos, como muestra de buena voluntad. Pensaron que seríamos lo bastante sabios para usarlos con benevolencia. Pero… se equivocaron.
  • El ser humano es malvado - susurró Drake, sin ironía, con respeto. Sabía que el español era mucho más que un simple capitán. Era el hombre que había vencido al Rey Negro. Y lo había logrado sin empuñar tan siquiera un arma.
  • El ser humano es bueno por naturaleza - lo corrigió Diego, con cierta severidad - Pero es débil ante sus deseos. Insensato con el poder. Egoísta cuando siente la ambición arder en su pecho. Por eso luchamos, Cuervo. No para poseer los dones, sino para que nadie más los corrompa. Para que el poder de los dioses no vuelva a esclavizar a los hombres.
Vihaan asintió.
  • Hemos cruzado océanos - dijo - derrotado imperios y desafiado la muerte por ese propósito. Solo nos queda uno… el más importante de todos.
Grace abrió su zurrón y le mostró el Vodrial Shardeth.
  • Este es el hallador de destinos - dijo - Una brújula mística que muestra el camino hacia lo que tu corazón ansía. El poder del rumbo. El fuego que ilumina. El centro.
Vihaan tomó entre sus manos el Bandr Fylkis, el ámbar iluminado sobre su pecho.
  • El lazo del clan. Un collar sagrado que nos mantiene unidos como una sola alma. La estabilidad de la tierra. El norte.
  • Y este… - añadió Bishnu con una sonrisa suave - es el Mulakaboko. El que camina todos los caminos. Un bastón bendecido con la fuerza del viento. La libertad. El aire. El sur.
Drake los observó en silencio. Todo en su interior le decía que estaba bebiendo con lunáticos… pero también que esos locos decían la verdad.
  • Entonces… - dijo, señalando la concha que colgaba del cuello de Diego - tú llevas el poder del mar.
  • El Èkó Yemayá - susurró Diego - La corneta de la diosa marina que revela los secretos del océano. El agua. El oeste.
Grace sonrió al ver el gesto del Cuervo: por primera vez, su sonrisa pretenciosa había desaparecido por completo.
  • ¿Crees que estamos locos, verdad?
  • En parte sí - admitió él, encogiéndose de hombros - Pero lo que he visto hoy con mis propios ojos en el campo de batalla… eso no lo puede negar ningún hombre cuerdo.
  • ¿Entonces?
  • Bueno… - murmuró, recostándose sobre la arena - supongo que no está tan mal tener un nuevo rumbo. Además… aunque me llamen Cuervo, soy más bien un gato. ¿Entendéis lo que digo, verdad?
Las risas volvieron, suaves, sinceras. Durante un momento, la guerra pareció lejana.
Entonces Drake habló, con tono más grave:
  • Solo quiero saber una cosa más…
  • ¿Cuál? - preguntó Grace.
  • ¿Por qué? - soltó rápidamente - Vuestro motivo, capitana. No solo el tuyo, sino el de todos. ¿Qué haréis cuando tengáis el poder celestial en vuestras manos?
Diego acercó las palmas al fuego. Las llamas se reflejaron en sus ojos cansados.
  • Ya te lo dije, inglés… protegerlos.
  • ¿De quién? - insistió Drake.
  • Del mundo… - respondió Vihaan - Debemos evitar que el poder caiga en malas manos.
  • Sí, eso lo entiendo… - dijo el Cuervo, bajando la voz - Pero ¿cómo sé que vosotros sois las manos correctas? He pasado media vida siguiendo a un hombre malvado… no quiero cometer el mismo error una segunda vez.
El fuego crepitó entre ellos. Diego lo miró largo rato antes de responder. Cuando habló, su voz era baja, pero firme.
  • No lo puedes saber - dijo finalmente - Nadie lo sabrá nunca. La historia está llena de hombres que creyeron luchar por lo correcto. Algunos lo hicieron. Otros solo lo intentaron.
Tomó un sorbo de ron y continuó:
  • La diferencia, Cuervo, es que nosotros no buscamos gloria ni poder. Buscamos libertad. No somos santos ni héroes, solo almas que tratan de reparar el daño que los dioses dejaron en este mundo. - Le sostuvo la mirada, fija, penetrante - No te pedimos fe. Solo que camines con nosotros hasta que decidas si merecemos tu confianza. Si al final descubres que no… entonces márchate. Pero si ves lo que nosotros hemos visto, si llegas a sentir lo que hemos sentido, sabrás que no luchamos por nosotros… sino por todos.
Drake lo observó en silencio. Luego asintió despacio, casi con respeto.
  • Tienes la lengua de un poeta y la mirada de un hombre cansado, español.
  • Y tú el corazón de alguien que aún no ha olvidado quién fue - replicó Diego, tendiéndole la botella.
El Cuervo la tomó, y brindó sin palabras.
Las llamas bailaron ante sus rostros, y el mar, silencioso, pareció escuchar.
  • No me arrepiento de nada, todo lo que hice… lo bueno y malo, me ha llevado hasta aquí. No busco redención - dijo Drake, bebiendo un trago largo - No la merezco.
  • No es decisión tuya, capitán - replicó el Perro - El de arriba se ocupará de eso.
Drake sonrió apenas, con aquella mezcla de cinismo y melancolía que lo hacía único.
  • No me preocupa ni lo más mínimo lo que le suceda a mi alma, pues ya estaré muerto. Solo deseo irme de este mundo con la cabeza alta. Orgulloso de haber servido a una buena causa.
Grace se acercó a las llamas. El fuego se reflejaba en sus ojos con la misma intensidad que ardía en su interior. Sabía que con el Cuervo de su lado serían casi invencibles. No lo necesitaba, pero lo quería cerca. Porque había hombres que, aunque fueran un riesgo, valían más tenerlos como aliados que como sombras.
  • Dime, Bartholomew Drake… - susurró - ¿temes a la muerte?
Drake se incorporó despacio. Las llamas dibujaban en su rostro cicatrices antiguas, recuerdos de un pasado que no dejaba de sangrar. Le sostuvo la mirada, firme, sin apartarse ni un instante.
  • No la temo, capitana. Jamás la he temido.
  • Si es así… - dijo Grace con una leve sonrisa - eres bienvenido.
El viento del mar sopló entre ellos, levantando las brasas como un puñado de luciérnagas fugaces. El ron siguió pasando de mano en mano, y las olas lamían la orilla como si quisieran bendecir a los vivos en nombre de los muertos. El cielo, despejado al fin, se llenó de estrellas. Brillaban como los ojos de los caídos, vigilantes, satisfechos de ver que su sacrificio no había sido en vano.

