Capítulo 55 - La Batalla de las Ocho Banderas: Parte 1 - El mar teñido de sangre
El día no trajo buenas noticias para aquellos que deseaban una vida tranquila y serena.
Aunque ese no era, precisamente, el caso de las Víboras Rojas.
Siempre orgullosos.
Siempre salvajes.
Siempre dispuestos a plantar cara.
Se arremangaron las camisas y apretaron los puños. Se ataron con fuerza los pañuelos a la cabeza. Besaron amuletos, hablaron con sus difuntos. Sus dedos se mancharon de pólvora, los filos de sus espadas bien afilados. La mirada fija en el horizonte, la mente vacía. Había llegado el momento que todos ansiaban. El momento de la refriega, de la carne y el acero, de la gloria y la muerte.
La paz del océano se vio interrumpida por la fiereza de los hombres que lo surcaban. Como si la propia naturaleza entendiera la cruenta batalla que estaba por empezar, reaccionó por voluntad propia. El viento hasta ahora calmado, empezó a rugir con fuerza, empujando las velas del navío a más velocidad. Las olas se agitaron, fuertes y furiosas, golpeando el casco y cubriendo la cubierta de espuma. Cuando el Red Viper se cruzó con el Español Errante y el Madra Ifrinn, los encontró en plena persecución: antes siquiera de verlos, los cañones rasgaron el silencio del océano. Avisando de lo que estaba por llegar. Humo, gritos y velas henchidas por el viento anunciaban una batalla inminente que prometía teñir de sangre el agua y cubrir el sol con el humo de los cañones.
Diego y sus hermanos trabajaban como una máquina afinada para zafarse de la mordida de la Sombra Roja. Montoya, al mando de su bergantín de caza, acechaba como un lobo sediento de sangre. Buscaba el abordaje a toda costa, sin descanso.
- ¡Capitán, los tenemos encima! - gritó Fred desde la borda de estribor, mientras apretaba el gatillo de su mosquete llevándose la vida de un pirata enemigo.
Diego, curtido marinero como pocos habían, vio los cañones asomando en el casco enemigo y, sin pensarlo, giró el timón con violencia; su fragata respondió obediente, escupiendo agua y escapando del fuego enemigo.
- ¡Preparad los cañones y apretad los dientes, valientes! - voceó Grace al ver a su mentor rodeado - ¡Nuestros hermanos luchan solos y no lo vamos a permitir!
La tripulación alzó las armas y gritaron a pleno pulmón. Ella los miró: erguidos, tensos, ojos encendidos por el fuego de la furia. Mientras, los cañones del Madra Ifrinn tronaron bajo el cielo caribeño, buscando al xebec del francés silencioso, ese navío ligero que se escabullía con rapidez, sorteando la muerte en un silencio absoluto.
- ¡Capitaaaaan! - gritó Caitlin desde la cofa - ¡Han sorteado nuestro fuego, vienen directos contra nosotros!
El Perro entrecerró los ojos y fijó la vista en el extraño barco de velas pálidas que se acercaba en ominoso silencio y una rapidez antes vista.
- ¡Que vengan! - rugió, poniendo todo su peso en el timón - Probarán la rabia de nuestra mordida y el filo de nuestros colmillos. ¡Luchad, perros! ¡Luchad hasta que el mar se tiña de rojo y la muerte venga a buscarnos!
Sus cachorros respondieron con un aullido: un juramento y una amenaza a la vez, preparados para cualquier horror que se atreviera a desafiarlos. El Galeón del Perro era lento sí, pero imparable. El Madra Ifrinn no estaba hecho para huir. Su reputación se lo impedía y su fuerza le permitía ir directo al corazón del enemigo. El Perro no era de ataques rápidos. Era de asedios brutales y dominación prolongada. Su enemigo, el silencioso Leclair, motivado por las leyendas que rodeaban su persona y el miedo que imponía en sus enemigos, se atrevió a desafiarlo. Y como respuesta Seamus O’Driscoll sonrío vehementemente. Pues por primera vez en su miserable vida, no debía perseguir a su presa, el muy imbécil venía directo hacía sus fauces abiertas.
El Red Viper salió disparado hacia el navío de Montoya, que como un lobo hambriento no desistía de acechar al Español Errante, una y otra vez, hasta que esta cayera bajo su letal mordida.
- ¡Preparaos para el abordaje! - gritó Grace, su cuerpo tenso como un arco, lista para el choque - ¡Luchad! ¡Luchad como solo vosotros sabéis hacerlo, hermanos! ¡Hasta el último aliento! ¡Por la gloria y un rojo amanecer!
Los hombres gritaron llenos de furia, se aferraron a los ganchos y corrieron hacia la borda, armados hasta los dientes, dispuestos a lanzarse como fieras del infierno, rabiosos, violentos, impacientes, sin atisbo de miedo en sus corazones. Mientras, en la cubierta baja, un loco escocés se preparaba para su entrada triunfal. Macfarlane, desde la batalla en las costas africanas, había desarrollado un gusto especial por pelear acompañado por la música de sus ancestros.
