Capítulo 10
Tras el desayuno se desató en la casa el caos habitual de unos que iban y otros que venían haciendo camas, recogiendo ropa, organizando la comida para mediodía, discusiones variopintas… Hasta que poco a poco empezaba a imponerse la calma a medida que los presentes iban acabando sus quehaceres y abandonando la casa para proseguir con sus conversaciones en el jardín. El plan de la mañana era bajar al pueblo a hacer compra, dar una vuelta por el mercado medieval y luego un chapuzón en la piscina antes de comer. Todos se apuntaron salvo Ana y Dani, que se quedaban en casa para ir preparando las migas que serían el plato fuerte del día.
Yo esperé a que la gran familia se pusiera en marcha y entonces fingí recibir un WhatsApp.
–¡No me jodas!
–¿Qué pasa, Álex? –preguntó Lucía mientras se colgaba el bolso.
–¡Que son unos inútiles, eso es lo que pasa! –me inventé.
–¿Pero quién? ¿De la oficina?
–Pues claro, hija, de la oficina –mentí–. ¿Quién si no? Tienen problemas con la gestión internacional de unas fotos. ¡Mira que se lo dejé explicado clarito!
-Total, que no vienes -dijo con fastidio.
-Sí voy, voy –respondí mientras bajábamos la escalera, yo con el portátil bajo el brazo–, pero necesito solucionar esto antes. Lo hago lo más rápido posible, te lo prometo.
Nos dimos un beso y Lucía dibujó una mueca infantil.
–No tardes, porfa…
–No tardo, de verdad, dije lanzándole un beso en la distancia.
Aguardé unos segundos mientras la observaba caminar hacia la verja y al verla llegar a la cancela de salida me volví. Fui hasta la mesa de jardín, me senté y levanté la pantalla del portátil.
Escuché en silencio. Y soló oí eso, silencio. Levanté la mirada y observé la casa. Todo estaba en calma y silencio, sí, pero no se había quedado vacía. Ana y Dani estaban allá arriba.
–¿Para qué te has quedado, capullo? –murmuré en voz alta.
Lo mío rayaba en lo enfermizo, debía admitirlo. El cúmulo de situaciones imposibles vividas en las últimas 48 horas había sido tal que tenía la adrenalina saliéndome por las orejas. Es cierto eso de que la excitación que produce el peligro es adictiva, realmente adictiva. Y yo me moría de ganas por volver a ser un observador privilegiado de la intimidad de Ana y Dani, daba igual lo que estuvieran haciendo. Aunque fuese remover migas de pan en un perol, estaba seguro de que Ana sería capaz de convertir esa estampa vulgar y rutinaria en algo especial.
Así que cerré el ordenador y me encaminé escaleras arriba. Algo tiraba de mí. Un presentimiento, una intuición, una especie de imán entre las piernas que me hacía caminar como en trance.
No estaban en la cocina, desde luego, ni en el salón. Al final del pasillo, la puerta de su dormitorio estaba entornada, y desde dentro se oía música suave, una de esas listas de reproducción de jazz que Ana usaba cuando quería relajarse… o cuando quería lo contrario.
Me acerqué despacio. Apenas respirando.
Y entonces sucedió: desde dentro llegaba la voz de Ana. Clara, firme. Susurrada, pero cargada de intención. Fingiendo una malévola bondad.
—¿Así te gusta, mi amor? ¿Así de profundo?
Un golpe sordo, como de carne contra carne. Otro. Un quejido. ¿Había sido de Dani?
—Venga, no te hagas el duro —dijo Ana con esa falsa dulzura de antes—. Que ya sabemos los dos lo mucho que te calienta esto.
Tragué saliva. Me incliné un poco más. Empujé apenas la puerta con la yema de los dedos. Un milímetro más… y lo que vi hizo que el corazón se me atorara en la garganta y que tuviera una erección inmediata tan fulminante que casi me dolía.
Allí estaba Dani, el supermacho, de rodillas sobre la cama, completamente desnudo, con los brazos apoyados en el colchón y el culo alzado. Jadeaba. Tenía la cara roja, sudor en la espalda.