Drake alzó la vista hacia el firmamento. Por primera vez en mucho tiempo, no vio solo oscuridad.
Quizá aún quedaba algo por lo que valía la pena morir. O incluso vivir.
Había pasado media vida sirviendo a reyes, piratas y fantasmas de su propio pasado, pero aquella noche comprendió que su último viaje no sería una huida, sino una elección. Por primera vez, el Cuervo del Caribe alzaba el vuelo no por oro, ni gloria, ni venganza… sino por fe.

Fe en ellos. En él mismo. En la posibilidad de que, tal vez, el mundo aún pudiera ser salvado.
Bishnu, que había permanecido en silencio, se puso en pie y observó el horizonte.
  • El viento sopla del este - dijo con voz profunda - Y cuando el viento cambia, los destinos cambian con él.
Grace lo miró, comprendiendo el mensaje sin necesidad de palabras.
El Éter los llamaba.

Aquel sería el último viaje.
No uno más entre tantos, sino el definitivo. El que separa la historia de la leyenda.
Los hombres y mujeres que esa noche bebían alrededor del fuego no lo sabían con certeza, pero todos lo intuían. Había un cansancio antiguo en sus gestos, una calma que solo llega cuando el cuerpo entiende que no habrá retorno.

Habían navegado durante meses siguiendo causas ajenas, ideales que se deshacían con el amanecer, y ahora, por primera vez, sentían que todo lo vivido, la sangre, el dolor, los juramentos rotos, los había traído hasta allí, hasta ese instante en el que el mar se abría ante ellos como una sentencia.

El último viaje no siempre es el más largo, pero sí el más verdadero.
Y frente a ellos, aguardaba el Este. Asia.
La gran desconocida.

El territorio donde terminaban las certezas del mundo y comenzaban las historias que los marineros contaban con voz temblorosa. Había quien decía que en las costas de China los dragones aún dormían bajo los templos, respirando con el rumor del monzón. Que los sabios de los montes Huangshan conocían el nombre secreto del viento, y que en los mercados de Cantón se vendían objetos caídos del cielo, reliquias de dioses olvidados.

Pero también decían que el hombre había aprendido a dominar esos misterios: que los almirantes del Imperio Celeste disponían de armas que podían incendiar una flota entera, y que el poder de las Compañías de las Indias Orientales se extendía como una sombra, comprando reinos, levantando imperios, arruinando pueblos enteros por una especia o un puerto.
En aquel mundo de jade y humo, el dinero y el espíritu se confundían.
Los templos y los cañones respondían a las mismas manos.

Los monjes comerciaban con secretos, y los mercaderes rezaban a los dioses por fortuna.
Y hacia ese mundo, sin aliados, sin bandera y con medio planeta queriendo verlos muertos, se disponían a navegar.

Las potencias europeas los habían marcado como enemigos de la Corona y del orden. Los mares estaban plagados de cazadores, corsarios y flotas armadas. En los puertos se pagaban recompensas por su captura, y en los salones de Londres, Lisboa y Ámsterdam, su nombre era sinónimo de herejía y amenaza.

Pero ninguno de ellos retrocedió.
Porque la libertad que buscaban ya no pertenecía a ningún mapa ni a ningún rey: era algo más antiguo, más puro.
Una llama que solo arde en quienes aceptan morir por lo que creen.

Sabían que muchos no regresarían. Que algunos barcos se perderían en las tormentas del Índico o entre las sombras del mar de la China Meridional. Pero también sabían que la historia no recordaba a los prudentes.
Y así, bajo aquel cielo inmenso donde las estrellas parecían vigilar desde un tiempo anterior al hombre, los cuatro capitanes guardaron silencio.

El fuego crepitaba.
El ron ardía en sus gargantas.
El mar susurraba nombres que solo ellos podían entender.

El Este los aguardaba.
Allí donde lo divino y lo mortal se confunden, donde las viejas profecías de los dioses volverían a cumplirse.

El Éter los llamaba, sí.
Pero no para salvarlos… sino para probarlos.

Continuará…
 
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