Se desabrochó la camisa y la dejó caer al suelo, movió brazos y hombros calentando músculos, crujiendo el cuello mientras apretaba el cinturón de su kilt, su tartán de cuadros representando los clanes de las Tierras Altas de Escocia, orgullosos y antiguos. En sus manos, como siempre, le acompañaban Bess e Isobel, sus dos difuntas mujeres, afiladas y sedientas de sangre.
Gallagher y Maddox lo miraron un segundo con respeto. Uno era irlandés, el otro galés. Pero se sentían unidos al escocés. Como una hermandad forjada por años de rebeldía y resistencia. Cogieron aire, llenaron sus pulmones e inflaron las gaitas. El sonido fue estruendoso, vibrante, como el rugido de un ejército que avanza desafiante contra el enemigo. Esta vez, no estaban solos, les acompañaban dos mujeres escocesas, duras y tercas como mulas, sujetando los tambores con firmeza entre sus caderas; cada golpe que daban parecía marcar los latidos del corazón de los guerreros que estaban a punto de abrazar a la muerte. El interior del Red Viper estalló, trascendental, perfecto, haciendo que el aire mismo vibrara con la tensión y la gloria de la batalla.
Grace impactó contra la Sombra Roja, cogiéndolos por sorpresa. Montoya, al igual que el francés silencioso, pecó de lo mismo. Tantos años sintiéndose dueños y señores del mar, les habían vuelto confiados, desprevenidos. Los ganchos se clavaron, los cañones escupieron fuego haciendo saltar las maderas en astillas y los hombres saltaron al ataque entre gritos y maldiciones. Grace soltó el timón, desenfundó su sable y apretó con fuerza el mango de su pistola, avanzando con decisión hacia la cubierta, dispuesta a luchar hombro con hombro junto a sus hermanos.
Al bajar a la cubierta principal, la puerta que daba acceso al interior del navío se abrió de par en par. Las gaitas y los tambores llenaron el aire, cada nota era un desafío a la autoridad, cada golpe un juramento de libertad. Como si de una comitiva se tratara, detrás de la música apareció Macfarlane, un verdadero espectáculo de furia y disciplina. Sus ojos se encontraron con los de ella y sin decir nada, tan solo un simple gesto de cabeza, invitó a Grace a unirse a su ejército de rebeldía. La capitana, pelirroja y pecosa, sintió el ardiente coraje de Escocia en su sangre, un fuego que no era suyo por nacimiento, pero que ahora, de alguna manera, le pertenecía también.
Juntos, saltaron sobre la cubierta enemiga, rugiendo y matando con la fuerza de mil hombres. La música del clan y los tambores marcaba el ritmo de cada movimiento, cada salto, cada grito, cada latido de sus corazones, transcendiendo el momento en algo más que una batalla. Aquello era un ritual de guerra, un grito salvaje de desobediencia. La guerra hecha poesía, los guerreros convertidos en poetas.
Diego, al timón de su fragata, la vio y su pecho se llenó de orgullo. La pequeña Grace, aquella niña que le había robado el corazón; ahora era una mujer, tan bella como indómita. Su sonrisa estalló de repente, al verla entrando en combate como un fuego que lo consumía todo a su paso.
- ¡Qué orgulloso me siento de haber visto crecer a esa puñetera muchacha, capitán! - gritó Will “el Hacha”, afilando su hacha de dos manos y riendo a carcajadas.
Diego alzó la cabeza, viendo la determinación en los ojos de su compañero. Luego se dio cuenta, todos esperaban la orden, ansiosos por entrar en batalla. No era el momento de huir, se había cansado de escapar de la mordida del ‘Lobo de las Antillas’ y sin dudar más, viró hacia el corazón de la guerra. Decidido a unirse a la capitana Grace O’Malley y presentar batalla a su lado.
- ¡Donde la Víbora luche… el Errante responderá! - rugió, con orgullo y determinación - ¡Un compromiso os une a este navío, hermanos, y no es obediencia ni miedo! ¡Os une lo único por lo que vale la pena luchar: la libertad! ¡A llegado el momento de hacer honor a vuestra palabra, sin miedo, sin mirar atrás! ¡Luchad!
Los Errantes gritaron y golpearon el suelo con sus botas, el estruendo mezclándose con el rugido de las gaitas y el retumbar de los tambores. Listos, dispuestos, decididos a entrar en combate con el corazón encendido y la sangre hirviendo.
Le Fantôme Gris alcanzó con rapidez el galeón del Perro.
Abrieron fuego con sus cañones silenciosos, reventando el casco en mil pedazos. Acto seguido, maniobraron con agilidad, alejándose del alcance de los cañones enemigos. Aquella inmensa mole rugía y escupía fuego, pero su cadencia era torpe, demasiado lenta para atraparles.
