Un viaje inesperado

Capítulo 51 - Robar a un Rey tiene mil años de perdón: El arte en sus mil formas

Se trazó un plan con la misma habilidad que Gipsy metía la mano en bolsillo ajeno.

Mientras repasaban cada movimiento, Diego no pudo evitar pensar que lo que estaban tramando no era nada nuevo. Al contrario, esa idea de dividir para vencer estaba escrita en la misma sangre de la historia. Filipo de Macedonia había mantenido a Grecia de rodillas enfrentando a polis contra polis. César, en sus campañas, había usado a una tribu gala contra otra antes de asestar el golpe final. Los romanos lo perfeccionaron hasta convertirlo en costumbre, y siglos más tarde, incluso Maquiavelo la recogería como máxima política: ‘Divide et impera’

No era sólo una frase, era la verdad más cruda del poder. Ninguna muralla es demasiado alta, ningún enemigo demasiado fuerte, si logras que nunca se presenten unidos. Y allí estaban ellos, en aquel navío húmedo, aplicando la misma lección que había hecho temblar imperios.

Dividir, confundir, robar en medio del caos.
Y vencer.

Lo primero que tramaron, fue hacer visible lo imposible de ignorar: la partida del Español Errante.
El muelle entero lo vio zarpar, majestuoso, su estandarte ondeando con orgullo frente a todos los ojos de Tortuga. Las velas blancas recogieron el viento como si fueran alas de una criatura mitológica, y los rumores no tardaron en propagarse como pólvora encendida: Diego de la Vega navegaba de nuevo y lo hacía sin pedir permiso al Rey Negro.

El efecto fue inmediato, como lo habían calculado. Tan sencillo como atraer una polilla a la luz. Malvaric no podía permitir, de ningún modo, que su rival más antiguo se paseara impunemente por su reino. Era una ofensa que el orgullo de un Rey, fuera de una nación o de los piratas, no se podía permitir. Apenas media hora después, dos sombras se levantaron sobre el horizonte: La Sombra Roja, con su casco ennegrecido y velas como sangre derramada, y Le Fantôme Gris, espectral, casi invisible entre la bruma. Ambos navíos partieron tras el español, como perros de presa siguiendo el rastro de un ciervo imposible de atrapar.

La multitud en el puerto contuvo la respiración. Nadie dudaba de que aquellos tres barcos, si llegaban a cruzar cañones, teñirían de fuego y acero las aguas del Caribe. Pero aquel era solo el primer movimiento de una danza mucho más peligrosa.

Pues, tras la distracción, llegó la sutileza. Mientras todos los ojos se fijaban sobre el mismo objetivo. Poco después y casi sin ser notado, con las velas a medio izar y la tripulación actuando como simples mercaderes cansados de puerto, el Madra Ifrrin abandonó los amarres. Navegaba tras ellos, sigiloso, como un perro silencioso que se oculta en la espesura, listo para saltar al cuello de la presa. Su misión era clara: proteger al Español Errante si aquellas dos bestias lograban alcanzarlo.

Y mientras la mirada de todos se fijaba en esa persecución gloriosa que se alejaba del horizonte, nadie se percataba de lo más importante: que en el corazón de Tortuga, bajo la sombra del fuerte y sus muros de piedra, se estaba preparando el verdadero golpe contra el Rey Negro.

Ren, desde la proa del Red Viper, dibujaba con mano hábil los legendarios navíos que partían hacia mar abierto. Primero trazó la silueta de la fragata ligera del Español Errante, con líneas rápidas y precisas que más tarde se encargaría de sombrear y detallar hasta dar profundidad. A pie de página, en pequeños apuntes de carboncillo, anotaba datos como el nombre de su capitán, el apelativo de su bandera o la forma del mascarón de proa.

Su mano se movía con la misma velocidad que sus ojos. Era como si los tuviera unidos por un mismo nervio invisible, capaz de plasmar en el papel exactamente lo que su mirada absorbía.

Pasó la página y sus dedos comenzaron a delinear la silueta de la Sombra Roja.

Era un bergantín armado de caza. Dos mástiles, velas cuadradas, casco alargado y afilado como un cuchillo. Más veloz que un galeón, más armado que una corbeta. Sus velas, teñidas de un rojo oscuro, se confundían con el horizonte en los amaneceres y atardeceres. El casco, tratado con aceites y resinas, estaba diseñado para reducir el ruido al cortar el agua. El timón reforzado le permitía giros bruscos y cerrados, perfectos para emboscadas entre arrecifes.

Era una nave de persecución: silenciosa, agresiva, letal en ataques rápidos y nocturnos. Una bestia ideal para su capitán, Isandro Montoya, que cazaba como un lobo, siempre tras las presas rezagadas o débiles.

Su bandera de fondo granate, como si estuviera teñido con sangre seca. En el centro, la silueta de un lobo negro de perfil, aullando. Dentro de su cuerpo vacío se dibujaba un horizonte marino, como si el depredador contuviera el propio océano en sus entrañas. Sobre él, en lugar de estrellas, tres lunas crecientes blancas en diferentes fases. El estandarte era conocido como la ‘Marca del Lobo’. Simbolizaba tanto la fuerza individual como el poder de la manada, los ciclos de caza y la noche eterna.

El mensaje era claro: este mar le pertenece al depredador oculto.
El holandés se esmeró al detallar su mascarón de proa, al que todos llamaban ‘El Aullido del Fin’.
Representaba un lobo de cuerpo entero, alargado y agazapado, tallado en madera negra y roja. Los ojos, incrustaciones de rubíes opacos, brillaban como carbones encendidos. Una pata delantera se extendía hacia adelante, como si el animal estuviera a punto de saltar sobre su presa; la boca abierta, en un aullido silencioso, dejaba ver colmillos de plata.
  • Los marineros cuentan que esos colmillos fueron templados en sangre de corsarios enemigos. Y que en su lomo se han incrustado fragmentos de espadas rotas, trofeos de los hundidos por la Sombra Roja - murmuró Ren sin dejar de dibujar.
Yrsa cerca del holandés observaba maravillada como dibujaba. La capitana, antes de infiltrarse en la isla, la había dejado a cargo de vigilarlo, pues necesitaba a las gemelas Akuma a su lado en esa arriesgada incursión. Aunque la nórdica no se lo tomó muy bien al principio, entendió que no era la más adecuada para una misión de sigilo. ‘Ser demasiado grande y ser demasiado bruta’ pensó, antes de que sus compañeros desaparecieran por las calles empedradas de la isla.
  • Algunos juran - siguió hablando Ren sin apartar la vista del navío - que, en noches de niebla, antes de que la silueta de la Sombra Roja emerja entre las brumas, se escucha un aullido seco, desgarrador y lejano. Y cuando ese sonido llega, siempre es demasiado tarde.
El cartógrafo, volvió a pasar una página. Pues detrás del ‘Lobo’ le seguía Le Fantôme Gris.
El Xebec modificado del Francés silencioso. Era una nave típica del mediterráneo, con casco fino, tres mástiles, velas latinas, ideal para velocidad y sigilo.
  • Muy poco usada en el Caribe lo que la hace aún más desconcertante - dijo Ren, dibujando con rapidez.
Su cuerpo era alargado y bajo, pintado en una gama de tonos grises mate que reflejaban muy poco la luz del sol y de la luna. La cubierta acolchada para evitar pasos audibles. Cañones ocultos y silenciosos, suavizados con telas húmedas y grasa.
  • Interceptación silenciosa, infiltración nocturna, abordaje sin aviso. Este barco no lucha con ruido, no caza como los demás. Aparece, mata, desaparece. Casi como una maldición, como un espíritu.
Ren dibujó su bandera. Un fondo gris pálido, como niebla espesa o lino envejecido. Una cara sin rostro, envuelta en un velo desgarrado que ondeaba con el viento. Ojos ausentes, solo dos cavidades vacías, de las que caían hilos oscuros como lágrimas de sombra. Trazos casi invisibles de una mano esquelética tapando la boca de la figura.
  • El silencio es el arma, la muerte llega sin aviso. La bandera misma parece desvanecerse si se la mira fijamente, como si no estuviera allí. Conocida, entre los marineros, como ‘El susurro de seda’ o ‘La bandera que no grita’.
Yrsa miró con cierto respeto el mascarón de Proa. Al que llamaban ‘La Dama del Velo’.
Una figura femenina completamente cubierta por un velo largo que colgaba hasta tocar el agua. Erguida y recta, sin brazos visibles, como si simplemente estuviera esperando en silencio. La cabeza ligeramente inclinada hacia abajo, en una postura inquietante, como quien escucha algo que los demás no oyen. Madera pintada en tonos gris ceniza, con vetas perladas que la hacían parecer hecha de niebla sólida. El rostro inexistente bajo el velo.
  • Algunos marineros juran ver una sonrisa pálida bajo ciertas luces. Se dice que el mascarón cambia de forma cada vez que el barco regresa de una incursión, mas alto, más inclinado, más vivo.
  • Tú dibujar muy bien. Tener manos hábiles. - dijo Yrsa maravillada al ver la habilidad del holandés.
Ren no dijo nada, ni un simple gracias. Ni tan siquiera sonrió. Estaba demasiado concentrado en plasmar el orgulloso navío del Perro, que partía en silencio tras los piratas de la Mano Negra.

El Madra Ifrinn era un galeón. Una nave grande de alto tonelaje. Cuatro mástiles. Ideal para largas travesías, gran capacidad de carga y artillería pesada. Potente en batallas navales, ideal para la intimidación, transporte de tesoros o prisioneros. Lento pero imparable.
El navío del Perro no era rápido, ya que no necesitaba huir. Su reputación y fuerza le permitían ir directo al corazón del enemigo. Seamus no era de ataques rápidos. Sino de asedios brutales y dominación prolongada.

Su bandera: de fondo negro carbón. Una calavera de cabeza de perro con las fauces abiertas. En la mandíbula sostenía una corona dorada quebrada. Una grieta la partía por la mitad, como si hubiera sido mordida hasta romperse. Se la conocía como ‘La Marca del Perro’ entre corsarios y comerciantes.

Su mascarón de Proa: ‘El Rompedor de Cadenas’, era un perro monstruoso mezcla de mastín infernal y criatura mitológica celta. Madera negra de ébano quemado con detalles de hierro oxidado y ojos de vidrio rojo. Agachado como si estuviera a punto de lanzarse al ataque.
Mandíbula abierta, mostrando colmillos de bronce envejecido. Ojos vacíos, hundidos, brillaban con luz interna en las noches, a través de candiles ocultos dentro del casco.

Colgando de su hocico una cadena rota. Debajo de sus patas delanteras tallada en bajorrelieve una corona rota aplastada bajo su peso. Se decía que el mascarón fue tallado con madera tomada de un árbol donde colgaron a un viejo amigo del Perro. Algunos aseguraban que aún olía a humo y a sangre seca. En tormentas se creía que el mascarón aullaba si el viento soplaba de cierto modo por los canales del casco.

Yrsa se acarició la barbilla con parsimonia, mientras sus ojos seguían cada trazo del carboncillo en el cuaderno del holandés. Los dibujos de Ren, preciosos y llenos de vida, parecían respirar sobre el papel. De repente, una sonrisa se esbozó en su rostro, como si una idea inesperada hubiera cruzado su mente y se hubiera asentado allí con fuerza.
  • Tú diseñar proa de barco nuestro - dijo de pronto, con esa contundencia que hacía imposible distinguir si era una petición o una orden.
Ren alzó la vista apenas un instante, con la expresión de un artista que acaba de despertar bruscamente de un sueño. Parpadeó, sin entender del todo a qué se refería.
  • ¿Qué…? - murmuró, confundido.
Yrsa dio un paso hacia él y señaló con el mentón hacia la proa del Red Viper, que reposaba imponente en el muelle.
  • Barco capitana tener bandera… pero no tener nada delante. Tú dibujar, yo hacer. Tú pensar, yo golpear madera. ¿Entender palabras?
El holandés se quedó mirándola de arriba a abajo. No era solo su físico imponente ni su acento rudo, era aquella seguridad salvaje, como si hablara en nombre de los dioses mismos. Ren comprendió, con absoluta certeza, que jamás en su vida había conocido a una mujer así. Y pensó, con igual acierto, que lo más sensato sería no llevarle la contraria.
  • ¿Quieres que haga un diseño para un mascarón de proa? - preguntó Ren, sin apartar la mirada de la nórdica, aún intentando descifrar si hablaba en serio o solo jugaba con él.
Yrsa, con los brazos cruzados y una media sonrisa en el rostro, asintió divertida, como si ya hubiera tomado la decisión por él.
  • ¿Tienes alguna idea de lo que quieres hacer? - insistió el holandés, con la voz cargada de cautela.
La respuesta de Yrsa fue una palmada amistosa en la espalda, aunque con tal fuerza que casi lo lanzó de bruces contra la borda.
  • Tú pensar. Yo crear. Hacer rápido… ser sorpresa para capitana. - Su mirada brillaba con un entusiasmo que parecía un mandato divino.
Ren parpadeó varias veces, frotándose el hombro adolorido. Una risa nerviosa escapó de su garganta mientras, resignado, bajaba la vista a su cuaderno. Pasó una nueva página con gesto ceremonioso, como si el propio mar le hubiera encargado aquella misión.

Sus dedos mancharon el blanco con las primeras líneas, aún titubeantes, mientras en su cabeza bullían imágenes. Figuras de serpientes, de mujeres valientes. Un mascarón digno del Red Viper, un rostro capaz de infundir temor y admiración al mismo tiempo.
Mientras Yrsa lo observaba satisfecha, Ren no pudo evitar sonreír para sí mismo. Aquella mujer lo había arrastrado a un reto imposible, y sin embargo, por primera vez en mucho tiempo, sintió que dibujar era lo mismo que soñar con los ojos abiertos.

El dibujante dejó escapar un suspiro y giró la pluma entre los dedos. Yrsa ya se había dado media vuelta, convencida de que él obedecería sin protestar. Y tal vez por primera vez desde que puso un pie en el Red Viper, sintió que tenía en sus manos algo más que simples dibujos: una oportunidad.

Pensó en Grace. En cómo lo miraba siempre con esa mezcla de prudencia y desconfianza, como si aún no supiera qué lugar merecía dentro de su tripulación. Si lograba crear un mascarón digno del navío, algo que simbolizara la fuerza y el espíritu de todos, quizá entonces podría ganarse su confianza, dejar de ser un invitado tolerado y empezar a ser parte de verdad de aquella familia de lobos de mar.

Sonrió, apenas un gesto torcido, y se inclinó sobre el cuaderno. Esta vez no se contuvo, dejó que la mano se moviera sin cadenas, trazando líneas firmes y seguras, dejando que la inspiración fluyera como una corriente que lo arrastraba mar adentro. No importaba el cansancio ni la presión; solo el deseo de demostrar lo que valía.

Y así, sin pensar más, se dejó llevar.

Quienes sí pensaban, y mucho, eran Grace y el resto de la tripulación escogida para la incursión. Se ocultaban en un callejón húmedo, con las paredes cubiertas de moho y el sonido distante del puerto retumbando como un eco apagado. Frente a ellos, en lo alto, se alzaba la fortaleza española. Ningún resplandor de antorchas, ningún paso marcial en las murallas, ningún mosquete asomando tras las almenas.

Estaba abandonada. Silenciosa. Muerta. Y sin embargo, aquel vacío imponía más respeto que un ejército. Tal como les había advertido el Perro, el poder del Rey Negro era tan absoluto que ya no necesitaba soldados ni cañones para proteger su guarida. Bastaba con su nombre, con el miedo que imponía su simple presencia.

Grace se inclinó hacia el borde del muro desconchado del callejón, asomando apenas la cabeza. Su melena rojiza se mezclaba con la sombra, y sus ojos escrutaban el bastión vacío. Más abajo, Yara imitó el gesto, encogida contra la pared, y alzó la vista hacia ella.
  • ¿Estás segura de que la concha de Yemayá está ahí dentro? - preguntó en un susurro, como si temiera que hasta las piedras pudieran escucharla.
Grace no respondió con palabras. Sacó despacio la brújula de su bolsillo y la mostró a la yoruba. La aguja vibraba con vida propia, ignorando el norte, señalando firme hacia el corazón del fuerte.

Yara siguió la línea invisible que trazaba aquel artefacto, hasta perderla en las murallas mudas y frías. Tragó saliva, crispó los dedos contra la piedra y murmuró:
  • Maldita suerte la nuestra…
Grace se giró hacia el callejón y se puso en cuclillas, atrayendo la atención de todos. Uno a uno se acercaron, imitando su gesto; la oscuridad los obligaba a hacerse pequeños ante la enormidad de la fortaleza. Cortés apoyó una rodilla en el suelo, Macfarlane a su lado se apoyó en su hombro, Vihaan se inclinó con un oído atento y mirada decidida, absorbiendo hasta el más mínimo sonido del puerto.

Grace los miró a todos, evaluando sus rostros en la penumbra. Cada gesto, cada respiración contenida, decía más que las palabras. El silencio se volvió palpable, cargado de expectación y miedo; incluso las sombras parecían arremolinarse entre las paredes húmedas del callejón.
  • Con el señuelo de Diego ya nos hemos quitado de encima a Montoya y a Leclair - dijo Grace, planteando la estrategia con voz baja - Eso nos dará cierta ventaja.
  • Aún quedan Drake y Malvaric, sin contar al espeluznante Grimm - replicó Vihaan.
  • Ese maldito predicador… - masculló Macfarlane - Rezo por no encontrármelo; su sola presencia me perturba el alma.
Todos intercambiaron miradas, recordando al monstruo envuelto en cadenas. Grace rompió el mal augurio con la determinación que la caracterizaba en los momentos más cruciales:
  • Si hacemos las cosas bien, no tenemos por qué encontrarnos con nadie. No vamos a luchar: entraremos, robaremos y saldremos antes de que nos vean.
  • ¿Cómo diablos vamos a encontrar la concha de Yemayá? - preguntó Aibori - La casa del gobernador se ve enorme desde aquí.
Grace sacó el Vodrial Shardeth y lo sostuvo en la palma de la mano.
  • Eso no va a ser un problema - dijo - Solo tenemos que dejarnos guiar; la brújula nos mostrará el camino.
  • Perfecto - asintió Yara - ¿cuál es el plan entonces?
Grace asintió, decidida, y explicó su idea.
  • Dentro entraremos Yara, Akuma, Shinrei y yo.
  • ¿Solo cuatro? - interrumpió Macfarlane, alarmado - Es muy poco capitana; es peligroso.
Grace le apoyó la mano en el hombro para calmarlo.
  • Precisamente por eso lo haremos así: tenemos que ser silenciosos. Yara es la mejor ladrona que conozco y no hay nadie mejor que las gemelas para cruzar sin llamar la atención.
Macfarlane asintió, sin estar del todo convencido, y ella continuó.
  • Vihaan y Aibori nos esperarán fuera del fuerte, con los dos caballos listos para salir corriendo. ¿Conseguiste lo que te pedí, Vi?
Vihaan metió la mano en el zurrón y sacó una concha normal mostrándosela a los demás. Era una concha marina en forma de trompeta: el brillo nacarado cortado por vetas oscuras, curvada en espiral hasta una boquilla perfecta.
  • Si las cosas se complican - dijo Grace sosteniéndola en sus manos - Yara y yo llevaremos cada una una concha: una llevará la verdadera y otra la falsa.
  • Buena idea - sonrió Cortés - Divide y vencerás, capitana.
  • Así es amigo. Les obligaremos a seguirnos a las dos, sin saber quien lleva la concha verdadera.
Con el dedo dibujó un plano sencillo de la ciudad en vista cenital sobre la tierra húmeda del callejón. Todos bajaron la vista para entender bien el plan de huída.
  • Si esto es el fuerte - señaló - la que lleve la concha falsa saldrá por aquí, - marcó un camino que llevaba hacia el norte de la isla - hacía los acantilados. Bishnu, tú esperas allí para devolvernos al Red Viper. ¿Podrá el Mulakaboko llevar dos jinetes y un caballo?
  • No habrá problema, capitana - respondió Bishnu tranquilo, apoyado sobre su bastón mágico.
  • ¿Seguro que estará cuando lo necesitemos, verdad? - sonrió Grace.
Bishnu puso su oido sobre la madera cambiante, fingiendo que el bastón le hablaba.
  • Dice que no tiene planes para esta noche - rió el Anciano con sorna.
Todos dejaron escapar una sonrisa corta, cortada rápidamente por la voz de la capitana y los nervios presentes.
  • La que lleve el Èkó Yemayá - siguió Grace - bajará por la calle principal. Ahí entráis vosotros en juego. Macfarlane, Cortés: necesito que montéis una distracción, una pelea, una bronca - miró al contramaestre, sabiendo que el escocés era el más indicado para esa parte del plan - Lo que sea que atraiga miradas y saque a la gente a la calle.
Macfarlane escupió al suelo, lanzó un codazo al español con una sonrisa torva y dijo:
  • No habrá problema, capitana. Se lo aseguro.
Akuma, que vigilaba la entrada del callejón, habló sin levantar la voz:
  • Tampoco hace falta que montéis una guerra civil.
Todos la miraron un instante. Hubo una pausa, y luego Aibori susurró, medio confundida:
  • ¿Eso ha sido una broma?
Una risa contenida recorrió el grupo; no querían alzar demasiado la voz, pero el humor quebró por un segundo la tensión. En cuanto la sonrisa se disipó, volvieron a concentrarse: los nervios se sentían en cada respiración.
  • Bhagirath e Yrsa - dijo Grace organizando - tendrán todo preparado para partir en cuanto lleguemos al puerto. Halcón cubrirá nuestra retirada desde la cofa. Bum‑Bum ya ha dispuesto unos barriles de pólvora estratégicamente colocados.
Macfarlane, curioso y con ese dejo de incredulidad que siempre lo acompañaba cuando hablaban de los inventos del niño, preguntó:
  • ¿Qué ha inventado esta vez? Espero que no sea como la última vez…
Grace sonrió, y Yara contestó con un brillo travieso en los ojos:
  • Bombas de humo picantes.
Cortés frunció el ceño, extrañado:
  • ¿Qué demonios es eso?
  • Humo para que no nos vean - explicó la cubana con calma - y picor para que no avancen.
Vihaan cerró los ojos un instante, luego dijo con admiración:
  • Ese niño es un genio.
Grace los miró a todos de nuevo, repasando los rostros y las armas, comprobando mentalmente que nada faltara y que todos hubieran entendido.
  • ¿Todos listos entonces? - preguntó.
La tripulación respondió con un murmullo afirmativo y un asentimiento en silencio. El momento era de concentración, de disciplina contenida.

La capitana se puso en pie:
  • Pues vamos allá. Sed precisos, sed silenciosos, pasad desapercibidos y ceñiros al plan.
Mientras la tripulación se dispersaba para cumplir cada parte del plan, Cortés y Macfarlane se quedaron en medio de la calle, observando cómo sus compañeros partían. El español clavó en el escocés una mirada jocosa y dijo en voz baja:
  • Vamos a robarle a un rey, escocés. ¿No estás nervioso?
Macfarlane le dio unas palmadas en el hombro y, con orgullo áspero, respondió:
  • ¿Nervioso yo? Que se lo pregunten a los reyes ingleses, compañero. Los escoceses no solemos pedir permiso para tomar lo que merece el pueblo. Si un trono se interpone entre nosotros y lo que es justo, lo derribamos - y añadió, con esa sonrisa de quien conoce viejas rebeliones - Además, ¿qué es un rey sino un hombre con más barro en las botas que honradez en la boca?
Cortés le pasó el brazo por encima del hombro y lo empujó hacia la taberna con un gesto que era a la vez complicidad y empujón de viejo compañero.
  • Brindo por eso, amigo, y por cada maldito rey que pierda su fortuna - dijo, con la voz grave y el vino asomando en los ojos.
Macfarlane lo estrechó en un abrazo rudo, la carcajada explotándole en el pecho como un tambor de guerra.
  • Esta vez invitas tú, español - replicó, con esa mezcla de burla y cariño que sólo conocen los hermanos de armas.
Cortés le devolvió la broma, sacudiendo la cabeza mientras abrían la puerta de la taberna:
  • Esta y las últimas cuatro, viejo avaro.
La puerta se abrió a una bocanada de humo, sudor y voces. La luz amarilla de las velas rebotaba en barriles, en copas, en caras curtidas por el mar. Por un instante, el murmullo se detuvo; hubo miradas que se apartaron, curiosas, y otras que sonrieron cómplices al verlos llegar.

