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Pedro-José Alfredo Aguirre de la Flor Martín-Fitzgibbons
Toda la puta vida incapaz de meter todos esos nombres en los formularios de la matrícula de la universidad, del Colegio de Abogados… Una maldición que le persigue desde la infancia y que a la vez le da conciencia de clase. Es como si las familias más pudientes de España hubieran pactado hacer obscena demostración de su opulencia acumulando nombres.
Toda la familia tenía varios nombres además de sus apellidos compuestos. Todos tenían en su círculo más íntimo un alias. El de algunos era directamente un nombre de perro, como el Fifi que adjudicaron a su hermana Rafaela, o el Pitu que se quedó su hermano Pelayo.
El, era Pedro para los amigos y Pedo en casa para los hermanos y los padres. Pedo como él mismo se puso al empezar a hablar siendo incapaz de pronunciar su nombre correctamente. Pedo, porque las carcajadas que causó al resto de la familia y al servicio doméstico hicieron imposible de borrar aquel mote.
Había nacido entre algodones en una familia “de bien” de las que se casaban entre iguales, tenían muchos hijos y medraban a base de chanchullos, amistades en el régimen y viejas fortunas menguantes que mejoraban ocasionalmente a base de algún pelotazo. Era el menor de 8 hermanos y entre su inteligencia natural y el tener que buscarse las mañas para salir adelante entre tanta chavalería, se podía decir que era un tipo realmente listo.
Aunque la fortuna familiar era abundante, el patriarca dirigió a toda la prole con mano firme con una educación severa en la que se esperaba que todos fueran titulados superiores para poder vivir por sus propios medios. Era consciente de que los tiempos estaban cambiando y que el patrimonio acumulado se iba desgastando irremediablemente.
Siendo el pequeño de los ocho, a Pedro le tocaron las vacas más flacas. Para cuando terminó la carrera, se puso a trabajar, aunque bien enchufado por su padre, que de paso, le sugirió una novia conveniente, de buena familia para que a través del matrimonio pudiera mejorar su fortuna y su status social.
La escogida fue Blanca, hija de un conocido empresario de la confección que a medida que se iba enriqueciendo, se introducía en la sociedad pudiente a través de los matrimonios de sus hijas y de las donaciones benéficas.
Para Pedro, aquello resultó una mera transacción comercial. Era consciente de las ventajas que le aportaba el enlace y sabía que todo lo que tenía que hacer era mantener las apariencias, como había visto hacer a su padre toda su vida. Una cosa es lo que la gente ve desde fuera, es decir, una familia feliz y modélica, y otra es la vida sexual y afectiva de todo hombre de buena familia. Su padre había tenido varias queridas, y él había adoptado ese modelo con entusiasmo desde la adolescencia, compaginando novias “formales” de familia bien con golfillas de clase inferior con las que de verdad despertó sexualmente, empezando con la hija de la portera de casa de sus padres, una jaquetona peliroja 10 años mayor que él a la que se habían follado todos los varones de la familia Aguirre, don Bernardo, el patriarca, incluido.
Blanca era una mujer con una figura espectacular, de modelo de pasarela. Cualquier cosa que vistiera le quedaba bien. Estaba delgada y el pecho pequeño, perfecto. Por sus ojos azules, su cara pecosa y su pelo rubio, tenía apariencia de extranjera. Tenía una buena conversación, buen sentido del humor y mucho don de gentes. Era de esas mujeres que sabe estar en todas las situaciones. Para Pedro era la compañera perfecta para lucir en sociedad.
La boda se celebró por todo lo alto y como todas la anteriores de la familia Aguirre tuvo su momento de gloria en el Hola, para gran placer de la familia de Blanca, que por primera vez se veía reflejada en la revista icónica del corazón. Todo un triunfo social para un tipo que había empezado vendiendo copias falsas de polos de marca en los mercadillos y que ahora tenía incluso un avión privado.
Blanca trabajaba en la fundación creada por su padre y organizaban exposiciones de arte moderno. Tres veces en semana iba a Pilates y luego al Spa de su gimnasio, el más lujoso de Madrid. Pedro trabajaba en un bufete de abogados de prestigio en el que iba ascendiendo muy rápidamente a base de mucho trabajo, mucho instinto y un punto de buena suerte, en parte, gracias a los contactos que iba haciendo a través de su suegro, que atraían nuevos y atractivos clientes al despacho de abogados, por lo que se convirtió en socio de la firma siendo aún muy joven.
Su vida matrimonial resultó tan modélica como esperaban los cánones sociales. Salidas semanales con amigos en restaurantes de moda, actos benéficos, inauguraciones de los negocios del padre de Blanca y abono en la ópera. En la temporada de caza, monterías cada mes. Los veranos, en la mansión y el yate del suegro en Mallorca. Los domingos Golf para él e hípica para ella en el Club de Campo. Entre semana apenas se veían nada más que para cenar algunos días por las largas jornadas laborales de Pedro.