Leclair dirigía a sus hombres en silencio absoluto. Nadie hablaba. Nadie gritaba. Toda su tripulación, con los labios cosidos, sabía perfectamente qué debía hacer: disparar, huir, recargar y volver a arremeter.
Golpe tras golpe, el casco del Madra Ifrinn empezaba a resentirse, perdiendo velocidad.
Seguirían así, incansables, hasta verlo hundido en el fondo del mar. El francés se permitió la osadía de una breve sonrisa. Sabía que la velocidad siempre vence a la fuerza.
Pero su sonrisa murió tan rápido como nació.
Porque hay algo más poderoso que la velocidad.
La astucia de un perro viejo. Más astuto por viejo que por perro.
Sin saber de dónde habían salido, cachorros sedientos de sangre, con espuma en la boca y ojos enloquecidos, treparon por los flancos del Fantôme Gris, invadiendo su cubierta silenciosa como una jauría desatada. El caos estalló de repente. Gritos. Acero. Sangre. Muerte.
Leclair fue rodeado por su escolta personal al instante. Uno de ellos alzó el mosquete y disparó a un pirata que corría hacia el timón gritando como si estuviera poseído. La bala le atravesó el pecho, saliendo por su espalda, pero el cachorro no se detuvo. Siguió corriendo, aún más colérico. Otro disparo le alcanzó en el muslo, y aun así siguió avanzando, rugiendo como un animal herido. Se lanzó sobre ellos, apuñalando, mordiendo, desgarrando como si el mismísimo infierno lo empujara por detrás.
Leclair sintió el terror, una sensación que creía olvidada.
Y entonces lo vio. El Perro.
Andaba por la cubierta de su navío como si fuera suya, como si todo le perteneciera. Viejo, cojo, delgado, y sus pulmones negros por el tabaco, pero implacable. Avanzaba entre el caos con paso firme, sin prisa, como si nada en el mundo pudiera tocarlo. Los hombres de Leclair se lanzaban contra él, uno tras otro, pero ninguno lograba alcanzarlo.
Porque alrededor del Perro, su jauría lo protegía.
Una muralla viva de furia y dientes. Las crías protegiendo a su madre.
Nada podía detenerlo.
- ¡Ríð á, Gláfur! - gritó Yrsa.
El oso se abalanzo sobre dos hombres, que no pudieron hacer nada ante el abrazo del monstruo blanco. Tan solo gritar llenos de terror mientras eran destripados por sus fauces.
- ¿Cómo te llamas, mujer? - gritó Will “el Hacha”, cerca de ella, arrancando la cabeza de un hombre de Montoya con un solo tajo de su hacha doble.
- ¡Yo llamar Yrsa! - rugió la nórdica, montada sobre un pirata, mientras le golpeaba el cráneo contra la cubierta una y otra vez, hasta reventarlo.
Will, apoyando una mano sobre su espalda, saltó por encima de ella y, en pleno vuelo, cortó la pierna a un hombre que intentó arremeter contra la vikinga. Entre gritos de dolor el pirata cayó al suelo sujetándose la pierna. Yrsa se levantó rápidamente y le pisoteó la cabeza con brutalidad.
- ¿De dónde eres, guerrera? - preguntó Will, mirándola con respeto.
- ¡Svalbard ser mi tierra! - respondió ella con orgullo.
- Yo me llamo William, hijo de Glencoe. Y es un honor luchar a tu lado.
Yrsa lo miró un instante. Aquel gigante pelirrojo le tendía la mano, y ella la tomó por el antebrazo, apretando con fuerza. Luego lo apartó de un empujón, justo a tiempo para estampar su martillo en el estómago de un enemigo que corría hacia ellos.
Aibori, unos metros más lejos, luchaba con una furia que nadie había visto antes. La disciplina amazona había desaparecido, las enseñanzas del Keleth’ir, a las que había jurado obediencia eterna, eran cosa del pasado. Solo quedaba la ira de una loba despojada del amor de su cría. La furia y la venganza movían sus sables, el odio a la vida la única voluntad que le quedaba.
Cortés, siempre cerca de ella, la contemplaba con temor. Pero la protegía, comprendiendo muy bien el dolor que la invadía por dentro.
La Sombra Roja era un campo de batalla. La cubierta se había convertido en un infierno de fuego, acero y sangre. Grace apenas podía ver; su rostro y sus manos estaban cubiertos de rojo espeso.
Atacaba casi por instinto, empujada por la furia y por el estruendo de las gaitas y los tambores, que sonaban cada vez más rápido, como si las notas marcaran el ritmo de la matanza.
De repente, alguien chocó contra su espalda. Grace se giró al instante, el sable en alto.
Una sonrisa se encendió en su rostro.
- Hola, pequeña - sonrió Diego, con el pelo alborotado y el rostro cubierto de sudor y sangre.
- ¿Por qué demonios has tardado tanto? - respondió Grace, con media sonrisa.
Diego levantó su pistola y disparó a un pirata que se abalanzaba por la espalda de ella.
El disparo le arrebató la vida al instante. Diego no apartó la mirada de los ojos de la capitana.