Se internaron entre mesas pegajosas y tablones que crujían, empujando sillas con la misma naturalidad con la que un hombre respira. Macfarlane clavó la mirada en los parroquianos, y su risa, profunda, fue contagiando a su alrededor: algunos hombres alzaron los brazos, otros hicieron una mueca de advertencia y unos pocos, los que buscaban pelea o compañía, se levantaron con ansias.

Cortés y Macfarlane sabían perfectamente que debían hacer. Tan solo ser ellos mismos. Avanzaron como dos torbellinos: palmaditas en la espalda, guiños, un vaso que se alzó de más y que acabó derramando su ron sobre la mesa, eran dos niños en su elemento. Dos piedras lanzadas en un estanque tranquilo; por donde pasaban, el ruido crecía, las conversaciones se enredaban, el humo giraba en remolinos cómplices.

Entraron dispuestos a abrazar al caos que les correspondía por nacimiento: insultos jocosos, apuestas que crecían como llamas, taburetes que se alzaban en improvisadas tribunas. Rieron, brindaron y, sin demora, comenzaron a enredar a la gente en su plan, una pelea fingida aquí, un desafío allá, hasta transformar la taberna en el hervidero perfecto para la distracción que necesitaban.

Los ojos de Macfarlane brillaban con esa alegría salvaje que sólo da la confianza de un pueblo que ha probado el riesgo y lo ha vencido. Cortés, con una sonrisa más serena, alzó la copa y la chocó con la del escocés: el choque sonó claro, como la promesa de una noche en la que iban a devolver al mundo el ruido que se merecía.

Vihaan y Aibori avanzaban en silencio, cada uno con las correas de un caballo en la mano, siguiendo el paso tranquilo de Bishnu. El anciano caminaba erguido, como un predicador en procesión, murmurando versos que parecían plegarias, mantras antiguos que sólo él comprendía. La cadencia de su voz envolvía a los tres en una falsa solemnidad, disfrazando su avance como si fueran un cortejo piadoso en plena noche.

Unos metros más adelante, Yara y Grace representaban otra escena. Paseaban de un lado a otro de la calle empedrada, balanceando las caderas con descaro, riéndose a carcajadas como dos cortesanas que buscaban diversión. Los marineros ebrios que encontraban en su camino recibían piropos venenosos: a los apuestos, promesas juguetonas, y a los más feos, burlas crueles sobre el tamaño de sus “tesoros”. Cada carcajada era una cortina de humo, cada palabra un clavo más en el disfraz.

Pero no todas las piezas del plan estaban a ras del suelo, no todas eran alumbradas por los fanales.

Arriba, sobre los tejados de madera húmeda y tejas mal encajadas, las gemelas Akuma se movían como sombras que el ojo humano no podía atrapar. Un gato curioso habría levantado las orejas al sentir la vibración de sus pasos ligeros, pero ningún hombre reparaba en ellas.

Shinrei, envuelta en la penumbra, saltó silenciosa de un alero a otro. Al caer, alzó la mirada y encontró los ojos de su hermana. Akuma ya la estaba esperando, agazapada en lo alto de una chimenea, con la sonrisa apenas marcada bajo la tela oscura que cubría su rostro.

No hubo palabras. No las necesitaban. Una inclinación de cabeza, una media sonrisa, el brillo de sus pupilas: toda una conversación muda entre dos depredadoras que habían compartido más noches como esta de las que podían recordar.

Se movieron al unísono, como reflejos de un mismo cuerpo. Un salto limpio, una rodilla que rozó la madera sin hacer crujir las vigas, y otra sonrisa compartida antes de volver a fundirse con la oscuridad.

Ellas no actuaban como parte del plan. Ellas eran el plan en sí mismo: invisibles, letales, disfrutando en secreto la complicidad de saberse indetectables.

En el puerto, mientras la noche se estiraba como un lienzo negro, Ren trazaba líneas sobre un cuaderno gastado y Yrsa lo observaba con esa mezcla de rudeza y ternura que sólo ella sabía conjugar. Sus manos manchadas de carbón buscaban formas, bocetos, un mascarón de proa que aún no existía y que sin embargo ya habitaba en su imaginación. Yrsa, con la paciencia de quien forja acero, lo animaba sin palabras, mientras se preparaba para trabajar.

Los sabios afirman que lo que nos hace humanos es el uso de la razón. Pero en realidad, esa no es la arma más poderosa que poseemos. Lo que nos hace ser tan especiales, es la capacidad de crear, de transformar los sueños en realidad. De imaginar lo que aún no existe y darle vida a los sueños. La mayor arma del ser humano es, sin duda, el arte.

Y al mismo tiempo, en las callejuelas y los tejados, el resto de la tripulación hacía lo mismo… aunque con otro lenguaje.

Lo que Cortés y Macfarlane preparaban en la taberna no era sólo una trifulca: era la escultura viva del caos, un martillazo a las costumbres, un cincel que tallaba en las entrañas del pueblo el fuego del desorden. El arte de prender chispas en corazones ebrios, de convertir la risa y la rabia en un mismo canto desentonado.

Las Akuma, allá arriba, practicaban otro arte: el de las sombras, el de la invisibilidad. Tejían una danza secreta sobre los tejados, bordando con pasos ligeros un tapiz de sigilo y complicidad. Cada salto era un trazo invisible en un cuadro que nadie vería, pero que permanecería en la memoria de quienes compartían ese vínculo silencioso.

Grace, Yara, Vihaan, Bishnu… todos interpretaban sus papeles en el escenario de la noche. El disfraz de las cortesanas, la solemnidad de los falsos monjes, la brújula que marcaba el rumbo como un pincel que dicta hacia dónde debe extenderse el color. No eran ladrones: eran pintores de destinos, compositores de azares.

No era la razón lo que los definía, ni la fuerza, ni siquiera la ambición. Era el arte.

El arte de dibujar en la madera un mascarón que desafiaría al mar.
El arte de ocultarse tras una máscara, de vivir mil vidas en una.
El arte de robar al poderoso lo que nunca mereció poseer.
El arte de huir, de inventar distracciones, de transformar la debilidad en ingenio.

Cada uno de ellos, a su manera, creaba.
Cada acción, por arriesgada o vulgar que pareciera, era en realidad una pincelada en una obra de arte.
Y así, entre sombras y carcajadas, entre madera tallada y conchas sagradas, entre planes imposibles y sueños compartidos, se hacía evidente la verdad:

Todo, absolutamente todo, era arte.
Y ellos, sin saberlo del todo, eran los artistas de una epopeya que el mundo nunca olvidaría.

Grace se detuvo frente a la puerta de la fortaleza. La madera vieja se movía y crujía empujada por el aire, como si un susurro antiguo les advirtiera del peligro. Alzó la mano y agarró la de Yara. Su amiga, su hermana, se la apretó con fuerza. Ambas sintieron el sudor en sus palmas, el temblor de sus dedos. Ninguna habló, no hacía falta: la certeza estaba en el contacto.

Giró la cabeza hacia atrás.

A un lado del camino, Aibori montaba su caballo con la serenidad y la elegancia que solo una guerra amazona podía portar. Parecía una estatua tallada en la penumbra, orgullosa e inquebrantable.

Al otro lado estaba Vihaan: su amor, su vida, el padre de su hijo. Sus ojos se cruzaron en silencio; no hubo palabras, pero en esa mirada estaba todo lo que debía decirse: vuelve… haz lo que sea necesario, pero vuelve viva. Más allá, el anciano Bishnu se perdía en la oscuridad, avanzando suavemente sobre su bastón, acompañado por la brisa como por un viejo amigo que nunca lo abandonaba.

La puerta se abrió con un gemido, y en la penumbra Grace distinguió los ojos de las gemelas. Estaban listas, brillantes, con esa chispa traviesa que precedía siempre a sus juegos mortales. Para ellas, aquello no era un asalto: era un juego que conocían de memoria.

Por último, volvió la vista a Yara. Ella le devolvió una sonrisa ladeada, una mueca de seguridad, y en esa curva de labios Grace reconoció algo más: un eco de la infancia, un recuerdo de aquellas dos niñas que robaban pan y monedas para sobrevivir un día más.

Ya no había marcha atrás.
Iban a hacerlo.
Iban a robarle al Rey Negro su poder.
Iban a desafiar al pirata más temido de los siete mares.

El Español Errante surcaba las aguas cerca de la costa, aprovechando las corrientes que lo empujaban mar adentro. El mascarón de proa parecía cortar la bruma, y la fragata ligera se movía con la elegancia de un depredador que se sabe observado.

Diego estaba al mando del timón, la mirada clavada hacia atrás cada pocos instantes. Sus ojos oscuros se estrechaban, como si intentara leer la intención del horizonte. A su lado, Will, apoyado en la borda, rompió el silencio:
  • No hay nadie siguiéndonos, capitán. Creo que les hemos dado esquinazo.
Diego negó con la cabeza lentamente, los nudillos blancos de tanto aferrar la rueda del timón. Su voz fue grave, como si masticara una certeza amarga:
  • No cantes victoria aún, ‘Hacha’. Quien nos sigue no son piratas corrientes. Son el ‘Lobo’ y el ‘Silencio del mar’. No necesitan mostrarse. Saben esperar… saben morder cuando menos lo esperas.
Will tragó saliva, mirando de reojo el horizonte vacío.
Diego se incorporó, alzando la voz para que todos los marineros lo escucharan:
  • ¡Quiero a todos con los ojos abiertos! ¡Cañones cargados, mosquetes preparados! ¡Ni un alma despistada en este barco!
Los hombres se movieron como un engranaje aceitado por el miedo. Barriles de pólvora rodaron hasta los cañones, se llenaron cartucheras, y los marineros subieron a las cofas con sus catalejos, oteando cada rincón de la costa y cada sombra en el mar.

La tensión era un manto que cubría la cubierta. El crujido de la madera, el murmullo de las velas, incluso el graznido de una gaviota parecía un presagio. El viento traía olor a sal y a pólvora, como si el combate ya estuviera escrito en el aire.

Diego no apartó los ojos de la estela del barco. Sabía que estaban ahí, escondidos en algún lugar, invisibles al ojo común. El lobo y el fantasma. La Sombra Roja y Le Fantôme Gris. Cazadores pacientes.
  • Mil ojos abiertos - repitió entre dientes, más para sí que para los demás - Mil ojos, si no queréis ser devorados en mitad del silencio más espantoso.
El Madra Ifrinn avanzaba a media vela, siguiendo la estela del Español Errante, que se recortaba en la distancia contra la costa. Desde cubierta, podían distinguir la fragata del español, avanzando con calma tensa, como un pez que sabe que en cualquier momento puede ser devorado.

Snatch estaba sentado en un barril junto a la borda, haciendo girar una moneda de oro entre sus dedos. La lanzaba al aire, la atrapaba, la volvía a girar, repitiendo el gesto una y otra vez. El tintineo metálico era lo único constante en medio del rumor del mar. Sus ojos seguían el Errante, pero en su interior hervía la impaciencia.
  • No hay rastro de ellos - gruñó al fin - Si esos bastardos iban a dar caza, ya habrían aparecido. Quizás Montoya y Leclair se lo pensaron dos veces al vernos y dieron media vuelta.
A su lado, el Perro permanecía erguido frente al timón, encorvando apenas los hombros como si cargara con un peso invisible. De repente, detuvo su respiración y levantó la cabeza, como un sabueso en plena pista. Su pecho se agitó, olfateando el aire con violencia.


Snatch frunció el ceño, dejando de mover la moneda.
  • ¿Qué diablos hace ahora, capitán?
El Perro no contestó. Inspiró hondo, una y otra vez, hasta que sus labios se abrieron en una sonrisa lenta, torcida.
  • Allí… - dijo con un hilo de voz rasposa, mirando hacía estribor - Allí están.
Snatch se incorporó, la moneda atrapada en su puño. Su vista perdida en la oscuridad.
  • ¡Ahí no hay nada, jefe!
El Perro volvió a aspirar. Sus ojos, abiertos como los de un loco, brillaban en la penumbra de la cubierta.
  • Huelo la muerte… - susurró - A sudor rancio de marinero, a pólvora húmeda de cañón. Ese maldito hedor que dejan los barcos antes de morder.
Señaló con un dedo huesudo hacia un tramo vacío de mar.
  • Uno de los dos navíos está ahí, escondido. Aunque se disfrace de silencio, el mar me lo trae. El mar nunca miente.
El sonido de la moneda cayó seco contra el barril, y Santch lo miró en silencio, un escalofrío recorriéndole la espalda. En el rostro del Perro no había duda, solo esa certeza salvaje, aterradora.
  • Pues que lo traiga, entonces - masculló Santch, recogiendo su moneda - Y que se prepare, porque no somos nosotros los que vamos a sangrar esta noche.
El Perro mantenía la vista clavada en ese tramo vacío del mar, respirando lento, con la mandíbula tensa. Su sonrisa torcida se deshizo en un rictus grave, casi solemne. Giró apenas la cabeza hacia Santch y murmuró con esa voz ronca que parecía nacer de las profundidades:
  • Precaución, viejo y fiel amigo… lo que nos sigue no es un navío común. Es la sangre llamando a la sangre.
La moneda se detuvo en el aire y cayó en la palma de Santch con un chasquido seco. Lo miró de reojo, sin decir nada, pero la seriedad en el gesto del Perro lo atravesó como un cuchillo.

El mar, oscuro y aparentemente tranquilo, parecía contener la respiración con ellos.

Continuará…
 
Después de lo que le hicistes a nuestro Jordi, no nos fiamos mucho de ti. 😂😂
Pero bueno, de momento son una familia fuerte, que se protegen unos a los otros, pero están siempre tentando al peligro y a veces a la muerte y eso es muy peligroso.
 
Después de lo que le hicistes a nuestro Jordi, no nos fiamos mucho de ti. 😂😂
Pero bueno, de momento son una familia fuerte, que se protegen unos a los otros, pero están siempre tentando al peligro y a veces a la muerte y eso es muy peligroso.
Si te contara la de veces que me he sentido tentado de matar a alguien, jajajaja
Lo que pasa que de momento no he encontrado el momento...
El problema de la muerte de Jordi, más que el cariño que le puedas tener al personaje, es que no tiene mucho sentido. Me di cuenta luego de escribirlo, que murió un poco de forma aleatoria, como que podría haber sido tanto él como otro.
Esta vez quiero hacer las cosas bien, que una muerte tenga un significado más profundo.
Tampoco os quiero meter el miedo en el cuerpo eh! Tan solo decir que la opción esta ahí jaja
 
Capítulo 52 - Sombras, ladronas y un cuervo traidor: Una alianza en la oscuridad
  • Tardan demasiado… - susurró Yara, con los ojos clavados en la negrura del interior de la hacienda - deberíamos entrar y ayudarlas.
  • Tranquila, volverán - contestó Grace, aunque ni ella misma estaba del todo convencida - Si entrásemos solo empeoraríamos las cosas. Confía en las gemelas, saben lo que se hacen.
Las dos aguardaban en la puerta que daba acceso a la casa del gobernador. Permanecían agazapadas, cada una en un extremo del umbral, como cazadoras al acecho. Mientras Gipsy, agarrado al hombro de la capitana, observaba con los ojos abiertos la casa abandonada. Dentro, el silencio reinaba con una calma tan antinatural que helaba la sangre. El aire olía a humedad, a madera podrida y a polvo viejo que nadie había osado perturbar en años.

Las gemelas habían partido en misión de reconocimiento. Según la brújula de Grace, el camino marcado descendía por una abertura estrecha en la pared de madera junto a la escalinata, que se hundía hacia la oscuridad como la garganta de un monstruo. Akuma se había encargado de explorar la planta baja y la entrada al sótano, mientras Shinrei ascendió con la ligereza de un espectro para revisar la parte superior.

La capitana sintió un escalofrío bajo la noche cerrada. Alzó la vista hacia una de las ventanas de arriba. El viento se colaba por los tablones rotos y hacía que las cortinas, deshilachadas y mugrientas, ondearan hacia fuera como si quisieran huir de aquel lugar. Cada crujido de la madera y cada golpe de corriente se convertía en un susurro macabro, en un eco de pesadilla que recordaba a las historias de fantasmas y casas embrujadas que la capitana había escuchado de niña.

De pronto, una sombra se deslizó junto a la puerta y se materializó en la figura de una de las japonesas. Envuelta en telas oscuras hasta la nariz, era imposible distinguir cuál de las dos era hasta que habló:
  • El Rey Negro está en la planta de arriba, en su habitación. Borracho y dormido como un recién nacido - susurró Shinrei, con su voz helada - He revisado cada habitación: no hay rastro de los otros dos.
  • ¿Está fuera de juego? - preguntó Grace, con el ceño fruncido - ¿Estás segura?
  • A juzgar por las botellas vacías apiladas junto a su cama… sí, estoy segura.
  • ¿Algún rastro de la concha?
  • Nada capitana… He revisado cada habitación y no he encontrado rastro del objeto.
  • Mierda - La capitana dejó escapar un leve suspiro - Esperemos que tu hermana traiga mejores noticias.
Las tres aguardaron en silencio, con los nervios tensando cada fibra de sus cuerpos. Sus ojos recorrieron el recibidor, iluminado apenas por la luz mortecina de la luna que se filtraba entre los cristales rotos. La escalera carcomida se alzaba en espiral, crujiente, como si en cualquier momento fuese a desplomarse. Al fondo, las paredes desconchadas mostraban manchas negras de humedad que parecían rostros deformes mirándolas desde la penumbra. El suelo estaba cubierto de polvo, fragmentos de cerámica y cristales quebrados que chasqueaban bajo el viento. La casa no era solo un edificio en ruinas: era una advertencia, un lugar que parecía respirar oscuridad.
  • Ahí está… - susurró Shinrei, sus ojos rasgados fijos en la oscuridad como si pudieran atravesarla.
Grace y Yara apenas distinguían sombras, pero pronto reconocieron la voz de la otra gemela. El mismo tono, la misma cadencia gélida que helaba la sangre.
  • Tenemos un problema - murmuró Akuma, acercándose y apoyando una mano en el hombro de su hermana.
  • ¿Qué tipo de problema? - preguntó Grace, con el ceño fruncido.
  • El tipo de problema que hecha todo el plan a perder, capitana.
  • ¡Explícate! - ordenó Grace.
  • El sótano está vacío… pero he encontrado unas marcas en el suelo, ocultas tras una estantería repleta de cajas de ron.
  • Un pasadizo secreto… - murmuró Shinrei.
Akuma asintió con lentitud.
  • Hay un túnel excavado en la roca. Empieza en esta casa y termina en una cueva oculta que da acceso al mar. Allí tienen un embarcadero escondido. Y lo vigilan el hombre de las cadenas… y el de la pluma en el sombrero.
  • Grimm y Drake… - gruñó Grace - Maldita sea. ¿Has encontrado alguna pista del Èkó?
  • No. Pero junto al muelle, donde reposan los tres navíos, he visto una puerta reforzada, tallada en la misma roca, bajo llave.
Yara no pudo evitar dar un respingo de felicidad.
  • Una gruta secreta, una puerta con llave… - rió con ironía - No hace falta ser adivina, Grace. Debe estar ahí, seguro.
  • El problema es quién tiene esa maldita llave - murmuró Grace.
Shinrei se dispuso a volver a subir, segura de que la portaría el Rey Negro, tal vez estuviera en su escritorio, en algún cajón de su habitación o colgada de cuello. Pero Akuma la detuvo, como si pudiera leerle los pensamientos, y negó con la cabeza.
  • La llave la tiene el Predicador, colgada del cinto junto a su evangelio. Pero ese no es el verdadero problema. - Akuma se acercó un poco más a ellas - Sin que me vieran me acerqué a la puerta. Y lo que escuché dentro es realmente lo inquietante.
  • ¿Qué has oído, fantasma? - preguntó Yara, cruzándose de brazos.
La yoruba imaginó monstruos: un perro enorme de tres cabezas, esqueletos vivos armados hasta los dientes, horrores de cuentos de infancia. Pero la respuesta de la asesina fue más simple… y mucho más perturbadora.
  • Cuervos - Akuma la miró fijamente - El escondite está lleno de cuervos.
Yara arqueó una ceja, desconcertada.
  • ¿Qué? ¿Me estás diciendo que te infiltras en la guarida de los piratas más temibles sobre la faz de la tierra, te cruzas con ese monstruo encadenado… y lo que te asusta es una bandada de cuervos?
  • No son simples cuervos, Yara. Están adiestrados. Apenas me acerqué al umbral, chillaron todos a la vez. Un estruendo capaz de despertar a los muertos. Escapé de milagro.
Grace le sujetó la rodilla con fuerza.
  • ¿Te vieron?
  • La duda ofende, capitana. Nadie puede verme, estoy entrenada para ello. Pero el hombre de la pluma… sospecha.
  • Da igual - dijo Yara, tensa pero práctica - Sabemos donde está la llave. Que las gemelas se encarguen de esos dos idiotas, robamos la concha y nos vamos al infierno si hace falta.
Akuma bajó la vista.
  • No es tan sencillo.
El silencio cayó como un cuchillo.
  • ¿Cómo que no? - Yara entrecerró los ojos - ¿Por qué?
  • Aunque robemos la llave sin que nos vean y consigamos cruzar la puerta… Los cuervos nos delatarían. Las sombras no servirán de nada, esta vez.
  • Pues luchemos, somos cuatro contra dos - bufó Yara, incrédula.
Fue Shinrei quien respondió, con voz grave, mientras Akuma asentía en silencio al escuchar sus palabras.
  • Dōbutsu no koe…
Yara parpadeó, mientas Akuma asintió con cierta pesadez.
  • ¿Y eso qué significa?
  • Es una disciplina shinobi - explicó Shinrei - Se dice que los maestros más experimentados, tras años de duro entrenamiento y práctica sin descanso, llegan a entender el lenguaje de los animales.
Grace y Yara se miraron con incredulidad.
  • ¿Hablar con pájaros? - bufó Grace, sarcástica - No me vengas con cuentos de taberna.
  • No es ninguna leyenda - respondió Akuma, firme - Y no se trata de hablar… Si no de entender sus palabras y usarlos en tu beneficio. El hombre de la pluma, lo he visto con mis propios ojos, tiene a esos cuervos adiestrados. Se detuvo unos instantes cerca de la puerta, como si entendiera sus graznidos.
El silencio volvió a caer entre ellas. Solo el ulular del viento en las ventanas rotas acompañaba la tensión.
  • Entonces… ¿Sabe que estamos aquí? - preguntó Grace asustada.
  • No. Solo sabe que alguien o algo merodea por su guarida - respondió Akuma.
  • Es lo mismo, - gruñó Yara - El plan se ha ido a la mierda. Dejemos el sigilo y enfrentémosles de cara.
Grace negó con la cabeza.
  • No… no podemos hacerlo, Yara. Si los cuervos dieran la voz de alarma, nos veremos obligados a enfrentarnos a toda la flota de la Mano Negra. Por eso debemos hacerlo en sigilo. Estamos en su reino, el Rey Negro controla el mar del Caribe y solo dios sabe que más… No podemos vencerles en combate abierto.
  • De acuerdo… - dijo la yoruba de mala gana - ¿Entonces que hacemos?
La capitana pensó unos segundos en silencio, intentando encontrar una solución.
  • ¿Habían más hombres a parte de los dos capitanes?
  • No lo sé, capitana - respondió Akuma - no me dio tiempo a revisar las embarcaciones.
  • Entonces… Nos la tenemos que jugar, no queda otra.
  • Grace - dijo Yara sujetando su hombro - sabes que soy la primera en lanzarme de cabeza a cualquier misión suicida que trames, pero tu misma has dicho que no podemos ser detectadas. No podemos bajar ahí e improvisar como hacemos siempre.
  • Tranquila, tengo un plan - sonrió la capitana - Arriesgado sí, pero creo que puede funcionar.
Todas se acercaron más a ella para escuchar lo que había pensado. Y aunque claramente era peligroso, supieron que no tenían muchas más opciones.