Follaban dos o tres veces a la semana, siempre con delicadeza y procurando que ella disfrutase lo máximo posible. Para Pedro, Blanca no era su pareja favorita para el sexo. Demasiado convencional. A él le gustaba follar de otra manera, pero consciente de la importancia de esa faceta en la estabilidad conyugal, se esmeraba mucho en hacer las cosas bien con ella.
Blanca por su parte si consideraba su vida sexual plenamente satisfactoria. Pedro la hacía disfrutar, la trataba con mucho cariño y tenía la sensación de que la cuidaba en la cama más que subirse encima de ella y vaciarse en su interior, como le contaban sus amigas que hacían sus maridos. Pedro se tomaba su tiempo en convencerla con largos preliminares que hacían que se excitase mucho Y sobre todo, le comía el coño haciéndola gozar muchísimo. Por lo que contaban sus amigas, no era nada frecuente que un marido fuera tan aficionado a esa práctica. Se consideraba afortunada y consideraba a su marido el mejor amante del mundo.
Que la naturaleza no quisiera que tuvieran descendencia, no le preocupó a ninguno lo más mínimo.
Pedro, por su parte, follaba todos los días de la semana, fuera con su mujer, o con otras mujeres. Tenía varias amantes a las que visitaba regularmente, incluyendo a una a la que le financiaba un piso en Vallecas por el que pasaba lunes y jueves al final de la jornada laboral. En ocasiones, le echaba dos polvos a la amante y luego follaba con Blanca al volver a casa. Su potencia sexual, era extraordinaria. Podía follar literalmente hasta que quisiera. Su polla de 19cm con un grosor notable aguantaba la erección incluido después de eyacular y si se le bajaba con cuatro caricas propias o ajenas, se ponía a tono de inmediato. Y por si fuera poco, controlaba su eyaculación casi a voluntad. Era el macho perfecto para cualquier mujer ardiente.
En realidad, a pesar de su activa y variada vida sexual con su mujer, sus amantes, era una forma de desahogarse a falta de poder ejercer su verdadera pasión más íntima: follarse a la mujer de otro. Eso le producía una excitación espectacular, precisamente por hacerlo en presencia del marido o novio, haciéndole ver que era con su consentimiento. La sensación de poder que le daba disfrutar de la hembra de otro le encendía sobremanera y le empujaba a humillar a ambos mientras tenían sexo, antes y después. Que la pareja encajase esa humillación verbal era esencial. Su sumisión era el mayor premio para Pedro.
Había follado a muchas mujeres delante de su pareja y con algunas parejas mantenía una relación iniciada hace muchos años, pero nunca era bastante. Siempre quería más.
				
			Toda la puta vida incapaz de meter todos esos nombres en los formularios de la matrícula de la universidad, del Colegio de Abogados… Una maldición que le persigue desde la infancia y que a la vez le da conciencia de clase. Es como si las familias más pudientes de España hubieran pactado hacer obscena demostración de su opulencia acumulando nombres.
Toda la familia tenía varios nombres además de sus apellidos compuestos. Todos tenían en su círculo más íntimo un alias. El de algunos era directamente un nombre de perro, como el Fifi que adjudicaron a su hermana Rafaela, o el Pitu que se quedó su hermano Pelayo.
El, era Pedro para los amigos y Pedo en casa para los hermanos y los padres. Pedo como él mismo se puso al empezar a hablar siendo incapaz de pronunciar su nombre correctamente. Pedo, porque las carcajadas que causó al resto de la familia y al servicio doméstico hicieron imposible de borrar aquel mote.
Había nacido entre algodones en una familia “de bien” de las que se casaban entre iguales, tenían muchos hijos y medraban a base de chanchullos, amistades en el régimen y viejas fortunas menguantes que mejoraban ocasionalmente a base de algún pelotazo. Era el menor de 8 hermanos y entre su inteligencia natural y el tener que buscarse las mañas para salir adelante entre tanta chavalería, se podía decir que era un tipo realmente listo.
Aunque la fortuna familiar era abundante, el patriarca dirigió a toda la prole con mano firme con una educación severa en la que se esperaba que todos fueran titulados superiores para poder vivir por sus propios medios. Era consciente de que los tiempos estaban cambiando y que el patrimonio acumulado se iba desgastando irremediablemente.
Siendo el pequeño de los ocho, a Pedro le tocaron las vacas más flacas. Para cuando terminó la carrera, se puso a trabajar, aunque bien enchufado por su padre, que de paso, le sugirió una novia conveniente, de buena familia para que a través del matrimonio pudiera mejorar su fortuna y su status social.
La escogida fue Blanca, hija de un conocido empresario de la confección que a medida que se iba enriqueciendo, se introducía en la sociedad pudiente a través de los matrimonios de sus hijas y de las donaciones benéficas.