- Me hago viejo para esto, niña - rió el Errante.
- No pongas como excusa la edad - replicó Grace, atravesando el vientre de un enemigo con su sable - cuando tu problema siempre ha sido la holgazanería.
El Errante estalló en carcajadas, mientras la apartaba y se colocaban espalda contra espada, repeliendo los ataques de los enemigos.
- ¿Lo has encontrado? - preguntó encarando a un tuerto que corría hacía él con el sable levantado.
- ¿Tú que crees? - gritó Grace desviando una estocada - Mira dónde demonios estamos.
- ¿Dónde está? - Diego hundió su espada en el estomago del tuerto.
- ¡A buen recaudo! - contestó ella cortando una garganta.
Entonces, Yara apareció entre ambos, recogiendo un revólver cargado de las manos de Gipsy, que amarrado a su cintura le otorgaba la cadencia de disparo de un pelotón de fusilamiento.
- ¡¿Queréis hacer el favor de callaros?! - gritó furiosa - ¡Ahora no es momento de charlar, imbéciles!
Los empujó a los dos, devolviéndolos a la refriega, mientras ella misma se lanzaba a la batalla, disparando sin misericordia, con la furia de un vendaval.
Unos metros más allá, cerca del timón, Montoya había sido rodeado.
Vihaan, acompañado por Bhagirath y los nórdicos, se había abierto paso entre cuerpos y fuego hasta llegar al capitán.
El Lobo, al verlo, arremetió contra él. Las espadas chocaron con violencia.
El acero cantó, el baile empezó. Montoya era más hábil. Su técnica era fría, perfecta, casi elegante. Vihaan, aunque rápido, apenas podía seguirle el ritmo.
En un movimiento veloz, Montoya desvió su defensa, desarmándolo. Y con un tajo preciso, le atravesó el ojo derecho.
- ¡Señoooor! - gritó Bhagirath, acercándose a ayudarle. El Talwar apuntando al mestizo.
Pero Vihaan levantó una mano ensangrentada, deteniéndolo.
No necesitaba ayuda. No quería que nadie librase sus batallas. Ya no.
Al instante un grupo de hombres llegó para proteger al capitán. Bhagirath y los nórdicos se lanzaron contra ellos, dispuestos a arrebatarles las vidas. Vihaan se incorporó lentamente, con un hilo de sangre bajándole por el rostro. Recogió su espada, la Flor de Lis, y la sostuvo firme en el aire. Montoya sonrió, burlón.
- Ríndete, muchacho. Si sigues, no vivirás para ver nacer a tu hijo.
Vihaan no respondió. Solo apretó la mandíbula y se lanzó de nuevo al ataque.
El duelo continuó. Golpe tras golpe.
El capitán de la Sombra Roja seguía dominando, cada estocada más precisa, más cruel.
Vihaan retrocedía, jadeante, la visión nublada por la sangre. Su ojo derecho escocía, tan solo el izquierdo podía seguir las embestidas del Lobo.
Entonces lo recordó. Las palabras de Grace, una lección que jamás olvidaría.
Montoya embistió una vez más. La hoja rozó las costillas de Vihaan.
Y él, aprovechando ese instante, soltó su Flor de Lis, bajando el brazo y pegándolo a su cuerpo. Aferrando la espada del Lobo, fingiendo haber sido atravesado. Él rió al ver cómo el joven astrónomo caía de rodillas. Sacó su espada, sin notar que no estaba manchada de sangre. Avanzó hacia él, con la sonrisa de quien disfruta del triunfo. Y se puso de cuclillas.
- No te preocupes por tu hijo, yo cuidaré de él. Así como cuidaré de la zorra de tu mujer - le susurro con desprecio - Seguro agradecerá que la monte un hombre de verdad.
Vihaan, sujetándose la herida falsa, bajó la cabeza.
Montoya se puso de pie y apoyó el filo de su espada en su corazón.
- ¿Últimas palabras muchacho? - sonrió despiadadamente.
- Sí - susurró Vihaan con una sonrisa maliciosa - No te fíes nunca de un pirata.
En un movimiento rápido como un relámpago, sacó un puñado de pólvora de su bolsa y se la lanzó a la cara. Montoya gritó, cegado, mientras retrocedía desconcertado.
Vihaan se incorporó, le arrebató la pistola del cinto y le apuntó al rostro.
Por un segundo, el mundo pareció detenerse. Solo se oían los tambores en la lejanía.
El disparo resonó como un trueno. El Lobo cayó al suelo, con el cráneo abierto, el rostro arrancado por el disparo a bocajarro. La tripulación del Red Viper rugió con un aullido de victoria.
Un dedo menos.
La mano negra perdía fuerza.
Desde el navío del francés se alzó un grito igual de feroz por parte de los cachorros: Seamus O’Driscoll acababa de terminar con la vida de Ambrose Leclair. Su tripulación de labios sellados rendida ante la jauría incontrolable. Grace y Diego, desde la distancia, levantaron la cabeza al oír el rugido. Sonrieron al ver al Perro sostener en alto la cabeza cortada del silencioso. Mostrándola como un trofeo de caza.
