Ron_Artest
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Capítulo 56 - La Batalla de las Ocho Banderas: Parte 2 - Muerte sobre la arena
El Red Viper, el Errante y el Madra Ifrinn se acercaron a la isla indicada por el Cuervo con la urgencia de un sueño que no se olvida. La pequeña tierra emergía del mar como un espejismo: una playa circular de arena blanca y perlada, brillante bajo el sol del Caribe, con su centro dominado por la vegetación típica de la región, palmeras inclinadas por la brisa, arbustos densos y lianas colgando de los árboles. No había rastro de vida humana; tan solo el murmullo del mar rompiendo contra la costa, el cielo despejado y un islote aislado, efímero, como la vida misma, que el tiempo y las mareas acabarían reclamando algún día.
Los tres barcos atracaron con cuidado, enviando pequeñas lanchas y botes para acercar a los hombres a la arena. La tripulación bajó con rapidez, atenta y silenciosa, cada paso medido, consciente de que, aunque la isla pareciera un refugio, la guerra no había terminado. En la lejanía todavía se escuchaban los cañonazos y los gritos de guerra: la Mano Negra seguía combatiendo, desbordada por la reciente amenaza del que hasta ahora había sido un aliado, presa de una confusión que les llevaba a enfrentarse entre ellos.
Grace, Diego y el Perro recorrieron la playa y comenzaron a organizar la defensa. Ordenaron a sus hombres montar guardias estratégicas entre la vegetación y a lo largo de la arena. Repararon desperfectos en los barcos, reforzaron las bordas con tablones improvisados, aseguraron cañones y armas. Los muertos fueron bajados con cuidado, envueltos en mantas o cubiertos con redes, y depositados sobre la arena con respeto; no hubo holgazanería, ni un suspiro fuera de lugar. Cada miembro de la alianza sabía que la tregua era temporal y que cualquier descuido podía costarles la vida.
Los tres capitanes se acercaron a la orilla, mirando al horizonte, donde el humo se levantaba como fantasmas de acero y fuego. Grace abrió su zurrón y, con cuidado, sacó la concha de Yemayá. La sostuvo unos segundos entre sus manos, escuchando el canto hermoso de sirena que parecía emanar de su interior, un murmullo antiguo que tranquilizaba y al mismo tiempo llenaba de fuerza. Luego, con un gesto solemne, se la entregó a Diego, sabiendo que aquel poder le pertenecía a él.
El español cerró los ojos y la sostuvo con reverencia. El océano reaccionó: el agua cercana se calmó de forma casi imperceptible, pequeñas olas rodando suavemente hacia la playa, reflejando la luz del sol como si el mar mismo reconociera la concha y la bendijera. Un viento cálido y húmedo recorrió la arena, moviendo las palmeras y acariciando las velas de los barcos, como si la naturaleza aprobara la decisión de su portador. Un instante de calma en medio del caos, un respiro sagrado que daba fuerzas para lo que estaba por venir.
En el mar sangriento el Ojo del Cuervo resistía los despiadados cañonazos de los que alguna vez fueron sus aliados. El mar hervía a su alrededor, levantando espuma y metralla mientras el barco de Drake bailaba sobre las olas como una sombra viva. Grace apretó los puños, con los ojos fijos en aquella pequeña figura que, pese a toda la desventaja, seguía desafiando al mismísimo Rey Negro.
Era pura astucia. Golpeaba, desaparecía y volvía a atacar. Como un depredador minúsculo en un océano de gigantes.
El español seguía junto a la orilla, con la concha de Yemayá entre las manos. Los ojos cerrados, la respiración lenta, casi ausente. Una sonrisa serena curvaba sus labios, como si estuviera escuchando algo que nadie más podía oír: los secretos del mar, el murmullo de las corrientes, el canto dormido de una diosa antigua.
Diego flotaba entre el sueño y la vigilia, envuelto en una calma imposible mientras el mundo ardía a su alrededor. Las olas parecían acompasarse a su respiración, cada vaivén más lento, más profundo. El aire olía distinto, cargado de sal y electricidad. Algo estaba despertando en las profundidades del mar.
La capitana lo comprendió al instante.
El Vodrial Shardeth marcaba el rumbo de los que estaban perdidos. El Bandr Fylkis mantenía unidas sus almas, como si el destino las hubiera trenzado en una sola cuerda. El Mulakaboko les concedía el don del viento, la libertad de surcar los cielos y los mares sin rendir cuentas a nadie.
Y ahora, en las manos de Diego, el Èkó de Yemayá latía como un corazón antiguo: el espíritu del océano mismo.
De la Vega la sostenía con reverencia, delicadamente. No era un trozo de coral cualquiera. Era una reliquia viva, una extensión de la diosa del mar, forjada en las profundidades donde la luz muere y nacen los sueños. Su superficie brillaba con reflejos azules y verdes, como si dentro de ella nadaran olas en miniatura. Cuando Diego se la acercó al pecho, un sonido se escapó de su interior: un murmullo, un suspiro, una voz femenina que parecía venir de todos los océanos del mundo al mismo tiempo.
El aire cambió. El mar dejó de rugir por un instante, y todos los presentes sintieron una presión en el pecho, como si una fuerza inmensa los observara desde las profundidades. Diego abrió los ojos. Y ya no eran los mismos, no eran los de un hombre. En ellos se reflejaban los abismos: mares sin fin, corrientes ancestrales, tormentas que habían devorado imperios enteros.
La concha respondió a su despertar.
Las aguas comenzaron a moverse, primero como un suave temblor y luego con la furia de un corazón liberado. Corrientes imposibles se arremolinaron alrededor del Red Viper, del Errante y del Madra Ifrinn, levantando olas altas como murallas. Pero no atacaban, los protegían, formando un círculo líquido que los envolvía.
El mar se agitó con violencia divina.
Las olas se elevaron bajo el Ojo del Cuervo, empujando el barco de Drake con una fuerza sobrenatural que lo sacó del alcance de los cañones enemigos.
Luego, la corriente giró en espiral, creando una barrera líquida que frenó el avance del Rey Negro y del Predicador. El agua se convirtió en una muralla, una barrera imposible, una tempestad que obedecía solo a Diego, al elegido de Yemayá.
Grace lo miró sin pestañear, con el rostro salpicado de sal y lágrimas. Sabía que aquel poder no era humano, y que cada segundo que Diego sostenía la concha, una parte de él se perdía en el océano. Pero no lo detuvo. Nadie lo hizo. Porque todos entendían que ese era el precio que los héroes pagan cuando desafían a los dioses.
El mar…
La madre y la tumba.
La caricia y la garra.
El mar era la madre que sostenía con brazos firmes a sus hijos, cuna eterna donde nacía la esperanza. Era el espejo azul que ofrecía alimento al hambriento y caminos a los soñadores. Pero también era la amante cruel que devoraba a los suyos cuando la calma se convertía en cólera. En su pecho se gestaban las tormentas, en su vientre se enterraban los que osaron desafiarla.
Misericordiosa al amanecer, despiadada al caer la noche. Así era el mar: la dualidad hecha agua, ternura y furia en un mismo aliento. Y esa furia, ese amor desbocado, cayó sobre la Corona Rota y el Lamento como el juicio de los dioses.
El océano rugió, elevándose hasta los cielos. Una ola gigantesca, alta como una montaña, cargada de espuma, sal y venganza; se alzó desde las profundidades. Su sombra oscureció el sol y, con un rugido que partió el aire, azotó los cascos enemigos.
Los mástiles crujieron como huesos rotos.
Los hombres gritaron antes de ser tragados por la marea.
Algunos lucharon, otros fueron arrancados de cubierta, devorados por la corriente que los arrastró al abismo. Los cuerpos se perdieron sin nombre ni tumba, fundiéndose con las tinieblas del fondo marino. El mar los llamó hijos y luego los tomó de vuelta.
La ola empujó los dos navíos malditos contra la costa.
