Un viaje inesperado

Capítulo 45 - Tinnamast, el último grito: El rugido del niño y el huracán del anciano

El Red Viper y el Madra Ifrinn descendían por el río como bestias desatadas, arrastrados por la fuerza de la corriente. El agua golpeaba los cascos con violencia, levantando espuma y bramando como si intentara tragárselos. El viento, por una vez aliado, hinchaba las velas y aceleraba la embestida. No había lugar para la calma: los nervios ardían en la piel de cada marinero.

Grace, firme al timón, mantenía la vista fija en el frente. Sus manos, seguras y curtidas, movían la rueda con precisión de cazadora, esquivando troncos arrastrados por el cauce y las traicioneras rocas que acechaban en los bordes. A su lado, Macfarlane vociferaba órdenes sin descanso, su voz grave imponiéndose sobre el rugido del agua. Cada error de la tripulación era corregido a gritos, cada movimiento afinado por su ojo experto.

No faltaba nadie en cubierta. Incluso Yara, aún maltrecha, había dejado atrás cualquier debilidad; apoyada en las dos Akuma, resistía el dolor con los dientes apretados. Sus ojos encendidos no eran la causa de una herida, sino del deseo de entrar en batalla. Las hermanas, firmes a su lado, mantenían la promesa de protegerla aunque el mundo entero se les viniera encima.

Grace las observó un instante, y en su pecho ardió el respeto. Aquellas mujeres eran puro acero y orgullo. Pero en medio de tanta fuerza, había una ausencia que la consumía: Bum-Bum. El niño era la pieza que faltaba, la chispa que debía encender el caos. Y sin él, el plan pendía de un hilo.

La estrategia era sencilla, casi suicida: llegar rápido, golpear por sorpresa, abrir brecha con el poder del muchacho y luego luchar. Pero sin esa primera llamarada, todo lo demás era condena.

El río se ensanchaba cada vez más, y con él la sensación de inminencia. Los rostros estaban tensos, las manos apretaban mosquetes, sables y amuletos. Nadie hablaba, el silencio era un filo que cortaba la garganta.

Entonces, un grito desgarró el aire.
  • ¡Capitaaaaanaaaa! - la voz de Halcón retumbó desde la cofa, atravesando el rugido del río.
Todos alzaron la mirada al instante. El aire se heló, las espaldas se tensaron, los músculos listos para desatarse. Halcón se inclinó hacia adelante, su ojo fijo en el horizonte. Y su voz, normalmente firme, llegó esta vez quebrada por el miedo.
  • ¡Ene… enemigo a…a la vista…!
Hubo un silencio espeso. Como si lo que veía fuera tan increíble que las palabras se le atragantaran en la garganta. Pero no había tiempo para la duda. El río se abría con violencia entre los manglares, desgarrando la espesura como un cuchillo. A estribor, los hombres y mujeres del Red Viper contuvieron el aliento: la aldea de los Ngoma se mostraba reducida a cenizas. Choza tras choza convertida en esqueletos humeantes, cadáveres del fuego ondeando todavía con las brasas. La corriente no les dio espacio para detenerse a llorar; pasaron de largo, tragándose la rabia como veneno.

El cauce desembocó en un mar abierto, vasto, pero esta vez no era libertad lo que ofrecía, sino traición. El viento soplaba con fuerza en las velas, sin darles respiro, empujándolos hacia lo inevitable. Allí, al fondo, dominando el horizonte, la ciudad flotante se erguía como un monstruo de hierro y madera. Sus muros altos brillaban con la luz cruel del sol, llenos de cañones, soldados y lanzas dispuestas a morder. Era un coloso dormido que ya empezaba a despertar. Y alrededor de él, como buitres sobre la carroña, aguardaban los galeones de las Indias Orientales.

Pero no estaban solos esta vez.

Banderas francesas, holandesas, portuguesas… todas ondeaban sobre mástiles oscuros, todas reunidas en una grotesca hermandad. La unión del mal. La escoria de Europa, ladrones de oro y de almas, cadenas en mano para los libres, cuchillos sedientos para los que osaban desafiarlos. El mundo entero parecía haberse reunido allí para estrangular la esperanza.

El Red Viper y el Madra Ifrinn temblaron ante tal visión. No hubo hombre ni mujer que no sintiera el golpe en el estómago. Si ya sus posibilidades eran mínimas, aquella visión las reducía a nada. No había escapatoria. La corriente los arrastraba sin clemencia. Ya era tarde para virar atrás, tarde para esconderse. Tan solo quedaba una opción, avanzar hacia lo imposible.

Grace apretó los dientes, el sabor metálico de la furia en su boca. Aclaró su garganta, buscando el aire que iba a necesitar. El Perro, al timón de su propio navío, se giró un instante hacia ella. Sus miradas se encontraron en mitad del caos. No necesitaban palabras.

Lo sabían.
Había llegado el momento.

El instante en que los capitanes no podían callar, en que debían prender fuego en el pecho de sus tripulaciones. La hora de desgarrar los pulmones, de gritar hasta romper la voz, de hacer de la locura una bandera.

El viento rugía. El mar hervía. Y los corazones aguardaban a que alguien encendiera la chispa.

El mundo retumbó. El primer cañonazo cayó cerca, levantando una columna de agua que empapó las velas. Los tripulantes gritaron, no de miedo, sino de pura rabia contenida. El aire olía a pólvora y sal, la cubierta vibraba con cada impacto que se acercaba más y más.

Grace subió al alcázar, la melena revuelta por el viento, los ojos encendidos. A su lado, en el otro barco, el Perro rugía como un animal acorralado, y sus voces se mezclaron en la tormenta.
  • ¡¡No son hombres los que nos esperan ahí delante!! - bramó Grace con los brazos extendidos - ¡¡Son bestias, demonios, cadenas y verdugos!!
El Perro levantó su pipa y escupió al mar antes de gritar.
  • ¡¡Pero yo soy el maldito infierno en persona, y mis cachorros los dientes del diablo!!
Los marineros aullaron, golpeando la madera con mosquetes, con espadas, con lo que tuvieran en las manos.
Otro cañonazo estalló en el costado del Madra Ifrinn, arrancando astillas y cuerpos que volaron por los aires.
El Perro ni siquiera parpadeó.
  • ¡¡Mirad bien, malditos!! - ladró - ¡¡Porque vais a ver cómo un puñado de desalmados manda al mundo entero al fondo del mar!!
Las víboras del Red Viper rugieron, chocando las culatas de los mosquetes contra el suelo, como tambores de guerra. Grace los señaló con el sable en alto.
  • ¡¡Hoy no luchamos por gloria ni por oro. Ni tan siquiera por libertad!! - gritó- ¡¡Hoy peleamos por desobediencia, porque nadie nos dirá jamás cómo debemos morir!!
  • ¡¡Hoy será el día en que unos pocos desafiaron a cientos!! - Ladró el Perro.
  • ¡¡Y aunque muramos, nos los llevaremos con nosotros!!
Un cañón enemigo tronó, la bala pasó silbando por encima del trinquete y arrancó un mástil de un disparo. La tripulación gritó, pero esta vez entre carcajadas dementes. Se reían de la muerte, le enseñaban los dientes. Se burlaban de la guadaña.

El Perro levantó los brazos, la voz hecha trueno.
  • ¡¡Si este es el fin, que sea un fin digno de canciones!! ¡¡Que los malditos dioses nos escuchen reír mientras reventamos en pedazos!!
  • ¡¡Sí!! - aullaron sus hombres, y el eco de su rabia hizo temblar la cubierta.
Grace avanzó hasta la borda, señalando la ciudad flotante que se alzaba como un monstruo. El fuego iluminaba sus mejillas, la sal sus labios, y la locura sus ojos.
  • ¡¡Observad hermanos, observad lo que nos traen esos miserables!! ¡¡El mundo entero contra nosotros!! ¡¡Pues que el mundo entero aprenda que no nos echamos atrás!!
Los gritos de las víboras rompieron el aire como cuchillos. Se golpeaban el pecho, escupían al océano, se abrazaban como si ya fueran fantasmas.

El Perro, alzando el sable hacia el cielo, cerró con un rugido que desgarró su garganta:
  • ¡¡Al abismo, perros!! ¡¡Al abismo con la cabeza alta y los colmillos manchados de sangre!!
  • ¡¡Al abismo!! - repitieron las dos tripulaciones, como un eco salvaje.
El estruendo de los cañones respondió. La muerte caía sobre ellos como una lluvia de hierro, y aun así reían, gritaban, deseaban lanzarse a la batalla. No eran hombres ni mujeres ya. Eran furia, eran odio, eran la mueca de la locura arrojada contra el mundo. El mar hervía, los corazones ardían, y el rugido de los piratas se confundía con el trueno de los cañones. Ese día, estaban dispuestos a desafiar a la muerte y reírse de ella en su propia cara.

Los bergantines de velas negras de Hong Long salieron como buitres hambrientos, cortando las aguas con rapidez, las proas afiladas apuntando directo hacia ellos. Tras las murallas de la ciudad flotante aguardaba el resto del ejército, un enjambre interminable de maderas y pólvora que hacía temblar hasta al mar.

Grace apretó los dientes, su mano firme en el timón, la otra en la empuñadura de su sable.
  • ¡¡MUERTEEEEEEE!! - rugió, y el Red Viper salió disparado hacía el enemigo, las velas hinchadas por el viento como si fueran alas negras.
Surcaban el mar sabiendo el aciago destino que les esperaba y aún así se arrojaron hacía él. No importaba morir, no importaba vencer. Tan solo dejar presente que el fin llegaría como ellos deseaban que llegase, sin dejar de abrazar la libertad jamás.

Desde atrás, el Perro levantó su sable, la barba mojada en saliva y rabia.
  • ¡¡Defended a la Víboraaaa!! ¡¡Disparad los cañones, malditos perros!!
El Madra Ifrinn, más grande, más pesado, avanzaba a retaguardia como un muro de acero y pólvora, protegiendo a su hermana. Los cañones rugieron y el mar se abrió en llamas: los bergantines enemigos saltaban en pedazos, hombres y astillas volando por los aires. Pero eran demasiados. Por cada barco hundido, dos más surgían entre la espuma.

El choque fue inevitable. El Red Viper crujió de proa a popa cuando los primeros ganchos se clavaron en su cubierta. Una ola de cuerpos enemigos entró como un torrente, centenares de hombres gritando con espadas y lanzas en alto.

Yrsa, al frente de la resistencia, fue la primera en responder: su martillo descendió con un estruendo seco, aplastando un cráneo que estalló como una fruta madura. Su rostro se cubrió de sangre y su mirada brilló con una ferocidad animal. A su lado, Gláfur se movía como una tormenta, cada tajo suyo partía dos hombres de un solo golpe, protegiendo la espalda de la mujer que amaba con una fiereza animal. Los soldados de Hong Long temblaron ante la presencia de ellos, sin saber muy bien quien era humano y quien era bestia.

Más allá, las dos Akuma se deslizaban entre los invasores como sombras asesinas, sus cuchillas cortando gargantas y tendones, dejando un reguero de cuerpos mutilados alrededor de Yara. Ella, maltrecha, disparaba con los dientes apretados: cada vez que un mosquete rugía, lo dejaba caer y Gypsy, agarrado a su cintura, lo recargaba al instante. Dos brazos, dos fuegos, pero una cadencia de ejecución, como si fuese un pelotón entero de fusilamiento en una sola mujer.