La batalla era dura, cruel, despiadada. Pero la balanza empezaba a inclinarse del lado de la Alianza de las Tres Banderas. No obstante, pareció que los dioses no habían tenido suficiente. Querían más ofrendas, ansiaban más almas. La batalla tan solo acababa de empezar.
- ¡Capitaaaaaanaaa! - la voz de Halcón tronó por encima del caos, de las gaitas y los tambores -¡Se acercan dos galeoneeees, por el esteeeee!
Bishnu se giró al oírlo. Sujetaba el timón del Red Viper, protegido por las dos hermanas gemelas y Kage. Se acercó a paso rápido hacia la borda, apretando instintivamente el zurrón que llevaba colgado del hombro. Dentro descansaba el Èkó, el corazón mismo del poder del mar.
La capitana le había ordenado que lo protegiera y ahora entendía por qué.
En el horizonte, emergiendo como espectros del abismo, se alzaban el Lamento y la Corona Rota, los dos navíos más temidos del Caribe.
El Rey Negro regresaba, dispuesto a recuperar lo que era suyo.
Gregor Malvaric, al mando de su Galeaza Negra, gritó una orden seca y cortante.
Centenares de compuertas se abrieron en las entrañas del navío. Los remos asomaron, los tambores retumbaron.
El barco maldito comenzó a deslizarse sobre el mar con una rapidez imposible, directo hacia el corazón de la batalla. A su lado, los cañones infernales del Lamento estallaron todos al unísono.
El fuego fue tan denso, el rugido tan colosal, que el sol desapareció tras la nube de humo y azufre. Grace levantó la cabeza, el terror prendiendo fuego en su pecho.
Aquel desalmado estaba dispuesto a destruirlo todo: amigos, enemigos, tierra y mar.
- ¡Volved al Red Viper! ¡Rápidoooo! - gritó, su voz rasgando el estruendo.
Los hombres levantaron la cabeza, como despertando de un trance de vísceras y muerte.
Cortés y los españoles tuvieron que sujetar a MacFarlane, más bestia que hombre, para arrastrarlo fuera del combate. El escocés rugía, con espuma en los labios y los ojos inyectados en sangre, forcejeando por regresar a la batalla.
Entonces la artillería del Predicador habló.
Y su voz fue el fin del mundo.
El fuego arrasó con todo. La Sombra Roja estalló en mil pedazos, envuelta en un resplandor fatuo, como si las mismísimas llamas del infierno hubiesen ascendido para devorarla.
Grace corrió hacia el timón, gritando órdenes mientras la tripulación arrancaba los ganchos que aún los unían al navío enemigo.
Bhagirath y Yrsa, ayudados por varios hombres con remos largos, separaron las quillas.
El Red Viper se liberó, deslizándose de nuevo sobre las aguas teñidas de sangre.
Más allá, el Perro y sus cachorros corrían hacia el Madra Ifrinn.
El viejo capitán levantó la vista al este. Y cuando vio a la Corona Rota y al Lamento avanzar en sincronía, comprendió por qué aquellos dos galeones eran los espectros más temidos del Caribe.
Eran la tempestad misma. La muerte coronada con la bandera negra.
Los cañones del Rey Negro rugieron con la fuerza de un cataclismo.
El aire se partió en dos, el mar tembló, y el Red Viper recibió el impacto de lleno.
Los proyectiles reventaron contra el costado del navío, levantando una lluvia de astillas y fuego.
Pedazos de madera salieron despedidos como cuchillas. Un hombre perdió el brazo, dos cayeron al mar con un grito ahogado. Las cubiertas se llenaron de humo, sangre y polvo; los mástiles gimieron como criaturas vivas, mientras las velas ardían a retazos bajo el soplo infernal de la Corona Rota.
Yrsa fue lanzada al suelo con violencia. Las astillas se le clavaron en los brazos, en el cuello, en las piernas. El dolor la atravesó, pero no soltó su martillo. Sangraba por todas partes, su respiración era un jadeo quebrado y el zumbido en sus oídos lo cubría todo: solo un pitido constante, como si el mundo hubiera dejado de existir.
Bhagirath corrió hacia ella entre el humo y el caos, apartando cuerpos, esquivando fuego.
Se agachó, la tomó por los hombros y trató de levantarla.
La giganta lo miró, desorientada, con la mirada vidriosa… hasta que algo la hizo reaccionar.
Sus ojos se abrieron de par en par. La sangre que le cubría la boca no logró ahogar el susurro que escapó de sus labios.
- Óðinn horfir á oss… hann er hér með oss.
“Odín nos observa… está aquí, entre nosotros” fueron sus palabras.
Los nórdicos que la oyeron, ensordecidos por la batalla, sintieron cómo se encendía algo antiguo en su pecho. El rugido de los cañones se mezcló con el de sus gargantas.