Las cuatro cruzaron la sala principal con la cautela de felinos en terreno ajeno. El suelo crujía bajo sus pasos, y cada eco parecía un disparo en medio del silencio sepulcral. La brisa se filtraba por las rendijas de las paredes derruidas, agitando las cortinas desgarradas y llenando el aire de un murmullo inquietante. Cruzaron la puerta y empezaron a bajar las escaleras en un silencio casi sepulcral.

Akuma iba en cabeza. Avanzaba despacio, probando cada tablón con la punta del pie antes de apoyarse por completo, midiendo el peso de su cuerpo con precisión de funambulista. De cuando en cuando, giraba el rostro y levantaba apenas la mano, indicando con gestos mínimos dónde debían pisar Grace y Yara para evitar el crujido de la madera. Ambas seguían la señal en un silencio absoluto, conteniendo hasta la respiración.

Detrás de ellas, Shinrei cerraba la marcha. Sus ojos rasgados no se apartaban de la oscuridad de la retaguardia, como si esperara que en cualquier momento algo emergiera de las sombras para caerles encima.

Descendieron poco a poco, tragados por la penumbra, hasta el sótano. Allí el aire estaba enrarecido, cargado de humedad y olor a piedra vieja. El lugar parecía saqueado: muebles rotos, botellas vacías, cofres abiertos sin contenido, telarañas que colgaban como velos grises en las esquinas. Nada quedaba salvo la inquietante sensación de que aquello era un escenario abandonado a propósito.

Se detuvieron frente a la estantería señalada por Akuma. A simple vista no parecía nada especial, solo madera carcomida por la humedad y repleta de botellas de ron empolvadas. Pero bajo aquella apariencia inofensiva, ocultaba el pasadizo secreto que las conducía al embarcadero.

El demonio adelantó una mano, lista para correr la estantería. Pero de repente se detuvo. Sus músculos se tensaron. Sus ojos, agudos como cuchillas, se fijaron en un punto invisible.

Entonces, sin decir palabra, se movió con la rapidez de una pantera. Rodeó a Grace y a Yara, las atrapó por los hombros y las empujó bruscamente hacia la oscuridad. Con ambas manos les cubrió la boca, sofocando hasta el más leve aliento que pudiera delatarlas. Al mismo tiempo que Grace habría su camisa para que Gipsy se escondiera dentro.

Shinrei, entendiendo al instante, se desvaneció en las sombras como un fantasma, al otro extremo de la estancia, sus dedos rozando la empuñadura de su hoja.

Un segundo después, la estantería comenzó a moverse… desde el otro lado. La madera crujió en la penumbra, revelando un resquicio de luz y la amenaza de lo que estaba a punto de entrar.

La estantería se desplazó lentamente, rechinando sobre la piedra húmeda, y por el hueco emergió la silueta de un hombre. Drake el ‘Cuervo', con su sombrero ladeado y aquella mirada que siempre parecía al borde de la burla, se deslizó al interior del sótano. La penumbra lo envolvía como si fuera su elemento natural. Con un gesto medido, volvió a cerrar la puerta secreta tras de sí, pero antes de ajustarla por completo, silbó suavemente.

Un batir de alas rompió el silencio. Un cuervo descendió como un dardo negro y fue a posarse sobre su hombro izquierdo. El ave inclinó la cabeza, expectante, mientras su amo alzaba los labios como si fuera a dar un beso. Entre ellos asomó la punta blanquecina de un gusano, que Drake sostuvo con calma hasta que el animal lo atrapó de un picotazo certero.

El ave gorjeó un graznido áspero y, como agradecimiento, golpeó la mejilla de su dueño con pequeños picotazos juguetones. Yara, desde la oscuridad, se estremeció; el gesto, mezcla de ternura y perversión, le revolvió el estómago.

Drake dio dos pasos hacia la salida, pero de pronto se detuvo. Su sonrisa se torció apenas.
Akuma, oculta entre las sombras más densas del sótano, lo percibió al instante. El cuervo había girado la cabeza en su dirección, sus ojos como carbones encendidos fijándose en ella con una precisión aterradora. Y donde miraba el animal, los ojos de su amo lo seguían.

La calma del capitán se volvió inquietante. Con un andar lento y seguro, empezó a avanzar hacia ellas, cada pisada resonando en el suelo como un reloj que contaba los segundos hasta el descubrimiento.

Pero Shinrei no iba a permitirlo. Silenciosa como un espectro, se adelantó desde la retaguardia, su katana ya desenvainada, la hoja atrapando la escasa luz del sótano como un destello de luna. El aire se tensó, a punto de quebrarse.

El afilado acero cortó el aire con un silencio mortal, como un relámpago sin trueno. La hoja descendía directa a la yugular del Cuervo… pero justo antes del impacto, Drake giró el torso con una gracia imposible, esquivando el tajo como si ya supiera dónde iba a caer.

Shinrei apenas tuvo tiempo de comprender lo que había ocurrido cuando sintió la fuerza de una mano cerrarse en torno a su muñeca. El agarre era brutal, pero lo que más la desarmó fue la precisión. Como si hubiera estado esperándola. Como si aquel hombre pudiera verla.

La asesina abrió la mano, dejando caer la espada con la frialdad del instinto. Antes incluso de que la hoja descendiera un palmo, su otra mano ya la había atrapado al vuelo, lista para lanzar un segundo ataque. Sin embargo, el capitán interceptó su otra muñeca con la misma facilidad. Ahora estaba atrapada, su cuerpo inmóvil, como si fuera un simple muñeco en manos de aquel hombre.

Por primera vez, Shinrei tembló. No podía entenderlo. Nadie, jamás, había leído sus movimientos de esa manera. Era como luchar contra un reflejo que siempre se movía un segundo antes que ella. Era como luchar contra su propia hermana.

Antes de que Grace o Yara pudieran notarlo, Akuma ya no estaba junto a ellas. Se había deslizado hacia adelante, una sombra contra la penumbra, lanzándose a la defensa de su gemela. Atacó sin piedad, haciendo honor al nombre que sus enemigos le habían dado.

Sus ataques eran veloces, fluidos, implacables: una puñalada directa a la sien, un tajo al costado, un giro acrobático que buscaba romper la guardia del enemigo.

Pero Drake no soltó a Shinrei ni un instante. Sujetándola con ambas manos, la utilizaba como un escudo viviente. Cada golpe de Akuma era esquivado con un leve movimiento de hombros, un giro, un paso atrás que colocaba siempre el cuerpo de Shinrei en la trayectoria del ataque. Sus botas golpeaban la madera del suelo con un ritmo marcado, casi musical. Era un baile oscuro en el corazón de aquel sótano, donde cada evasión parecía una coreografía ya ensayada.

Los pies de Akuma trazaban círculos de furia, pero cada embestida era desviada con una rodilla, un leve empuje, un simple desplazamiento de peso. Drake se movía como si todo hubiera ocurrido ya, como si viera el combate desde fuera, intocable. El único sonido era el crujir de los tablones bajo sus pasos y el aleteo inquietante del cuervo sobre su hombro, graznando como si se burlara de ellas.

Akuma se agachó con un reflejo felino; la patada del capitán silbó sobre su cabeza, tan cerca que sintió el aire cortado acariciarle la capucha. Desde el suelo, alzó la mirada, sus ojos acostumbrados a la penumbra buscando un ángulo para contraatacar. Pero lo que vio le heló la sangre.

Los ojos de Drake estaban completamente en blanco. No había iris, no había pupila, solo una palidez lechosa, como la de un muerto. Y, sin embargo, se movía con una precisión imposible. Akuma comprendió al instante: no veía por sí mismo… sino a través del cuervo que reposaba en su hombro. El graznido del animal se mezclaba con cada esquiva, con cada giro, como si marcaran juntos la danza del combate.

Con un gesto rápido, Akuma desenvainó su kunai, sabiendo al fin dónde atacar. Apuntó al ave, la verdadera fuente de aquellos ojos prestados. Pero en el mismo instante, Drake reaccionó como si leyera su pensamiento.

Alzó al vuelo a Shinrei, aún prisionera de sus manos, y, en un movimiento fluido, la hizo girar en el aire. La asesina golpeó con las piernas a su hermana gemela, lanzándola al suelo con violencia. El impacto arrancó un gruñido ahogado a Akuma, que quedó momentáneamente aturdida.

Drake no perdió tiempo. Con un giro rápido, volteó el cuerpo de Shinrei y la pegó contra su torso, aprisionándola. Su mano libre sacó una daga curva y la colocó contra el cuello de la shinobi, tan cerca que un leve temblor podía abrirle la carne.

Retrocedió despacio, arrastrándola con él, sus pasos seguros, su respiración controlada. El cuervo graznó una vez más, agitando las alas como una sombra viva.

Y entonces, con una calma helada que contrastaba con la tensión del momento, susurró:
  • ¿Quién demonios sois… ojos rasgados?
El filo brilló con un destello húmedo en la penumbra, mientras las dos hermanas contenían la respiración, atrapadas en el silencio mortal del sótano.

El capitán no pudo ir mucho más lejos.
El chasquido seco de dos mosquetes amartillados le apuntó directo a la nuca, mientras el frío de una espada descansaba sobre su garganta. El aire se tensó como una cuerda a punto de romperse.

Akuma, aún jadeante en el suelo, se incorporó con los ojos clavados en el cuervo. Su mirada se estrechó, letal. Avanzó un paso, luego otro, y en un destello apenas perceptible para el ojo humano, su mano atrapó al ave por el cuerpo. Con un giro brutal, rápido como un rayo, le quebró el cuello. El chasquido resonó como un disparo en la penumbra.

El animal cayó inerte al suelo, sus alas abiertas como un manto oscuro. En ese mismo instante, los ojos de Drake dejaron de ser dos lunas blancas y recuperaron su color humano. Pero no hubo miedo en su rostro. Solo una sonrisa feroz, la de alguien que se sabe dueño del juego incluso cuando parece perdido.
  • Yo no haría eso, Grace O’Malley… - dijo con voz rasposa y segura, mientras su sonrisa se ensanchaba - Sé que eres tú, capitana. Reconozco tu olor, ese perfume inigualable.
Grace se acercó despacio, con la espada presionando apenas lo justo contra su cuello. Inclinándose hasta su oreja, susurró con voz de hielo:
  • Suéltala… si no quieres morir ahora mismo, Drake.
Él rió. Una risa baja, gutural, cargada de burla y desafío.
  • Está bien, está bien… - murmuró, como si la situación le divirtiera.
Y sin dejar de sonreír, aflojó el brazo y liberó a Shinrei. Dio un paso hacía adelante, luego otro, y alzó las manos despacio, como quien ofrece una falsa rendición. La sonrisa seguía ahí, confiada, insolente, como si supiera algo que ellas aún no.

Drake se giró hacia ellas cuatro, las manos aún en alto, y con un susurro casi divertido dijo:
  • Hablemos…
Aquella sola palabra bastó para que todas las armas se clavaran más contra su cuerpo. El frío de un mosquete en la frente, el filo de un kunai en la garganta, la punta de un sable sobre su corazón y unas manos rápidas registrándolo de pies a cabeza. Uno tras otro, cuchillos, dagas y pistolas ocultas fueron apareciendo y cayendo al suelo con un tintineo metálico.
  • ¿Llevas media armería encima? - murmuró Yara con desdén.
Drake, lejos de inmutarse, dejó escapar una carcajada baja.
  • Si quieres revisar bien, preciosa, justo en la entrepierna llevo otra escondida, mucho más grande… - dijo con descaro.
No terminó la frase. Un puñetazo seco le estalló en el rostro y la sangre le brotó de la boca. Escupió al suelo, se relamió los labios y volvió a sonreír.
  • Buen gancho de izquierda, capitana - susurró, mirándola con sorna.
Grace, que sostenía su sable apoyado justo en su corazón, lo fulminó con la mirada.
  • No hay nada de qué hablar, Cuervo - gruñó con rabia contenida - Así que, dime… ¿Cuales serán tus últimas palabras?
Pero Drake, en lugar de perder la sonrisa, la ensanchó, mostrando los dientes manchados de rojo.
  • Yo creo que sí hay algo de que hablar - respondió con calma venenosa - Además de saber que aún no ha llegado mi hora… también sé lo que buscáis. Sé por qué habéis venido, y os diré algo: no lo vais a lograr sola.
El corazón de Grace latía con furia en sus sienes. Odiaba su sonrisa burlona, su voz segura. Odiaba, sobre todo, la verdad que intuía tras sus palabras.
  • ¿De que demonios hablas, bastardo? - Grace lo fulminó con la mirada, apretando más el filo de su espada contra su cuerpo.
  • Necesitáis ayuda…
  • ¿Ayuda de quién? - escupió, apenas conteniendo la rabia.
Drake ladeó la cabeza, disfrutando el silencio que se cernió sobre el sótano. El cuervo muerto a sus pies parecía observarlo aún con sus ojos vidriosos.
  • De mí, capitana. De quien si no… - susurró.
Las armas se clavaron con más fuerza contra su piel. Drake no retrocedió ni un ápice.
  • Podéis intentarlo sin mí - continuó, su voz suave como veneno - pero ya habéis visto lo que os espera. Los cuervos no duermen, no descansan, y si os metéis en ese almacén, se os echaran encima todos los hombres del Rey Negro, si mis cuervos no os arrancan la piel a tiras antes. Yo soy el único que puede silenciarlos… el único que puede guiaros hasta el Èkó.
Grace lo observaba con los ojos como cuchillas. La cercanía de su sable contra el pecho del pirata parecía querer atravesar no sólo su carne, sino también esa seguridad insolente que irradiaba.
  • ¿Y qué pides a cambio? - dijo al fin, su voz baja, tensa como una cuerda a punto de romperse.
Drake sonrió, inclinando la cabeza hacia un lado, como si la pregunta fuera música para sus oídos.
  • Nada que no podáis darme. Un trato limpio, capitana. Yo os ayudo a robar el poder de Gregor y vos me dejáis salir de esta isla con vida y libertad. Ni más ni menos.
El silencio que siguió fue más pesado que cualquier amenaza. Las sombras del sótano parecían cerrarse sobre ellos, como si la propia casa aguardara la respuesta. Grace respiró hondo, la furia ardiendo en sus ojos, y acercó aún más la hoja al corazón de Drake. Su voz salió áspera, cargada de desprecio:
  • ¿Y por qué demonios iba a confiar en ti, Cuervo? Eres uno de los cinco. Uno de esos perros que sirven al Rey Negro.
Por primera vez, la sonrisa de Drake se suavizó, aunque no desapareció. Alzó un poco la barbilla y respondió con un susurro grave, como si confesara algo que llevaba tiempo guardando.
  • Solo soy lo que me han obligado a ser.
Las gemelas entrecerraron los ojos, desconfiadas, mientras Yara arqueaba una ceja, sin apartar la pistola de su cuello. Grace no se movió, pero dejó que hablara.
  • Vosotras no lo entendéis… no sabéis lo que significa tener el poder de Yemayá marcándote la piel, quemándote los huesos. - Hizo una pausa, y por un instante, la sombra de seriedad cruzó su rostro - Malvaric no es Rey porque lo respetemos ni porque lo temamos… Es Rey porque nos somete. Nos ata a su voluntad con la magia del Èkó. Su poder es el mar, y contra el mar nadie puede luchar.
Grace sintió un escalofrío recorrerle la espalda, pero no dejó que se notara.
Drake continuó, su voz cargada de veneno.
  • Quizás al idiota del español le parezca bien vivir bajo ese yugo. Quizás al mudo y al gordo del Predicador les baste con arrastrarse como perros, obedeciendo a cambio de migajas de poder. Pero yo… - su sonrisa regresó, torcida, peligrosa - yo tengo otras ambiciones.
Akuma lo miraba con sus ojos fríos como cuchillas, Shinrei tensaba el brazo como un resorte a punto de soltar la katana, Yara apretaba el gatillo sin pestañear. Pero Drake no parecía inmutarse.
  • Malvaric cree que somos su mano - dijo con un brillo extraño en la mirada - pero toda mano puede cerrarse en puño… o empuñar un arma contra su propio dueño.
El silencio se hizo pesado, denso, solo roto por el graznido lejano de un cuervo en el exterior.
Grace acercó aún más la hoja, tanto que la sangre comenzó a manchar la punta de su sable.
  • Si es cierto que dices la verdad, Cuervo - le susurró, con una rabia contenida - empieza por demostrar que no eres otra marioneta del Rey. Porque a la primera señal de traición, te juro por mi barco, por mi tripulación y por Yemayá misma… que serás el primero en caer.
Drake, con la sangre resbalándole por la tela y el acero en el corazón, sonrió como si aquella amenaza fuera un juramento de hermandad.
  • Entonces, capitana… hablemos de cómo derrocar a un rey.
  • Tendrás una oportunidad, Cuervo. Una sola. Si tus palabras son mentira, te abriré en canal con mis propias manos. ¿Por qué quieres traicionar al Rey Negro?
Drake, ensangrentado, con los labios torcidos en aquella sonrisa que no se borraba jamás, susurró casi con ternura:
  • Ese es el espíritu, capitana - respiró hondo, apoyado en la sombra de la sala. Sus ojos se clavaron en Grace, sin perder la sonrisa que había aprendido a mantener incluso ante la muerte.
Guardó silencio un momento, como si recordara las noches pasadas en Tortuga bajo la espada invisible de su señor. Luego empezó a relatar, sin prisas, su historia:
  • Cuando llegamos a Tortuga, Malvaric ya había empezado a perder el control. Al conocerlo, tiempo atrás, cuando aún no era Rey, vi algo en aquel hombre que me empujó a seguirlo, una esperanza hacía una nueva vida, una promesa de libertad. Así que decidí unirme a su flota. Para mí no era una obligación obedecer, ni me atormentaba cumplir órdenes que me manchaban las manos y el alma. Aprendí a matar, a espiar, a obedecer sin dudar, porque la Mano Negra me prometió lo que más ansiaba, aunque sabía que un pequeño error podría costarme la vida.
Hizo una pausa, recordó y al instante bajó la cabeza.
  • Me obligaron a obedecer - dijo con crudeza - No por la fuerza de un látigo, sino por la promesa de no perecer. Cuando Tortuga estalló en llamas y el Rey se alzó con su corona de terror, muchos creímos que la única opción era arrodillarnos o morir. Gregor ofreció salvación a cambio de lealtad. A quien se negó, lo mataron; a quien cedió, lo vendieron a su propia sombra. Yo cedí. Hice cosas que aún me estremecen el alma al mirarme al espejo. Asalté a inocentes, traicioné a viejos hermanos, dejé que otros cayeran por mi miedo a la nada. Me llamaron Cuervo y me vestí con plumas, me enseñaron a dejar marcas imborrables en aquellos a los que perdonaba la vida, y pensé que con eso podría vivir hasta el fin de mis días. Pero no es así…
Se echó el sombrero hacía atrás, lentamente. Luego miró a Grace con una honestidad que cortaba el aire.
  • No ansío el poder de Yemayá - confesó - ¿Para qué? El poder que ofrece es una cárcel con vistas al mar. Quiero huir de la Mano Negra, de la red que Gregor tiende por cada puerto. Quiero que mi nombre vuelva a ser mío y no una amenaza en una taberna. No busco coronas ni tronos; busco respirar sin oír una voz que me diga cuándo debo matar o cuándo debo callar. Por eso abrazo la traición: no por ambición, sino por anhelo de devolverme a la libertad que perdí la noche en que conocí a ese bastardo despiadado.
Sus dedos tamborilearon sobre la madera de la pared, nerviosos. Luego añadió, con un filo de decisión que no admitía réplica:
  • Y si salimos de aquí con esa concha en la mano, sabed una cosa: no será yo quien la cuide. Si me uno a vuestra causa es porque puedo usaros… porque yo solo no puedo quemar esta jaula hasta sus cimientos. Yo me quito las plumas cuando haga falta. ¿Queréis que os diga el porqué me atrevo? Porque maldita sea, he visto la piel del Rey y sé que sangra. Y donde se sangra, se puede hendir una hoja.
Guardó silencio, y por primera vez desde que habían entrado en la sala, nadie rió ni respiró con ligereza. Drake ya no era sólo el pirata pícaro que dejaba plumas en los barcos saqueados; era un hombre con miedo y con una posibilidad, peligrosa y frágil, de redimirse.

Grace entrecerró los ojos, fijando su mirada en Drake.
  • ¿Cómo sé que dices la verdad? - preguntó con voz firme, aunque cargada de desconfianza.
El pirata abrió la boca para responder, pero antes de que pudiera articular palabra, Yara se adelantó, dando un paso hacia él con decisión.
  • Dice la verdad - afirmó con seguridad.
El Cuervo se giró, desconcertado, mirando a la joven yoruba. Yara, con una sonrisa traviesa, sacó un pequeño frasco y lo agitó frente a él, asegurándose de que Drake viera claramente su contenido.
  • Esto - dijo, señalando el frasco con un movimiento de cabeza - es albahaca real, también llamada Ocimum sanctum. En la tradición de las santeras, quien toque o pruebe su esencia no podrá mentir. La planta obliga a decir la verdad, aunque uno quisiera ocultarla.
Drake ladeó la cabeza, divertido, y sonrió sin decir nada, dejando que la burla y la advertencia de Yara calaran en él.
  • He untado tu muñeca con el ungüento cuando te registraba. Sin que te dieras cuenta…
Grace, aun con el corazón acelerado, apartó ligeramente la espada del pirata y repitió, con voz firme:
  • Apaga esa sonrisa insolente, pirata. Pues a la más mínima señal de traición, morirás.
Drake asintió, ahora más relajado, consciente de que todas habían bajado sus armas y que, por ahora, la tensión quedaba contenida. El Cuervo, aún mirando el frasco, parecía entender que esa vez, incluso él, debía respetar la voluntad de de la capitana. Suavemente se giró hacia la estantería con un gesto leve de la cabeza, indicándoles el camino, mientras las dos gemelas permanecían a su lado, firmes, vigilantes, como sombras listas para reaccionar ante cualquier movimiento.

Grace tomó el brazo de Yara y la acercó a ella, inclinándose hacia su oído en un susurro.
  • ¿Desde cuándo tienes el poder para que alguien diga la verdad?
Yara, con una sonrisa pícara, se inclinó también y le susurró al oído:
  • Es mentira, Red… solo es el ungüento para repeler los mosquitos que las viejas Ngoma me enseñaron a preparar.
Grace la miró, incrédula, y tiró de su brazo para acercarla aún más:
  • ¿Eres idiota o qué? ¡Pensaba que ibas en serio, Yara! ¿Y cómo sabemos ahora si dice la verdad?
Yara soltó una risita, entre divertida y satisfecha, y respondió:
  • Da igual si miente o no. Lo importante es que él cree que nosotras le creemos.
Grace permaneció un instante en silencio, dejando que las palabras de Yara se asentaran en su mente. Luego comprendió con claridad lo que realmente importaba: no era crucial que Drake dijera la verdad, ni que ellas lo supieran con certeza. Lo valioso, lo que verdaderamente les daba ventaja, era que él creyera que ellas le creían.

Porque mientras Drake pensara que sus palabras eran aceptadas, su comportamiento se volvía predecible; sus movimientos se medían por esa percepción de confianza. El hombre actuaba dentro de un marco que ellas habían definido, condicionado por la ilusión de ser comprendido y creído. En ese instante, la realidad de lo que había dicho pasaba a un segundo plano; la ilusión de verdad se convertía en un instrumento de control.

La capitana comprendió que el poder de la mente y de la percepción podía ser más fuerte que la verdad misma. Un enemigo que cree en lo que no es cierto puede ser manipulado, conducido, incluso dominado, mientras que la verdad pura sin convicción tiene poca fuerza en la acción inmediata. La percepción, la creencia y la expectativa podían abrir puertas que la fuerza bruta o la evidencia no lograban. En ese momento, el engaño voluntario, la ilusión que Drake aceptaba, se transformaba en su arma más poderosa.