El Lamento chirrió al encallar, su madera astillada y negra sangrando brea, mientras la Corona Rota se alzó un instante antes de partirse por la mitad, lanzando hombres, armas y restos de madera sobre la arena perlada del islote.
El aire olía a pólvora, a sal, a fin del mundo.
Diego los miró desde la distancia.
Ya no sonreía.
Su rostro era una máscara endurecida por la ira. La concha de Yemayá brillaba en su puño como un pedazo de luna rota, y en su mirada había dejado de habitar el hombre. Solo quedaba la voluntad del mar. El deseo de destruir. De borrar del mapa todo aquello que osara desafiarlo.
Grace sintió el miedo recorrerle la espina dorsal. Supo entonces que el desenlace de aquella guerra no sería sobre el agua, sino sobre la arena. El mar los había llevado hasta allí para decidir quién merecía seguir respirando.
Los nórdicos, en primera línea, se alinearon hombro con hombro, escudos en alto, una larga fila de mosquetes listos para escupir metralla a sus espaldas. Yrsa avanzó entre ellos, gigantesca, golpeando sus pechos con el puño cerrado, gritando en la lengua antigua de los jarls, palabras que ardían como fuego en los corazones.
MacFarlane y los suyos tomaron posición, la música de las gaitas resonando, los tambores palpitando como un corazón desbocado.
Cortés, Aibori, Bhagirath, Bum-Bum, Vihaan, Halcón, Yara, Akuma, Shinrei… todos estaban allí.
Heridos, cansados, rotos, pero todos de pie.
Un muro de carne y voluntad.
Una muralla humana forjada por la muerte y el coraje.
El Perro levantó su bastón y ladró, un rugido animal que encendió el alma de sus cachorros.
Los del Errante se unieron sin dudar, hombro a hombro con los demás, porque ya no había barcos, ni banderas, ni patria. Solo una causa primitiva: sobrevivir.
Grace caminó despacio enfrente de ellos, marcando sus pasos sobre la arena. Cada huella era una promesa, una advertencia al destino. Su mirada ardía cuando se cruzó con la del holandés.
Ren temblaba, los labios apretados, el mosquete trémulo entre sus dedos.
No era un guerrero, jamás lo sería. Su alma estaba hecha de otra materia, débil y temerosa.
Grace lo miró un instante, y algo dentro de ella se suavizó.
Sintió lástima, sí… pero también orgullo.
Porque el valor no siempre vive en la espada levantada con firmeza, sino en los que, aun temblando, se quedan cuando todos los demás huirían. El valor del que sabe que va a morir y no rehuye a su fatal destino. Si no que lo enfrenta de cara, temeroso sí, pero sin albergar duda alguna.
El viento trajo consigo el rugido del mar, los cañonazos lejanos, y el olor metálico de la sangre próxima. El final se acercaba. Y sobre aquella arena bendita y maldita, los hijos del océano se preparaban para escribir su último canto.
El cielo se cerró sobre ellos como una herida. Como un presagio enviado desde los cielos.
Nubes negras devoraron la luz, y el trueno rugió con la furia de mil cañones.
El mar se alzaba detrás, enfurecido, golpeando con dientes de espuma, queriendo reclamar lo que aún quedaba en pie. Frente a ellos, sobre la arena mojada, avanzaba el enemigo: una marea de acero, carne y odio.
Los estandartes desgarrados del Rey Negro y el Predicador, ondeaban entre relámpagos, y su rugido colectivo era el mismo eco del infierno.
Grace se detuvo frente a sus hombres, frente a sus hermanos de armas.
El viento le arrancaba el cabello del rostro, su melena rojiza ardiendo bajo los destellos del cielo.
Sus botas se hundieron en la arena húmeda, y el peso del mundo pareció caerle sobre los hombros.
Pero no se inclinó.
No retrocedió.
Respiró hondo y levantó la cabeza.
Siempre orgullosa. Siempre dispuesta a luchar.
La lluvia empezó a caer, fría, cortante, lavando la sangre seca de su rostro.
Y entonces habló.
El viento empujó su voz, haciéndola eterna.
MacFarlane lanzó un grito salvaje, y los tambores comenzaron a retumbar como un corazón desbocado. Yrsa alzó su martillo al cielo, y los nórdicos la siguieron con un clamor que hizo temblar la arena.
Grace dio un paso al frente, la espada apuntando al horizonte, su mirada de fuego fija en el enemigo.
El mar se estrelló contra la costa, levantando una bruma salada que envolvió a las tropas.
El enemigo ya estaba cerca. Se oían los tambores del Rey Negro, lentos, implacables.
Grace respiró hondo, alzó su espada una vez más, y gritó con toda la furia de su alma:
Mosquetes se cargaron, hachas se alzaron, corazones se encendieron.
Un trueno estalló en el cielo justo cuando el enemigo comenzó su carga.
Y sobre la arena de aquel islote maldito, nació una tormenta de carne, acero y libertad.
El estruendo del impacto fue inmediato, brutal, casi divino.
El choque de los dos ejércitos sacudió la tierra como si los propios cimientos del mundo se quebraran. Los aceros se encontraron con los escudos, los cuerpos con la furia, y el aire se llenó de un rugido inhumano, una sinfonía de metal, carne y resistencia.
La arena blanca se tornó roja bajo los pies de los combatientes.
Las olas rompían contra la orilla, como si el mar mismo participara en la batalla, clamando sangre y gloria. Los hombres de Grace, Diego y el Perro aguantaban. Los escudos, empapados de sal y sudor, crujían bajo el impacto del enemigo. Las lanzas del Rey Negro y el Predicador se estrellaban una y otra vez contra aquella muralla de madera y voluntad, haciendo temblar los brazos, los dientes, el alma.
El olor del azufre y la pólvora lo impregnaba todo: los mosquetes escupían humo sin descanso, abriendo brechas en la primera línea enemiga, borrando rostros en explosiones de fuego y plomo.
Los gritos eran el único lenguaje posible.
En medio de aquel infierno, el Perro cruzaba la primera línea de defensa desde la retaguardia.
Su andar era el de una bestia criada entre truenos, su voz un rugido desatado. Andaba como si ese fuese su hogar, como si hubiera nacido para estar ahí, en ese justo momento. Listo para abrazar al caos, sin dudar, sin retroceder ni un paso.
Empujaba con su bastón a los que flaqueaban, devolviéndolos a la línea con una sola mirada.
El estruendo del acero no lo acallaba; al contrario, su voz se elevó por encima de la batalla, poderosa, imposible, una voz de otra era. Y entonces gritó, su canto de guerra desafiando a la misma muerte. Abrazándola como a una hermana.
El muro de escudos vibró con nueva fuerza, los cuerpos empujando con furia.
Pero el enemigo era implacable, una marea negra que no conocía el miedo.
Un escudo se rompió, otro se inclinó, y de pronto un hueco se abrió en la línea.
Gritos de pánico, de rabia.
Dos devotos del Rey Negro se colaron por el agujero, arrastrando consigo la muerte.
Uno cayó sobre un errante, clavándole el cuchillo entre las costillas. El otro arremetió a ciegas, gritando plegarias a un dios podrido.
No duraron ni un segundo en pié.
Yara cayó sobre ellos como un vendaval, sus pistolas destellando entre el humo.
El primero apenas tuvo tiempo de girarse antes de ser agujerado por la pólvora.
El segundo intentó retroceder, pero Bhagirath lo atrapó por el cuello, sus ojos iluminados por una furia ancestral. El aire a su alrededor vibró, y el cuerpo del enemigo se retorció como si el mar lo estrangulara desde dentro.
Cuando lo soltó, ya no era más que un amasijo de carne y arena.
El muro volvió a cerrarse con un golpe seco. Los escudos se alzaron otra vez, y la línea se mantuvo firme. El choque continuó, interminable, un pulso entre la vida y la muerte. Las olas rugían detrás, el cielo estallaba en truenos, y en el centro de aquella tormenta, resistían.