Vihaan y Bhagirath combatían espalda contra espalda, girando como un engranaje de acero y sangre. Sus espadas cortaban sin descanso, atravesando pechos, cercenando miembros, clavándose en gargantas. Cada vez que uno retrocedía, el otro avanzaba, un muro vivo que trituraba carne y hierro a la vez.
  • ¡¡Capitana!! - rugió Macfarlane a su lado, los ojos encendidos - ¡¡Veo en sus ojos que se muere de ganas por luchar!!
Grace lo observó un instante y soltó una carcajada rota. El escocés estaba nervioso, temblaba de emoción como un niño que espera los regalos el día de su nacimiento. Alzó su voz por encima del rugido, con la locura en la garganta.
  • ¡¡No más ganas que las que tiene usted, contramaestre!! - levantó el sable - ¡¡Baje ahí y enséñeles la cortesía escocesa de la que tanto presume, maldito loco!!
Macfarlane rió como un poseso. Se arrancó la camisa de un tirón y la lanzó al suelo. Con un gesto rápido se desnudó y maldijo a su padre. Luego desenvainó sus dos puñales y besó a sus dos mujeres, brillantes como colmillos de lobo a la luz del sol.
  • ¡¡Madoxx, Ghalagher!! - gritó al aire, saltando a cubierta como una fiera desencadenada.
Los dos muchachos que luchaban con fiereza alzaron la vista. Sus rostros se iluminaron de locura al escuchar su voz y verlo desnudo. Eso siempre era buena señal, todos lo sabían.
  • “Ah want tae hear the pipes cry in the wind! Nouuuuuu!!” - ordenó clavando a Bess en el ojo de un enemigo y a Isobel en su riñón.
Los jóvenes dejaron las armas, corrieron hacia la bodega y regresaron con las gaitas en brazos. Al soplar, un sonido desgarrador llenó la cubierta: un canto prohibido, un lamento de guerra que solo los escoceses reconocían como suyo. Era el anuncio de la muerte, el grito de un pueblo encadenado que se despedía con música y sangre.

El sonido de las gaitas se mezcló con los cañonazos y los gritos. Y Macfarlane, desnudo y cubierto de sangre y pólvora, avanzó entre los enemigos como un animal rabioso. Cada puñalada suya arrancaba un alarido, cada tajo era un verso de libertad. Cantaba, en su lengua natal, el himno de su tierra invadida, la voz ronca, rota, que se confundía con el bramido de las gaitas: un canto triste y hermoso que elevaba la locura hasta los cielos.

La cubierta era un infierno: cuerpos que caían, sangre que resbalaba entre las maderas, cañonazos que hacían vibrar el casco, fuego en las velas, humo que cegaba. Y aun así, allí estaban: riendo, gritando, cantando a la libertad mientras el mundo entero se les venía encima.
La muerte había llegado, y ellos le abrían los brazos con furia y carcajadas.

La batalla no cesaba. Al contrario: cada vez más cuerpos, más ganchos, más manos aferradas al Red Viper que se negaba a detenerse. La corriente lo empujaba, y el fuego del Madra Ifrinn, con los cañones del Perro rugiendo desde atrás, despejaba el camino a zarpazos de pólvora y acero. El mar era ya un cementerio abierto: mástiles quebrados, cadáveres flotando, restos de navíos incendiados que teñían de rojo cada ola.

Dos piratas lograron trepar hasta el timón, y Grace, jadeante, los despachó con una furia primitiva. Su sable les abrió las entrañas, escupió sobre ellos y maldijo con rabia cada vida que se llevaba.
  • ¡¡Que el mismísimo infierno os trague, escoria traidora!! - rugió, con los ojos encendidos.
En cubierta, Mordisquitos rugía como un toro desbocado: lanzó a cinco hombres al mar con la fuerza brutal de su cuerpo, sus puños eran martillos que quebraban huesos, su dentadura metálica brillando entre sangre y espuma. A su lado, Aibori parecía lo que era en realidad, una guerrera amazona, su arco cantando muerte a distancia y sus sables cortos cortando en tajos rápidos y certeros cuando la marea enemiga se acercaba demasiado. Cortés y los suyos la seguían en bloque, formando aquel muro infranqueable que no admitía otra estrategia que la unidad: indivisibles, firmes, un solo cuerpo, una sola alma.

Los cadáveres se amontonaban tanto que la cubierta era irreconocible: un lodazal de sangre, vísceras y astillas. Los pies resbalaban, las botas tropezaban con cuerpos que ya no tenían dueño. Nadie distinguía amigo de enemigo, solo carne cayendo bajo los aceros.
Y cada nudo que avanzaban, cada segundo que resistían, estaban más cerca de su objetivo: el traidor de Hong Long.

Las dos Akuma luchaban como demonios, pero los enemigos no cesaban, parecían estar obsesionados con alcanzarlas. Cuchillas, lanzas, mosquetes… toda la furia se volcaba sobre ellas. Y entonces, irremediablemente, uno logró atravesar su defensa. Se lanzó directo hacia Yara. Ella disparó a bocajarro, la pólvora estalló en su rostro, pero el hombre, enloquecido, siguió avanzando con el pecho abierto.

De repente, Kage apareció como una sombra, saltó sobre él y le arrancó media cara de un mordisco. El pirata cayó chillando, muriendo en la madera, mientras la bestia lo destrozaba entre chasquidos de hueso y carne. Pero no se detuvieron, dos más llegaron, lanzas por delante, apuntando al pecho de la yoruba. Yara apenas tuvo tiempo de comprenderlo: ese era su final.

Entonces Mordisquitos rugió como un trueno y cruzó la cubierta a toda velocidad. Se interpuso en medio y recibió ambas lanzas en el pecho. El impacto fue brutal. La madera crujió, la sangre saltó, el metal lo atravesó. Yara se quedó paralizada, sus ojos abriéndose como nunca.
Las gemelas, al verlo, se desataron en furia, matando con velocidad inhumana, pero el daño ya estaba hecho. La defensa estaba abierta. Los piratas que habían atravesado al gigante intentaron retirar las lanzas, sonriendo con crueldad… hasta que Mordisquitos, con una risa espantosa y un bramido infernal, hundió él mismo las astas más adentro de su cuerpo. Los acercó a él, atrayéndolos como juguetes, y con las manos desnudas les aplastó los cráneos hasta que la sangre les brotó como vino derramado.

Algunos retrocedieron aterrados.

Pero dos lanzas más atravesaron su espalda. El gigante gritó de dolor, escupiendo sangre, y aun así siguió golpeando, apartando enemigos, protegiendo con su propia vida a la mujer que amaba. Le clavaban puñales, le disparaban a bocajarro, pero no caía. Resistió, como si estuviera poseído por un espíritu, un instante más, latido a latido, como un dios sangriento en mitad de la cubierta. Pero, inevitablemente, cayó de rodillas. Sus ojos buscaron a Yara, brillando con ternura imposible en aquel rostro salvaje, justo antes de que un sable le cortara la cabeza y se desplomara de bruces, decapitado.

Un silencio desgarrador recorrió el Red Viper. Y luego, un grito.

El odio de Yara.

No fue un sonido humano: fue un desgarrón, un alarido que rompió la voluntad de los enemigos. Un rugido lleno de dolor y rabia, tan profundo que le hizo estallar los puntos del cuello y la sangre empezó a manar de su garganta rota.

Aibori y Cortés intentaron detenerla, sujetarla. Pero ella los apartó con violencia. Se tambaleó, jadeante, sus ojos ardiendo en lágrimas, quemando sus mejillas. Todos acudieron a formar una defensa junto al hermano caído y la santera. Pero ella, sin detenerse, arrancó el sable del cinturón del propio Cortés. Y sin pedir permiso rompió la formación, dejó el muro atrás. Nadie osó detenerla. La santera se lanzó al frente, un espectro de dolor y odio.

Los demás sintieron sus corazones encogerse al verla. No luchaba con estrategia ni cálculo: cada tajo era un alarido, cada estocada una lágrima que se evaporaba. La bailarina de la muerte ya no bailaba, solo quedaba la muerte. Recibía heridas, cuchilladas que le abrían la carne, y se hundían en sus entrañas, pero no se detenía. Avanzaba sola, como un demonio vengador, cortando gargantas y desgarrando pechos. Quería matar. Arrebatar vidas. Ahogar su dolor en la sangre del enemigo. El mar, el aire y la cubierta entera temblaron con su furia.

Grace gritó de dolor al ver a su hermana perdida en la furia. Vio a los demás intentando alcanzarla, pero Yara rechazaba toda mano amiga. A quien se le acercaba lo apartaba con un tajo o una maldición, como si todos fueran sus enemigos. Reclamaba cada vida para ella, la sangre era suya, la venganza era suya. La tripulación miraba con horror: aquella no era la santera que los había protegido tantas veces, era un demonio encarnado en piel oscura, cubierta de sangre, con los ojos nublados por las lágrimas.

Los enemigos retrocedían despavoridos, huían ante la visión de esa sombra frenética. Pero Yara corría tras ellos, no dejaba escapar a ninguno. Saltaba sobre las espaldas, los acuchillaba, los desgarraba mientras gritaba y lloraba al mismo tiempo. Cada muerte no la calmaba: solo la enloquecía más.
  • ¡Formaaaaaad! - Gritó Cortés protegiendo a Yara. Y todos acudieron a su grito.
La batalla no se detuvo, habían perdido a pocos, pero cada uno de los que caía era un amigo, un hermano. Cuando vio caer el joven cuerpo decapitado del hombre al que amaba, la santera abandono la formación, sedienta de sangre. Los gritos de dolor de Yara por la perdida de Mordisquitos, atemorizaban más al enemigo que el atronador sonido de los tambores de guerra. Fueron necesarios cinco hombres para reducirla y llevarla de nuevo a la formación. El día era suyo, seguían de pié, pero no había canciones que cantar.

Un cañonazo enemigo estalló contra cubierta. La explosión arrancó madera, fuego y carne en pedazos. Varios marineros volaron por los aires, cayendo como muñecos inertes al mar teñido de rojo. El Red Viper crujió como si fuera a partirse en dos.

Grace levantó la vista. Los galeones enemigos se cernían cada vez más cerca, gigantescos, rodeando a la víbora con su sombra. El fin estaba ahí, no había duda. Por un segundo, el mundo entero pareció detenerse en su garganta.

Y entonces lo vio.
Un niño.
Entre humo, espadas y cuerpos.
Corriendo como un espectro imposible.

Era Bum-Bum. Su cuerpo menudo esquivaba la guerra como si jugara en un campo de hierba, saltando sobre cadáveres, deslizándose entre los cortes de acero. El fuego lo rozaba, la pólvora lo bañaba, pero nada lo tocaba. En sus brazos llevaba una bala de cañón. Pero no era de hierro. Era una esfera translúcida, ligera como una pluma, y dentro se agitaba un líquido invisible que brillaba con destellos imposibles de definir, como si el aire mismo ardiera en su interior. La esfera palpitaba. Como si respirara.