Así, sonrió apenas, soltando el brazo de Yara: no necesitaban certeza absoluta. Bastaba con que Drake pensara que creían en él. Y eso era suficiente para inclinar la balanza a su favor.

El pasadizo se abría frente a ellos como la garganta de un monstruo, negra, húmeda y sofocante. El suelo estaba cubierto de arena apelmazada y grava suelta que crujía bajo las botas, y los muros eran pura roca viva, apenas domada por la mano del hombre. A intervalos, gruesos tablones de madera se arqueaban sobre sus cabezas, sosteniendo la presión de la tierra para que el túnel no se viniera abajo. El aire era espeso, cargado de humedad y salitre, y en la oscuridad solo se oía el goteo constante de agua filtrándose entre las piedras.

Drake caminaba al frente, con paso firme, como si conociera de memoria cada desnivel del túnel. Justo detrás, Akuma avanzaba en silencio, la mano siempre cerca de la empuñadura de su kunai, vigilando cada movimiento del cuervo. Shinrei, en la retaguardia, guiaba a Grace y a Yara con roces en el hombro y suaves tirones en la manga para que supieran dónde pisar. En la oscuridad absoluta, esos pequeños gestos eran lo único que impedía que tropezaran y delataran su presencia.
  • ¿El Èkó está detrás de esa puerta? - susurró Grace, la voz contenida, como si temiera que las piedras mismas escucharan.
  • No estoy seguro, capitana. Nadie sabe realmente lo que hay detrás de esa puerta, excepto Malvaric - respondió Drake, sin detener el paso - Pero siempre lo he sospechado. No hay otro lugar en toda la fortaleza que ofrezca tanta seguridad.
El túnel se estrechaba, y el olor a humedad se mezclaba con algo más agrio: pólvora, aceite rancio y el perfume metálico de la sangre vieja. Grace apretó los labios y volvió a preguntar:
  • Si es tan seguro… ¿cómo es que solo lo vigiláis tú y el Predicador?
Drake soltó una risilla seca que rebotó en la roca.
  • Primero, porque nadie en su sano juicio intentaría jamás robar al Rey Negro.
  • ¿Y segundo? - insistió Grace, con un tono afilado.
El cuervo bajó la voz hasta convertirla en un susurro casi reverente.
  • Porque nosotros no somos los encargados de vigilarlo.
Las maderas crujieron sobre sus cabezas, y un hilo de arena se desprendió desde lo alto, como si el túnel respirara con ellos.
  • ¿Entonces quién lo vigila, aparte de tus cuervos? - preguntó Grace, con el ceño fruncido.
Drake no respondió de inmediato. Se detuvo un instante, giró apenas la cabeza hacia atrás, y sus ojos blancos bajo la penumbra parecieron brillar como brasas.
  • Se hacen llamar los Devotos - dijo al fin, con un deje de desprecio en la voz - Y creedme, capitana… son peores guardianes que cualquier espada o cadena.
El silencio se hizo más denso que la oscuridad, y por un instante ni siquiera el goteo del agua se oyó. ¿Quien diablos eran los devotos? Su simple nombre resultaba tétrico. Y la forma y el tono en que lo dijo Drake, aún empeoraba esa sensación.

Fuera lo que fuese lo que les esperaba, estaba a punto de ser revelado. Pues una tenue luz empezó a crecer al fondo del pasadizo. Al mismo tiempo que un murmuro tenebroso se hacía más presente.

Era la voz desalmada de Silas Grimm, el ‘Predicador de la Muerte’.

Continuará…
 
Capítulo 53 - Silas Grimm y sus Devotos: El resplandor Azul

El túnel desembocaba en un claro de roca que respiraba como un monstruo dormido. La gruta natural se abría en un arco irregular, medio oculta desde el exterior, donde el mar entraba con oleadas lentas y pesadas, como si buscara reclamar aquel escondrijo maldito. La espuma blanca se quebraba contra las paredes húmedas, dejando tras de sí un olor a sal mezclado con hierro oxidado.

Una plataforma de piedra se extendía hacia el interior, usada como muelle improvisado. Sobre ella se amontonaban barriles con brea, cajas reforzadas con clavos, cabos enrollados y anclas pequeñas, todo húmedo, cubierto de salitre y musgo. El eco de las gotas de agua que caían desde el techo resonaba como campanas distantes, un presagio antes del infierno que se mostraba ante sus ojos.

Y allí, en ese muelle pétreo, oculto y oscuro, reposaba un navío.
Uno al que todos los marineros rezaban a Dios por no verlo jamás en sus vidas.

Uno al que su propio nombre le hacía justicia.

El Lamento.
El infame barco penitente de Silas Grimm.

Era un viejo galeón de guerra, transformado en algo mucho más terrible. Su casco, ennegrecido por fuego y brea, parecía reforzado a base de maldiciones, un monstruo lento, sí, pero imposible de quebrar. No era un barco para escapar ni para saquear: era un instrumento de castigo, una cruz flotante en la que cada viaje significaba condena.

Sobre su cubierta colgaban estandartes religiosos corrompidos: cruces invertidas, iconografía profanada, campanas oxidadas que sonaban solas, sin viento, con un tañido hueco y estremecedor. Cada bala de cañón llevaba grabadas frases bíblicas retorcidas, como marcas de un credo enfermo: “y el cordero se volvió fiera”, “el pastor degüella a su rebaño”, “del polvo nacerás y al fuego volverás”.

Las velas negras ondeaban con bordes teñidos en un rojo que recordaba a sangre reseca. El olor que desprendían no era de tela ni de sal, sino de cera derretida e incienso quemado, como si el barco entero fuese un altar funerario en llamas perpetuas.

Su bandera era un mal presagio hecho tela: un negro irregular, como si hubiese sido corroído por ácido o quemado en hogueras. En el centro, una guadaña invertida formada por huesos humanos: la hoja, un ensamblaje blanquecino de fémures y tibias; el mango, una columna vertebral completa. Enroscado a su alrededor, se dibujaba un rosario tejido con diminutas calaveras, de niños, según el mito. Tras la guadaña, un sol eclipsado del que caían gotas negras como sangre seca. No era un emblema de amenaza, sino de sentencia. Quien lo veía, sabía que ya era tarde. Por eso se le conocía como “La última oración” o “El Evangelio Negro”.

Pero lo más aterrador, sin duda, aguardaba en la proa.

El mascarón, conocido como “La Oración Rota”, era una aberración de huesos humanos: una figura encorvada, humanoide, con alas hechas de costillas y fémures abiertos como si estuviera a punto de caer, nunca de volar. La cabeza echada hacia atrás, la boca abierta en un grito eterno, sin lengua. Clavos, alambres oxidados y trozos de madera quemada mantenían unidos los restos: costillas de niños, cráneos con rastros de pólvora, huesos ennegrecidos por el fuego.

Cada año, un nuevo hueso de los ajusticiados en el mar se añadía al mascarón, como si el barco creciera con sus víctimas. Los piratas decían que llegaría el día en que el peso de tanta condena haría que el galeón del Predicador se hundiera por sí mismo. Y que aquel día, sería el fin del mundo.

En noches sin luna, los marineros juraban que aquel mascarón lloraba agua negra, rezumando por cada poro óseo. Y los más desgraciados aseguraban haber oído susurros en las olas: plegarias mutiladas, gritos de almas presas, palabras que no pertenecían a este mundo.

El Lamento no tenía tripulación en el sentido común de la palabra. Silas Grimm no mandaba marineros, sino una secta. Hombres y mujeres quebrados, redimidos a la fuerza o convertidos en fanáticos. Los llamaban los Devotos: predicadores, mártires, sombras de lo que fueron, ahora fieles a un credo hecho de sangre y pólvora. Una congregación flotante de muerte.

El galeón, varado en esa gruta oscura, parecía esperar, como si escuchara las pisadas de los intrusos en el túnel. Y el eco de las campanas oxidadas, resonando sin viento, no hacía sino confirmar una cosa: allí dentro, no había redención. Solo condena.

Sin duda, un navío tan espantoso solo podía obedecer a un amo igual de aterrador.

En la penumbra de la gruta, sobre la extensión de roca que servía de muelle, se alzaba la silueta de Silas Grimm. Estaba de espaldas a ellos, erguido como una estatua monstruosa, con el cuerpo inmenso apenas moviéndose al compás de su respiración pesada. Sostenía un libro abierto, su último evangelio, y un dedo grueso, ennegrecido por hollín y mugre, recorría con lentitud los nombres inscritos en sus páginas. El roce de la uña sobre el pergamino reseco producía un sonido bajo, como el de una sierra oxidada arañando hueso.

Era un hombre descomunal, más alto que cualquiera que hubieran visto y tan ancho como un tonel. Su calva brillaba con el reflejo húmedo de la gruta, y el hábito que llevaba recordaba al de un fraile, aunque estaba ennegrecido, cubierto de grasa y ceniza, con remiendos de cuero y manchas de sangre seca. No llevaba armas visibles, pero su propio cuerpo parecía una jaula de hierro. Cadenas gruesas se ceñían a su torso y a sus brazos, como si llevara sobre sí la prisión de todos los condenados que había arrastrado al fondo del mar.

De sus muslos colgaban cilicios de púas oxidadas, la sangre oscura y putrefacta deslizándose por sus piernas. De su cintura se mecían pequeños crucifijos invertidos y campanillas de hierro que sonaban con cada paso, produciendo un tintineo fúnebre. La piel de sus brazos estaba marcada de azotes antiguos, cicatrices que parecían mapas de un sufrimiento elegido, y el hedor de incienso rancio y sudor saturaba el aire.

Y entonces habló.
O mejor dicho, murmuró.

Porque la voz de Silas Grimm no era un grito, sino un arrastre gutural, un rezo corrompido que se deslizaba como un cuchillo helado bajo la piel. Cada palabra parecía dicha al oído de todos, aunque él no se girara.

El eco de su voz arrastró un fragmento de las Escrituras, retorcido por su fe podrida:

“Y miré, y he aquí un caballo amarillo; y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el infierno le seguía…”

Sus labios casi rozaban la página, y con cada sílaba, sus cadenas tintineaban. Luego su dedo avanzó sobre otro nombre en el libro, y volvió a murmurar, arrastrando la voz como un susurro salido del fondo del mar:

“Y la bestia que vi era semejante a un leopardo, y sus pies como de oso, y su boca como boca de león. Y le fue dada su fuerza, su trono y gran poder…”

La sangre de Grace y Yara se heló. Estaban junto a los demás, escondidos detrás de unas cajas llenas de polvo. Se miraron en silencio y en sus rostros vieron el rostro del miedo. Aquellas palabras, aunque sacadas de la Biblia, no sonaban a profecía, sino a sentencia. No las recitaba como advertencia, sino como un juez que ya ha dictado la condena.

El Lamento crujió en la oscuridad, como si respondiera al murmullo de su amo.

Shinrei, con los labios apretados y la respiración contenida, desenvainó su katana con un destello de acero dispuesto a cortar la penumbra. Estaba lista para lanzarse contra aquel monstruo de carne y fe retorcida. La furia contenida en sus músculos parecía a punto de estallar, un rayo en mitad del silencio sepulcral.

Pero antes de que pudiera dar un paso fuera del escondrijo, Drake le cerró la muñeca con una mano firme. El gesto no fue brusco, pero sí inamovible, como si el hierro de las cadenas de Grimm se hubiese prolongado hasta sus propios dedos. Los ojos rasgados de la japonesa lo atravesaron como cuchillas. En ellos ardía la amenaza muda de quien no acepta ataduras, la advertencia clara de que no iba a permitir que nadie frenara su voluntad. Shinrei era un espíritu errante, y todo en su postura gritaba que estaba dispuesta a morir allí mismo si hacía falta.

Pero algo en la mirada del Cuervo la detuvo.
Drake, aquel pirata marcado por la Mano Negra, hermano de armas de Grimm, observaba al coloso de espaldas con el mismo horror que las piratas. Sus ojos, acostumbrados a la burla y la insolencia, estaban vacíos de sonrisa; en su lugar, dibujaban un pánico helado, el mismo que pesaba sobre Grace y Yara como una losa invisible.

Negó con la cabeza, despacio, casi suplicando en silencio. No era valentía lo que pedía, sino paciencia. No era una orden, era un ruego. Shinrei entendió.

La furia en sus pupilas no se extinguió, pero sí retrocedió un paso hacia dentro, como un fuego obligado a esperar más leña. La fantasma dio un resoplido breve, áspero, y lentamente volvió a envainar la katana. El acero entró en la vaina con un sonido que pareció un lamento, un juramento aplazado. No era sumisión, ni estrategia. Drake le había salvado la vida.
  • Ahí vienen… - susurró Drake, con los ojos abiertos de par en par, como si estuviera viendo a los jinetes del Apocalipsis descender del propio averno.
Del vientre del Lamento comenzaron a bajar los Devotos.
Iban en fila, como penitentes de una procesión blasfema. Todos vestían igual: túnicas negras, ásperas, manchadas de sal y sangre seca, sus rostros ocultos bajo capuchas que parecían costuras mal cerradas de tela burda. Caminaban descalzos, arrastrando cadenas oxidadas en los tobillos que producían un chirrido metálico, semejante al lamento de un cementerio abierto. No pronunciaban palabra alguna, ni cántico, ni oración. Solo el silencio, más aterrador que cualquier grito.

Eran muchos. Demasiados.
Cada uno parecía un espectro desprovisto de identidad, una sombra de carne que ya no pertenecía al mundo de los vivos. Entre ellos, arrastraban a un marinero.

El hombre pataleaba, suplicaba, gritaba desgarrando su garganta:
  • ¡Auxilio! ¡Por favor, que alguien me ayude! ¡No quiero morir!
Pero nadie le respondía. Los Devotos lo arrastraban como a un cerdo camino al matadero, indiferentes a su sufrimiento, sus cadenas tintineando con cada paso. Al verlo, Silas Grimm levantó la cabeza de su evangelio y, sin cerrar el libro, caminó pesadamente hacia una mesa de piedra carcomida por la humedad. Su cuerpo enorme, sucio y castigado, parecía el de un monstruo penitente condenado a vivir en dolor eterno. El evangelio permanecía abierto en una de sus manos, y con la otra señalaba el lugar.

Los Devotos obedecieron al instante.
Tiraron al marinero sobre la mesa, lo sujetaron con fuerza, inmovilizándolo mientras dos de ellos le rasgaban la camisa. El hombre forcejeaba desesperado, llorando, gritando:
  • ¡No, por favor, no! ¡No me hagáis esto, no, por Dios!
Hasta que sus ojos se cruzaron con los del Predicador. Entonces enmudeció.
El rostro inexpresivo de Grimm, sus ojos abiertos de par en par, fríos y vidriosos como los de un cadáver, apagaron de golpe toda esperanza en el pobre desgraciado. Con un gesto casi tierno, le acarició la frente, secándole el sudor. Y de inmediato, con una de sus uñas negras y gruesas como astillas de hierro, le hizo un corte en la mejilla. La sangre corrió despacio, y con ella el Predicador tachó un nombre escrito en las páginas amarillentas de su evangelio, como si ese acto sellara un destino irrevocable.

Los Devotos lo observaban todo en silencio, inmóviles, con las cabezas gachas, como si contemplaran un rito sagrado. Grimm cerró el libro con calma y colocó una mano callosa sobre la boca del marinero, sofocando sus súplicas. La otra, levantada como si fuera la mano de un juez, bajó de golpe. Atravesó el estómago del hombre con sus propios dedos.
La carne cedió con un sonido húmedo y nauseabundo, como telas desgarradas. El marinero se arqueó, sus ojos desorbitados, intentando gritar, pero la mano que lo tapaba solo dejó escapar un gemido sofocado.

La sangre brotó a borbotones, manchando la túnica de Grimm y el suelo de piedra. Sus dedos engarfiados hurgaron sin piedad, desgarrando vísceras, extrayendo los intestinos como si fueran cuerdas viscosas de un instrumento maldito. El hedor a hierro y bilis impregnó el aire.

El cuerpo convulsionaba, pero Grimm seguía imperturbable, desollando al hombre vivo con una calma ritual, como si cada músculo arrancado fuera parte de una penitencia escrita desde hacía siglos. Los ojos del marinero se quedaron vidriosos, clavados en el techo de la gruta, todavía abiertos de puro terror cuando su vida lo abandonó.

Y los Devotos… ni siquiera pestañearon.
Solo observaron, en un silencio reverencial que era más insoportable que cualquier coro de gritos.
  • Maldito monstruo perverso… - susurró Yara, apretando la mano de Grace con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
  • ¿Por qué lo ha hecho? - preguntó la capitana, la voz rota por la rabia y el asco.
Drake no logró apartar la mirada del cuerpo inerte sobre la mesa. Cuando por fin habló, su voz fue apenas un hilo, grave y fría como el acero de su daga.
  • Ese… - dijo, escogiendo cada palabra con desprecio - ese es el propósito del Predicador. El muy enfermo cree que Dios le ha encomendado la misión de limpiar el mundo. Cuando escribe un nombre en su libro, para él es sentencia: no hay apelación, no hay perdón. Lo anota y lo convierte en su objetivo, y el objetivo termina en silencio.
Se volvió hacia Grace con una media sonrisa, cansada y amarga, la mirada transparente por un instante.
  • Dejadme esto a mí - susurró - Aunque me cueste aceptarlo, se tratar a ese animal. A mi señal, robadle la llave y esconderos. Esperad el gesto: seré yo quien distraiga al gordo y a sus devotos.
El silencio que siguió fue casi insoportable. Grace sintió el peso de la decisión en la palma de la mano; Yara apretó otra vez, pronunciando por lo bajo una maldición que no necesitó terminar. Drake, sin apartar la vista de ellas, añadió con un tono que no admitía réplica:
  • Confiad en que sé fingir lo suficiente para que crea cualquier cosa. Cuando yo os lo diga, moveros. Rápido. No dudéis.
Las palabras colgaron en la oscuridad del sótano como una instrucción de combate. Cada uno, en su papel, ladrona, asesinas, capitana y traidor que ofrece auxilio; todos se prepararon para el momento en que la mentira debía volverse real.

Drake dio un paso al frente, listo para salir del escondrijo, pero una mano firme lo detuvo. Grace le sujetó del brazo con fuerza, obligándolo a girarse. Sus ojos se encontraron en la penumbra húmeda de la gruta: apenas unas antorchas dispersas y la pálida luz de la luna filtrándose desde el mar iluminaban los contornos de sus rostros.

El Cuervo, con la respiración controlada y esa media sonrisa que no terminaba de desaparecer, habló en voz baja, casi un susurro:
  • Has visto lo que acaba de hacer ese calvo loco… ¿verdad? - sus ojos buscaron los de ella - Montoya y el francés son la misma escoria. Y el peor de todos, sin duda, es al que llaman “rey”. Estoy harto de formar parte de esta mierda, Grace.
Hizo una pausa breve, como si las palabras pesaran más de lo que quería mostrar.
  • Te pido que confíes - continuó - Si tengo que morir esta noche, prefiero hacerlo con un gesto que valga la pena. Sé que no me abrirá las puertas del cielo, pero al menos me iré de este mundo miserable haciendo algo bueno.
Grace no contestó. Sus ojos, endurecidos por años de traiciones, lo observaron sin parpadear. No había reproches, ni perdón, solo un silencio cargado de juicio y desconfianza. Finalmente, aflojó la mano que lo retenía y lo soltó.

Drake asintió despacio, una sonrisa cansada y sincera en su rostro. Con un leve gesto, inclinó el ala de su sombrero en un saludo casi caballeresco, y sin volver la vista atrás, salió del escondite hacia la penumbra de la gruta, donde el eco del mar y los rezos deformes de los Devotos se mezclaban en un murmullo espectral.

El cuervo avanzó decidido hasta la mesa de sacrificio, pisando con cuidado entre las manchas oscuras que salpicaban la piedra. Se detuvo a un paso, apoyó un codo sobre la fría piedra y, con la naturalidad de quien comenta el tiempo, alzó una bota negra cubierta de sangre y barro.
  • Eh, gordo - dijo, en voz alta, con un tono de burla cansada - ¿Otra vez con tus ritos? Mira cómo lo has dejado todo. - Sacudió la bota y unas gotas resonaron en la piedra - Maldita sea, ¿sabes cuánto me costaron estas botas?
Miró a su alrededor, mostrando una sonrisa amplia a los Devotos, como quien rememora una compra difícil y prosiguió, como explicando una anécdota a un amigo en la taberna:
  • Tuve que regatear durante horas para conseguirlas a buen precio. Tres largas noches sin descansar, y aún así el mercader quería cobrarlas al doble. ¡Y ahora mira esto!
Silbó con desprecio y dejó la bota otra vez en el suelo, clavando la mirada en el cuerpo inmóvil sobre la mesa. Grimm lo miró con los ojos abiertos de par en par, su respiración rítmica apenas alteraba el murmullo atormentado de sus seguidores. Su rostro era una máscara de ceniza; sus ojos, cuando se giraron, no mostraron nada que fuera humano: una quietud absoluta, una falta de emoción que heló la sangre de quienes lo observaban.

Drake se apoyó con más fuerza en la mesa, intentando contener la náusea que le producían las vísceras aún tibias y la horrenda cara de aquel enfermo mental. Volvió a hablar, en voz más baja, sardónica:
  • ¿Qué te hizo este hombre, eh? ¿Insultó a la santa de tu madre? ¿O es que no te invitó a una cerveza en la taberna del galés?
Grimm cerró el evangelio con un chasquido seco. Sus dedos, manchados de sangre, quedaron sobre la cubierta como si fueran garras. No rió, no habló. Su silencio pesaba, pero no por ausencia: era un silencio que contenía sentencia.

Desde su escondite, Akuma murmuró apenas, la voz como un roce:
  • Es la señal.
Drake, sin apartar los ojos del Predicador, hizo con la mano un gesto casi imperceptible, un contacto de dedos que nadie más podría ver por la penumbra. Era el gesto convenido: ahora, o nunca.
  • Iré yo - dijo Yara en un susurro, adelantando el pecho.
Akuma se precipitó al frente con un movimiento felino y respondió de inmediato, tensa:
  • De eso nada. Voy yo.
Yara la apartó con una sonrisa corta, franca y peligrosa, dejando claro que había decidido ya:
  • Serás buena matando, amiga - dijo, rozándole el hombro con afecto y desafío a la vez - pero a robar nadie me gana.
Y con esa afirmación, sin esperar más debates, se deslizó fuera de la sombra, lista para ser la mano que, con sigilo y habilidad, arrancara la llave del cinto del Predicador y abriera la puerta que guardaba el tesoro del Rey Negro.

Yara se movía con la paciencia de un gato hambriento. El corazón de Grace retumbaba en su pecho, convencida de que aquel silencio absoluto iba a delatarla. Los devotos rodeaban la mesa de sacrificio como estatuas vivientes, cadenas en los tobillos y la mirada fija en el Predicador, que oficiaba su ritual con la calma enfermiza de un hombre sin alma. Grimm estaba de espaldas, absorto, pero no solo; decenas de ojos muertos custodiaban cada rincón.

Yara bajó el cuerpo hasta quedar en cuclillas y avanzó, rozando apenas el suelo. Una sombra más entre sombras. Se detuvo en seco cuando uno de los encadenados giró apenas la cabeza; la respiración se le congeló. El devoto no vio nada, pero aquel movimiento le bastó para permanecer quieta, fusionada con la penumbra. Cuando desvió la mirada, retomó la marcha, cada zpaso una caricia muda sobre la piedra.
  • Kage no michi o shitteiru… - murmuró Shinrei, asombrada.
Grace ladeó la cabeza, sin comprender, y Akuma le tradujo al oído:
  • Mi hermana dice que Yara conoce la senda de las sombras. Que sería una buena shinobi.
Grace, a pesar del miedo, sonrió.
  • No creo que llevara demasiado bien lo de vestirse siempre de negro.
Un destello de humor breve, casi inaudito, atravesó la tensión.

