Mi cuñado y mi ex

Mereció la pena la espera….saque y volea, magistral
Capítulo 9


Me desperté con la boca seca, el cuerpo agotado y la mente en llamas. No sabía si me dolía más la cabeza por el porro de la noche anterior o por la resaca moral que me taladraba el pecho. A mi lado, Lucía respiraba tranquila, ajena al terremoto que me atravesaba por dentro.

Me levanté con cuidado, entré en el baño, me eché agua en la cara. Me miré al espejo.

No puede volver a pasar, me dije. Pero no sonaba convincente.

Bajé a la cocina todavía con la camiseta arrugada y los ojos entrecerrados. Dani ya estaba allí, vestido con el chándal de siempre, preparando café con ese entusiasmo absurdo de la gente que se levanta con hambre y sin remordimientos.

—¡Hombre, el dormilón! —soltó, dándome una palmada en la espalda—. Qué, ¿dormiste como un tronco?

Me encogí de hombros, fingiendo una sonrisa.

—Más o menos.

—Pues venga, desayuna, que Ana está preparando tostadas y creo que Isabel va a bajar en cualquier momento. Menuda paliza os pegasteis ayer con la piscina, ¿eh?

—Sí, tremenda —murmuré, intentando no atragantarme con mi propia ironía.

Tras el numerito en la caseta, convencí a Isabel de que lo mejor era que ella se fuese a la piscina con los demás, y yo aparecería un rato después. Una tarde divertida y feliz con todos los primitos pijos juntos. Lucía agradeció mi presencia, estuvo especialmente cariñosa, aunque agradecí que por la noche estuviéramos todos tan cansados de la piscina como para no tener ganas de sexo. En mi caso, al menos, no daba para más, y no solo por rendimiento físico, que también, sino por colapso mental.

Andaba en esas reflexiones sobre mi efervescente y del todo imprevista vida sexual, cuando Ana apareció por la puerta del jardín, con una taza de café en la mano y el pelo recogido en un moño rápido. Llevaba una camiseta enorme —de Dani, probablemente— y una expresión neutra. O eso creí al principio.

Me miró. Un segundo de más. Una pausa. Y luego bajó la vista.

—Buenos días —dijo, sin más.

—Buenos —contesté, tragando saliva.

Se sentó frente a mí. En silencio. Tomó un sorbo de café y, sin decir palabra, cogió el tarro de mermelada y empezó a untar una tostada con movimientos lentos, precisos. Como si estuviera afilando el cuchillo contra el pan.

No me atreví a sostenerle la mirada. Porque era consciente de que, de alguna manera, algo sabía. O lo intuía. Ana siempre había tenido esa capacidad inquietante de oler las grietas. No necesitaba pruebas. Le bastaban las vibraciones. Y la tarde anterior en la piscina no nos había quitado ojo a Isabel y a mí. Y hay que reconocer que Isabel no fue demasiado discreta.

Hablando de ella, entraba en ese momento en la cocina.

Llevaba un short corto, de esos que apenas cubren nada, y una camiseta blanca sin sujetador. El pelo rubio revuelto, el cuello todavía ligeramente enrojecido del sol. Era la viva imagen del erotismo. Una Brigitte Bardot en sus mejores años.

—Buenos días a todos —canturreó, como si aquello fuera un desayuno familiar de Disney Chanel.

Se sentó a mi lado. A mi lado, pudiendo haber elegido cualquier otro sitio. Su muslo rozó el mío. Su pie —descalzo— buscó el mío bajo la mesa. Y lo encontró. Jugó con él. Despacio. Como si estuviera escribiéndome algo con los dedos.

Yo me quedé de piedra.

Ana no dijo nada, pero sus ojos se posaron durante un segundo sobre nuestras piernas. Apenas un parpadeo. Suficiente para que me recorriera un escalofrío.

—¿Dormiste bien, Isabel? —preguntó Ana, con una voz suave. Solo yo sabía que envenenada.

—Genial —respondió ella, mirando su taza de café. En ese momento Nacho entró en la cocina–. Aunque aquí el muchacho se pasó un poco con los ronquidos.

–Con lo que se pasó anoche mi primo fue con los gintonics –intervino Lucía, que iba tras de él –. A Álex le pasa igual cuando bebe dos copas.

Dani se rió como un idiota mientras untaba mantequilla.

Ana no rió. Ni yo. Solo crucé los brazos y fingí mirar el móvil.

Isabel dio un mordisco a su tostada, masticando con calma, como si todo aquello fuera perfectamente normal. Como si no se le notara en la sonrisa el sabor de mi semen.

Ana se levantó de repente.

–Os habéis acabado el café –anunció Lucía agitando el paquete vacío.

–Hay que traer de la despensa de abajo –dijo Dani sin levantar la mirada del móvil.

—Voy yo —anunció Ana—. Álex, ¿me acompañas, que yo no sé bien dónde está?

Tragué saliva.

Dani levantó la mirada y me miró y miró después a Ana. Ana miró a Dani y este bajó la cabeza de regreso a la pantalla.

Por mi parte me crucé con la mirada de Isabel. Ella me guiñó un ojo. Muy disimulada. Muy puta.

Me levanté y seguí a Ana. Bajamos y entramos en la despensa. Cerró la puerta tras de sí.

Se volvió hacia mí. Me miró. Lenta, profunda, con los ojos muy abiertos.

—¿Te lo has pasado bien? —preguntó, sin rodeos.

—¿De qué hablas?

—No me tomes por tonta, Álex. No hace falta que me cuentes nada. Solo quiero saber una cosa: ¿te gustó?

La forma en que lo dijo… No sonaba celosa. Sonaba… peligrosa.

No supe qué responder. Me limité a respirar. A mirarla. A desear que me abofeteara o me besara. Cualquiera de las dos cosas habría tenido más sentido que esa pregunta.

Ana se acercó. Mucho. Me olió, literalmente. Rozó su nariz contra mi cuello. Cerró los ojos.

—Todavía hueles a ella. La novia del primo Nacho va de mosquito muerta pero ya veo que pica bien.

Luego se apartó. Cogió el bote de café, como si de verdad estuviera buscándolo, y salió sin decir nada más.

Yo me quedé allí, solo, con la cabeza ardiendo y el estómago encogido. Arriba, el desayuno familiar proseguía. Como si nada hubiera pasado.

Pero algo había cambiado. Algo se había activado.

Y todo aquello me excitaba a morir.

¡Me alegro! Gracias por comentar.
Enhorabuena por el relato!! Esperando la siguientes entregas!!
 
Capítulo 10

Tras el desayuno se desató en la casa el caos habitual de unos que iban y otros que venían haciendo camas, recogiendo ropa, organizando la comida para mediodía, discusiones variopintas… Hasta que poco a poco empezaba a imponerse la calma a medida que los presentes iban acabando sus quehaceres y abandonando la casa para proseguir con sus conversaciones en el jardín. El plan de la mañana era bajar al pueblo a hacer compra, dar una vuelta por el mercado medieval y luego un chapuzón en la piscina antes de comer. Todos se apuntaron salvo Ana y Dani, que se quedaban en casa para ir preparando las migas que serían el plato fuerte del día.

Yo esperé a que la gran familia se pusiera en marcha y entonces fingí recibir un WhatsApp.

–¡No me jodas!

–¿Qué pasa, Álex? –preguntó Lucía mientras se colgaba el bolso.

–¡Que son unos inútiles, eso es lo que pasa! –me inventé.

–¿Pero quién? ¿De la oficina?

–Pues claro, hija, de la oficina –mentí–. ¿Quién si no? Tienen problemas con la gestión internacional de unas fotos. ¡Mira que se lo dejé explicado clarito!

-Total, que no vienes -dijo con fastidio.

-Sí voy, voy –respondí mientras bajábamos la escalera, yo con el portátil bajo el brazo–, pero necesito solucionar esto antes. Lo hago lo más rápido posible, te lo prometo.

Nos dimos un beso y Lucía dibujó una mueca infantil.

–No tardes, porfa…

–No tardo, de verdad, dije lanzándole un beso en la distancia.

Aguardé unos segundos mientras la observaba caminar hacia la verja y al verla llegar a la cancela de salida me volví. Fui hasta la mesa de jardín, me senté y levanté la pantalla del portátil.

Escuché en silencio. Y soló oí eso, silencio. Levanté la mirada y observé la casa. Todo estaba en calma y silencio, sí, pero no se había quedado vacía. Ana y Dani estaban allá arriba.

–¿Para qué te has quedado, capullo? –murmuré en voz alta.

Lo mío rayaba en lo enfermizo, debía admitirlo. El cúmulo de situaciones imposibles vividas en las últimas 48 horas había sido tal que tenía la adrenalina saliéndome por las orejas. Es cierto eso de que la excitación que produce el peligro es adictiva, realmente adictiva. Y yo me moría de ganas por volver a ser un observador privilegiado de la intimidad de Ana y Dani, daba igual lo que estuvieran haciendo. Aunque fuese remover migas de pan en un perol, estaba seguro de que Ana sería capaz de convertir esa estampa vulgar y rutinaria en algo especial.