Sus cuerpos eran acero. Su fe, fuego. Y sus gritos, la voz misma de la tormenta.
La marea de la Mano Negra no conocía cansancio: hombres nuevos ocupaban los huecos de los muertos como si fueran olas sucesivas, empujando con la terquedad del hambre. Por cada cuerpo que caía sin vida sobre la arena, otro tomaba su lugar, y la embestida no mostraba fin. Los escudos crujían bajo impactos que parecían venir de las entrañas del infierno, temblaban hasta la empuñadura y la madera, que por fuerte que fuera, se astillaba con la misma rapidez con la que se clavaban las espadas en la carne. Cada respiración era un esfuerzo, cada abrazo del hierro una promesa de dolor. Todos sabían que la pared terminaría por ceder: los brazos eran fuertes, curtidos en mil temporales, pero la fatiga mordía ya los tendones y los huesos.
Desde la retaguardia, sobre escudos que subían y bajaban como un pecho agitado, alzados por un grupo de hombres; Aibori, Caitlin y una errante tensaban y aflojaban los arcos sin cesar. Sus flechas rompían el humo con un silbido frío, clavándose en hombros y costados para ganar tiempo, pero las filas enemigas se reconstituían sin tregua. Entonces Aibori lo vio avanzar entre sus devotos: Silas Grimm, arrastrando una cadena que hablaba de dolor y tortura, y en su extremo una bola de metal espetada de espinas como una noche negra hecha hierro. El perfil del predicador cortaba la penumbra y, a su paso, el suelo parecía inclinarse hacia la muerte.
Algo brotó dentro de Aibori que la ley amazona no pudo contener. Sintió el abrazo perdido de su hijo, sus ojos llenos de ilusión ahora apagados. La garganta de la madre se atragantó, la rabia invadiendo cada recoveco de sus venas. Dejó el arco caer sobre la arena, saltó del escudo, clavado una rodilla en el suelo, bajó la cabeza un instante para exigir permiso a la diosa, y luego desenvainó sus dos espadas cortas como quien despierta a dos bestias. Susurró una plegaria en la lengua de sus ancestros, palabras afiladas como un conjuro, y en un único latido se lanzó hacía la muerte.
Sabía lo que le esperaba más allá de las defensas, comprendía el error que cometía al hacer semejante estupidez. Pero ya nada le importaba. Avanzó rompiendo la primera línea, una bestia herida que no buscaba huir sino sacrificarse; las lanzas la rozaron, la sangre le llenó la piel, pero cada tajo abría camino como si la arena misma se apartara para ella. Nadie tuvo tiempo de detenerla: la llama que ardía en su corazón no admitía vuelta atrás.
Cuando la vio correr, Grace no pudo sino elevar la voz hasta romperse.
Desde el otro extremo de la playa, entre el humo y las astillas, el Rey Negro observaba el caos con el rostro cubierto de hollín y furia. Sus ojos eran dos brasas encendidas bajo el casco roto de su navío, la mirada de un dios caído que todavía se negaba a aceptar la derrota.
Detrás de él, los restos humeantes de la Corona Rota, partida en dos mitades sobre los arrecifes, gemían con el viento. Aunque ya no quedara nada, aún quedaban cañones. Se alzaban torcidos, ennegrecidos, pero vivos. El Rey levantó la espada, y con una voz grave, ronca, que se confundía con el trueno, ordenó fuego.
Los artilleros, manchados de sangre y pólvora, obedecieron.
Los cañones rugieron como una bestia marina herida.
El suelo tembló. Las bolas de hierro cruzaron la playa dejando tras de sí estelas ardientes, reventando cuerpos, lanzando miembros desmembrados al aire como muñecos rotos. No distinguían entre aliados o enemigos; todos eran la misma carne ante la voluntad del Rey Negro.
Los gritos se mezclaron con el estallido de la arena.
En medio del infierno, Bum-Bum seguía disparando su tirachinas con la misma determinación que si fuese un cañón. Golpeaba, recargaba, maldecía y volvía a golpear. Su pequeño cuerpo se movía entre las piernas de los gigantes, ágil como un mono, gritando cada vez que acertaba.
Pero entonces lo vio. Una bola de cañón, tan negra como la noche, venía directa hacia él.
El tiempo pareció detenerse. La arena se levantó en cámara lenta. El niño no alcanzó a moverse.
Y de repente, Ren apareció.
El niño se levantó, con los ojos desorbitados, temblando.
A su lado, Yara y las Akumas luchaban como posesas. Las tres eran sombras enloquecidas en medio del vendaval. Sus movimientos eran tan rápidos que la vista apenas los alcanzaba: sangre, acero y gritos. Yara con los ojos encendidos por la fiebre del trance, recitando entre dientes oraciones que ya no pertenecían a este mundo. Las gemelas se movían como espejos mortales, sus katanas brillando bajo el cielo ennegrecido, cortando hombres con precisión demoníaca. Entre ellas Kage se movía con una velocidad aún más endiablada. Mordiendo y arañando como un demonio oscuro. Era un baile sagrado, una danza de ira y devoción.
En medio del estruendo, el Perro levantó la cabeza.
Entre el humo y el fuego, vio a Diego avanzando hacia la orilla, con la concha de Yemayá atada a su pecho.
El Perro escupió al suelo, soltó una carcajada amarga y apretó su sable.
Y el Perro, con su pata de palo hundiéndose en la arena, avanzó al frente de la batalla, la espuma salpicando a su alrededor. El mar rugía, la tormenta apretaba, y los hijos de la Alianza se preparaban para morir de pie.
El fragor de la batalla lo devoraba todo. El aire estaba espeso, cargado de humo, de sangre y arena levantada por el viento. Cada grito, cada estallido, era un eco que moría ahogado por el siguiente. Y en medio de aquel infierno, dos figuras se movían como bestias primordiales, el caos parecía detenerse a su alrededor, como si incluso la guerra contuviera el aliento para contemplarlos.
Aibori se escabullía como podía de la cadena de acero de Grimm, los pies hundiéndose en la arena empapada de sangre. Sus ojos eran llamas, su respiración un rugido desenfrenado. Frente a ella, el Predicador, una montaña de carne y hierro, giraba la cadena con la bola de espinas como si fuera una extensión de su propio brazo.
El zumbido del metal cortaba el aire.
Un golpe pasó rozando la cabeza de la amazona, arrancándole mechones de cabello y dejando un surco en la arena. Una segunda arremetida levantó una nube de polvo que casi la cegó. El tercero lo esquivó por pura intuición, lanzándose al suelo y rodando, su cuerpo siguiendo un instinto animal. Se cubrió detrás de una roca que sobresalía de la arena de la playa.
Grimm reía. Una risa profunda, cavernosa, que salía desde lo más oscuro de su alma.
Se puso en pié, saltó apoyando un pie sobre la roca, cogiendo impulso. Surco el aire como una águila alzando el vuelo. Las dos espadas firmes, dispuesta a hundirlas en el pecho del gigante.
Por un instante pareció que lo lograría, que su impulso, su rabia, su velocidad serían suficientes para vencer al coloso.
Pero Grimm soltó la cadena, y con un movimiento antinatural, la agarró en pleno salto, atrapando los brazos de la amazona. El mundo se detuvo. El gigante la sostuvo en el aire, sus manos como grilletes de hierro aplastando los músculos de Aibori. Y empezó a tirar.
Ella gritó, un grito que hizo temblar la arena bajo sus pies.
Sus espadas cayeron al suelo con un tintineo débil, insignificante ante la brutalidad de aquel instante. Grimm la observó, sus ojos brillando con un placer enfermizo. Gimiendo como si estuviera encamado con una mujer hermosa. Su verga sucia y putrefacta erecta por el dolor ajeno.
El dolor ascendía desde los hombros hasta su cuello, una corriente de fuego que la hacía ver destellos blancos. Sus clavículas se dislocaron, los huesos se separaron como si fueran ramas secas bajo una tormenta. El dolor era inhumano, una tortura más allá de lo imaginable, un castigo reservado solo para los condenados.