Gritaron el nombre del Padre de Todo, golpeando sus escudos, llamando a la muerte como si fuera una vieja amiga.
Bhagirath, que no entendía aquellas palabras, miró en la dirección de la mirada de Yrsa.
Y lo vio. Un cuervo negro se había posado en la borda del Red Viper.
Sus plumas, brillantes como obsidiana mojada, se agitaban entre el humo y la espuma del mar.
El ave graznaba con desesperación, moviéndose nerviosa sobre la madera temblorosa, ignorando el fuego, los cañonazos y los gritos de los moribundos. Los nórdicos creyeron ver en él la señal de su dios tuerto, que acudía a observar con orgullo a sus hijos morir. Gritaron su nombre, redoblaron el golpe de sus escudos, se alzaron entre llamas y metralla con renovado fervor. Pero nadie vio, excepto Bharitah, lo que el cuervo traía.
Atado a su pata, con un hilo de cuero oscuro, pendía un pequeño tubo metálico, grabado con el emblema de un cuervo.
- ¡Bishnuuuuuu! - rugió Grace desde el puesto de mando, su voz cortando el estruendo de los cañones - ¡Necesitamos el poder del Mulakaboko, ahoraaaa!
La Corona Rota se acercaba a una velocidad imposible, como si el mismo mar se abriera ante ella. El casco del Red Viper crujía, la madera gemía al límite de su resistencia. Los hombres corrían sin rumbo, intentando maniobrar, pero el enemigo se abalanzaba sobre ellos como una bestia desatada.
El Predicador, al otro lado, seguía disparando sin descanso, obsesionado con destruir el galeón del Perro y la fragata del Errante.
Grace comprendió en un instante la verdad más amarga: no podían competir contra ellos.
El enemigo era más rápido, más fuerte, más despiadado.
Si no salían de allí cuanto antes, el mar Caribe se convertiría en su tumba.
El anciano levantó el bastón con ambas manos. Sus labios se movieron sin emitir palabra.
El viento, como si lo entendiera, cambió de rumbo. Las velas negras del Red Viper se hincharon con una furia desconocida. El aire olía a pólvora y a sal, como si algo antiguo despertara de su sueño.
Entre las ráfagas de viento y los gritos apareció Bhagirath, corriendo hacia el timón, el tubo metálico del cuervo apretado contra el pecho.
- ¿¡Qué es esto!? - gritó Grace, agarrando el mensaje entre el caos.
Bhagirath no alcanzó a responder. Un nuevo estallido desgarró el aire.
Grace se agachó instintivamente, convencida de que Gregor volvía a lanzar otra andanada.
Pero esta vez no. El sonido fue distinto.
Un estruendo seco, preciso, como el latido de un corazón que marca el ritmo de la guerra.
El humo se abrió, y entre sus pliegues… surgió una sombra.
Grace alzó la vista, el corazón latiendo con fuerza.
Y una sonrisa, lenta pero llena de esperanza, se dibujó en su rostro.
- Drake… - susurró, apretando el puño con fuerza - Sabía que no podrías resistirte.
Del humo emergió el Ojo del Cuervo, el legendario y aterrador navío de Drake.
Una corbeta modificada, veloz y letal, que se deslizaba entre los restos de las naves como una sombra viva. Su casco, esbelto y estrecho, cortaba el mar con elegancia depredadora.
Tres mástiles alzaban velas negras como la medianoche, invisibles entre la bruma.
Los laterales reforzados parecían listos para embestir, y su cubierta baja se ocultaba entre el humo como si quisiera desaparecer del mundo.
Desde lo alto, una bandada de cuervos seguía al navío, girando sobre él como heraldos de la muerte. Sus graznidos se mezclaban con el rugido de los cañones, componiendo una sinfonía oscura y trascendental.
Su emblema ondeaba al viento: Fondo negro carbón, bordes desgarrados como si hubieran sido picoteados, y en el centro, un cuervo de alas extendidas, posado sobre un timón hecho de huesos humanos. El cuervo tenía la cabeza girada, de perfil, su ojo blanco resplandeciendo como una luna enloquecida. No importaba desde dónde se mirase: aquel ojo siempre te devolvía la mirada.
El mascarón de proa, llamado El Vigía Silencioso, se lanzaba hacia delante con las alas entreabiertas. Esculpido en madera negra con vetas plateadas, parecía moverse al compás del viento. Un ojo cerrado. El otro, tallado en nácar blanco, brillando con un fulgor casi humano.
Entre el pico abierto, pendía una llave antigua oxidada, como un talismán.
Las plumas estaban grabadas con inscripciones diminutas en lenguas olvidadas, secretos sellados por siglos. Desde abajo, la forma proyectaba sobre el mar la sombra de un encapuchado: la figura de un fantasma que custodiaba la proa.
Se decía que Drake susurraba órdenes al cuervo en lenguas antiguas antes de cada abordaje.
Y que en noches sin luna, el mascarón inclinaba la cabeza para beber la sangre de sus enemigos sobre el mar.
