El jueves por la noche, mientras Luis ordenaba facturas en el salón, Carmen dejó caer su nueva excusa con una naturalidad ensayada. “Este finde me voy con unas compañeras de la oficina a un curso en Zaragoza, cosas de la multinacional”, dijo, recogiendo platos de la cena con una calma fingida. Luis frunció el ceño, su rostro cansado reflejando un leve disgusto. “¿Otra vez fuera? Esto empieza a ser mucho, Carmen.” Ella se acercó, rozándole el hombro con un gesto conciliador. “Es por trabajo, ya sabes cómo son estas cosas. Solo el finde, prometo compensarte.” Él suspiró, comprensivo a su manera, y asintió. “Vale, pero no te acostumbres.” Ella sonrió, ocultando el torbellino que ya la consumía por dentro.
El viernes al mediodía, Carmen salió de Madrid con el Audi rugiendo en la autovía. Conducía a alta velocidad, el cuentakilómetros rozando el límite, como si cada kilómetro la acercara más a la libertad. Había elegido un vestido marrón ajustado que se adhería a su cuerpo como una promesa, marcando cada detalle de su anatomía: las caderas firmes, la cintura estrecha, el contorno sutil de sus pechos pequeños. Las botas altas de cuero negro, con tacón afilado, subían por sus piernas hasta los muslos, dándole un aire feroz y seductor. Su maquillaje era agresivo —ojos ahumados, pestañas cargadas, labios de un rojo intenso—, un reflejo de la mujer que se sentía al volante: poderosa, deseada, imparable.
Llegó a Zaragoza al atardecer, el sol tiñendo el Ebro de fuego. Javier la esperaba en una plaza cerca de su piso, y cuando ella bajó del Audi, el reencuentro fue eléctrico. Sus miradas se cruzaron un segundo antes de que sus cuerpos lo hicieran; él la atrajo con un brazo, y sus bocas se encontraron en un beso intenso, voraz, como si el tiempo separados hubiera sido una eternidad. Sus lenguas danzaron con urgencia, sus manos buscando piel bajo la ropa. “Estás increíble, guapa”, murmuró él contra sus labios, y ella rió, coqueta, rozándole el pecho. “Tú también, mi nene. Va a ser un finde largo.”
Javier le propuso un plan: “Cenamos algo rico y luego te llevo a tomar copas con mis amigos, quiero que te conozcan.” Carmen asintió, encantada, sus ojos brillando con la idea. “Me parece perfecto, todo contigo me parece bien.” La cena fue íntima, en un restaurante pequeño, compartiendo vino y miradas cargadas de intenciones. Después, llegaron a un pub en el casco viejo, un lugar de luces tenues y música que vibraba en el aire. Javier la llevó de la mano, presentándola con orgullo: “Chicos, esta es Carmen. Carlos, July, ella es mi... bueno, ya sabéis.”
Rieron, y ella los saludó con una sonrisa deslumbrante, encantadora, inclinándose ligeramente para que las botas resaltaran aún más.
Todos estaban simpáticos, las cervezas fluyendo en la mesa. Carmen se sentó en las piernas de Javier, su vestido marrón subiendo apenas lo suficiente para insinuar sin mostrar, sus botas rozando el suelo mientras se acomodaba. Era cariñosa, besándolo frecuentemente en los labios, en la mejilla, susurrándole al oído entre risas. “Tus amigos son simpáticos, estoy feliz con mi nene”, dijo en voz baja, dándole un mordisquito juguetón en el lóbulo de la oreja. Javier gruñó, sus manos acariciándole la cintura, apretándola contra él. Carlos, sentado enfrente, estaba encantador con ella, haciéndole bromas, pero sus ojos no mentían: la recorrían sin descanso, deteniéndose en el vestido, en las botas, en cada centímetro que el cuero y la tela dejaban entrever. July también la miraba, aunque con más disimulo, asintiendo a los comentarios de Carlos con risas cómplices.
Carmen se levantó un momento, excusándose con una sonrisa. “Voy al aseo, ahora vuelvo.” Mientras se alejaba, el taconeo de sus botas resonaba en el suelo pegajoso del pub, su figura desapareciendo entre la gente. Javier se giró hacia sus amigos, una cerveza en la mano. “¿Qué os parece?” preguntó, la voz teñida de orgullo. Carlos soltó una carcajada, dando un trago largo. “¿Que qué nos parece? Menudo pibón, madre mía.” July asintió, riendo también. “Joder, qué buena está la hija de puta. ¿De dónde sacas estas tías, cabrón?” Las risas eran crudas, llenas de un asombro casi reverente, y Javier sonrió, aunque algo en su pecho se tensó.
Justo entonces, Carmen reapareció, caminando hacia ellos con esa seguridad que cortaba el aire. Su vestido marrón brillaba bajo las luces del pub, las botas negras marcando cada paso. “¿Me pedís un gin-tonic poco cargadito?” dijo, sentándose de nuevo en las piernas de Javier, sus manos rodeándole el cuello con naturalidad. Carlos levantó una mano al camarero, todavía mirándola con esa mezcla de simpatía y deseo mal disimulado. “Claro, guapa, ahora te lo traen.” Ella sonrió, ajena a las palabras que habían volado en su ausencia, y besó a Javier otra vez, sus labios rozándolo con una ternura que contrastaba con el hambre que él sabía que vendría después.