Así que cerré el ordenador y me encaminé escaleras arriba. Algo tiraba de mí. Un presentimiento, una intuición, una especie de imán entre las piernas que me hacía caminar como en trance.

No estaban en la cocina, desde luego, ni en el salón. Al final del pasillo, la puerta de su dormitorio estaba entornada, y desde dentro se oía música suave, una de esas listas de reproducción de jazz que Ana usaba cuando quería relajarse… o cuando quería lo contrario.

Me acerqué despacio. Apenas respirando.

Y entonces sucedió: desde dentro llegaba la voz de Ana. Clara, firme. Susurrada, pero cargada de intención. Fingiendo una malévola bondad.

—¿Así te gusta, mi amor? ¿Así de profundo?

Un golpe sordo, como de carne contra carne. Otro. Un quejido. ¿Había sido de Dani?

—Venga, no te hagas el duro —dijo Ana con esa falsa dulzura de antes—. Que ya sabemos los dos lo mucho que te calienta esto.

Tragué saliva. Me incliné un poco más. Empujé apenas la puerta con la yema de los dedos. Un milímetro más… y lo que vi hizo que el corazón se me atorara en la garganta y que tuviera una erección inmediata tan fulminante que casi me dolía.

Allí estaba Dani, el supermacho, de rodillas sobre la cama, completamente desnudo, con los brazos apoyados en el colchón y el culo alzado. Jadeaba. Tenía la cara roja, sudor en la espalda.

Detrás de él, con las piernas desnudas y el cuerpo cubierto por una camiseta, estaba Anita. Llevaba ajustado a la cintura un arnés que ayudaba a subir la camiseta y hacía que se le entreviera parte de su precioso culo. Del arnés pendía por la parte delantera un dildo negro, grueso, brillante como prueba de estar bien lubricado.

Ana agarró la verga de goma desde su base, como sopesándola, con el orgullo ibérico con el que hubiera asido un miembro propio. Dio un par de pasos hasta apoyar la cabeza de aquel falo en el centro del ano de Dani. Una verga de toro a punto de penetrar a un similar

—¿Preparado, campeón? —preguntó Anita, burlona.

—Joder, Ana… —gruñó él—. ¡Qué zorra eres!

—¿Y no te gusta a ti que sea así de zorra? –Se inclinó para acercarse a su oído y poder susurrarle–. La única zorra capaz de convertir en una putita a un macho empotrador como tú…

Le escupió un poco de lubricante en el culo y comenzó a masajearlo con los dedos. Dani jadeó, se tensó. Pero no se apartó.

—Eso pensé —murmuró ella—. Siempre tan duro por fuera… y tan blandito por detrás.

Entonces empezó a introducir el dildo, despacio. Muy despacio. Vi a Dani apretar los dientes. Luego soltar un gemido bajo, involuntario.

—Vamos, no te hagas el macho ahora —le susurró Ana—. ¿O es que te da miedo que te folle como a un putito?

El dildo entró del todo. Dani soltó un gemido ronco, brutal, que pareció arrancársele del pecho. Ana empezó a moverse. Lento al principio. Luego con más ritmo. Le agarraba de las caderas, lo embestía con fuerza. Cada golpe hacía que Dani gimiera más fuerte.

—¿Así te gusta, eh? —le decía Ana entre jadeos—. ¿Así de fuerte, así de profundo?

Dani gruñía, sí, pero no se apartaba. No decía que no. Al contrario: empujaba con las caderas, le ofrecía el culo como un perro en celo. Yo no podía creer lo que veía. El macho dominante, el bruto de Dani… follado por Ana como un puto. Y lo peor: le estaba encantando.

Ana se inclinó hacia él, casi pegando el pecho a su espalda. Le susurró algo que no pude oír. Luego dijo en voz alta:

—¿Quieres saber con quién se corrió Isabel ayer, Dani? ¿Sabes quién la tuvo de rodillas, gritando como una loca?

Dani apretó los puños, furioso. Pero no se detuvo.

—¿Quieres saber quién come mejor el coño que tú?

—¡Cállate! —gruñó él.

—No. No me callo. ¿Sabes por qué? Porque a ti te gusta que te humillen. Te pone. Te excita saber que tu cuñadito te supera. Que esa chica te prefiere a él. Que yo también pienso en él cuando me haces esas comidas de principiante, incapaz de encontrarme el clítoris con tu lengua…

Dani soltó un rugido… pero no de rabia. De placer. Ana lo estaba dominando, mental y físicamente. Él se debatía entre la furia y el orgasmo. Y yo, al otro lado de la puerta, sentía cómo mi polla latía como si fuera a explotar.

—Mírate —dijo Ana con una risa cruel—. Te estoy follando mientras te hablo de Álex… y te estás corriendo. ¡Ya empieza a gotear la verga de mi torito!

Y entonces lo vi: el cuerpo de Dani convulsionó. Soltó un gemido ahogado y su polla comenzó a dar brincos entre espasmos, sin que nadie la tocara, mientras soltaba unos buenos chorreones de leña que caían sobre la colcha.

El orgasmo fue brutal, humillante, bestial. Cayó sobre la cama jadeando, temblando.

Ana se retiró despacio, sudorosa. Se quitó el arnés con calma y se pasó una mano por el cuello. Sonreía.

—Así me gusta. Un hombre de verdad —dijo, y salió de la habitación.

Me escondí rápido tras la esquina del pasillo, el corazón a mil. Cuando Ana pasó por mi lado, ni siquiera me miró. Pero sabía que estaba allí. No sé cómo, pero lo supo. Así que mientras se alejaba hacia el baño, murmuró en voz baja, casi canturreando:

—Prepárate, Álex. Vas a ayudarnos a pasarlo aún mejor…

Y supe que ya no había escapatoria.
 
Capítulo 10

Tras el desayuno se desató en la casa el caos habitual de unos que iban y otros que venían haciendo camas, recogiendo ropa, organizando la comida para mediodía, discusiones variopintas… Hasta que poco a poco empezaba a imponerse la calma a medida que los presentes iban acabando sus quehaceres y abandonando la casa para proseguir con sus conversaciones en el jardín. El plan de la mañana era bajar al pueblo a hacer compra, dar una vuelta por el mercado medieval y luego un chapuzón en la piscina antes de comer. Todos se apuntaron salvo Ana y Dani, que se quedaban en casa para ir preparando las migas que serían el plato fuerte del día.

Yo esperé a que la gran familia se pusiera en marcha y entonces fingí recibir un WhatsApp.

–¡No me jodas!

–¿Qué pasa, Álex? –preguntó Lucía mientras se colgaba el bolso.

–¡Que son unos inútiles, eso es lo que pasa! –me inventé.

–¿Pero quién? ¿De la oficina?

–Pues claro, hija, de la oficina –mentí–. ¿Quién si no? Tienen problemas con la gestión internacional de unas fotos. ¡Mira que se lo dejé explicado clarito!

-Total, que no vienes -dijo con fastidio.

-Sí voy, voy –respondí mientras bajábamos la escalera, yo con el portátil bajo el brazo–, pero necesito solucionar esto antes. Lo hago lo más rápido posible, te lo prometo.

Nos dimos un beso y Lucía dibujó una mueca infantil.

–No tardes, porfa…

–No tardo, de verdad, dije lanzándole un beso en la distancia.

Aguardé unos segundos mientras la observaba caminar hacia la verja y al verla llegar a la cancela de salida me volví. Fui hasta la mesa de jardín, me senté y levanté la pantalla del portátil.

Escuché en silencio. Y soló oí eso, silencio. Levanté la mirada y observé la casa. Todo estaba en calma y silencio, sí, pero no se había quedado vacía. Ana y Dani estaban allá arriba.

–¿Para qué te has quedado, capullo? –murmuré en voz alta.

Lo mío rayaba en lo enfermizo, debía admitirlo. El cúmulo de situaciones imposibles vividas en las últimas 48 horas había sido tal que tenía la adrenalina saliéndome por las orejas. Es cierto eso de que la excitación que produce el peligro es adictiva, realmente adictiva. Y yo me moría de ganas por volver a ser un observador privilegiado de la intimidad de Ana y Dani, daba igual lo que estuvieran haciendo. Aunque fuese remover migas de pan en un perol, estaba seguro de que Ana sería capaz de convertir esa estampa vulgar y rutinaria en algo especial.

Así que cerré el ordenador y me encaminé escaleras arriba. Algo tiraba de mí. Un presentimiento, una intuición, una especie de imán entre las piernas que me hacía caminar como en trance.

No estaban en la cocina, desde luego, ni en el salón. Al final del pasillo, la puerta de su dormitorio estaba entornada, y desde dentro se oía música suave, una de esas listas de reproducción de jazz que Ana usaba cuando quería relajarse… o cuando quería lo contrario.