El Ojo del Cuervo viró con precisión quirúrgica. Un cañón de proa rugió.
El proyectil atravesó el aire con un silbido sobrenatural, directo al casco de la Corona Rota.
El impacto fue tan brutal que la Galeaza del Rey Negro se escoró, lanzando hombres al agua como si el océano los devorara.
La batalla cambió de ritmo, y por un instante, el sol asomó entre las nubes.
Los cuervos giraron sobre el Red Viper, sus alas negras cortando la luz.
Grace levantó la mirada hacia el cielo.
Y supo que el destino les había concedido un instante más.
Un último aliento antes del fin.
Bartholomew Drake apareció en el momento justo.
Una entrada digna de un capitán pirata.
Todo en él rebosaba carisma y arrogancia, un magnetismo peligroso que convertía su mera presencia en un espectáculo. Parecía vivir solo para el instante de gloria, para el momento en que todas las miradas se clavaran en él. Su navío, el Ojo del Cuervo, por supuesto no era diferente: elegante, sombrío y galán, un reflejo perfecto de su dueño. Se movía como si danzara entre los cañonazos, burlando la muerte con una sonrisa pretenciosa.
Tal fue su aparición, que el fuego enemigo pareció volverse loco.
Los cañones del Rey Negro y los del Predicador olvidaron por completo a la Alianza de las Tres Banderas, concentrando toda su furia en el traidor. Las explosiones cercaron al Ojo del Cuervo, columnas de agua salada se alzaban a su alrededor, y aun así, la corbeta se deslizaba entre ellas con la precisión de un depredador marino.
En el Red Viper, Grace abrió el tubo metálico que Bhagirath le había entregado.
Dentro, un pergamino enrollado. La caligrafía era hermosa, aunque escrita con urgencia, las letras firmadas con dos iniciales inconfundibles: B.D.
“Virad y poned rumbo al suroeste.
Hay una isla donde podréis ocultaros.
Nada podéis hacer en alta mar contra el Rey Negro.
Yo cubriré vuestra retirada.”
Grace cerró el pergamino con un golpe seco del puño. Levantó la vista.
El cielo era una mezcla de humo y luz dorada. El mar hervía, los tambores retumbaban, las gaitas lloraban una melodía ancestral. Era un día precioso.
- ¡Halcóoon! - rugió desde la popa - ¡Avisa al Errante y al Perro! ¡Ponemos rumbo al suroeste!
El vigía no perdió un solo segundo. Tomó el juego de banderas de señales y las alzó al viento.
Rojo cruzado con oro para el Errante, negro con blanco para el Madra Ifrinn.
A lo lejos, desde los mástiles de ambos barcos, las respuestas no se hicieron esperar:
dos banderas ondearon a la vez, aceptando la orden.
En cuestión de segundos, las tres naves viraron al unísono, el viento del anciano hinchando sus velas como si los dioses mismos los empujaran hacia la salvación. Detrás de ellos, el Ojo del Cuervo giró en dirección contraria. Directo hacía la muerte.
Drake estaba solo y aún así era un peligro a tener en cuenta.
Su corbeta se movía entre los monstruos de guerra como una sombra viva, esquivando la artillería con maniobras imposibles. Cada impacto que rozaba su casco era devuelto con precisión vengativa: fuego de retorno rápido, certero, cruel.
Las explosiones iluminaban su silueta, y durante un segundo, pareció que volaba sobre el mar.
Desde la distancia, Grace observó aquel ballet mortal. Drake se enfrentaba a los dos gigantes con la insolencia de quien ya ha hecho las paces con la muerte. Cada viraje era una provocación, cada disparo, una carcajada. Y aunque sabía que él no lo admitiría jamás, estaba arriesgando su vida para salvarlos.
El Red Viper, el Errante y el Madra Ifrinn desaparecieron entre el humo, rumbo al horizonte prometido. Y tras ellos, solo quedó la figura del Ojo del Cuervo, girando entre la bruma como un espectro que se negaba a morir.
Grace alzó la vista, recorriendo la cubierta de punta a punta.
Los ojos le temblaban, la respiración entrecortada. Iba contándolos uno a uno, temiendo cada ausencia.
Y, por desgracia, faltaban muchos.
Algunos dormían ya en el fondo del mar; otros yacían inmóviles sobre la cubierta, sus cuerpos cubiertos por lonas manchadas de sangre y sal.
Los que seguían en pie apenas lo parecían: encorvados, cubiertos de hollín, con la mirada vacía de quienes han visto de cerca el rostro de la muerte.
A un lado, Yara trabajaba sobre el cuerpo de Yrsa, arrancando las astillas que se le habían incrustado en la piel. La vikinga no emitía un solo gemido; solo bebía a grandes tragos de una jarra de ron, dejando que el fuego del licor mitigara el ardor de las heridas.
- Traed más vendas - ordenó Yara, organizando a los que atendían a los heridos - Y moved a los que no respiren. No dejéis que el sol se los lleve antes que el mar.