Sus piernas temblaron, su aliento se quebró, pero aun así lo miró a los ojos.
Y en esa mirada no había miedo. Solo furia. Y un tenue destello de paz.
Pensó en su hijo. En su hermosa risa, en sus manos pequeñas jugando entre las flores de su aldea perdida. Y supo que lo volvería a ver. En la otra orilla del mar.
Grimm tiró con más fuerza, dispuesto a arrancarle los brazos del cuerpo.
Un rugido gutural salió de su pecho, el mismo que antecede al sacrificio. Y justo entonces, cuando todo parecía perdido, el acero habló.
Un sable atravesó su espalda. Entró con violencia, cortando hueso y músculo, emergiendo por su vientre en una lluvia de sangre y vísceras. El monstruo se quedó inmóvil.
Bajó la mirada y vio cómo su propia carne se abría, cómo sus intestinos caían sobre la arena, serpenteando entre sus pies. Su boca intentó formar una palabra, pero solo salió aire y sangre.
Cayó de rodillas sobre la arena, un muro de carne y maldad. El gigante soltó a la amazona.
Aibori cayó al suelo, los brazos colgando sin fuerza, los labios mordidos hasta sangrar por el dolor. Delante de ella, el Predicador cayó muerto, su cuerpo pesado levantando una nube de arena y sangre que los envolvió a ambos.
Detrás, apareció Cortés.
El pecho manchado de rojo, la camisa hecha jirones, los ojos llenos de cansancio y furia.
El sable aún temblaba en su mano. Sin decir palabra, se arrodilló y cargó a Aibori entre sus brazos. Ella intentó hablar, pero solo un gemido escapó de su garganta.
Cortés la sostuvo firme.
Juntos. Paso a paso. Golpe a golpe. Defendiendo el cuerpo de la amazona como si en ella se concentrara el último respiro de esperanza.
Y así, entre la espuma del mar y la furia del cielo, la batalla seguía rugiendo, mientras el cuerpo del Predicador, abierto como un sacrificio, se enfriaba lentamente sobre la arena. Su evangelio se abrió de par en par, y la furia del viento arrancó sus páginas. Dejando que el legado de aquel maldito y despreciable ser, se perdiera para siempre en la inmensidad del océano.
Tan solo quedaba un dedo que vencer. Un pulgar que arrancar de la Mano Negra.
La calavera coronada. El más temible de los Cinco de Tortuga.
El cielo se abría en rugidos.
Los cañonazos caían como golpes de un dios furioso, levantando columnas de arena, fuego y carne. La playa era un campo de sombras y gritos.
Entre ellas, Grace, Vihaan y Bhagirath luchaban al límite. Estaban cercados por el enemigo.
Avanzaban desde todas direcciones: Devotos fanáticos del Predicador y soldados del Rey Negro, cubiertos de hollín y sangre, con los ojos vacíos, las armas tintineando como dientes de hierro.
El aire olía a muerte, a sal, a pólvora y desesperación.
El vendaje sobre su ojo derecho ya se había teñido completamente de rojo.
Sonrió, con esa calma que solo tienen los que ya lo han perdido todo.
Grace apretó la empuñadura de su sable; Vihaan blandió su Flor de Lis con el brazo tembloroso pero firme; Bhagirath, en silencio, observó. Sabía el poder que residía en su interior, aquel demonio encadenado en su alma. Sintió la respiración de Vihaan a su derecha, la de Grace a su izquierda. Y entonces, ocurrió.
Con la paciencia ritual de un sacerdote en un templo olvidado, el hindú se desató el turbante.
La tela cayó lentamente, girando en el aire como una serpiente blanca. Su cabello largo y oscuro se liberó, azotado por el viento, reluciendo bajo los relámpagos. Uno de los devotos, el más cercano, se detuvo en seco. Sus ojos se agrandaron, un escalofrío recorrió su espalda.
La energía se desató en un instante: el aire se volvió denso, vibrante, cada grano de arena se elevó unos centímetros, flotando, temblando. El cuerpo de Bhagirath se irguió aún más, recto, elegante, la túnica ondeando como un estandarte.
Sus venas parecieron iluminarse bajo la piel, trazando símbolos antiguos que parecían escritos con fuego. El aire alrededor de él olía a ozono, a selva, a bestia. El primer devoto gritó y atacó.
Bhagirath ni siquiera lo miró. Con una mano a la espalda, giró la muñeca y el talwar describió un arco plateado. El cuerpo del enemigo se partió en dos, limpio, sin ruido.
Otro se abalanzó desde el costado: el tigre movió la cabeza, el acero rugió, y el hombre cayó sin rostro. Los siguientes veinte murieron sin entender cómo. Bhagirath bailaba entre ellos, una sombra viva, un dios entre mortales. Cada paso suyo era un verso de una oración olvidada.
Cada golpe, una ejecución divina.
Su talwar silbaba, cortando el aire con una precisión que parecía arte.
No gritaba. No sudaba.
Solo se movía con una serenidad insoportable, con la elegancia cruel de un depredador.
Los relámpagos iluminaban su figura: un hombre descalzo, la melena ondeando, el pecho descubierto y el fuego ardiendo bajo su piel.
Cada vez que exhalaba, una ráfaga de viento surgía de su alrededor, empujando la arena, los cuerpos, las balas perdidas. Uno de los devotos retrocedió, cayendo de rodillas.
Le apoyó la hoja del talwar sobre el cuello, sin fuerza, casi con dulzura.
A su alrededor, el círculo de devotos había desaparecido. Solo quedaban cuerpos, humo y la lluvia empezando a caer. El demonio dentro del hombre se fue apagando lentamente, la luz de sus ojos volviendo a la calma.
Grace y Vihaan lo observaron, exhaustos, cubiertos de sangre y ceniza.
El hindú volvió a anudarse el turbante, en silencio. Su respiración era tranquila, casi serena.
El Red Viper, el Errante y el Madra Ifrinn se acercaron a la isla indicada por el Cuervo con la urgencia de un sueño que no se olvida. La pequeña tierra emergía del mar como un espejismo: una playa circular de arena blanca y perlada, brillante bajo el sol del Caribe, con su centro dominado por la vegetación típica de la región, palmeras inclinadas por la brisa, arbustos densos y lianas colgando de los árboles. No había rastro de vida humana; tan solo el murmullo del mar rompiendo contra la costa, el cielo despejado y un islote aislado, efímero, como la vida misma, que el tiempo y las mareas acabarían reclamando algún día.
Los tres barcos atracaron con cuidado, enviando pequeñas lanchas y botes para acercar a los hombres a la arena. La tripulación bajó con rapidez, atenta y silenciosa, cada paso medido, consciente de que, aunque la isla pareciera un refugio, la guerra no había terminado. En la lejanía todavía se escuchaban los cañonazos y los gritos de guerra: la Mano Negra seguía combatiendo, desbordada por la reciente amenaza del que hasta ahora había sido un aliado, presa de una confusión que les llevaba a enfrentarse entre ellos.
Grace, Diego y el Perro recorrieron la playa y comenzaron a organizar la defensa. Ordenaron a sus hombres montar guardias estratégicas entre la vegetación y a lo largo de la arena. Repararon desperfectos en los barcos, reforzaron las bordas con tablones improvisados, aseguraron cañones y armas. Los muertos fueron bajados con cuidado, envueltos en mantas o cubiertos con redes, y depositados sobre la arena con respeto; no hubo holgazanería, ni un suspiro fuera de lugar. Cada miembro de la alianza sabía que la tregua era temporal y que cualquier descuido podía costarles la vida.
Los tres capitanes se acercaron a la orilla, mirando al horizonte, donde el humo se levantaba como fantasmas de acero y fuego. Grace abrió su zurrón y, con cuidado, sacó la concha de Yemayá. La sostuvo unos segundos entre sus manos, escuchando el canto hermoso de sirena que parecía emanar de su interior, un murmullo antiguo que tranquilizaba y al mismo tiempo llenaba de fuerza. Luego, con un gesto solemne, se la entregó a Diego, sabiendo que aquel poder le pertenecía a él.