Me acerqué despacio. Apenas respirando.

Y entonces sucedió: desde dentro llegaba la voz de Ana. Clara, firme. Susurrada, pero cargada de intención. Fingiendo una malévola bondad.

—¿Así te gusta, mi amor? ¿Así de profundo?

Un golpe sordo, como de carne contra carne. Otro. Un quejido. ¿Había sido de Dani?

—Venga, no te hagas el duro —dijo Ana con esa falsa dulzura de antes—. Que ya sabemos los dos lo mucho que te calienta esto.

Tragué saliva. Me incliné un poco más. Empujé apenas la puerta con la yema de los dedos. Un milímetro más… y lo que vi hizo que el corazón se me atorara en la garganta y que tuviera una erección inmediata tan fulminante que casi me dolía.

Allí estaba Dani, el supermacho, de rodillas sobre la cama, completamente desnudo, con los brazos apoyados en el colchón y el culo alzado. Jadeaba. Tenía la cara roja, sudor en la espalda.

Detrás de él, con las piernas desnudas y el cuerpo cubierto por una camiseta, estaba Anita. Llevaba ajustado a la cintura un arnés que ayudaba a subir la camiseta y hacía que se le entreviera parte de su precioso culo. Del arnés pendía por la parte delantera un dildo negro, grueso, brillante como prueba de estar bien lubricado.

Ana agarró la verga de goma desde su base, como sopesándola, con el orgullo ibérico con el que hubiera asido un miembro propio. Dio un par de pasos hasta apoyar la cabeza de aquel falo en el centro del ano de Dani. Una verga de toro a punto de penetrar a un similar

—¿Preparado, campeón? —preguntó Anita, burlona.

—Joder, Ana… —gruñó él—. ¡Qué zorra eres!

—¿Y no te gusta a ti que sea así de zorra? –Se inclinó para acercarse a su oído y poder susurrarle–. La única zorra capaz de convertir en una putita a un macho empotrador como tú…

Le escupió un poco de lubricante en el culo y comenzó a masajearlo con los dedos. Dani jadeó, se tensó. Pero no se apartó.

—Eso pensé —murmuró ella—. Siempre tan duro por fuera… y tan blandito por detrás.

Entonces empezó a introducir el dildo, despacio. Muy despacio. Vi a Dani apretar los dientes. Luego soltar un gemido bajo, involuntario.

—Vamos, no te hagas el macho ahora —le susurró Ana—. ¿O es que te da miedo que te folle como a un putito?

El dildo entró del todo. Dani soltó un gemido ronco, brutal, que pareció arrancársele del pecho. Ana empezó a moverse. Lento al principio. Luego con más ritmo. Le agarraba de las caderas, lo embestía con fuerza. Cada golpe hacía que Dani gimiera más fuerte.

—¿Así te gusta, eh? —le decía Ana entre jadeos—. ¿Así de fuerte, así de profundo?

Dani gruñía, sí, pero no se apartaba. No decía que no. Al contrario: empujaba con las caderas, le ofrecía el culo como un perro en celo. Yo no podía creer lo que veía. El macho dominante, el bruto de Dani… follado por Ana como un puto. Y lo peor: le estaba encantando.

Ana se inclinó hacia él, casi pegando el pecho a su espalda. Le susurró algo que no pude oír. Luego dijo en voz alta:

—¿Quieres saber con quién se corrió Isabel ayer, Dani? ¿Sabes quién la tuvo de rodillas, gritando como una loca?

Dani apretó los puños, furioso. Pero no se detuvo.

—¿Quieres saber quién come mejor el coño que tú?

—¡Cállate! —gruñó él.

—No. No me callo. ¿Sabes por qué? Porque a ti te gusta que te humillen. Te pone. Te excita saber que tu cuñadito te supera. Que esa chica te prefiere a él. Que yo también pienso en él cuando me haces esas comidas de principiante, incapaz de encontrarme el clítoris con tu lengua…

Dani soltó un rugido… pero no de rabia. De placer. Ana lo estaba dominando, mental y físicamente. Él se debatía entre la furia y el orgasmo. Y yo, al otro lado de la puerta, sentía cómo mi polla latía como si fuera a explotar.

—Mírate —dijo Ana con una risa cruel—. Te estoy follando mientras te hablo de Álex… y te estás corriendo. ¡Ya empieza a gotear la verga de mi torito!

Y entonces lo vi: el cuerpo de Dani convulsionó. Soltó un gemido ahogado y su polla comenzó a dar brincos entre espasmos, sin que nadie la tocara, mientras soltaba unos buenos chorreones de leña que caían sobre la colcha.

El orgasmo fue brutal, humillante, bestial. Cayó sobre la cama jadeando, temblando.

Ana se retiró despacio, sudorosa. Se quitó el arnés con calma y se pasó una mano por el cuello. Sonreía.

—Así me gusta. Un hombre de verdad —dijo, y salió de la habitación.

Me escondí rápido tras la esquina del pasillo, el corazón a mil. Cuando Ana pasó por mi lado, ni siquiera me miró. Pero sabía que estaba allí. No sé cómo, pero lo supo. Así que mientras se alejaba hacia el baño, murmuró en voz baja, casi canturreando:

—Prepárate, Álex. Vas a ayudarnos a pasarlo aún mejor…

Y supe que ya no había escapatoria.
Brutalll, sigue tio, mmm
 
Capítulo 11


Me escabullí en cuatro zancadas hasta la cocina para fingir buscar algo que en realidad no necesitaba. Creo que Dani ni siquiera reparó en mi presencia cuado cruzó el pasillo a mi espalda, con un gruñido en los labios, para alcanzar la puerta de la casa y salir a la calle. Segundos después fue cuando sentí su presencia detrás de mí. Lo supe antes de girarme. Por el olor de su piel, por esa electricidad densa que llenaba el aire cuando ella estaba cerca y no decía nada.

—¿Tienes un segundo? —preguntó Ana en voz baja, fingiendo normalidad, sin necesidad de respuesta.

Me giré. Estaba apoyada en el marco de la puerta, con una copa de vino en la mano y la mirada prendida fuego. Vestía tan solo una camiseta bajo la que eran más que evidentes sus grandes pechos y sus pezones aún duros. Ni maquillaje, ni pose. Solo su verdad en carne viva.

—Ven conmigo —ordenó.

La seguí en silencio. Recorrimos el pasillo y entramos en su dormitorio, donde el olor a sexo aún era denso y pegajoso. Se sentó en el borde de la cama, cruzó las piernas y me señaló el suelo frente a ella.

—De rodillas.

–Pero, Dani… –balbuceé mientras obedecía.

–Dani desaparece siempre en cuanto hemos acabado de hacer lo que has visto que hemos hecho. Le acecha la culpa y el sentimiento de machirulo y no puede ni verme por un rato.

La miré desde abajo. Tenía las piernas ligeramente abiertas, sin ropa interior. El borde de la camiseta rozaba apenas su pubis, ese oasis velludo negro donde tanto disfrutaba perdiéndome.

—¿Sabes qué me excita más que follar? —dijo, bebiendo un sorbo de vino—. Ver cómo los hombres fuertes se derrumban. Cómo se abren. Cómo se rinden.

Se inclinó un poco hacia mí.

—Tu cuñado… ese animal lleno de testosterona… gemía como una bestia mientras le metía el dildo hasta el fondo. Se corrió sin tocarse. Sin una sola caricia. Solo con mis embestidas. Solo con mis palabras. Lo has visto, ¿verdad? El hijo de su madre es una manguera sin control. Estoy segura de que te has empalmado bien ante la escena.

Me mordí el labio.

—¿Y sabes en quién pensaba mientras se lo hacía? —susurró, y se inclinó ligeramente hacia delante—. En ti. En tu carita de niño bueno. En esa vergüenza entre las piernas que escondes como si no importara.

—Ana… —intenté hablar.

—Silencio.

Separó las piernas. Despacio. Sin dejar de mirarme.

—Ahora quiero que me comas el coño, Álex. Y mientras lo haces, voy a contarte por qué tú también vas a terminar humillado. Como él.

La miré, y por un instante estuve tentado a responder. Pero para qué fingir orgullo o incluso enfado, cuando estaba disfrutando de aquella fantasía hecha realidad.

Me incliné. La punta de mi nariz rozó el borde de la camiseta, y luego, su piel. Estaba caliente. Palpitante. Abierta. Mi lengua se abrió paso entre aquel vello público, aún húmedo por la excitación de la sesión anterior, hasta alcanzar sus labios, suaves, sabrosos, empapados. Ella exhaló un gemido leve, como si no fuera nuevo, pero sí necesario.

—Así… así… sigue —susurró.

Mientras mi lengua exploraba, ella hablaba. Me hablaba. Me desgarraba con cada frase.