Yara ya estaba cerca de Grimm. La llave colgaba de su cinto, asegurada por un grueso cordón. Tenía que acercarse lo suficiente para cortarlo… y eso significaba rozar casi la espalda del calvo. Un devoto giró la cabeza justo entonces. Con un reflejo imposible, Yara rodó a un lado y se escabulló detrás de las piernas del Predicador, tan cerca que podía oler el sudor rancio bajo su túnica. El devoto no sospechó nada; volvió a su inmovilidad.

En ese instante, Drake levantó la voz, apoyándose contra la piedra manchada de sangre como si aquello fuera una taberna cualquiera:
  • Escucha gordo… yo conocía a este desgraciado - dijo haciendo un gesto con la cabeza - Era un contrabandista de Nassau, ¿verdad? Recuerdo su cara pues hice muchos tratos con él… Y, hablando de tratos, el Rey Negro quiere verte. Dice que hay que decidir qué demonios hacer con el Español Errante.
La atención de Grimm se desvió hacia Drake, sus ojos vacíos clavados en él como cuchillas. Fue justo el respiro que Yara necesitaba. Con un movimiento veloz y quirúrgico, su navaja rozó el cordón. Un corte seco. La llave cayó apenas un centímetro, y ella la atrapó en el aire antes de que hiciera ruido. En ese instante, Drake le dio una patada discreta en el muslo, golpeándola suavemente para señalar que era momento de retirarse.

Yara no pudo evitarlo: se giró hacia sus compañeras con una sonrisa traviesa, de niña mala que sabe que ha ganado. Luego se desvaneció entre las sombras, volviendo al escondite sin que ningún devoto la pudiera ver.

Grace, Shinrei y Akuma exhalaron al unísono, como si hubieran estado conteniendo la respiración. Incluso Drake, con el Predicador a escasos centímetros, dejó escapar un leve suspiro. La llave estaba en sus manos.

Grimm no apartó sus ojos muertos de Drake. Esa mirada, oscura y sin fondo, lo atravesaba como un cuchillo oxidado. El Predicador no necesitaba palabras; su silencio era peor que cualquier maldición. El Cuervo, apoyado contra la mesa, mantuvo la sonrisa ladeada, esa mueca despreocupada que lo había sacado vivo de tantos entuertos. Pero por dentro, cada fibra de su cuerpo gritaba. Conocía a Silas Grimm desde hacía años, lo suficiente para saber que estar cerca de él era un tormento que ni el mismo demonio toleraría. Nadie lo soportaba en realidad. Nadie que no estuviera ya roto.

Sin un solo gesto, sin un murmullo, Grimm giró sobre sus talones y se alejó hacia el pasadizo que ascendía a los sótanos de la casa del gobernador. El eco de las cadenas que portaba, resonó con cada paso por la gruta como un réquiem metálico. Sus devotos, obedientes y mudos, recogieron el cadáver mutilado de la mesa y lo cargaron en hombros, avanzando hacia el navío. Al otro lado, en las entrañas del Lamento, ya ardía un fuego que esperaba la carne sin vida. La brasa iluminaba las velas negras, y el olor pesado de carne quemada estaba a punto de empezar a extenderse como una peste.

Drake los observó marchar, sin saber qué le helaba más la sangre: si la figura monstruosa del capitán, la procesión de sus fanáticos encadenados, o el propio navío penitente, con su mascarón de huesos que parecía mirarlo y murmurarle al oído.

Esperó hasta asegurarse de que el muelle quedaba vacío, y entonces habló en voz baja, apremiante:
  • Vamos, salid… no tenemos demasiado tiempo.
Caminó con pasos rápidos dirección a la puerta anclada en la pared de roca. Grace y las demás salieron de su escondite y lo siguieron, pero ninguna apartaba los ojos de aquel maldito barco. De allí llegaba el hedor a carne chamuscada, mezclado con incienso quemado y el susurro apagado de las oraciones tortuosas de los devotos, un murmullo que se enredaba en los huesos como un conjuro.

Justo cuando alcanzaron la puerta, Drake extendió la mano hacia Grace, impaciente.
  • La llave.
La capitana se tensó. Apretó el puño en torno al metal frío, indecisa, como si en ese gesto entregara más que un objeto. Drake se volvió apenas, la miró con esa expresión de zorro, la sonrisa burlona que siempre parecía un juego, pero en la que ahora latía un destello de urgencia.

Ella sostuvo su mirada un segundo más, sin confiar del todo. Finalmente, suspiró con rabia contenida y le tendió la llave.
Drake la tomó, inclinando apenas la cabeza en un saludo socarrón.
  • Esperad un segundo aquí, ¿de acuerdo? - Y sin añadir nada más, abrió la puerta y entró hacía la oscuridad del almacén.
Su silueta se fue desvaneciendo en la negrura, hasta que lo devoró por completo. Grace, Yara, Akuma y Shinrei quedaron fuera, junto a la puerta, con el olor pesado de carne quemada que se arrastraba desde el Lamento, impregnadlo todo con su hedor.

Las gemelas se apostaron de espaldas al almacén, vigilando con ojos afilados el muelle y la entrada de la gruta. Si el Predicador regresaba, o cualquiera de sus fanáticos locos, ellas serían las primeras en verlos venir. No decían palabra, tensas como arcos preparados para soltar una flecha certera sobre sus enemigos.

Grace y Yara, en cambio, permanecieron de cara al almacén. Forzaban la vista, pero no había nada, solo un muro de oscuridad impenetrable. La capitana apretó la empuñadura de su espada con los nudillos blancos; Yara mordía el labio inferior, nerviosa.

Entonces, en lo profundo, algo chisporroteó. Una pequeña luz nació, temblorosa, y poco a poco fue creciendo hasta revelar la silueta de Drake. Allí estaba, sujetando una antorcha que levantó en alto, y con la cabeza echada hacia atrás dejó escapar un silbido bajo, un sonido extraño, cargado de un eco misterioso.

Un instante después, la oscuridad cobró vida. Una multitud de cuervos brotó de las vigas, de las cajas, de las sombras mismas. Aletearon en torno a él como un torbellino negro, y el capitán se quedó inmóvil, con los brazos abiertos, como un espantapájaros en medio de un campo maldito. Los picos le rozaban la piel, lo golpeaban, saltando sobre sus hombros, sus brazos y su sombrero. Él cerró los labios y bajó los párpados, sereno, dejando que lo besaran como hijos regresados al nido.

Fue un instante casi ritual. Una comunión oscura.

Cuando los pájaros se calmaron, Drake volvió a silbar, esta vez suave, casi un suspiro. Entonces, con un batir de alas ensordecedor, la bandada entera salió disparada hacia la salida, recorriendo el muelle en silencio y saliendo de la gruta oculta; una sombra viva que cruzó sobre las cabezas de las mujeres y se perdió en la noche cerrada, devorada por el cielo.

En el silencio que quedó atrás, Drake levantó la mirada y clavó los ojos en Grace. La sonrisa de siempre, ladeada, apareció en su rostro cansado.
  • ¿A qué esperáis?
Grace tragó saliva, y sin decir nada entró primero. Yara fue tras ella, y luego Akuma y Shinrei, que se encargó de tirar de la puerta, ajustándola lo justo para que pareciera cerrada y al mismo tiempo poder vigilar lo que ocurría fuera.

Akuma encendió una antorcha y se la tendió a Grace.
Luego encendió dos más, entregando una a Yara y quedándose la otra para ella, aunque no la necesitara. El almacén quedó iluminado por aquellas tres llamas temblorosas, un resplandor cálido que no lograba espantar del todo la oscuridad, pero que al menos les daba la ilusión de un refugio.
  • Por todos los santos vivos y muertos… - susurró Yara, iluminada por el tenue fuego.
Ante sus ojos se abrió una caverna inmensa, esculpida a golpes de pico en el corazón de la roca. El eco de sus pasos se multiplicaba en la bóveda irregular, y pronto comprendieron que aquella gruta no era un simple almacén… era un santuario de avaricia.

Montañas de cofres se alzaban unos sobre otros, formando corredores improvisados, pasillos de oro y riquezas robadas. Cadenas de perlas caían en cascada sobre el suelo, mezcladas con monedas que crujían bajo sus botas como grava dorada. Entre los montones brillaban coronas torcidas, cetros partidos, espadas enjoyadas y cálices de templos profanados. El olor a humedad se mezclaba con un perfume metálico, casi dulzón, propio de los tesoros malditos.

Yara se detuvo un instante, asombrada, acariciando con la yema de los dedos un collar de esmeraldas enormes.
  • Por Yemayá… - susurró con los ojos abiertos de par en par - Nunca había visto tanta riqueza junta.
Grace caminaba más lenta, sus ojos firmes, recorriendo las torres de riquezas. No había asombro en su mirada, sino un desprecio helado.
  • La desmesura de un hombre que no sabe lo que es suficiente - dijo en voz baja, escupiendo sobre el suelo.
Avanzaron entre los pasillos creados por la codicia de Malvaric, las sombras de las antorchas dibujando destellos fugaces sobre oro y piedras preciosas. Detrás de ellas, Drake levantaba la antorcha más alto, iluminando cofres cerrados con oro, estatuillas talladas en marfil, cuadros con marcos dorados.
  • ¿Y cómo demonios vamos a encontrar el Èkó aquí dentro? - preguntó, alzando la llama y girando la cabeza a ambos lados. Lo único que veía era abundancia vacía, riqueza sin fin.
Grace se detuvo. No respondió. Metió la mano en su bolsillo y sacó la brújula. Aquella aguja divina no señalaba al norte, las dos marcas grabadas marcaban el camino. Las observó en silencio, girando apenas la muñeca, hasta que las líneas coincidieron con un pasillo angosto entre dos montañas de cofres abiertos. Sin una palabra, y con la brújula al frente, echó a andar en esa dirección, firme, con la antorcha levantada.

Drake arqueó una ceja, intrigado.
  • Vaya, capitana… - susurró con media sonrisa - Parece que no estamos buscando a ciegas, después de todo.
Yara la siguió, todavía maravillada por la visión del tesoro, mientras las sombras del almacén los engullían más y más.
  • Siento curiosidad… - dijo el Cuervo sin poder apartar la mirada del Vodrial Shardeth.
  • Si salimos con vida de esta… - le cortó Grace sin apartar la mirada del camino - os contaré como funciona.
Drake emitió un gruñido lleno de sorna.
  • Ser paciente no es una de mis muchas virtudes capitana…
  • Pues deberás aprender, Cuervo. Y aquí se termina esta conversación.
Yara, que llevaba los bolsillos llenos de joyas y el cuello como si fuera una dama de alta cuna, se giró un momento hacía el capitán. Su sonrisa de oreja a oreja.
  • No es personal, tan solo gajes del oficio. No se lo tengas en cuenta.
La brújula tembló en la mano de Grace. Primero de forma leve, apenas un cosquilleo en la palma, pero en segundos comenzó a vibrar con fuerza, como si tratara de escapar de sus dedos.
  • Estamos cerca… - murmuró, con la voz grave, sin apartar la mirada de la aguja danzante.
Giró hacia la derecha, y el corredor de tesoros se estrechó en un callejón de riquezas desmesuradas. A un lado, un montón de coronas apiladas unas sobre otras, deformadas por el peso de los años. Al otro, cofres reventados derramando cascadas de monedas, rubíes, diamantes y cálices robados de altares lejanos. El aire olía más denso allí, cargado de humedad salada y un perfume inexplicable, como si el mar mismo se respirara bajo tierra.

Y entonces lo vio.
En el centro del pasillo, como aguardando desde siglos atrás, se alzaba un cofre regio, enorme, de madera oscura reforzada con hierro, cerrado con llave y un candado de acero ennegrecido. Pero lo que lo hacía distinto era la luz: un resplandor azul profundo escapaba por las rendijas, pulsando suavemente, como si dentro latiera un corazón. Ese brillo proyectaba ondas sobre las paredes de oro y perlas, tiñendo todo de un azul marino sobrenatural.

Grace se detuvo, guardó la brújula y, lentamente, se arrodilló frente a él. La brisa de mar invisible rozó su rostro y un leve murmullo, semejante al rumor de las olas, envolvió la gruta.
  • El Èkó Yemayá… - susurró Drake, acercándose con reverencia. Sus ojos, acostumbrados a la penumbra y a los horrores, se abrieron con un brillo casi infantil.
Yara también se inclinó junto a ellos, sus pupilas reflejando el azul palpitante.
Grace acarició el cofre con los dedos, sintiendo la madera áspera y el frío del hierro. Tiró del candado, empujó la tapa con fuerza, pero el cofre no cedió ni un ápice. Golpeó con rabia, apretando los dientes.
  • ¡Maldita sea!
Yara, con un bufido divertido, le dio un empujón para apartarla.
  • Déjame a mí, Red. Nunca se te dio bien esto. - Sonrió con ese descaro que siempre la acompañaba.
Se arrodilló frente al candado y lo examinó con calma, ladeando la cabeza como un artesano que evalúa su obra.
  • Luz… dame luz.
Grace acercó la antorcha y el resplandor naranja se mezcló con el azul espectral que escapaba del cofre, creando sombras vivas que danzaban en las paredes.

Yara sonrió, sacando de su zurrón un par de finas ganzúas, metálicas y ligeras como plumas de acero.
  • Sujétame el candado, encanto.
Drake dejó la antorcha en el suelo, la llama vacilante iluminando apenas el suelo cubierto de monedas, y sujetó con firmeza el pesado candado de hierro.

Yara inclinó la cabeza, colocó una ganzúa en la cerradura y la otra la manejó con precisión. Pegó la oreja contra el frío metal, cerrando los ojos, escuchando en silencio. Los segundos parecieron horas, el único sonido era el roce de las ganzúas, el crujido de monedas bajo sus rodillas y el leve rumor del mar que parecía escapar del propio cofre.

Un chasquido leve, quebrado, rompió el silencio.
  • Fácil… - susurró Yara con una sonrisa peligrosa, mientras el candado cedía bajo sus manos.
El candado cayó al suelo con un golpe metálico. El silencio se hizo más profundo, como si hasta los ecos en la caverna aguardaran lo inevitable. Grace, con el corazón golpeándole en el pecho, posó las manos sobre la tapa y la levantó.

El cofre se abrió con un susurro grave, y de su interior estalló una luz azul intensa, cegadora, que llenó la gruta como un océano repentino. Las monedas, los collares y las perlas reflejaron aquel resplandor, hasta que el almacén entero pareció transformarse en un templo submarino. El aire se volvió húmedo y salado; un canto de olas reverberó contra las paredes, y por un instante todos creyeron estar sumergidos en el mar.

Grace, con los ojos entrecerrados, introdujo lentamente las dos manos dentro del cofre. El resplandor le bañó el rostro, y cuando sus dedos rozaron la superficie lisa y fría de la concha sagrada, un estremecimiento recorrió todo su cuerpo.

La levantó despacio. El Èkó de Yemayá emergió entre sus manos como un fragmento vivo de mar: un caracol colosal, espiralado, que brillaba con un azul profundo y parecía contener dentro el murmullo de todos los océanos.

Grace contuvo la respiración. De pronto, entendió. Sintió las corrientes bajo sus pies, las mareas que subían y bajaban como un latido eterno, los vientos que empujaban las olas en lugares remotos. El mar no era un enemigo ni un misterio; era un cuerpo, y ella podía escuchar cómo respiraba.

Los demás la contemplaron, maravillados, inmóviles como estatuas frente a una revelación divina.
Entonces, una voz fría cortó el hechizo.
  • Hay que irse, ya… - susurró Akuma, sus ojos siempre atentos a la entrada.
Grace parpadeó, como si despertara de un sueño. Cerró el cofre de golpe y, con manos temblorosas, guardó la concha en su zurrón, protegiéndola contra su pecho.
  • Seguimos el plan. Todos sabéis lo que debéis hacer - dijo con firmeza, su tono recuperando la autoridad de la capitana.
Akuma y Yara asintieron al instante. Pero Drake se quedó mirándola fijamente, el reflejo azul todavía ardiendo en sus pupilas. Después, la sonrisa burlona regresó a sus labios.
  • No os preocupéis por mí, capitana. Sé cuidar de mí mismo. Habéis robado el tesoro más valioso de Gregor… así que me doy por satisfecho. Gracias.
Se incorporó despacio, sacudiéndose el polvo de la ropa con elegancia, como si no acabara de presenciar un milagro. Giró sobre sus talones, dispuesto a marcharse.

Grace también se levantó, siguiéndolo con la mirada. Antes de que la oscuridad lo devorara.
  • ¿Y ya está? ¿No queréis nada a cambio?
Drake se detuvo. La penumbra lo envolvía, pero sus ojos brillaron un instante cuando volvió el rostro.
  • Tengo todo lo que necesito… - dijo, sonriendo con calma - Soy libre al fin. Suerte capitana Grace O’Malley, pues la vais a necesitar.
Y sin más, se desvaneció en la oscuridad, como si nunca hubiera estado allí.

Continuará…
 
Capítulo 54 - La huída de Tortuga: El corazón roto de una guerrera.
  • Dentro de poco va a amanecer - susurró Vihaan, encaramado sobre Sirius. Su mirada, ansiosa, volvía una y otra vez hacia el fuerte, esperando ver aparecer a Grace entre las sombras.
Aibori alzó la vista al cielo. La noche estaba en su último aliento, teñida de un azul profundo que poco a poco cedía terreno a la primera claridad del este. Algunas estrellas aún brillaban, obstinadas, pero el horizonte ya se encendía con una franja pálida. Rigel, bajo ella, agitó las orejas y resopló con nerviosismo. La amazona, experta en escuchar las señales de su montura, acarició su crin. Sabía que algo se acercaba, algo se ocultaba en la penumbra.

Sus ojos recorrieron el entorno con rapidez, con la astucia de una cazadora experimentada: arbustos bajos que bordeaban el camino de tierra, oscuros y agitados por un viento frío que traía olor a sal; la explanada despejada frente al fuerte, apenas iluminada por la luna menguante, donde la hierba corta se doblaba como si esperase el paso de cascos invisibles. Entonces lo vio: una sombra que se deslizó entre los matorrales, un movimiento sutil que el ojo común no habría notado.

La princesa no dudó. Se dejó caer del caballo con la fluidez de una guerrera, desenvainando al mismo tiempo sus dos espadas cortas. El metal susurró en la penumbra mientras avanzaba con pasos seguros, la mirada fija en la amenaza.
  • ¿Qué ocurre, Aibori? - preguntó Vihaan, que había desenfundado de inmediato su flor de lis, el brillo de la hoja captando los últimos destellos de la noche.
La amazona se giró un instante, llevándose un dedo a los labios en señal de silencio. Sus ojos oscuros exigían disciplina y atención. Pero, para su sorpresa, vio cómo Vihaan sonreía con calma y, en un gesto desconcertante, volvió a enfundar su arma. Frunció el ceño, al ver el leve gesto de cabeza de Vihaan. Se giró de golpe, dispuesta a encarar al insensato que los ponía en riesgo, y entonces lo vio.

Allí, en mitad del camino, Briede se mantenía firme, con la espada en mano, la hoja reflejando el tenue resplandor de la luna. Sus ojos se clavaron en los de ella, llenos de una determinación indomable, como si aquel niño hubiera crecido en un solo día. Y, sin embargo, tras aquella valentía vibraba otra emoción: el miedo a la reprimenda de su madre.

Aibori apretó las mandíbulas, colérica y al mismo tiempo herida por la obstinación de su hijo.
  • ¿Qué demonios haces aquí, Briede? - espetó con voz dura, las espadas todavía preparadas para un combate que, ahora comprendía, no se materializaría contra su propia sangre.
  • ¡Quiero luchar! - exclamó el niño, su voz aún infantil, pero cargada de un fuego que no dejaba lugar a dudas.
Su madre apretó los labios. Con un movimiento seco enfundó sus espadas en el cinto y lo sujetó del cuello de la camisa, acercándolo al camino empedrado que bajaba hacía el muelle. Más que furia había una angustia feroz en sus ojos.
  • ¡Vuelve ahora mismo al Red Viper, ¿me oyes?! - le ordenó con firmeza - ¡Ahora no es el momento de…!
  • ¡Nooo! - Briede se zafó de su agarre con una sacudida desesperada. El acero de su espada relució al alzarla con ambas manos - ¡Quiero ayudar madre, quiero luchar como una amazona, quiero honrar a los amigos que perdimos en el camino!
El grito del niño cortó la tensión como un cuchillo, y durante un instante, el tiempo pareció detenerse. Vihaan observaba en silencio, sin intervenir, con una sonrisa de orgullo en el rostro, mientras los caballos resoplaban nerviosos, y la brisa nocturna agitaba el cabello de la amazona.

Entonces Aibori se arrodilló frente a él, hasta quedar a su altura. Sus ojos, fieros como los de una loba, se suavizaron al posar la mirada en el pequeño guerrero que tenía delante. Con voz grave, apenas un susurro, habló en el lenguaje olvidado de Shar Keleth, un canto arcaico que nadie fuera de su tribu habría entendido. Las palabras fueron las de una madre: suaves, tiernas como el roce de un río sobre la piedra. Pero al mismo tiempo, las de una amazona: cargadas de autoridad, respeto y honor. Le agradeció su valentía, lo reconoció como un verdadero hijo de la estirpe guerrera, y confeso el honor que era para ella, ser sangre de su sangre. Pero entre esas notas de orgullo, había también un peso: la advertencia clara de los peligros que aguardaban en la oscuridad, enemigos a los que todavía no podía hacer frente.

La princesa habló como madre y como guerrera al mismo tiempo.

Briede parpadeó, sorprendido por la dulzura solemne de aquellas frases. Aibori llevó la mano a su mejilla, y aunque su tono era amoroso, su mirada era la de una princesa que nunca claudica.
  • Tu hora llegará, pequeño león… - le dijo con firmeza - Pero no esta noche.
La espada en manos de Briede se mantuvo firme. Su labio inferior vibró entre la rabia y la impotencia, pero sus ojos brillaban con lágrimas contenidas. Aibori lo abrazó un segundo, fuerte y orgullosa, como si quisiera grabar en él tanto la ternura de su madre como la autoridad de su pueblo.

Pero ese abrazo no duró demasiado. Los disparos rompieron el silencio de la noche, un estampido tras otro, llenando el aire de urgencia y nerviosismo. Aibori giró instintivamente, buscando el origen del estruendo, mientras Vihaan alarmado, sujetaba con fuerza las riendas de Sirius, su mirada desbordada de preocupación.

La amazona no tuvo tiempo de pensar. Miró a su hijo, que aunque no temblara de miedo, era demasiado pequeño como para afrontar aquel desafío. Pero tampoco podía dejarlo solo, pues era demasiado peligroso. Con un movimiento rápido y firme lo alzó en brazos y corrió hacía la montura. Con rapidez lo subió al caballo. Briede se aferró al cuello de Rigel, que pateaba la tierra inquieto por los gritos y disparos que se acercaban cada vez más.

Vihaan no esperó. Con un grito y una patada certera en el lomo del Sirius, irrumpió dentro del fuerte, abriéndose paso hacía el caos. Una mano en las riendas y la otra alzando su espada, dispuesto a salvar a la mujer que amaba. A lo lejos las vio salir de la casa del gobernador, a Grace corriendo junto a Yara, y detrás, las dos gemelas moviéndose como sombras letales, acabando con los piratas que se acercaban demasiado.

Sirius galopaba a toda velocidad, levantando columnas de arena y polvo hasta que Vihaan tiró de las riendas para frenar en seco, extendiendo la mano hacia Grace. Ella la agarró al instante y de un salto subió con rapidez a la montura.
  • ¡Al barco, Vi! ¡Rápido! - gritó ella, recuperando el aliento mientras se ajustaba en la silla.
Sirius arrancó de nuevo, dirección a la salida. Cruzándose con Aibori, con su hijo azotando las riendas de Rigel. La amazona hizo acto de presencia como solo saben hacerlo las guerreras educadas en Keleth’ir. De pié desde la grupa del caballo, disparó su arco tres veces seguidas, con la precisión y rapidez de un depredador legendario. Tres cuerdas tensadas, tres vidas arrebatadas. Sus flechas atravesaron la noche como relámpagos, y su grito de guerra resonó sobre el campo de batalla, encendiendo el terror en los corazones de sus enemigos.