El español cerró los ojos y la sostuvo con reverencia. El océano reaccionó: el agua cercana se calmó de forma casi imperceptible, pequeñas olas rodando suavemente hacia la playa, reflejando la luz del sol como si el mar mismo reconociera la concha y la bendijera. Un viento cálido y húmedo recorrió la arena, moviendo las palmeras y acariciando las velas de los barcos, como si la naturaleza aprobara la decisión de su portador. Un instante de calma en medio del caos, un respiro sagrado que daba fuerzas para lo que estaba por venir.
En el mar sangriento el Ojo del Cuervo resistía los despiadados cañonazos de los que alguna vez fueron sus aliados. El mar hervía a su alrededor, levantando espuma y metralla mientras el barco de Drake bailaba sobre las olas como una sombra viva. Grace apretó los puños, con los ojos fijos en aquella pequeña figura que, pese a toda la desventaja, seguía desafiando al mismísimo Rey Negro.
- Ese maldito cabrón es resistente - gruñó el Perro, con el rostro ennegrecido por el humo de su pipa - Maneja su navío con una destreza que jamás había visto en mi maldita vida.
Era pura astucia. Golpeaba, desaparecía y volvía a atacar. Como un depredador minúsculo en un océano de gigantes.
- ¡Hay que hacer algo! - dijo Grace, con el corazón desbocado - En el mensaje que mandó Drake lo dejaba bien claro: nadie puede vencer al Rey Negro en alta mar.
El español seguía junto a la orilla, con la concha de Yemayá entre las manos. Los ojos cerrados, la respiración lenta, casi ausente. Una sonrisa serena curvaba sus labios, como si estuviera escuchando algo que nadie más podía oír: los secretos del mar, el murmullo de las corrientes, el canto dormido de una diosa antigua.
- Utilicemos el poder de Yemayá… - murmuró el Perro, apenas audible, como si temiera despertar a un dios.
- ¿Cómo dices?
Diego flotaba entre el sueño y la vigilia, envuelto en una calma imposible mientras el mundo ardía a su alrededor. Las olas parecían acompasarse a su respiración, cada vaivén más lento, más profundo. El aire olía distinto, cargado de sal y electricidad. Algo estaba despertando en las profundidades del mar.
La capitana lo comprendió al instante.
El Vodrial Shardeth marcaba el rumbo de los que estaban perdidos. El Bandr Fylkis mantenía unidas sus almas, como si el destino las hubiera trenzado en una sola cuerda. El Mulakaboko les concedía el don del viento, la libertad de surcar los cielos y los mares sin rendir cuentas a nadie.
Y ahora, en las manos de Diego, el Èkó de Yemayá latía como un corazón antiguo: el espíritu del océano mismo.
De la Vega la sostenía con reverencia, delicadamente. No era un trozo de coral cualquiera. Era una reliquia viva, una extensión de la diosa del mar, forjada en las profundidades donde la luz muere y nacen los sueños. Su superficie brillaba con reflejos azules y verdes, como si dentro de ella nadaran olas en miniatura. Cuando Diego se la acercó al pecho, un sonido se escapó de su interior: un murmullo, un suspiro, una voz femenina que parecía venir de todos los océanos del mundo al mismo tiempo.
El aire cambió. El mar dejó de rugir por un instante, y todos los presentes sintieron una presión en el pecho, como si una fuerza inmensa los observara desde las profundidades. Diego abrió los ojos. Y ya no eran los mismos, no eran los de un hombre. En ellos se reflejaban los abismos: mares sin fin, corrientes ancestrales, tormentas que habían devorado imperios enteros.
La concha respondió a su despertar.
Las aguas comenzaron a moverse, primero como un suave temblor y luego con la furia de un corazón liberado. Corrientes imposibles se arremolinaron alrededor del Red Viper, del Errante y del Madra Ifrinn, levantando olas altas como murallas. Pero no atacaban, los protegían, formando un círculo líquido que los envolvía.
- Por todos los diablos… - susurró el Perro, viendo cómo el mar obedecía a un hombre.
El mar se agitó con violencia divina.
Las olas se elevaron bajo el Ojo del Cuervo, empujando el barco de Drake con una fuerza sobrenatural que lo sacó del alcance de los cañones enemigos.
Luego, la corriente giró en espiral, creando una barrera líquida que frenó el avance del Rey Negro y del Predicador. El agua se convirtió en una muralla, una barrera imposible, una tempestad que obedecía solo a Diego, al elegido de Yemayá.
Grace lo miró sin pestañear, con el rostro salpicado de sal y lágrimas. Sabía que aquel poder no era humano, y que cada segundo que Diego sostenía la concha, una parte de él se perdía en el océano. Pero no lo detuvo. Nadie lo hizo. Porque todos entendían que ese era el precio que los héroes pagan cuando desafían a los dioses.
El mar…
La madre y la tumba.
La caricia y la garra.
El mar era la madre que sostenía con brazos firmes a sus hijos, cuna eterna donde nacía la esperanza. Era el espejo azul que ofrecía alimento al hambriento y caminos a los soñadores. Pero también era la amante cruel que devoraba a los suyos cuando la calma se convertía en cólera. En su pecho se gestaban las tormentas, en su vientre se enterraban los que osaron desafiarla.
Misericordiosa al amanecer, despiadada al caer la noche. Así era el mar: la dualidad hecha agua, ternura y furia en un mismo aliento. Y esa furia, ese amor desbocado, cayó sobre la Corona Rota y el Lamento como el juicio de los dioses.
El océano rugió, elevándose hasta los cielos. Una ola gigantesca, alta como una montaña, cargada de espuma, sal y venganza; se alzó desde las profundidades. Su sombra oscureció el sol y, con un rugido que partió el aire, azotó los cascos enemigos.
Los mástiles crujieron como huesos rotos.
Los hombres gritaron antes de ser tragados por la marea.
Algunos lucharon, otros fueron arrancados de cubierta, devorados por la corriente que los arrastró al abismo. Los cuerpos se perdieron sin nombre ni tumba, fundiéndose con las tinieblas del fondo marino. El mar los llamó hijos y luego los tomó de vuelta.
La ola empujó los dos navíos malditos contra la costa.
El Lamento chirrió al encallar, su madera astillada y negra sangrando brea, mientras la Corona Rota se alzó un instante antes de partirse por la mitad, lanzando hombres, armas y restos de madera sobre la arena perlada del islote.
El aire olía a pólvora, a sal, a fin del mundo.
Diego los miró desde la distancia.
Ya no sonreía.
Su rostro era una máscara endurecida por la ira. La concha de Yemayá brillaba en su puño como un pedazo de luna rota, y en su mirada había dejado de habitar el hombre. Solo quedaba la voluntad del mar. El deseo de destruir. De borrar del mapa todo aquello que osara desafiarlo.
Grace sintió el miedo recorrerle la espina dorsal. Supo entonces que el desenlace de aquella guerra no sería sobre el agua, sino sobre la arena. El mar los había llevado hasta allí para decidir quién merecía seguir respirando.
- ¡A las armaaaaas! - gritó la capitana, su voz clara como una campana entre el estruendo del oleaje.
Los nórdicos, en primera línea, se alinearon hombro con hombro, escudos en alto, una larga fila de mosquetes listos para escupir metralla a sus espaldas. Yrsa avanzó entre ellos, gigantesca, golpeando sus pechos con el puño cerrado, gritando en la lengua antigua de los jarls, palabras que ardían como fuego en los corazones.
MacFarlane y los suyos tomaron posición, la música de las gaitas resonando, los tambores palpitando como un corazón desbocado.
Cortés, Aibori, Bhagirath, Bum-Bum, Vihaan, Halcón, Yara, Akuma, Shinrei… todos estaban allí.