—Tú, que siempre vas de discreto. Tú, que escondes esa cosita inútil como si fuera un secreto. ¿Sabes cuántas veces he imaginado compararos? Tú de pie, desnudo, con esa cosita de niño colgando… y Dani a tu lado, con su rabo enorme y pesado.

Ladeé la cabeza para lamerle el clítoris con más intensidad. Su sabor me nublaba. Su voz me hería y me excitaba al mismo tiempo.

—¿Y sabes qué más? Que tú te excitas con esto. Con que te diga que tu polla no vale nada. Que te corres rápido, poco y mal. Que sólo sirves para lamer. Para estar de rodillas. Para verme gozar con otros mientras tú te corres sin que nadie te toque.

Ella jadeó y se quitó la camiseta. Se agarró ambas tetas y comenzó a masajearlas. Abajo, entre sus piernas yo ofrecía la patética imagen de un animalito lamiendo la comida que le ofrecen mientras agradece a su ama la felicidad regalada. Anita alzó entonces un poco la pelvis y se agarró a mi pelo con ambas manos.

—Más lengua, Álex. Más. Métela. Juega. Haz que me corra con tu cara empapada.

La obedecí. Con devoción. Con hambre. Con vergüenza y con gloria. Sentí cómo su cuerpo se tensaba. Cómo su respiración se cortaba. Cómo se asía a mi cabeza como si fuera a romperse.

—Eso es… eso es… —gimió—. Qué rica tu boca, joder. Eres bueno en esto. Lo tuyo es esto. Servir. Lamer. Callar.

Y entonces empezó a estremecerse, a vibrar, hasta que un orgasmo intenso comenzó a invadirla. Larga, húmeda, salada. Con un gemido entrecortado que fue un insulto, un premio, una sentencia. Se corrió sobre mi lengua como si lo necesitara para vivir. Y yo bebí cada gota.

Cuando se relajó, me apartó con la mano. Me miró. Yo estaba jadeando, empapado de su jugo, con la cara enrojecida y la polla a punto de explotar.

—Mírate —dijo, mirándome sonriente desde arriba, entre sus dos pechos bamboleantes—. Eres patético… y delicioso.

Se incorporó, me levantó del suelo con un dedo bajo la barbilla. Me besó. Un beso lento, con sabor a su propio placer.

—¿Sabes lo que quiero ahora? —susurró—. Que os pongáis los dos frente a mí. Tú y Dani. Los dos desnudos. Uno con su polla de semental. El otro con… esto.

Me acarició el pantalón por encima. Yo temblé.

—Y quiero veros, miraros. Quiero ver cómo os medís. Cómo os aceptáis. Cómo os rendís. Cómo os humilláis. Los dos.

—Dani jamás haría eso –dije, iluso.

—¿No te has enterado aún de que los dos haréis lo que yo diga?

Anita la guerrera se apartó de mí estirando su cuerpo como si acabase de despertar. Como si acabase de renacer. Así se dejó caer sobre la cama, con los ojos cerrados y una gran sonrisa, como una diosa satisfecha. Completamente desnuda. Completamente felina.

—Puedes irte, Álex. Pero no te corras. Aún no.

Salí de la habitación tambaleándome. Humillado. Enloquecido. Más caliente que nunca. Y con una certeza ardiendo en el pecho:

Ana no había hecho más que empezar.
 
Muchas gracias por todos esos comentarios, que dan ánimos para seguir.

Igual lo intuís, pero la cosa se va a empezar a poner cada vez más caliente... para todos.
 
Madre mía como me tienes , ufff cada relato es mejor que el otro, deseando el capítulo siguiente
 
Capítulo 12


La habitación estaba en penumbra, solo iluminada por la lámpara de pie que Ana había colocado estratégicamente junto al sofá. Una música suave llenaba el aire: jazz lento, denso, con saxos que parecían respirar en tu oído. Todo olía a vino, a piel, a deseo contenido.

Ana estaba sentada en una butaca, piernas cruzadas, copa de vino en mano, el vestido negro ajustado como una segunda piel. Sonreía. Pero no era una sonrisa amable: era la sonrisa de quien sabe que tiene el poder absoluto… y piensa usarlo.

—Quiero veros —dijo.

Dani y yo nos miramos. Él, de pie a mi izquierda, brazos cruzados. Yo, algo más atrás, con las manos en los bolsillos, el pulso acelerado.

¿Qué estábamos haciendo allí? Aquello parecía un puto sueño. ¿O acaso una dulce pesadilla? Toda la familia de paseo por el pueblo cagando margaritas y Anita la guerrera había conseguido convocarnos en aquel dormitorio a Dani y a mí, acaso los dos tipos que más nos odiábamos y despreciábamos mutuamente. Yo pensaba de él que era un neandertal verraco y el opinaba que yo era un cerebrito amariconado. Pero algo teníamos en común, después de todo: ambos habíamos caído bajo el embrujo de ella. Ana.

—¿Ver qué? —preguntó Dani, con una risa de suficiencia, alargando el momento de no entender lo que temía intuir.

—A vosotros —dijo ella, tan tranquila—. Sin ropa. Sin mentiras. Desnudos. Aquí. Ahora.

Silencio. Solo el saxo llenando el aire como un preludio de lo inevitable.

—¿Es una broma? —dijo Dani, frunciendo el ceño.

Ana se levantó. Caminó despacio hacia él. Le rodeó. Le susurró al oído:

—¿Te pareció una broma anoche, cuando te corriste como un animal mientras te follaba el culo? ¿Te pareció un chiste cuando te dije que pensaba en Álex mientras lo hacía?

Dani no respondió. Pero bajó la mirada. Y gruñó.

Ana se giró hacia mí.

—¿Y tú, cuñadito? ¿Quieres seguir escondido? ¿O quieres aceptar quién eres?

Me ardía la cara. El corazón me golpeaba como un tambor. No dije nada. Me quité la camiseta. Luego los pantalones. Me quedé en calzoncillos. Ana sonrió. Luego miró a Dani.

—Tú también. ¡Vamos!

Dani bufó, resignado, evitando mirarme. Se quitó la camiseta con un gesto algo agresivo. Tenía el cuerpo marcado, fuerte, de gimnasio. Luego bajó los pantalones. Y ahí quedamos los dos, uno junto al otro, en ropa interior. Dos hombres, dos formas de estar en el mundo. Y Ana. Aquello me ponía cachondísimo…

—Quítatelos —dijo Ana, mirándome a mí.

Dudé… pero obedecí. Mi pene no llegó a caer, no tenía longitud suficiente. Los nervios antes lo que estaba sucediendo se imponían a la excitación y mi pito lucía pequeño y arrugado, apenas cinco o seis centímetros

Ana lo miró, sonrió y levantó los ojos meneando la cabeza en señal de desesperación. Pero todo era teatro: se mordió el labio. Estaba disfrutando. Luego le habló a Dani:

—Ahora tú. Enséñale con qué me follas como un animal.

Dani bajó sus boxers. Su polla colgaba entre sus muslos como una amenaza, gruesa, pesada, sin complejos. Estaba semi dura, morcillona, y ya pude intuir que en ese estado superaba con creces a mi pene erecto. Tras ella, un par de huevos gordos, peludos y colgaderos intuí que también podrían imponerse a la medidas no ya de mi escroto, sino de mi pene.

Ana se sentó de nuevo, cruzando las piernas. Observó la escena como una espectadora privilegiada de un combate íntimo.

—Miraos. Los dos. De pie. Así. Sin nada que ocultar.

Dani me miró. No como un rival. Más bien como un tipo ofendido. Cabreado. Jodido por tener que estar en aquella situación por el hecho de que yo era objeto de las fantasías de su novia. Y, pese a todo, no podía negarse

—Quiero que os miréis entre vosotros. Bien. Despacio. Cada centímetro.

Nos miramos.

Mi vista bajó desde su pecho al abdomen, hasta su entrepierna. Era imposible no compararse. Lo suyo era una exhibición de poder físico. Lo mío, una evidencia de fragilidad. Unos cinco centímetros frente a doce o trece… y ambos en plena relajación.

—¿Qué ves, Álex? —preguntó Ana, sin moverse.

—Un hombre —dije, bajando la voz.

—¿Y tú, Dani? ¿Qué ves en él?

Dani me miró. Tragó saliva. Sus ojos bajaron. Su expresión cambió, del enfado al desconcierto.

—Un capullo pichacorta, lo que ya intuía —dijo, y estalló—. ¡Pero no sé por qué coño tengo que hacer esto! Estás pirada, joder.

Ana se rió. Se levantó. Caminó entre nosotros. Puso una mano sobre mi pecho, otra sobre el de Dani.

—¿Sabéis qué me pone? Esto. Esta tensión. Este silencio que grita. Esta comparación que nadie quiere hacer, pero que todos sentimos.

Se agachó. Pasó una mano por mi sexo, con delicadeza casi maternal.

—Esto —dijo, mirándome—. Esta cosita vergonzosa… me vuelve loca. Porque sabe lamer, porque sabe obedecer, porque acepta su lugar.