Para Pedro, aquello resultó una mera transacción comercial. Era consciente de las ventajas que le aportaba el enlace y sabía que todo lo que tenía que hacer era mantener las apariencias, como había visto hacer a su padre toda su vida. Una cosa es lo que la gente ve desde fuera, es decir, una familia feliz y modélica, y otra es la vida sexual y afectiva de todo hombre de buena familia. Su padre había tenido varias queridas, y él había adoptado ese modelo con entusiasmo desde la adolescencia, compaginando novias “formales” de familia bien con golfillas de clase inferior con las que de verdad despertó sexualmente, empezando con la hija de la portera de casa de sus padres, una jaquetona peliroja 10 años mayor que él a la que se habían follado todos los varones de la familia Aguirre, don Bernardo, el patriarca, incluido.
Blanca era una mujer con una figura espectacular, de modelo de pasarela. Cualquier cosa que vistiera le quedaba bien. Estaba delgada y el pecho pequeño, perfecto. Por sus ojos azules, su cara pecosa y su pelo rubio, tenía apariencia de extranjera. Tenía una buena conversación, buen sentido del humor y mucho don de gentes. Era de esas mujeres que sabe estar en todas las situaciones. Para Pedro era la compañera perfecta para lucir en sociedad.
La boda se celebró por todo lo alto y como todas la anteriores de la familia Aguirre tuvo su momento de gloria en el Hola, para gran placer de la familia de Blanca, que por primera vez se veía reflejada en la revista icónica del corazón. Todo un triunfo social para un tipo que había empezado vendiendo copias falsas de polos de marca en los mercadillos y que ahora tenía incluso un avión privado.
Blanca trabajaba en la fundación creada por su padre y organizaban exposiciones de arte moderno. Tres veces en semana iba a Pilates y luego al Spa de su gimnasio, el más lujoso de Madrid. Pedro trabajaba en un bufete de abogados de prestigio en el que iba ascendiendo muy rápidamente a base de mucho trabajo, mucho instinto y un punto de buena suerte, en parte, gracias a los contactos que iba haciendo a través de su suegro, que atraían nuevos y atractivos clientes al despacho de abogados, por lo que se convirtió en socio de la firma siendo aún muy joven.
Su vida matrimonial resultó tan modélica como esperaban los cánones sociales. Salidas semanales con amigos en restaurantes de moda, actos benéficos, inauguraciones de los negocios del padre de Blanca y abono en la ópera. En la temporada de caza, monterías cada mes. Los veranos, en la mansión y el yate del suegro en Mallorca. Los domingos Golf para él e hípica para ella en el Club de Campo. Entre semana apenas se veían nada más que para cenar algunos días por las largas jornadas laborales de Pedro.
Follaban dos o tres veces a la semana, siempre con delicadeza y procurando que ella disfrutase lo máximo posible. Para Pedro, Blanca no era su pareja favorita para el sexo. Demasiado convencional. A él le gustaba follar de otra manera, pero consciente de la importancia de esa faceta en la estabilidad conyugal, se esmeraba mucho en hacer las cosas bien con ella.
Blanca por su parte si consideraba su vida sexual plenamente satisfactoria. Pedro la hacía disfrutar, la trataba con mucho cariño y tenía la sensación de que la cuidaba en la cama más que subirse encima de ella y vaciarse en su interior, como le contaban sus amigas que hacían sus maridos. Pedro se tomaba su tiempo en convencerla con largos preliminares que hacían que se excitase mucho Y sobre todo, le comía el coño haciéndola gozar muchísimo. Por lo que contaban sus amigas, no era nada frecuente que un marido fuera tan aficionado a esa práctica. Se consideraba afortunada y consideraba a su marido el mejor amante del mundo.
Que la naturaleza no quisiera que tuvieran descendencia, no le preocupó a ninguno lo más mínimo.
Pedro, por su parte, follaba todos los días de la semana, fuera con su mujer, o con otras mujeres. Tenía varias amantes a las que visitaba regularmente, incluyendo a una a la que le financiaba un piso en Vallecas por el que pasaba lunes y jueves al final de la jornada laboral. En ocasiones, le echaba dos polvos a la amante y luego follaba con Blanca al volver a casa. Su potencia sexual, era extraordinaria. Podía follar literalmente hasta que quisiera. Su polla de 19cm con un grosor notable aguantaba la erección incluido después de eyacular y si se le bajaba con cuatro caricas propias o ajenas, se ponía a tono de inmediato. Y por si fuera poco, controlaba su eyaculación casi a voluntad. Era el macho perfecto para cualquier mujer ardiente.
En realidad, a pesar de su activa y variada vida sexual con su mujer, sus amantes, era una forma de desahogarse a falta de poder ejercer su verdadera pasión más íntima: follarse a la mujer de otro. Eso le producía una excitación espectacular, precisamente por hacerlo en presencia del marido o novio, haciéndole ver que era con su consentimiento. La sensación de poder que le daba disfrutar de la hembra de otro le encendía sobremanera y le empujaba a humillar a ambos mientras tenían sexo, antes y después. Que la pareja encajase esa humillación verbal era esencial. Su sumisión era el mayor premio para Pedro.
Había follado a muchas mujeres delante de su pareja y con algunas parejas mantenía una relación iniciada hace muchos años, pero nunca era bastante. Siempre quería más.