Heridos, cansados, rotos, pero todos de pie.
Un muro de carne y voluntad.
Una muralla humana forjada por la muerte y el coraje.
El Perro levantó su bastón y ladró, un rugido animal que encendió el alma de sus cachorros.
Los del Errante se unieron sin dudar, hombro a hombro con los demás, porque ya no había barcos, ni banderas, ni patria. Solo una causa primitiva: sobrevivir.
Grace caminó despacio enfrente de ellos, marcando sus pasos sobre la arena. Cada huella era una promesa, una advertencia al destino. Su mirada ardía cuando se cruzó con la del holandés.
Ren temblaba, los labios apretados, el mosquete trémulo entre sus dedos.
No era un guerrero, jamás lo sería. Su alma estaba hecha de otra materia, débil y temerosa.
Grace lo miró un instante, y algo dentro de ella se suavizó.
Sintió lástima, sí… pero también orgullo.
Porque el valor no siempre vive en la espada levantada con firmeza, sino en los que, aun temblando, se quedan cuando todos los demás huirían. El valor del que sabe que va a morir y no rehuye a su fatal destino. Si no que lo enfrenta de cara, temeroso sí, pero sin albergar duda alguna.
El viento trajo consigo el rugido del mar, los cañonazos lejanos, y el olor metálico de la sangre próxima. El final se acercaba. Y sobre aquella arena bendita y maldita, los hijos del océano se preparaban para escribir su último canto.
El cielo se cerró sobre ellos como una herida. Como un presagio enviado desde los cielos.
Nubes negras devoraron la luz, y el trueno rugió con la furia de mil cañones.
El mar se alzaba detrás, enfurecido, golpeando con dientes de espuma, queriendo reclamar lo que aún quedaba en pie. Frente a ellos, sobre la arena mojada, avanzaba el enemigo: una marea de acero, carne y odio.
Los estandartes desgarrados del Rey Negro y el Predicador, ondeaban entre relámpagos, y su rugido colectivo era el mismo eco del infierno.
Grace se detuvo frente a sus hombres, frente a sus hermanos de armas.
El viento le arrancaba el cabello del rostro, su melena rojiza ardiendo bajo los destellos del cielo.
Sus botas se hundieron en la arena húmeda, y el peso del mundo pareció caerle sobre los hombros.
Pero no se inclinó.
No retrocedió.
Respiró hondo y levantó la cabeza.
Siempre orgullosa. Siempre dispuesta a luchar.
La lluvia empezó a caer, fría, cortante, lavando la sangre seca de su rostro.
Y entonces habló.
- ¡Miradlos! - gritó, su voz abriéndose paso entre el rugido del mar y la inminente guerra - ¡Mirad a los hombres que vienen a por nosotros! ¡Los mismos que creyeron que podían rompernos en alta mar, que podían arrebatarnos lo poco que tenemos!
- ¡Os han llamado perros! ¡Os han llamado traidores! ¡Os señalaron como escoria, como despojos del mar! - continuó, la espada firme alzada en su mano - Y tal vez lo seáis para esos bastardos ¡Pero yo sé la verdad! ¡Lo siento aquí dentro! ¡En lo hondo de mi corazón! ¡Ante mí solo veo hombres libres, mujeres duras, supervivientes, guerreros unidos bajo un solo estandarte! ¡Los hijos del trueno y la sal!
- ¡Y hoy, aquí, en esta maldita isla que nadie recordará, les demostraremos lo que significa morder!
El viento empujó su voz, haciéndola eterna.
- ¡Podrán arrebatárnoslo todo: nuestras casas, nuestras banderas, nuestras tumbas! ¡Todo, excepto la libertad! Porqué eso, mis hermanos, mis errantes, mis cachorros… eso no se puede arrebatar. ¡La libertad no se entrega, se defiende con uñas y dientes!
MacFarlane lanzó un grito salvaje, y los tambores comenzaron a retumbar como un corazón desbocado. Yrsa alzó su martillo al cielo, y los nórdicos la siguieron con un clamor que hizo temblar la arena.
Grace dio un paso al frente, la espada apuntando al horizonte, su mirada de fuego fija en el enemigo.
- ¡Que nos teman! ¡Que nos odien! ¡Que sepan que hoy no peleamos por un rey, ni por una bandera, ni por promesas vacías! ¡Hoy peleamos por nosotros! ¡Por los que cayeron y por los que seguimos en pie! ¡Por la libertad de ser lo que el mundo no quiso que fuéramos!
El mar se estrelló contra la costa, levantando una bruma salada que envolvió a las tropas.
El enemigo ya estaba cerca. Se oían los tambores del Rey Negro, lentos, implacables.
Grace respiró hondo, alzó su espada una vez más, y gritó con toda la furia de su alma:
- ¡QUE EL MAR SEA TESTIGO! ¡NO SOMOS ESCLAVOS, SOMOS TORMENTA! ¡Y SI HOY MORIMOS, MORIREMOS LIBRES!
Mosquetes se cargaron, hachas se alzaron, corazones se encendieron.
Un trueno estalló en el cielo justo cuando el enemigo comenzó su carga.
Y sobre la arena de aquel islote maldito, nació una tormenta de carne, acero y libertad.
El estruendo del impacto fue inmediato, brutal, casi divino.
El choque de los dos ejércitos sacudió la tierra como si los propios cimientos del mundo se quebraran. Los aceros se encontraron con los escudos, los cuerpos con la furia, y el aire se llenó de un rugido inhumano, una sinfonía de metal, carne y resistencia.
La arena blanca se tornó roja bajo los pies de los combatientes.
Las olas rompían contra la orilla, como si el mar mismo participara en la batalla, clamando sangre y gloria. Los hombres de Grace, Diego y el Perro aguantaban. Los escudos, empapados de sal y sudor, crujían bajo el impacto del enemigo. Las lanzas del Rey Negro y el Predicador se estrellaban una y otra vez contra aquella muralla de madera y voluntad, haciendo temblar los brazos, los dientes, el alma.
El olor del azufre y la pólvora lo impregnaba todo: los mosquetes escupían humo sin descanso, abriendo brechas en la primera línea enemiga, borrando rostros en explosiones de fuego y plomo.
Los gritos eran el único lenguaje posible.
En medio de aquel infierno, el Perro cruzaba la primera línea de defensa desde la retaguardia.
Su andar era el de una bestia criada entre truenos, su voz un rugido desatado. Andaba como si ese fuese su hogar, como si hubiera nacido para estar ahí, en ese justo momento. Listo para abrazar al caos, sin dudar, sin retroceder ni un paso.
Empujaba con su bastón a los que flaqueaban, devolviéndolos a la línea con una sola mirada.
El estruendo del acero no lo acallaba; al contrario, su voz se elevó por encima de la batalla, poderosa, imposible, una voz de otra era. Y entonces gritó, su canto de guerra desafiando a la misma muerte. Abrazándola como a una hermana.
- El navío costero sube con corazón de acero, fría es la espuma del mar, ¡y tu muerte va a llegar!
Ellos conocen tu valía…
- ¡TODOS MORIMOS UN DÍA!
El muro de escudos vibró con nueva fuerza, los cuerpos empujando con furia.
Pero el enemigo era implacable, una marea negra que no conocía el miedo.
Un escudo se rompió, otro se inclinó, y de pronto un hueco se abrió en la línea.
Gritos de pánico, de rabia.
Dos devotos del Rey Negro se colaron por el agujero, arrastrando consigo la muerte.
Uno cayó sobre un errante, clavándole el cuchillo entre las costillas. El otro arremetió a ciegas, gritando plegarias a un dios podrido.
No duraron ni un segundo en pié.
Yara cayó sobre ellos como un vendaval, sus pistolas destellando entre el humo.
El primero apenas tuvo tiempo de girarse antes de ser agujerado por la pólvora.