Luego se giró hacia Dani. Le tomó la polla en la mano como si fuera un cetro.

—Y esto… esto es puro poder físico. Pero, ¿sabes qué? Ayer gritaba como un crío. Hoy te tiembla el pulso, Dani. Y eso me pone más todavía.

Nos dejó así, a los dos desnudos, vulnerables, mirándonos. Y se apartó.

—No quiero que os toquéis. No todavía. Solo que aceptéis lo que sois. Uno frente al otro. Con la polla al aire. Con el deseo en la piel.

Silencio. Respiraciones agitadas. Dos cuerpos tensos. Y una mujer en el centro, dueña de todo.

—Esto —dijo Ana, sentándose de nuevo con la copa en la mano—. Esto acaba de empezar.
 
Capítulo 12


La habitación estaba en penumbra, solo iluminada por la lámpara de pie que Ana había colocado estratégicamente junto al sofá. Una música suave llenaba el aire: jazz lento, denso, con saxos que parecían respirar en tu oído. Todo olía a vino, a piel, a deseo contenido.

Ana estaba sentada en una butaca, piernas cruzadas, copa de vino en mano, el vestido negro ajustado como una segunda piel. Sonreía. Pero no era una sonrisa amable: era la sonrisa de quien sabe que tiene el poder absoluto… y piensa usarlo.

—Quiero veros —dijo.

Dani y yo nos miramos. Él, de pie a mi izquierda, brazos cruzados. Yo, algo más atrás, con las manos en los bolsillos, el pulso acelerado.

¿Qué estábamos haciendo allí? Aquello parecía un puto sueño. ¿O acaso una dulce pesadilla? Toda la familia de paseo por el pueblo cagando margaritas y Anita la guerrera había conseguido convocarnos en aquel dormitorio a Dani y a mí, acaso los dos tipos que más nos odiábamos y despreciábamos mutuamente. Yo pensaba de él que era un neandertal verraco y el opinaba que yo era un cerebrito amariconado. Pero algo teníamos en común, después de todo: ambos habíamos caído bajo el embrujo de ella. Ana.

—¿Ver qué? —preguntó Dani, con una risa de suficiencia, alargando el momento de no entender lo que temía intuir.

—A vosotros —dijo ella, tan tranquila—. Sin ropa. Sin mentiras. Desnudos. Aquí. Ahora.

Silencio. Solo el saxo llenando el aire como un preludio de lo inevitable.

—¿Es una broma? —dijo Dani, frunciendo el ceño.

Ana se levantó. Caminó despacio hacia él. Le rodeó. Le susurró al oído:

—¿Te pareció una broma anoche, cuando te corriste como un animal mientras te follaba el culo? ¿Te pareció un chiste cuando te dije que pensaba en Álex mientras lo hacía?

Dani no respondió. Pero bajó la mirada. Y gruñó.

Ana se giró hacia mí.

—¿Y tú, cuñadito? ¿Quieres seguir escondido? ¿O quieres aceptar quién eres?

Me ardía la cara. El corazón me golpeaba como un tambor. No dije nada. Me quité la camiseta. Luego los pantalones. Me quedé en calzoncillos. Ana sonrió. Luego miró a Dani.

—Tú también. ¡Vamos!

Dani bufó, resignado, evitando mirarme. Se quitó la camiseta con un gesto algo agresivo. Tenía el cuerpo marcado, fuerte, de gimnasio. Luego bajó los pantalones. Y ahí quedamos los dos, uno junto al otro, en ropa interior. Dos hombres, dos formas de estar en el mundo. Y Ana. Aquello me ponía cachondísimo…

—Quítatelos —dijo Ana, mirándome a mí.

Dudé… pero obedecí. Mi pene no llegó a caer, no tenía longitud suficiente. Los nervios antes lo que estaba sucediendo se imponían a la excitación y mi pito lucía pequeño y arrugado, apenas cinco o seis centímetros

Ana lo miró, sonrió y levantó los ojos meneando la cabeza en señal de desesperación. Pero todo era teatro: se mordió el labio. Estaba disfrutando. Luego le habló a Dani:

—Ahora tú. Enséñale con qué me follas como un animal.

Dani bajó sus boxers. Su polla colgaba entre sus muslos como una amenaza, gruesa, pesada, sin complejos. Estaba semi dura, morcillona, y ya pude intuir que en ese estado superaba con creces a mi pene erecto. Tras ella, un par de huevos gordos, peludos y colgaderos intuí que también podrían imponerse a la medidas no ya de mi escroto, sino de mi pene.

Ana se sentó de nuevo, cruzando las piernas. Observó la escena como una espectadora privilegiada de un combate íntimo.

—Miraos. Los dos. De pie. Así. Sin nada que ocultar.

Dani me miró. No como un rival. Más bien como un tipo ofendido. Cabreado. Jodido por tener que estar en aquella situación por el hecho de que yo era objeto de las fantasías de su novia. Y, pese a todo, no podía negarse

—Quiero que os miréis entre vosotros. Bien. Despacio. Cada centímetro.

Nos miramos.

Mi vista bajó desde su pecho al abdomen, hasta su entrepierna. Era imposible no compararse. Lo suyo era una exhibición de poder físico. Lo mío, una evidencia de fragilidad. Unos cinco centímetros frente a doce o trece… y ambos en plena relajación.

—¿Qué ves, Álex? —preguntó Ana, sin moverse.

—Un hombre —dije, bajando la voz.

—¿Y tú, Dani? ¿Qué ves en él?

Dani me miró. Tragó saliva. Sus ojos bajaron. Su expresión cambió, del enfado al desconcierto.

—Un capullo pichacorta, lo que ya intuía —dijo, y estalló—. ¡Pero no sé por qué coño tengo que hacer esto! Estás pirada, joder.

Ana se rió. Se levantó. Caminó entre nosotros. Puso una mano sobre mi pecho, otra sobre el de Dani.

—¿Sabéis qué me pone? Esto. Esta tensión. Este silencio que grita. Esta comparación que nadie quiere hacer, pero que todos sentimos.

Se agachó. Pasó una mano por mi sexo, con delicadeza casi maternal.

—Esto —dijo, mirándome—. Esta cosita vergonzosa… me vuelve loca. Porque sabe lamer, porque sabe obedecer, porque acepta su lugar.

Luego se giró hacia Dani. Le tomó la polla en la mano como si fuera un cetro.

—Y esto… esto es puro poder físico. Pero, ¿sabes qué? Ayer gritaba como un crío. Hoy te tiembla el pulso, Dani. Y eso me pone más todavía.

Nos dejó así, a los dos desnudos, vulnerables, mirándonos. Y se apartó.

—No quiero que os toquéis. No todavía. Solo que aceptéis lo que sois. Uno frente al otro. Con la polla al aire. Con el deseo en la piel.

Silencio. Respiraciones agitadas. Dos cuerpos tensos. Y una mujer en el centro, dueña de todo.

—Esto —dijo Ana, sentándose de nuevo con la copa en la mano—. Esto acaba de empezar.
sigue cabronazo, estoy con la polla a medias, jejejjje
 
Después de algunos capítulos de retraso hoy lo he puesto al día, sigue con una buena peogresion de lo que es el relato, sexo, humillación y giro homosexual, impaciente con el giro que le ha dado el autor a ver como sigue, lo que si ha provocado es una expectación e impaciencia
 
Capítulo 13

Ana no necesitó alzar la voz. Ni siquiera dar una orden explícita. Bastó con su gesto, con la forma en que se sentó en el centro de la cama, desnuda; las piernas abiertas, la espalda erguida y la copa de vino en la mano, para que todo cambiara de temperatura. Ella era la reina. Y nosotros, sus siervos.

Dani seguía a mi lado, tenso como una cuerda, con el ceño fruncido, como si todo esto fuera demasiado incluso para él. Pero no se movía. No se iba. Algo en sus entrañas —tal vez su deseo, tal vez su ego— le mantenía allí. Preso.

—Bueno —dijo Ana, dando un sorbo lento al vino—. Ya que sois tan machos, quiero que empecéis a trabajar. Uno con la lengua. El otro con la polla. Quiero sentir todo vuestro potencial... y toda vuestra diferencia.

Me miró a mí primero.

—Tú, a mis pies, como siempre.

Yo ya lo sabía. Ni siquiera me sorprendió. Caminé hasta ella, me arrodillé entre sus muslos y levanté la mirada. Su cuerpo se alzaba majestuoso ante mí como un pletórico palacio romano. Su vulva, rosada, palpitante y húmeda, me recibió como un altar.

—Y tú, toro mío —dijo mirando a Dani—, si quieres demostrar que no eres un mojigato como tu cuñadito, te vas a sentar ahí —señaló a la silla enfrente de ella, a un par de metros—, con la polla en la mano. Pero no te corras. Solo míranos. Míralo a él. Cómo me lame. Cómo me hace temblar. Aprende si quieres.