El corazón de Grace se detuvo.
  • ¡¡Halcóóóóóóón!! - rugió con toda la fuerza de sus pulmones hacia el mástil. - ¡Protege a Bum-Bum, rápidoooooo!
Desde la cofa, el vigía giró sobre sí mismo como un halcón de verdad, su ojo afilado buscando al niño entre la locura. Y cuando lo encontró, sus mosquetes cantaron. Cada disparo era un rayo que abría un camino en mitad de la tormenta. Un hueco entre los cuerpos, un espacio entre las espadas. Cada bala era un puente invisible que despejaba la senda del muchacho.

Bum-Bum corría sin mirar atrás, con aquella esfera en los brazos. Corriendo hacia la boca misma del caos, hacia la promesa de algo más grande que todos ellos.

Yrsa hundió el martillo en la cara de un enemigo, haciéndola estallar. No bastó con matarlo: le gritó en la cara cuando ya era cadáver, su saliva helada cayendo sobre aquel cuerpo sin vida. Su respiración era un rugido, y cuando alzó la cabeza escuchó el grito desgarrado de Grace.
Los ojos de la nórdica buscaron entre el humo y los cuerpos. Entonces lo vio: Bum-Bum, pequeño, nervioso, corriendo hacia la proa. Sus piernas, aunque rápidas y decididas no podían competir contra lanzas ni aceros. Un soldado lo embistió y lo hizo rodar por la cubierta.

Yrsa no pensó. Se lanzó.

Un miserable se interpuso en su camino, pero no necesitó alzar el martillo. Bastó su rostro cubierto de sangre y la mirada asesina para que retrocediera como si hubiera visto a un espectro. La giganta no corría, arremetía. No apartaba a los enemigos: ellos huían de ella. Era la encarnación de una valkyria, una diosa de la guerra descendida desde el Valhalla a la cubierta.

Su piel era de hierro, como la del legendario Björn Ragnarsson. Las espadas se quebraban contra ella, las lanzas se deshacían al tocarla.
Agarró al niño de las ropas, lo levantó como si fuera una pluma, y con el martillo en una mano y el pequeño en la otra abrió el camino a patadas y golpes. Cada paso era un estruendo, cada cráneo una piedra más en la senda hacia la proa.

Desde lo alto, Halcón lo veía todo. Su ojo, bendito por la visión más certera de los siete mares, era comparado por todos con el mismísimo ojo de Odín. El dios tuerto había entregado uno de sus ojos a Mimir, en el pozo de la sabiduría, para contemplar lo que ningún otro ser podía ver: el destino y el fin de los hombres. Y aunque Halcón pudiera jurar que su mirada alcanzaba tanto como aquella ofrenda divina, lo que vio en ese instante lo superó.

Porque ningún ojo, ni de dios ni de hombre, estaba preparado para presenciar lo que iba a suceder.

Los dos barcos piratas habían entrado en las fauces del lobo. El Red Viper y el Madra Ifrinn avanzaban como dos flechas lanzada por un suicida. Frente a ellos, la inmensa ciudad flotante. Y alrededor, el cerco de los galeones enemigos cerrándose, las velas coronadas con banderas de muchos países, ondeando juntas como un pacto del mal. Era la unión de todos los verdugos del mundo, de toda la carroña que esclavizaba a los hombres libres.

El mar hervía con sus sombras. Los cañones apuntaban, las bocas de hierro listas para desgarrar la piel de ambos navíos. Todo indicaba lo mismo: no había salida. Grace alzó la vista. Podía parecer locura, y lo era. Estaban rodeados, condenados. Pero la rendición nunca fue una opción. El Perro la miró desde la cubierta del Madra Ifrinn: había confianza en sus ojos, sí, pero también la duda. ¿De verdad iban a poner su destino en manos de un niño?

Entonces vio la sonrisa de Grace. Esa sonrisa loca y firme. Y supo la respuesta.

El cañón apuntaba donde debía. Yrsa protegía la espalda del muchacho. Y allí estaba él, Bum-Bum, pequeño y frágil, pero con los ojos abiertos de par en par. Entre sus manos, la esfera imposible, temblando como un corazón a punto de estallar. El fuego que llevaba dentro buscando nacer.

El niño no estaba seguro.
Había tenido poco tiempo.
Había trabajado al límite, contra la corriente del caos.
Ni siquiera él sabía si su invento funcionaría.

Pero la mecha se encendió de todas formas.

El brillo la recorrió como un relámpago. El humo brotó. El rugido del fuego anunció que no había marcha atrás.
Y entonces, el mundo se detuvo.

El fragor del combate quedó congelado en un instante imposible. Las gaitas enmudecieron, como si los fuelles hubieran sido arrancados de golpe. Incluso MacFarlane, vestido con la sangre de decenas de enemigos, alzó la vista al cielo con el rostro salpicado de carmesí.
Todos, piratas y esclavistas por igual, miraron hacia arriba.

La artillería del niño mago surcaba el día soleado como una estrella errante que hubiera escapado de la noche. Los rayos del sol la atravesaban y rompían en mil reflejos, colores que danzaban sobre las aguas como si fueran vidrios celestiales. Nadie respiraba. Nadie parpadeaba. Hasta que la parábola descendió.

Bum-Bum corrió hasta la borda y se subió, temblando de emoción y de miedo. Sus ojos estaban abiertos como platos, llenos de la inocencia de un niño que aún podía creer en los milagros. El disparo era perfecto: directo al corazón de la ciudad flotante. La vieron desaparecer entre sus torres de madera, hundirse en sus calles y tejados. El silencio fue tan denso como una lápida.

Pero nada ocurrió.

La esfera rodó como una simple canica de cristal, hasta quedar atrapada entre cabos y barriles. Dos soldados, jadeantes, la miraron con asombro. Su brillo los llamaba, los atraía como un canto de sirena, hipnótico, irresistible. Uno de ellos alargó la mano. Apenas rozó la superficie cuando el cristal se abrió como una flor imposible.
  • ¡Maldita seeeaaaaa! - rugió el Perro, tapándose los oídos con desesperación.
  • ¡Qué demonios sucedeeeeee! - aulló Grace, imitando su gesto.
No hubo fuego.
No hubo luz.
No hubo llamas.

Solo ruido.

Un rugido colosal, un grito de las entrañas del mundo, un estallido tan puro y brutal que parecía venir de la mismísima garganta de los dioses. La onda de sonido nació en el corazón de la ciudad flotante y se expandió como una marea invisible. La primera en caer fue la madera. Las torres crujieron como cañas y se partieron en dos, hundiéndose al instante. Las casas y mercados flotantes estallaron como si fueran juguetes de papel. Los soldados más cercanos se desplomaron con los oídos reventados, sangrando por las narices, los ojos reventados, las bocas abiertas en gritos mudos.

La onda no se detuvo.

Engulló calles enteras, arrancó tablones de los suelos, lanzó cuerpos contra muros con la fuerza de mil cañones. Carros cargados de pólvora volaron por los aires antes siquiera de arder, aplastados contra el cielo. Los hombres gritaban, pero sus voces quedaban ahogadas, devoradas por ese rugido que no cesaba. La ciudad flotante empezó a despedazarse, miles de barcos hundidos, otros levantando velas para no ser engullidos.

Más allá, los bergantines de Hong Long recibieron la ola. No hubo madera que resistiera. Sus cascos se partieron como cáscaras, las cubiertas se astillaron en mil fragmentos que llovieron sobre el mar como cuchillas. El agua se llenó de sangre y astillas, y luego de silencio. Los galeones de Holanda, Francia y Portugal intentaron virar, escapar, pero nadie podía huir del sonido. Nadie era más veloz que esa onda. El ruido atravesaba velas y costillas, rompía remaches, desgarraba corazones. Los capitanes gritaban órdenes que nunca llegaban a destino porque el sonido se las tragaba al nacer.

Y aún así, la onda seguía.

Bum-Bum, desde la borda, sintió el vértigo del horror. Su invento había funcionado, sí. Pero demasiado bien. La mezcla era inestable, indomable. La potencia se había multiplicado más allá de lo imaginable. Y ahora esa onda se dirigía hacia ellos también. Grace sangraba por los oídos, su mandíbula temblaba. El Perro sentía cómo su propio pecho se sacudía al compás del rugido. Yrsa sostenía al niño con un brazo férreo, y aun así, lo sintió: el terror de haber despertado algo que no pertenecía a este mundo.

Bum-Bum se encogió contra su pecho.
La onda de sonido se aproximaba.
Esta vez, quizá habían ido demasiado lejos.

El Red Viper temblaba entero, sus costillas de madera crujiendo como si fueran huesos a punto de partirse. No quedaba enemigo en cubierta: el único adversario era el ruido, ese alarido colosal que parecía desgarrarles los sesos desde dentro. Los soldados de Hong Long se lanzaban al mar como ratas en llamas, prefiriendo enfrentar tiburones antes que seguir escuchando aquel grito maldito que les hacía sangrar por los oídos.

Vihaan, la nariz sangrando, las manos apretadas contra sus orejas, alzó la vista… y entonces lo vio. La onda levantaba el mar entero. Las aguas se partían en dos como si fueran un simple manto. Allí donde antes se alzaba la ciudad flotante no quedaba nada. Ni casas, ni mástiles, ni cuerpos… ni siquiera agua. El mar había desaparecido. Ante sus ojos se abría un abismo imposible: el lecho marino desnudo, oscuro y pedregoso, resquebrajado como la boca de un dios dormido. Rocas negras emergían entre restos de corales partidos, grietas interminables que parecían devorar la misma tierra. Un agujero en el mundo que se expandía segundo a segundo, tragándolo todo.

Grace sintió el verdadero terror. No al filo de una espada, no al rugido de un cañón, sino a la visión de lo imposible: el mar partido en dos por un niño. Gritó, y esta vez fue un grito humano, puro, desprovisto de toda bravura. El pánico absoluto.

La onda venía hacia ellos, arrasando, tragándose todo.
Y entonces lo sintió.

Primero fue una caricia en su cabello ensangrentado. Una brisa suave que erizó su piel. Después, un golpe de aire que la hizo tambalearse. Y en cuestión de segundos, un huracán. El cielo rugió de nuevo, pero no era el mismo rugido de la esfera mágica. Este traía algo distinto: una risa, una carcajada cálida, conocida. Una sonrisa grabada en el viento.
  • ¡Bishnu…! - murmuró Grace, temblando.
No supo cómo lo entendió, pero lo supo: Bishnu era el viento. Había regresado, transformado en aire y tormenta, en ráfagas y huracanes. Su espíritu se desplegaba en los cielos, y con él las velas del Red Viper se inflaron hasta crujir. El mástil gimió como si fuera a romperse, las jarcias se tensaron, cada tablón se arqueó.

La onda de Bum-Bum llegó, brutal, imparable. Los navíos del Perro y de Grace empezaron a quebrarse bajo su furia: astillas volaban, tablones se partían, los cañones reventaban contra cubierta. Pero desde atrás, el viento empujaba con furia divina. Dos fuerzas titánicas luchaban por poseerlos: el rugido del niño y el huracán del anciano.

El mar rugió con ellos.

De pronto, ambos barcos piratas se levantaron del agua. No era posible, pero ocurrió: los cascos chirriaron como animales vivos, los mástiles se inclinaron, y la cubierta se sacudió. El Red Viper y el Madra Ifrinn flotaron en el aire como juguetes en manos de titanes enfrentados. Los hombres gritaron, las mujeres apretaron las armas contra sus pechos, todos sabían que ese podía ser el último instante de sus vidas.