Detrás de él, con las piernas desnudas y el cuerpo cubierto por una camiseta, estaba Anita. Llevaba ajustado a la cintura un arnés que ayudaba a subir la camiseta y hacía que se le entreviera parte de su precioso culo. Del arnés pendía por la parte delantera un dildo negro, grueso, brillante como prueba de estar bien lubricado.
Ana agarró la verga de goma desde su base, como sopesándola, con el orgullo ibérico con el que hubiera asido un miembro propio. Dio un par de pasos hasta apoyar la cabeza de aquel falo en el centro del ano de Dani. Una verga de toro a punto de penetrar a un similar
—¿Preparado, campeón? —preguntó Anita, burlona.
—Joder, Ana… —gruñó él—. ¡Qué zorra eres!
—¿Y no te gusta a ti que sea así de zorra? –Se inclinó para acercarse a su oído y poder susurrarle–. La única zorra capaz de convertir en una putita a un macho empotrador como tú…
Le escupió un poco de lubricante en el culo y comenzó a masajearlo con los dedos. Dani jadeó, se tensó. Pero no se apartó.
—Eso pensé —murmuró ella—. Siempre tan duro por fuera… y tan blandito por detrás.
Entonces empezó a introducir el dildo, despacio. Muy despacio. Vi a Dani apretar los dientes. Luego soltar un gemido bajo, involuntario.
—Vamos, no te hagas el macho ahora —le susurró Ana—. ¿O es que te da miedo que te folle como a un putito?
El dildo entró del todo. Dani soltó un gemido ronco, brutal, que pareció arrancársele del pecho. Ana empezó a moverse. Lento al principio. Luego con más ritmo. Le agarraba de las caderas, lo embestía con fuerza. Cada golpe hacía que Dani gimiera más fuerte.
—¿Así te gusta, eh? —le decía Ana entre jadeos—. ¿Así de fuerte, así de profundo?
Dani gruñía, sí, pero no se apartaba. No decía que no. Al contrario: empujaba con las caderas, le ofrecía el culo como un perro en celo. Yo no podía creer lo que veía. El macho dominante, el bruto de Dani… follado por Ana como un puto. Y lo peor: le estaba encantando.
Ana se inclinó hacia él, casi pegando el pecho a su espalda. Le susurró algo que no pude oír. Luego dijo en voz alta:
—¿Quieres saber con quién se corrió Isabel ayer, Dani? ¿Sabes quién la tuvo de rodillas, gritando como una loca?
Dani apretó los puños, furioso. Pero no se detuvo.
—¿Quieres saber quién come mejor el coño que tú?
—¡Cállate! —gruñó él.
—No. No me callo. ¿Sabes por qué? Porque a ti te gusta que te humillen. Te pone. Te excita saber que tu cuñadito te supera. Que esa chica te prefiere a él. Que yo también pienso en él cuando me haces esas comidas de principiante, incapaz de encontrarme el clítoris con tu lengua…
Dani soltó un rugido… pero no de rabia. De placer. Ana lo estaba dominando, mental y físicamente. Él se debatía entre la furia y el orgasmo. Y yo, al otro lado de la puerta, sentía cómo mi polla latía como si fuera a explotar.
—Mírate —dijo Ana con una risa cruel—. Te estoy follando mientras te hablo de Álex… y te estás corriendo. ¡Ya empieza a gotear la verga de mi torito!
Y entonces lo vi: el cuerpo de Dani convulsionó. Soltó un gemido ahogado y su polla comenzó a dar brincos entre espasmos, sin que nadie la tocara, mientras soltaba unos buenos chorreones de leña que caían sobre la colcha.
El orgasmo fue brutal, humillante, bestial. Cayó sobre la cama jadeando, temblando.
Ana se retiró despacio, sudorosa. Se quitó el arnés con calma y se pasó una mano por el cuello. Sonreía.
—Así me gusta. Un hombre de verdad —dijo, y salió de la habitación.
Me escondí rápido tras la esquina del pasillo, el corazón a mil. Cuando Ana pasó por mi lado, ni siquiera me miró. Pero sabía que estaba allí. No sé cómo, pero lo supo. Así que mientras se alejaba hacia el baño, murmuró en voz baja, casi canturreando:
—Prepárate, Álex. Vas a ayudarnos a pasarlo aún mejor…
Y supe que ya no había escapatoria.