Dani bufó, pero obedeció. Se sentó. Sus muslos abiertos, su polla ya semi dura, esa verga que Ana adoraba... ahora en su mano, mientras me observaba a mí, desnudo, de rodillas, enterrando la lengua en el coño de su novia.

Ana gimió al primer contacto. Yo tracé círculos suaves, lentos, con la lengua, saboreando cada pliegue, cada curva. Me perdí ahí dentro, porque eso era lo único que tenía permitido.

—Qué rico, Álex... —susurró Ana—. Siempre tan aplicado. Aunque claro, con ese colgajillo que tienes, ¿qué otra cosa ibas a hacer bien?

Dani resopló. Su puño se cerró un poco más sobre su polla.

—Mira qué diferencia, ¿eh, cariño? —le dijo a él—. Tú con esa polla de toro, que me deja sin aliento… y él con esa cosita ridícula. Pobrecito. Pero hay que reconocerle algo: tiene lengua. Y disciplina. –Hizo un silencio dramático y soltó su bala bañada en veneno–. Y hace que me corra como tú no lo consigues.

Dani gruñó aún más y aumentó el ritmo de su maja, como si quisiera arrancarse la polla de pura ira. Anita jadeó cuando metí dos dedos y chupé en su clítoris al mismo tiempo. Se estremeció.

—Sigue, cuñadito. Sigue comiéndome como sabes. Pero no te corras. Ni lo sueñes. Lo único que tienes permitido ahora mismo es hacerme gozar. Y tú tampoco, semental.

Yo asentí, con la boca ocupada entre sus muslos.

Ella levantó la mirada hacia Dani, que no dejaba de mugir mientras se la cascaba.

—Míralo. Míralo bien. Porque ahora te va a tocar demostrar que eres el macho de esta casa. Y no solo con la polla, cariño… sino haciendo algo que él no podría soportar.

—¿Qué coño estás diciendo? —dijo Dani, tenso.

Ana se tumbó de espaldas en la cama, abriendo aún más las piernas, con el coño rezumando placer y mi lengua recogiendo todo ese delicioso jugo.

—Quiero que él se ponga a cuatro patas. Aquí, delante de mí. Sí, al pringado de tu cuñadito, a ese que tanto desprecias. Quiero que me siga comiendo así. Pero mientras lo hace, tú vas a entrarle. Por detrás.

Dani se quedó en silencio. Su polla estaba ya completamente dura. Allí, de pie, delante de nosotros.

–Que te lo falles, cariño –aclaró Anita, como si le hablara a un niño–. Muchas veces lo has mandado a tomar por culo. Pues haz realidad esa fantasía. Quiero que le des por el culo a Álex, tu cuñadito.

—¿Estás loca? —murmuró.

—Un poco —sonrió—. Pero te mueres por hacerlo, ¿a que sí? Te mueres por dar por culo al remilgado de tu cuñado, al pichafloja rojo e intelectual que se folla a tu hermana y que se folló este coño antes que tú, ¿a que sí? Ese que me come el coño mucho, mucho, mucho mejor que tú. Estoy segura de que quieres enseñarle lo que es un hombre de verdad. Hacer eso que él no puede con esa pollina pequeña que se corre enseguida, con tu cañón entre las piernas. Pues hazlo. ¡Ahora! Demuéstrale a tu cuñadito quién manda.

Ana me tomó de los hombros con suavidad y me indicó con la mano que me colocara. Lo más sorprendente es que yo estaba tan excitado que en ningún momento puse objeciones a sus locuras.

—A cuatro patas, Álex. Sigue comiéndome. Pero levanta ese culo peludo y ofrecerlo a mi macho… prepárate para sentir lo que es estar en medio de dos fuegos. Prepárate a sentir lo que yo siento cuando él me folla. Seguro que eso te vuelve loco, ¿a que sí?

Mi corazón latía con violencia. ¿Lo deseaba? ¿Lo temía? ¡Mi cuñado follándome! El más oscuro y secreto de mis morbos hecho realidad. La sumisión y humillación absolutas. Aquella hija de puta sabía lo que era ofrecer placer…

Me coloqué. Ana me acarició la mejilla mientras se abría frente a mí.

—Buen chico —susurró, haciéndome sentir poco más que su mascota—. Ahora sí… empieza el espectáculo.

Dani se preparó. Su capullo brillaba, como el casco reluciente de un soldado listo para entrar en combate. Su polla daba brincos, tensa, hinchada, dura como una roca, mucho mejor que en mis fantasías. Su cara era puro conflicto. Puro odio. Juraría que babeaba como un perro ansioso por devorar a su víctima.

Pero no dijo que no.

Y eso lo cambió todo.

Para entonces mi lengua estaba concentrada en el coño de Ana y no dejaba de moverse, guiada por su olor, por su calor, por los pequeños espasmos que le recorrían las piernas cada vez que pasaba por su clítoris. Ana jadeaba, las caderas se le alzaban buscando más, pidiendo más. Sus dedos enredados en mi pelo me sujetaban contra su sexo como si ahí estuviera su vida. Y tal vez era así.

—Así, así, mi chico obediente… —susurró—. Con esa boca tan aplicada… esa que vale más que esa pollita inútil que escondes.

No dije nada. No podía. Pero lo sentí en el estómago. Y también lo sentí… en el sexo. Esa mezcla de vergüenza, humillación y placer se había vuelto adictiva.

Oí los pasos de Dani detrás de mí. Firmes. Lentos. Cada uno pesaba como una decisión. Él no hablaba. No preguntaba. Solo respiraba fuerte. Resoplaba, aproximándose implacable hacia su destino. Y eso decía más que cualquier frase.

—Vamos, mi toro —dijo Ana, abriéndose aún más ante mí—. Enséñale cómo se empotra de verdad. Demuéstrale lo que es ser un macho. Aunque te dé asco… aunque no lo entiendas… tu polla sabe lo que quiere. ¡Imagina mejor forma de humillar a un listillo que piensa que eres un gilipollas ignorante! ¡Rómpele el culo!

Alcé la mirada tratando de pedir clemencia a Ana. Pero era demasiado tarde. El instante fue único, terrible, delicioso, doloroso, irresistible. Dani me agarró por las caderas con firmeza. Fuerte. Como si necesitara controlar algo que estaba a punto de estallar. Y entonces, sin aviso, me empujó. No con violencia, pero sí con firmeza. Con decisión. Calor, fuego, presión, dolor, placer…

Su miembro me atravesó despacio pero sin pausa. Yo proferí un grito entre las piernas de Ana, ahogado en su sexo. Ella gimió.

—Así… así se hace… —dijo, apretándome aún más contra ella con ambas manos aferradas a mi cabeza—. Comiéndome como un perrito mientras el toro te entra por detrás.

Dani no hablaba. No podía. Solo resoplaba. Sus embestidas eran secas, duras, como si cada una fuera la última. Pero le quedaban más, muchas más. Cada una cargada de orgullo y rabia, como si intentara borrar el hecho de que estaba disfrutando. Con cada golpe todo mi cuerpo vibraba y me enterraba más en el coño de Ana, que para entonces era pura humedad. Mis gemidos se perdían en su carne. Su clítoris palpitaba entre mis labios.

Ana me miraba como una diosa cruel. Me acariciaba la cara con dulzura… mientras sus palabras me atravesaban.

—Qué escena… ¿lo notas? —me dijo al oído—. Tu cuñado, ese macho que te odia, empujando fuerte dentro de ti. Y tú, con esa boquita de niña buena, haciéndome gozar como no ha hecho nadie.

Dani comenzó a acelerar. Cada vez más brusco. Más rudo. Yo temblaba. No sabía si era dolor, placer o las dos cosas. Sí lo sabía. Lo eran. Las dos cosas. Y el morbo resultaba indescriptible.

Ana comenzó a gemir más fuerte. Se mordía el labio. Me miraba. Le miraba a él. Nos tenía a los dos. Donde quería. Como quería.

—No te corras aún, mi macho —le dijo a Dani, entre jadeos—. Ni tú ni él. Aún no. Ahora es mío el momento. Solo mío.

Y entonces… se corrió.

Lo sentí en sus caderas. En sus muslos que temblaban. En sus manos que me apretaron la nuca. En su cuerpo, contorsionándose hasta parecer romperse. Se corrió gritando mi nombre… mientras Dani seguía empujando, con los dientes apretados y los ojos cerrados, en una mágica y peligrosa combinación de rabia y placer.

Cuando acabó, Ana se dejó caer hacia atrás, jadeando, con sus pezones color canela duros como promesas incumplidas y el cuerpo empapado de sudor.

Y entonces Dani emitió un gruñido largo y salvaje, se aferró a mis caderas y casi me levantó del suelo durante una última envestida durante la que sentí que algo cálido y espeso se derramaba en mi interior. El hijo de puta se estaba corriendo a placer.

Dani se retiró de mí con un nuevo bufido, como si hubiera descargado un odio que no sabía que llevaba dentro.