Y entonces cayó el martillo del destino.
Los dos barcos se desplomaron contra el mar con un estruendo descomunal. Agua y astillas volaron a los cielos. Pero el viento ganó. Bishnu rugió con más fuerza que la magia del niño, y la ola de sonido quedó atrás, arrasando solo el vacío.

Los barcos piratas salieron disparados hacia delante. No navegaban: volaban sobre las aguas, rebotaban como piedras planas lanzadas contra aguas calmadas. Cada impacto contra la superficie levantaba murallas de espuma, cada salto los llevaba más lejos, más rápido, imposibles de atrapar.

Grace, con el corazón en la garganta y la sangre goteando de sus oídos, se aferró al timón y gritó al cielo con los ojos abiertos de par en par:
  • ¡Sigue soplando, ancianoooo! ¡Sigue soplando!
Y el viento respondió con una carcajada.

Grace se aferraba al timón con los nudillos blancos, los dientes apretados hasta hacerlos crujir. El Red Viper rebotaba sobre las olas como una flecha lanzada por los dioses, cada choque contra el mar la hacía creer que los mástiles se partirían en dos. Giró la cabeza y lo vio: el Perro, tan aferrado como ella, los brazos como garras clavadas en el timón, el sombrero a punto de salir volando. Y aquel condenado se reía. Reía como un niño travieso escapando de un castigo, con la garganta rota de tanto gritar. La misma locura que hervía en sus venas ardía también en las de ella.

El viento los llevaba como si fueran hojas secas en un torbellino, y nadie tenía ya control de nada. Los marineros se sujetaban donde podían: sogas, jarcias, cañones, hasta los cadáveres que aún rodaban en cubierta. Cada salto sobre el mar los lanzaba al aire, la tripulación gritaba, gemía, maldecía, pero nadie soltaba.

Bhagirath, las manos aferradas al mástil principal, alzó la vista hacia atrás. Y entonces lo vio todo.
El mundo deshaciéndose.

La onda seguía expandiéndose, arrasando el océano. Galeones enteros se partían como juguetes, sus mástiles saltaban por los aires, sus tripulaciones gritaban antes de hundirse en las fauces abiertas del mar. Porque el mar ya no estaba: se había partido en dos. El agua había desaparecido, dejando un boquete interminable en mitad del océano, tan grande que la mente no alcanzaba a medirlo. Rocas oscuras, arrecifes partidos y grietas que bajaban hasta las entrañas de la tierra. Un vacío en el mundo. Un abismo imposible.

El hindu tragó saliva, los ojos abiertos como platos. Había más, aún no era todo.
La onda llegó hasta la costa cercana. Desde allí, pudo ver cómo levantaba la playa entera, arrancando la arena como si fuera polvo. Rocas enormes se desgajaban de los acantilados y caían al mar seco. Árboles enteros eran arrancados de raíz, sus troncos retorciéndose como simples ramas. Los animales huían despavoridos: aves cayendo del cielo con las alas partidas, monos saltando desesperados de rama en rama antes de ser tragados, incluso los peces que habían quedado atrapados en el vacío del mar se agitaban en vano antes de ser triturados por el rugido.

El mundo se rompía. Y ellos, huían sobre la espuma como si fueran proyectiles de un dios arquero. El Perro mordió el aire, sintiendo el salitre y la sangre mezclados en su boca, y gritó con todas sus fuerzas:
  • ¡¡¡Seguid riendo, malditos, que hoy le hemos escupido en la cara a la mismísima muerte!!!
Y Grace rugió de vuelta, su risa mezclada con el rugido del viento, mientras el océano se quebraba detrás de ellos.

Detrás, la muerte rugía en el horizonte: el mar partido en dos, los restos de la ciudad flotante tragados por un abismo imposible, los galeones enemigos desintegrados por la onda. Pero poco a poco, aquello fue quedando atrás. El estruendo se volvió un eco lejano, las carcajadas del Perro se mezclaron con los gritos de júbilo de los hombres, y el aire, antes violento y afilado como cuchillas, empezó a calmarse.

El casco del Red Viper descendió poco a poco, hasta que la quilla volvió a acariciar el mar. Las olas recobraban su ritmo, y con ellas, los hombres su aliento. Nadie hablaba: los pechos subían y bajaban con jadeos, los ojos desorbitados buscaban aún al enemigo, como si la muerte pudiera regresar en cualquier momento.

Entonces, el sonido de los mosquetes resonó en el navío del Perro. Ejecuciones.
Los soldados de Hong Long que habían sobrevivido a lo imposible estaban acorralados. Sin piedad, uno tras otro, fueron abatidos. Desde el timón, Grace lo observó todo. No pensó en justicia, ni en perdón. Con un solo gesto de su mano ordenó la muerte.

Los cadáveres fueron lanzados al mar, sus cuerpos convertidos en ofrenda a las bestias del océano. Si en vida habían escogido el camino equivocado, al menos en la muerte servirían de algo. Carne miserable transformada en alimento para los peces. Macfarlane subió rápido al puesto de mando, aún con los puñales en las manos y el cuerpo empapado en sangre. Se detuvo frente a ella. No hizo falta hablar demasiado: en sus ojos estaba escrito lo mismo que en los de Grace. Habían sobrevivido a un milagro.

La risa de Bishnu aún flotaba en el aire, invisible pero presente, empujando las velas hacia el horizonte.
  • Siento que no pudierais luchar, capitana - dijo Macfarlane con una sonrisa torcida - Sé cuánto deseabais matar a esos batardos.
Grace giró la cabeza hacia la costa africana, difusa en la distancia, como un espejismo. Abrió la boca para responder, pero un lamento desgarrador desde cubierta le heló la sangre. Dejó el timón al instante. El escocés lo agarró al vuelo y ella bajó corriendo, apartando con los hombros a los hombres que cargaban cuerpos de compañeros caídos. La sangre, los gritos, los lamentos le abrieron paso hasta el centro de la cubierta. Y entonces lo vio. Mordisquitos.

Su cabeza separada del cuerpo enorme, atravesado por decenas de lanzas, tendido sobre un charco de sangre. Inmóvil. Gigante incluso en la muerte. A su alrededor, el círculo de sus hermanos lo velaba en silencio. Cortés con la cabeza baja, Aibori mordiéndose los labios hasta sangrar, Vihaan y Bhagirath se abrazaban con las manos manchadas, Yrsa sujetando el martillo como si quisiera golpear al destino mismo. Bum-Bum, con el rostro tiznado y los ojos húmedos, temblaba sin comprender del todo la magnitud de aquella pérdida. Las gemelas, Akuma y Shinrei, guardaban silencio, fieras, pero abatidas.

Grace cayó de rodillas frente al gigante, sus manos acariciaron su cuerpo con la ternura que solo se reserva a la familia. El contraste era brutal: la piel áspera, la sangre seca, la muerte innegable. Alzó los ojos, y allí estaba Yara, arrodillada frente a ella. La yoruba sangraba por todas partes, temblaba de dolor y furia, pero su mirada estaba fija, clavada en Grace. Llenos de lágrimas, sus ojos eran el espejo de un grito ahogado que ya no necesitaba voz para sentirse.

De repente, sin anunciar palabra, sacó un frasco entre los pliegues de su ropa y lo abrió con manos temblorosas. Las semillas cayeron como un polvo oscuro sobre la madera. En el silencio que siguió, sus llantos sonaron demasiado fuertes. Su intención fue clara: llevaba las semillas a la boca para tragárselas. Grace no reaccionó a tiempo. Pero las dos Akuma no dudaron: se lanzaron sobre ella como sombras, tirando del cuerpo de la yoruba, arrancándole el frasco de las manos.
  • ¡Dejadmee! - gritó Yara, su voz rota por la sangre y la furia - ¡Soltadmeeee!
Forcejeó con tal salvajismo que por un instante pareció que rompería cualquier abrazo que la contuviera. El frasco volcó; las semillas de Datura rodaron y rebotaron entre tablones, hasta perderse entre la sangre y las astillas. Yara buscó su cuchillo con los dedos, arañando la madera, buscando la hoja con una velocidad animal; quería hacerse daño, repetir el rito, morir si eso traía de vuelta desde el otro lado al hombre que amaba.

Akuma, con los ojos empapados en lágrimas, apretó aun más la presa. Shinrei la sostuvo con la fuerza de quien ha sido entrenada para no fallar. La cubana mordía, arañaba, escupía sangre; su lucha era un vendaval de uñas y dientes contra la compasión ajena.
  • ¡Quiere volver a hacer el ritual, capitana! - jadeó Shinrei, la voz partida - ¡Debemos detenerla!
Grace por fin comprendió. No gracias a las palabras, sino a la urgencia en cada gesto, a la mirada desesperada de quienes la contenían. Uno a uno, se acercaron; manos rugosas se clavaron en sus brazos, pechos se interpusieron en el camino de su cuerpo. La fuerza de la yoruba era titánica, un huracán de rabia que quería romper ataduras humanas, pero al fin fue reducida por un cerco de carne y voluntad.

Se rindió convulsamente. Gruñó, lloró, golpeó el aire con los puños. Pero entonces, alzó la vista y vio a Bum-Bum. El niño la miraba con los ojos abiertos, con esa inmensa inocencia que no entiende razones, solo siente. No había reproche en su mirada; sólo un espejo: ella misma reflejada en un rostro que todavía no conocía el odio.

Algo en Yara se partió. Los gritos se hicieron sollozos; la rabia perdió su filo y se volvió dolor. Recordó la visión: la promesa del dios, la sentencia que le dijo que hallaría la paz, y que en ese tránsito perdería las ganas de vivir. Lo comprendió todo de golpe: muerte y liberación eran la misma cara de la moneda que ella había estado dispuesta a abrazar. Pero allí, entre los brazos de su familia, la libertad cobraba otro sentido.

Se dejó caer. No peleó más.
Los cuerpos que la sujetaban se aflojaron en un suspiro colectivo; dejaron que su pecho se rompiera en sollozos, que sus manos temblaran, que la temible mujer que había buscado la muerte volviese, por esta vez, a necesitar que la sostuvieran. Akuma recostó la frente contra su hombro, Shinrei le rodeó la cintura con brazos que aún temblaban. Bum-Bum no apartó la mirada; Yrsa soltó el martillo y dejó que cayera, inmóvil sobre la madera. Grace, arrodillada, posó la mano en la nuca de Yara con una caricia que valía más que cualquier juramento.

El frasco vacío yacía entre ellos, olvidado. Las semillas dispersas flotaban en cubierta, insignificantes ante la nueva decisión que aquella mujer había tomado: vivir con el precio del dolor. Así fue. Desestimó morir y no conocer jamás otra cosa.

El día soleado recogió su aliento sobre el Red Viper. Y la tripulación, rota y exhausta, se hizo pequeña alrededor de la mujer que había querido irse. Nadie habló; el murmullo fue una plegaria sin palabras. Nadie administró consuelo con frases hechas. Se contentaron con estar allí: con tocarla, con sostenerla, con no dejarla sola.

Yara dejó que la sostuvieran. Cerró los ojos y, por primera vez, respiró sin buscar puñal ni sacrificio. El dolor quemaba en las entrañas, sí. Pero las caricias de sus hermanos la acompañaron.