En Madrid, Luis dormía en el sofá, rodeado de papeles, creyendo la excusa del curso, comprensivo pero ciego. Los cuernos que Carmen le ponía crecían con cada kilómetro del Audi, con cada beso en Zaragoza, y la mentira, ahora un monstruo inmenso, lo mantenía en la oscuridad mientras ella, radiante y encantadora, vivía para el fin de semana que apenas comenzaba.
El viernes al mediodía, Carmen salió de Madrid con el Audi rugiendo en la autovía. Conducía a alta velocidad, el cuentakilómetros rozando el límite, como si cada kilómetro la acercara más a la libertad. Había elegido un vestido marrón ajustado que se adhería a su cuerpo como una promesa, marcando cada detalle de su anatomía: las caderas firmes, la cintura estrecha, el contorno sutil de sus pechos pequeños. Las botas altas de cuero negro, con tacón afilado, subían por sus piernas hasta los muslos, dándole un aire feroz y seductor. Su maquillaje era agresivo —ojos ahumados, pestañas cargadas, labios de un rojo intenso—, un reflejo de la mujer que se sentía al volante: poderosa, deseada, imparable.
Llegó a Zaragoza al atardecer, el sol tiñendo el Ebro de fuego. Javier la esperaba en una plaza cerca de su piso, y cuando ella bajó del Audi, el reencuentro fue eléctrico. Sus miradas se cruzaron un segundo antes de que sus cuerpos lo hicieran; él la atrajo con un brazo, y sus bocas se encontraron en un beso intenso, voraz, como si el tiempo separados hubiera sido una eternidad. Sus lenguas danzaron con urgencia, sus manos buscando piel bajo la ropa. “Estás increíble, guapa”, murmuró él contra sus labios, y ella rió, coqueta, rozándole el pecho. “Tú también, mi nene. Va a ser un finde largo.”
Javier le propuso un plan: “Cenamos algo rico y luego te llevo a tomar copas con mis amigos, quiero que te conozcan.” Carmen asintió, encantada, sus ojos brillando con la idea. “Me parece perfecto, todo contigo me parece bien.” La cena fue íntima, en un restaurante pequeño, compartiendo vino y miradas cargadas de intenciones. Después, llegaron a un pub en el casco viejo, un lugar de luces tenues y música que vibraba en el aire. Javier la llevó de la mano, presentándola con orgullo: “Chicos, esta es Carmen. Carlos, July, ella es mi... bueno, ya sabéis.”
Rieron, y ella los saludó con una sonrisa deslumbrante, encantadora, inclinándose ligeramente para que las botas resaltaran aún más.
Todos estaban simpáticos, las cervezas fluyendo en la mesa. Carmen se sentó en las piernas de Javier, su vestido marrón subiendo apenas lo suficiente para insinuar sin mostrar, sus botas rozando el suelo mientras se acomodaba. Era cariñosa, besándolo frecuentemente en los labios, en la mejilla, susurrándole al oído entre risas. “Tus amigos son simpáticos, estoy feliz con mi nene”, dijo en voz baja, dándole un mordisquito juguetón en el lóbulo de la oreja. Javier gruñó, sus manos acariciándole la cintura, apretándola contra él. Carlos, sentado enfrente, estaba encantador con ella, haciéndole bromas, pero sus ojos no mentían: la recorrían sin descanso, deteniéndose en el vestido, en las botas, en cada centímetro que el cuero y la tela dejaban entrever. July también la miraba, aunque con más disimulo, asintiendo a los comentarios de Carlos con risas cómplices.
Carmen se levantó un momento, excusándose con una sonrisa. “Voy al aseo, ahora vuelvo.” Mientras se alejaba, el taconeo de sus botas resonaba en el suelo pegajoso del pub, su figura desapareciendo entre la gente. Javier se giró hacia sus amigos, una cerveza en la mano. “¿Qué os parece?” preguntó, la voz teñida de orgullo. Carlos soltó una carcajada, dando un trago largo. “¿Que qué nos parece? Menudo pibón, madre mía.” July asintió, riendo también. “Joder, qué buena está la hija de puta. ¿De dónde sacas estas tías, cabrón?” Las risas eran crudas, llenas de un asombro casi reverente, y Javier sonrió, aunque algo en su pecho se tensó.
Justo entonces, Carmen reapareció, caminando hacia ellos con esa seguridad que cortaba el aire. Su vestido marrón brillaba bajo las luces del pub, las botas negras marcando cada paso. “¿Me pedís un gin-tonic poco cargadito?” dijo, sentándose de nuevo en las piernas de Javier, sus manos rodeándole el cuello con naturalidad. Carlos levantó una mano al camarero, todavía mirándola con esa mezcla de simpatía y deseo mal disimulado. “Claro, guapa, ahora te lo traen.” Ella sonrió, ajena a las palabras que habían volado en su ausencia, y besó a Javier otra vez, sus labios rozándolo con una ternura que contrastaba con el hambre que él sabía que vendría después.
En Madrid, Luis dormía en el sofá, rodeado de papeles, creyendo la excusa del curso, comprensivo pero ciego. Los cuernos que Carmen le ponía crecían con cada kilómetro del Audi, con cada beso en Zaragoza, y la mentira, ahora un monstruo inmenso, lo mantenía en la oscuridad mientras ella, radiante y encantadora, vivía para el fin de semana que apenas comenzaba.