Y yo… yo me quedé en el suelo, jadeando, con las piernas abiertas, la cara empapada de sexo, el cuerpo vacío.

Ana sonrió. Casi con ternura.

—Así se empieza, chicos —dijo, con voz ronca—. Y lo mejor aún está por venir.

La habitación estaba en silencio, salvo por el jadeo entrecortado de los tres.

Ana aún brillaba entre las sombras, con las piernas abiertas y los muslos temblando después del orgasmo.

Yo seguía de rodillas, con la cara empapada de su humedad y el cuerpo tembloroso por la sacudida que me había recorrido al ser penetrado por Dani. Sentía aún su semen caliente en mi interior.

Y él… él estaba de pie, desnudo, con el torso sudado y la respiración acelerada. Apretaba los dientes. Su cuerpo gritaba lo que su boca no quería admitir. Las manos en la cintura, los brazos en jarra, la polla aún erecta dando respingones. Nos observaba a ambos con la mirada orgullosa de un campeón.

Me imaginaba al resto de la familia andando a saltitos por el pueblo en una felicidad estúpida, incapaces de alcanzar a vislumbrar el verdadero sentido del placer.

—No os mováis aún —dijo Ana, sin levantar demasiado la voz—. No hemos terminado.

Se incorporó, con lentitud, como una reina que retoma el control tras un festín. Me acarició la nuca con ternura, pero sus palabras eran otra cosa.

—Has estado perfecto, Álex. Obediente. Lleno de ganas. Entregado. Como me gusta.

—Y tú, cariño… —añadió, volviéndose a Dani—. Has estado brutal. Salvaje. Como un toro. Aunque claro… el toro no siempre escoge a quién embiste, ¿verdad?

Dani bajó la mirada un instante. Solo uno. Pero fue suficiente para que Ana lo notara.

—No te avergüences —dijo, poniéndose en pie, completamente desnuda frente a nosotros—. Es solo carne. Deseo. Y el deseo no siempre sigue el camino que uno espera.

Volvió a sentarse, esta vez en una de las sillas bajas del salón. Cruzó las piernas con elegancia y se acarició el muslo.

Su tono cambió. Más mandón. Más frío.

—Ahora quiero veros a los dos juntos. Delante de mí.

Dani frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero que os arrodilléis. Los dos. Aquí.

Dudamos. Ambos. Pero nos movimos. Nos arrodillamos. Él a un lado. Yo al otro. Como dos perros esperando la caricia… o la orden.

—Míralo, Dani —dijo ella—. Mírale bien. Mira su cuerpo. Su expresión. Su polla… tan tierna, tan ridícula. ¿Y la tuya? —continuó—. A ver. Enséñasela.

Dani gruñó. Pero se tocó. Nos la mostró. Dura, hinchada, palpitante, respingona. Me la mostró.

Ana sonrió.

—Esa es una polla de hombre. Una polla que asusta. Que domina. Que deja huella.

Me miró.

—¿Verdad que sí, Álex?

Tragué saliva. Asentí.

—Dímelo —ordenó ella.

—Sí… es grande.

Ana se mordió el labio. Se estaba excitando de nuevo.

Se levantó. Caminó hacia nosotros. Y sin decir nada más, se arrodilló también. Se colocó entre nosotros dos.

—Ahora, trabajad –dijo, mientras se pasaba las manos por las tetas–. Uno en cada pecho. Quiero vuestras bocas aquí. Después… os dejaré lamerme de nuevo. Pero esta vez… uno desde delante. Y otro… desde atrás. A ver qué tal…

Nos miramos. Los tres. No quedaba nada del mundo de antes.

Ana había ganado.
 
Capítulo 13

Ana no necesitó alzar la voz. Ni siquiera dar una orden explícita. Bastó con su gesto, con la forma en que se sentó en el centro de la cama, desnuda; las piernas abiertas, la espalda erguida y la copa de vino en la mano, para que todo cambiara de temperatura. Ella era la reina. Y nosotros, sus siervos.

Dani seguía a mi lado, tenso como una cuerda, con el ceño fruncido, como si todo esto fuera demasiado incluso para él. Pero no se movía. No se iba. Algo en sus entrañas —tal vez su deseo, tal vez su ego— le mantenía allí. Preso.

—Bueno —dijo Ana, dando un sorbo lento al vino—. Ya que sois tan machos, quiero que empecéis a trabajar. Uno con la lengua. El otro con la polla. Quiero sentir todo vuestro potencial... y toda vuestra diferencia.

Me miró a mí primero.

—Tú, a mis pies, como siempre.

Yo ya lo sabía. Ni siquiera me sorprendió. Caminé hasta ella, me arrodillé entre sus muslos y levanté la mirada. Su cuerpo se alzaba majestuoso ante mí como un pletórico palacio romano. Su vulva, rosada, palpitante y húmeda, me recibió como un altar.

—Y tú, toro mío —dijo mirando a Dani—, si quieres demostrar que no eres un mojigato como tu cuñadito, te vas a sentar ahí —señaló a la silla enfrente de ella, a un par de metros—, con la polla en la mano. Pero no te corras. Solo míranos. Míralo a él. Cómo me lame. Cómo me hace temblar. Aprende si quieres.

Dani bufó, pero obedeció. Se sentó. Sus muslos abiertos, su polla ya semi dura, esa verga que Ana adoraba... ahora en su mano, mientras me observaba a mí, desnudo, de rodillas, enterrando la lengua en el coño de su novia.

Ana gimió al primer contacto. Yo tracé círculos suaves, lentos, con la lengua, saboreando cada pliegue, cada curva. Me perdí ahí dentro, porque eso era lo único que tenía permitido.

—Qué rico, Álex... —susurró Ana—. Siempre tan aplicado. Aunque claro, con ese colgajillo que tienes, ¿qué otra cosa ibas a hacer bien?

Dani resopló. Su puño se cerró un poco más sobre su polla.

—Mira qué diferencia, ¿eh, cariño? —le dijo a él—. Tú con esa polla de toro, que me deja sin aliento… y él con esa cosita ridícula. Pobrecito. Pero hay que reconocerle algo: tiene lengua. Y disciplina. –Hizo un silencio dramático y soltó su bala bañada en veneno–. Y hace que me corra como tú no lo consigues.

Dani gruñó aún más y aumentó el ritmo de su maja, como si quisiera arrancarse la polla de pura ira. Anita jadeó cuando metí dos dedos y chupé en su clítoris al mismo tiempo. Se estremeció.

—Sigue, cuñadito. Sigue comiéndome como sabes. Pero no te corras. Ni lo sueñes. Lo único que tienes permitido ahora mismo es hacerme gozar. Y tú tampoco, semental.

Yo asentí, con la boca ocupada entre sus muslos.

Ella levantó la mirada hacia Dani, que no dejaba de mugir mientras se la cascaba.

—Míralo. Míralo bien. Porque ahora te va a tocar demostrar que eres el macho de esta casa. Y no solo con la polla, cariño… sino haciendo algo que él no podría soportar.

—¿Qué coño estás diciendo? —dijo Dani, tenso.

Ana se tumbó de espaldas en la cama, abriendo aún más las piernas, con el coño rezumando placer y mi lengua recogiendo todo ese delicioso jugo.

—Quiero que él se ponga a cuatro patas. Aquí, delante de mí. Sí, al pringado de tu cuñadito, a ese que tanto desprecias. Quiero que me siga comiendo así. Pero mientras lo hace, tú vas a entrarle. Por detrás.

Dani se quedó en silencio. Su polla estaba ya completamente dura. Allí, de pie, delante de nosotros.

–Que te lo falles, cariño –aclaró Anita, como si le hablara a un niño–. Muchas veces lo has mandado a tomar por culo. Pues haz realidad esa fantasía. Quiero que le des por el culo a Álex, tu cuñadito.

—¿Estás loca? —murmuró.

—Un poco —sonrió—. Pero te mueres por hacerlo, ¿a que sí? Te mueres por dar por culo al remilgado de tu cuñado, al pichafloja rojo e intelectual que se folla a tu hermana y que se folló este coño antes que tú, ¿a que sí? Ese que me come el coño mucho, mucho, mucho mejor que tú. Estoy segura de que quieres enseñarle lo que es un hombre de verdad. Hacer eso que él no puede con esa pollina pequeña que se corre enseguida, con tu cañón entre las piernas. Pues hazlo. ¡Ahora! Demuéstrale a tu cuñadito quién manda.

Ana me tomó de los hombros con suavidad y me indicó con la mano que me colocara. Lo más sorprendente es que yo estaba tan excitado que en ningún momento puse objeciones a sus locuras.

—A cuatro patas, Álex. Sigue comiéndome. Pero levanta ese culo peludo y ofrecerlo a mi macho… prepárate para sentir lo que es estar en medio de dos fuegos. Prepárate a sentir lo que yo siento cuando él me folla. Seguro que eso te vuelve loco, ¿a que sí?