Yara no esperó ni un segundo más. Al verla, salió corriendo y saltó sobre el caballo, mientras Aibori recuperaba el control de las riendas y comenzaban a perseguir a Vihaan. Juntos escaparon del caos, dejando atrás el estrépito del combate y avanzando a toda prisa hacia la libertad.

Akuma desmembró a un devoto de un solo tajo, la sangre salpicando sus ropajes negros; el silencioso sectario gritó de dolor, agarrándose el brazo amputado mientras caía al suelo desangrándose. Shinrei, implacable, le cortó la cabeza con su katana, sin una pizca de compasión, como si los gritos del hombre la molestaran personalmente. Las hermanas cruzaron una mirada rápida, una comunicación muda: sabían lo que debían hacer, sabían porqué estaban allí, sabían para lo que habían sido entrenadas. Nadie saldría de ese fuerte mientras ellas permanecieran en pie.
  • ¡Que no se escapeeeeeen! - rugió el Rey Negro saliendo al exterior de la hacienda, y desde las entrañas de su palacio emergió un ejército armado hasta los dientes, un mar de hierro y sombras que avanzaba con paso firme y mortal.
Silas Grimm apareció montado en un corcel que gimió bajo el peso de su enorme cuerpo, un gigante sobre un caballo que parecía tan maldito como su jinete. Su presencia oscura irradiaba autoridad y terror, y cada movimiento del caballo levantaba polvo y muerte. Gregory subió al otro caballo que su aliado llevaba consigo, y ambos salieron al galope tras las piratas, el suelo retumbando bajo el choque de cascos.

Las gemelas intentaron bloquearlos, juntas lanzaron un ataque conjunto, pero la oleada de enemigos era demasiado grande, desbordando su velocidad y habilidad. Cada corte y tajo solo abría más espacio a la horda que avanzaba hacía ellas. Pero fue insuficiente.

Los dos capitanes cruzaron la entrada del fuerte. Gregory vio cómo Grace descendía hacia el puerto rápidamente, mientras Yara se dirigía con determinación al acantilado. La confusión se instaló entre los perseguidores; no sabían quién de las dos portaba el Èkó.
  • ¡Silas, sigue a la morena! - gritó Gregory - ¡Yo iré tras la capitana!
El Predicador no replicó; solo sacudió las riendas de su caballo y cargó tras su presa. Malvaric hizo lo mismo, gritando, golpeando el lomo de su montura con furia mientras se lanzaba al galope.

A su espalda, el fuerte español se convirtió en un torbellino de cascos, acero y gritos, con la luz de la luna reflejándose en armaduras y espadas, mientras las gemelas, concentradas y feroces, hacían todo lo posible por mantener la ventaja, conscientes de que cada segundo contaba y que el destino del mundo estaba en juego.
  • ¿Qué ha pasado? - gritó Aibori, azotando las riendas de Rigel cada vez más rápido.
  • Nos descubrieron. Nos los cruzamos de frente justo cuando estábamos a punto de salir. Escapamos de milagro - respondió Yara, agarrada a la cintura de la amazona, mirando en frente. De repente su rostro se endureció - ¿Qué demonios hace tu hijo aquí?
Aibori no respondió. Emitió un grito cortante y golpeó el lomo del caballo con fuerza, que relinchó y apretó el paso, llevándolas a toda velocidad por el camino de tierra.

Mientras tanto, el ejército de la Mano Negra había logrado romper las defensas de las dos japonesas. Ellas, envueltas en un frenesí de sangre, cortaban carne y esquivaban acero con precisión quirúrgica. E incluso ahora, conscientes de que habían fracasado, seguían matando sin detenerse ni un instante. Quizás no pudieran detenerlos a todos, pero el portón del fuerte por el que debían cruzar cientos, solo vio cruzar a decenas.

Macfarlane, al escuchar los disparos, salió tambaleante de la taberna, demasiado borracho para la estrategia pero lo suficientemente ebrio para el caos, vio a Vihaan y Grace cruzar la calle a toda velocidad, con el Rey Negro pisándoles los talones, su rostro una mezcla de odio y terror. Pero detrás de él venía lo peor: una docena de hombres armados con espadas y mosquetes que corrían calle abajo, dispuestos a luchar hasta el último aliento.
  • ¡Cortéeeeees! - gritó Macfarlane con una sonrisa desafiante y llena de locura - ¡Que empiece la fiesta!
Y entonces todo comenzó con un gesto mínimo. El español empujó a un hombre desprevenido, que tropezó e impactó contra otro hombre, que derramó una jarra de cerveza, haciendo que el líquido cayera sobre el suelo y el calzado de varios parroquianos.
  • ¡Idiota! - insultó el afectado, alzando el puño. El hermano del tropezado, al ver el ataque, golpeó con furia primero, haciendo caer al que se había quedado sin el consuelo de su jarra, sobre una mesa de juego, donde las fichas y monedas volaron por los aires.
Los jugadores, furiosos por perder sus apuestas, se lanzaron contra el hermano con rabia ciega y el que había perdido su cerveza. El empujado por Cortés, cubierto de sangre ajena, salió disparado a la calle, resbalando entre la multitud y los charcos, mientras llamaba a sus compañeros de armas.

En segundos, lo que empezó como un simple empujón de Cortés se convirtió en una batalla campal. Puños, sillas, botellas rotas, insultos y gritos de guerra llenaban la calle. Lo que empezó en una taberna, se contagió como una gripe en todos los locales cercanos. Y en pocos segundos todos olvidaron el motivo por el cual habían empezado a pelear. Simplemente se unían a la refriega, arropados por el alcohol y la rabia acumulada.

Macfarlane y Cortés, como dos adolescentes sin neuronas, participaban sin representar a ningún bando, riendo, gritando y golpeando a cualquiera que se interpusiera en el camino, aumentando el caos.

Los piratas de la Mano Negra, atrapados en mitad de la pelea, intentaban avanzar, pero cada paso era bloqueado por peleas espontáneas, cuerpos que caían y el desorden absoluto de la calle. Cada esquina era un choque, cada puerta abierta un nuevo punto de conflicto.
El caos era total. Lo que Macfarlane había empezado como una broma se había convertido en una tormenta de violencia que, sin plan alguno, había desorganizado al enemigo, más numeroso y disciplinado. Las calles eran un campo de batalla improvisado, y mientras Grace y Vihaan avanzaban a toda prisa hacia su objetivo, el resto de los hombres se veían incapaces de organizarse, atrapados en la maraña de puños, gritos y barro que había creado un español borracho con ganas de empezar la fiesta.
  • ¡Halcóooon! - gritó Bhagirath al ver a Vihaan bajar calle abajo. Yrsa dejó el mascarón de proa y acudió a su lado, su martillo temblando de emoción por entrar en batalla.
Pero el vigía ya lo había visto desde hacía tiempo. Apoyó el mosquete sobre el borde de la cofa, acercó su único ojo al fusil y apuntó con precisión; la mano firme en el hierro y el dedo acariciando el gatillo como a una bella y delicada mujer. Suspiró hondo y mantuvo el aliento. El objetivo estaba lejos, la luz era escasa, y el viento se había girado en su contra, pero el único ojo de aquel hombre no dudaba. Esperó el instante exacto en que Vihaan cruzaba junto al barril de pólvora y disparó. La bala cruzó el muelle, atravesó la playa y pasó por encima de las primeras casas de Tortuga, hasta impactar con precisión en el blanco.

El invento de Bum-Bum se activó al instante: una mezcla explosiva de humo y polvo picante, especialmente diseñado para desorientar a quien se atreviera a acercarse. La nube se expandió rápidamente, cubriendo la zona de un gris tan espeso que apenas se podía respirar; mientras el olor acre y el picor comenzaban a hacer efecto.

Un segundo disparo rompió la noche, otro barril estalló. Hubo un tercero y un cuarto. Ninguno erró su objetivo. Tortuga entera quedó ocultada por el humo denso y el aire picante.

Gregory perdió el control de su montura, y cayó del caballo intentando esquivar la explosión. El animal, asustado, salió corriendo de la humareda. El Rey Negro, al intentar incorporarse, abrió los ojos pero la visibilidad era mínima; no podía ver más allá de sus propias manos. Un ardor feroz le recorrió la garganta y los ojos. Empezó a toser, desesperado, mientras se agarraba el cuello; el picor lo hacía llorar y apenas podía sostenerse de pié. Cada intento de levantarse era un martirio, y cada rasguño para despejar los ojos solo intensificaba la sensación de escozor.

Mientras tanto, en el Red Viper, los vítores estallaron. Sobre todo, el pequeño alquimista de Bum-Bum, que se frotaba las manos y reía orgulloso, admirando cómo su creación había desatado el caos justo a tiempo, protegiendo la retirada de sus aliados y sembrando confusión entre los perseguidores. La batalla, por enésima vez, se ganaba gracias a la astucia y la magia del pequeño tuareg.
  • ¡Ahí está Bishnu! - gritó Yara, la voz desgarrada por la carrera.
Al final del acantilado, como si hubiera esperado toda la vida esa llegada, el anciano estaba de pie. Sujetaba su bastón clavado en la roca con la misma calma con la que alguien sostiene un ser querido. Observaba las olas romper contra la piedra, como un anciano que ha salido a dar un paseo matutino; simplemente esperaba. Sus ropas marcaban surcos oscuros debido al nerviosismo, pero su mirada era un faro sereno en medio del vendaval.

Aibori tiró de las riendas con un movimiento rápido y seco. El caballo se encabritó, relinchó y frenó; las mujeres saltaron al mismo tiempo con sincronía de combate. La amazona sostuvo a su pequeño hijo para hacerlo bajar con cuidado, los músculos tensos, los ojos clavados en el sendero por el que ahora asomaba una figura sin prisa.
  • ¡Maldita sea! - siseó Yara al verlo claramente; la furia encendió su voz - ¡Ese maldito Predicador!
Grimm apareció con la tranquilidad de quien sabe que la muerte obedece su paso. Saltó del caballo y avanzó hacia ellos. Cada uno de sus pasos era una sentencia: lento, pesado, seguro. El evangelio colgaba de su cinto como un destino imposible de cambiar; las cadenas enroscadas a su cuerpo tintineaban con un sonido metálico, antiguo y ceremonial. Sus ojos eran pozos sin reflejo; el rostro, una máscara de calma horrible. No iba desbocado: caminaba hacia su carnada con esa certeza de quien ya ha leído los nombres en su libro. Los nombres de quien deben morir.
  • ¡Sacadnos de aquí, viejo! - gritó Yara, sin ocultar el pánico ahora - ¡Bishnu rápido!
El anciano, como si hubiera sido despertado repentinamente de un sueño profundo, reaccionó al instante alzando el bastón. Fue un gesto sencillo, sin prisa, y el aire respondió. Primero llegaron susurros: brisas que se retorcían, hojas secas levantándose, cada vez más cerca. Luego, como si el mundo doblara su costura, el viento se volvió visible. Circuló alrededor del grupo en remolinos pequeños, levantando la arena y las piedras del suelo, formando anillos y luego una columna que lamía sus pies con dedos de aire.

Grimm no se inmutó al verlo, sus ojos estaban acostumbrados a ver cosas macabras. Avanzó como la misma ‘Parca’, seguro de que nadie en este mundo, puede cambiar su destino. Las cadenas le golpeaban el costado en un ritmo que parecía una letanía; su rostro, imperturbable, dejaba entrever sólo una fría devoción por la obra que creía cumplir. Las gargantas de los devotos lo acompañaban a media distancia: sombras humanas que se arrastraban en silencio tras su amo.

El viento, obediente a Bishnu, fue creciendo. Era un animal salvaje e invisible que se encabritaba, lanzando rocas pequeñas y polvo, doblando los ropajes y arrancando el hálito de los hombres. Formó un capullo alrededor de sus compañeros: una muralla móvil que silbaba con furia, una rueda de aire que amenazaba con arrancarlos del suelo y lanzarlos al vacío.

Yara desenfundó sus dos pistolas benditas con un tirón que salió como un grito; los flancos metálicos brillaron en el acantilado. Aibori, con la calma de quien ha nacido en un campo de batalla, desenvainó ambas espadas cortas con un movimiento fluido. Briede, temblando pero resuelto, alzó su espada con las manos pequeñas apretadas a la empuñadura; la cara le ardía entre el miedo y la exaltación. Se parecía a un pequeño hombre que ha decidido por fin no ser sólo un estorbo.

El torbellino rugía como un monstruo antiguo, un vientre de viento que los devoraba todo. Bishnu sostenía el bastón con ambas manos, los ojos cerrados, murmurando en un idioma que el aire parecía comprender. El suelo se desvanecía, las piedras vibraban, y la bruma del mar ascendía como si el océano mismo quisiera reclamarlos.
  • ¡Sujetaros! - gritó Yara, agarrando el brazo de Aibori mientras las fuerzas del aire las envolvía.
El anciano alzó un poco más el bastón y el torbellino se cerró en torno a ellos. La luz del amanecer se desdibujó en un vórtice azul y dorado. El rugido era ensordecedor. Todo debía salir bien. Lo habían conseguido.

Pero entonces, algo se quebró en el despiadado orden de los dioses.

Un brazo atravesó la tormenta como una sombra con voluntad propia. Un brazo cubierto de tatuajes ennegrecidos, marcado por cicatrices y cadenas. El aire chilló al contacto, como si aquello no debiera ser posible. La mano atrapó a Briede por el cuello y lo arrancó del viento, como si el niño no pesara nada.
  • ¡Nooooo! - el grito de Aibori fue una herida abierta, un trueno humano.
Sus ojos se desorbitaron. La furia, la desesperación, el miedo la invadieron de golpe. Empuñó las espadas y trató de avanzar contra el viento.
  • ¡Suéltalo! ¡SUÉLTALO! - rugió, abriéndose paso entre ráfagas que la empujaban de vuelta. Las hojas cortaban el aire, pero las corrientes eran más fuertes, más vivas, la devolvían atrás como si el mundo entero se opusiera a su voluntad.
El torbellino tiraba de ella, arrastrándola, pero Aibori no podía apartar la mirada de lo que sucedía fuera. Su hijo, suspendido en el aire, intentó golpear con su espada al hombre que lo tenía sujeto del cuello. Era un gesto torpe, desesperado, y al miso tiempo lleno de valentía. El filo chocó contra una de las cadenas que colgaban del cuerpo del Predicador y se desvió en una chispa metálica. Grimm no se inmutó. Su rostro permanecía inmóvil, sereno, como si el acto de matar fuera una oración.

Briede pataleó, los pies arañando el aire. El sonido que escapó de su garganta fue apenas un quejido. Grimm inclinó la cabeza con una calma inhumana, los ojos fijos y llenos de maldad en los del muchacho. Y entonces, con un movimiento breve, seco, y sin esfuerzo, giró la muñeca.

Un chasquido sordo y la espada cayó de las manos de Briede, golpeando el suelo empedrado con un tintineo que atravesó la tormenta. El pequeño dejó de luchar, inerte, inmóvil como una flor arrancada antes de florecer. Grimm lo miró unos segundo más, sin mostrar ningún tipo de emoción y abrió la mano. El cuerpo sin vida del niño, cayó al suelo, junto a su espada.

Y el corazón de la guerrera pareció detenerse.

El viento rugió, pero no como antes. Gritó y siguió gritando con la voz quebrada de una madre. Aibori se dobló, intentando lanzarse hacia adelante, desgarrando la corriente con un grito que partió el aire en dos. El torbellino la engulló de nuevo, arrastrándola junto a Yara, junto a Rigel, junto al bastón de Bishnu, lejos del acantilado, de su hijo, del horror.

El grito de la amazona se extendió por la tormenta, más fuerte que el trueno, más profundo que el mar. Fue un sonido que ni el tiempo mismo quiso olvidar. Un grito que aún resonaría mucho después, en la cubierta del Red Viper, cuando el viento amainara… y la madre guerrera comprendiera que el precio de la libertad había sido su propio hijo.

Mientras su cuerpo se movía con el aire y sus lágrimas eran arrancadas tan solo al nacer de sus ojos, recordó las palabras de Irdi Ruthon’en. Las que le dijeron que debería tomar una decisión, una que desgarraría su alma y la condenaría al sufrimiento eterno. Pero que, llegado el momento, sabría qué camino debía elegir. Pensó que el Portador de Calamidades no se equivocaba, aunque por primera vez desde que se embarcara en el Red Viper, creyó que el camino elegido no había sido el correcto.

Apenas el pie de Grace tocó la cubierta del Red Viper, todo se puso en marcha.
Las cuerdas crujían, las botas golpeaban la madera, los gritos de la tripulación se entremezclaban con el rugido del mar.
  • ¡Soltad amarras! - bramó mientras subía al timón - ¡Elevad el ancla, rápido!
Dos marineros se lanzaron hacia proa, liberando los nudos empapados en sal. Otros trepaban por las jarcias, desplegando las velas mayores, que se hincharon con el aire caliente y salado del amanecer. Las poleas chirriaban, las cuerdas se tensaban, y el barco entero vibraba como un ser vivo, listo para escapar de aquel infierno llamado Tortuga.

Bhagirath apareció entre la confusión, su túnica empolvada y los ojos muy abiertos.
  • ¿Lo habéis encontrado? - preguntó, la voz cargada de esperanza y temor.
Grace, con el rostro tiznado por la batalla, abrió el zurrón.
Una luz azul emergió del interior, como si el mar mismo respirara dentro de aquella bolsa. Se reflejó en las pupilas del hindú, agrandándolas, y por un instante pareció que veía las olas, la espuma, el fondo de los abismos. La brisa cambió de dirección. Todos sintieron el olor a sal, a distancia, a poder. El océano en toda su magnitud.

En ese momento, una carcajada conocida rompió el instante casi sagrado.
MacFarlane subió tambaleándose por la pasarela, un barril al hombro y la camisa empapada en sangre y ron. A su lado, Cortés reía con una botella rota en la mano, el labio partido y un ojo hinchado.
  • ¡Por Escocia y por mi santa madre! - gritó el escocés - ¡Esa fiesta ha sido una bendita carnicería!
  • ¡Dejad la fiesta a un lado contramaestre, debemos salir ya! - gruñó Grace, apenas sin mirarlos.
Macfarlane, con la cabeza embotada y los movimientos torpes empujó a Cortés y le dio una patada en el trasero.
  • ¡Ya has escuchado a la capitana holgazán! ¡A trabajar!
De la oscuridad del muelle surgieron dos sombras. Akuma y Shinrei, cubiertas de sangre ajena, con la mirada aún en la guerra. Shinrei cojeaba, su muslo izquierdo envuelto en un vendaje improvisado y empapado. Vihaan se arrodilló enseguida ante ella, palpando la herida con cuidado.
  • ¿Te han alcanzado?
  • Nada grave - mintió ella, forzando una sonrisa que se torció en un gesto de dolor - Nada que Yara no pueda curar.
Grace giró la cabeza de golpe al oír ese nombre.
  • ¿Yara? - preguntó, buscando entre los rostros, entre el caos de cubierta - ¿Dónde está? ¿Y Aibori? ¿Bishnu?
Nadie respondió. Solo el sonido de la tripulación y los gritos que llegaban de la isla.
Tortuga era ahora un infierno: fuego y acero, el olor acre de la pólvora, gritos de hombres, de heridos, de los que aún peleaban entre ellos. El humo denso y picante de Bum-Bum empezaba a disiparse, dejando ver las primeras filas de soldados de la Mano Negra avanzando por el muelle. Los mosquetes se alzaban, los tambores retumbaban. No quedaba tiempo.

Debían salir ya, no podían esperar más. Pero en el Red Viper ningún hermano se deja atrás.
Y entonces el viento cambió otra vez.

Una ráfaga violenta barrió la cubierta, tan fuerte que los marineros tuvieron que aferrarse a las cuerdas. El aire silbó, se retorció… y en mitad del torbellino aparecieron ellos.

Bishnu, el bastón vivo y cambiante en sus manos. Yara, jadeando, con los ojos encendidos. El caballo relinchando, los cascos golpeando la madera del barco. Y en medio de todos… Aibori.

Durante un segundo, todos creyeron que habían vuelto enteros. Pero el silencio que siguió lo dijo todo. La amazona cayó de rodillas. Su respiración era un temblor, sus ojos una herida. Y entonces el dolor explotó en su pecho y salió como un rugido primitivo, un grito que desgarró el alma de quienes lo escucharon.

Fue el grito de una madre que había perdido lo que más amaba. A su hijo.
Yara intentó sujetarla, abrazarla con fuerza, no para consolarla, sino para impedir que se lanzara por la borda.
  • ¡Aibori, detente! ¡No lo hagas! ¡No puedes irte! - le gritaba, con los brazos temblando.
Pero la amazona luchaba por liberarse, las venas del cuello tensas, los ojos bañados en lágrimas y fuego.
  • ¡Lo mataré! ¡Lo juro por la diosa, lo mataré con mis manos! ¡Lo haré sufrir!
Sus espadas tintinearon al desenvainarse, sedientas, vivas. El viento agitaba su cabello como llamas negras. Grace la miró desde el otro extremo de la cubierta, incapaz de hablar. Bishnu sin decir nada, volvió a levantar su bastón y desapareció de la cubierta. Todos supieron al instante donde se dirigía, a quien iba a traer de vuelta a casa. Aunque su alma ya no estuviera entre ellos.

El Red Viper se alejaba lentamente del muelle, las velas hinchadas, la proa rompiendo las aguas. Y sobre el estruendo de la batalla y el rugido del mar, aún resonaba el grito de Aibori, un eco tan profundo que ni el viento se atrevía a borrarlo.

En medio del caos, Gregor Malvaric se irguió como una isla negra. La calle a su espalda era un remolino de furia: mesas volcadas, jarros hechos añicos, hombres rodando por el empedrado, y más allá las bofetadas, los puñetazos y los empujones que Cortés y Macfarlane habían desatado como una chispa en la pólvora. Sus soldados, cuerpos enfundados en cuero y mosquetes al hombro, pasaban a su lado como una avalancha que corría hacia el muelle. Nadie osaba tocar al Rey; todos sabían que era la bestia que mandaba en aquel jardín de hierro.

Malvaric no miraba a los hombres que corrían, ni a las ruinas de la taberna, ni al polvo que se levantaba en remolinos. Su mirada estaba fija en la línea del horizonte, clavada sobre una mancha en el mar: la bandera de la calavera con la víbora roja, que ondeaba libremente sobre el mar. Su mirada era un gesto casi demoniaco. Los ojos de quien lo ha perdido todo.

Sus manos, cerradas en puños, empezaron a sangrar. No era sólo la rabia lo que le hacía apretar los nudillos hasta abrir la piel: era la pérdida, la fractura interior. Lo que le habían arrancado no era un simple objeto. La concha de Yemayá no era para Gregor una reliquia de oro ni una joya de prestigio: era el latido que sostenía su reino. Con ella había mandado en marea y tormenta; con ella había ordenado a los vientos y sometido corrientes; con ella su palabra se convertía en rumbo, y sus capitanes en obedientes ecos. Era su poder, sí. Pero sobre todo su necesidad.

Perder el Èkó era como perder la respiración. Le faltaba algo más antiguo que la ambición: una cuerda de poder que ataba su voluntad al mundo. La concha le había dado dominio sobre las rutas, seguridad sobre las alianzas, el hambre satisfecha por el control. Era una bendición con dientes: le había elevado, pero también lo había encadenado a un hambre que no conocía tregua. Sin ella, el Rey no era sólo un gobernante herido; era un adicto despojado de su veneno.

Mientras la sangre se mezclaba con la suciedad de sus nudillos, la idea que ocupaba su mente no era justicia ni venganza mediada: era simple supervivencia. Recuperar el Èkó no sería recuperar un símbolo: sería volver a inhalar. No le importaba cuántos mundos tuviera que arrollar, cuántas alianzas traicionar, cuántas cadenas más forjar… No podía vivir sin aquello. Y ese pensamiento, puro y primitivo, encendió en sus ojos una ira ardiente que hacía más temible su furia: no sólo reclamaría lo suyo; lo tomaría como quien toma el agua en la boca del sediento.