Continuará…
 
Carlos, se cargo a Mordisquitos, que hacemos? Yara se quedo sin su compañero.
Ron_Artest, una cosa es que no tengamos capítulos de sexo y otra muy distinta que se lo quites a Yara :ROFLMAO: :ROFLMAO: :ROFLMAO: :ROFLMAO:
El capitulo fantástico, Bum Bum es un demonio en miniatura, joder con el crio las que monta :ROFLMAO::ROFLMAO:.
Mordisquitos entrego su vida para salvar a la mujer que amaba. :cry:
 
Carlos, se cargo a Mordisquitos, que hacemos? Yara se quedo sin su compañero.
Ron_Artest, una cosa es que no tengamos capítulos de sexo y otra muy distinta que se lo quites a Yara :ROFLMAO: :ROFLMAO: :ROFLMAO: :ROFLMAO:
El capitulo fantástico, Bum Bum es un demonio en miniatura, joder con el crio las que monta :ROFLMAO::ROFLMAO:.
Mordisquitos entrego su vida para salvar a la mujer que amaba. :cry:
Me ha dado mucha pena, la verdad.
Al principio me caía mal porque pensaba que podía hacer peligrar la relación entre Vihaan y Grace, pero poco a poco le he cogido cariño.
Entiendo la reacción de Yara porque estaba enamorada de él, pero al menos se va como lo que es, un valiente que será recordado como las leyendas.
Y las leyendas nunca mueren.
 
Última edición:
Carlos, se cargo a Mordisquitos, que hacemos? Yara se quedo sin su compañero.
Ron_Artest, una cosa es que no tengamos capítulos de sexo y otra muy distinta que se lo quites a Yara :ROFLMAO: :ROFLMAO: :ROFLMAO: :ROFLMAO:
El capitulo fantástico, Bum Bum es un demonio en miniatura, joder con el crio las que monta :ROFLMAO::ROFLMAO:.
Mordisquitos entrego su vida para salvar a la mujer que amaba. :cry:
Jajajaja que grande! Aquí o follamos todos o la puta al río jajajaja
 
Me ha dado mucha pena, la verdad.
Al principio me caía mal porque pensaba que podía hacer peligrar la relación entre Vihaan y Grave, pero poco a poco le he cogido cariño.
Entiendo la reacción de Yara porque estaba enamorada de él, pero al menos se va como lo que es, un valiente que será recordado como las leyendas.
Y las leyendas nunca mueren.
Como dijo el general Maximo Decimo Meridio: "Hermanos, lo que hacemos en la vida... tiene su eco en la eternidad"
Que descanse el paz el gigante. Murió como lo que era, un guerrero. Y en su tierra!
 
Capítulo 46 - La partida hacía el nuevo mundo: los vivos y los muertos

Dicen los marineros que después de la tormenta llega la calma.
Los piratas, en cambio, saben que después de la tormenta llega otra más fuerte e indomable: el ron y la alegría desatada.

El rumbo estaba marcado, y lo seguían sin dudar. Muchos celebraban seguir con vida, alzando botellas y canciones rotas, pero otros, los más golpeados por la pérdida, ahogaban las penas en alcohol.

La noche se presentó solemne y silenciosa, como si el cielo mismo guardara luto por los muertos tendidos sobre cubierta. Las heridas mortales de los cuerpos fueron lavadas con agua salada, las lanzas arrancadas del gigante Mordisquitos, y uno a uno, todos recibieron el respeto que se merecían. Entre lágrimas y tragos de ron, los hombres se inclinaban sobre sus hermanos caídos, acariciando frentes frías, murmurando nombres que el mar ya jamás escucharía.
  • Capitana… - susurró Bhagirath a su lado - Sé que es duro decirlo, pero debemos pensar qué hacer con los muertos. No podemos dejarlos demasiado tiempo…
Grace no levantó la mirada. Tenía la voz rota, casi sin fuerzas para enfadarse:
  • ¡No voy a lanzarlos al mar! - respondió - Se merecen ser enterrados.
Bhagirath, respetuoso no dijo nada, tan solo recorrió el horizonte con la vista. No había nada, sólo un desierto interminable de olas negras y espuma blanca. ¿Dónde enterrar a sus hermanos si no había tierra?

Siguieron navegando en completa calma. La brisa nocturna era agradable y los cantos de la tripulación, aunque tristes, alimentaban el alma. Grace seguía dandole vueltas a lo que habían dejado atrás. A los muertos, a los africanos, a su tierra. Tan solo salir del corazón del mundo se habían propuesto luchar para liberar a los oprimidos, esa era su intención. Llegar y hacer lo que mejor sabían hacer, desatar el caos. Pero en vez de eso, se había reencontrado con Diego y al recordarlo, inmediatamente, una sonrisa le atravesó el rostro.

Aunque le resultase duro dejar su propósito atrás, estaba claro que las otras dos partes de la alianza tenían razón. Debían seguir con el rumbo que marcara la brújula, pasara lo que pasara. Entonces apareció Halcón, arrastrando los pies, con una botella en la mano y el aliento cargado de ron.
  • Capitana… - balbuceó, pero esta vez con un extraño brillo sobrio en los ojos - He visto un pequeño islote, a estribor.
Grace alzó la cabeza, expectante.
  • ¿Está lejos? - preguntó.
  • No demasiado… - respondió el vigía con un leve gesto.
  • Avisa al Perro. - ordenó Grace - Amarraremos y nos despediremos de los caídos como Dios manda.
Halcón asintió con gravedad. Subió la escala de gato hasta la cofa, donde el aire frío de la noche soplaba más fuerte. Allí, desde lo alto del palo mayor, sacó de un cofre un farol con espejo de cobre pulido y una cubierta corredera. Era el farol de bengala, un aparato viejo y confiable, diseñado para enviar destellos de luz en código.

Con la destreza de quien ya lo había hecho mil veces, Halcón corrió la tapa, dejando escapar pulsos de luz que atravesaron la negrura. El espejo amplificaba cada destello y lo proyectaba como un latido de fuego blanco hacia la distancia, donde la vigía del Madra Ifrinn aguardaba.
Tres destellos cortos, dos largos, uno corto más: la señal convenida.

Del otro barco, una respuesta idéntica parpadeó en la oscuridad. Sin ruido, sin voces, sin tambores. Los hombres del Perro ya lo habían comprendido.

Como si se tratara de un baile silencioso entre sombras, el Madra Ifrinn viró lentamente, siguiendo la estela del Red Viper. Los dos navíos navegaron uno junto al otro bajo el manto negro de la noche, con las velas hinchadas por la brisa y el silencio de los caídos pesando sobre cubierta.

El mar los guió hasta el islote con una calma extraña, como si incluso las olas supieran que llevaban muertos a bordo. A lo lejos, apenas una mancha oscura fue creciendo en el horizonte, un trozo de tierra perdido en medio de la inmensidad oceánica. Cuando lo alcanzaron, la luna iluminó su contorno: una costa baja, con arena gris y áspera como ceniza, rodeada de rocas negras que emergían como colmillos de un animal dormido.

No había palmeras ni signos de vida. Solo una arboleda retorcida en el centro, árboles secos que parecían huesos clavados en la tierra. El silencio era absoluto, roto únicamente por el golpe del oleaje contra las rocas.

El Red Viper lanzó anclas con un rechinar metálico, y el Madra Ifrinn lo imitó unos metros más allá. Las barcazas fueron bajadas al agua y, en procesión, los hombres comenzaron a trasladar los cuerpos envueltos en telas, uno a uno, como si cada hermano caído pesara el doble por la pena. Nadie habló durante la travesía hacia la orilla. Sólo el ronco chapoteo de los remos, y algún sollozo ahogado en la garganta de los más jóvenes.

La playa recibió a los piratas como un altar sombrío. Allí cavaron con lo que tenían a mano: palas, espadas, incluso las propias manos desnudas desgarrando la arena húmeda. MacFarlane dirigía a los hombres, ordenando fosas alineadas, como si los caídos fueran soldados de un ejército olvidado. Antorchas encendidas iluminaron el islote, el fuego parpadeando entre sombras, creando la ilusión de que los árboles muertos se movían con cada ráfaga de viento.

Grace bajó la última, caminando entre sus hombres con el rostro endurecido por la pena. La brisa agitaba sus cabellos rojizos, y aunque mantenía la cabeza erguida, sus ojos cargaban un peso insoportable. Buscó con la mirada entre la multitud, entre los marineros que sudaban cavando y los que rezaban en silencio frente a los cuerpos envueltos. Buscó a Yara. Pero no estaba.

El corazón de la capitana se encogió. Recorrió cada rincón con la mirada: la playa, los botes vacíos, la línea de árboles secos. Nada. Yara había desaparecido. Un escalofrío recorrió su espalda. En el momento más solemne, en el umbral entre la vida y la muerte, la ausencia de la yoruba pesaba como una condena.

Notó una mano entrelazarse con la suya. Antes de girar la vista, ya sabía quién era. Vihaan y Grace se miraron en la oscuridad, sin necesidad de palabras. Ella se acercó a él y apoyó su cabeza sobre su hombro, contemplando a los marineros cavar en silencio. Vihaan la rodeó con un brazo y le dejó un beso lleno de amor en el pelo enredado.

La sonrisa de Grace se quebró entonces, sintiendo una punzada en el estómago. Vihaan lo notó y colocó su mano suavemente sobre su vientre.
  • ¿Has sentido una patada? - dijo ilusionado.
  • ¡No, idiota! - rió ella con cariño - Aún es demasiado pronto para eso.
El viento movió sus cabellos mientras padre y madre se contemplaban en silencio.
  • Creo que ese niño va a ser revoltoso como su madre.
  • ¡Bishnu! - exclamaron a la vez Grace y Vihaan al verlo.
El anciano, sujeto a su bastón, los observaba con dulzura. Una sonrisa sincera atravesaba su rostro.
  • Lo que hiciste en la costa… - dijo Grace - Gracias… solo puedo darte las gracias por salvarnos la vida.
  • No me las debéis a mí, joven capitana - respondió Bishnu- Como os dije, no soy yo quien controla el viento… nadie puede hacerlo realmente.
Grace asintió, sonriendo mientras acariciaba la mano de Vihaan. Bishnu observaba los preparativos a su alrededor.
  • Sigue encerrada, ¿verdad? - preguntó de repente.
  • ¿Quién? - respondió Grace.
  • La señorita Yara…
  • ¿Dónde está, anciano? ¿La has visto?
  • Sí… está en su cabina. Intenté conversar con ella, pero se niega a hablar con nadie.
Grace no dijo nada. Se deshizo del abrazo de Vihaan y salió corriendo hacia el Red Viper.
  • Oye anciano… - Vihaan se acercó más a él - Dijiste que el niño iba a ser revoltoso…
  • Así es… - sonrió Bishnu.
  • ¿Va a ser varón entonces? - preguntó Vihaan con los ojos abiertos.
Bishnu soltó una carcajada contenida, sin faltar al respeto de los caídos.
  • No soy vidente joven… será lo que tenga que ser…
  • ¿Tiempo al tiempo verdad? - sonrío Vihaan.
  • Así es joven… así es.
Grace subió al Red Viper casi sin sentir el suelo bajo sus botas. La sangre le golpeaba en las sienes, un tambor constante que no hacía más que crecer con cada paso. El murmullo del islote quedaba atrás: los hombres cavando, las antorchas crepitando, los rezos apagados. Todo se fue volviendo un eco lejano. El navío estaba en silencio, demasiado calmado. El sonido de la madera crujiendo bajo sus pies era lo único que acompañaba su carrera hasta la escotilla. Empujó la puerta con fuerza, bajó los peldaños de dos en dos.