Mi corazón latía con violencia. ¿Lo deseaba? ¿Lo temía? ¡Mi cuñado follándome! El más oscuro y secreto de mis morbos hecho realidad. La sumisión y humillación absolutas. Aquella hija de puta sabía lo que era ofrecer placer…

Me coloqué. Ana me acarició la mejilla mientras se abría frente a mí.

—Buen chico —susurró, haciéndome sentir poco más que su mascota—. Ahora sí… empieza el espectáculo.

Dani se preparó. Su capullo brillaba, como el casco reluciente de un soldado listo para entrar en combate. Su polla daba brincos, tensa, hinchada, dura como una roca, mucho mejor que en mis fantasías. Su cara era puro conflicto. Puro odio. Juraría que babeaba como un perro ansioso por devorar a su víctima.

Pero no dijo que no.

Y eso lo cambió todo.

Para entonces mi lengua estaba concentrada en el coño de Ana y no dejaba de moverse, guiada por su olor, por su calor, por los pequeños espasmos que le recorrían las piernas cada vez que pasaba por su clítoris. Ana jadeaba, las caderas se le alzaban buscando más, pidiendo más. Sus dedos enredados en mi pelo me sujetaban contra su sexo como si ahí estuviera su vida. Y tal vez era así.

—Así, así, mi chico obediente… —susurró—. Con esa boca tan aplicada… esa que vale más que esa pollita inútil que escondes.

No dije nada. No podía. Pero lo sentí en el estómago. Y también lo sentí… en el sexo. Esa mezcla de vergüenza, humillación y placer se había vuelto adictiva.

Oí los pasos de Dani detrás de mí. Firmes. Lentos. Cada uno pesaba como una decisión. Él no hablaba. No preguntaba. Solo respiraba fuerte. Resoplaba, aproximándose implacable hacia su destino. Y eso decía más que cualquier frase.

—Vamos, mi toro —dijo Ana, abriéndose aún más ante mí—. Enséñale cómo se empotra de verdad. Demuéstrale lo que es ser un macho. Aunque te dé asco… aunque no lo entiendas… tu polla sabe lo que quiere. ¡Imagina mejor forma de humillar a un listillo que piensa que eres un gilipollas ignorante! ¡Rómpele el culo!

Alcé la mirada tratando de pedir clemencia a Ana. Pero era demasiado tarde. El instante fue único, terrible, delicioso, doloroso, irresistible. Dani me agarró por las caderas con firmeza. Fuerte. Como si necesitara controlar algo que estaba a punto de estallar. Y entonces, sin aviso, me empujó. No con violencia, pero sí con firmeza. Con decisión. Calor, fuego, presión, dolor, placer…

Su miembro me atravesó despacio pero sin pausa. Yo proferí un grito entre las piernas de Ana, ahogado en su sexo. Ella gimió.

—Así… así se hace… —dijo, apretándome aún más contra ella con ambas manos aferradas a mi cabeza—. Comiéndome como un perrito mientras el toro te entra por detrás.

Dani no hablaba. No podía. Solo resoplaba. Sus embestidas eran secas, duras, como si cada una fuera la última. Pero le quedaban más, muchas más. Cada una cargada de orgullo y rabia, como si intentara borrar el hecho de que estaba disfrutando. Con cada golpe todo mi cuerpo vibraba y me enterraba más en el coño de Ana, que para entonces era pura humedad. Mis gemidos se perdían en su carne. Su clítoris palpitaba entre mis labios.

Ana me miraba como una diosa cruel. Me acariciaba la cara con dulzura… mientras sus palabras me atravesaban.

—Qué escena… ¿lo notas? —me dijo al oído—. Tu cuñado, ese macho que te odia, empujando fuerte dentro de ti. Y tú, con esa boquita de niña buena, haciéndome gozar como no ha hecho nadie.

Dani comenzó a acelerar. Cada vez más brusco. Más rudo. Yo temblaba. No sabía si era dolor, placer o las dos cosas. Sí lo sabía. Lo eran. Las dos cosas. Y el morbo resultaba indescriptible.

Ana comenzó a gemir más fuerte. Se mordía el labio. Me miraba. Le miraba a él. Nos tenía a los dos. Donde quería. Como quería.

—No te corras aún, mi macho —le dijo a Dani, entre jadeos—. Ni tú ni él. Aún no. Ahora es mío el momento. Solo mío.

Y entonces… se corrió.

Lo sentí en sus caderas. En sus muslos que temblaban. En sus manos que me apretaron la nuca. En su cuerpo, contorsionándose hasta parecer romperse. Se corrió gritando mi nombre… mientras Dani seguía empujando, con los dientes apretados y los ojos cerrados, en una mágica y peligrosa combinación de rabia y placer.

Cuando acabó, Ana se dejó caer hacia atrás, jadeando, con sus pezones color canela duros como promesas incumplidas y el cuerpo empapado de sudor.

Y entonces Dani emitió un gruñido largo y salvaje, se aferró a mis caderas y casi me levantó del suelo durante una última envestida durante la que sentí que algo cálido y espeso se derramaba en mi interior. El hijo de puta se estaba corriendo a placer.

Dani se retiró de mí con un nuevo bufido, como si hubiera descargado un odio que no sabía que llevaba dentro.

Y yo… yo me quedé en el suelo, jadeando, con las piernas abiertas, la cara empapada de sexo, el cuerpo vacío.

Ana sonrió. Casi con ternura.

—Así se empieza, chicos —dijo, con voz ronca—. Y lo mejor aún está por venir.

La habitación estaba en silencio, salvo por el jadeo entrecortado de los tres.

Ana aún brillaba entre las sombras, con las piernas abiertas y los muslos temblando después del orgasmo.

Yo seguía de rodillas, con la cara empapada de su humedad y el cuerpo tembloroso por la sacudida que me había recorrido al ser penetrado por Dani. Sentía aún su semen caliente en mi interior.

Y él… él estaba de pie, desnudo, con el torso sudado y la respiración acelerada. Apretaba los dientes. Su cuerpo gritaba lo que su boca no quería admitir. Las manos en la cintura, los brazos en jarra, la polla aún erecta dando respingones. Nos observaba a ambos con la mirada orgullosa de un campeón.

Me imaginaba al resto de la familia andando a saltitos por el pueblo en una felicidad estúpida, incapaces de alcanzar a vislumbrar el verdadero sentido del placer.

—No os mováis aún —dijo Ana, sin levantar demasiado la voz—. No hemos terminado.

Se incorporó, con lentitud, como una reina que retoma el control tras un festín. Me acarició la nuca con ternura, pero sus palabras eran otra cosa.

—Has estado perfecto, Álex. Obediente. Lleno de ganas. Entregado. Como me gusta.

—Y tú, cariño… —añadió, volviéndose a Dani—. Has estado brutal. Salvaje. Como un toro. Aunque claro… el toro no siempre escoge a quién embiste, ¿verdad?

Dani bajó la mirada un instante. Solo uno. Pero fue suficiente para que Ana lo notara.

—No te avergüences —dijo, poniéndose en pie, completamente desnuda frente a nosotros—. Es solo carne. Deseo. Y el deseo no siempre sigue el camino que uno espera.

Volvió a sentarse, esta vez en una de las sillas bajas del salón. Cruzó las piernas con elegancia y se acarició el muslo.

Su tono cambió. Más mandón. Más frío.

—Ahora quiero veros a los dos juntos. Delante de mí.

Dani frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero que os arrodilléis. Los dos. Aquí.

Dudamos. Ambos. Pero nos movimos. Nos arrodillamos. Él a un lado. Yo al otro. Como dos perros esperando la caricia… o la orden.

—Míralo, Dani —dijo ella—. Mírale bien. Mira su cuerpo. Su expresión. Su polla… tan tierna, tan ridícula. ¿Y la tuya? —continuó—. A ver. Enséñasela.

Dani gruñó. Pero se tocó. Nos la mostró. Dura, hinchada, palpitante, respingona. Me la mostró.

Ana sonrió.

—Esa es una polla de hombre. Una polla que asusta. Que domina. Que deja huella.

Me miró.

—¿Verdad que sí, Álex?

Tragué saliva. Asentí.

—Dímelo —ordenó ella.

—Sí… es grande.

Ana se mordió el labio. Se estaba excitando de nuevo.

Se levantó. Caminó hacia nosotros. Y sin decir nada más, se arrodilló también. Se colocó entre nosotros dos.

—Ahora, trabajad –dijo, mientras se pasaba las manos por las tetas–. Uno en cada pecho. Quiero vuestras bocas aquí. Después… os dejaré lamerme de nuevo. Pero esta vez… uno desde delante. Y otro… desde atrás. A ver qué tal…

Nos miramos. Los tres. No quedaba nada del mundo de antes.

Ana había ganado.
JO - DER !!!! 😳😳😳

Impresionante!!! A mil estoy
 
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