El aire se enfrió a su lado como si la noche hubiera decidido acercarse a escuchar. Sin ruido, sin el más mínimo crujido de bota, Silas Grimm se plantó junto a él, una sombra que no se anunciaba y que, sin embargo, llenaba todo el espacio. Tenía las cadenas colgando de los flancos, el evangelio cerrado bajo un brazo y los ojos abiertos, grandes y vacíos, sin un parpadeo que delatara humanidad. Era la calma antes de la bestia.

Gregor sintió el escalofrío reptar por la nuca. Aquella presencia, que en otros tiempos supo someter con la concha, ahora le devolvía la verdad más íntima: sin Yemayá a su lado, no mandaba sobre nadie; no era más que un hombre entre hombres, y los hombres, sobre todo los hombres rotos como Grimm, podían volverse monstruos sin pedir permiso. La sensación de desnudez lo dejó más expuesto, más incómodo y, por eso mismo, más peligroso. La rabia se le transformó en decisión fría.

No perdió tiempo en vacilar. Se disputó a dar ordenes mientras pudiese hacerlo. Hasta que el Predicador no se diera cuenta que ya no debía obediencia a nadie.
  • Prepara a tus devotos - dijo, la voz anclada en la garganta - Iremos a por ellos.
Grimm lo miró un segundo, sin mover los labios como quien escucha una letanía. Luego, sin ceremonia, se volvió y subió la cuesta, internándose hacia el fuerte con la misma parsimonia con que un verdugo sigue su ruta. Sus cadenas tintinearon apenas; el sonido fue una sentencia.

Gregor volvió a clavar la vista en el horizonte, con la sangre aún temblando en los nudillos. Las gotas se fundieron con el suelo empedrado, el suelo del que había sido su reino.

La rabia se le reconcentró en el pecho como un hierro encendido. Murmuró, más para sí que para nadie, con la voz huesuda y cortada por el viento.
  • Grace O’Malley… zorra ladrona, puedes darte por muerta…
El juramento permaneció suspendido en el aire, más pesado que el humo de la pólvora y más frío que el hierro del puerto. Había sido pronunciado con la voz de un hombre despojado de todo, firmado con la sangre que goteaba de sus propios puños.

No hay nada más peligroso que alguien que no tiene nada que perder.

El hombre al borde del abismo no teme caer; teme detenerse. No teme al dolor, porque ya lo habita. No teme la muerte, porque ya la lleva dentro. Ese vacío absoluto convierte cada paso en un arma, cada respiración en desafío.

El desesperado carece de futuro, y por eso el presente es su campo de batalla. No se protege, no huye, no negocia. Solo destruye, porque en la destrucción encuentra sentido. Así eran Gregory y Aibori en esos momentos: almas quemadas por la pérdida, espejos opuestos de un mismo incendio. El mar los había parido, y ahora los unía en el luto y la furia.

Del mismo modo que Montoya y Leclair habían zarpado tras el Español Errante, los dos colosos oscuros del Caribe emprendieron su propia caza: El Lamento y el temido navío del Rey Negro, levaron las anclas de Tortuga. Y el Red Viper fue perseguido por el rugido de una leyenda hecha madera y hierro:

La Corona Rota, el barco del rey pirata.

Era una galeaza negra, un híbrido impensable entre galera y galeón. Tenía la elegancia de un navío de guerra y la brutalidad de un monstruo carcelario. Su casco, cubierto de planchas de hierro ennegrecido, parecía más una muralla flotante que un barco. Las velas, oscuras y pesadas, se desplegaban como alas de cuervo, y cuando no había viento, cuando todo el mar quedaba en calma, aún se movía, impulsada por los remeros ocultos bajo cubierta.

Contaban los marineros que no eran hombres los que bagaban allí abajo, sino almas condenadas, encadenadas a los remos por la voluntad del Rey Negro. Cada golpe de remo era un lamento, un susurro del infierno empujando aquella mole hacia adelante.

La Corona Rota no conocía la retirada. No maniobraba: avanzaba.
Sus ataques eran tan devastadores como el silencio que los precedía. Los navíos que la avistaban sabían que no se enfrentaban a una flota, sino a una sentencia. Algunos bajaban sus banderas antes siquiera de escuchar el primer cañonazo, rindiéndose ante el presagio de su estandarte.

Esa bandera era temida más que cualquier blasón pirata:
fondo negro mate, áspero, con textura de pergamino chamuscado.

En el centro, una calavera coronada, de frente, impasible.
La corona, de oro resquebrajado, torcida hacia un lado, con una joya perdida, ausente.
De las cuencas oculares manaban dos ríos de sangre, rojos como la ira, que descendían hasta la mandíbula.
Bajo ella, la inscripción en latín: ‘Omne Solium Cade’, todo trono caerá.
Dicen que, incluso cuando no soplaba el viento, la sangre de aquella calavera seguía goteando. Por eso la llaman La Sangre del Rey.

El mascarón de proa era una pesadilla tallada con devoción: un trono en ruinas, hecho de madera ennegrecida y huesos humanos.
En él se sentaba un rey esquelético, con una corona rota que le atravesaba el cráneo. Una mano extendida hacia adelante, invitando o arrastrando al siguiente en ocupar su lugar. De su cuello colgaba una cadena de oro oxidado, que se perdía en el mar, tirando de una pequeña jaula de hierro: el símbolo del castigo eterno.

Detrás, grabadas con fuego, unas palabras advertían al mundo:
“Aquí reina el que no pudo morir.”

Se decía que el trono del mascarón fue tallado a partir del de un noble ejecutado por traición. Que su madera estaba maldita. Y que, tras cada batalla, cuando nuevos huesos se añadían al mascarón, el trono se reconstruía poco a poco, como si el rey muerto nunca terminara de morir.

Y así, con las aguas abriéndose ante ella,
La Corona Rota volvió a navegar.

Detrás del rugido de sus remos,
solo quedaba silencio…

Y la promesa de sangre que guiaría su camino.

Aunque la balanza estuviera claramente inclinada a favor de los enemigos de la Alianza de las Tres Banderas; sucedió algo inesperado que ayudaría a equilibrarla.

Sucedió que un hombre, ya sea por casualidad o por destino, miró hacia atrás.
Con una sonrisa burlona que jamás se desvanecía y la cabeza cubierta por un sombrero coronado con una pluma de cuervo, observó lo que ocurría a lo lejos.

Sus manos sujetaban con firmeza el timón de su navío, que cortaba las aguas con la ligereza de quien vuelve a sentirse libre. Por primera vez en mucho tiempo, Drake navegaba sin cadenas ni órdenes, dispuesto junto a su tripulación a abandonar aquel reino maldito que solo le había traído penas y desdicha.

Drake no era un hombre honorable. Nunca lo había sido, ni pretendía serlo.
Pensaba que el cementerio estaba lleno de hombres honorables y valientes.
Vivía con un solo propósito: burlar a la muerte un día más.

Y, sin embargo, algo extraño se agitó en su interior. Una sensación ajena, incómoda, casi dolorosa: el deber. Ese concepto que siempre había despreciado como una condena, lo rozó por primera vez, como si el viento del amanecer le susurrara un nombre.

El Cuervo alzó la mirada hacia el cielo, donde el sol luchaba por abrirse paso entre las sombras de la noche. Sintió el olor del mar, la suavidad de sus olas que lo mecían como un niño en su cuna.

Y en ese instante, lo supo con absoluta claridad:
Debía ayudar a Grace O’Malley.

La ladrona que había robado el poder de un Rey.
La mujer que sin pretenderlo lo había liberado del yugo del Rey Negro…
La única que había logrado que el pirata sin honor sintiera, aunque fuera por un segundo, el peso de la redención.

Continuará…
 
Capítulo 55 - La Batalla de las Ocho Banderas: Parte 1 - El mar teñido de sangre

El día no trajo buenas noticias para aquellos que deseaban una vida tranquila y serena.
Aunque ese no era, precisamente, el caso de las Víboras Rojas.

Siempre orgullosos.
Siempre salvajes.
Siempre dispuestos a plantar cara.

Se arremangaron las camisas y apretaron los puños. Se ataron con fuerza los pañuelos a la cabeza. Besaron amuletos, hablaron con sus difuntos. Sus dedos se mancharon de pólvora, los filos de sus espadas bien afilados. La mirada fija en el horizonte, la mente vacía. Había llegado el momento que todos ansiaban. El momento de la refriega, de la carne y el acero, de la gloria y la muerte.

La paz del océano se vio interrumpida por la fiereza de los hombres que lo surcaban. Como si la propia naturaleza entendiera la cruenta batalla que estaba por empezar, reaccionó por voluntad propia. El viento hasta ahora calmado, empezó a rugir con fuerza, empujando las velas del navío a más velocidad. Las olas se agitaron, fuertes y furiosas, golpeando el casco y cubriendo la cubierta de espuma. Cuando el Red Viper se cruzó con el Español Errante y el Madra Ifrinn, los encontró en plena persecución: antes siquiera de verlos, los cañones rasgaron el silencio del océano. Avisando de lo que estaba por llegar. Humo, gritos y velas henchidas por el viento anunciaban una batalla inminente que prometía teñir de sangre el agua y cubrir el sol con el humo de los cañones.

Diego y sus hermanos trabajaban como una máquina afinada para zafarse de la mordida de la Sombra Roja. Montoya, al mando de su bergantín de caza, acechaba como un lobo sediento de sangre. Buscaba el abordaje a toda costa, sin descanso.
  • ¡Capitán, los tenemos encima! - gritó Fred desde la borda de estribor, mientras apretaba el gatillo de su mosquete llevándose la vida de un pirata enemigo.
Diego, curtido marinero como pocos habían, vio los cañones asomando en el casco enemigo y, sin pensarlo, giró el timón con violencia; su fragata respondió obediente, escupiendo agua y escapando del fuego enemigo.
  • ¡Preparad los cañones y apretad los dientes, valientes! - voceó Grace al ver a su mentor rodeado - ¡Nuestros hermanos luchan solos y no lo vamos a permitir!
La tripulación alzó las armas y gritaron a pleno pulmón. Ella los miró: erguidos, tensos, ojos encendidos por el fuego de la furia. Mientras, los cañones del Madra Ifrinn tronaron bajo el cielo caribeño, buscando al xebec del francés silencioso, ese navío ligero que se escabullía con rapidez, sorteando la muerte en un silencio absoluto.
  • ¡Capitaaaaan! - gritó Caitlin desde la cofa - ¡Han sorteado nuestro fuego, vienen directos contra nosotros!
El Perro entrecerró los ojos y fijó la vista en el extraño barco de velas pálidas que se acercaba en ominoso silencio y una rapidez antes vista.
  • ¡Que vengan! - rugió, poniendo todo su peso en el timón - Probarán la rabia de nuestra mordida y el filo de nuestros colmillos. ¡Luchad, perros! ¡Luchad hasta que el mar se tiña de rojo y la muerte venga a buscarnos!
Sus cachorros respondieron con un aullido: un juramento y una amenaza a la vez, preparados para cualquier horror que se atreviera a desafiarlos. El Galeón del Perro era lento sí, pero imparable. El Madra Ifrinn no estaba hecho para huir. Su reputación se lo impedía y su fuerza le permitía ir directo al corazón del enemigo. El Perro no era de ataques rápidos. Era de asedios brutales y dominación prolongada. Su enemigo, el silencioso Leclair, motivado por las leyendas que rodeaban su persona y el miedo que imponía en sus enemigos, se atrevió a desafiarlo. Y como respuesta Seamus O’Driscoll sonrío vehementemente. Pues por primera vez en su miserable vida, no debía perseguir a su presa, el muy imbécil venía directo hacía sus fauces abiertas.

El Red Viper salió disparado hacia el navío de Montoya, que como un lobo hambriento no desistía de acechar al Español Errante, una y otra vez, hasta que esta cayera bajo su letal mordida.
  • ¡Preparaos para el abordaje! - gritó Grace, su cuerpo tenso como un arco, lista para el choque - ¡Luchad! ¡Luchad como solo vosotros sabéis hacerlo, hermanos! ¡Hasta el último aliento! ¡Por la gloria y un rojo amanecer!
Los hombres gritaron llenos de furia, se aferraron a los ganchos y corrieron hacia la borda, armados hasta los dientes, dispuestos a lanzarse como fieras del infierno, rabiosos, violentos, impacientes, sin atisbo de miedo en sus corazones. Mientras, en la cubierta baja, un loco escocés se preparaba para su entrada triunfal. Macfarlane, desde la batalla en las costas africanas, había desarrollado un gusto especial por pelear acompañado por la música de sus ancestros.

Se desabrochó la camisa y la dejó caer al suelo, movió brazos y hombros calentando músculos, crujiendo el cuello mientras apretaba el cinturón de su kilt, su tartán de cuadros representando los clanes de las Tierras Altas de Escocia, orgullosos y antiguos. En sus manos, como siempre, le acompañaban Bess e Isobel, sus dos difuntas mujeres, afiladas y sedientas de sangre.

Gallagher y Maddox lo miraron un segundo con respeto. Uno era irlandés, el otro galés. Pero se sentían unidos al escocés. Como una hermandad forjada por años de rebeldía y resistencia. Cogieron aire, llenaron sus pulmones e inflaron las gaitas. El sonido fue estruendoso, vibrante, como el rugido de un ejército que avanza desafiante contra el enemigo. Esta vez, no estaban solos, les acompañaban dos mujeres escocesas, duras y tercas como mulas, sujetando los tambores con firmeza entre sus caderas; cada golpe que daban parecía marcar los latidos del corazón de los guerreros que estaban a punto de abrazar a la muerte. El interior del Red Viper estalló, trascendental, perfecto, haciendo que el aire mismo vibrara con la tensión y la gloria de la batalla.

Grace impactó contra la Sombra Roja, cogiéndolos por sorpresa. Montoya, al igual que el francés silencioso, pecó de lo mismo. Tantos años sintiéndose dueños y señores del mar, les habían vuelto confiados, desprevenidos. Los ganchos se clavaron, los cañones escupieron fuego haciendo saltar las maderas en astillas y los hombres saltaron al ataque entre gritos y maldiciones. Grace soltó el timón, desenfundó su sable y apretó con fuerza el mango de su pistola, avanzando con decisión hacia la cubierta, dispuesta a luchar hombro con hombro junto a sus hermanos.

Al bajar a la cubierta principal, la puerta que daba acceso al interior del navío se abrió de par en par. Las gaitas y los tambores llenaron el aire, cada nota era un desafío a la autoridad, cada golpe un juramento de libertad. Como si de una comitiva se tratara, detrás de la música apareció Macfarlane, un verdadero espectáculo de furia y disciplina. Sus ojos se encontraron con los de ella y sin decir nada, tan solo un simple gesto de cabeza, invitó a Grace a unirse a su ejército de rebeldía. La capitana, pelirroja y pecosa, sintió el ardiente coraje de Escocia en su sangre, un fuego que no era suyo por nacimiento, pero que ahora, de alguna manera, le pertenecía también.

Juntos, saltaron sobre la cubierta enemiga, rugiendo y matando con la fuerza de mil hombres. La música del clan y los tambores marcaba el ritmo de cada movimiento, cada salto, cada grito, cada latido de sus corazones, transcendiendo el momento en algo más que una batalla. Aquello era un ritual de guerra, un grito salvaje de desobediencia. La guerra hecha poesía, los guerreros convertidos en poetas.

Diego, al timón de su fragata, la vio y su pecho se llenó de orgullo. La pequeña Grace, aquella niña que le había robado el corazón; ahora era una mujer, tan bella como indómita. Su sonrisa estalló de repente, al verla entrando en combate como un fuego que lo consumía todo a su paso.
  • ¡Qué orgulloso me siento de haber visto crecer a esa puñetera muchacha, capitán! - gritó Will “el Hacha”, afilando su hacha de dos manos y riendo a carcajadas.
Diego alzó la cabeza, viendo la determinación en los ojos de su compañero. Luego se dio cuenta, todos esperaban la orden, ansiosos por entrar en batalla. No era el momento de huir, se había cansado de escapar de la mordida del ‘Lobo de las Antillas’ y sin dudar más, viró hacia el corazón de la guerra. Decidido a unirse a la capitana Grace O’Malley y presentar batalla a su lado.
  • ¡Donde la Víbora luche… el Errante responderá! - rugió, con orgullo y determinación - ¡Un compromiso os une a este navío, hermanos, y no es obediencia ni miedo! ¡Os une lo único por lo que vale la pena luchar: la libertad! ¡A llegado el momento de hacer honor a vuestra palabra, sin miedo, sin mirar atrás! ¡Luchad!
Los Errantes gritaron y golpearon el suelo con sus botas, el estruendo mezclándose con el rugido de las gaitas y el retumbar de los tambores. Listos, dispuestos, decididos a entrar en combate con el corazón encendido y la sangre hirviendo.

Le Fantôme Gris alcanzó con rapidez el galeón del Perro.
Abrieron fuego con sus cañones silenciosos, reventando el casco en mil pedazos. Acto seguido, maniobraron con agilidad, alejándose del alcance de los cañones enemigos. Aquella inmensa mole rugía y escupía fuego, pero su cadencia era torpe, demasiado lenta para atraparles.

Leclair dirigía a sus hombres en silencio absoluto. Nadie hablaba. Nadie gritaba. Toda su tripulación, con los labios cosidos, sabía perfectamente qué debía hacer: disparar, huir, recargar y volver a arremeter.

Golpe tras golpe, el casco del Madra Ifrinn empezaba a resentirse, perdiendo velocidad.
Seguirían así, incansables, hasta verlo hundido en el fondo del mar. El francés se permitió la osadía de una breve sonrisa. Sabía que la velocidad siempre vence a la fuerza.
Pero su sonrisa murió tan rápido como nació.

Porque hay algo más poderoso que la velocidad.
La astucia de un perro viejo. Más astuto por viejo que por perro.

Sin saber de dónde habían salido, cachorros sedientos de sangre, con espuma en la boca y ojos enloquecidos, treparon por los flancos del Fantôme Gris, invadiendo su cubierta silenciosa como una jauría desatada. El caos estalló de repente. Gritos. Acero. Sangre. Muerte.

Leclair fue rodeado por su escolta personal al instante. Uno de ellos alzó el mosquete y disparó a un pirata que corría hacia el timón gritando como si estuviera poseído. La bala le atravesó el pecho, saliendo por su espalda, pero el cachorro no se detuvo. Siguió corriendo, aún más colérico. Otro disparo le alcanzó en el muslo, y aun así siguió avanzando, rugiendo como un animal herido. Se lanzó sobre ellos, apuñalando, mordiendo, desgarrando como si el mismísimo infierno lo empujara por detrás.

Leclair sintió el terror, una sensación que creía olvidada.
Y entonces lo vio. El Perro.

Andaba por la cubierta de su navío como si fuera suya, como si todo le perteneciera. Viejo, cojo, delgado, y sus pulmones negros por el tabaco, pero implacable. Avanzaba entre el caos con paso firme, sin prisa, como si nada en el mundo pudiera tocarlo. Los hombres de Leclair se lanzaban contra él, uno tras otro, pero ninguno lograba alcanzarlo.

Porque alrededor del Perro, su jauría lo protegía.
Una muralla viva de furia y dientes. Las crías protegiendo a su madre.
Nada podía detenerlo.
  • ¡Ríð á, Gláfur! - gritó Yrsa.
El oso se abalanzo sobre dos hombres, que no pudieron hacer nada ante el abrazo del monstruo blanco. Tan solo gritar llenos de terror mientras eran destripados por sus fauces.
  • ¿Cómo te llamas, mujer? - gritó Will “el Hacha”, cerca de ella, arrancando la cabeza de un hombre de Montoya con un solo tajo de su hacha doble.
  • ¡Yo llamar Yrsa! - rugió la nórdica, montada sobre un pirata, mientras le golpeaba el cráneo contra la cubierta una y otra vez, hasta reventarlo.
Will, apoyando una mano sobre su espalda, saltó por encima de ella y, en pleno vuelo, cortó la pierna a un hombre que intentó arremeter contra la vikinga. Entre gritos de dolor el pirata cayó al suelo sujetándose la pierna. Yrsa se levantó rápidamente y le pisoteó la cabeza con brutalidad.
  • ¿De dónde eres, guerrera? - preguntó Will, mirándola con respeto.
  • ¡Svalbard ser mi tierra! - respondió ella con orgullo.
  • Yo me llamo William, hijo de Glencoe. Y es un honor luchar a tu lado.
Yrsa lo miró un instante. Aquel gigante pelirrojo le tendía la mano, y ella la tomó por el antebrazo, apretando con fuerza. Luego lo apartó de un empujón, justo a tiempo para estampar su martillo en el estómago de un enemigo que corría hacia ellos.

Aibori, unos metros más lejos, luchaba con una furia que nadie había visto antes. La disciplina amazona había desaparecido, las enseñanzas del Keleth’ir, a las que había jurado obediencia eterna, eran cosa del pasado. Solo quedaba la ira de una loba despojada del amor de su cría. La furia y la venganza movían sus sables, el odio a la vida la única voluntad que le quedaba.

Cortés, siempre cerca de ella, la contemplaba con temor. Pero la protegía, comprendiendo muy bien el dolor que la invadía por dentro.
La Sombra Roja era un campo de batalla. La cubierta se había convertido en un infierno de fuego, acero y sangre. Grace apenas podía ver; su rostro y sus manos estaban cubiertos de rojo espeso.
Atacaba casi por instinto, empujada por la furia y por el estruendo de las gaitas y los tambores, que sonaban cada vez más rápido, como si las notas marcaran el ritmo de la matanza.

De repente, alguien chocó contra su espalda. Grace se giró al instante, el sable en alto.
Una sonrisa se encendió en su rostro.
  • Hola, pequeña - sonrió Diego, con el pelo alborotado y el rostro cubierto de sudor y sangre.
  • ¿Por qué demonios has tardado tanto? - respondió Grace, con media sonrisa.
Diego levantó su pistola y disparó a un pirata que se abalanzaba por la espalda de ella.
El disparo le arrebató la vida al instante. Diego no apartó la mirada de los ojos de la capitana.
  • Me hago viejo para esto, niña - rió el Errante.
  • No pongas como excusa la edad - replicó Grace, atravesando el vientre de un enemigo con su sable - cuando tu problema siempre ha sido la holgazanería.
El Errante estalló en carcajadas, mientras la apartaba y se colocaban espalda contra espada, repeliendo los ataques de los enemigos.
  • ¿Lo has encontrado? - preguntó encarando a un tuerto que corría hacía él con el sable levantado.
  • ¿Tú que crees? - gritó Grace desviando una estocada - Mira dónde demonios estamos.
  • ¿Dónde está? - Diego hundió su espada en el estomago del tuerto.
  • ¡A buen recaudo! - contestó ella cortando una garganta.
Entonces, Yara apareció entre ambos, recogiendo un revólver cargado de las manos de Gipsy, que amarrado a su cintura le otorgaba la cadencia de disparo de un pelotón de fusilamiento.
  • ¡¿Queréis hacer el favor de callaros?! - gritó furiosa - ¡Ahora no es momento de charlar, imbéciles!
Los empujó a los dos, devolviéndolos a la refriega, mientras ella misma se lanzaba a la batalla, disparando sin misericordia, con la furia de un vendaval.

Unos metros más allá, cerca del timón, Montoya había sido rodeado.
Vihaan, acompañado por Bhagirath y los nórdicos, se había abierto paso entre cuerpos y fuego hasta llegar al capitán.

El Lobo, al verlo, arremetió contra él. Las espadas chocaron con violencia.
El acero cantó, el baile empezó. Montoya era más hábil. Su técnica era fría, perfecta, casi elegante. Vihaan, aunque rápido, apenas podía seguirle el ritmo.