El aire en la cubierta inferior olía a humedad, sal y pólvora vieja. Pasó frente a camarotes cerrados, escuchando el mar golpear suavemente contra los costados del barco. El pasillo estaba apenas iluminado por lámparas de aceite que proyectaban sombras largas y espectrales.

Al llegar a la puerta de Yara, Grace se detuvo. La respiración le temblaba en los labios, y un nudo se le formó en la garganta. Alzó la mano, dudó un instante, y luego golpeó suavemente con los nudillos.

No hubo respuesta.
Golpeó otra vez, más fuerte.
  • Yara… soy yo. Ábreme.
El silencio se alargó. El corazón de Grace martillaba, como si supiera que tras esa puerta se escondía un dolor que ni mil batallas podrían vencer.
Por fin, una voz, ahogada y ronca, respondió desde dentro:
  • Vete…
Grace cerró los ojos, apoyando la frente en la madera. Su mano resbaló por la puerta como si quisiera atravesarla, como si pudiera sostener a su hermana del alma sin necesidad de abrirla.
  • No me iré - susurró con firmeza, aunque la voz se le quebraba - Sabes que no puedo…
La puerta seguía cerrada, pero al otro lado se escuchó un gemido contenido.
Grace apretó los dientes, la rabia y la impotencia mezclándose en su pecho. Si la yoruba no quería hablar con nadie, ella encontraría la manera de derribar esos muros, aunque le llevara toda la noche.

Y así, decidió esperar. Se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la madera fría de la puerta de la cabina. Entre sus manos jugaba con la brújula, girándola una y otra vez mientras escuchaba los sollozos de Yara al otro lado. Cada suspiro, cada gemido le llegaba como un cuchillo al corazón. Cerró los ojos un instante y recordó un momento lejano, cuando eran pequeñas. Cuando la vida parecía más sencilla y sus risas llenaban los días grises de los bajos fondos de Bristol. Una sonrisa le ilumino el rostro.
  • ¿Te acuerdas de Perrito?
  • ¡Déjame en paz! - respondió Yara con la voz quebrada, entre llantos.
Grace siguió contando la historia, esbozando aquella sonrisa triste.
  • Me acuerdo como si fuera ayer, cuando lo encontramos en la calle, tan flaco y sucio, pobrecito. Te acuerdas como dormía entre nosotras y se rascaba la oreja con la pata hasta que alguna de las dos le daba golpecitos para que dejara de molestar. - Grace rió entre lágrimas - Cuando le enseñamos a robar peces en el mercado… ¡y luego no quería compartirlos con nadie! Siempre escondía los más grandes bajo su manta, el canalla… y cuando nos acercábamos, nos miraba con esos ojitos y la cola moviéndose como un pequeño torbellino. Era travieso, orgulloso… pero era uno más de la familia.
El recuerdo se volvió más vívido, y Grace siguió.
  • Recuerdo aquella vez, cuando lo llevábamos en los bolsillos de nuestras chaquetas y casi lo perdemos en la plaza del mercado. ¡Gritaba y corría detrás de nosotras como si fuéramos las malas del cuento! - Un sollozo escapó entre sus palabras - Lo cuidábamos, lo alimentábamos, lo amábamos… era nuestro compañero inseparable. Nunca nos dejaba solas.
El silencio del otro lado de la puerta era absoluto. Grace tragó saliva, y sus lágrimas empezaron a deslizarse.
  • Hasta que…aquel día… no volvió - susurró, con la voz temblorosa - Jamás lo volvimos a ver. Recuerdo cómo lloraste… y cómo lloré yo… Y entonces tú… ¿te acuerdas lo que me dijiste aquel día?
Los sollozos seguían al otro lado de la puerta, sin respuesta. Grace respiró hondo y volvió a preguntar, llorando igual que su hermana.
  • ¿Te acuerdas, Yara?
De repente la puerta se abrió de golpe. Grace cayó contra el suelo y se levantó rápidamente. Frente a ella estaba su amiga, con los ojos rojos, las lágrimas brotando, los puños apretados.
  • ¿Te acuerdas, hermana? - volvió a preguntar Grace, entre sollozos - ¿Te acuerdas de lo que me prometiste?
Antes de que Grace pudiera seguir, Yara se lanzó contra ella. Se abrazaron con fuerza, un abrazo que contenía toda la rabia, todo el dolor, toda la amistad y el amor que ninguna de las dos había podido olvidar. Se aferraron la una a la otra, temblando, llorando, como si ese abrazo fuera el único consuelo posible.

Entre lágrimas, Grace susurró suavemente.
  • ¿Es cierto lo que me dijiste, Yara? Que nunca nos separaríamos, ni aunque Perrito se hubiera ido…
Yara, con la voz rota pero firme, respondió:
  • Nunca, Grace. Ni aunque el mundo entero desaparezca… siempre estaremos juntas.
Y en ese abrazo, entre sollozos y el eco de la noche, las dos amigas no se sintieron enteras, pues estaban rotas por dentro. Pero incluso así, cuando las ganas de vivir desaparecieron y la amargura atravesó sus alma, seguían sosteniéndose mutuamente mientras la oscuridad las envolvía y el dolor las desgarraba por dentro.

La noche se había adueñado del islote. La oscuridad parecía abrazar la arena húmeda y fría, interrumpida solo por el brillo titilante de las antorchas que rodeaban los cuerpos de los caídos.

Sus formas yacían alineadas, envueltas en la solemnidad del silencio, mientras el viento arrastraba las llamas que se alzaban y danzaban con fuerza sobre la playa. Un grupo de hombres se colocó junto a las tumbas, cargando gaitas sobre sus hombros. Al soplar en ellas, un lamento surgió de las cañas, un sonido áspero y libre que recorría el viento, escalando sobre las olas y rozando las rocas del islote. Las notas parecían llantos y oraciones a la vez, corriendo con furia y dulzura, envolviendo a cada hombre y mujer presente en un instante de silencio absoluto y respeto. Nadie hablaba; todos contenían la respiración mientras escuchaban la despedida de los que habían dado todo.

Briede, todavía pequeño, agarró con fuerza la mano de su madre. Sus ojos redondos observaban maravillado la ceremonia, fascinado por la mezcla de fuerza y dolor, de respeto y amor. A su lado, Aibori mantenía su espada clavada en la arena en señal de respeto, su mirada fija en los cuerpos de los caídos. El niño levantó la cabeza y, con inocente curiosidad, miró a su madre, que observaba el homenaje con orgullo y tristeza a la vez, consciente del honor que rodeaba aquel momento.
  • ¿Qué están haciendo, madre? - preguntó Briede con voz temblorosa.
Aibori, sin apartar la vista de los muertos, no supo qué responder. Sin embargo, comprendía, de alguna manera, que en aquellas notas había algo más que música: había historia, memoria y justicia.

Macfarlane, agachándose hasta quedar a la altura del niño, lo miró un instante a los ojos con solemnidad y le dijo, sin apartar la vista del funeral.
  • Se despiden a su manera… tocan acordes prohibidos con gaitas prohibidas.
Briede giró su rostro hacia él, absorbiendo cada palabra y cada gesto. Observó el rostro del escocés, marcado por cicatrices y firme como la roca más dura, una figura que parecía capaz de sostener los recuerdos, de no olvidar jamás. Los ojos de Macfarlane brillaban con un orgullo silencioso, reverenciando a los compatriotas caídos, hombres que habían sobrevivido a horrores inimaginables y que ahora eran recordados con honor.
  • La historía se repite, hijo. Esos hombres… vivieron esto… cuando mataron a sus padres - susurró Macfarlane, y la voz parecía atravesar el aire, cargada de peso y respeto - Y ahora despiden a sus hermanos… de la misma manera.
Clavó su mirada en el niño. Briede bajó lentamente los ojos hasta los puñales del escocés. Tomó uno de su cinto y lo contempló, reluciendo bajo la luz vacilante de la luna y las antorchas. Comprendió que aquel objeto representaba un destino de lucha y protección, un legado que debía aprender a llevar. Lo sujetó con firmeza, como si aceptara que su camino se forjaría siguiendo los pasos de aquellos valientes hombres.

El escocés lo observó unos instantes, lleno de un orgullo indomable, y amablemente retiró el puñal de las manos del niño.
  • Primero… aprende a usar esto - sonrió, golpeando suavemente la frente de Briede con el dedo - y después te enseñaré a usar… esto.
Blandió el puñal frente al niño, dejando que la luz del fuego se reflejara en su hoja. Briede no entendía aún del todo, pero percibía la fuerza, la voluntad y el poder que había en aquellos hombres. Un instante de conexión, silenciosa pero profunda, donde la tradición, el honor y el futuro se entrelazaban sobre la arena iluminada por el brillo de las llamas y el sonido de las gaitas que seguían llorando por los que se habían ido.

Yara permanecía inmóvil frente a la tumba donde descansaba el hombre que amaba. En sus brazos sostenía a Bum-Bum, que lloraba en silencio, sin entender del todo, pero sintiendo como el corazón de todos se partía en aquel instante. Cada nota de las gaitas prohibidas se perdía en el viento, atravesando su pecho como puñales de dolor y memoria.

A su alrededor, sentía el calor de los suyos: compañeros de batalla, amigos y familia elegida, que la acompañaban en cada instante, en las alegrías y en las penas, en las victorias y las derrotas, en las bienvenidas y en las despedidas. El peso de la ausencia era insoportable, y por un momento su cuerpo se dejó caer, dejando que las lágrimas fluyeran libres sobre su rostro.

Entonces, una mano suave alzó su barbilla. Yara levantó la vista y vio a Grace a su lado. No hizo falta hablar; no había palabras que pudieran aliviar aquel dolor. Solo un gesto, una presencia firme, un apoyo silencioso; que le recordaba que incluso en ese momento, debía sentirse orgullosa. Tragándose el dolor, volvió a erguirse, con la mirada fija en la tumba, y en la memoria de aquel guerrero que jamás debía ser olvidado.

Apretó con fuerza a Bum-Bum contra su pecho, como si pudiera protegerlo de todo, incluso de la propia muerte. Aunque el niño no había salido de su vientre, ella lo sentía suyo, un hijo nacido de un lazo de amor y esperanza. En silencio, se despidió de su esposo, que aunque nadie los hubiera casado formalmente, siempre sería suyo, en el recuerdo y en el corazón.

De su cuello colgaba ahora un nuevo collar. Muy sencillo: un hilo que atravesaba un diente plateado, brillante bajo la luz de las antorchas, un símbolo del guerrero que había partido y que ahora, finalmente, había conseguido su libertad. Yara cerró los ojos un instante, respirando hondo, sintiendo en aquel pequeño objeto toda la fuerza, la memoria y el amor que habían compartido, como un lazo eterno que ni la muerte podía romper.