El segundo intentó retroceder, pero Bhagirath lo atrapó por el cuello, sus ojos iluminados por una furia ancestral. El aire a su alrededor vibró, y el cuerpo del enemigo se retorció como si el mar lo estrangulara desde dentro.
Cuando lo soltó, ya no era más que un amasijo de carne y arena.
El muro volvió a cerrarse con un golpe seco. Los escudos se alzaron otra vez, y la línea se mantuvo firme. El choque continuó, interminable, un pulso entre la vida y la muerte. Las olas rugían detrás, el cielo estallaba en truenos, y en el centro de aquella tormenta, resistían.
Sus cuerpos eran acero. Su fe, fuego. Y sus gritos, la voz misma de la tormenta.
La marea de la Mano Negra no conocía cansancio: hombres nuevos ocupaban los huecos de los muertos como si fueran olas sucesivas, empujando con la terquedad del hambre. Por cada cuerpo que caía sin vida sobre la arena, otro tomaba su lugar, y la embestida no mostraba fin. Los escudos crujían bajo impactos que parecían venir de las entrañas del infierno, temblaban hasta la empuñadura y la madera, que por fuerte que fuera, se astillaba con la misma rapidez con la que se clavaban las espadas en la carne. Cada respiración era un esfuerzo, cada abrazo del hierro una promesa de dolor. Todos sabían que la pared terminaría por ceder: los brazos eran fuertes, curtidos en mil temporales, pero la fatiga mordía ya los tendones y los huesos.
Desde la retaguardia, sobre escudos que subían y bajaban como un pecho agitado, alzados por un grupo de hombres; Aibori, Caitlin y una errante tensaban y aflojaban los arcos sin cesar. Sus flechas rompían el humo con un silbido frío, clavándose en hombros y costados para ganar tiempo, pero las filas enemigas se reconstituían sin tregua. Entonces Aibori lo vio avanzar entre sus devotos: Silas Grimm, arrastrando una cadena que hablaba de dolor y tortura, y en su extremo una bola de metal espetada de espinas como una noche negra hecha hierro. El perfil del predicador cortaba la penumbra y, a su paso, el suelo parecía inclinarse hacia la muerte.
Algo brotó dentro de Aibori que la ley amazona no pudo contener. Sintió el abrazo perdido de su hijo, sus ojos llenos de ilusión ahora apagados. La garganta de la madre se atragantó, la rabia invadiendo cada recoveco de sus venas. Dejó el arco caer sobre la arena, saltó del escudo, clavado una rodilla en el suelo, bajó la cabeza un instante para exigir permiso a la diosa, y luego desenvainó sus dos espadas cortas como quien despierta a dos bestias. Susurró una plegaria en la lengua de sus ancestros, palabras afiladas como un conjuro, y en un único latido se lanzó hacía la muerte.
Sabía lo que le esperaba más allá de las defensas, comprendía el error que cometía al hacer semejante estupidez. Pero ya nada le importaba. Avanzó rompiendo la primera línea, una bestia herida que no buscaba huir sino sacrificarse; las lanzas la rozaron, la sangre le llenó la piel, pero cada tajo abría camino como si la arena misma se apartara para ella. Nadie tuvo tiempo de detenerla: la llama que ardía en su corazón no admitía vuelta atrás.
Cuando la vio correr, Grace no pudo sino elevar la voz hasta romperse.
- ¡Luchad! ¡Luchad hasta la muerteeeee!
Desde el otro extremo de la playa, entre el humo y las astillas, el Rey Negro observaba el caos con el rostro cubierto de hollín y furia. Sus ojos eran dos brasas encendidas bajo el casco roto de su navío, la mirada de un dios caído que todavía se negaba a aceptar la derrota.
Detrás de él, los restos humeantes de la Corona Rota, partida en dos mitades sobre los arrecifes, gemían con el viento. Aunque ya no quedara nada, aún quedaban cañones. Se alzaban torcidos, ennegrecidos, pero vivos. El Rey levantó la espada, y con una voz grave, ronca, que se confundía con el trueno, ordenó fuego.
Los artilleros, manchados de sangre y pólvora, obedecieron.
Los cañones rugieron como una bestia marina herida.
El suelo tembló. Las bolas de hierro cruzaron la playa dejando tras de sí estelas ardientes, reventando cuerpos, lanzando miembros desmembrados al aire como muñecos rotos. No distinguían entre aliados o enemigos; todos eran la misma carne ante la voluntad del Rey Negro.
Los gritos se mezclaron con el estallido de la arena.
En medio del infierno, Bum-Bum seguía disparando su tirachinas con la misma determinación que si fuese un cañón. Golpeaba, recargaba, maldecía y volvía a golpear. Su pequeño cuerpo se movía entre las piernas de los gigantes, ágil como un mono, gritando cada vez que acertaba.
Pero entonces lo vio. Una bola de cañón, tan negra como la noche, venía directa hacia él.
El tiempo pareció detenerse. La arena se levantó en cámara lenta. El niño no alcanzó a moverse.
Y de repente, Ren apareció.
- ¡MUÉVETE, ENANO! - gritó, empujándolo con todo el cuerpo.
El niño se levantó, con los ojos desorbitados, temblando.
- ¡NOOOO! - rugió, con una voz que no parecía suya.
A su lado, Yara y las Akumas luchaban como posesas. Las tres eran sombras enloquecidas en medio del vendaval. Sus movimientos eran tan rápidos que la vista apenas los alcanzaba: sangre, acero y gritos. Yara con los ojos encendidos por la fiebre del trance, recitando entre dientes oraciones que ya no pertenecían a este mundo. Las gemelas se movían como espejos mortales, sus katanas brillando bajo el cielo ennegrecido, cortando hombres con precisión demoníaca. Entre ellas Kage se movía con una velocidad aún más endiablada. Mordiendo y arañando como un demonio oscuro. Era un baile sagrado, una danza de ira y devoción.
En medio del estruendo, el Perro levantó la cabeza.
Entre el humo y el fuego, vio a Diego avanzando hacia la orilla, con la concha de Yemayá atada a su pecho.
- ¿A dónde demonios vas, español? - gruñó.
El Perro escupió al suelo, soltó una carcajada amarga y apretó su sable.
- ¡Maldito loco! - gruñó - ¡Aúllen, perros míos! ¡Aullad y matadlos a todos!
Y el Perro, con su pata de palo hundiéndose en la arena, avanzó al frente de la batalla, la espuma salpicando a su alrededor. El mar rugía, la tormenta apretaba, y los hijos de la Alianza se preparaban para morir de pie.
El fragor de la batalla lo devoraba todo. El aire estaba espeso, cargado de humo, de sangre y arena levantada por el viento. Cada grito, cada estallido, era un eco que moría ahogado por el siguiente. Y en medio de aquel infierno, dos figuras se movían como bestias primordiales, el caos parecía detenerse a su alrededor, como si incluso la guerra contuviera el aliento para contemplarlos.
Aibori se escabullía como podía de la cadena de acero de Grimm, los pies hundiéndose en la arena empapada de sangre. Sus ojos eran llamas, su respiración un rugido desenfrenado. Frente a ella, el Predicador, una montaña de carne y hierro, giraba la cadena con la bola de espinas como si fuera una extensión de su propio brazo.
El zumbido del metal cortaba el aire.
Un golpe pasó rozando la cabeza de la amazona, arrancándole mechones de cabello y dejando un surco en la arena. Una segunda arremetida levantó una nube de polvo que casi la cegó. El tercero lo esquivó por pura intuición, lanzándose al suelo y rodando, su cuerpo siguiendo un instinto animal. Se cubrió detrás de una roca que sobresalía de la arena de la playa.
Grimm reía. Una risa profunda, cavernosa, que salía desde lo más oscuro de su alma.
- ¡Ven, pequeña fiera! - bramó - ¡Muéstrame tu furia!
Se puso en pié, saltó apoyando un pie sobre la roca, cogiendo impulso. Surco el aire como una águila alzando el vuelo. Las dos espadas firmes, dispuesta a hundirlas en el pecho del gigante.