En un movimiento veloz, Montoya desvió su defensa, desarmándolo. Y con un tajo preciso, le atravesó el ojo derecho.
  • ¡Señoooor! - gritó Bhagirath, acercándose a ayudarle. El Talwar apuntando al mestizo.
Pero Vihaan levantó una mano ensangrentada, deteniéndolo.
No necesitaba ayuda. No quería que nadie librase sus batallas. Ya no.

Al instante un grupo de hombres llegó para proteger al capitán. Bhagirath y los nórdicos se lanzaron contra ellos, dispuestos a arrebatarles las vidas. Vihaan se incorporó lentamente, con un hilo de sangre bajándole por el rostro. Recogió su espada, la Flor de Lis, y la sostuvo firme en el aire. Montoya sonrió, burlón.
  • Ríndete, muchacho. Si sigues, no vivirás para ver nacer a tu hijo.
Vihaan no respondió. Solo apretó la mandíbula y se lanzó de nuevo al ataque.

El duelo continuó. Golpe tras golpe.
El capitán de la Sombra Roja seguía dominando, cada estocada más precisa, más cruel.
Vihaan retrocedía, jadeante, la visión nublada por la sangre. Su ojo derecho escocía, tan solo el izquierdo podía seguir las embestidas del Lobo.

Entonces lo recordó. Las palabras de Grace, una lección que jamás olvidaría.

Montoya embistió una vez más. La hoja rozó las costillas de Vihaan.
Y él, aprovechando ese instante, soltó su Flor de Lis, bajando el brazo y pegándolo a su cuerpo. Aferrando la espada del Lobo, fingiendo haber sido atravesado. Él rió al ver cómo el joven astrónomo caía de rodillas. Sacó su espada, sin notar que no estaba manchada de sangre. Avanzó hacia él, con la sonrisa de quien disfruta del triunfo. Y se puso de cuclillas.
  • No te preocupes por tu hijo, yo cuidaré de él. Así como cuidaré de la zorra de tu mujer - le susurro con desprecio - Seguro agradecerá que la monte un hombre de verdad.
Vihaan, sujetándose la herida falsa, bajó la cabeza.
Montoya se puso de pie y apoyó el filo de su espada en su corazón.
  • ¿Últimas palabras muchacho? - sonrió despiadadamente.
  • Sí - susurró Vihaan con una sonrisa maliciosa - No te fíes nunca de un pirata.
En un movimiento rápido como un relámpago, sacó un puñado de pólvora de su bolsa y se la lanzó a la cara. Montoya gritó, cegado, mientras retrocedía desconcertado.

Vihaan se incorporó, le arrebató la pistola del cinto y le apuntó al rostro.
Por un segundo, el mundo pareció detenerse. Solo se oían los tambores en la lejanía.

El disparo resonó como un trueno. El Lobo cayó al suelo, con el cráneo abierto, el rostro arrancado por el disparo a bocajarro. La tripulación del Red Viper rugió con un aullido de victoria.

Un dedo menos.
La mano negra perdía fuerza.

Desde el navío del francés se alzó un grito igual de feroz por parte de los cachorros: Seamus O’Driscoll acababa de terminar con la vida de Ambrose Leclair. Su tripulación de labios sellados rendida ante la jauría incontrolable. Grace y Diego, desde la distancia, levantaron la cabeza al oír el rugido. Sonrieron al ver al Perro sostener en alto la cabeza cortada del silencioso. Mostrándola como un trofeo de caza.

La batalla era dura, cruel, despiadada. Pero la balanza empezaba a inclinarse del lado de la Alianza de las Tres Banderas. No obstante, pareció que los dioses no habían tenido suficiente. Querían más ofrendas, ansiaban más almas. La batalla tan solo acababa de empezar.
  • ¡Capitaaaaaanaaa! - la voz de Halcón tronó por encima del caos, de las gaitas y los tambores -¡Se acercan dos galeoneeees, por el esteeeee!
Bishnu se giró al oírlo. Sujetaba el timón del Red Viper, protegido por las dos hermanas gemelas y Kage. Se acercó a paso rápido hacia la borda, apretando instintivamente el zurrón que llevaba colgado del hombro. Dentro descansaba el Èkó, el corazón mismo del poder del mar.
La capitana le había ordenado que lo protegiera y ahora entendía por qué.

En el horizonte, emergiendo como espectros del abismo, se alzaban el Lamento y la Corona Rota, los dos navíos más temidos del Caribe.
El Rey Negro regresaba, dispuesto a recuperar lo que era suyo.
Gregor Malvaric, al mando de su Galeaza Negra, gritó una orden seca y cortante.
Centenares de compuertas se abrieron en las entrañas del navío. Los remos asomaron, los tambores retumbaron.

El barco maldito comenzó a deslizarse sobre el mar con una rapidez imposible, directo hacia el corazón de la batalla. A su lado, los cañones infernales del Lamento estallaron todos al unísono.
El fuego fue tan denso, el rugido tan colosal, que el sol desapareció tras la nube de humo y azufre. Grace levantó la cabeza, el terror prendiendo fuego en su pecho.

Aquel desalmado estaba dispuesto a destruirlo todo: amigos, enemigos, tierra y mar.
  • ¡Volved al Red Viper! ¡Rápidoooo! - gritó, su voz rasgando el estruendo.
Los hombres levantaron la cabeza, como despertando de un trance de vísceras y muerte.
Cortés y los españoles tuvieron que sujetar a MacFarlane, más bestia que hombre, para arrastrarlo fuera del combate. El escocés rugía, con espuma en los labios y los ojos inyectados en sangre, forcejeando por regresar a la batalla.

Entonces la artillería del Predicador habló.
Y su voz fue el fin del mundo.

El fuego arrasó con todo. La Sombra Roja estalló en mil pedazos, envuelta en un resplandor fatuo, como si las mismísimas llamas del infierno hubiesen ascendido para devorarla.

Grace corrió hacia el timón, gritando órdenes mientras la tripulación arrancaba los ganchos que aún los unían al navío enemigo.
Bhagirath y Yrsa, ayudados por varios hombres con remos largos, separaron las quillas.
El Red Viper se liberó, deslizándose de nuevo sobre las aguas teñidas de sangre.

Más allá, el Perro y sus cachorros corrían hacia el Madra Ifrinn.
El viejo capitán levantó la vista al este. Y cuando vio a la Corona Rota y al Lamento avanzar en sincronía, comprendió por qué aquellos dos galeones eran los espectros más temidos del Caribe.

Eran la tempestad misma. La muerte coronada con la bandera negra.
Los cañones del Rey Negro rugieron con la fuerza de un cataclismo.
El aire se partió en dos, el mar tembló, y el Red Viper recibió el impacto de lleno.

Los proyectiles reventaron contra el costado del navío, levantando una lluvia de astillas y fuego.
Pedazos de madera salieron despedidos como cuchillas. Un hombre perdió el brazo, dos cayeron al mar con un grito ahogado. Las cubiertas se llenaron de humo, sangre y polvo; los mástiles gimieron como criaturas vivas, mientras las velas ardían a retazos bajo el soplo infernal de la Corona Rota.

Yrsa fue lanzada al suelo con violencia. Las astillas se le clavaron en los brazos, en el cuello, en las piernas. El dolor la atravesó, pero no soltó su martillo. Sangraba por todas partes, su respiración era un jadeo quebrado y el zumbido en sus oídos lo cubría todo: solo un pitido constante, como si el mundo hubiera dejado de existir.

Bhagirath corrió hacia ella entre el humo y el caos, apartando cuerpos, esquivando fuego.
Se agachó, la tomó por los hombros y trató de levantarla.
La giganta lo miró, desorientada, con la mirada vidriosa… hasta que algo la hizo reaccionar.
Sus ojos se abrieron de par en par. La sangre que le cubría la boca no logró ahogar el susurro que escapó de sus labios.
  • Óðinn horfir á oss… hann er hér með oss.
“Odín nos observa… está aquí, entre nosotros” fueron sus palabras.
Los nórdicos que la oyeron, ensordecidos por la batalla, sintieron cómo se encendía algo antiguo en su pecho. El rugido de los cañones se mezcló con el de sus gargantas.
Gritaron el nombre del Padre de Todo, golpeando sus escudos, llamando a la muerte como si fuera una vieja amiga.

Bhagirath, que no entendía aquellas palabras, miró en la dirección de la mirada de Yrsa.
Y lo vio. Un cuervo negro se había posado en la borda del Red Viper.

Sus plumas, brillantes como obsidiana mojada, se agitaban entre el humo y la espuma del mar.
El ave graznaba con desesperación, moviéndose nerviosa sobre la madera temblorosa, ignorando el fuego, los cañonazos y los gritos de los moribundos. Los nórdicos creyeron ver en él la señal de su dios tuerto, que acudía a observar con orgullo a sus hijos morir. Gritaron su nombre, redoblaron el golpe de sus escudos, se alzaron entre llamas y metralla con renovado fervor. Pero nadie vio, excepto Bharitah, lo que el cuervo traía.

Atado a su pata, con un hilo de cuero oscuro, pendía un pequeño tubo metálico, grabado con el emblema de un cuervo.
  • ¡Bishnuuuuuu! - rugió Grace desde el puesto de mando, su voz cortando el estruendo de los cañones - ¡Necesitamos el poder del Mulakaboko, ahoraaaa!
La Corona Rota se acercaba a una velocidad imposible, como si el mismo mar se abriera ante ella. El casco del Red Viper crujía, la madera gemía al límite de su resistencia. Los hombres corrían sin rumbo, intentando maniobrar, pero el enemigo se abalanzaba sobre ellos como una bestia desatada.

El Predicador, al otro lado, seguía disparando sin descanso, obsesionado con destruir el galeón del Perro y la fragata del Errante.
Grace comprendió en un instante la verdad más amarga: no podían competir contra ellos.
El enemigo era más rápido, más fuerte, más despiadado.
Si no salían de allí cuanto antes, el mar Caribe se convertiría en su tumba.

El anciano levantó el bastón con ambas manos. Sus labios se movieron sin emitir palabra.
El viento, como si lo entendiera, cambió de rumbo. Las velas negras del Red Viper se hincharon con una furia desconocida. El aire olía a pólvora y a sal, como si algo antiguo despertara de su sueño.

Entre las ráfagas de viento y los gritos apareció Bhagirath, corriendo hacia el timón, el tubo metálico del cuervo apretado contra el pecho.
  • ¿¡Qué es esto!? - gritó Grace, agarrando el mensaje entre el caos.
Bhagirath no alcanzó a responder. Un nuevo estallido desgarró el aire.
Grace se agachó instintivamente, convencida de que Gregor volvía a lanzar otra andanada.
Pero esta vez no. El sonido fue distinto.

Un estruendo seco, preciso, como el latido de un corazón que marca el ritmo de la guerra.
El humo se abrió, y entre sus pliegues… surgió una sombra.
Grace alzó la vista, el corazón latiendo con fuerza.
Y una sonrisa, lenta pero llena de esperanza, se dibujó en su rostro.
  • Drake… - susurró, apretando el puño con fuerza - Sabía que no podrías resistirte.
Del humo emergió el Ojo del Cuervo, el legendario y aterrador navío de Drake.
Una corbeta modificada, veloz y letal, que se deslizaba entre los restos de las naves como una sombra viva. Su casco, esbelto y estrecho, cortaba el mar con elegancia depredadora.

Tres mástiles alzaban velas negras como la medianoche, invisibles entre la bruma.
Los laterales reforzados parecían listos para embestir, y su cubierta baja se ocultaba entre el humo como si quisiera desaparecer del mundo.
Desde lo alto, una bandada de cuervos seguía al navío, girando sobre él como heraldos de la muerte. Sus graznidos se mezclaban con el rugido de los cañones, componiendo una sinfonía oscura y trascendental.

Su emblema ondeaba al viento: Fondo negro carbón, bordes desgarrados como si hubieran sido picoteados, y en el centro, un cuervo de alas extendidas, posado sobre un timón hecho de huesos humanos. El cuervo tenía la cabeza girada, de perfil, su ojo blanco resplandeciendo como una luna enloquecida. No importaba desde dónde se mirase: aquel ojo siempre te devolvía la mirada.

El mascarón de proa, llamado El Vigía Silencioso, se lanzaba hacia delante con las alas entreabiertas. Esculpido en madera negra con vetas plateadas, parecía moverse al compás del viento. Un ojo cerrado. El otro, tallado en nácar blanco, brillando con un fulgor casi humano.
Entre el pico abierto, pendía una llave antigua oxidada, como un talismán.
Las plumas estaban grabadas con inscripciones diminutas en lenguas olvidadas, secretos sellados por siglos. Desde abajo, la forma proyectaba sobre el mar la sombra de un encapuchado: la figura de un fantasma que custodiaba la proa.

Se decía que Drake susurraba órdenes al cuervo en lenguas antiguas antes de cada abordaje.
Y que en noches sin luna, el mascarón inclinaba la cabeza para beber la sangre de sus enemigos sobre el mar.

El Ojo del Cuervo viró con precisión quirúrgica. Un cañón de proa rugió.
El proyectil atravesó el aire con un silbido sobrenatural, directo al casco de la Corona Rota.
El impacto fue tan brutal que la Galeaza del Rey Negro se escoró, lanzando hombres al agua como si el océano los devorara.

La batalla cambió de ritmo, y por un instante, el sol asomó entre las nubes.
Los cuervos giraron sobre el Red Viper, sus alas negras cortando la luz.
Grace levantó la mirada hacia el cielo.
Y supo que el destino les había concedido un instante más.

Un último aliento antes del fin.
Bartholomew Drake apareció en el momento justo.
Una entrada digna de un capitán pirata.

Todo en él rebosaba carisma y arrogancia, un magnetismo peligroso que convertía su mera presencia en un espectáculo. Parecía vivir solo para el instante de gloria, para el momento en que todas las miradas se clavaran en él. Su navío, el Ojo del Cuervo, por supuesto no era diferente: elegante, sombrío y galán, un reflejo perfecto de su dueño. Se movía como si danzara entre los cañonazos, burlando la muerte con una sonrisa pretenciosa.

Tal fue su aparición, que el fuego enemigo pareció volverse loco.
Los cañones del Rey Negro y los del Predicador olvidaron por completo a la Alianza de las Tres Banderas, concentrando toda su furia en el traidor. Las explosiones cercaron al Ojo del Cuervo, columnas de agua salada se alzaban a su alrededor, y aun así, la corbeta se deslizaba entre ellas con la precisión de un depredador marino.

En el Red Viper, Grace abrió el tubo metálico que Bhagirath le había entregado.
Dentro, un pergamino enrollado. La caligrafía era hermosa, aunque escrita con urgencia, las letras firmadas con dos iniciales inconfundibles: B.D.

“Virad y poned rumbo al suroeste.
Hay una isla donde podréis ocultaros.
Nada podéis hacer en alta mar contra el Rey Negro.
Yo cubriré vuestra retirada.”

Grace cerró el pergamino con un golpe seco del puño. Levantó la vista.
El cielo era una mezcla de humo y luz dorada. El mar hervía, los tambores retumbaban, las gaitas lloraban una melodía ancestral. Era un día precioso.
  • ¡Halcóoon! - rugió desde la popa - ¡Avisa al Errante y al Perro! ¡Ponemos rumbo al suroeste!
El vigía no perdió un solo segundo. Tomó el juego de banderas de señales y las alzó al viento.
Rojo cruzado con oro para el Errante, negro con blanco para el Madra Ifrinn.
A lo lejos, desde los mástiles de ambos barcos, las respuestas no se hicieron esperar:
dos banderas ondearon a la vez, aceptando la orden.

En cuestión de segundos, las tres naves viraron al unísono, el viento del anciano hinchando sus velas como si los dioses mismos los empujaran hacia la salvación. Detrás de ellos, el Ojo del Cuervo giró en dirección contraria. Directo hacía la muerte.
Drake estaba solo y aún así era un peligro a tener en cuenta.

Su corbeta se movía entre los monstruos de guerra como una sombra viva, esquivando la artillería con maniobras imposibles. Cada impacto que rozaba su casco era devuelto con precisión vengativa: fuego de retorno rápido, certero, cruel.
Las explosiones iluminaban su silueta, y durante un segundo, pareció que volaba sobre el mar.
Desde la distancia, Grace observó aquel ballet mortal. Drake se enfrentaba a los dos gigantes con la insolencia de quien ya ha hecho las paces con la muerte. Cada viraje era una provocación, cada disparo, una carcajada. Y aunque sabía que él no lo admitiría jamás, estaba arriesgando su vida para salvarlos.

El Red Viper, el Errante y el Madra Ifrinn desaparecieron entre el humo, rumbo al horizonte prometido. Y tras ellos, solo quedó la figura del Ojo del Cuervo, girando entre la bruma como un espectro que se negaba a morir.

Grace alzó la vista, recorriendo la cubierta de punta a punta.
Los ojos le temblaban, la respiración entrecortada. Iba contándolos uno a uno, temiendo cada ausencia.
Y, por desgracia, faltaban muchos.

Algunos dormían ya en el fondo del mar; otros yacían inmóviles sobre la cubierta, sus cuerpos cubiertos por lonas manchadas de sangre y sal.
Los que seguían en pie apenas lo parecían: encorvados, cubiertos de hollín, con la mirada vacía de quienes han visto de cerca el rostro de la muerte.

A un lado, Yara trabajaba sobre el cuerpo de Yrsa, arrancando las astillas que se le habían incrustado en la piel. La vikinga no emitía un solo gemido; solo bebía a grandes tragos de una jarra de ron, dejando que el fuego del licor mitigara el ardor de las heridas.
  • Traed más vendas - ordenó Yara, organizando a los que atendían a los heridos - Y moved a los que no respiren. No dejéis que el sol se los lleve antes que el mar.
Bum-Bum corría entre ellos, saltando sobre sus piernas, corriendo a buscar más agua. Como un pequeño torbellino iba de un lado al otro, donde se precisara su ayuda.

Unos metros más allá, Cortés y Hernando atendían al joven Santiago, cuya pierna había desaparecido con la última explosión.
El muchacho gritaba fuera de sí, las venas del cuello tensas como cuerdas.
Hernando, con lágrimas en los ojos, le tapó la boca murmurando una oración mientras Cortés, sin vacilar, le cortaba la carne muerta de un solo tajo. El grito ahogado se perdió entre el crujido de las maderas y el lejano retumbar del mar.

Más atrás, Bhagirath se inclinaba sobre Vihaan.
Le limpiaba el rostro con un trapo empapado en whisky, y con una calma tensa le colocaba un vendaje improvisado sobre el hueco donde antes estuvo su ojo derecho. El astrónomo no decía ni una palabra; su respiración era serena, pero sus manos apretaban con fuerza la empuñadura de su espada.

Entre heridos, sollozos y oraciones, los ojos de Grace encontraron una figura inmóvil junto a la borda. Aibori.
Era la única que no miraba a los vivos, sino al horizonte, al humo lejano del Lamento. Donde se encontraba la muerte.
Sus espadas cortas seguían en sus manos, la respiración agitada, la mandíbula tensa.
En su mirada ardía una llama distinta, fría y precisa: la de la venganza.
Grace la observó en silencio. Sabía lo que pensaba.
Sabía que, tarde o temprano, Aibori iría en busca de cobrar su deuda.
Aunque hacerlo le costase la vida.

El mar, por un instante, pareció contener la respiración.
Las olas golpeaban los cascos heridos de los tres navíos, arrastrando con ellas jirones de tela, restos de madera y cuerpos que se mecían en silencio. La batalla naval había terminado, pero el eco del combate seguía resonando en cada corazón que aún latía.

En la cubierta del Español Errante, Diego caminaba entre los suyos, cada paso hundido en la sangre seca y la pólvora.
A su alrededor, los hombres atendían a los caídos, cerraban párpados con manos temblorosas o murmuraban los nombres de quienes ya no respondían. Pero nadie lloraba. Y no porque no doliera, sino porque el llanto pertenece a los vivos, y ellos, por un instante, no lo eran del todo.
Diego alzó la mirada hacia el horizonte, hacia el punto donde el Cuervo aún se batía como una sombra solitaria.
Pensó en los muchachos que no verían otro amanecer, en las promesas rotas, en las canciones que nadie volvería a cantar en la taberna del puerto.

Y sin embargo, en su pecho, junto al dolor, ardía una llama de orgullo.
Habían luchado como hermanos.
Y habían muerto como hombres libres.

En el Madra Ifrinn, el aire olía a hierro, ron y desesperación. El Perro caminaba cojeando, apoyado en su bastón.
Su jauría había menguado, pero los que quedaban en pié le miraban con la misma devoción salvaje de siempre.
Entre los cuerpos sin vida reposaban algunos con una sonrisa torcida, como si se hubiesen ido de este mundo, burlándose de la muerte.

Seamus se detuvo junto a ellos y, sin decir palabra, golpeó tres veces la culata de su bastón contra la madera húmeda y ensangrentada.
Los suyos lo imitaron. Golpeando con los puños cerrados.
El sonido grave y seco resonó por toda la cubierta, un último aullido por los que ya no podían responder.
Nadie en aquel barco temía morir, pero todos temían ser olvidados.
Por eso, cada golpe era un juramento.
Cada marca en la madera, una promesa de venganza.

Y sobre el Red Viper, Grace O’Malley alzó el rostro al viento, dejando que la brisa salada le secara la sangre del rostro.
Podía oír las gaitas a lo lejos, débiles, desgarradas, pero aún firmes.
Esa música, esa vieja melodía de guerra, no cantaba a la derrota.
Cantaba a la memoria.

Cantaba al fuego que no se apaga mientras quede un solo corazón latiendo al unísono.
A lo lejos, entre la bruma y los restos del humo de los cañones, la silueta del Rey Negro seguía alzándose como un presagio.
No había huido. No se había rendido.
El enemigo aún respiraba, y con él, la promesa de otra batalla.

Grace cerró los ojos y apretó los puños.
No había espacio para el arrepentimiento, ni para las dudas.
Solo para el deber, el honor y los compañeros de armas.
Porque un pirata no se define por el oro que roba, sino por la lealtad hacia quienes sangran a su lado.

Y mientras el mar siga recordando los nombres de los caídos, ellos seguirán navegando, desafiando a los reyes, a los dioses y a la muerte misma.

El viento volvió a soplar.
Las velas se tensaron.

Y los tres barcos, heridos pero no vencidos, pusieron rumbo al horizonte.
Porque la guerra aún no había terminado…
y el mar, paciente, aguardaba el rugido de los libres.

De los que jamás se rendirían.

Continuará…
 
Me ha dado pena por el niño y espero que su Madre pueda cobrar venganza ante ese miserable asesino.
Yo acabo de leerlo pq estoy de bajón y con una gastroenteritis de caballo. Querido Ron, me dejaste muy jodido, espero que Aibori pueda ajustar cuentas y seguro que todos la ayudaran.
Cualquier padre daría la vida por sus hijos.
Mañana leeré el siguiente, ahora no tengo ánimos.
 
Yo acabo de leerlo pq estoy de bajón y con una gastroenteritis de caballo. Querido Ron, me dejaste muy jodido, espero que Aibori pueda ajustar cuentas y seguro que todos la ayudaran.
Cualquier padre daría la vida por sus hijos.
Mañana leeré el siguiente, ahora no tengo ánimos.
Recupérate pronto y cuando estés de animo lo lees.
Aquí en Sevilla estamos un poco tristes por lo que ha pasado con una niña que sufrió bullying y se ha suicidado. Da mucha rabia.
 
Una batalla bestial, Drake al final me cae bien, salió en defensa de la capitana.
Recupérate pronto y cuando estés de animo lo lees.
Aquí en Sevilla estamos un poco tristes por lo que ha pasado con una niña que sufrió bullying y se ha suicidado. Da mucha rabia.
Ánimos y a cuidarse. Yo pasé una gastro no hace mucho y es odioso. Un abrazo enorme!
Gracias, ya parece que voy aguantando mejor, dieta blanda y mucho liquido preparado con sobrecitos para mejorar la flora intestinal.
 
Bueno, ya estoy de vuelta. Lo siento por no haber sido contante con la subida de capítulos. Necesitaba un pequeño descanso, jeje.
Subo nuevo capítulo ahora y espero poder seguir el ritmo al que os tenía acostumbrados. Un abrazo a todos!
 
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