La noche se hizo ritual, y la pena se convirtió en memoria. Aunque jamás los volvieran a ver, aunque jamás volvieran a oír sus voces y a sentir su furia en el combate, todos sabían que no se despedían del todo. De algún modo seguirían vivos, y los que aún permanecían en pie honrarían a los que partieron, luchando hasta no poder más, libres y puros como la brisa y el mar.

Mientras la música arrastraba promesas de libertad, el destino los llamaba hacia nuevas aventuras. Todos partían de algún modo, algunos hacia el fin y otros hacia el nuevo mundo.

El nuevo mundo se alzaba ante ellos como un lienzo de promesas y terrores. Para los ojos de alguien nacido en el viejo continente, eran tierras envueltas en mitos y rumores, donde los ríos parecían correr hacia el cielo y los bosques escondían secretos que desafiaban la razón.
Se contaban historias en todas las tabernas, desde Lisboa a Ámsterdam, hablaban de islas donde el oro caía del cielo, de criaturas imposibles que acechaban en selvas interminables y de tribus que podían comunicarse con espíritus y demonios.

Algunos contaban historias de ríos que ardían al amanecer, de montañas que respiraban y de animales con ojos que veían el alma. Otros relataban las hazañas de conquistadores y corsarios, desaparecidos sin dejar rastro, tragados por la selva o por el océano, dejando tras de sí mapas incompletos y cofres llenos de tesoros.

Para quienes habían sobrevivido a la tormenta y a la muerte, las Américas eran tanto un refugio como una amenaza. Un lugar donde los hombres podían rehacerse, reconstruir su destino o perderlo para siempre. Las ciudades flotantes y los galeones enemigos quedaban atrás, y frente a ellos se extendía un horizonte donde la libertad podía ser conquistada con sangre y coraje.

Grace contemplaba en sus pensamientos la costa que se acercaba, iluminada por la luz de la luna reflejada en un mar tranquilo después del caos, y podía imaginarse las leyendas que contarían sus hijos, o los marineros en las tabernas lejanas: historias de capitanes que desafiaron al mundo, de guerras imposibles y de milagros que solo un niño mago y un viento amigo podían haber provocado.

El nuevo mundo no era seguro, ni sencillo, pero brillaba con la promesa de un futuro que solo ellos, los valientes y los locos, podían forjar. Y mientras el Red Viper y el Madra Ifrinn surcaban esas aguas desconocidas, todos sentían, con cada golpe del mar y cada ráfaga de viento, que la verdadera aventura apenas comenzaba.

Los dos navíos avanzaban, el horizonte interminable como un lienzo de posibilidades y peligros. Cada día en alta mar era una batalla silenciosa: las olas golpeaban los costados, el sol los castigaba y la sal quemaba la piel. Cada isla que aparecía como un espejismo traía un rayo de esperanza: agua fresca, un lugar donde descansar, pescar o recolectar frutas. Cada animal cazado, una tortuga, un pez enorme, un par de aves que se acercaban demasiado a cubierta, se convertía en un banquete que les otorgaba un día más de vida, un día más para contar su historia.

Durante las largas horas de rutina, la tripulación encontraba maneras de desafiar la monotonía. A Cortés, por ejemplo, le encantaba sentarse en cubierta, compartiendo historias de leyendas del mar con quienes quisieran escuchar. Hablaba del Rey Pirata, Henry Every, el hombre que había escapado con un tesoro imposible de medir, cuyos saqueos por las costas de África y la India habían inspirado tanto temor como admiración. Cada relato estaba lleno de nombres y hazañas que se repetían y se transformaban en moralejas: la audacia de Every, su ingenio para escapar de las flotas imperiales, y cómo la leyenda crecía con cada taberna que la contaba.

Macfarlane, siempre incansable, decidió que era hora de preparar a los más jóvenes. Briede y Bum-Bum se convirtieron en sus aprendices, entrenando desde la mañana hasta el atardecer. Espadas, puñales, movimientos de evasión y defensa; cada golpe que lanzaban estaba acompañado de instrucciones precisas. Pero Aibori, divertida y exigente, no dejaba que se conformaran con las técnicas básicas. Les enseñó los movimientos de las amazonas: cómo esquivar y atacar al mismo tiempo, cómo usar la fuerza del enemigo en su contra, cómo moverse con agilidad y precisión. Las carcajadas de los niños se mezclaban con los gritos de instrucción, creando un ritmo que se volvía casi música en cubierta.

Mientras la vida continuaba en alta mar, Vihaan y Grace encontraban momentos para sí mismos, alejados de la violencia y el peligro, preparándose para el mayor reto de sus vidas. Entre los preparativos del navío y la rutina de la travesía, se apoyaban el uno al otro, enseñándose y aprendiendo juntos cómo cuidar de su hijo que estaba por llegar, cómo leer sus necesidades y cómo ofrecer protección y ternura. Grace le mostraba a Vihaan cómo sostener con firmeza a Briede cuando dormía, o cómo tranquilizar a Bum-Bum en medio de una tormenta. Vihaan, con paciencia y delicadeza, le enseñaba a Grace a confiar en su instinto, a escuchar el llanto y la respiración de los niños, a anticipar sus movimientos.

Y en medio de la monotonía de los días, entre el sonido del oleaje y el crujir de los mástiles, entre las historias de piratas y la enseñanza de la lucha, el amor de Grace y Vihaan crecía silencioso, profundo y fuerte. Era un amor forjado en la tormenta, en la guerra y en la necesidad, pero también en la ternura compartida, en el cuidado mutuo, en la promesa silenciosa de que, pasara lo que pasara, estarían juntos, enfrentando cada desafío y criando a su hijo en un mundo que era al mismo tiempo hermoso y peligroso.

El mar podía ser cruel, los enemigos podían acechar y la muerte podía aparecer en cualquier momento, pero mientras respiraran, mientras lucharan y enseñaran a los jóvenes a sobrevivir, había esperanza. Cada isla, cada rayo de sol, cada ola y cada estrella en el cielo nocturno se convertían en testigos de esa esperanza, de esa nueva vida que ellos construían en alta mar.

Una tarde, especialmente calurosa. Cortés se apoyó en la baranda del Red Viper, mientras el sol comenzaba a teñir el horizonte de un dorado intenso. Su voz, profunda y llena de entusiasmo, rompía la monotonía del oleaje.
  • Dicen que Edward Teach, más conocido como Barbanegra, no murió del todo aquel día que lo atraparon en Ocracoke - su mirada brillaba con ese fuego de cuenta cuentos que atrapaba a cualquiera - Algunos afirman que su espíritu sigue navegando los mares, que su barco fantasma aparece en noches de tormenta, y que su grito puede helar la sangre de los hombres que lo desafían. Otros dicen que sus tesoros siguen enterrados, protegidos por maldiciones y monstruos marinos…
Aibori, a su lado, se tapó la boca para contener la risa. Aquella mezcla de terror y exageración, la forma en que Cortés dramatizaba cada detalle, le parecía deliciosa.
  • El Caribe - continuó Cortés, alzando un brazo para abarcar el horizonte que lentamente empezaba a cambiar- es el verdadero reino de los piratas. Islas como Tortuga, por ejemplo, gobernadas por hombres que solo responden a su propio código. Allí, los piratas saquean, beben ron como si no hubiera mañana, celebran banquetes con mujeres hermosas y gastan sus tesoros en fiestas que duran semanas. Cada barco que llega trae historias de fortuna, traición y muerte… y aún así, todos siguen surcando sus aguas, porque el miedo no puede atrapar a quienes nacieron libres en el mar.
Grace sonrió, con el viento en la cara y el timón firme entre sus manos. Escuchaba, imaginando los muelles abarrotados de barcos, los tablones de madera crujir bajo pies que corrían de fiesta en fiesta, el humo de los cañones de aviso de que la diversión había terminado y la pelea empezaba.

De repente, la voz de Halcón retumbó desde la cofa.
  • ¡Capitanaaaaaaaa!
Grace cerró los ojos un instante, conteniendo el aliento, deseando que esas palabras fueran ciertas. Habían salido del Congo hacía semanas; la travesía había sido larga, agotadora y peligrosa, con tormentas y días interminables de mar abierto. Por fin, después de tanto tiempo, rogaba escucharlo, dos simples palabras.
  • ¡Tierraaaaa a la vistaaaaaa!
Grace alzó la vista, pero no vio nada. Quizás fuera solo un espejismo del vigía. Necesitado igual que todos los presentes de ver tierra firme. No recordó que Halcón podía ver cualquier cosa, antes que nadie.
  • ¡Tierra a la vistaaa! - repitió a lo lejos la vigía del Madra Ifrinn, con la misma euforia que Halcón.
Ambas embarcaciones se agolparon hacia las bordas, ojos brillantes y corazones latiendo al unísono. El Red Viper y el Madra Ifrinn, cortando las olas con precisión, avanzaban hacia la primera isla habitada que encontraban viniendo desde el este.

El islote apareció lentamente, una joya verde en medio del azul profundo. La costa estaba salpicada de casas de madera con techos de palma, construcciones humildes que se mezclaban con la selva que descendía hasta la arena. Se podían ver las barcas pesqueras amarradas a pequeños muelles, y los habitantes, hombres y mujeres, corriendo entre los árboles y la playa. Algunos se detenían a mirar las velas negras y el icónico casco de los bergantines; otros, niños curiosos, gritaban y señalaban al cielo, maravillados por los barcos que aparecían en sus leyendas cotidianas.

Grace se recostó ligeramente sobre el timón, observando cómo la isla se acercaba. La brisa traía los aromas del Caribe: sal, madera húmeda y vegetación densa. Todo lo que había escuchado en los cuentos de taberna, en los relatos de Cortés, parecía cobrar vida frente a sus ojos. La primera tierra firme desde que salieron de África, y con ella, la promesa de historias nuevas, de peligros y de aventuras que nadie podría imaginar.
  • Tú contenta, volver a casa - sonrió Yrsa, apoyando su enorme brazo sobre el hombro de la cubana.
Yara le acarició la espalda, con un gesto suave pero distante. Su expresión no era de alegría.
  • No ser así… ¿no estar contenta, Yara? - preguntó Yrsa, con curiosidad y ternura.
  • No es eso, gigantona - respondió Yara, con un suspiro pesado - Es difícil de explicar…
Sus ojos se perdieron en el horizonte, donde el mar acariciaba la costa y las palmas se mecían con la brisa cálida del Caribe. Sentía el latido familiar de la tierra bajo sus pies, pero al mismo tiempo, un nudo en el pecho le recordaba todo lo que había dejado atrás. La pérdida de sus padres, la esclavitud impuesta por los españoles, el miedo constante, el exilio forzado… cada recuerdo golpeaba con la misma fuerza que las olas contra el casco del Red Viper.
  • Es la condena del emigrante, supongo - dijo finalmente, con la voz quebrada - Sentirte extranjero dondequiera que esté. Incluso en mi tierra, aunque la quiera de verdad.
Bhagirath se inclinó ligeramente hacia ella, intentando consolarla con la calidez de su presencia.
  • En el Red Viper - le dijo con suavidad - no es así. Aquí, señorita Yara, es parte de algo que le pertenece, aunque el mundo entero diga lo contrario.
Yara le dedicó una sonrisa pequeña, agradecida. Recordó la barca esperándola en el puerto, mecida por las olas, sin rumbo conocido. No se marchó en busca de grandeza, solo cargaba con aquella tristeza que deseaba curar. Partió sin pensar en la vuelta; no le pesaba lo que dejaba atrás. Solo sabía que lo poco que le quedaba en un bolsillo podía llevárselo consigo.