Por un instante pareció que lo lograría, que su impulso, su rabia, su velocidad serían suficientes para vencer al coloso.
Pero Grimm soltó la cadena, y con un movimiento antinatural, la agarró en pleno salto, atrapando los brazos de la amazona. El mundo se detuvo. El gigante la sostuvo en el aire, sus manos como grilletes de hierro aplastando los músculos de Aibori. Y empezó a tirar.
Ella gritó, un grito que hizo temblar la arena bajo sus pies.
Sus espadas cayeron al suelo con un tintineo débil, insignificante ante la brutalidad de aquel instante. Grimm la observó, sus ojos brillando con un placer enfermizo. Gimiendo como si estuviera encamado con una mujer hermosa. Su verga sucia y putrefacta erecta por el dolor ajeno.
- Grita furcia pecadora - susurró, con la voz grave de quien se alimenta del sufrimiento - Grita por todos los que van a morir hoy.
El dolor ascendía desde los hombros hasta su cuello, una corriente de fuego que la hacía ver destellos blancos. Sus clavículas se dislocaron, los huesos se separaron como si fueran ramas secas bajo una tormenta. El dolor era inhumano, una tortura más allá de lo imaginable, un castigo reservado solo para los condenados.
Sus piernas temblaron, su aliento se quebró, pero aun así lo miró a los ojos.
Y en esa mirada no había miedo. Solo furia. Y un tenue destello de paz.
Pensó en su hijo. En su hermosa risa, en sus manos pequeñas jugando entre las flores de su aldea perdida. Y supo que lo volvería a ver. En la otra orilla del mar.
Grimm tiró con más fuerza, dispuesto a arrancarle los brazos del cuerpo.
Un rugido gutural salió de su pecho, el mismo que antecede al sacrificio. Y justo entonces, cuando todo parecía perdido, el acero habló.
Un sable atravesó su espalda. Entró con violencia, cortando hueso y músculo, emergiendo por su vientre en una lluvia de sangre y vísceras. El monstruo se quedó inmóvil.
Bajó la mirada y vio cómo su propia carne se abría, cómo sus intestinos caían sobre la arena, serpenteando entre sus pies. Su boca intentó formar una palabra, pero solo salió aire y sangre.
Cayó de rodillas sobre la arena, un muro de carne y maldad. El gigante soltó a la amazona.
Aibori cayó al suelo, los brazos colgando sin fuerza, los labios mordidos hasta sangrar por el dolor. Delante de ella, el Predicador cayó muerto, su cuerpo pesado levantando una nube de arena y sangre que los envolvió a ambos.
Detrás, apareció Cortés.
El pecho manchado de rojo, la camisa hecha jirones, los ojos llenos de cansancio y furia.
El sable aún temblaba en su mano. Sin decir palabra, se arrodilló y cargó a Aibori entre sus brazos. Ella intentó hablar, pero solo un gemido escapó de su garganta.
Cortés la sostuvo firme.
- Aguanta, guerrera - susurró, más para sí que para ella.
Juntos. Paso a paso. Golpe a golpe. Defendiendo el cuerpo de la amazona como si en ella se concentrara el último respiro de esperanza.
Y así, entre la espuma del mar y la furia del cielo, la batalla seguía rugiendo, mientras el cuerpo del Predicador, abierto como un sacrificio, se enfriaba lentamente sobre la arena. Su evangelio se abrió de par en par, y la furia del viento arrancó sus páginas. Dejando que el legado de aquel maldito y despreciable ser, se perdiera para siempre en la inmensidad del océano.
Tan solo quedaba un dedo que vencer. Un pulgar que arrancar de la Mano Negra.
La calavera coronada. El más temible de los Cinco de Tortuga.
El cielo se abría en rugidos.
Los cañonazos caían como golpes de un dios furioso, levantando columnas de arena, fuego y carne. La playa era un campo de sombras y gritos.
Entre ellas, Grace, Vihaan y Bhagirath luchaban al límite. Estaban cercados por el enemigo.
Avanzaban desde todas direcciones: Devotos fanáticos del Predicador y soldados del Rey Negro, cubiertos de hollín y sangre, con los ojos vacíos, las armas tintineando como dientes de hierro.
El aire olía a muerte, a sal, a pólvora y desesperación.
- ¡Señor, vuelva a la retaguardia! - rugió Bhagirath, con la voz grave, vibrante, de quien ordena por amor y no por galones - ¡No está en condiciones de luchar!
El vendaje sobre su ojo derecho ya se había teñido completamente de rojo.
Sonrió, con esa calma que solo tienen los que ya lo han perdido todo.
- Aunque pierda el otro - dijo, su voz ronca, firme - seguiré luchando viejo amigo. Jamás la dejaré atrás, aunque me cueste la vida.
- No moriré por ella… - sonrió cansado y herido - ¡Viviré por los dos!
Grace apretó la empuñadura de su sable; Vihaan blandió su Flor de Lis con el brazo tembloroso pero firme; Bhagirath, en silencio, observó. Sabía el poder que residía en su interior, aquel demonio encadenado en su alma. Sintió la respiración de Vihaan a su derecha, la de Grace a su izquierda. Y entonces, ocurrió.
Con la paciencia ritual de un sacerdote en un templo olvidado, el hindú se desató el turbante.
La tela cayó lentamente, girando en el aire como una serpiente blanca. Su cabello largo y oscuro se liberó, azotado por el viento, reluciendo bajo los relámpagos. Uno de los devotos, el más cercano, se detuvo en seco. Sus ojos se agrandaron, un escalofrío recorrió su espalda.
- ¿Quien eres demonio? - murmuró - No eres de este mundo…
La energía se desató en un instante: el aire se volvió denso, vibrante, cada grano de arena se elevó unos centímetros, flotando, temblando. El cuerpo de Bhagirath se irguió aún más, recto, elegante, la túnica ondeando como un estandarte.
Sus venas parecieron iluminarse bajo la piel, trazando símbolos antiguos que parecían escritos con fuego. El aire alrededor de él olía a ozono, a selva, a bestia. El primer devoto gritó y atacó.
Bhagirath ni siquiera lo miró. Con una mano a la espalda, giró la muñeca y el talwar describió un arco plateado. El cuerpo del enemigo se partió en dos, limpio, sin ruido.
Otro se abalanzó desde el costado: el tigre movió la cabeza, el acero rugió, y el hombre cayó sin rostro. Los siguientes veinte murieron sin entender cómo. Bhagirath bailaba entre ellos, una sombra viva, un dios entre mortales. Cada paso suyo era un verso de una oración olvidada.
Cada golpe, una ejecución divina.
Su talwar silbaba, cortando el aire con una precisión que parecía arte.
No gritaba. No sudaba.
Solo se movía con una serenidad insoportable, con la elegancia cruel de un depredador.
Los relámpagos iluminaban su figura: un hombre descalzo, la melena ondeando, el pecho descubierto y el fuego ardiendo bajo su piel.
Cada vez que exhalaba, una ráfaga de viento surgía de su alrededor, empujando la arena, los cuerpos, las balas perdidas. Uno de los devotos retrocedió, cayendo de rodillas.
- ¡Demonio! - gimió, temblando - ¡Demonio de la selva!
Le apoyó la hoja del talwar sobre el cuello, sin fuerza, casi con dulzura.
- No, hijo del miedo - susurró - Solo soy su espejo.
A su alrededor, el círculo de devotos había desaparecido. Solo quedaban cuerpos, humo y la lluvia empezando a caer. El demonio dentro del hombre se fue apagando lentamente, la luz de sus ojos volviendo a la calma.
Grace y Vihaan lo observaron, exhaustos, cubiertos de sangre y ceniza.
El hindú volvió a anudarse el turbante, en silencio. Su respiración era tranquila, casi serena.
- Todavía no - murmuró, mirando el horizonte donde las siluetas del enemigo seguían avanzando - Aún no ha terminado de escribirse nuestra historia.