Bum-Bum corría entre ellos, saltando sobre sus piernas, corriendo a buscar más agua. Como un pequeño torbellino iba de un lado al otro, donde se precisara su ayuda.
Unos metros más allá, Cortés y Hernando atendían al joven Santiago, cuya pierna había desaparecido con la última explosión.
El muchacho gritaba fuera de sí, las venas del cuello tensas como cuerdas.
Hernando, con lágrimas en los ojos, le tapó la boca murmurando una oración mientras Cortés, sin vacilar, le cortaba la carne muerta de un solo tajo. El grito ahogado se perdió entre el crujido de las maderas y el lejano retumbar del mar.
Más atrás, Bhagirath se inclinaba sobre Vihaan.
Le limpiaba el rostro con un trapo empapado en whisky, y con una calma tensa le colocaba un vendaje improvisado sobre el hueco donde antes estuvo su ojo derecho. El astrónomo no decía ni una palabra; su respiración era serena, pero sus manos apretaban con fuerza la empuñadura de su espada.
Entre heridos, sollozos y oraciones, los ojos de Grace encontraron una figura inmóvil junto a la borda. Aibori.
Era la única que no miraba a los vivos, sino al horizonte, al humo lejano del Lamento. Donde se encontraba la muerte.
Sus espadas cortas seguían en sus manos, la respiración agitada, la mandíbula tensa.
En su mirada ardía una llama distinta, fría y precisa: la de la venganza.
Grace la observó en silencio. Sabía lo que pensaba.
Sabía que, tarde o temprano, Aibori iría en busca de cobrar su deuda.
Aunque hacerlo le costase la vida.
El mar, por un instante, pareció contener la respiración.
Las olas golpeaban los cascos heridos de los tres navíos, arrastrando con ellas jirones de tela, restos de madera y cuerpos que se mecían en silencio. La batalla naval había terminado, pero el eco del combate seguía resonando en cada corazón que aún latía.
En la cubierta del Español Errante, Diego caminaba entre los suyos, cada paso hundido en la sangre seca y la pólvora.
A su alrededor, los hombres atendían a los caídos, cerraban párpados con manos temblorosas o murmuraban los nombres de quienes ya no respondían. Pero nadie lloraba. Y no porque no doliera, sino porque el llanto pertenece a los vivos, y ellos, por un instante, no lo eran del todo.
Diego alzó la mirada hacia el horizonte, hacia el punto donde el Cuervo aún se batía como una sombra solitaria.
Pensó en los muchachos que no verían otro amanecer, en las promesas rotas, en las canciones que nadie volvería a cantar en la taberna del puerto.
Y sin embargo, en su pecho, junto al dolor, ardía una llama de orgullo.
Habían luchado como hermanos.
Y habían muerto como hombres libres.
En el Madra Ifrinn, el aire olía a hierro, ron y desesperación. El Perro caminaba cojeando, apoyado en su bastón.
Su jauría había menguado, pero los que quedaban en pié le miraban con la misma devoción salvaje de siempre.
Entre los cuerpos sin vida reposaban algunos con una sonrisa torcida, como si se hubiesen ido de este mundo, burlándose de la muerte.
Seamus se detuvo junto a ellos y, sin decir palabra, golpeó tres veces la culata de su bastón contra la madera húmeda y ensangrentada.
Los suyos lo imitaron. Golpeando con los puños cerrados.
El sonido grave y seco resonó por toda la cubierta, un último aullido por los que ya no podían responder.
Nadie en aquel barco temía morir, pero todos temían ser olvidados.
Por eso, cada golpe era un juramento.
Cada marca en la madera, una promesa de venganza.
Y sobre el Red Viper, Grace O’Malley alzó el rostro al viento, dejando que la brisa salada le secara la sangre del rostro.
Podía oír las gaitas a lo lejos, débiles, desgarradas, pero aún firmes.
Esa música, esa vieja melodía de guerra, no cantaba a la derrota.
Cantaba a la memoria.
Cantaba al fuego que no se apaga mientras quede un solo corazón latiendo al unísono.
A lo lejos, entre la bruma y los restos del humo de los cañones, la silueta del Rey Negro seguía alzándose como un presagio.
No había huido. No se había rendido.
El enemigo aún respiraba, y con él, la promesa de otra batalla.
Grace cerró los ojos y apretó los puños.
No había espacio para el arrepentimiento, ni para las dudas.
Solo para el deber, el honor y los compañeros de armas.
Porque un pirata no se define por el oro que roba, sino por la lealtad hacia quienes sangran a su lado.
Y mientras el mar siga recordando los nombres de los caídos, ellos seguirán navegando, desafiando a los reyes, a los dioses y a la muerte misma.
El viento volvió a soplar.
Las velas se tensaron.
Y los tres barcos, heridos pero no vencidos, pusieron rumbo al horizonte.
Porque la guerra aún no había terminado…
y el mar, paciente, aguardaba el rugido de los libres.
De los que jamás se rendirían.
Continuará…