Se sentía en casa en Inglaterra, y al mismo tiempo deseaba morir en Cuba; lo mismo le ocurría con África. Ningún lugar la reclamaba ni la retenía del todo. Yara no tenía patria. No tenía bandera, ni ciudad, ni tierra firme que llamara hogar. Solo tenía el mar, amplio, indomable y constante, y en él encontraba su hogar.

Con un tono firme, casi desafiante miró a Bhagirath.
  • Supongo que es mejor así, Bigotes. Amar a un país… sinceramente, me da miedo… Es mejor no tener patria, ni bandera, ni raza, ni condición. Sin límites, y sin fronteras.
Yrsa la rodeó con un brazo aún más firme, una especie de escudo humano que transmitía fuerza y calma.
  • Ser extranjero - repitió, sonriendo, como si pronunciara un hechizo.
  • Exacto, amiga… solo ser extranjero - asintió Yara, dejando que esa verdad la liberara un poco del peso que cargaba.
Por un instante, se permitió respirar. El Caribe estaba allí, con su calor y su olor a sal y madera, pero la cubana comprendió que su hogar ya no era un lugar en el mapa. Su hogar era ese instante, esa tripulación, esas personas que la acompañaban sin pedirle nada más que ser ella misma. El viento trajo consigo la promesa de nuevas aventuras, y Yara, aunque extranjera incluso en su tierra, con heridas que tardarían años en sanar, sonrió con un atisbo de esperanza.

De repente las cuerdas de una guitarra se rasgaron. Todos se giraron al oírlas.
Yara vio a Cortés, sentado en una silla, mirándola con esa sonrisa que nunca se apagaba, punteando las cuerdas. Sin decir nada, empezó a cantar, su voz ronca acompañando el alma rota de la cubana.

“Yo crecí en la calle, vivo de mi picardía
No confío en nadie tan solo del que está arriba
Y si he cambiado
Y te dolió, mala mía”

Se detuvo un momento, los dedos rasgando las cuerdas, la mirada fija en Yara. Y esta con el corazón encogido le devolvió una sonrisa rota. Pocos entendieron las palabras pues las cantaba en español. Pero aquella canción era dedicada a ella. A la que había perdido su amor.

“Desde chiquitito me enseñaron a ser bravo
Las cosas malas quedaron en el pasado
Y si mañana muero
No quiero verlos llorando”

“Que mi vida siempre fue lo que yo quise
Que la gente fuerte es la que sonríe en los días grises
Que los momentos que pasamos juntos
Se queden con los que fueron felices”

Yrsa se acercó más a Yara y le dio un beso en la mejilla. Ella se recostó sobre su hombro, las lágrimas brotando por sus mejillas. La voz ronca de Cortés le atravesaba el alma como una tormenta y al mismo tiempo la reconfortaba como los abrazos de su difunto padre.

“A mi no me lloren si me llevan flores
Tiren romo al suelo y toquen todas mis canciones
Porque la vida es así, se lleva siempre a los mejores”

“La gente que me vio crecer sabe quien soy
Y si me voy estaré esperando arriba si lo permite dios
Se que nunca he sido un santo pero tan malo no soy
Y agradezco con mi vida seguir vivo aquí hoy”

“Cuando andaba haciendo el mal era buscando una salida
A veces me desespero y pienso en volver a la mala vida
Ser preso de la pobreza, me estresa tanto esta ruina
En mi cabeza mil secuelas, la mirada siempre fría”

“Tengo todo lo necesario pero hay un vacío en mi
Me tiene como un infeliz teniendo tanto
Haciendo eses a las tantas, el corazón de infarto
Me siento yo mismo solamente cuando canto”

“Yo soy de reír en los momentos malos
De si hay poco comen todos del mismo plato
Hoy yo y si mañana me voy…
A mi no me lloren si me llevan flores
Tiren romo al suelo y toquen todas mis canciones
Porque la vida es así, se lleva siempre a los mejores”

“La gente que me vio crecer sabe quien soy
Y si me voy estaré esperando arriba si me deja dios
Se que nunca he sido un santo pero tan malo no soy
Y agradezco con mi vida seguir vivo aquí hoy”
  • La he compuesto para ti Yara… - sonrió Cortés tocando las últimas notas.
  • Gracias… - respondió ella con la voz quebrada.
El español se acercó y la abrazó con ternura, dándole un beso en la frente.
  • Se que duele… - le susurró - no hablaba mucho la verdad…
Yara soltó una risa entre llantos.
  • Pero tenía un corazón más grande que él mismo… todos lo echaremos de menos, amiga.
  • Gracias, de corazón… - sollozó Yara - ¿Podrías tocarla otra vez?
Cortés le acarició la mejilla y mientras cantaba de nuevo, la isla se alzó ante ellos como una joya verde rodeada de espuma blanca. El sol del Caribe bañaba las colinas cubiertas de palmeras y caña de azúcar, mientras una hilera de chozas humildes se mezclaba con edificios de piedra encalados, levantados a la fuerza por manos esclavas. Desde la borda, podía oírse el sonido metálico de cadenas arrastradas, los gritos secos de capataces y el murmullo apagado de los nativos que trabajaban bajo el látigo.

En el puerto, hombres blancos vestidos con casacas coloridas y sombreros emplumados vigilaban el embarcadero. Un par de navíos mercantes estaban atracados, cargados con barriles de ron, fardos de tabaco y cajas marcadas con símbolos de la Corona. Todo olía a comercio, a riqueza… y a sometimiento.

Grace alzó la mano, ordenando silencio antes de dar el aviso.
  • Tened cuidado - dijo en voz baja, pero firme, desde la borda - Aquí no estamos entre hermanos.
Macfarlane se acercó, escudriñando las banderas que ondeaban sobre el fuerte de la bahía.
  • ¿Son ingleses o españoles? - preguntó, entornando los ojos como si quisiera arrancar la respuesta de los mástiles lejanos.
Yara, a su lado, ni siquiera dudó.
  • Son españoles - sentenció, con un dejo de rabia en la voz - Reconocería a esas ratas aunque se disfrazasen de santos.
Grace asintió y comenzó a repartir órdenes.
  • Bhagirath, formad un grupo. Id al mercado y conseguid agua, sal, frutas y carne fresca. Paga lo justo, pero que no nos falte nada.
  • Sí, capitana. - El indio inclinó la cabeza y comenzó a elegir a los hombres que lo acompañarían.
  • Yrsa - continuó Grace - quiero que te encargues de revisar lo que necesita el Red Viper para navegar otra vez como debe. Maderas, clavos, cuerdas… lo que haga falta.
  • Yo encargar de reparar - gruñó la gigante, ajustándose la coraza de cuero.
  • MacFarlane ocúpate del resto. Que hagan turnos para cubrir el navío. Y que nadie suba sin nuestro permiso - ordenó finalmente, su voz clara como un trueno.
Los miró a todos un momento en silencio.
  • Los demás descansad y tomaros un respiro, os lo habéis ganado piratas…
Grace buscó con la mirada al Perro. Lo vio de pie, con sus hombres alrededor, cuchicheando y señalando al puerto. El capitán daba instrucciones rápidas, los marineros asintiendo como lobos atentos al alfa.

Al verla, salió a paso ligero hacia el muelle tras recibir un gesto rápido de Grace, mientras ella misma bajaba la pasarela. El Perro la esperó con los brazos cruzados y el sombrero ladeado, con esa media sonrisa que siempre parecía ocultar algo.
  • No me gusta esto - dijo sin rodeos, bajando la voz - Amarrar en el muelle con esas velas… - señaló con la barbilla las del Red Viper, la calavera y la serpiente ondeando al viento - No creo que los piratas seamos bienvenidos aquí.
Grace rio, dándole dos palmadas en la espalda.
  • Ahora estamos en la tierra de los piratas, Perro. Aquí somos dueños y señores, aunque esos infelices lleven sotana o espada.
El Perro arqueó una ceja, todavía con desconfianza.
  • ¿Y qué proponéis?
  • Proponer, no - replicó Grace, sonriendo mientras avanzaba hacia el bullicio del puerto - Ordeno. Y lo que ordeno es que me acompañes a beber.
El Perro soltó una carcajada ronca y se ajustó el sombrero.
  • Eso sí que no lo pienso discutir, capitana.
Las calles de la isla hervían de vida, pero bajo aquella apariencia colorida se respiraba pólvora y cuchillos escondidos. Grace y el Perro encabezaban la marcha, hombro con hombro, abriéndose paso por el empedrado desigual de la calle principal. Tras ellos caminaban un puñado de sus hombres: Yara con el gesto serio, Snatch jugueteando con una moneda, y Cortés tarareando algo apenas audible. También se unió a la expedición la vigía del Madra Ifrinn, una mujer irlandesa, bella e indomable a partes iguales.

El camino hacia la taberna no tenía pérdida: bastaba seguir los gritos y los estrépitos de botellas rotas que reventaban en mitad de la calle. El aire olía a ron, a pescado podrido y a sudor de puerto.

En las aceras, niños descalzos corrían entre gallinas, intentando atrapar monedas que caían de las bolsas de los mercaderes. Mujeres con cestas en la cabeza voceaban frutas, carne seca y hierbas medicinales, al tiempo que se apartaban con miedo cuando se cruzaban con las patrullas armadas. Los soldados, con sus casacas rojas y moradas, marchaban en pelotones compactos. Sus botas resonaban sobre las piedras como tambores de guerra, y aunque las sonrisas de los comerciantes intentaban disimularlo, todos sabían que aquellas lanzas y arcabuces no estaban para proteger, sino para vigilar.

El contraste era brutal: un lugar hermoso, brillante bajo el sol del Caribe, pero cubierto por la sombra del dominio. De repente, un portazo interrumpió la marcha. Un hombre salió volando por una puerta a la izquierda, acompañado de insultos, carcajadas y una botella rota que rodó por el suelo. Cayó de bruces justo a los pies del Perro, que se detuvo en seco.

El borracho, con la ropa desgarrada y los labios manchados de ron, levantó la vista nublada. Intentó incorporarse, aferrándose a las ropas del capitán. El Perro bajó la mirada, lento, y su voz salió como un gruñido:
  • Suéltame… si no quieres morir.
El hombre lo soltó al instante, levantando las manos en un gesto de disculpa.
  • P… perdonad, mi señor… perdonad…
Se tambaleó un par de pasos hacia atrás, escupió sangre y rió solo como un loco, antes de murmurar con voz pastosa.
  • Bienvenidos a… Santo Domingo.
Y se perdió entre la multitud, tropezando con los soldados que lo miraban con desprecio.
Seamus lo observo con ira mientras se marchaba tambaleante, al mismo tiempo que se limpiaba con la mano sus ropas.
  • ¿Estás segura que quieres entrar en esa taberna? - preguntó mirando hacía el interior del recinto, de donde solo salían insultos y música desafinada.
Grace lo miró con su sonrisa burlona y sin decir nada entró dentro.
El Perro, refunfuñando a través del humo de su pipa, la siguió de cerca.

Continuará…
 
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